Taller literario maria martha

Page 1

CUENTOS Maria Martha Chaparro de Iglesias


INDICE

Taller Literario ……………………………………………….…………………….……………………………

3

El futuro …………………………………………………………………………………………………………….

4

La sonrisa de Miguel .....………………………………………………………………………….…………

6

Teléfono celular ....…………………………………………………………………………..………………...

8

Un Libro ……………………………………………………………………………………………………………..

10

Anoche tuve un sueño ………………………………………………………………………..……………… 12 El viejo caserón ………………………………………………………………………………………..………..

13

Un cuento para mis nietos y otros niños ……………………………..…………………………….

15

El nido vacío ………………………………………………………………………………………………………

17

Mi primer baile …………………………………………………………………….……………………………

19

Los límites ………………………………………………………………………………..……………………….

21

Un secreto impertinente …………………………………………………………………………………..

23

Una pequeña historia de amor ………………………………………………………………………….

25

Trabajo de inmigrante ……………………………………………………………..………………………..

27

Amistad ……………………………………………………………………………………………..……………..

29

Amor en la oficina …………………………………………………………………………….……………….

30

El día que volvimos a nacer ……………………………………………………………………………….

31

El corazón del colibrí ………………………………………………………………………………………….

33


TALLER LITERARIO Un día, recuerdo que era invierno, concurro, por primera vez, a un taller literario. Dentro de mí, vacío e inseguridad. Se suceden las clases. Empiezo a ver, a escuchar, a sentir. Poco a poco, el vacío se va llenando. Un no se qué inexorable se va apoderando de mi ser. Escucho relatos llenos de vivencias, de recuerdos, de amores viejos y amores nuevos. Penas y alegrías, esperanzas y desencuentros. Palabras entonadas con gravedad. A veces, se visten de ternura. Los voy conociendo y empiezo a quererlos. Leo y me escuchan, me halagan, me animan. Me elevo, para estar a su altura. Siento vívida en mí, una palabra aprendida leyendo a Cortázar, “Otredad”: :ondición de ser el otro. La verdadera otredad, está hecha de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo. Es la mano tendida que responde a la mano del otro. De la mano de la curiosidad y de la imaginación, creamos, cada día, un día luminoso, porque la mente crea lo que cada uno desea. Han pasado varios meses. Ha sido un aprendizaje constante. Pero aún más importante que la curiosidad y la imaginación, ha sido la generosidad y la humildad de quien nos ha enseñado y nos ha guiado. Nos ha dado vida al alma y soporte a la existencia. Ahora podemos levantar la bandera de los sueños y apretar con las manos, otras manos. Y llega el gran día. Siento confianza y plenitud. Hemos crecido hasta hacernos niños. Vamos al teatro, como a un paseo el día de la primavera. Felices, no dudamos, no sentimos temor. Estamos por dar un valiente salto, de la biblioteca al teatro. Nos esperan el tablado, los cortinados, lucen que irradian potentes reflectores, un camarín improvisado, abajo, las butacas para los espectadores. De pronto, inunda el lugar un silencio que cae a plomo. En ese momento, yo soy Elena Sequeiros y estoy viviendo un día especial en la casa de mis padres, con mis hermanos y hermanas y con nuestros abuelos. Escucho risas. Llegan los aplausos. Recién entonces veo el público. Hay sonrisas, miradas que nos dicen “Gracias”. Nos tomamos las manos, saludamos y también decimos “Gracias”..


El FUTURO

Hablar de mi futuro, me parece algo mezquino y pequeño. Yo creo en un futuro que nos abarque a todos, puesto que el futuro de cada uno, está inexorablemente unido al futuro de todos y del universo. Me asomo a la ventana de la vida, y veo el futuro más próximo, el único que puedo ver. El más lejano, el que está más allá de los límites de mi cielo, pertenece a la casa del mañana, la cual no puedo visitar ni siquiera en sueños. Y al mirar veo mucha oscuridad, oscuridad que me asusta. Entre esa oscuridad, veo a personas seducidas por un dios de barro, recubierto en oro, al que todos obedecen y adoran. Él les dice “Bailad, Bailad” y al que mejor dance, lo cubre de plumas y brillos y le ofrece el premio de cubrirse de oro igual que él. Y ahí están sus lacayos, tristes caricaturas que se pintan el rostro y asustan a los niños. Ellos juzgan quién es el mejor bailarín para incorporarlo a sus huestes de perversidad y delirio. Me asusta comprobar que hay una minoría que pelea por quedarse con lo que nos pertenece a todos. Es una minoría sin rostros y sin nombres. Son gentes que provocan en todo el planeta exclusiones de seres que no pueden defenderse de sus ataques porque no tienen el arma con la que nos invaden: el dinero. Ahí los vemos, pobres de toda pobreza, yendo de acá para allá, en busca de un lugar mejor para vivir. Y ellos, los sin rostro y sin nombre, los señalan y dicen: “Ellos tienen la culpa de nuestros problemas, han venido a quitarnos nuestro bienestar, ¡expulsémoslos! “ Nosotros mismos, un día, fuimos expulsados de nuestra patria. Esas minorías perversas, borrachas de codicia y poder, nos fueron despojando de todas las cosas que durante muchísimos años habíamos construido en pos de un futuro para nosotros y nuestros hijos. Pero no todo es negro en el futuro que veo. Veo colarse entre la oscuridad rayos de sol, y en las zonas iluminadas por esa luz, veo belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión. Esos milagros de amor que nos sostuvieron en los años de emigrados, en las soledades y el dolor de la lejanía de los nuestros. Tengo en mi memoria, unas imágenes que veíamos muy seguido en España. Es la imagen de los subsaharianos, huyendo de la guerra, del hambre y las enfermedades. Cruzaban cientos de kilómetros de desierto para llegar a Marruecos. Cuando llegaban, extenuados, debilitados porque en la travesía del desierto enfrentaron muchas veces a la muerte, se encontraban con una valla de 8 kilómetros de largo y 6 metros de alto construida con alambre de púa. Esta valla separa a Marruecos de las ciudades autónomas de España, Ceuta y Melilla. Está compuesta de tres vallas separadas entre sí por espacios por donde transitan las patrullas de vigilancia. Cables bajo tierra, conectan una red de sensores electrónicos que detectan ruido y movimiento. Están equipadas con luces de alta intensidad, videocámaras de vigilancia y equipos de visión nocturna. En su desesperación, cientos de subsaharianos asaltan masivamente las vallas, trepan y se descuelgan hacia el lado Español en una acción suicida. Sólo unos pocos logran el objetivo: vivir. Después, deben cruzar el estrecho de Gibraltar, unas de las aguas más peligrosas del mundo. Lo hacen en pateras, unos botes rudimentarios, sus patrones embarcan muchos más inmigrantes de lo que permite la capacidad del bote. Es su negocio. A cada persona le cobran mil euros. Muchos de estos africanos deben esclavizarse y prostituirse antes de embarcarse, para alcanzar esa cifra. Es común que viajen mujeres próximas a dar a luz o con niños pequeños. Arriesgan la vida en la esperanza de que sus hijos nazcan en España, pues así se librarán para siempre de las miserias. Un día de verano, en una playa de Andalucía, los bañistas vieron atónitos, cómo llegaban a la costa cientos de negros en una patera. Quedaban tendidos en la playa, sin fuerzas, deshidratados, desnutridos, después de muchos días en el mar. Una mujer negra, había quedado en la arena con un bebé de pocos meses. La mujer estaba desvanecida y el bebé, lloraba a su lado. Había entre los españoles que disfrutaban de un día de playa, una familia con dos o tres niños, la menor era muy pequeña. La mamá, corrió hacia la mujer de


color, tomó a su bebé y sin pensarlo, se lo puso al pecho. Inmediatamente el niño mamó y así salvó la vida. Este relato, dibuja muy bien la visión que tengo del futuro. En medio de la oscuridad, de las injusticias y del drama, la esperanza del amor. Dice Gabriel García Márquez: “ Yo creo que todavía no es demasiado tarde para construir una utopía que nos permita compartir la tierra.”


LA SONRISA DE MIGUEL

José miró por la ventana. Era una persona grande y debía cuidarse del frío. Vio que el sol débil del invierno, ya había entibiado la mañana. Se puso el abrigo, se colocó el sombrero y salió de la casa. Caminó unos metros calle abajo, tomó el tranvía y se bajó en la parada que lo dejaba justo enfrente del Café De Los Hermanos. Antes de entrar, se paró en el kiosco de Cosme y compró el diario. Entró al café y se sentó en la mesa de siempre, al lado de la vidriera. Se quitó los abrigos, se cruzó de piernas y se dispuso a leer el periódico. El mozo, Alberto, lo saludó y le sirvió lo de siempre. Hacía casi veinte años que cumplía con el mismo ritual, desde que era empleado de la Compañía de Seguros “El Centinela”. Tomaba un café con leche, una media luna y un jugo de naranjas. Conversaron unos momentos, comentaron el tiempo y las últimas novedades de la política. Se introdujo de lleno en la lectura. Habían pasado algunos minutos, cuando oyó una vocecita “¿Le lustro señor?”. Levantó la vista y ahí estaba el niño con su cajoncito de lustrar zapatos. Le sonreía. – Claro, hijo, mirá lo sucios que están – El niño, sin dejar de sonreir, se sentó en su cajoncito y puso manos a la obra. Lo observó detenidamente. Los cabellos revueltos eran castaño claro. A cada momento, se sorbía los mocos y restregaba su nariz con una mano. Tenía las manos sucias por la pomada y los cepillos. Las medias de distinto color, un pulovercito raído igual que los pantalones. Pensó en su nieto, siempre rodeado de juguetes muy caros, y vestido con las prendas de las mejores marcas del mercado. El niño cada tanto levantaba la cara y le sonreía. -¿Cómo te llamás? – le preguntó – Miguel, señor –contestó el pequeño. -¿Y cuántos años tenés? – La semana que viene voy a cumplir los nueve –. Cada vez que le respondía, lo miraba sonriente. Y siguió preguntándole, por la escuela, por sus padres, sus hermanos, si su papá tenía trabajo, cuantos hermanos eran. Se enteró que a la escuela iba a veces, que su papá era cartonero junto con su mamá y dos hermanos mayores. Él se quedaba cuidando de dos más chicos que él. Vivían en la villa. Mientras el niño lustraba y le contaba todo lo que él le preguntaba, surgió en su cabeza una idea que lo hizo sentir entusiasmado. –Listo, señor – escuchó. - ¡Muy bien, Miguel! – le pagó y le dijo que volviera al día siguiente a la misma hora, así podían seguir conversando. -¡No olvides que aquí te espero! – le dijo a modo de saludo. Cuando regresaba a su casa, pensaba en su idea y se sentía como hacía años no lo hacía. Era una alegría íntima, algo que le producía calor en el corazón, como el aleteo de una mariposa. Al día siguiente, Miguel llegó puntual. José pidió al mozo, Alberto, que guardara el cajoncito con los utensilios de lustrar. Lo tomó de la mano. La mano del niño respondió sin resistencia. Salieron a la calle y juntos fueron a un comercio y allí Juan compró una pelota. Se la dio. Miguel lo miró entre sorprendido y feliz. No preguntó nada. Se dejaba conducir por el viejo, sintiendo confianza y seguridad en esa mano grande y cálida que sujetaba la suya. Llegaron al parque. Lo invitó a que patearan la pelota, hicieron varios pases, hasta que algunos niños se acercaron para intervenir en la picada. Entonces, José se retiró hasta un banco desde donde podía verlos. Los niños siguieron jugando acaloradamente. Gritaban, se tiraban al suelo, reían disputándose la pelota. José los miraba. Se sentía feliz. Cuando volvieron al café, José le pidió a Alberto que trajera al niño un sándwich y un vaso de leche. Después que Miguel comiera y bebiera, le dio unos pesos para que llevara a su casa y le dijo– Quiero que te vayas directo a casa, mañana te espero – le dio un beso y lo despidió. El niño también se despidió saludándolo con la mano. Durante varios días seguidos se repitió la rutina. Miguel llegaba a veces corriendo, agitado, como si temiera no encontrar a José en el café. Salían al parque. Alguna vez lo llevó al zoológico. José estaba contento, sentía cariño por ese pequeño. Hacía planes. Traería algún día a su nieto para que lo conociera, aunque, pensó, era difícil encontrar un hueco en las actividades extraescolares del niño. Pero lo intentaría. Sentía gozo imaginando a los dos niños jugando en el parque. También pensaba ir a la villa a ver a los padres y preguntarles cómo podía ayudarlos para que Miguel fuera todos los días a la escuela. Quizás si compraba


ropa nueva, o a lo mejor, pensó, hablando con algunas personas, tal vez, podría conseguir un trabajo para el padre… Se sentía joven y entusiasmado. Un día, llegó José al café y se dispuso a esperar a Miguel. Pero Miguel no vino. Ni ese día, ni al otro ni al otro. José se sentía inquieto. Y uno de esos días de espera e inquietud, tuvo la peor de las noticias. Había habido un enfrentamiento armado en la villa, un fuego cruzado entre la policía y unos delincuentes que se habían escondido allí. Miguel había quedado al medio. Estaba muerto. Sintió un dolor en el pecho, empezó a sudar frío, las manos le temblaban. Salió a la calle. Caminó y caminó, sin saber a dónde se dirigía. No supo a qué hora ni cómo, había llegado a la casa de la hija. Abrió la puerta, enseguida escuchó – Abuelo, abuelo –y vio venir a su nieto corriendo hacia él con sus brazos abiertos. Se dejó caer en un sillón y tomó al niño en su regazo. Lo abrazó muy fuerte y le besó los cabellos, los ojos, las mejillas, mientras lo mojaba con las lágrimas que brotaban incontenibles. Sentía las lastimaduras que esa criatura amada iba a sufrir a lo largo de la vida, y quiso pedirle a Dios que le diera a él, todo el dolor que le tenía reservado. Se sintió viejo y cansado. Pasaron algunos días y José no podía borrar de su mente la carita sonriente de Miguel. Entonces tomó una determinación. Iría al barrio. Quería conocer a los padres, a los hermanos, quería ver cómo era el lugar al que pertenecía. Y fue. Buscó la casa por el número que Miguel le había dado. Era una casilla de chapas y maderas. A la entrada, un patio de tierra con muchas macetas con malvones. Caminó hasta la puerta. Golpeó. Lo atendió un joven de unos trece años que lo invitó a pasar. Allí, sentados a una mesa, estaban los padres y los demás hermanos. Lo conocieron apenas lo vieron. Sabían que era él. - ¿Sabe Don José? A mi hijito lo mató la injusticia, pero nosotros no tenemos a quien reclamarle justicia. Nadie nos mira ni nos escucha –. Se levantó, fue a buscar algo y se lo dio a José – Este dibujo lo hizo Miguel para Ud.. Se lo iba a llevar la próxima vez que lo viera – Le extendió una hoja de papel. Era un dibujo en el que se veía a muchos chicos y un hombre gigante, jugando a la pelota con ellos. Estuvo un rato, casi no hablaron, tomo unos mates y se despidió. Prometió volver. Salió del barrio caminando por sus calles estrechas mojadas por el agua de las alcantarillas. Sintió que esa familia había entrado en su vida para quedarse. Sintió que su existencia ya no sería igual. Vio la carita de Miguel, sonriéndole. – Duerme hijo, duerme en paz, yo los voy a cuidar –


TELÉFONO CELULAR

Llegaron a la guardia de la clínica. Les dijeron que aguardaran en la sala de espera a que un médico las atendiera. Dos mujeres y una niña. Las vi entrar. La mayor de ellas, la abuela, estaba enferma. Parecía abatida. Vestía ropas humildes, los cabellos entrecanos peinados como al descuido. Llevaba un bolsito de esos que se compran en los supermercados. El rostro ajado, huellas de una vida de trabajo duro, quizás como su vida misma. La acompañaban la hija, de unos treinta años y la nieta, una niña cercana a los siete u ocho. La pequeña entró canturreando y dando saltitos. Llevaba un tapadito moderno y una vincha sujetando el pelo largo, negro y con rulos. Cuando entró en la sala de espera, miró en rededor y vio mucha gente mayor, viejos casi todos. La sala estaba pobremente iluminada, sin ventanas, con la luz del día entrando por unos tragaluces en el techo. Los bancos, de madera lustrada, contra el muro. De respaldo, la fría pared. Dejó de canturrear y comenzó a caminar con pasos cortos, se puso muy cerca de la madre, como buscando protección. Se sentaron las tres en uno de los bancos. La hija sacó de su cartera un teléfono celular de color rosa con incrustaciones brillantes. Se respaldó contra el muro y empezó a mover su dedo pulgar sobre el teléfono. El gesto adusto, el entrecejo fruncido, la boca y la nariz ocultos bajo una gruesa bufanda. La niña vio una máquina expendedora que ofrecía cafés, latas con bebidas, alfajores y galletas. Estuvo mirando, atenta. Después fue hasta la madre. –“Ahí hay cosas ricas, mamá•”. La madre no hizo gesto alguno. Seguía inmóvil y con la vista fija en el celular. Volvió a la máquina. Otra vez fue hasta la madre. –“Hay alfajores y hay coca cola”, le dijo. Ella no acusó recibo. No se movió. El único indicio de que no era una estatua viviente, era el movimiento de su dedo pulgar. A la tercera vez, fastidiada, levantó la vista del teléfono, como si volviera de otra galaxia, miró a la niña, se levantó y fue con ella a la máquina. –“¿Cuál querés? – “Esa”- dijo la niña, señalando con su dedo. La madre, abrió la cartera, sacó un billete y lo metió en la ranura. La máquina se lo devolvió. Estiró el billete, lo dio vuelta, y volvió a introducirlo pero la máquina nuevamente se lo rechazó y así varias veces, hasta que después de varios intentos, cayó una lata. La niña la tomó y volvió dando saltitos al banco y la madre a su teléfono celular. Volvió a convertirse en una autómata. Había eliminado con unos pocos pesos, la interferencia. La abuela, no había hablado ni una vez desde que llegaron. Había mirado a su hija y a su nieta mientras éstas se movieron yendo y viniendo de la máquina. Después, miraba sin prestar atención a las otras personas mayores que esperaban, igual que ella, que un médico las llamara. Había en su mirada, tristeza, soledad, le temblaba incontrolable la mano derecha.” Parkinson”, pensé. En el ambiente reinaba el silencio . Después de un rato, la llamaron desde uno de los consultorios. Se levantó y fue. Sola. Su hija no levantó la vista, no miró a la madre irse, no había escuchado cuando la llamaron. La niña, que tampoco vio a su abuela irse, también estaba atenta al celular. Inútilmente, le decía cosas a su madre, acercando su carita a la de ella. También estaba sola. Pasaron unos minutos, diez, quince, y la abuela volvió. Traía un papel en la mano. Se sentó. Le habló a la hija – “Me ha dicho que tengo que hacer reposo y que compre estos remedios”. Volvió a callar. No había podido captar su atención. Ella seguía secuestrada por el celular. Reconcentrada y muda. La nieta si la escuchó.-“¿Qué es hacer reposo abuela?” – preguntó – “Que no puedo hacer nada” – contestó. Se la quedó mirando. No entendía que su abuela no hiciera nada. ¿Quién haría la comida ahora? ¿Quién le prepararía la leche con las galletitas antes de irse al cole? En un momento, la mujer joven, levantó la cabeza, consultó la hora en su reloj pulsera y mirando a la madre, le preguntó – “¿Qué remedios te dio? “– Ella le mostró la lista. –“Bueno, – le dijo – nos vamos a buscarlos a la farmacia; te quedas acá esperando” – Se levantó, tomó a la pequeña y se marcharon. La abuela quedó sola, como siempre estuvo. A su lado quedaron dos asientos vacíos que enseguida fueron


ocupados por otras personas también mayores. Una de ellas la miró –“ ¿Ya la atendieron?” – preguntó –“ Si, estoy esperando a mi hija que ha ido a comprar los remedios –“ Ahhh” – “¿Y ud. que turno tiene? “– preguntó la abuela a su vez –“ Huy, a mí me falta como media hora, pero he venido pronto, porque prefiero esperar a llegar tarde, no me gusta llegar tarde. ¿Y qué le dijo el médico?” –“Me ha dicho que tengo que hacer reposo; las várices, ¿sabe? Me duelen mucho las piernas, pero no sé, mi hija necesita que la ayude en la casa, trabaja mucho….y también está mi nietita, tengo que llevarla a la escuela, son como cinco cuadras de ida y otras tantas de vuelta que tengo que caminar”. Así, siguieron conversando animadamente y con una familiaridad como si se conocieran de mucho tiempo atrás. Entonces, de pronto, me di cuenta de que aquella sala de espera, ya no era un lugar triste y silencioso . Sonaban voces. Todos estaban conversando, compartiendo pedacitos de vida. Se contaban los problemas, tenían la atención y la comprensión del otro, se escuchaban. No eran extraños. Se miraban a los ojos. Observé que nadie tenía un teléfono celular en sus manos. Escuché mi nombre. Me llamaban, había llegado mi turno. Me paré y fui tranquila, ella no estaba sola.


UN LIBRO

Tuve un sueño. En él, vi un libro y a una muchacha muy joven, asomada a un abismo llamando a su madre. Sólo eso. Era todo lo que recordaba. Entonces, decidí revisar el baúl de los libros olvidados, porque recordé algo que había escuchado cierta vez: “Si se sueña a los muertos, es porque necesitan rezos; si se sueña con un libro, es porque ese libro necesita que se lo vuelva a leer”. Empecé a sacar uno a uno los que allí se encontraban. Buscaba uno en particular. No sabía cuál, pero sabía que tenía que ser ése y no otro. El primero que encontré fue “La cabaña del Tío Tom”. Lo tomé con mucho cuidado, como acariciándolo. “¡Cuánto me hiciste llorar!”, le dije. Fue un regalo de mi abuela cuando cumplí 12 años, y a partir de su lectura, mi visión del ser humano cambió drásticamente. ¡Cómo podían existir hombres que traficaran con otros hombres! Y descubrí la terrible tortura por la que ha sido escarnecida, oprimida , degradada y desangrada la raza africana . Lo dejé con dulzura a un costado. El siguiente que tomé, fue “El Quijote”, le dí un beso. ¡Cuántas veces en mi vida traté, siguiendo su ejemplo, de derribar un molino de viento, y terminé hecha añicos! Y siempre hubo un Sancho Panza que me advirtió que no lo hiciera, que era una locura, pero yo, terca y obstinada, me lancé a la lucha con una fe ciega. El siguiente que encontré fue “Mujercitas”. Con ese libro experimenté una alegría vital. Viví en la casa de la familia March. Meg, Jo, Beth y Amy eran mis hermanas. Me enamoré del joven Laurie y amaba a la Sra. March porque compartía todo, desde su pobreza, con los más desposeídos. Me admiró el tesón de Jo por convertirse en escritora. Aparecieron después “Las Aventuras de Tom Swayer y de Huckleberry Finn”, “Platero y yo”, “Desirée, la amante de Napoleón”, “Cien años de Soledad”, “La Casa de los Espíritus”. Todos querían ser el protagonista. Lo sentía cada vez que los tomaba. ¡Todos mis queridos amigos que me abrieron las puertas para visitar otros mundos y vivir la magia, la fantasía y un sinfín de aventuras. De pronto, lo ví. “Marianela”. Supe enseguida que ése era el libro de mi sueño. Lo tomé y lo abrí con mucho cuidado, con mucho amor. Me vino a la memoria mi querida profesora de literatura del segundo año, la señora Aizcorbe. Fue un placer aprender con ella. ¡Con cuanta dulzura leía los poemas! Marianela, nos cuenta la vida trágica de la niña Nela (Marianela), enamorada de Pablo, ciego de nacimiento. En Socartes, pueblo minero, y Aldeacorba, zona agrícola, donde vive don Francisco Penáguilas con su hijo Pablo. La vida ha sido pródiga con el señor de Penáguilas, pero, paradojas de la naturaleza, todo su bienestar se halla ensombrecido por la ceguera de su hijo. Pablo es feliz al lado de su lazarillo, la Nela; con ella pasea, con ella habla y se deleita. Nela , pobre huérfana que vive con la familia del capataz de las minas, Centeno, menospreciada por todos, incapaz de nada útil, sólo siente alegría acompañando a Pablo . Las almas de los dos están compenetradas de tal manera, que Pablo un día le promete casarse con ella. El ciego piensa que su lazarillo debe ser de extraordinaria belleza, expresión de su bondad. Pero a Socartes ha llegado el hermano del ingeniero, don Teodoro Golfín, famoso oftalmólogo, y uno de los motivos de su viaje es tratar de curar a Pablo. Don Francisco de Penáguilas ansía ardientemente que el doctor vea a su hijo, pues, aunque ha sido desahuciado por todos los grandes médicos, no se aviene con la fatalidad de que su hijo sea incurable. ¿Por qué la naturaleza al colmarle de bienes materiales le ha de negar lo único que puede hacerle feliz? Precisamente su hermano Manuel y él acaban de heredar de un primo, lo que viene todavía a acrecentar su fortuna. Fortuna que no tendrá finalidad, a no ser que Pablo obtenga el sentido de la vista, en cuyo caso se celebraría su matrimonio con su prima Florentina, muchacha bellísima, hija de Manuel. Pablo es operado con éxito, se enamora de Florentina, que ha llegado a Aldeacorba poco antes, y la felicidad sería completa si no estuviera allí la pobre Nela con toda su fealdad. La muchacha, no pudiendo soportar la idea de que Pablo la vea, intenta suicidarse, lo que impide don Teodoro, el cual, no obstante, no puede


oponerse a que el dolor la lleve a la muerte. Con la señora Ros, estudiamos al autor de la novela, Benito Perez Galdós. Se le considera uno de los mejores representantes de la novela realista del siglo XIX en España y un narrador capital en la historia de la literatura en lengua española, hasta el punto de ser reconocido por muchos como el mayor novelista español después de Cervantes.2 Galdós transformó el panorama novelesco español de la época, apartándose de la corriente romanticista en pos del realismo y aportando a la narrativa una gran expresividad.2 Galdós, como Lope de Vega, asumió el espectáculo del pueblo llano y con “su intuición serena, profunda y total de la realidad”, se lo devolvió, como Cervantes, rehecho, “artísticamente transformado”. De ahí que “desde Lope ningún escritor fue tan popular, ninguno tan universal desde Cervantes”.3 Días después de releer “Marianela”, paseaba por una calle y al dar la vuelta en una esquina, me topé de frente con una pareja. Ambos muy jóvenes, el muchacho ciego, caminaba guiado por su bastón blanco y tomado del brazo de ella. Cuando pasaron a mi lado, la joven me miró y me sonrió. Me quedé mirándolos. Ella le hablaba mientras caminaban. Antes que se alejaran, volvió la cabeza y otra vez me sonrió.


ANOCHE TUVE UN SUEÑO

Anoche tuve un sueño. Me veía sentada sobre una roca, a la orilla del mar. Estaba sola. Tenía frío y sentía miedo. Me acuerdo que las olas golpeaban con furia las rocas y el cielo esta oscuro. Trato de acordarme de porqué sentía miedo y recuerdo que era porque estaba sola y no sabía cómo volver. No sabía, incluso, a dónde tenía que volver. Quería llorar. En un momento, sentí una presencia a mi lado. - ¿Quién eres? – le pregunté. – Mi nombre es Tristeza – me respondió y agregó – Ven conmigo, quiero mostrarte algo … ven, ven, no temas – insistió. Recuerdo que, inmediatamente, sentí que me calmaba, que mi temor y mi angustia de hacía un momento, se iban disipando y que el cielo se aclaraba. Había más luz; incluso el rugir de las olas se había calmado. Empezamos a movernos. No caminábamos, no volábamos. Creo que flotábamos. Llegamos a un lugar; allí, había una pequeña casa, con un hermoso jardín. Entramos, Tristeza y yo. Adentro de la casa, había libros, había cuadernos con hojas en blanco y lápices; en la cocina, sobre una mesa, que era un tablón, había harina y varias cosas, como si alguien estuviera por hacer pan; en otro lugar de la casa, había pinceles, pinturas y telas, pero no estaban pintadas. Parecían estar esperando al pintor. Por las ventanas de la casa, entraba el sol y, colgados de las rejas, unos caireles. La luz del sol se refractaba en el cristal de éstos que se balanceaban con la brisa. Dentro de la casa, en las paredes, puertas y muebles, danzaban los rayos de sol, como pequeños arco iris. Había magia en ese lugar. Recuerdo eso, sentí la magia. Salimos al jardín, Tristeza y yo. Había un árbol muy grande. Estaba lleno de frutos; no sé qué frutos eran, ahora no los puedo ver, pero sí recuerdo que estiré el brazo y corté uno. Recuerdo la sensación de dulzor en mi boca cuando lo comí. Sé que todo era conocido, pero lo veía distinto. Todo tenía otro color. Incluso recuerdo, que esa magia me atraía y me hacía sentir mucha paz. Y amor, sentía mucho amor. Todo ese lugar era como si hubiésemos entrado a un templo, en dónde sólo se respiraba paz y amor. Había dos cajas. En las dos decía “Recuerdos”. Quise abrir una de las dos, pero Tristeza no me lo permitió – Esta es mía – me dijo – los recuerdos de esta caja, me pertenecen. Tú sólo debes mirar en la otra caja. En ella, están los recuerdos felices – Nos sentamos, Tristeza y yo, bajo el árbol, disfrutando de la frescura de su sombra - ¿Porqué estás acá? –pregunté. – He venido, como siempre lo he hecho, a salvarte. -- ¿A salvarme? – recuerdo que le volví a preguntar - ¿A salvarme de qué? Tú, Tristeza, ¿cómo puedes salvarme? Sólo la alegría podría salvarme, pero ella no está acá. – No–me dijo– yo te he salvado de la amargura, porque te he enseñado a VER. Por mí, has podido ver las cosas que te llevan a la alegría. Yo te he enseñado las cosas maravillosas que te ofrece el universo y que hay en tí, y es por ellas que llegas a la alegría y a la felicidad. En ese momento, me despertó la suave luz del amanecer. Respiré profundo. Miré a mi lado y vi que Pedro dormía profundamente. Lo besé y me levanté. Fui a la cocina. Hoy tenía que hacer pan. Más tarde, pensaba empezar a pintar una de las telas; ya tenía un bosquejo preparado pero también quería hacerme un lugar, en las horas de ese día, para escribir algo para leer en el Taller de Literatura. El sol ya estaba danzando dentro de mi casa. – Tristeza – pregunté - ¿estás acá?. No me respondió, como en el sueño, pero supe que estaba ahí, dentro de mí. Y me sentí feliz.


EL VIEJO CASERÓN

Cuando mis padres se mudaron, yo tenía nueve años y cuatro hermanos más chicos. Uno era especial. Mi hermano Alejandro. Querían una casa grande, con muchas habitaciones y mucho espacio libre donde pudiéramos jugar. Ya venía otro bebé en camino y además estaban mis abuelos maternos que vendrían a vivir con nosotros. Recuerdo el día que fuimos con mi madre a conocerla. Caminamos tres cuadras desde la parada del colectivo. Antes de llegar tuve el primer anuncio de cuánto me gustaría el lugar. ¡Había un tambo! Allí fuimos durante mucho tiempo a comprar la leche. Caminábamos unos metros y ahí, casi a nuestro alcance estaban las vacas y la leche se nos ofrecía espumosa y calentita. Cuando llegamos al que sería nuestro hogar y el universo de mis padres los siguientes cincuenta años, nos hicieron entrar al salón, allí conversaban mi madre con los dueños. Mientras, yo miraba todo con gran curiosidad y veía, más allá de las estancias de la casa, una gran extensión de terreno. Mucho verde y el sol que entraba por grandes ventanales. Y así empezó la vida en esa vieja casa, que mis padres quisieron para sí y para la familia que estaban construyendo. Ella ha sido muy importante en la vida de todos. Había muchas habitaciones, dos patios muy grandes embaldosados que la rodeaban y después, el fondo. Las paredes medianeras estaban cubiertas de enredaderas, que dejaban caer sus ramas hasta el suelo. Al centro del terreno, un pasillo largo cubierto por un parral de hierro, por el que trepaban distintos tipos de vides. En el verano se cubría y, a modo de pérgola, colgaban las uvas en racimos, negras, redondas de granos grandes, moscateles suavemente rosadas y tan dulces como la miel; las uvas sultaninas, de granos pequeños y sin semillas, ideales para hacer pasas y otras variedades. Ese parral era una sinfonía de colores y sabores y sus frutos, un manjar que no faltaba nunca en nuestra mesa. Al final del pasillo, una glorieta de madera, con tres escalones en su entrada. También estaba recubierta por una enredadera, verde en el verano y roja en el otoño. A su lado se elevaban al cielo, dos álamos que en el otoño se teñían de amarillo oro. En esa glorieta pasé interminables horas jugando a las muñecas. Debajo del parral y a ambos costados del pasillo, dos canteros con rosales, margaritas y alegrías del hogar, bordeándolos. Con el tiempo, tuvimos huerta. Me acuerdo que en las siestas, tan resistidas por los niños, yo me escapaba a jugar con los pelos de los choclos. Era la peluquera, y cada cholo, una clienta que me pedía un corte, otra una trenza, otra un rodete. Y los tomates, que cortábamos y comíamos de la planta, sin lavarlos. Nunca nos enfermamos. Un día, mi hermano vino corriendo y llorando, porque al cortar un tomate, una araña, dijo, lo miraba. También hubo gallineros. Había un sótano en la casa. Era el único lugar feo, oscuro, con olor a humedad y sus paredes descascaradas. Pero a mí me encantaba bajar por una escalera angosta, semicircular de madera que crujía en cada escalón. Me gustaba revolver entre las cosas viejas que ahí se iban depositando. Ese sótano me sirvió para esconder un retrato que una vez le hice a un novio. Pero un día, cuando Pedro empezó a venir a la casa, bajamos juntos a buscar algo y lo descubrió. Fue la primera vez que lo ví celoso. También ahí escondimos, cuando llegó la dictadura militar, libros que podían ser comprometedores. Como todos, teníamos miedo. Para entrar a la casa, lo primero que había que atravesar, era un zaguán. A él daban dos habitaciones. Una era el dormitorio de mis abuelos; en la de enfrente, dormíamos dos de mis hermanas y yo. Recuerdo que mis abuelos se acostaban temprano porque a las diez de la noche, empezaba un radioteatro del que no se perdían ningún capitulo. Ese zaguán fue nuestro cómplice durante el noviazgo. Cuando mi padre sentenciaba: “María Martha, es tarde” para que Pedro se marchara, nosotros, nos quedábamos ahí. Eran nuestros momentos de susurros y caricias. No puedo recordar la casa, sin que aparezca el recuerdo de mis abuelos. Mi abuelo Juan, un incansable


contador de historias, que inventaba. Siempre lo recuerdo sentado a mi lado, en la cama, cuando yo estaba enferma. Era alto, delgado, de nariz aguileña y usaba unos anteojos redondos, sin marco. Lo recuerdo cruzado de piernas, con su cara muy junto a la mía, contándome las historias de Don León y su sobrino El Zorro. El zorro siempre le jugaba malas pasadas al tío, el León. Eran unas historias que nunca tenían fin. Siempre a nuestra pregunta: ¿Y qué pasó? Él nos respondía: “ Mañana continuamos, ahora… a dormir”. Murió un día, de repente, sin previo aviso. Mi abuela ese día cerró las ventanas, bajó las persianas de la casa y debió hacer lo mismo con su vida, porque se vistió de negro y nunca más se quitó el luto hasta el día de su muerte. Y así transcurrió nuestra infancia en esa vieja casona. Era una infancia feliz, porque nos brindaba grandes espacios para jugar y alimentar nuestra imaginación. Me viene ahora a la memoria, la imagen de mis dos amigas de ese tiempo y de ese barrio, Lucy y Argentina. Con Lucy, recuerdo que en noches de verano, cuando mis padres no estaban, nos acostábamos sobre las baldosas de uno de los patios, mirando a las estrellas y escuchando “Los Plateros”; soñábamos las dos con un futuro que todavía, a nuestros trece o catorce años, no lográbamos vislumbrar. Y Argentina. Con ella compartíamos una relación familiar difícil. Nos subíamos muchas noches de verano a la pared medianera y allí, a la luz de la luna, como dos gatas, compartíamos nuestros problemas y nos consolábamos , hasta que una voz desde adentro de alguna de las dos casas nos conminaba “Adentro…”. Después vino la adolescencia, la época de los estudios, los noviazgos, los casamientos, el nacimiento de los nietos. Cuando mis padres compraron esa casa, decían que ya tenía cien años. Fue construída con adobes vigados. Resistió varios temblores y hasta dos terremotos, sin sufrir una sola grieta. Siempre he pensado que ella nos contagió su integridad y resistencia. Todos hemos tenido que soportar algunos terremotos a los que la vida nos sometió y nos mantuvimos, a pesar de ello, enteros y erguidos, como la vieja casona. En ella transcurrió la vida de mis padres hasta que murieron. Mi padre decía, cuando ya se habían quedado los dos solos y le sugerían vender y mudarse a un lugar más chico, que él iba a salir de esa casa con los pies para adelante. Y así fue. En lugar de vender, acondicionaron dos ambientes, con la cocina y un baño y lo convirtieron en una suerte de departamento cómodo, luminoso y acogedor y allí vivieron sus años de vejez y enfermedad. El resto de la casa se cerró. Únicamente se abría cuando alguno de nosotros, los que nos habíamos ido lejos, venía a verlos. De la huerta y de los gallineros se deshizo muchos años antes de envejecer. Transformó ese fondo en un hermoso parque, con una gran pileta de natación. Lo único que se mantuvo inamovible, fueron el parral y la glorieta. Entonces la casa siempre estaba llena de amigos y años más tarde, cuando todos nos habíamos casado, llegábamos con nuestros niños a disfrutar de la pileta. Lo invadíamos todo. Cada uno de nosotros, alguna vez y por distintas circunstancias, volvió a buscar cobijo con nuestras pequeñas familias recién formadas y la casa nos albergó. Después que quedaron los dos solos, veníamos todos los domingos con nuestros hijos. Juntarnos a comer con ellos, era casi una obligación, un ritual. Eran unos almuerzos muy bulliciosos. Los grandes hablábamos acaloradamente, los niños corrían, gritaban. Después que murieron, Pedro y yo vivimos en la vieja casona dos años, hasta que nos marchamos lejos. Entonces, mis hermanos la vendieron. Ese caserón, fue el centro de la vida familiar de mis padres, durante cincuenta años, porque siempre volvíamos a ella buscando encontrarnos. En ella vivimos muchas alegrías, pero también grandes tristezas. Ahora, cuando vuelvo a Mendoza, paso por la casa y nada ha cambiado. Está igual que cuando llegamos a vivir en ella, lo cual es increíble en estos tiempos en que todo se tira para construir cosas nuevas. Está tan igual, viéndola desde afuera, que siento que si entrara apenas traspasara la entrada, podría revivir todos estos recuerdos. La recorrería y al hacerlo, iría viendo rostros; los vería a mis padres jóvenes, escucharía nuestros gritos, nuestras risas de niños, también nuestros llantos, volvería a ver a mis abuelos, a mi hermano Alejandro. Entonces, siento mucha ternura al verla igual porque de alguna manera, la sigo sintiendo nuestra y entonces, también, le doy las gracias a mis padres por habernos llevado a vivir a esa vieja y hermosa casona.-


UN CUENTO PARA MIS NIETOS Y OTROS NIÑOS

Una tarde, trajeron a tres de nuestros nietos para que los cuidáramos. Después de unas horas, empezaron a mostrarse aburridos. La tarde se había vuelto lluviosa y fría. Mirándolos, pensé con una infinita tristeza, en los niños de Gaza, pero en ese momento me impuse, como un deber hacia ellos y por el inmenso amor que tengo por nuestros nietos, tener esperanza de que un mundo mejor es posible. Entonces los reuní, nos sentamos juntos en un sillón y allí empecé a contarles un cuento. El Sol y la Luna son abuelos, porque son muy viejos, muy viejos. ¡Tienen millones de años! Son los abuelos de todas las cosas que hay sobre el planeta que es la Madre Tierra. El Sol se llama “Yuí” y la Luna, “Tima”. Cuando nacieron, Yuí y Tima despedían luz por todo el cuerpo. Entonces su mamá los escondió en una cueva porque tuvo miedo de que se los robaran. En aquél tiempo, todo era oscuridad, porque no había sol ni luna. En esa oscuridad merodeaban unos bichos grandes y muy malos. Como la luz que despedían Yuí y Tima era tan fuerte, los bichos descubrieron pronto la cueva. Empezaron a tocar música con caracoles y flautas. Una música hermosa . Al escucharla, Yuí salió de la cueva. Cuando vió que esos monstruos horribles querían atraparlo, voló y voló hasta el cielo y se convirtió en el Sol. Algunos bichos que miraban cómo Yuí subía y subía, se convirtieron en piedras. Desde la cueva seguían saliendo haces de luz. Entonces los demás, volvieron a tocar la música para que saliera Tima y cuando eso ocurrió, le tiraron ceniza para enceguecerla, pero Tima pudo también volar al cielo y se puso muy cerca de Yuí. Pero como tenía la cara encenizada, no pudo brillar tanto como él , y se convirtió en la Luna. Un día, Yuí, el Sol, le dijo a Tima, la Luna: -“Estoy muy preocupado. Noto que mis rayos no llegan a la tierra”. Es como si hubiera humo, o como si unos pájaros con unas alas gigantes y negras estuvieran volando debajo y taparan mi luz. ¿Tú no has notado lo mismo? No – contesto Tima, la Luna – porque cuando yo salgo es de noche. Pero si estás tan preocupado, lo mejor es preguntar. Si – le dijo Yuí, el Sol – estoy seguro que algo anda mal en algún lugar de la Tierra. Esto no me huele a nada bueno. ¡Ya sé! – Le dijo Tima, la Luna – vamos a preguntarle a nuestras amigas las nubes. Ellas andan viajando de acá para allá con el viento y seguro, seguro, algo habrán visto. Como no había ninguna nube en el cielo, esperaron . Hasta que un día, sintieron como un susurro y vino una brisa que los despeinó y a Yuí lo refrescó, porque siempre sentía mucho calor. Junto con la brisa, aparecieron unas nubes un poco deshilachadas. Les contaron la preocupación que tenían y les pidieron que trataran de moverse rápido. -“Pídanle a la brisa que llame al viento. Tienen que viajar muy rápido y descubrir que es lo que está pasando en algún lugar de la tierra. Las nubes deshilachadas los vieron tan, pero tan angustiados, que llamaron al viento y se fueron volando muy rápido. Yuí y Tima, aguardaron . No tenían apuro porque para ellos el tiempo no existe. Hasta que un día volvieron las nubes, remontando los vientos montañeses sobre las colinas y también los mares y los ríos, pero esta vez no eran unas nubecitas deshilachadas. ¡Eran unos nubarrones oscuros que venían tronando muy fuerte y despidiendo rayos! Y empujadas por un viento tan fuerte como un huracán. ¡Habían descubierto qué es lo que estaba pasando y por eso venían enojados, indignados, asustados! Lo que habían visto, era terrible.¡Habían vuelto! Los mismos bichos horribles y malos que una vez quisieron atrapar a Yuí y


a Tima, ahora vivían escondidos dentro de los hombres y por eso era muy difícil descubrirlos. Pero cada tanto, salían y empezaban a destruir todo. Tiraban fuego y veneno y hacían que murieran los animales, las plantas y las personas. Eso estaba sucediendo en un lugar muy lejano y muy pequeño. Lo peor es que estaban persiguiendo a muchísimos niños que viven en ese lugar.¡Los querían matar! Pero, por suerte, todos esos niños habían podido volar y llegar al cielo, como una vez lo hicieron Yuí y Tima. Allí se habían ocultado dentro de las estrellas. Pero los malvados se empecinaban en seguir destruyendo otros lugares de la Tierra y por eso estaban amenazados todos los niños del mundo. -¡Oh, no! – exclamaron los abuelos Sol y Luna - ¡Tenemos que detener ésto! ¡Debemos decirle al Dios del Universo, que todo lo puede, lo que está sucediendo! Pero antes tiene que saber que cuenta con nosotros y que estamos todos unidos. Entonces le pidieron al viento que se encargara de contar en toda la Tierra esto tan horrible que estaba ocurriendo. El viento encontró en su camino a las aves que estaban surcando los cielos en busca de un lugar más cálido para vivir y les relató la terrible noticia para que ellas también lo contaran. Los árboles se lo transmitían unos a otros sacudidos por él. Y así, se fue desparramando el horror que estaban viviendo en aquel pequeño y lejano lugar. Las abejas se pusieron a fabricar miel en cualquier parte, en los troncos de los árboles, en los gallineros. Una oveja con su cencerro, se puso a guiar a los perros que ladraban enloquecidos. Estaban todos muy asustados porque conocían a estos bichos malvados y sabían que, cuando salían de sus escondites, eran capaces de destruir la tierra. Cuando el Dios del Universo se enteró y vió el alboroto, llamó a las nubes, que estaban muy enojadas y les ordenó que fueran a ese lugar y descargaran sobre los bichos, primero lluvia, después piedras grandes y heladas, y que hicieran mucho ruido y lanzaran muchos rayos. Que hicieran temblar la tierra ahí donde se cometía tanta maldad. Y mandó al viento a que las acompañara –“Tienes que soplar con toda tu fuerza”- le dijo – “Yo te ayudaré”. Entonces fueron allí las nubes con el viento, como les había pedido el Dios del Universo y descargaron tal furia sobre los bichos que éstos quedaron aplastados por las piedras y congelados por el frío. Se volvieron piedras. Cuando todo hubo acabado, las nubes se pusieron rosadas por la alegría, el viento sopló como suspirando de alivio y la lluvia cayó en el desierto y germinaron flores. La Madre Tierra, hizo una fiesta tan alegre, tan alegre, que las flores de los árboles se soltaban convertidas en mariposas. Las vaquitas de San Antonio desfilaban formando senderos multicolores. Hubo un desfile de pavos reales con sus hermosas colas abiertas en abanico acompañados por muchísimos colibríes. Las lombrices pescaban los anzuelos y se iban de fiesta con los peces que volaban por el cielo junto con las gaviotas. Y en el lugar que estuvo a punto de ser destruido por aquellos bichos malos, los niños volvieron a jugar, a correr y a reir. Ya no tienen que esconderse para ocultar su inocencia. Cuando miran al cielo, ven que muchas estrellas les guiñan los ojitos. Son los niños que escaparon volando y se quedaron allá arriba para siempre. Los abuelos Yuí y Tima se pusieron tan felices que, formando un eclipse, se abrazaron mientras se pudo ver millones de estrellas fugaces, surcando el firmamento. Al fin, todo estaba en paz.


EL NIDO VACIO

Una tarde, Angélica pasó por casa de Ana para visitarla. Tenía muchas ganas de verla y pasar un rato con ella. Eran amigas entrañables desde hacía muchos años. La encontró sumida en un mar de lágrimas. Estaba junto a su perra “Manchita” que se hallaba echada, casi sin vida. La abrazó tratando de consolarla, le dijo que pensara que la perra ya era muy vieja; hacía tiempo se había quedado ciega y casi no tragaba los alimentos. Fue en vano. Ana, le contó que el veterinario le había dicho que era cuestión de horas; lo único que podían hacer por ella era quedarse cerca para que los sintiera, acariciarla y dejarla tranquila. En algún momento, se le pararía el corazón. Angélica le preparó un café y se sentaron a la mesa. Se dispuso a escuchar a Ana. Intuía que necesitaba hablar. – Esta perrita me devolvió la vida – comenzó a decirle - ¿Te acordás cuando estuve tan deprimida que casi hecho mi matrimonio por la borda? – Si, lo recuerdo Ana, pero de eso hace ya muchos años y no veo la relación. – Bueno, te lo voy a contar: aquella depresión fue motivada porque en un año se fueron los chicos. Alberto se fue a estudiar a Córdoba y Mariela se casó. Yo sentí que se me acababa la vida. Dejé de sentir amor por todas las cosas que hasta ese momento, me habían hecho feliz. La casa, que era mi refugio, mi lugar en el mundo, empecé a sentirla como algo hostil, feo y solitario. No me bastaba la presencia de Fernando, que a diferencia de mí, se mostraba alegre y feliz. Canturreaba todo el día y estaba inusualmente cariñoso y atento. Pero a mí, esa actitud me resultaba insultante. Yo estaba triste, devastada literalmente por la pena, y él ¿era feliz? ¿estaba feliz porque ahora nos encontrábamos los dos solos otra vez? No lo entendía y eso, además de tristeza, me producía enojo. Pero, claro, pensaba, qué sabrá él de mi dolor, si no los tuvo nueve meses en la panza, si no les dio la teta, qué sabrá él. Dejé de ocuparme del jardín; las malas hierbas comenzaron a crecer asfixiando los rosales, tapando a las margaritas, las hortensias se marchitaron y a mí, nada me importaba. A veces, no tenía ganas de preparar la comida y entonces no la hacía. Fernando, en lugar de molestarse, me preguntaba: ¿Qué te gustaría comer hoy mi amor? Yo, me encerraba en mi atelier y me pasaba ahí horas, sin pintar, me quedaba pensando en los chicos y recordando su niñez; sentía que ahora que no estaban, ya nada volvería a ser igual; ya no podría experimentar nunca más la felicidad de tener cerca a mis niños. Cuando por las noches Fernando se acercaba para abrazarme y acariciarme, yo lo rechazaba, diciéndole que me dolía la cabeza y él, sumiso, se alejaba. A veces, tomaba mi bicicleta y me iba por ahí sin rumbo. Ya no miraba el mar, no escuchaba el golpetear de las olas en las rocas. Pedaleaba y pedaleaba, masticando mi dolor y mi soledad, hasta quedar extenuada. ¿Te acordás que vos me recomendaste a tu sicólogo? Es un tipo joven pero muy sabio, me dijiste. Pero a mí, el joven me resultó irritante, no hizo más que acrecentar mi rabia. Me dijo que sufría del síndrome del “nido vacío”; que era una patología muy común, que aparece en mujeres de mi edad cuando los hijos se marchan del hogar, entonces sienten que la vida ha perdido sentido. Entre las muchas cosas que me recomendó para superarlo, también me recomendó tener una mascota. ¡Qué sabrá este mocoso del dolor que siente una madre! ¡Qué sabrá, si ni siquiera está casado! ¡Se creerá que porque tiene un título universitario, puede entender lo que se siente! ¡Y recomendarme tener un perro! ¿Acaso se cree este estúpido que se puede reemplazar a los hijos con un perro? No, definitivamente es un inmaduro, le faltan muchos años de experiencia profesional. Todo esto pensé, en lugar de aceptar que necesitaba su ayuda. Angélica se sonrió, pero no quería interrumpirla, se había dado cuenta que Ana necesitaba sacar sentimientos que había estado guardando por mucho tiempo, éste era el momento, y ella estaba allí para ayudarla.


Pocos días más tarde, prosiguió contando Ana, apareció Fernando con la perrita. Era una dálmata igual a los perritos de la película La noche de las narices frías. ¡Qué bonita era! Yo al principio, la cuidaba por obligación. Pero “Manchita” me fue ganando el corazón. Me seguía por toda la casa, se echaba a mi lado y se quedaba ahí, como protegida y arropada por mi cercanía. Cuando me miraba, con esos ojos de perro fiel, con un amor incondicional y desinteresado, me obligaba a devolverle una mirada igual a la suya. Entonces, me ablandaba para no transmitirle rabia, enojo o dolor. Empezamos con Fernando a salir a jugar con ella al jardín. Volví a mirar las plantas y empecé a cuidarlas nuevamente. Lo miraba jugar con Manchita y volví a reír. La llevábamos a pasear por la orilla del mar. Disfrutábamos los dos al verla retozar. Poco a poco volví a ver las cosas simples que siempre nos habían hecho felices a ambos. Lentamente, comencé a recobrar el equilibrio. ¿Cómo pude estar tan ciega, Angélica? ¿Cómo pude pensar que Fernando no amaba a nuestros hijos tanto como yo? ¡Él fue la savia que alimentó mi cuerpo para que diera frutos! Fui muy egoísta. -No estabas ciega, Ana – la consoló – Estabas atrapada en sentimientos de carencia, temor e impotencia. Eras como un marino en un bote pequeño y la niebla le impide ver la boya. Vos no podías ver el rumbo. Estabas confundida, desorientada y sin guía, como el marino.- Si, amiga , así era. – le dijo Ana – Pero ahora, cuando pienso en ello, creo que es necesario el vacío para que se manifieste una nueva forma de amor, así como es necesaria la oscuridad para que la luz pueda resplandecer. El sentimiento de carencia fue para mí, una oportunidad de aprender, mejorar y crecer. Te admiro Angélica porque vos pasaste por lo mismo pero te mantuviste fuerte, alegre.- Porque yo – respondió Angélica – desde mi alma más profunda, supe que tarde o temprano iba a tener que afrontarlo. Confié en la inteligencia de mi corazón, que es donde encuentro sabiduría para vivir en sintonía con todo, desde la paz y el amor. Y me dejé rendir, solté lastre, me desapegué y acepté. Dicen que rendirse es el acto más humano de todos, porque nos enseña aquello que no es posible, a pesar del amor, y aquello que es posible, más allá del amor. ¡Mi querida amiga! – le dijo Ana – Cuanto me ha reconfortado esta conversación. Al estar con vos, he sentido una necesidad apremiante de salir de mi misma. ¿Sabés qué me salvó en aquellos momentos oscuros? Que en mi fuero más íntimo, surgió la imperiosa necesidad de poner mi existencia al servicio de otra existencia. Fue esta certeza inequívoca la que me devolvió a la luz. En ese momento, apareció Luisito, el nieto de Ana y señalando a Manchita, le dijo: - Abu, Manchita se ha dormido. –


MI PRIMER BAILE

No he pensado en mi infancia ni en mi adolescencia, durante décadas. Seguramente mi mala memoria se debe a que esos tiempos no fueron particularmente dichosos. Nada fue simple y humano en mi niñez. Fui hija de una familia católica de clase media acomodada, a donde los hijos vinimos más por mandato de la Iglesia, que por amor. Fuimos seis los hijos. Yo fui la primera. Hubo un séptimo hijo, pero ése no pudo vivir. O no quiso. Tal vez intuyó que su vida iba a ser dura y complicada. Murió apenas había nacido. Me acuerdo que una mañana, llegó mi padre y mientras ayudaba a vestirse a los más pequeños, nos contaba que durante la noche, nuestra madre tuvo que ir al hospital a dar a luz, pero nuestro hermano no había sobrevivido al parto. Después, mi abuela me contaría. Claro, yo ya tenía diez años y era la mayor, por lo que consideró que debía contármelo. Lo habían visto sobre una mesa de mármol, en la morgue del hospital, y que era un bebé hermoso. Me acuerdo de las conversaciones oídas en la casa, apagadas, como susurros. Compraron un cajón y lo llevaron a enterrar. No recuerdo los detalles. Mis hermanos y yo ya habíamos dejado de prestar atención a este hecho y estábamos dedicados a nuestros juegos. Sé que se llamó Pablo. Por él le pusimos de nombre Pablo a nuestro primer hijo. En esos tiempos, a los hijos se los criaba con la correa en una mano y en la otra, la cruz. Nadie dudaba de los efectos benéficos de una buena paliza. Además los niños siempre estábamos cometiendo actos pecaminosos. Nos íbamos a ir al infierno si moríamos. Para mí, el infierno era como un gigantesco dragón, con sus fauces abiertas, lanzando lenguas de fuego y yo sentía que siempre estaba cerca, al acecho, listo para quemarme y engullirme si mentía, si peleaba con mis hermanos o si decía una mala palabra. Siempre fui una niña alegre, pero tímida y miedosa a muchísimas cosas. Y así crecí, vergonzosa y con muy poco amor propio. Me sentía inferior a todas mis compañeras del colegio y tenía dificultad para encajar en cualquier grupo de niñas. Y así pasé mi infancia y llegué a la adolescencia. Y fui de las que menos bailaba en las fiestas. Tratando de ver entre la neblina que oculta mis recuerdos, he podido acordarme del que, creo, fue mi primer baile. Fue durante unos carnavales. Se hacía en un club llamado “Andes Talleres”. Una amiga del barrio me invitó; pero mis padres no me daban permiso. Me acuerdo que pedí, rogué, imploré y por último lloré, pero ellos se mantenían inflexibles. Que no era el lugar, ni el tipo de baile, apropiados para una señorita católica, alumna de un colegio de monjas. Al fin accedieron porque la mamá de mi amiga dijo que iba a acompañarnos, aunque siempre temerosos de no estar haciendo lo correcto. Para reforzar aún más su escasa confianza, mandaron a mi hermano, un año menor que yo a que me acompañara. Llegó al fin la noche tan ansiada. Entramos al club y creí estallar de felicidad. La noche era perfecta. El cielo estrellado y el club adornado con guirnaldas y globos de colores. En un gran estrado, la orquesta y un cantante interpretando canciones de Leo Dan, Billy Cafaro, Luis Aguilé. Las chicas nos sentamos en semicírculo alrededor de la pista de baile, las mamás un poco retiradas, pero no tanto para no perdernos de vista. Los chicos, al otro lado de la pista, se repartían en grupos; conversaban animadamente adoptando un aire distraído pero con disimulo miraban a las señoritas y ya iban fichando a la posible candidata para el baile. Nosotras también conversábamos o eso simulábamos, porque la emoción no nos dejaba tener ni una idea coherente. Nos reíamos tontamente, entre pícaras y nerviosas. La emoción y los nervios iban en aumento, cuando los muchachos comenzaban a acercarse. Debían llegar hasta la “elegida” y preguntarle ¿Bailás”. Esa noche, infinidad de veces creí que aquél chico se me acercaría y me formularía la pregunta mágica ¿Bailás? , pero fue en vano. Siempre era para la que estaba al lado. Me refugié en mi orgullo y como una valiente, mantuve mi sonrisa durante toda la noche. Fingía que no me importaba, aunque ahora creo que si hubiera aparecido el dragón, hubiera pactado con él: ”Tú me traes a


un compañero de baile y después te dejo que me comas”. Por suerte, esta experiencia no dejó heridas que el tiempo no haya podido curar. Y años después, en lugar del dragón, apareció un príncipe encantado que convirtió mi vida en música, y al ritmo de esa música he bailado con él. Muchas veces, dentro de nuestra casa, escuchamos música, se acerca, me abraza y me pregunta: ¿Bailamos?.


LOS LÍMITES

Cuando nacemos traemos en nuestra alma el don más precioso. La libertad. Sin embargo, ni bien abrimos los ojos y comenzamos a transitar por la vida, aparecen los límites. Han estado al acecho esperando por nosotros. Las aves no los conocen, por eso sus pichones, cuando dejan el nido, abren sus alas y echan a volar. Nosotros en cambio, debemos empezar a caminar sin alas. Los límites nos las atan para que no las despleguemos. Ellos han formado un bosque a nuestro alrededor. Se contorsionan como sombras grotescas. Si miramos a los costados hay un vallado, si miramos hacia arriba hay un techo. Los límites quieren enseñarnos sobre el bien y el mal. Sobre lo que sí y lo que no. Ignoran que esa sabiduría ya la traemos en nuestra alma. Tratan de llevarnos por caminos previamente trazados por ellos. No dejan que nos apartemos. Nos hablan, nos dicen: “Tienes que caminar por este camino que es el que ya han caminado tus mayores; no debes apartarte nunca de él; éste es el camino que siguen todos; no lo fuerces, ni lo tuerzas; si sigues este rumbo que nosotros te marcamos, tu vida será fácil, nunca te equivocarás y todos estarán contentos contigo, tus padres, tus maestros, serás su orgullo”.Y enseñan a temer: “Si sales del bosque puedes enfrentarte con peligros desconocidos. Mejor no arriesgarte. No cruces el linde, llega sólo a la línea divisoria. Ponte una meta para llegar a ella, pero siempre por el camino que te hemos mostrado. Si haces caso, si eres bueno y obediente a nuestras reglas, la vida te premiará. Pero si sales del bosque y buscas otros caminos, la vida te castigará.” Nuestra alma pequeña, que recién está despertando a la vida, siente el llamado del don precioso que hay en ella. La libertad, como un impulso de las generaciones, nos empuja a salir, a elevarnos. Queremos volar. Sentimos una necesidad imperiosa de subir y ver desde lo alto qué hay más allá de los confines del bosque, de los límites. Lo vemos en los niños, cuando corren a trepar un árbol buscando sus ramas más altas; o cuando suben a la hamaca y gritan “Más alto, más alto”, sintiendo cómo el aire puro en sus rostros les despeina los cabellos. Miran sus pies apuntando al cielo y creen que están dando patadas a las nubes; o cuando corren elevando una cometa y sienten la magia de ser ellos mismos los que se han elevado. Es entonces cuando aparecen las antorchas encendidas. Estas antorchas son unos fuegos que existen desde el principio de los hombres. Con esas antorchas encendidas, ellos se movían por todo el planeta, libres; no existían límites ni fronteras. Con su luz veían los caminos por los que podían andar. Podían elegir el camino, porque la luz los orientaba, los guiaba. Sentían que los protegía de la oscuridad. Por donde caminaban llevando su antorcha, todo se iluminaba. Eran felices porque eran libres y podían escoger. De pronto, llegaron los límites y las fronteras. Las antorchas quedaron encerradas dentro del bosque. Pero están allí. Sólo que hay que buscarlas y encenderlas. No todos las encuentran. Pero el que encuentra una antorcha, con su luz podrá salir al claro del bosque y desde ese lugar, podrá elevarse y mirar que a lo lejos hay un horizonte que no tiene límites. Y ahora sus ojos podrán ver lo que antes no podían, no eran capaces de ver. Sabrá que no todo se engloba en el éxito que los límites, también llamados sociedad, le tienen reservados. Y al recuperar la esencia de su alma, que es la libertad, volará. Hay quienes no encuentran nunca una antorcha. Están sometidos por las reglas establecidas por los límites. Y los hay también quienes, encontrando una antorcha, no la toman. Sienten temor a lo que su luz les pueda mostrar y prefieren quedarse con la oscuridad del bosque. La sociedad, los límites o reglas, no pueden impedir que despierte en nosotros la necesidad vital de, a través de la libertad, conocernos a nosotros mismos y alcanzar nuestra máxima grandeza. Eso lo lograremos con el fuego de una antorcha encendida en nuestra alma. Es la libertad la que dará soporte a la existencia.


Cuenta Eduardo Galeano que un hombre del pueblo de Negua, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. -El mundo es eso – reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.


UN SECRETO IMPERTINENTE

Cuando tenía 14 años, cursaba el segundo año de la secundaria en un colegio religioso. El Sagrado Corazón de Jesús. Mi mamá, impartía allí la materia de inglés y era mi profesora. Cuando empezó el año me había advertido: “No se te ocurra decirme mamá en clase. En el curso yo soy tu profesora, así que te dirigirás a mí como “Mrs. Chaparro”. Así la llamaba y ella, cuando me hacía una pregunta o quería que pasara al frente me dirigía un formal “Señorita Chaparro”. Esto provocaba las risitas de mis compañeras de curso. Es que era una situación graciosa, para nosotras que estábamos en plena adolescencia y cursando la “edad del pavo”. Para Mrs. Chaparro, era una cuestión de disciplina y respeto. Cuando mi mamá tomaba examen, yo tenía que retirarme con mi carpeta y presentarme en la Dirección. Allí me aguardaba Sor Cortiña, la hermana Superiora, para examinarme. Sor Cortiña era una monja que a todas nos producía respeto. Pero respeto nacido en el temor. Era una mujer joven con un rostro, enmarcado por el velo, hermoso, de facciones perfectas, piel morena, sus ojos negros tenían una mirada fría y su expresión era dura, no asomaba un ápice de ternura en ella. Era alta y cuando caminaba por las galerías del colegio lo hacía de una manera altanera, con la barbilla levantada y el hábito se le pegaba al cuerpo haciendo resaltar la forma de sus pechos. Nosotras tejíamos sobre ella mil tramas. Seguramente se había hecho monja porque un novio la dejó plantada en la puerta de la iglesia con todo el ajuar preparado; o se había enamorado de un muchacho pobre y sus padres, ricos e influyentes, prohibieron la relación; o el novio se había enamorado de su hermana; o se había enamorado de un hombre casado que nunca se divorciaría para unirse a ella. En fin, todas las historias de amor que leíamos en las novelitas de Corín Tellado o que veíamos en el cine, se las adjudicábamos a Sor Cortiña. Siempre era la protagonista. Nunca se nos ocurrió pensar en la posibilidad de que se hubiera enamorado de Jesús y que, por elección, hubiese decidido casarse con él. A esa edad la mayoría estábamos tontamente enamoradas. Según la mitología griega, Eros, el Dios del amor, nació del caos. Así era nuestra edad. Un caos del cual estaba naciendo el amor. Vivíamos en las nubes. Cuando entraba en la dirección para rendir y la veía detrás de su escritorio que me parecía enorme, con esa mirada inquisidora tratando de descubrir si había estudiado, yo me sentía el ser más pequeño, desvalido y atemorizado del mundo. Allí, sola, me sentaba y recibía la hoja con el examen. Mis manos temblaban. Por suerte, Sor Cortiña, se marchaba fuera de la Dirección, para atender sus obligaciones y me decía: “Tienes 45 minutos”. Cuando regresaba, yo le entregaba la hoja y ella la corregía. Me despedía con un seco “Puedes volver a tu clase. Ya le entregaré la prueba corregida a Mrs. Chaparro”. Entonces yo, para mis adentros sin abrir la boca, gritaba: “Es mi mamá”, con la esperanza de que tal vez, si me escuchaba, ese hecho me ayudaría. Era una vana ilusión. Según el criterio que aplicaba mi madre, debía ser más estricta conmigo, por ser la hija de la profesora, para que no surgiera la menor sospecha de favoritismo. Cuando no había estudiado y la nota obtenida era baja, en casa recibía una reprimenda doble, de la profesora y de mi mamá. ¡Qué difícil fue para mí soportar esa situación todo el año! Para colmo de males, por la tarde, tenía que concurrir a un Instituto de inglés, donde todas las “Mrs.” Eran amigas de ella. “Ahhhh, así que vos sos la hija de….” Y en casa, mi madre, cuando no me lucía con las notas, me amonestaba diciendo “¡Qué van a pensar! ¡Qué vergüenza!¡ La hija de Mrs. Chaparro ha reprobado!”. O cuando alguien me preguntaba “¿Sabés hablar en inglés?” y yo respondía “No muy bien, más o menos”, enseguida me espetaban “¡Pero cómo es eso, si tu mamá es profesora!” Por todas estas experiencias sufridas no quedó en mi mente nada de ése, para mí, horrible idioma. Es más, a medida que han pasado los años cada vez se me han ido olvidando más y más palabras y las únicas que no he olvidado son” yes, girl, wonderful”, por supuesto “I love you” y otras que escucho en canciones y en películas. Pero la vida se encargó de darme la revancha. Una infantil, inocente revancha. Tenía ese año, dos


compañeras mellizas, Silvia y Alicia Barbeito. Éramos muy amigas las tres. Compartíamos estudio, recreos, salidas de fines de semana. Eran exactas, pero yo sabía muy bien cual era una y cual otra. Con sólo escucharlas ya sabía si era Silvia o Alicia. Pero mi mamá, no. Nunca, durante todo el año, pudo distinguirlas. Siempre me preguntaba “¿Cómo hacés para reconocerlas?” Durante el año lectivo, las mellizas se esforzaron y estudiaron para sacar buenas notas. Pero Silvia era perezosa y además no le gustaba el inglés. Le costaba más que a Alicia que, al contrario de su hermana, estudiaba con facilidad y el resultado era visible al finalizar el trimestre. Fueron honestas y responsables con la profesora. Cuando llegó el fin de curso, Silvia no obtuvo el promedio necesario para aprobar lo. Tenía que rendir en diciembre. Entonces, sucedió lo que no había sucedido durante todo el ciclo. Tramaron presentarse a rendir una por la otra. Se presentaría a rendir Alicia en lugar de Silvia. Por supuesto me lo contaron. Yo era su mejor amiga. A mí me entusiasmó la idea, así que cuando me pidieron que les jurara no contar nada, lo hice encantada. Me parecía genial. Así fue como Silvia aprobó en diciembre y pasó al curso siguiente. Fue mi secreto durante muchísimos años. Muchos años después, un día fui a visitar a mi mamá pues yo ya tenía mi propio hogar. Ella ya estaba jubilada. Estábamos tomando el té cuando me comentó “¿Sabés a quién vi ayer en el super? A una de las mellizas Barbeito, pero no sé a cual de las dos. Ya sabés que nunca pude distinguirlas”. Las mellizas y yo, después de la secundaria, no seguimos siendo tan amigas porque las circunstancias de la vida nos hicieron tomar caminos diferentes. Aunque cada tanto nos encontrábamos y sabíamos de las vidas de cada una. Yo me puse a reír, porque de pronto me acordé de cómo habían burlado a la profesora de inglés. Y se lo conté. Mi madre quedó muda, desconcertada. Me miró y me dijo “¿Cómo pudiste conocer lo que estaban haciendo y no contármelo?” “Bueno mamá – le contesté – porque era un secreto y yo sentía que les debía lealtad a mis amigas” – “Pero creo que la lealtad hacia tu madre era más importante”- me dijo. “No, – le dije yo – porque acordate que vos, ahí, no eras mi mamá. Eras la profesora. Eras Mrs. Chaparro”. Se quedó callada. Supe entonces que se sintió dolida y ofendida en su orgullo a pesar de los años transcurridos. Siempre me he preguntado porqué se lo conté, qué impulso impertinente me empujó para revelarle ese secreto que había guardado por años. No fue infantil ni fue inocente. Sabía que la iba a herir. Entonces, ¿por qué? Encontré la respuesta. Supe y sé el porqué. Pero no lo diré nunca. Será otro de mis secretos más íntimos por el que tuve que pedir perdón.


UNA PEQUEÑA HISTORIA DE AMOR

Era una mañana de agosto de 1979. Llegaron para internarse, al hospital. Pedro traía un bolso y Mary una panza de ocho meses de embarazo. Temprano, ese día, había empezado a sentir unas contracciones muy fuertes. Era el cuarto embarazo y la cuarta cesárea. Cuando le comunicó a su ginecólogo lo que estaba pasando, el médico le dijo que la esperaba en la guardia del hospital para revisarla. Una vez que hubo realizado el examen, le explicó que estaba con trabajo de parto y que debían detener el proceso al menos 24 horas., para poder proporcionarle un medicamento con el que lograrían madurar los pulmones del bebé que nacería prematuro. A la mañana siguiente se practicaría la cesárea. Quedó internada y colocándole un suero, empezaron a medicarla. Durante el día, Pedro estuvo muy ocupado. Tenía que rellenar papeles en la obra social para la internación, dar el correspondiente parte en su lugar de trabajo y también en el de Mary. Además, había llevado a sus tres niños a la casa de los abuelos. Con ellos se quedarían hasta que volvieran. Al finalizar el día, fue al hospital para quedarse con su mujer. Cuando hubo terminado todo el movimiento de médicos, enfermeras, carritos con la cena, se fueron apagando las luces y todo fue quedándose en silencio. Pedro se sentó en un sillón junto a la cama de Mary, dispuesto a pasar la noche de la mejor forma posible. Al rato, ambos se dieron cuenta que no iban a poder conciliar el sueño. Era tan grande y tan hermoso lo que iban a vivir por la mañana, como lo había sido el nacimiento de cada uno de sus hijos. ¿Qué sería este niño por nacer? ¿Niña o varón? No era una pregunta nueva, era una pregunta que se estaban formulando desde el mismo momento en que lo concibieron. Lo que sentían esa noche, que se presentaba larga y llena de inquietud, era el mismo amor que sintieron aquella vez. Un amor que habían proyectado hacia la vida de ese nuevo ser. Comenzaron a fluir los recuerdos, el noviazgo, el casamiento y muy pronto el nacimiento del primer hijo. Mary volvió embarazada de la luna de miel. La luna de miel se convirtió en una luna llena que los transportó al cielo durante los siguientes nueve meses. Y también de esa luna llena estuvieron colgados por años, mirando cómo se multiplicaba la vida. Fue un varón y le pusieron Pablo. Mary le contaba a Pedro, cómo tenía muy vívido en el recuerdo, el momento en que vio la carita de su hijo por primera vez. Ella despertó de la anestesia y recién entonces vinieron con el niño a la habitación para que lo conociera. Ya se había sentado en la cama, cuando la enfermera entró con la cunita. Y entonces, por fin, lo conoció. Tenía la carita sonrosada y lo habían peinado con raya al costado. Pedro la escuchaba entre entretenido, emocionado y soñoliento. Mary le seguía contando sobre el recuerdo de las nenas, de María Inés primero. Recordaba que después de esa cesárea, cuando todavía se hallaba adormilada por la anestesia, sentía permanentemente el llanto de un bebé. Entonces de pronto, se abrió la puerta y una enfermera entró con ella en brazos, diciéndole “Acá traigo a esta niña para que conozca a su mamá. Ha llorado todo la noche”. La puso en sus brazos, tenía unos ojos muy grandes y vivaces. Parecía estar mirando todo a su alrededor. Inmediatamente dejó de llorar. ¡Necesitaba de su mamá! A los seis meses… ¡otra vez estaba embarazada! Era muy riesgoso porque sería la tercer cesárea con apenas un año y dos meses entre una y otra. Fueron a su ginecólogo con mucho temor. ¡Qué les diría! Mary adoraba al Dr. Van den Boch, su ginecólogo desde el primer embarazo. Era un alemán inmenso como su corazón y sus conocimientos. De esos médicos que atienden el cuerpo pero también las almas y los corazones de sus pacientes. Cuando les atendió y le contaron sus temores, les tranquilizó diciéndoles que todo iba a ir bien y además les dijo que pensaran que si habían tomado todos los recaudos y aun así se había embarazado, era porque ya estaba dispuesto por Dios que ese hijo o hija viniera a ellos. Los había buscado y los había encontrado. Sus temores se disiparon y vivieron esos meses con mucha felicidad y con mucha ilusión. El nacimiento fue complicado y riesgoso, así que cuando despertó de la anestesia y la vio ahí a su lado, su tercer hijo, su niña María Laura, lloró a mares. Así, iban pasando las horas y ellos seguían recordando, hablando bajito, como se habla en los


hospitales, casi susurrando. A veces Mary se dormía, entonces Pedro proyectaba el futuro con cuatro hijos. Pensaba en la casa, tendrían que apurar el proyecto de ampliación, necesitarían ahora una habitación más. Pensaba en su trabajo y en las posibilidades de lograr un ascenso, eso les permitiría tener una situación financiera más holgada. Y así continuó pasando la noche. Cuchicheaban, recordaban, se reían, proyectaban, soñaban despiertos y también dormidos. El niño no dormía, jugaba en la panza de su mamá, como un sortilegio, sentía el amor y la protección de sus padres. Al fin con las primeras horas de la mañana, apareció en la habitación el Dr. Van Den Bosch. La miró sonriente, con esa mirada buena y serena que lo caracterizaba y le dijo “Está todo listo, nos vemos en el quirófano”. Mary se entregó a sus manos, tranquila y confiada. Cuando despertó, Pedro estaba a su lado y con lágrimas en los ojos le dijo “Ha nacido Bernardo”. Ese día era el primer domingo de agosto y se festejaba el Día del Niño. Cuando Pedro llegó a la casa de los abuelos y les contó que había nacido Bernardo, su nuevo hermano, ningún juguete, ni el más caro, ni el más hermoso, habría provocado la alegría y algarabía que explotó como una piñata llena de risas y gritos. Esta noche, también se encuentran insomnes. Les suele pasar a menudo. Es normal en las personas de 70 años. Se hallan uno en los brazos del otro, con los ojos abiertos en la oscuridad. Piensan en el camino que han recorrido juntos durante casi 50 años. Ahora vuelven a caminar solos, como en el comienzo. Sus hijos se han ido por sus propios caminos. Caminos que corren paralelos al suyo y que, como las líneas paralelas, jamás se cruzarán. El camino de sus hijos es muy largo y el horizonte apenas parece un punto en el infinito. Son, los cuatro, buenas personas. Eso es lo que quisieron que fueran. No les importó que fueran exitosos o ricos o famosos. Querían algo que parece muy simple, pero que conlleva un arduo trabajo .Como las amapolas silvestres que adornan los campos y al mirarlas se piensa que han crecido espontáneamente, pero… ¡cuánto trabajo le ha costado a la naturaleza esa explosión de color! Y sus hijos son simplemente bellas y buenas personas. Luchan por ser felices. Por eso hoy se sienten en paz. El camino que les queda por andar, a diferencia del de sus hijos, no es largo, ya se puede ver claramente el horizonte y en él se divisa el ocaso. Saben que después del ocaso vendrá una larga noche. Pero los mueve una fe tan, pero tan grande como una montaña. Saben que después de esa larga noche, alumbrará un bello y definitivo amanecer en donde ellos vivirán en campos de amapolas silvestres.


TRABAJO DE INMIGRANTE

Cómoda y segura, estuve sentada detrás de un escritorio durante más de 28 años. Mi marido también. Siempre en oficinas bonitas con moderno mobiliario, plantas, aire acondicionado y calefacción, teléfono a la mano, que muchas veces al día me permitía comunicarme con distintos internos, según cuál fuera la naturaleza de la consulta. Todas las mañanas llegaba a mi lugar de trabajo arreglada cuidadosamente, la ropa, el peinado. Sabía que tendría que atender a clientes importantes. Gentes con carpetas en donde estaba reflejado su patrimonio. Había que evaluar cuánto dinero se le iba a prestar para su próxima inversión. Pero un día, empezó a gestarse una fuerza poderosa que iba socavando los cimientos de ese lugar donde me hallaba. Hasta que todo se vino abajo. De pronto éramos como sobrevivientes de un naufragio, sacudidos por las olas de un mar en medio de la tempestad. Entonces, casi sin darme cuenta, me encontré subiendo con mi marido, a un avión que nos llevaría a España. No quedaba nada. Todo se había acabado. El país también. Fuimos cientos, volando hacia un lugar desconocido. Cientos cruzando un océano de miedos, de incertidumbre. La mayoría, íbamos porque ya otros que nos habían precedido, nos llamaron. Amigos o parientes. Y allá nos esperaban. Nos ofrecían sus casas, nos transmitían sus experiencias, nos ayudaban a superar el desarraigo, a golpear puertas en busca de lo que habíamos ido a conseguir. Trabajo. Éramos inmigrantes sin papeles. Habíamos logrado hacernos pasar por turistas para poder entrar en la comunidad europea. Pero éramos fugitivos de la nada, de la desesperación, de la falta total de medios para subsistir. Y así empezó nuestra aventura en una tierra extraña. Lejos de todo y de todos. Necesitábamos trabajar y ahí estaban las tareas que los ricos del primer mundo no querían hacer. Les parecían indignos para ellos. Por suerte llegábamos los inmigrantes. Para nosotros estaban reservados esos trabajos. Y los aceptábamos como maná del cielo. Eran el logro tan ansiado. Y así, empezamos a trabajar como inmigrantes en Mallorca, España. El “Bar Stop” era un restaurante pequeño, en un pueblo también pequeño, “Petra”, de apenas 2.500 habitantes, en el interior de la isla en medio del Mediterráneo. Ahí vivíamos. Típico pueblo del interior de una isla rural. Calles angostas, sin árboles, casas de una antigüedad de cientos de años, construidas con piedra; de allí el nombre “Petra”. Al bar, al que los hijos de los dueños originales habían ampliado y remodelado convirtiéndolo en un restaurante familiar, concurrían a media mañana los parroquianos a tomar “la merienda”, una costumbre de antigua raigambre popular en España. A media mañana, todo el mundo deja el trabajo para merendar. Muchos toman su merienda preparada y traída de casa, pero muchos, diría que la mayoría, acuden a los bares. Después, al medio día, concurría gente para almorzar. Durante la semana, el bar permanecía abierto hasta las diez de la noche, por si llegaba algún comensal a cenar, lo que no era frecuente. Pero los fines de semana la concurrencia aumentaba masivamente. Yo estaba contratada como auxiliar de cocina. Mis funciones eran múltiples. Desde preparar pulpos, calamares, pelar cebollas y patatas, limpiar todo lo que estaba sucio, pisos, puertas, hasta bajar a la cámara frigorífica a buscar las carnes. Esto último me producía terror. Para entrar allí, previamente, había que abrigarse con campera térmica y guantes pues adentro había 20 grados bajo cero. Cada vez que entraba me atormentaba, como una pesadilla, la idea de que se cerrara la puerta de la cámara. Imaginaba que nadie me escucharía y nadie se enteraría hasta que ya estuviera muerta por congelación. Tenía, como compañeras, a dos jovencitas uruguayas, Aline y Gaby, concuñadas . Habían llegado a Mallorca con sus parejas, hermanos entre sí. Con ellas compartíamos esas tareas. Pelábamos bolsas de cebollas. Esas cebollas nos salvaban de morir ahogadas por las lágrimas que se nos iban acumulando en el pecho. A veces, entraba el patrón a la cocina y nos decía que nos fuéramos a la terraza porque le habían avisado de la presencia de inspectores en el pueblo. Nosotras estábamos contratadas en negro. De esta forma él evadía cargas sociales y se enriquecía. Entonces corríamos por las escaleras a ocultarnos entre manteles tendidos en las sogas que se movían ondulados por


el viento como fantasmas. Las tres compartíamos nuestras raíces y el amor por una misma tierra. Argentina y Uruguay eran una. Aprendimos a reírnos de todo. Nos reíamos de Margarita, la Jefa de Cocina que, detrás de una sonrisa gélida, nos maltrataba. Nos reíamos porque a veces los calamares nos escupían su tinta, furiosos por haber muerto dentro de una red y quedábamos todas sucias con su jugo morado. Nos reíamos del descomunal tamaño de las ollas y de cómo yo casi no me veía detrás. Pero también compartíamos los problemas familiares y nos contábamos las cuitas. Una vez, Aline recibió la más triste de las noticias. Su mamá había muerto allá lejos, en Uruguay. Una mujer joven y llena de vitalidad. Murió de un A.C.V. fulminante. Nunca me voy a olvidar del dolor y la impotencia que sufrió al enterarse. No podía viajar a despedirla. Al estar ilegales, si salíamos de España, después no podíamos volver a entrar. Fuimos a su casa. En la pantalla de la computadora había puesto una foto de su madre, sonriente y hermosa. Ella estaba devastada. Todos en silencio, sintiendo su llanto y mirando la fotografía. Fue muy duro. Así, transcurría mi vida en el Bar Stop, entre ollas, fogones, pulpos, calamares, conejos, cebollas, mucho calor en verano, tortillas de patatas, paellas. Mientras tanto, con el salario que recibíamos, habíamos recuperado la dignidad que el trabajo le da al ser humano. El futuro había comenzado ayer y volvía a comenzar cada día. Mi marido trabajaba en una lacadora, una empresa pequeña y familiar, en donde se embellecían muebles y todo tipo de aberturas de madera. Él era el “fregador”, así se llamaba al que debía lijar la madera antes de entintarla y por último cubrirla con laca. Los fines de semana, hacía unas extras trabajando de camarero en el mismo Bar Stop. Nos sentíamos felices, el desarraigo no era tan dramático porque nos sentimos bien acogidos por los mallorquines. No sentimos fuertemente la xenofobia. Por el contrario sentimos solidaridad y humanidad. Pronto pudimos comprar un auto y comenzamos a pasear por toda la isla, conociendo todos sus pueblos. Íbamos a la playa los días que teníamos franco. Nos llenábamos el alma con esas vistas de ensueño. Los paisajes de los campos, amarillos en verano, que es cuando maduran los granos, las orillas de los caminos, cubiertas de amapolas silvestres. En esos mismos caminos muchas veces teníamos que parar con el coche a un costado para dar paso a los rebaños de ovejas, con sus cencerros y sus balidos. Otras veces los andábamos en bicicleta. Era un placer. Y el mediterráneo, con sus aguas cristalinas y tibias, que mostraban su fondo de piedra y blanca arena; él nos transmitía su serenidad con el suave movimiento de las olas que apenas se percibían como un murmullo, como una canción de cuna. Volvíamos a trabajar después de esos paseos con la esperanza más fuerte por sobre la añoranza. Sabíamos que un día íbamos a volver. Pero para eso debíamos trabajar. Era un deber autoimpuesto y también nuestro derecho. El trabajo en el Bar Stop, fue sólo algunos de los muchos que hicimos. Todos nos hicieron conocer muchas historias de vida. Historias como la nuestra, otras, más duras. Supimos que no hay trabajos más dignos o menos dignos. La dignidad se encuentra en el ser humano cuando puede, mediante el trabajo, ser libre para lograr su autonomía y su bienestar.


AMISTAD

Entraron por el camino bordeado de jacarandás. Fina tiene puesto un sombrerito pequeño y coqueto. A ella siempre le ha gustado usar sombreros. De fieltro, en invierno, con algún detalle, como una cinta de terciopelo haciendo contraste de color; capelinas con flores, en el verano. Los sombreros resaltan la belleza de su rostro. Lola, en cambio, trae sus cabellos sueltos, con sus rulos abundantes y rebeldes. Caminan lento. Lola debe ayudarse con un bastón y se sostiene del brazo de Fina; ella, conserva esa figura esbelta y grácil, en cambio Lola ha adquirido una leve curvatura en su espalda. Las veo acercarse. Mis amigas del alma, de toda la vida. Mis hermosas y queridas amigas. Vienen a verme cada año para esta fecha. Trae cada una, un ramo de flores. Las de Fina, son flores cortadas de su jardín. Las ha cortado esta mañana. Adora su jardín. Las flores que trae Lola, en cambio, son compradas en una tienda, camino al cementerio. Nunca faltan. Nuestra amistad nació pequeña, alegre, de juguetes; vivía saltando con nosotras a la soga, gritando “cielo” al jugar a la rayuela. Después fue creciendo, como nosotras. Entre cuadernos, patios y recreos, tranvías, paseos. Y se fue haciendo mayor. Compartimos noviazgos, ilusiones y decepciones. Muchas veces nos peleamos, pero no tardábamos mucho en reconciliarnos. Después vinieron los hijos, las luchas por alcanzar la felicidad. Siempre juntas, siempre en los momentos duros y en las etapas difíciles. Una vez, Lola estuvo abrazada a la depresión, metida debajo de un edredón, por muchos días. Entonces, la llevamos al mar. No sé si fueron los amaneceres o los atardeceres frente al mar. Las tres, sentadas en la arena, calladas, sólo mirando, escuchando, sintiendo, en total sosiego. Volvió a la vida. Cuando Fina se enteró que su marido tenía una doble vida; ella no se deprimió, pero su dolor fue tan grande que por momentos nos creímos superadas por él. Nos costó mucho contenerla. Pero al fin lo logramos. Estuvimos ahí, dándole nuestra fuerza hasta que logró recuperar el camino y volver a andar. Y cuando me enfermé, llegaban a verme como dos locas y me contaban historias desopilantes. ¡Éramos tres locas riendo sin parar! Después, me morí. Estoy muerta. Eso es lo que ellas creen. No saben que no estoy allí en donde ponen las flores. Estoy acá en esta rama de jacarandá, hoy soy un zorzal. Las miro y canto para que no lloren. ¿Vendrán la próxima vez? ¿O andaremos juntas, espíritus inquietos, mezcladas en la leve lluvia o entre mariposas de alas temblorosas? Amistad, eterna amistad.


AMOR EN LA OFICINA

Tenía 18 años. Era muy jovencita. Hace 50 años, a esa edad, apenas dejaba de ser una niña. Un día, tuve un ataque de rebeldía contra mi padre. Recuerdo el momento como si fuera hoy. Él estaba parado en medio de la amplia cocina. Le dije - No voy a estudiar más - . Me miró con sus grandes ojos verdes, llenos de decepción, y me contestó: - Muy bien, entonces, vas a trabajar y vas a leer un libro que se llama "El hombre mediocre", de José Ingenieros. Con esa frase sentenciaba, desde su forma de ver las cosas, que si no estudiaba, sería una persona mediocre. Ahora, haciendo una retrospección de mi vida, comprendo que esa actitud mía nació de un impulso misterioso que me empujaba, hacia un destino maravilloso que Dios había elegido para mí. Todo me fué guiando para que estuviera en un lugar y en un momento exactos, para que se cumpliera ese plan. Poco tiempo después, comencé a trabajar en una institución bancaria. Un día, recibí una carta en la que se me comunicaba que había aprobado el exámen de ingreso y debía presentarme en la fecha y hora estipuladas. Ese día, a las 7 de la mañana, nos recibió un jerárquico. Digo "nos recibió", en plural, porque fuimos ocho las jovencitas que ingresamos ese día. Todo un acontecimiento, ya que en esos tiempos - año 1963 - no era habitual que entraran mujeres como empleadas a los bancos. Nos llevaron a un gran salón. En él se disponían muchos escritorios, ocupados por personal realizando diversas tareas administrativas. Todos fijaron la vista en nosotras. En sus miradas había una mezcla de curiosidad y asombro y en sus rostros, una sonrisa socarrona. Temerosas, con nuestras mejillas encendidas por un tímido pudor, nos sentíamos observadas de pies a cabeza. Por fin, se acercó el gerente, un hombre alto y delgado, canoso, con una sonrisa paternal. Fuimos presentadas una a una por el empleado que nos había acompañado. Después de decirnos algunas palabras propias para la ocasión, nos preguntó - ¿Alguna de Uds. sabe dactilografía? - Hacía algún tiempo, había concurrido a la muy famosa y hoy desaparecida "Academia Pitman" y obtenido el título de dactilógrafa. Sentí que era mi oportunidad y, levantando la mano, respondí con un -"Yo" - vencedor de mi timidez. Escuché al gerente decir, aclarándose la garganta - Muy bien - . Acto seguido, dirigió la vista por detrás nuestro, como buscando a alguien. Ese alguien, era un joven muy apuesto, moreno, peinado a la gomina, que se hallaba parado detrás de un escritorio. Tenía en sus manos algunos papeles y la actitud, diligente y segura. El gerente se dirigió a él, llamándolo por su nombre: Sr. Iglesias -. El joven se aproximó al grupo entre circunspecto y sonriente - Sr. Iglesias, le presento a la Srta. Chaparro, que desde hoy trabajará con Ud. -. Nos dimos la mano mirándonos a los ojos. Entonces se produjo un milagro. Hubo una alquimia. El universo todo se paró; delante de él y de mí se abrió una gran puerta llamada "Instante" y por ella entramos caminando juntos por una calle larga como la eternidad.


EL DÍA QUE VOLVIMOS A NACER

Cuando éramos más jóvenes, nos encantaba salir de campamento con nuestros hijos. Poco a poco, nos habíamos aprovisionado de un buen equipo para ese fin. Carpas, mesa con banquitos, luz y anafe con dos hornallas para cocinar, colchonetas y bolsas de dormir. Nos gustaba la idea de andar como el caracol, con la casita a cuestas. Ese verano, decidimos ir a pasar unos días a la montaña. Nos habían recomendado un camping llamado "El Montañés". - Es muy tranquilo y está junto al río - nos habían dicho. Llegamos con nuestro auto Peugeot 404, cargado como para pasar varios días. Allí, nos recibió el encargado, un chileno enorme de cara colorada y barba crecida. Venía montado en un caballo y lo acompañaban un par de perros, una cabra y su cabrito, que caminaban junto a él tintineando sus cencerros. El camping se hallaba en un pequeño valle en medio de los cerros. El terreno era escarpado y en él, las carpas se ubicaban a relativa distancia entre sí por las laderas y semiocultas por grandes árboles. Romero, que así se llamaba el encargado, nos saludó dándonos la bienvenida. Le pedimos un lugar apartado y tranquilo. Bajamos con él por un sendero y llegamos a un lugar dominado por un gran sauce llorón. A pocos metros, un fino hilillo de agua cristalina serpenteaba entre las rocas del cauce del río. Nos dejó allí. Lo vimos alejarse entre los colores del atardecer y doradas nubecitas de polvo levantadas por los animales. Armamos el que sería nuestro hogar por los próximos días y al llegar la noche, comenzamos a disfrutar del silencio de la montaña, apenas interrumpido por las cantarinas aguas del riachuelo y el murmullo del viento jugando entre los valles y cañadones. Nos cubría un manto de estrellas. Nada hacía que pudiéramos vaticinar las pesadilla que íbamos a vivir y que jamás olvidaríamos. Los dos o tres días siguientes, transcurrieron entre juegos, caminatas y escaladas. Habíamos quedado con mi hermana, su marido y dos hijos pequeños, que el domingo, vendrían a pasar el día con nosotros. La tarde del sábado se nubló. Pedro le comentó a Romero que quería hacer una zanja alrededor de la carpa. Así, si llovía, el agua no entraría. Le pidió una pala prestada, pero Romero lo disuadió diciéndole que ahí en el valle no llovía, porque las nubes empujadas por el viento, desaguaban al otro lado de la montaña. El domingo por la mañana, llegaron mi hermana y su familia. Estaba nublado pero hacía mucho calor. Los hombres con todos los chicos, se fueron a escalar cerros y ella y yo nos dispusimos a hacer el asado. En eso, comenzó a llover. Era una lluvia leve, así que no nos preocupamos. Recuerdo que pusimos unas latas sobre la carne y nos reímos de la situación. Promediando el medio día, llegaron los escaladores en medio de una gran algarabía y muertos de hambre. El asado ya estaba listo. La lluvia había arreciado. Entonces, nos metimos todos al comedor de la carpa y un poco apretados pero contentos, comimos. Estábamos tranquilos y despreocupados. Los niños con sus ocurrencias, nos hacían reír. En un momento, empezó a entrar agua a la carpa. Pedro salió y se puso a cavar una zanja. Yo también salí, porque escuchaba un ruido extraño. Un ruido que apagaba el ruido de la lluvia y del viento. Al salir, no pude entender lo que estaba viendo. El riachuelo en el que los niños habían estado mojando los pies y jugando con piedritas por la mañana, se había convertido en un río cuyas aguas se precipitaban con fuerza por un cauce de piedras, estrellándose y rugiendo. Vi cómo el agua arrastraba el tronco de un árbol en su correntada. Grité porque me dí cuenta del peligro inminente. Cuando los demás acudieron y vieron lo que ocurría, atinamos a correr, levantar a los niños y meternos en los autos. Mi hermana y su marido, habían dejado el suyo un poco más arriba, pero el nuestro, estaba a nivel del río. Alcanzamos a subir, cerramos las puertas y Pedro trató de ponerlo en marcha para salir del lugar. No tuvo tiempo. El río salió de su cauce y se nos vino encima. El agua pegaba con furia en el parabrisas y llegaba hasta las ventanillas. Recuerdo las caras de mi hermana y de mi cuñado que nos miraban con una expresión de impotencia y horror. Nuestros hijos lloraban y alguno dijo - "No queremos ahogarnos" - Pedro me suplicaba: - "Recemos, recemos"- En un instante, el corazón se me detuvo y perdí la razón. Un instinto primario, ciego e inconsciente de supervivencia me empujaba a abrir la puerta. Sentía que tenía que salir sin


medir las consecuencias, pues el agua me habría arrastrado. Pedro me gritaba desesperado - "NO, NO" - y entonces un grito de mi hijo mayor - " MAMÁAA" - me devolvió la conciencia. Cuando me dí vuelta, movida por ese grito, me pegó una sonora bofetada. A sus 13 años, sabía que tenía que hacerme reaccionar y lo logró. En ese momento, la lluvia cesó y las aguas dejaron de subir. Nos habíamos salvado sólo porque el auto resistió a la fuerza del río. Después, vinieron varios hombres e hicieron una cadena humana dentro del agua para llegar hasta el auto y así, pudimos salir, uno a uno por una de las ventanillas. Esa noche, Romero nos dió albergue en una caseta de material que los dueños del camping le habían construído para que él y su familia tuvieran reparo ante las inclemencias de la montaña. Había una chimenea en la que encendió un gran fuego. Trajo una caja grande de cartón con ropas que le regalaban los acampantes. Nos las ofreció para que pudiéramos cambiarnos. Estábamos empapados y ateridos por el frío. Pusimos a secar las ropas y las zapatillas y nos tiramos en el piso tratando de dormir. Fué en vano. El horror de pensar en lo que nos podría haber sucedido, la noche negra y oscura y el ruido del torrente, que no cesaba, nos mantuvo despiertos toda la noche. Con la llegada del día, la pesadilla aún no había acabado. Descubrimos que todo había quedado sepultado bajo una gruesa capa de lodo. Ya no había carpas, ni mesitas, ni garrafas. Nada. Cuando pudimos volver a la ciudad, nos enteramos que había sido un aluvión con consecuencias devastadoras, una masa de agua arrastrando piedras y árboles de gran tamaño, destrozando puentes, compuertas y todo lo que encontró a su paso. Ese día, volvimos a nacer.


EL CORAZON DEL COLIBRÍ

Esa mañana, con los primeros rayos de sol que entraban por los intersticios de la ventana, me levanté y salí al jardín. ¡Cuán grande fue mi sorpresa al sentirme tan pequeñita que los pastos casi me impedían caminar, tuve que separarlos con las manos para poder mirar. Llegué al tronco partido que, normalmente, me sirve de asiento, pero no lo alcanzaba, intenté dando saltos pero fue inútil, por último, me senté en la hierba. Miré al estanque y vi que venía hacia mí, un gordo sapo, dando saltos. Cuando llegó a mi lado, me miró a los ojos; los míos estaban agrandados y no podía pestañear. Pasaron unos segundos y el sapo me dijo con una voz cavernosa –“ Hola, te estaba esperando” – “ ¿Ah, siii?” – le contesté, tratando de hablar con naturalidad – “¿Y para qué querías verme?” – pregunté – “Tengo que contarte que, en el jardín está sucediendo algo que nos tiene a todos muy preocupados. Hasta angustiados, te diría”– En eso, venía hacia nosotros un caracol. ¡Qué lindo era!. Con sus cuernitos y su casita lustrosa, avanzaba dejando tras de sí una huella de baba brillante. Cuando llegó también me saludó – “Hola” – En ese momento me acordé y lo increpé, - “Ahhh, al fin te veo, hace rato que quiero decirte que estoy harta de que te comás mis lechugas y mis repollos” – Él, con una sonrisa irónica, me contestó – “¿Y qué querés que coma, pasto, que no tiene gusto a nada?” – “Bueeeno, bueeeno” – habló el sapo – “Yo les estoy contando algo muuuy serio, que puede terminar en tragedia y uds., hablando de lechugas y repollos… ¡prosaicos!”. –“ Esta bien, sapo, disculpanos, tenés razón, contanos por favor, ¿qué está pasando en el jardín?” – le pedí - “ ¡El colibrí se ha enamorado de una rosa!” dijo –“ ¿Y ése es el problema que los tiene tan angustiados? A mí me parece hermoso.” – y él, volvió a hablar – “Veo que no entendés, te voy a explicar… El colibrí, vino una tardecita y vio un pimpollo de rosa, era rojo como la sangre, pequeño y tierno. Inmediatamente, como hechizado, se puso a libar en él. El capullo temblaba y abría un pétalo. Cada día volvía el colibrí a libar en la rosa y cada día ésta le abría un pétalo nuevo. Hasta que un día se abrió por completo y él se hundió en ella. Ella lo abrazó. Fue el acto de amor más bonito que jamás vi.” – Una hormiga, iba pasando, cargando una ramita, tan pesada que yo, con mi tamaño, jamás hubiera podido cargar. En ése momento mé hice la pregunta que no me había atrevido a formularme. ¿Qué podía haber pasado? ¿Yo me había empequeñecido, o ellos habían crecido hasta mi tamaño? Bueno, pensé que eso no tenía importancia. La hormiga, que había escuchado el relato, dijo desde abajo de la rama, - “ Yo no creo eso que estás contando, sapo. El colibrí siempre fue un picaflor, volando de flor en flor y a todas las besaba” –El sapo, molesto le contestó – “¡Qué sabrás vos del amor! Tu vida consiste en trabajar y trabajar para tener llena tu casa de alimentos. Sos una burguesa. Tu casa siempre tiene que estar con la despensa llena y con todas las comodidades, sin frío ni calor.” – La hormiga le replicó –“ Seguro que vos estas así de gordo porque no comés, no? Vos tampoco sabés nada del amor” – Hacía un rato, una cigarra, se había incorporado a la reunión y fue muy dura con la hormiga. Le dijo – “Tiene razón el sapo, sos una burguesa ¡cuántas veces te he invitado a cantar conmigo y vos siempre me diste la misma respuesta: tengo que trabajar. Yo, canto porque la vida es triste si no la vivimos con una ilusión. Por eso te invito a cantar”- Y, mirando al sapo, le dijo –“ Yo sé de tu sufrimiento, se que te escondés en el día porque te sabés feo, pero en la noche cantás con melancolía, porque estás loco de amor por la luna. Ella te ha embrujado. ¿No te das cuenta que la luna es vanidosa porque es bella?”- A todo esto, el caracol, aburrido con tanto sentimentalismo se había metido en su casita a dormir. Una araña, tejía y tejía. Sólo nos miraba de vez en cuando, pero no podía intervenir porque tenía que estar alerta, no podía distraerse ni un segundo. En cualquier momento caería algún incauto en su telaraña. A estas alturas, yo no tenía claro todavía, cual era la tragedia que, según el sapo estaba por ocurrir. – “Sapo”- le pregunté – “¿Podés terminar de explicarme que de malo puede pasar con un amor tan hermoso?” - “Ay” – comenzó a decirme – “ Si pudieras pensar un poquito, te darías cuenta. El drama es que la rosa día a día se marchita, pierde los pétalos y al fin, un día, morirá. ¿Qué pasará con él? Morirá con ella, porque le ha entregado su corazón. Lo sé, porque yo también le


he entregado mi corazón a la luna, sólo que yo moriré antes.” – “No, sapo”,- lo tranquilicé- “ No es así. Vos y yo sabemos con nuestra alma sensible, que es muy duro perder al amor. Pero la vida continúa y nos ofrece otros amores, nuevas alegrías. Y así será con nuestro colibrí. Pronto habrá otra flor que lo enamorará. Ya verás.” En ese momento desperté de mi sueño porque Jeremías, nuestro perro ovejero, estaba al lado de mi cama y me decía – “Vamos, levantate… ya es tarde y tengo mucho hambre”. Me levanté, fuimos a la cocina, le di de comer, me serví un café y salí al jardín. Mientras Jeremías venía detrás refunfuñando – “Nunca te levantás temprano, y nunca me llevas a pasear en las primeras horas del día, como a mí me gusta. Además estoy cansado de comer los huesos que me traés y además….- Seguía quejándose por todo, él siempre es así, quejoso y razongón, por eso le llamamos Jeremías. Cuando salí al jardín, vi, con sorpresa, al pie del rosal, un colibrí muerto. Entonces, lo tomé con mucha ternura y viéndolo, me acordé del soliloquio de Segismundo en la Vida es Sueño, de Calderón de la Barca, en donde piensa sobre la vida y su suerte: “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción y el mayor bien es pequeño: Que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.