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PRÓLOGO Rachel Sieder
PRÓLOGO
México se encuentra hoy en una encrucijada; enfrenta una de las crisis más graves de derechos humanos que se ha vivido en todo el continente latinoamericano en el último siglo. Desde el inicio de la ‘guerra contra el narco’ en el 2006 las cifras oficiales de personas desaparecidas han superado los ochenta mil y los desplazados internos van en aumento, al igual que los feminicidios —otra categoría de cuerpos desaparecidos o borrados que se disparó en estos años—. A lo largo del territorio mexicano, la complicidad y responsabilidad directa de las autoridades de Estado en estos hechos ha quedado más que clara. Al mismo tiempo, durante este periodo de profundización del modelo neoliberal global las desigualdades de clase, raza y género se han acentuado brutalmente, siendo las graves violaciones de derechos humanos una expresión de violencias estructurales y sistémicas profundas. La crisis económica mundial desatada por el Covid-19 en febrero de 2020 seguramente agravará la lucha por los recursos, vulnerando aún más los cuerpos y vidas de personas que por mucho tiempo han sido desechables para el sistema. ¿Cómo se puede encarar esta crisis sin precedentes de violencia e impunidad en México? ¿Qué lecciones dejan las experiencias de otros países de América Latina que han enfrentado crisis de violencia y graves violaciones de derechos humanos? ¿Será que estas experiencias nos pueden servir como guías acerca de qué hacer o no?
La justicia transicional se ha expandido exponencialmente en los últimos años, convirtiéndose en un campo de saber-poder transnacional que cubre una enorme variedad de iniciativas y contextos. Su inicio en América Latina se da en las transiciones de gobiernos militares a gobiernos electos del Cono Sur en los años ochenta, e involucra una serie de mecanismos como comisiones de la verdad, amnistías, juicios penales y distintas medidas de reparación. Los mecanismos y aprendizajes del Cono Sur se adaptaron luego para los finales de los conflictos armados internos en El Salvador, Guatemala, Perú y últimamente en Colombia, generando una
enorme diversidad de perspectivas y procesos. Dos aspectos se destacan en este largo abanico de casi cuatro décadas de experiencias de justicia transicional en América Latina: primero, la creciente insistencia en la necesidad de poner las experiencias y demandas de las víctimas en el centro del diseño de los mecanismos de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición; y, segundo, la imprescindibilidad de mecanismos de justicia transicional que transformen, o por lo menos plantean transformar, las agudas condiciones de desigualdad y violencias estructurales que posibilitan (y en sí constituyen) graves violaciones de derechos humanos. ¿Cuáles son entonces las perspectivas de los aprendizajes regionales sobre la justicia transicional para aplicar en México? ¿Es posible desarrollar medidas de justicia transicional en ausencia de una transformación evidente del régimen o de la cultura política? Ciertamente la captura de los mecanismos del Estado por la macrocriminalidad (algo muy marcado a escala local) o, según otra óptica analítica, la mutación de las fuerzas que detentan el poder estatal hacia perpetradores directos de violaciones sistemáticas de derechos humanos, ha sido un rasgo muy marcado en la realidad nacional desde 2006. Sin embargo, la reproducción de estructuras de corrupción y violencia estructural es algo de larga data en las formaciones del Estado mexicano. El capital simbólico de la ‘Cuarta Transformación’ del gobierno de Manuel López Obrador (electo en el 2018) parece hasta ahora insuficiente para revertir estas tendencias históricas, que se reflejan en una infinidad de pactos de corrupción e impunidad a nivel municipal y estatal.
Sin embargo, lo que nos muestra la experiencia de otros países de América Latina es que en toda ‘transición’, ya sea del autoritarismo a la democracia o de la guerra a la supuesta paz, hay muchos elementos de continuidad. Los autoritarismos encuentran sus expresiones en la democracia electoral, y el cese de los conflictos armados no necesariamente se traduce en menos violencia para los más desprotegidos. Entonces, es evidente que los procesos transicionales no necesariamente implican cambios o fracturas políticas profundas ni el fin de las violencias.
A pesar de estas continuidades históricas y de las condiciones de violencia actual, los autores de este libro insisten en que las iniciativas de justicia transicional centradas en las perspectivas de las víctimas (y que ponen el dedo en la llaga de las desigualdades y violencias estructurales) pueden ser detonadores importantes de nuevos horizontes políticos. Al final de cuentas, esta es la apuesta de la justicia transicional ya no vista desde los cálculos políticos de quienes detentan el poder, sino desde las perspectivas de vida de los que sufren en carne propia el entrecruce de múltiples violencias.
Como nos relatan algunos capítulos de este libro, hasta ahora las experiencias de justicia transicional en México no han generado muchas esperanzas. El fallido experimento de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (femospp) durante el gobierno de Vicente Fox, más el perfeccionamiento de los simulacros de reforma institucional para seguir preservando la impunidad, han generado sospechas justificadas de las víctimas frente a las políticas oficiales de justicia transicional. Tristemente se revela que experiencias como las comisiones de la verdad para Guerrero y posteriormente para los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa en 2014 han seguido la misma ruta de simulacros e impunidad.
Como subrayan algunos de los autores, el Estado mexicano tiende a administrar o gestionar distintos grupos de víctimas a través de políticas focalizadas (para los desplazados, las víctimas de feminicidio, los desaparecidos, etc.), en vez de investigar a fondo las circunstancias de las violaciones o enfrentar sistemáticamente los factores estructurales que producen y reproducen las violencias. Así, las víctimas de graves violaciones de derechos humanos se convierten en el quehacer de una infinidad de comisiones, instancias, protocolos y procedimientos de un sistema político cuya médula central por un siglo ha sido el clientelismo. En palabras del sociólogo Javier Auyero (2013), se convierten en ‘pacientes del Estado’, personas en su mayoría pobres y sin poder, sujetos a los procesos burocráticos y administrativos de programas asistencialistas, forzados a esperar eternamente resultados que pocas veces se dan.
En otras palabras, en México la gestión de las víctimas se ha convertido en un modo de seguir garantizando la impunidad. De esta manera, las políticas de justicia transicional impuestas ‘desde arriba’ se pueden entender como la continuación de formas de dominación históricas. Al mismo tiempo, lo que nos demuestra la experiencia en América Latina es que las alternativas mediante el sistema de justicia penal ordinario tampoco se ven muy alentadoras. La justicia penal tiende a fijar responsabilidades individuales por las graves violaciones de derechos humanos, obviando factores estructurales y sistémicos, y en contextos donde la impunidad está tan arraigada son excepcionales los casos emblemáticos que alcanzan condenas.
Como sugiere este libro, los mecanismos de justicia transicional pensados desde otras ópticas pueden ofrecer rutas y oportunidades para imaginarnos a futuro justicias en plural: efectivamente, estas pueden constituirse en una especie de contramapeo frente a las narrativas oficiales de los agravios y daños tejidos desde arriba, lo que nos lleva a entender las injusticias encarnadas en sus diversos contextos históricos y geográficos. La esperanza es que
estos ejercicios puedan dibujar nuevos imaginarios de justicia, tanto para los cuerpos como para los territorios que, como nos han insistido los pueblos indígenas organizados, también son víctimas de múltiples violencias.
El reto sin duda es saber cómo combinar las ventajas que pueden ofrecer los mecanismos de justicia transicional, entre ellos las posibilidades de investigar a fondo los agravios y de establecer patrones sistemáticos de violaciones graves de los derechos humanos y los factores que los fomentan. Se trata así de mandatar procesos de justicia extraordinarios y ejemplares con formas de verdad, justicia y reparación que satisfagan en alguna medida las demandas de las víctimas. Además, como nos demuestra el reciente ejemplo de Colombia explorado en el capítulo de Laura Langa Martínez, otro reto es asegurar que las pocas victorias logradas por las víctimas mediante la justicia penal ordinaria no sean borradas en nombre de la justicia transicional oficial que, a final de cuentas, siempre ofrece nuevas fórmulas de castigo para algunos y borrón y cuenta nueva para otros.
En vez de gestionar impunidad, una justicia transicional transformadora debería detonar procesos que tengan un impacto real en la vida de los que siempre sufren las violencias y violaciones de derechos humanos, y que les dote de reconocimiento y dignidad. En este sentido, son centrales las disputas sociales sobre las narrativas y memorias del pasado, y sobre las representaciones de la violencia social, económica y política. Actualmente, como nos demuestra Maira Ixchel Benítez en su capítulo sobre Guatemala, pareciera que estamos frente a un backlash frente a una (tal vez breve) época donde la lucha por los derechos humanos y en contra de la impunidad llevó a condenar a algunos militares y políticos en América Latina por su papel en graves violaciones. Ahora ellos se reinventan y se reivindican como defensores de la nación, en una nueva iteración de la posguerra fría. Sin embargo, también es un momento en donde las personas categorizadas por el paradigma de la justicia transicional como víctimas están reivindicando sus historias de lucha y subjetividades políticas, enfocándose no solo en los agravios y daños que sufrieron, sino también en sus sueños y horizontes políticos. La lucha por la memoria es finalmente una lucha por los sentidos, entendimientos y horizontes. Como nos recuerda Ana Guglielmucci, aquí las formas de nombrar y archivar la violencia son formas de aprehenderlas y eso moldea no solo el pasado, sino el presente y el futuro. Por eso, las iniciativas de las víctimas y de distintas instancias de la sociedad civil en América Latina han centrado sus esfuerzos en la construcción y reivindicación de la memoria, lo que significa no solo archivos de dolor, sino también de esperanza.
A lo largo del continente, las demandas por verdad, justicia y memoria han sido una constante en los movimientos de víctimas y de derechos humanos, los que han mostrado gran tenacidad y creatividad en perseguir sus demandas a lo largo de décadas. Este libro se enfoca en las experiencias de la justicia transicional en América Latina, subrayando la importancia de las iniciativas de justicia construidas ‘desde abajo’ o más bien desde las subjetividades de los que sufren la violencia y luchan por la justicia. Claramente, los testimonios pueden ser usados para muchos fines políticos, tal como nos demuestra el capítulo sobre la lucha de Luz María Bernal, madre de un joven ejecutado extrajudicialmente y presentado como ‘falso positivo’ en Colombia y quien se convirtió en una de las caras más reconocidas de las víctimas en las pláticas de paz en La Habana. En ese sentido, es innegable el papel que ha jugado el testimonio de las víctimas en las luchas contra la impunidad y las violencias estructurales en América Latina. Todo depende del contexto y de nuestra capacidad de escucha, empatía, solidaridad y acción.
La pregunta de fondo es si las violencias estructurales y cotidianas, las violencias extremas y las violencias normalizadas se pueden reparar mediante paradigmas de justicia transicional. A lo mejor debemos debatir y tratar de solventar las injusticias y violencias en otros registros fuera de este campo de saber-poder, es decir, en otras arenas de debate y acción política. Hasta el momento la justicia transicional no hace eco en la gran mayoría de organizaciones de víctimas o de la sociedad civil en México. En este momento, sus luchas siguen siendo fragmentadas y localizadas, pero, como subraya este libro, es en esta diversidad de experiencias que se están construyendo otros paradigmas y rutas de búsqueda de justicia.
Rachel Sieder Ciudad de México, 29 de marzo 2020