Kemmer, alfons les hablaba en parabolas como leerlas y entenderlas

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ALFONS KEMMER LES HABLABA EN PARÁBOLAS Cómo leerlas y entenderlas EDITORIAL SAL TERRAE Guevara, 20 —SANTANDER Título del original alemán: Gleichnisse Jesu. Wie man sie lesen und verstehen solí © 1981 by Herder Vg., Freiburg im Breisgau Traducción de Fausto Palacios, S. ]. © 1982 by Editorial Sal Terrae - Santander

Prólogo Este libro pretende acercar y dar a conocer a un círculo amplio de lectores los conocimientos de la exégesis actual sobre las parábolas. No es que falten precisamente obras modernas sobre las parábolas de los Sinópticos. Sin embargo, esta concisa exposición de las parábolas e imágenes más importantes de Jesús pueda quizá ser una valiosa ayuda para muchos lectores de los Evangelios a los que no les resulten accesibles las obras excesivamente científicas o demasiado extensas. En los casos en que los Sinópticos ofrecen distintas redacciones de las parábolas, no se ha prescindido de ellas, sino que se las ha tenido muy en cuenta; porque la comparación de esas diversas redacciones permite seguir la ulterior evolución de las palabras primigenias de Jesús o dar con su formulación original. Esto no significa, sin embargo, que el texto original de las parábolas deba considerarse como la única revelación válida. Si la Iglesia primitiva, en la explicación de las parábolas, ha puesto con frecuencia el acento en otros aspectos distintos de aquellos en los que insistió Jesús, es señal de que era legitimo hacerlo; y, por tanto, hay que considerarlo como una acomodación justificada, hecha bajo el influjo de la inspiración, para tener presente la situación surgida en el tiempo postpascual. La agrupación de las parábolas de un determinado modo, así como su catalogación, no es algo que pueda hacerse de una única forma; por eso no se excluyen otros modos de reunirías y denominarlas. Si este libro consigue guiar a sus lectores a una más profunda comprensión de las parábolas de Jesús, habrá alcanzado su objetivo. Abadía de Einsiedeln Enero de 1981 P. Alfons Kemmer, OSB

1.- Introducción Las parábolas ocupan en los Evangelios sinópticos una considerable extensión. En ellas encontramos constantemente los temas más importantes de la predicación de Jesucristo: El Reino de Dios, la llamada a la conversión, el toque de atención al momento en que se vive, la opción a los fariseos. Las imágenes de las parábolas están tomadas de la vida de Palestina. Y aunque


es verdad que a nosotros sólo nos ha llegado la versión griega, se puede adivinar tras ella, con cierta facilidad, la lengua materna aramea. Las parábolas de Jesús son algo completamente nuevo y sin parangón en la literatura de la época. Sólo hacia el año 80 después de Cristo encontramos en ella una parábola que sigue inspirando la sospecha de ser una imitación de las parábolas de Jesús. Las parábolas auténticas de Jesús se distinguen por su lenguaje sencillo y transparente, por su genial elaboración y su característica personal intransferible. Por esta razón, no es exagerado afirmar que nos topamos en ellas «con un fragmento de la piedra fundamental de la tradición» (J. Jeremías) y que se nos han transmitido de una manera especialmente fidedigna. Contienen la doctrina de Jesús de forma concisa e intuitiva. Sin duda ninguna, el lector actual topa constantemente con dificultades que le impiden la comprensión de las parábolas de Jesús. Esto se debe a que, casi inmediatamente después de la muerte de Jesús, empezaron a sufrir interpretaciones. Con frecuencia se ha buscado en ellas más de lo que contenían. Por eso, se las ha inyectado un sentido más profundo o se las ha contemplado como un espejo de la vida de Jesús o como un esbozo de la historia salvífica. Una vez que el Evangelio traspasó las reducidas fronteras de Palestina y se proclamó en otros ámbitos culturales, intentaron los predicadores hacer más comprensibles las parábolas al nuevo público. Realidades, que eran evidentes y fácilmente comprensibles para los oyentes directos de Jesús, tenían que ser acomodadas ahora a las nuevas condiciones culturales de los países evangelizados. Actualmente, con la ayuda de los nuevos métodos de exégesis, ha sido posible llegar a la forma original de las parábolas de Jesús y de ese modo, reencontrar el auténtico sentido que El las dio. Lo pondremos de manifiesto más adelante haciendo referencias a la literatura y textos especializados. Ahora bien, como las interpretaciones de la Iglesia primitiva no pueden ser rebajadas sin más hasta el punto de considerarlas como falsificaciones de la verdadera doctrina, de Jesús, tendremos que valorarlas también como acomodaciones necesarias y condicionadas por las circunstancias. No recogemos todas las parábolas sinópticas, pero sí las más importantes. Nos ocuparemos previamente de algunas cuestiones que son importantes para el conjunto de todas las parábolas; cuestiones que no se pueden olvidar nunca y que tendremos, por tanto, muy presentes en la exposición que seguirá a continuación.

¿Qué es una parábola? Las parábolas son comparaciones ampliadas tal como las solemos utilizar nosotros ordinariamente, por ejemplo, cuando decimos: Hoy hace un frío siberiano, o cuando afirmamos: Esta habitación parece un horno. Lo que pretendemos con estas afirmaciones es evidenciar y resaltar la semejanza existente entre dos cosas en lo referente a algún aspecto determinado. Especialmente en Oriente preferían expresarlo todo en imágenes y comparaciones. La palabra hebrea que designa a esta realidad de la parábola en sentido amplio, «maschal», sirve también para denominar a una comparación sencilla, un símil, una palabra gráfica, una adivinanza, un


enigma, un dicho o sentencia. La palabra «parábolé» utilizada en el Nuevo Testamento y que corresponde a la palabra «maschal», tiene también estos significados. En castellano Mimos la palabra «parábola», la mayor parte de las veces, entendiéndola en un sentido amplio; sin embargo, sería más justo distinguir ambos significados. La parábola, entendida en sentido amplio, pone de relieve un contenido objetivo que se puede observar constantemente en la naturaleza o en la vida normal de cada día; así, por ejemplo, el desarrollo de la semilla, unos niños que juegan en la calle, etc. La parábola, entendida en sentido estricto parte, por el contrario, de un caso particular y con él se configura una breve narración. Lo que se produce una vez, lo irrepetible o único, se hace, sin embargo, típico en el aspecto religioso. Si una parábola nos habla de un caso determinado, nos encontramos con una narración ejemplificante (el samaritano compasivo, por ejemplo). En las parábolas hay que distinguir siempre la parte gráfica y el contenido objetivo. Jesús expresa lo que quiere decirnos a través del velo de una imagen. Así se le invita al oyente a interpretar la imagen. Normalmente no explicaba él al oyente la parábola, ya que los oyentes podían comprender su sentido más fácilmente que nosotros hoy. Y eso debido a que las imágenes estaban tomadas de su ambiente, de la naturaleza y de las labores agrícolas de aquel tiempo. El contenido objetivo es más importante que la parte gráfica, ya que ese contenido objetivo es lo que interesa proponer al narrador y lo que pretende expresar la parábola. Con frecuencia encontramos en la parte gráfica rasgos que no le corresponden; lo que ha sucedido es que han pasado del objeto mismo a las imágenes. Así, en el libro 2 Sam 12ss, el profeta Natán le cuenta al rey David una parábola para que reflexione y se convierta, después del adulterio cometido con Betseba: Un rico cogió la cordera de un pobre para matarla y preparársela a su huésped, porque era muy avaricioso como para privarse de una de su propio rebaño. Natán nos cuenta la estrecha relación que mantenía el pobre con su cordera del modo siguiente: «Comía de su pan y bebía de su vaso, durmiendo en su regazo; era como una hija». Es claro que estos rasgos no se pueden atribuir a la cordera, sino a la esposa de Urías. Es importante encontrar en las parábolas el punto de comparación, es decir, aquel elemento que representa la semejanza entre la imagen y la realidad objetiva. No todos los rasgos de la parte gráfica son importantes; las más de las veces sólo hay un rasgo importante. Ya pronto, en la interpretación de las parábolas, se sintió realmente la necesidad de referir todos y cada uno de los rasgos a determinados objetos del contenido objetivo. Esta llamada interpretación alegórica la encontramos ya, en parte, en los mismos Evangelios; sin embargo, fueron algunos Padres de la Iglesia como Orígenes y San Agustín, los que sintieron especial predilección por ella. Por eso, muchos exegetas consideran como secundarios todos los rasgos de la parte gráfica de una parábola que pueden interpretarse fácilmente de una manera alegórica; es decir, que les consideran como rasgos que no arrancan del mismo Jesús, sino que fueron incorporados después por una segunda mano. Este juicio es quizá demasiado tajante. Pues es plenamente imaginable que el mismo Jesús que tomaba sus parábolas de la vida real, eligiese, a veces, sus imágenes de tal modo que sirviesen para aclarar su pensamiento. Sin


embargo y a pesar de todo, hay que mantener, en principio, la diferencia entre parábola y alegoría.

¿Para qué sirven las parábolas? ¿Por qué ha revestido Jesús su doctrina tan frecuentemente con las formas de parábolas? La respuesta parece natural: El quería acomodarse al modo de hablar de sus contemporáneos y facilitarles así el camino para la comprensión de su mensaje. Sin embargo, encontramos en Mc 4, 10-12 un texto difícil, que sugiere otro motivo distinto por el que Jesús empleaba las parábolas. Sus discípulos le preguntan por el sentido de las parábolas. «Vosotros estáis ya en el secreto de lo que es el reinado de Dios; a ellos, en cambio, a los de fuera, todo se les queda en parábolas; así, por más que miran no ven; por más que oyen, no entienden, a menos que se conviertan y los perdonen». En el texto griego está redactada la frase de un modo más llamativo: en lugar de «por más que miran», dice: «para que miren y no vean». Según este texto, las parábolas tendrían la finalidad de obstinar a la mayor parte de los oyentes; éstos no deben comprender la doctrina de Jesús para que no puedan salvarse. ¿Puede haber pretendido esto realmente Jesús? Según la exégesis actual, puede considerarse ya como prácticamente seguro que esa frase no fue pronunciada por Jesús, que no es palabra auténtica suya, sino que se le puso posteriormente en su boca. Dicha frase no guarda coherencia con el conjunto y el contexto de las parábolas. El evangelista ha encontrado esta frase y la ha incluido aquí por la estrecha relación que tiene la palabra clave con la palabra «parabolai». Los discípulos le piden a Jesús que les explique el sentido de las parábolas. En la respuesta se dice: a los de fuera, todo se les queda en parábolas. Pero el término empleado en este caso no significa parábolas, sino «enigmas». Y como prueba de ello cita un texto del profeta Isaías (6, 9s) en el que el profeta tiene que anunciar al pueblo de Israel el castigo de Dios, porque se ha apartado de El: Tiene que obstinarse el pueblo hasta la aniquilación; sólo un resto se va a salvar o a permanecer santo. Con estas palabras del profeta se pretende explicar teológicamente la incredulidad de los judíos ante el mensaje de Jesús. Tampoco la incredulidad de los contemporáneos de Jesús está carente de culpa como lo demuestra con claridad el lugar paralelo de Mt 13, 13: «Por esa razón, les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender». Vieron las obras de Jesús y oyeron su doctrina y, sin embargo, no quisieron comprender; por eso, como castigo, cae sobre ellos la obstinación. Según otra interpretación, el «para que» (miren y, sin embargo, no vean) sería una redacción concisa de «para que se cumpla la Escritura», que es lo que dice Isaías (6, 9s). No se propondría, pues, la intención de Jesús, sino la de Dios. Una posible traducción de la última parte de la cita propuesta de Isaías podría ser también la siguiente: «A no ser que se conviertan y se les perdone». Entonces no sería la frase una amenaza, sino una promesa. San Pablo afirma realmente en Rom 11, 25s que la obcecación de Israel sólo durará un tiempo determinado; después todo Israel se salvará. Y aunque el texto pueda interpretarse tal como se ha hecho tradicionalmente, no se puede deducir de él, en modo alguno, que la finalidad de las parábolas de


Jesús haya sido oscurecer y hacer ininteligible su mensaje y sus enseñanzas. Por el contrario, quería que de ese modo estuvieran más próximos a sus oyentes. Es verdad que en la afirmación de que las parábolas albergan algo misterioso: la irrupción escondida del reinado de Dios, se encierra una sabiduría muy primitiva y, por tanto, es oportuno recordar la seria advertencia de Mc 4, 10-12 de no desperdiciar el momento de la salvación. Jesús, a través de sus parábolas, pretende tanto enseñar a sus oyentes como animarles y despertarles. Son, por tanto, de anuncios proféticos. Jesús transmite en ellos la actitud de Dios frente a los pecadores que se convierten y contrapone, a menudo, los pensamientos de los hombres a los designios de Dios.

Aportaciones para la interpretación de las parábolas Así como es importante en las parábolas encontrar el punto de comparación que ponga de relieve en qué radica la semejanza entre la imagen y el objeto, de la misma manera sería falso opinar que una parábola está totalmente explicada si se logra expresar en conceptos abstractos la realidad u objeto aludidos. Esto es válido, en todo caso, para el pensamiento occidental que no suele expresar una verdad en imágenes, sino en proposiciones lógicas. Sin imágenes no se puede expresar de un modo adecuado el contenido de una parábola. Es más, la parábola es la única forma de expresión adecuada para lo que se quiere expresar. La realidad de la que se trata no yace junto o tras la parábola, sino que existe en ella, en la imagen o en la narración. Para comprenderla, hay que escuchar la palabra de la parábola, dejar que se nos aproxime la narración en sí y no buscar la verdad general que en ella se expresa. Tirar por ese camino podría ser una solución cómoda para zafarse de las verdaderas exigencias de la parábola. No es, pues, tarea de la exégesis sustituir las parábolas por una fórmula doctrinal abstracta. Así perderían toda su fuerza y quedarían privadas de su auténtico meollo. Las parábolas originales de Jesús presentaban, las más de las veces, un final abrupto e incómodo. El dejaba a sus oyentes que penetraran y descubrieran el contenido objetivo. Por ese motivo, sería una tentativa insensata verter en imágenes modernas las parábolas de los Evangelios; es decir, cambiarlas por imágenes tomadas del mundo de la técnica, por ejemplo. No conseguiríamos más que privarlas de su profunda poesía y de ese modo, falsearlas; con frecuencia haríamos incluso que la realidad aludida fuera más difícil de comprender. Las parábolas, tal como las encontramos en los Evangelios, manifiestan huellas de una evangelización protocristiana; es decir, los predicadores cristianos primitivos tenían la tendencia a encauzar la materia propuesta hacia la enseñanza de las comunidades. Sin embargo, siempre se aprecia un respeto ante la palabra original de Jesús, que excluía transformaciones excesivamente profundas. En un aspecto, especialmente, se manifiesta bien la tendencia de esta interpretación primitiva de las parábolas: Mientras Jesús hablaba en sus parábolas de Dios y de su reinado, la predicación primitiva se concentra en Cristo y en la salvación que El nos ha traído. Lo cual no presenta ninguna contradicción con el pensamiento de Jesús; pues


no podemos olvidar que la postura y reflexión teocéntrica permanece siempre en el fondo. La actuación de Jesús refleja la acción de Dios y obtiene así su justificación frente a los que la critican. Esta exposición cristocéntrica de las parábolas, según el parecer de los exegetas más modernos, es más acorde con la verdadera intención de las mismas. Ya que Jesús no sólo ha anunciado una nueva imagen de Dios, sino que ha utilizado un nuevo estilo para hacerlo. Con frecuencia, cuentan los evangelistas que los enemigos de Jesús se escandalizaban de su conducta y que El les respondía con una parábola (Véase, Lc 15, 1-3; Mt 11, 16-19). Por eso, muchas parábolas no se refieren inmediatamente a Dios, sino a Jesús. Jesús explica en ellas su propia conducta y, en alguna medida, se explica a Sí mismo. Será tarea de la interpretación particular hacer referencia a tales rasgos cristológicos que aparecen en la forma tradicional de las parábolas y a su justificación. Las parábolas de Jesús hay que enmarcarlas, por tanto, en la situación de Jesús. No pretenden acuñar verdades generales, sino que han sido propuestas en situaciones muy concretas de su vida. Preferentemente se trata de situaciones de lucha, de justificación y defensa frente a los ataques de sus enemigos; sí: a veces, es el mismo Jesús el que pasa al ataque y desafía a sus enemigos con una parábola. Fuera de los tres Evangelios sinópticos (Mt, Mc, Lc) —en San Juan no encontramos parábolas auténticas, sino solamente dichos y sentencias que no van a ser objeto de nuestro estudio— encontramos también algunas parábolas en el Evangelio de Tomás. Este Evangelio pone las parábolas en boca de Jesús. Estos escritos conservados en lengua copta fueron encontrados en 1945/46 en un cenobio junto a Nag Hamadi (Egipto) y arrebatados, de ese modo, a las arenas del desierto. Son escritos que fueron redactados originariamente en griego y que proceden de mediados del siglo II. Se trata de una colección de 114 sentencias de Jesús que están ordenadas unas tras otras sin una conexión lógica de contenido. Muchas de ellas fueron falseadas en su verdadero sentido por los gnósticos, una secta herética del siglo II. Pero algunas de las parábolas que allí se cuentan y que se encuentran también en los Sinópticos, tienen una forma tan concisa que nos mueve a preguntarnos si no se han conservado en esos escritos con una forma más primitiva y original que en los mismos Sinópticos. J. Jeremías propone 41 parábolas de Jesús; de ellas, 6 son propias de Marcos; 10 son comunes a Mateo y a Lucas; 10 son privativas de Mateo; otras 15 sólo aparecen en Lucas. El Evangelio de Tomás recoge 11 parábolas de los Sinópticos. En el presente libro, no conservaremos el orden de los Evangelios al tratar el tema de las parábolas, sino que las sistematizaremos siguiendo la pauta de su contenido.

2.- La fuerza del Evangelio El capítulo 4 de Mc es un conjunto en el que el evangelista ha recopilado muy diversos materiales; breves sentencias, expresiones gráficas, dichos, parábolas; todo bajo el lema: «Les hablaba largamente y les enseñaba en forma de parábolas» v. 2). Tres de estos fragmentos tienen cierta conexión de contenido entre ellos; los tres describen la fuerza del Evangelio, que se


desarrolla partiendo de principios insignificantes hasta conseguir proporciones asombrosas. Son las parábolas del sembrador (vv. 3-9; que se explica en los versículos 13-20); la de la semilla que crece 26-29); y la del grano de mostaza (30-32). La parábola de la semilla que crece es propia de Marcos; las otras dos se encuentran también en Mt y Le. En ellos la parábola del grano de mostaza va estrechamente unida a la levadura fermentada (Mt 13, 31s.33 - Lc 13, 18s.20s). Marcos no ha tomado esta parábola de la tradición. Eso se ve claramente, porque las otras tres que tienen que ver con la semilla las considera como integradas en un mismo contexto; la parábola de la levadura, por el contrario, procede de otro ambiente distinto, aunque en su contenido está muy próxima a las parábolas de la semilla. En todas ellas se trata de cosas insignificantes que se desarrollan en grandes dimensiones y, de ese modo, ofrecen un contraste llamativo e impensable si se compara con sus principios. Por esa razón, se las designa también como las parábolas del contraste: Vamos a tratar en primer lugar de la más sencilla de estas parábolas.

La semilla que crece por sí misma (Mc 4, 26-29) «El Reino de Dios es como cuando un hombre siembra la simiente en la tierra» (v. 26). La actividad del sembrador se describe con esta breve frase; y, por el contrario, se describe expresamente su inactividad después de la siembra: «el sembrador duerme de noche y se levanta por la mañana y la semilla germina y va creciendo sin que él sepa cómo». Después de la siembra, sigue su ritmo normal de vida, durmiendo y levantándose, sin fijarse en cómo va creciendo la semilla. Jesús, a través de esta descripción, pretende suscitar la impresión de que todo el desarrollo depende de la tierra. Sin duda sabía El, de sobra, que el agricultor tiene que rastrillar la tierra, combatir las malas yerbas, intentar paliar las sequías, etc. Pero para El esto es intrascendente. Lo que quiere demostrar es que la tierra «por sí misma» («automáte» se dice en el texto griego, es decir, moviéndose a sí misma, actuando espontáneamente) produce su fruto; primero los tallos; luego, la espiga; después, el grano en la espiga. La enumeración de cada uno de los momentos del desarrollo tiene que aumentar la tensión de la atención. De repente madura el fruto y llega la hora de la cosecha. La parábola concluye con una cita del profeta Joel: «Mete en seguida la hoz, porque ha llegado la siega» (4.13). Jesús ha dejado la interpretación de la parábola a sus oyentes. No resulta difícil encontrarla. El punto de comparación es la inactividad. Así como el agricultor, después de la siembra, deja la semilla a su suerte, ya que crece por sí misma, de la misma manera deja Dios que las cosas sigan su curso normal. Pero cuando la cosecha está a punto, el poder de Dios realiza su acción. Jesús pretendía infundir consuelo y confianza a sus discípulos con esta parábola. Les descarga de una preocupación que superaría sus fuerzas. La misión de los discípulos es sólo trasladarse de un pueblo a otro y predicar el Evangelio. Que la predicación tenga éxito y prospere ya no depende de ellos. La fuerza eficaz radica en el Evangelio mismo; la palabra de Dios es irresistible, produce la salvación o lleva a la condenación. En el tiempo después de Pascua, el pensamiento básico de la parábola cobró de nuevo


actualidad: La comunidad, tranquila y confiada, paciente y tenaz, tiene que dejar el ulterior desarrollo a Dios y dirigir su mirada hacia el futuro. Los hijos de Dios, sin un falso ajetreo, tienen que esperar lo que Dios quiera hacer. La parábola pretende, pues, recalcar el contraste entre el comienzo y el fin; entre lo poco que el hombre tiene que hacer para la llegada del Reino de Dios y lo que hace Dios mismo. El reinado de Dios no se compara con el sembrador ni con la semilla, sino con la cosecha, producto de la fuerza de la simiente, que crece por sí misma y se desarrolla hasta convertirse en un fruto maduro.

El grano de mostaza (Mc 4, 30-32, Mt 13, 31s; Lc 13, 18s) La parábola tiene un colorido auténticamente palestino. Un grano de mostaza tiene más o menos el mismo tamaño que la cabeza de un alfiler. Marcos destaca su tamaño reducido: es la más pequeña de todas las semillas que se arrojan a la tierra. El arbusto de mostaza, una vez que se ha desarrollado, llega a alcanzar una altura de dos y medio a tres metros. Nos encontramos, pues, de nuevo, con una parábola de contraste. Jesús quiere representar el enorme contraste entre los raquíticos comienzos del Evangelio, de la predicación de unos pocos pobres discípulos y el esplendor del reinado de Dios, que Dios mismo saca de la nada. Marcos lo destaca de un modo relevante al afirmar que, una vez que el arbusto ha crecido, pueden cobijarse a su sombra los pájaros del cielo. Aparece ya en este caso un rasgo simbólico que del contenido ha pasado a la expresión gráfica, a la imagen. El cobijarse en el árbol simboliza la admisión de muchos pueblos en el Reino de Dios, que se convierte para ellos en su morada. Ya en el libro de Daniel (4, 8s.l7-23) aparece el árbol en el que los pájaros colocan sus nidos, como símbolo de un gran reino. Así se representa también aquí el reinado de Dios en la imagen de un reinado que protege la paz. No se compara, pues, el Reino de Dios con el grano de mostaza, sino con el potente arbusto que brinda protección a los pájaros. El grano de mostaza primitivo sólo se menciona para realzar el contraste entre el comienzo y la plenitud final.

La levadura (Mt 13, 33; Lc 13, 20s) Además de los dos conocidos evangelistas, recoge también esta parábola el evangelio de Tomás (96), pero no lo hace en estrecha vinculación con el grano de mostaza. En Mateo encontramos únicamente una frase: «Se parece el Reino de los Cielos a la levadura que metió una mujer en medio quintal de harina; todo acabó por fermentar» (13, 13). Traduciéndolo fielmente se dice en el texto original: «lo ocultó en tres medidas de harina». Esta palabra se refería a una medida de capacidad para cosas secas y admitía 13,3 litros; tres medidas correspondían a unos 40 litros. Se desea indicar, por tanto, una gran cantidad de harina que sobrepasa ampliamente las necesidades de una familia. Volvemos, de nuevo, al contraste entre la pequeña cantidad de levadura y la gran masa de harina. Cuando se dice que se introduce la levadura ocultándola en la gran cantidad de harina, quizá se pretende hacer alusión a la escondida presencia del Reino, a su misterioso comienzo, que no impide, sin embargo, que se convierta en una realidad que lo abarca y penetra todo.


También en esta parábola se pone el acento en el contraste entre el estadio inicial y el estadio definitivo; sólo la acción de Dios, y no el esfuerzo del hombre, trae el Reino de Dios. Pero los exegetas modernos llaman la atención, con razón, al hecho de que no se puede perder de vista el momento del crecimiento. También esto estaba presente en la perspectiva de los oyentes de Jesús. Si se prescinde de poner de relieve el crecimiento y el desarrollo, se reduce unilateralmente el concepto del «Reino de Dios», porque, de esa manera, sólo se le considera en su configuración definitiva. Pero, según la concepción de Jesús, el Reino ya está presente en su predicación y en su persona, aunque no se manifieste aún en todo su esplendor (Véase, Lc 17, 21). El Reinado de Dios no viene, por tanto, fulminantemente en una catástrofe visible, tal y como los contemporáneos de Jesús creían poder contar con una repentina aparición del Reino. Por eso existía el peligro de que la duda y la desilusión se apoderasen de los discípulos, si no se podía ver nada de esa revelación del Reino de Dios acompañada de catástrofes repentinas. Y por eso tenían necesidad los discípulos de una palabra de consuelo. Con las parábolas del grano de mostaza y de la levadura recibían ese consuelo: Así como el diminuto grano de mostaza se desarrolla poco a poco hasta convertirse en un gran arbusto, y la pequeña cantidad de levadura penetra toda la masa, así sucede también con el Reinado de Dios. Está ahí y no lo está todavía; ha venido y se ha hecho visible en la acción de Jesús, y sin embargo, no ha llegado aún a su plenitud. Así pugna por abrirse camino y por ocupar un puesto también el tiempo que media entre el comienzo y el fin, aunque este aspecto, frente al contraste entre el comienzo y el fin, tiende más bien a difuminarse. Pero es verdad que no se puede prescindir completamente de él.

La parábola del sembrador (o de los cuatro tipos de tierras) (Mc 4, 39; Mt 13, 1-9; Lc 8, 4-8) Esta parábola se encuentra casi al pie de la letra en Mt 13, 1-9 y en Lc 8, 48, lo cual es un signo de fidelidad a la tradición y de la importancia que se le atribuyó en la Iglesia primitiva. Para comprenderla correctamente, hay que saber cómo se practicaba la agricultura en aquel tiempo en Palestina; si no, la actitud del sembrador parece muy desacertada. La sementera tenía lugar en noviembre después de que las primeras lluvias hubieran ablandado algo la tierra reseca: se sembraba antes de arar. El sembrador avanzaba sobre el rastrojo y arrojaba también la semilla en la tierra que la gente había pisado conculcando el derecho del dueño, ya que él pretendía reconvertirlo de nuevo para el cultivo. También arrojaba la semilla entre los espinos resecos, ya que quería sepultarlos bajo tierra juntamente con la semilla. Que muchos granos cayesen en tierras pedregosas se debía a que, a menudo, las rocas calcáreas estaban recubiertas de una fina capa de humus y, por eso, era muy difícil distinguirlas del resto del campo apto para el cultivo. Al narrador no le interesa tanto el sembrador como las cuatro clases diversas de tierra de labranza sobre las que él arroja la semilla. La vereda pisada, el terreno rocoso, la tierra llena de zarzas y, finalmente, la tierra buena ofrecen condiciones muy diferentes para el crecimiento y desarrollo de la semilla. Los pájaros devoran los granos arrojados sobre el camino antes


de que el arado logre sepultarlos bajo tierra. Al no poder echar raíces consistentes, se agosta rápidamente la semilla arrojada sobre terrenos rocosos, en cuanto calienta un poco el sol del verano. Los granos que han caído juntamente con las zarzas nacen al mismo tiempo que ellas, pero acaban sofocados. Sólo la semilla esparcida en el campo bueno produce fruto abundante: una dio el treinta, otra el sesenta y otra el ciento por uno. Sin embargo, se ha comprobado que en Palestina un único grano puede producir, en circunstancias favorables, 150 e incluso 350 granos. Podemos considerar también esta parábola como una parábola de contraste. Por una parte nos cuenta el trabajo muchas veces estéril del sembrador. Por otra parte, el campo con el fruto maduro se contrapone al barbecho infecundo. Aunque mucho trabajo humano parezca ser un fracaso, Jesús está, sin embargo, poseído de una alegre confianza: A pesar de todo, llega la revelación del Reino de Dios y juntamente con ella una cosecha tan abundante que sobrepasa todo lo imaginable. El punto de comparación no es, por tanto, ni el sembrador ni su actividad, sino el terreno. Aunque éste no sea ideal y muchos granos germinados no produzcan fruto alguno, la cosecha es igualmente abundante.

La explicación de la parábola del sembrador (Mc 4, 13-20; Mt 13, 1823; Lc 8, 11-15} Los tres Evangelios sinópticos cuentan que los discípulos preguntaron a Jesús por el sentido de la parábola y los tres recogen también una explicación expresa. Ahora bien, J. Jeremías ha demostrado convincentemente, y todos los más modernos exegetas apoyan su tesis, que esa explicación no procede de Jesús, sino de la Iglesia primitiva que la puso posteriormente en boca de Jesús. Vamos a enumerar una serie de motivos que avalan esta interpretación. En la explicación de la parábola se encuentran expresiones y giros que no se hallan en los Sinópticos, aunque sí en San Pablo. Por ejemplo, se equipara la semilla a la «palabra». Este uso absoluto de la expresión, y no el más amplio «la palabra de Dios», es una denominación del Evangelio que procede de la Iglesia primitiva. Designa también la Buena Noticia; véase Hech 6, 4: «Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra»; Gal 6, 6: «cuando uno está instruyéndose en la palabra» (la traducción ecuménica reproduce correctamente el mensaje diciendo «en el Evangelio» en vez de «en la palabra»). También las demás afirmaciones sobre la palabra que encontramos en la explicación de la parábola como «sembrar» = anunciar la palabra; «recibir la palabra», «padecer persecución a causa de la palabra», el término «crece», refiriéndolo a la palabra, o «produce fruto», son ajenas a la predicación de Jesús, pero son muy corrientes en la predicación apostólica, especialmente en San Pablo. Tiene aún mayor importancia el hecho de que la explicación no corresponde al sentido objetivo de la parábola. Traslada, más bien, la explicación al ámbito psicológico. De un impulso animoso para los predicadores, se convierte en una advertencia a los recién convertidos (cristianos) para que examinen si es realmente válida y seria su conversión.


3. La explicación convierte la parábola en una pura alegoría; aplica todas las particularidades del aspecto gráfico a determinadas personas y cosas. El sembrador es Cristo o el pregonero de la Buena Nueva; el camino simboliza a los superficiales; el terreno pedregoso a los hombres inconstantes; las zarzas son las preocupaciones y seducciones de los hombres de este mundo; la tierra buena significa a los oyentes atentos y abiertos. Es llamativo que sea tan breve la explicación de la tierra buena, aunque sobre ella recae el peso decisivo de la parábola. Marcos no explica cómo hay que entender el fructificar; Lucas lo señala expresamente y, por eso, escribe: «Los de la tierra buena son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso y dan fruto con su perseverancia» (8, 15). Después de lo dicho, la conclusión es irrefutable: La explicación de la parábola del sembrador no procede de Jesús mismo, sino de la primitiva comunidad cristiana que transformó sus palabras de aliento en mensaje de advertencia. Lo que necesitaban los primeros discípulos de Jesús era, ante todo, aliento para no desanimarse ante las primeras dificultades surgidas en la evangelización. La Iglesia naciente necesitaba también algo más: Había que indicarles a los convertidos las muchas posibilidades que existen para volver a dejar de pertenecer al círculo de los discípulos de Jesús. Para mostrarles cómo puede permanecer infructuoso el Evangelio en un hombre, creó la Iglesia primitiva esta explicación. De esa manera demuestra cómo iba dándose respuestas a sí misma para las cuestiones de cada situación concreta: y lo hacía, de alguna manera, por boca de Jesús, su Señor. La explicación manifiesta también, con todo, que pronto cayó en el olvido lo incomparable de las parábolas de Jesús, pues esta reinterpretación tuvo lugar ya en la primera generación. Al recogerla San Marcos en su Evangelio, la ha dado validez para todas las épocas del cristianismo, sin que por eso se la pueda hacer pasar como una interpretación auténtica del mismo Jesús.

3.- Presencia de la salvación Con la venida, la predicación y la actuación de Jesús ya ha irrumpido el Reino de Dios. De esta presencia de la salvación hablan algunas expresiones gráficas de Jesús; no hay, sin embargo, ninguna parábola expresa que se ocupe de ese hecho, pero sí muchas que hablan de la realización de la salvación como bien escatológico. Con Jesús ha llegado ya a este mundo la salvación definitiva: En este sentido tiene una cierta justificación la expresión «escatología realizada» (C. H. Dodd). Sin embargo, esta expresión no puede engañarnos hasta el punto de que queramos eliminar la tensión entre el «ya» y el «todavía no». La salvación completa sigue siendo aún un bien no plenamente realizado, un bien sin alcanzar todavía.

Boda y ayuno (Mc 2, 18-20; Mt 9, 14s; Lc 5, 33-35) Marcos en el cap. 2, 18-22 elabora un conjunto, recogido por la Iglesia primitiva, de tres ejemplos gráficos que se remontan a Jesús, pero que han experimentado elementos adicionales a partir de la situación de la comunidad. El primer ejemplo gráfico está tomado de las bodas. En una


ocasión le preguntaron a Jesús por qué no ayunaban sus discípulos, en clara oposición con los discípulos de Juan y de los fariseos que sí lo hacían. El ayuno les estaba prescrito a los judíos un solo día, el día de la reconciliación. Sin embargo, existía también un ayuno voluntario que se consideraba como un ejercicio piadoso. Así los fariseos ayunaban dos veces por semana. La pregunta dirigida a Jesús parece inofensiva; los que preguntan se admiran de que Jesús y sus discípulos no conozcan esta práctica, a pesar de que Juan el Bautista y afamados doctores de la Ley se atenían a ella. La respuesta de Jesús es, a su vez, una nueva pregunta contrapuesta a la anterior: «¿Es que pueden ayunar los amigos del novio mientras tengan al novio con ellos?». La boda era considerada por los judíos como imagen del tiempo del gozo mesiánico. El ayuno, en cambio, es un ejercicio de penitencia que sienta mejor con el luto que con la alegría festiva de una boda. Como se daba mucha importancia a las bodas en Palestina, esta imagen de la boda, propuesta por Jesús, era fácilmente comprensible para sus oyentes. Incluso los rigurosos escribas interrumpían la enseñanza de la Ley para participar y alegrarse con la celebración de una boda. La pregunta obvia de Jesús presupone, sin embargo, la presunción de que el tiempo de gozo mesiánico estaba ya allí presente. Por tanto, el sentido de la respuesta de Jesús es el siguiente: El día de la alegría ya ha comenzado; el tiempo de la salvación ya está aquí. ¿Cómo podrían ayunar mis discípulos durante este tiempo de alegría? Los versículos 19b y 20 no son, según la interpretación de la exégesis actual, palabras de Jesús, sino que fueron añadidos por la comunidad primitiva: «Mientras tienen al novio con ellos no pueden ayunar. Llegará el día en que se lo lleven, y entonces, aquel día, ayunarán». Este texto limita, pues, el tiempo salvífico a la vida del Jesús terreno. Pero esta interpretación parece que no podría conciliarse con la opinión de Jesús. El estaba convencido de que con El había llegado la salvación definitiva (aunque no consumada aún). El texto añadido habla de una catástrofe por la que el novio les es arrebatado violentamente a sus amigos, de tal modo que se les impone el luto y se les quitan las ganas de comer. Es una alusión manifiesta a la muerte de Jesús; la comunidad primitiva vio representado al mismo Jesús en la figura del novio. De esa manera, se modifica la estructura del ejemplo gráfico. No se recalca ya tanto la alegría por la llegada del tiempo salvífico, sino la catástrofe y el dolor que vendrán después. Conocemos por testimonios extrabíblicos que la comunidad primitiva se impuso de nuevo, poco después de la muerte de Jesús, días de ayuno voluntario. Por eso se quiso sancionar esta práctica un mandato que lo imponía. Esto no significa que la comunidad cristiana hubiera recaído en el judaísmo por la introducción del ejercicio del rito judío. La Didajé (un escrito cristiano que data de la primera mitad del siglo II) nos recuerda que los cristianos ayunaban los miércoles y los viernes, mientras que los días de ayuno de la semana de los fariseos eran los lunes y los jueves. Así los discípulos de Jesús trataban de diferenciar su ayuno del ayuno de los judíos.


¿Cómo se puede justificar el ayuno cristiano? La aceptación del ayuno en la vida cristiana se debió a una reflexión justa: La salvación plena sólo llegará después de la aniquilación del pecado y de la muerte. Aunque con Jesús ha llegado ya básicamente el tiempo salvífico y con su muerte ha sido expiado y superado el pecado, con todo, el pecado, la tentación y la muerte siguen siendo aún auténticos poderes reales en la vida del cristiano. Por eso, no es desacertado observar también días de luto y penitencia, y no actuar como si ya se hubiera realizado la salvación total. También San Pablo impuso autodisciplina y dominio a su cuerpo y lo hizo, según confesión propia, por ese motivo y no ciertamente por pura fidelidad a una costumbre judía. Mateo en el cap. 9, 14s recoge el texto de Marcos sin modificaciones esenciales. Lo único que hace es utilizar la expresión «estar de luto» en lugar de la palabra «ayunar» que tiene el mismo contenido significativo. También dice él que se han conservado en la Iglesia ambas cosas: la alegría por la irrupción de la era salvífica y el ayuno. Pero Mt 6, 16s demuestra que los cristianos tienen otra concepción distinta del ayuno: «Cuando ayunéis no os pongáis cariacontecidos como los hipócritas (= fariseos), que se afean la cara para ostentar ante la gente que ayunan... Tú, en cambio, cuando ayunas, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para no ostentar tu ayuno ante la gente, sino ante tu Padre que está escondido». En Lucas 5, 33-35 los anónimos interlocutores son los escribas y fariseos (v. 30). La respuesta se les dirige directamente a ellos: ¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras está con ellos el novio? El versículo 35 hace una clara referencia a la práctica fija del ayuno de la Iglesia: «Llegará el día en que se lleven al novio, y entonces, aquel día, ayunarán».

Remiendo nuevo - Vino nuevo (Mc 2,21s.; Mt 9,16s.; Lc 5,36-39) La doble parábola del remiendo nuevo y del vino nuevo la ha propuesto Jesús sin duda en ocasión distinta a la de los símiles de la boda y del ayuno. Pero ya la tradición oral la ha unido con la anterior y, además, con pleno acierto; pues también éstas hablan de un comportamiento insensato respecto al tiempo salvífico. Este doble dicho, que ciertamente se remonta a Jesús mismo, evidencia unas normas de prudencia que descansan en hechos de experiencia y que, quizá, corrían ya como refranes de boca en boca entre el pueblo.

Un remiendo nuevo en un vestido viejo «Nadie le pone una pieza de paño sin estrenar a un manto pasado, porque el remiendo tira del manto —lo nuevo de lo viejo— y deja un roto peor» (Mc 2, 21). No se puede utilizar lo nuevo para arreglar lo antiguo. Jesús quiere decir con esto lo siguiente: Conmigo ha venido al mundo algo nuevo que no puede armonizarse con la Antigua Alianza y sus instituciones. Ya los profetas eran conscientes de ello: En los últimos días hará Dios una nueva Alianza con su pueblo (Jer 31, 31-34); dará a los hombres un corazón nuevo y les infundirá en su interior un espíritu nuevo (Ez 36, 26). La actuación de Jesús ha traído esta nueva realidad, su doctrina y su acción lo manifiestan y


su muerte expiatoria crea definitivamente la Nueva Alianza (véase Mc 14, 24). De esa manera, se revela en lo dicho la autoconvicción de Jesús de que El ha introducido una Nueva Era, un nuevo orden salvífico. El dicho advierte del peligro que existe cuando se pretende unir lo nuevo con lo viejo, pone en guardia ante cualquier tipo de componendas. Lo que hace Jesús no es poner un remiendo, sino realizar una nueva creación. Mientras que la formulación del texto de Marcos sólo experimenta retoques intrascendentes en Mateo, Lucas lo ha sometido a una profunda reelaboración: «Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para echársela a un manto viejo, porque el nuevo se queda roto y al viejo no le pega la pieza del nuevo» (5, 36). ¿Qué significa esto? Que lo nuevo que ha traído Jesús no se puede comparar con un trozo de paño nuevo, sino con un vestido completamente nuevo. No se trata, por tanto, del peligro de lo nuevo para con lo viejo, sino del peligro de lo viejo respecto a lo nuevo. El dueño lo sufre, en realidad, el vestido nuevo que queda roto, prescindiendo, además, de que el remiendo no le va tampoco al vestido viejo. El evangelista recoge aquí claramente una postura referente a una determinada orientación eclesiástica que se inclinaba a la conservación de lo antiguo (por ejemplo, la praxis del ayuno y de la oración judías). Frente a esta tendencia insiste él en la importancia de guardar plenamente lo nuevo del cristianismo y preservarlo de cualquier fusión con lo antiguo. En el contexto de Lucas, el símil va dirigido a los fariseos (véase 5, 30.33.36), que preferían quedarse con lo antiguo y oponerse a lo nuevo del mensaje de Jesús.

"Vino nuevo en odres viejos Este mismo pensamiento de que con Jesús ha llegado una nueva realidad al mundo es lo que pretende destacar también el segundo símil del vino nuevo en odres viejos: «Nadie echa tampoco vino nuevo en odres viejos; si no, el vino revienta los odres; no, a vino nuevo, odres nuevos» (Mc 2, 22). En el Antiguo Testamento, el vino es un símbolo utilizado con mucha frecuencia para designar el tiempo salvífico; la abundancia de vino es un signo de la bendición divina (Gen 27, 28; Joel 2, 23s) y del tiempo de salvación mesiánico (Am 9, 13; Joel 4, 18). También en Juan 2, 1-11 se presenta a Jesús como el portador del tiempo salvífico, cuando pone a disposición de los invitados en la boda de Cana una gran abundancia de vino. Un vino reciente, no fermentado aún, no puede echarse en odres viejos deteriorados. La fermentación los revienta y se estropean tanto el vino como los odres. Dicho sin utilizar imágenes, esto significa: Lo nuevo no se lleva con lo viejo; la mezcla de lo nuevo y de lo viejo estropea a ambos. A la frase final de Marcos: «El vino nuevo hay que echarlo en odres nuevos», añade Mateo (9, 17): «Así se conservan las dos cosas». Esto supone un desplazamiento de la intención del dicho de Jesús. Si Jesús trata de la incompatibilidad de lo nuevo con lo viejo, el evangelista San Mateo destaca y se interesa por la nueva forma acomodada a lo nuevo. Si se encuentra esa forma, entonces puede seguir perdurando también lo antiguo (por ejemplo, el ayuno judío).


Lucas (5, 39) añade un nuevo dicho al texto de Marcos: «Y nadie acostumbrado al vino de siempre quiere uno nuevo, pues dice: «El vino añejo es mejor». Un refrán judío afirma lo mismo: «¿No es sano el vino añejo?». Lucas da, de ese modo, una explicación completamente nueva comparada con la de Jesús: Es verdad que lo nuevo y lo viejo son incompatibles, pero ambas cosas pueden existir juntamente con tal de no mezclarlas. Quizá esta norma, válida para el vino, es el resultado de la lucha en el modo de vivir los cristianos de procedencia judía y los cristianos de procedencia pagana (W. Grundmann). Según G. Bowman, el símil no reproduce la convicción del evangelista, sino que habría que interpretarla, más bien, como una afirmación comprensiva del hecho de que cualquiera que se ha acostumbrado a lo antiguo, difícilmente podrá apreciar el vino nuevo de la renovación. La frase sería, en cierto modo, una especie de concesión a los tradicionalistas de la Iglesia.

El símil de la higuera (Mc 13, 28s; Mt 24, 32s; Lc 21, 29-31) Esta parábola es, en Marcos, parte integrante del discurso sobre los últimos tiempos que encontró ya el más antiguo de los evangelistas y lo incorporó con ciertos retoques a su Evangelio. Introduce la parábola con estas palabras: «Aprended de esta comparación con la higuera». Puede ayudar, por tanto, al lector a interpretar justamente los signos de los tiempos. La higuera se distingue de los numerosos árboles de hoja verde perenne, porque la higuera pierde sus hojas en otoño y se recubre de nuevo con ellas en primavera. Así anuncia el comienzo de la nueva estación. Este contenido objetivo sufre una ampliación en el símil: «Cuando ya la rama está tierna y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca». En la higuera se percibe con más claridad que en los árboles de hoja perenne el resurgir de la vida, partiendo de la rígida muerte del invierno. Sus ramas calvas parecen completamente muertas. Pero cuando la savia comienza de nuevo a moverse en ellas, esas ramas se ponen tiernas y comienzan a brotar las nuevas hojas; de esa manera anuncian que el verano está ya cerca. El versículo 29 nos propone la aplicación de la parábola: «Pues lo mismo: cuando veáis vosotros que suceden estas cosas, sabed que el fin está a la puerta». En el texto original griego no se dice qué es lo que está a la puerta. La frase puede completarse tanto con la palabra «el fin» como con «El»; a saber, el Hijo del Hombre; o de un modo más amplio, afirmando que «el juicio, el juez, la salvación» (están cerca). En el contexto de Marcos, la expresión «Cuando veáis vosotros que suceden estas cosas» se refiere claramente a los aconteciminetos de los últimos tiempos de los que se acababa de hablar hacía un momento; se refiere a la proximidad del Reinado de Dios que llega a su plenitud en la venida del Hijo del Hombre. Cabe, sin embargo, preguntar si la palabra original de Jesús aludía a los horrores de los últimos tiempos. Pues la higuera verde es, más bien, un signo de la salvación que llega (como lo indica Joel 2, 22). Por eso hay que suponer que Jesús ha referido la parábola a los indicios de la salvación. Así pues, el sentido sería: El tiempo salvífico mesiánico en su plenitud es inminente. Esto expresa la palabra de la llegada próxima del Hijo del Hombre, en cuanto su venida significa salvación.


Mateo ha tomado el símil de Marcos casi al pie de la letra. Lucas nos lo presenta con una nueva introducción: «Fijaos en la higuera o en cualquier árbol» (21, 29). Mediante la inclusión de otros árboles aumentan los signos del fin: cuantos más árboles empiezan a brotar en primavera, con mayor claridad se vislumbra la proximidad del verano. Y Lucas hace la siguiente interpretación: «Pues lo mismo tenéis que saber vosotros... que el Reino de Dios está cerca» (v. 31). Desde la venida de Jesús toda la historia está próxima al Reino de Dios. Precisamente porque ya está presente Jesús que trae la salvación, por eso ha llegado ya también el tiempo salvífico.

4.- Misericordia de Dios con los pecadores Jesús no proclamó sólo de un modo genérico que el tiempo salvífico había llegado ya. También nos dijo, de un modo más preciso, para quién está preparada la salvación: para los pobres y los pecadores. Es sobre todo Lucas el que presenta a Jesús como el salvador de los pecadores. En el tercer Evangelio es donde encontramos las parábolas más bellas que destacan este aspecto; también encontramos algunas en Mateo. Es cierto que, sin ninguna excepción, Jesús no contó estas parábolas a los pobres y pecadores, sino a sus enemigos. Y ellos eran los que se escandalizaban por el hecho de que Jesús dedicara preferentemente su actividad a estos grupos marginados del pueblo. Para justificar su comportamiento ante los que le criticaban, les propuso una serie de historias que muestran cuál es la actitud de Dios para con los pecadores. Eso les permitiría conocer que la propia actitud de Jesús estaba en armonía con la actitud de Dios.

Parábola de los dos hijos diferentes (Mt 21,28-32) La parábola nos la cuenta únicamente Mateo y sólo consiste, en realidad, en una doble pregunta, por lo que puede decirse que no es una auténtica narración. Un padre tenía dos hijos. Les pide a ambos que vayan a la viña y que trabajen allí. El primero le manifiesta a su padre su buena disponibilidad, pero, con todo, no va. El otro reacciona ante el mandato de su padre con un rotundo: «No quiero». Más tarde se arrepiente del desaire que le ha hecho a su padre y va a trabajar a la viña. Este es el momento en el que Jesús dirige a sus oyentes la pregunta: «¿Cuál de los dos cumplió la voluntad del padre?». La respuesta no podía ser más que una: el segundo. Por tanto, la parábola quiere decir: No son las palabras las que deciden, sino los hechos. Lo que importa es hacer la voluntad del Padre. Esto se refuerza con otro dicho de Jesús: «No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el Reino de los Cielos, sino sólo el que pone por obra el designio de mi Padre del cielo» (Mt 7.21). Se contrapone a los dos hijos como representantes de una actitud típica. En el versículo 31 hace Jesús una aplicación de la parábola realmente consternadora: «Os aseguro que los recaudadores y las prostitutas os llevarán la delantera para entrar en el Reino de Dios». Según la opinión de los enemigos de Jesús, los publicanos no tienen posibilidad alguna de liegar a Dios, porque no pueden presentar reparación alguna por sus fraudes. Según Jesús, sin embargo, están más próximos a Dios que los


piadosos de Israel. Es verdad que habían dicho no al mandato de Dios, pero después se arrepintieron e hicieron penitencia (véase Lc 3, 12: también los publícanos o recaudadores se acercan a Juan el Bautista a preguntar qué es lo que tienen que hacer). Y también las prostitutas han obrado de un modo semejante al hijo que dijo no en la parábola: Al principio no han respetado la voluntad de Dios, pero después se han arrepentido y han aceptado a Jesús (véase Lc 7, 44-47). Jesús aceptó en su compañía a ambas categorías de pecadores convertidos, por lo que le reprochan sus adversarios ser «amigos de publicanos y pecadores» (Mt 11, 19). Esta aplicación de la parábola tuvo que chocar a los oyentes. Jesús pretendía conmover a quienes estaban seguros de sí mismos. Les reprocha que se parecen al hijo cuya conducta desaprueban. Todo su empeño por cumplir lo más minuciosamente posible los preceptos de la Ley es rechazado; los pecadores que se convierten a Dios son preferidos a ellos. Originalmente la parábola acababa con el versículo 31. El versículo siguiente nos presenta una aplicación sorprendente a Juan el Bautista: Los fariseos no le han creído, aunque deseaba mostrarles el camino de la justicia; los pecadores y los publícanos, sin embargo, le creyeron. Juan tuvo que constatar la misma experiencia que Jesús: encontró rechazo entre los piadosos y obediencia entre los alejados de Dios. Sin embargo, apenas puede admitirse que esta aplicación sea la primitiva; se compagina mal con la parábola. La parábola nos cuenta ciertamente un cambio en la actitud de los dos hijos, que no se da en los fariseos que acudían a Juan. Además Lucas 7, 29s trae el mismo dicho como palabra independiente de Jesús. Fue, pues, añadido a la parábola de los dos hijos por la conexión de las palabras guía de Mateo (publícanos y prostitutas) o por una tradición anterior. Mientras ésta quiere justificar la Buena Nueva, recibe, por la referencia al Bautista, una aplicación histórico-salvífica, que le es ajena en los comienzos.

Los dos deudores (Lc 7,41-43) Esta parábola forma parte de una narración transmitida sólo por Lucas y que nos habla de cómo una pecadora unge los pie de Jesús. La escena se desarrolla en la casa del fariseo Simón, que ha invitado a comer a Jesús. Puesto que los invitados estaban recostados a la mesa, parece que se trata de un banquete, ya que en las comidas ordinarias solían sentarse en torno a la mesa. La comida estaba pensada como homenaje a Jesús. El anfitrión le tenía por un posible profeta (véase v. 39) y se consideraba como una obra meritoria invitar a comer a los doctores que estaban de paso, especialmente si habían predicado antes en la sinagogoa. Podemos suponer que éste era el caso de Jesús. La prostituta que se presentó en el banquete, sin estar invitada, se había sentido conmovida por su predicación y había alcanzado de El el perdón de los pecados. Llena de un agradecimiento ilimitado entró en ese momento, derramó lágrimas de alegría que cayeron en los pies de Jesús y ella se los secó con sus propios cabellos (un rasgo que la caracteriza, pues parecía vergonzoso que una mujer decente soltase sus cabellos en presencia de los hombres). Pero ni siquiera tuvo bastante con ese gesto: besó los pies de Jesús y los ungió con un perfume precioso. Cuando se dice en el versículo 47 que ha «amado» mucho, se está indicando precisamente este


acto de amor agradecido. En arameo, lengua materna de Jesús, no existe ninguna palabra para expresar el concepto «agradecer»; en su lugar se usa la palabra «bendecir» o también «amar». El anfitrión, testigo de semejante suceso, se escandaliza de Jesús, por permitir que le toque la mujer, ya que el contacto de los pecadores le hace a uno impuro. De donde se sigue claramente que su invitado no es un profeta; de lo contrario, tenía que haber sabido que aquella mujer era una prostituta. Para convencer al fariseo de la falsedad de su razonamiento le cuenta ahora Jesús la parábola de los dos deudores. Con lo cual demuestra, al mismo tiempo, que tiene el conocimiento y la ciencia que le niega el fariseo. Un prestamista tenía dos deudores. Uno de ellos le debía quinientos denarios; el otro, cincuenta (un denario es una moneda romana de plata que poseía el valor del trabajo realizado en un día por un jornalero). Puesto que ambos eran insolventes, les perdona a ambos la deuda; sin duda es un hecho inusual. Jesús pregunta ahora a Simón cuál de los dos amará más (= le estará más agradecido) al prestamista. El interrogado no tiene otra salida que responder: aquel al que se le perdonó más. Jesús le reafirma en la exactitud de su respuesta y aplica después la parábola a lo que ha pasado entre El y la pecadora. De esa manera, desea demostrarle que sólo los hombres que saben lo que es una gran deuda pueden comprender lo que significa el perdón de dicha deuda; sólo ellos manifestarán un agradecimiento y amor a sus bienhechores. Esta explicación contradice aparentemente al versículo 47. El versículo dice: «Por eso te digo: Porque me ha mostrado tanto amor, se le han perdonado sus pecados, que eran muchos». Aquí aparece el amor de la mujer como causa del perdón de sus pecados, mientras que en la parábola de los deudores, el perdón de las deudas es la causa del amor agradecido. Pero el sentido del versículo es ciertamente el siguiente: Dios ha perdonado a la mujer sus muchos pecados; eso se ve por lo agradecida que está; a quien Dios perdona poco, muestra un agradecimiento más pequeño (J. Jeremías). La parábola hay que verla en el transfondo de Jesús queriendo justificarse de haber permitido que le toque una prostituta. Contrapone la gran y pequeña deuda al mayor o menor agradecimiento. Porque la mujer demuestra un mayor agradecimiento está más cerca de Dios que el fariseo, a pesar de haber llevado hasta ese momento una vida pecadora. El amor agradecido que ella demuestra para con Jesús, se lo demuestra realmente a Dios. El versículo final (50) de la narración nos relata la única palabra que Jesús dice a la pecadora: «Tu fe te ha salvado, vete en paz». Así pues, sólo la fe en el mensaje de Jesús ha hecho posible que accediera al perdón de los pecados.

El fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14) Esta parábola que nos la refiere sólo San Lucas según el versículo 9, está dirigida a algunos «que estaban seguros de su propia justicia y despreciaban a los demás». Casi involuntariamente, al oír esto, pensamos en los fariseos cuyo representante aparece en la parábola que propone a continuación. Pero


quizá el evangelista quiere dirigirla también a muchos cristianos que rezan al estilo de los fariseos. Por el lenguaje y el contenido hay que reconocerla como perteneciente a la antigua tradición palestina. Dos habitantes de Jerusalén suben a orar al templo a la hora de oración (3 de la tarde; véase Hech 3, 1). Uno de ellos, que era fariseo, se coloca en un lugar bien visible para todos. Su oración es pura acción de gracias, no contiene una sola súplica. Da gracias a Dios, en primer lugar, por su piedad; después, por sus obras. La piedad se manifiesta en que se mantiene alejado del pecado: no es ningún ladrón (quizá haya que suavizar un poco el sentido de la palabra: no es un picaro); no es mentiroso ni adúltero. No vive tampoco en constante conflicto con la Ley. La observación que él mismo se hace «no como ese publicano de ahí», permite conocer que desprecia a otros hombres. También el recuento de sus obras piadosas hay que comprenderlo como contenido de su oración. Ayuna dos veces por semana, sin duda que de un modo vicario por los pecados del pueblo. A eso hay que añadir una gran y generosa disponibilidad: paga el diez por ciento de todos sus ingresos como donación para fines benéficos, lo que, como el ayuno que practicaba, es bastante más de lo que exigía la misma Ley. El otro se queda en el fondo del templo, no se atreve ni siquiera a levantar los ojos, sino que se golpea en el pecho (con más precisión: en el lugar del corazón que se considera como la sede del pecado), expresión de su profundo arrepentimiento. Su oración es sencillamente una súplica de misericordia, formulada bajo la inspiración del salmo 51, 3: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa». El verso 14 recoge el juicio de Jesús sobre estas dos personas que oran. El publicano vuelve a su casa justificado, es decir, como alguien que ha encontrado la benevolencia de Dios; el fariseo, no. El versículo 14b, que se encuentra también en Lc 14, 11 no pertenece originariamente a este pasaje, aunque no cuadra mal con la parábola: «El que se ensalza, será humillado; el que se humilla, será ensalzado». La forma pasiva es una perífrasis que permite vislumbrar el nombre de Dios; el futuro hay que entenderlo en sentido escatológico; es decir, en el Juicio Final humillará Dios a los orgullosos y ensalzará a los humildes. El fariseo se ha ensalzado a sí mismo en la oración, el publicano se ha anonadado ante Dios, al reconocerse pecador y pedir perdón. Por eso, Dios en el juicio, humillará a uno y al otro le concederá su gracia. El desenlace de la parábola tuvo que producir gran conmoción entre los oyentes. ¿Qué se puede censurar en la oración del fariseo? El sabe que debe a la gracia de Dios ser mejor que los demás. ¿A qué se debe la eficacia de la oración del publicano? Según la concepción antigua, su situación era desesperada. Para conseguir perdón, tenía que dejar su profesión y restituir todo el dinero que había conseguido por la usura; pero ya no es capaz de recordar a quién y en qué medida ha perjudicado. ¿Cómo lograr, pues, la gracia de Dios? Jesús no responde a estas preguntas, sino que quiere decir sencillamente esto: ¡Así de bueno es Dios! Dios se porta, en realidad, tal y como se propone en el salmo 51 cuyo comienzo lia citado el publicano al decir: «El sacrificio


que a Dios le agrada es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado tú, Dios, no lo desprecias» (v. 19). Dios dice «sí» al pecador desesperanzadamente desesperado y dice «no» al fariseo que se autojustifica. Y así sigue actuando —esto tendremos que completarlo— también ahora a través de Jesús, su representante. La parábola pretende, pues, justificar tanto la misericordia de Dios con los pecadores como la actitud de Jesús para con ellos. Y con el versículo introductorio desea el evangelista advertirles a sus lectores que no desprecien dentro de la comunidad a los pecadores que se arrepienten.

La oveja perdida (Lc 15, 4-7; Mt 18, 12-14) En el capítulo 15 de San Lucas se han recogido tres parábolas que tienen una estrecha relación entre sí. Todas hablan de algo perdido: la oveja perdida, la moneda perdida, el hijo perdido (pródigo). Sólo la segunda parábola se encuentra, en forma muy abreviada, también en Mateo; las otras dos son parábolas exclusivas de Lucas. Los versículos introductorios (1-3) proceden del evangelista que, de esa manera, sitúa en un marco determinado parábolas tradicionales que no tenían un contexto fijo. Publicanos y pecadores se acercan a Jesús para escucharle. Los escribas y fariseos, que también están presentes, se indignan, porque Jesús trata con los pecadores. Se llama pecadores, en el uso de la lengua de esta gente, a hombres con un estilo de vida inmoral o con una profesión indigna (por ejemplo, los recaudadores de impuestos o curtidores, porque los primeros eran considerados como poco honrados y los otros vivían en constante conflicto con las prescripciones purificatorias que exigía la Ley). A estos críticos es a los que cuenta ahora Jesús las tres parábolas que ponen de relieve el benévolo esfuerzo de Dios por los perdidos, sin olvidar que se pone el acento en la alegría que proporciona el hallar de nuevo esas realidades o seres perdidos. La parábola de la oveja perdida se inspira en una escena corriente de la vida de los pastores de aquel tiempo. Cuando una oveja se ha separado del rebaño y no da con el camino que la reintegre, se echa en el suelo y ya no es capaz de levantarse para seguir buscando su propio rebaño. Es el pastor el que tiene que buscarla y devolverla al rebaño; cuando la distancia es grande tiene que cargársela sobre los hombros. La alegría por la recuperación del animal es tan grande que convoca a sus vecinos para que también ellos participen de su misma alegría. El versículo 7 trae la aplicación: Dios se alegra más con un solo pecador que se arrepiente que con noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia. Por consiguiente, el punto de comparación es la alegría. Jesús habla de la alegría definitiva de Dios en el perdón. El aspira a la salvación de los que se han perdido. Y porque Dios es tan bueno, también lo es Jesús. De ese modo queda justificado el misterio salvífico. Que el pastor organice una fiesta por la oveja encontrada no es un rasgo sacado de la realidad. Aquí se ha desplazado el contenido objetivo de la parábola a la expresión gráfica. Cuando se habla de alegría «en el cielo», se trata de una perífrasis para designar el nombre de Dios que por reverencia no se pronunciaba en tiempo de Jesús. El texto demuestra también que la


actitud de Jesús respecto a los pecadores no supone una aprobación de sus pecados. Sólo cuando se convierte el pecador, es posible la alegría de Dios. Lo nuevo, sin embargo, es que la conversión no es condición para la aceptación gratuita de Dios. Más bien, es Dios mismo el que opera la conversión. El pastor no espera, ciertamente, hasta que vuelva por sí misma la oveja extraviada; la busca él y la trae de nuevo. Cuando se habla de «los justos», no hay que entenderlo irónicamente; la palabra sólo significa: Quien cumple la voluntad de Dios no tiene necesidad de conversión. En el texto paralelo de Mt 18, 12-14, la parábola se la propone Jesús a sus discípulos (véase v. 1). También el punto de comparación es diferente: Dios quiere que los discípulos de Jesús sigan tan fielmente al hermano extraviado como el pastor a la oveja perdida. Lo que se destaca aquí es, por tanto, la búsqueda; en eso tiene que ser el pastor un modelo y prototipo para los directores y guías de la comunidad.

La moneda perdida (Lc 15, 8-10) La segunda parábola repite el pensamiento anterior, pero desplaza un poco el acento. En lugar de un hombre rico aparece una mujer pobre. La relación de lo perdido no va del uno al ciento, sino del uno al diez. El medio es modesto. La habitación de la mujer está desprovista de ventanas, tal como sucedía con las viviendas de los pobres en Palestina. Para encontrar la dracma perdida tiene que ir buscando por todos los rincones con una lámpara de aceite. La escoba con la que barre la casa hará sonar la moneda en el suelo de piedra. Se insiste, por tanto, de un modo especial en la búsqueda. A pesar de eso, la alegría sigue ocupando el punto central. También aquí existe una gran desproporción entre el acontecimiento normal diario y la publicidad que se le da: la mujer llama a sus amigas y vecinas. En el versículo final no hay contraposición entre los justos y los pecadores como en el versículo 7, sino que se habla de Dios (los ángeles que asisten a Dios sirven de nuevo para expresar, mediante una perífrasis, el nombre de Dios), y de los pecadores. También aquí es la incomprensible misericordia de Dios la que encuentra su máxima alegría en el perdón y es considerada como la mejor justificación del misterio salvífico de Jesús y del Evangelio.

El hijo pródigo (Lc 15, 11-32) La tercera parábola, en comparación con las anteriores, tiene una dimensión considerable: es más larga que todas las demás parábolas de Jesús y se puede añadir que es además la más bella. Profundiza el pensamiento básico de las otras dos, pero presenta nuevos matices. En lugar de designarle con el título tradicional sería más justo darle un nuevo título: «Parábola del padre lleno de amor», pues el motivo fundamental es el amor ilimitado de Dios. Juntamente aparece también el tema de la «conversión». La parábola tiene dos momentos estelares: 1) La recepción del hijo; 2) La actitud del hermano mayor frente al padre. Vista de conjunto es un llamamiento a la misericordia; Jesús nos describe en ella su propia actitud como la revelación del perdón de Dios. Sí Dios mismo acepta al pecador, no tienen los hombres ningún derecho a rechazarlo.


El hijo menor (vv. 12-24) El menor de los dos hijos de un hombre rico, le pide a su padre la parte de la herencia que le corresponde. Según la Ley mosaica (Deut 21, 17), el primogénito tenía derecho al doble que el hermano menor en la repartición de la herencia. No era infrecuente que la repartición se realizara ya en vida del padre; sin embargo, en este caso, conservaba el padre el usufructo de los bienes transferidos hasta la hora de la muerte. En la parábola exige el hermano menor, junto al derecho de posesión, el derecho a disponer libremente de la parte que le corresponde. Es claro que quiere llevar una existencia independiente. Por eso vende la herencia de fincas a él asignada y con el dinero adquirido emigra al extranjero. Allí, llevando una vida disoluta, despilfarra toda su fortuna en breve tiempo. Su culpa no se debe tanto a ese despilfarro cuanto a la infidelidad respecto a los bienes que se le han asignado. Un hambre terrible hunde en la miseria a quien todo lo ha derrochado. Insta entonces, de un modo humillante a uno de los naturales del país, a que le envíe a cuidar cerdos, una profesión abominable para un judío, ya que el constante contacto con los animales, tenidos por impuros, le hace a él mismo impuro y le obliga a renegar prácticamente de su religión. Pero ni incluso como encargado de los cerdos podía satisfacer su hambre, pues nadie le daba ni siquiera la comida de los cerdos. El habría podido sin duda robar su parte de comida a los cerdos. Con la observación: nadie le daba la parte de ese alimento, quiere decir Jesús: Un hombre que se ha apartado de Dios no encuentra compasión alguna junto a otros hombres. Sólo en este caso extremo reconoce este joven su falta. «Recapacita en su interior», es decir, empieza a reflexionar y llega a la sobria convicción de que los trabajadores de menor rango en casa de su padre tienen comida abundante, mientras que él tiene que pasar un hambre terrible. Por eso desea volver a casa. Todavía no existe un verdadero arrepentimiento; sólo piensa, en primer lugar, en la abundancia existente en la casa paterna. Pero la autorreflexión es el comienzo de verdadera conversión. Su reflexión egoísta le lleva al reconocimiento de la magnitud de su pecado que es también lesión de su deber para con Dios, no solamente para con su padre, véase v. 18: «Padre, he ofendido al cielo ( = Dios) y te he ofendido a ti». Se decide a volver a su casa y a presentarse ante su padre, confesando que ha pecado. Es consciente de que ha perdido sus derechos de hijo; pero se siente satisfecho si puede ganar su pan como uno más de los jornaleros. La verdadera historia comienza en el versículo 20; lo anterior era sólo una preparación. A partir de este momento aparece claramente el padre en el punto céntrico de la narración. En su actitud se refleja la misericordia compasiva de Dios para con los pecadores. Cuando el hijo que regresa se encuentra aún lejos de casa, ve venir el padre (quizá salía todos los días a otear el horizonte en la esperanza de que se decidiera a volver). En total contradicción con la dignidad de un oriental rico, echa a correr al encuentro de su hijo, le abraza y le besa; son manifestaciones de un amor delicado que ponen de manifiesto que el padre acepta al hijo pródigo como hijo. En ese momento en que el hijo ha vuelto a casa, es cuando toma la palabra y comienza a recitar el discurso preparado. Pero el padre no le permite seguir hablando y les dice a los criados que traigan a aquel hombre andrajoso el


mejor vestido (una gran distinción en Oriente), que le pongan un anillo en el dedo (que era un símbolo de la transmisión de poder) y le calcen las sandalias en los pies (reconocimiento de que es hombre libre, ya que sólo los esclavos iban descalzos). Por fin, hay que matar un ternero cebado, es decir, organizar una gran fiesta para toda la casa, que tenía su punto culminante en un banquete con música y baile. Así quiere manifestar el padre, con la máxima publicidad, que su hijo recupera plena y totalmente la posición primitiva. El padre expresa el motivo del júbilo en dos imágenes muy expresivas: La recuperación del hijo pródigo es para él como si se hubiese operado una resurrección y como el hallazgo de un tesoro de precio incalculable.

El hijo mayor (vv. 25-32). En realidad, la parábola podía acabar aquí. En el comportamiento del padre se ha puesto de manifiesto la postura de Dios para con los pecadores que se convierten, y de ese modo, se ha evidenciado también el derecho de Jesús a alegrarse, también El, y en la misma medida por la vuelta de los pecadores. Pero la parábola tiene una segunda parte. El hijo mayor, del que no se había hablado hasta ahora, ha estado trabajando en el campo. Al volver por la tarde a casa y reconocer, ya desde fuera por la música, que dentro de casa se está celebrando una fiesta, se informa por uno de los mozos del motivo del festejo. Nada más enterarse se pone furioso. Se niega a tomar parte en el banquete. La indignación del hijo autosuficiente es la cara opuesta de la misericordia del padre. En la imagen del hijo mayor nos pinta Jesús al judío justo, es decir, a los escribas y fariseos, que, según el versículo 2, se indignaban por el trato que Jesús daba a los pecadores. El padre no permite tampoco a su hijo protesten que esté allí sin entrar y adopta la postura que había adoptado con el hijo pródigo. De esa manera, pretende el narrador dar a entender a sus oyentes que Dios también se interesa por los hombres obstinados; también a ellos les brinda la oportunidad de un cambio en su modo de pensar. La invitación sigue siendo válida también en la actualidad; nunca es demasiado tarde. Pero el hijo mayor responde a la invitación del padre con una serie de duros y despiadados reproches. Recuenta todos sus méritos: he trabajado como un siervo más sin desobedecerte nunca lo más mínimo; el padre, por el contrario, ha tomado todo esto como lo más natural y no le ha ofrecido nunca el que se permita un pequeño capricho con sus amigos. Así, exactamente igual, se recuentan en la parábola del fariseo y el publicano en el templo los méritos ante Dios (Lc 18, lis). Que ahora el padre organice una gran fiesta para su descastado hermano menor, es para el hermano mayor un escándalo manifiesto. El le llama «este hijo tuyo»; no quiere tener nada que ver con su hermano menor. Un hombre que, como este hijo modelo, piensa exclusivamente en la categoría «mérito-salario», no tiene, naturalmente, comprensión alguna para el amor misericordioso del padre. Pero el padre no se desorienta por los reproches del hijo mayor. Se dirige a él con esta delicada y cariñosa expresión: «¡Hijo mío!». Para convencerle de la inconsistencia de sus reproches, le recuerda la estancia pacífica y tranquila en la casa paterna y que no se le ha privado lo más mínimo de sus


posesiones ni de su derecho hereditario. «Todo lo mío es tuyo también». Es ésta una afirmación tan llena de bondad que tendría que bastar para conmover incluso a un corazón obstinado. Y repite lo que ha dicho ya en el versículo 24, pero refiriéndolo ahora al hijo mayor: Tú también deberías celebrar esta fiesta y alegrarte, porque el que ha vuelto es tu propio hermano. Así acaba la parábola. No se nos dice más de la reacción del hijo indignado. Es probable que las palabras de su padre le parezcan una verdadera estupidez; él no posee esa alegría y ese amor de su padre. Pero Jesús no dice eso. Lo que El pretende, con la brusca interrupción de la parábola, es dar a entender a sus enemigos que no deberían cerrarse a la llamada del perdón. No rompe la vara sobre ellos, sino que espera que logren superar el escándalo producido por el Evangelio cuando nos habla del amor misericordioso de Dios. Así, su justificación de la Buena Nueva se convierte en reproche y propaganda para conquistar y conmover los corazones de sus detractores. ¿Por qué habla Jesús de Dios en las tres parábolas del capítulo 15 de Lucas, cuando lo que en realidad pretende es justificar su propia conducta para con los pecadores? Por que El actúa como Dios; y piensa también como El. En su propia acción se manifiesta el comportamiento de Dios. Por esa razón, contienen las tres parábolas una cierta cristología oculta que expresa, a su manera, la igualdad de Jesús con Dios, tal como la expone expresamente la cristología posterior cuando da a Jesús nombres sublimes como «Hijo de Dios» entre otros.

El amo bondadoso (Mt 20, 1-15) Esta parábola, más conocida con el nombre de «los trabajadores de la viña» es, para muchos cristianos de hoy, una piedra de escándalo. A fin de comprenderla debidamente tenemos que remontarnos a su sentido originario para poder ver después lo que ha pretendido con ella el evangelista San Mateo, que es el único que la ha contado.

El propietario y sus trabajadores «El Reino de los Cielos se parece a un propietario que salió al amanecer a contratar jornaleros para su viña» (v. 20). La parábola está sacada de la vida de aquel tiempo en el que había gran número de parados en Palestina. El historiador judío Flavio Josefo nos cuenta que después de la terminación del templo en Jerusalén (62-64 d. de C.) se ordenó la construcción de obras públicas de emergencia para dar trabajo a 18.000 parados. En tiempo de la vendimia se necesitaban numerosos trabajadores; por eso sale el propietario al amanecer a contratar jornaleros en paro para que trabajasen en su viña. Se pone en seguida de acuerdo con ellos en el jornal: un denario; era en aquel tiempo un jornal apropiado para una jornada de trabajo que posibilitaba al trabajador adquirir lo necesario para la manutención de su familia durante un día. Salió otra vez a media mañana (a las 9) a la plaza donde siempre era posible encontrar trabajadores en paro; los contrata y promete darles el salario de


costumbre. Sale también al mediodía y a media tarde (3 de la tarde) y contrata de nuevo trabajadores; sí, sale incluso a la hora undécima (las 5 de la tarde, una hora antes de terminar la jornada) en busca de nuevos trabajadores; una señal de que el trabajo apremiaba; la recolección de las uvas tenía que estar terminada antes del comienzo de las lluvias; si no, se pudrían los racimos en la cepa. El propietario pregunta a los que encuentra al final del día en la plaza: «¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?» (v. 6). Su respuesta: «Nadie nos ha contratado», puede responder al hecho de que el número de los parados era realmente elevado. Pero podría ser también sencillamente expresión de una conducta perezosa para pintar en todo su auténtico relieve la indiferencia oriental. El propietario envía también a estas gentes a su viña.

La retribución El Antiguo Testamento prescribía pagar a los jornaleros al atardecer su jornal (Lev 19, 13). Cuando el dueño de la viña indica a su administrador que comience a pagar el jornal comenzando por los trabajadores contratados a última hora, hay que esperar que se propone algo especial. El dueño manda que se les pague también a ellos todo el jornal del día. Es normal que, al ser retribuidos tan espléndidamente, mostrasen, llenos de alegría, el denario recibido a sus compañeros de trabajo. Y eso les hace concebir esperanzas de que recibirán más de lo convenido. Por eso, su desilusión es enorme al comprobar que sólo se les abona la cantidad convenida. Entonces comienzan a murmurar y a reprochar a su amo haber cometido con ellos una doble injusticia: habían trabajado desde la primera hora de la mañana y habían tenido que soportar todo el peso del día, mientras que los contratados al final sólo habían tenido que trabajar una hora; tuvieron que soportar el bochorno del día y los otros habían trabajado sólo un poco y además aliviados por la brisa del atardecer. El propietario les responde, sin embargo, a ellos o a sus portavoces: «Amigo, no te hago ninguna injusticia», yo te doy aquello que te había prometido en el contrato. Ahora bien, mi propósito es dar la misma cantidad a los que han venido a trabajar a última hora. «¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos?, ¿o ves tú con malos ojos que yo sea generoso?» (v. 15). Con esta frase acaba la parábola original de Jesús. No ha añadido, como en la mayoría de las ocasiones, ninguna explicación. Por eso tiene que preguntarse cada uno de los oyentes: ¿Por qué manda el propietario que se reparta el mismo jornal a todos los trabajadores? ¿Por puro capricho? La respuesta sólo puede ser ésta: No, sino por pura misericordia para con los trabajadores de última hora. El sabía que con el jornal de una hora de trabajo no podrían llevar a casa la cantidad suficiente para alimentar a su familia. La parábola no nos presenta, pues, un acto del todo caprichoso, sino la acción de un hombre generoso. Jesús nos quiere decir lo siguiente a través de esa acción: Así obra Dios; es tan generoso que también admite en su Reino, por pura bondad, a publícanos y pecadores. La observación final «porque yo soy generoso» recoge el acento capital de la parábola. Con otras palabras: Dios no destaca el punto de vista del derecho, sino el de la bondad. En contraposición al modo de pensar judío respecto al salario propone Jesús,


a través de esta narración, la nueva doctrina del salario no debido y otorgado como puro regalo. Pero, aun así, no hemos dicho todo. Según los exegetas más recientes, no hay que aplicar a Dios directamente la parábola, sino que hay que referirla a Jesús mismo. Refiriéndose a Dios, trata El de explicar y justificar su propio comportamiento. La bondad del propietario de la viña no tiene únicamente su prototipo en Dios, que habita en el cielo, sino que es Jesús mismo el que la pone ya en práctica en la tierra. Jesús presenta su propia conducta paralelamente a la acción de Dios. La acción de Jesús es el lugar en el que el amor y la bondad de Dios salen al encuentro del hombre. La última frase de la parábola: «¿O ves con malos ojos que yo sea generoso?», deja abierto el horizonte, es decir, posibilita que uno mismo salga al encuentro de la bondad de Dios, aceptándola con un sí. En esta apertura, que también encontramos en otras parábolas (por ejemplo, Lc 15, 32), radica toda su fuerza. Por esa razón, ejercen aún hoy día sobre los lectores una extraña fascinación.

Elementos añadidos (v. 16). «Así es como los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos». Es claro que esta afirmación ha sido añadida a la parábola por el mismo evangelista. La frase se encuentra también en 19, 30, inmediatamente después de la perícopa del propietario generoso. Lo que pretende claramente es ofrecer un ejemplo concreto de la veracidad de esta frase. Porque en el versículo 8 se dice: «Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros», vio el evangelista, expuesto de un modo intuitivo, el vuelco del orden de rango en el juicio. Los últimos se convierten en los primeros, porque es a ellos a los que primero se les paga el jornal. Pero ese matiz pasa totalmente desapercibido en la narración. No se pone especial énfasis en el orden seguido al pagar a los jornaleros; que se le pague a uno un minuto antes o después no tiene realmente excesiva importancia. No se queja nadie tampoco por el hecho de que se haya invertido el orden a la hora de pagar. La frase pretende sólo demostrar la igualdad existente entre los últimos y los primeros. El sentido de esa frase añadida es sin duda: Los discípulos de Jesús se convierten de últimos en primeros; pero también podrían convertirse de primeros en últimos, si no reconocen la bondad de Dios que llama a la salvación también a los pecadores. Quizá tampoco es original de Jesús el breve diálogo mantenido entre el propietario y los últimos trabajadores, sino una ampliación alegorizante. Llama realmente la atención que el propietario, en su última salida, a la hora undécima, encuentre aún gente que se pueda disculpar con las palabras: Nadie nos ha contratado. A través de ese breve diálogo, que no encaja plenamente en el contexto, se pretende alertar a los lectores para que vean en los trabajadores de última hora a los paganos, que hasta entonces estaban abandonados a su suerte, pero que ahora son llamados a la viña de Dios, que es una imagen de la Iglesia. A ellos, por la magnanimidad del Señor, se les hace partícipes del don total de la salvación; se rechaza la protesta de los judíos que habían sido llamados los primeros. Este tipo de


alegorización es plenamente comprensible en Mateo, ya que nos propone abundantes ejemplos en su Evangelio. Más tarde, los Padres de la Iglesia han aplicado los cinco distintos momentos de la contratación de los trabajadores para explicar la Historia de la Salvación: el llamamiento de Adán, Noé, Abrahán, Moisés y, por fin, el último realizado por Cristo. O también se vieron simbolizados en ellos los diversos períodos de la vida humana en los que los hombres acceden a la fe: cuando son niños, jóvenes, mayores, hombres maduros y ancianos. Pero éstas son interpretaciones que no corresponden al sentido primitivo de la parábola. En muchos manuscritos tardíos se encuentra en el versículo 16, además, otro elemento adicional: «Pues muchos son los llamados, pero sólo pocos los elegidos». El dicho se encuentra también en Mt 22, 14. Podría tratarse de un dicho auténtico de Jesús, muy apreciado por El, para estremecer y mover a la conversión a sus oyentes con esas palabras proféticas tan agudamente formuladas. Ciertamente que esta frase no pertenece al texto original de esta narración, sino que fue añadida a la parábola por la Iglesia primitiva, aunque no se acomodaba al texto. Pues, ¿cómo podría ilustrarse la verdad de que el número de los que llegan a la salvación es pequeño? Sí, son los trabajadores de la parábola, llamados en primer lugar, los que tienen que servir como ejemplo de advertencia. Estaban llamados, pero se ven privados de la salvación, porque murmuran, insisten en sus méritos y se rebelan contra la decisión de Dios. La afirmación del propietario: «toma tu dinero y vete» (v. 14), fue claramente comprendida como sentencia condenatoria, es decir, como advertencia para que no perdieran la salvación por la murmuración y la autosuficiencia. Pero esta interpretación choca contra el sentido auténtico de la parábola, pues los llamados en primer lugar reciben también un denario; no quedan, por consiguiente, excluidos de la salvación.

Una falsa interpretación actual de la parábola A los cristianos de hoy les resulta incomprensible la parábola en muchos aspectos. Para su aguda sensibilidad social, el comportamiento caprichoso del propietario arruina todo tipo de moral laboral. Los trabajadores de la primera hora, que quedan peor pagados en relación a los otros y a su trabajo, se cuidarán mucho de soportar en adelante una jornada de doce horas de trabajo para recibir después el mismo jornal que los vagos de última hora. Esta clase de crítica no atiende, en absoluto, al sentido auténtico de la parábola. Es evidente que Jesús no quería proponer en ella el modelo del empresario cristiano. El trabajo en la viña no lo considera Jesús como una posibilidad de mérito, sino como una buena acción del propietario (piénsese en el paro existente en aquel tiempo). Demuestra a los trabajadores la atención paternal del dueño de la viña. Jesús quiere expresar sencillamente la bondad incomprensible de Dios que se reserva para sí el remunerar al hombre con un mayor salario de lo que le correspondería por el trabajo realizado. La certeza de que Dios es generoso la posee sólo aquel que se


siente acogido por su bondad y está agradecido a sus dones gratuitos, sin controlar al prójimo, mirando a ver si ha recibido más gracia de la merecida; y sólo aquel que desea sinceramente la llamada a la salvación.

5.- Verdadera pertenencia al grupo de los discípulos ¿Qué espera Jesús del hombre que ha hallado la misericordia de Dios? ¿Cómo tiene que organizar su vida si es que ha experimentado la gran alegría de vivir en el verdadero momento de la salvación? Tiene que seguir el llamamiento de Jesús, que se manifiesta sobre todo en el amor. Tiene que manifestar a su vez, a otros hombres, la misericordia que él mismo ha experimentado. Jesús habló con frecuencia de este seguimiento y propuso las condiciones que se requerían. También expresó en algunas parábolas las exigencias de ese seguimiento.

La perla y el tesoro escondido en el campo (Mt 13, 44-46) Ambas parábolas, que son propias del evangelista San Mateo, guardan una estrecha relación, pero sin duda fueron propuestas originariamente en ocasiones distintas. El Evangelio de Tomás las recoge en lugares diversificados (76 y 109). La parábola del tesoro escondido en el campo (v. 44) habla de un pobre jornalero que, al arar en un campo ajeno, descubre un tesoro sepultado bajo tierra, como podría ser un recipiente lleno de monedas de oro y plata. En tiempo de guerra era costumbre esconder bajo tierra los haberes más valiosos, porque parecía el procedimiento más seguro para no perderlos. El que halla el tesoro lo esconde de nuevo bajo tierra, con el fin de que permanezca como un elemento integrante del campo y esté seguro en él. Entonces se va él, lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. Es posible incluso que haya desaparecido el dueño del campo. El hombre aquel obra con extrema corrección comprando el campo y haciéndose de esa manera dueño del tesoro. La segunda parábola (v. 45s) habla de un importante comerciante que trata de conseguir perlas finas. Las perlas eran en la antigüedad un artículo muy codiciado. También en narraciones extrabíblicas se aprecia la gran estima en que se tenía a las perlas. Así, según Suetonio, Julio César regaló a la madre de Bruto, que sería después su asesino, una perla estimada en seis millones de sestercios. Cuando el comerciante de la parábola ha descubierto una perla extraordinariamente valiosa, vende todo lo que tiene y se hace con la preciosa pieza. ¿Qué nos quiere decir Jesús con estas dos parábolas? Se ha visto en ellas con frecuencia una invitación a una entrega incondicional, a un acto heroico. No se dice, sin embargo, en la parábola que el comerciante ha hallado la gran perla, sino que ha encontrado una perla extraordinariamente valiosa (así lo expone el Evangelio de Tomás coincidiendo con el uso de la lengua aramea). También el tesoro del que se habla en la primera parábola es algo indeterminado. La expresión más importante del texto es: «en su alegría» (v. 44); la gran alegría por el hallazgo realizado embarga tanto al jornalero como al comerciante (en la parábola de éste no se repite, pero se


sobreentiende y es válida también para él). La alegría les arrastra a ambos, ningún precio les parece excesivo, con tal de llegar a ser dueños de lo que han encontrado. Así pues, lo decisivo no es el sacrificio que se hace, a saber, la necesidad de desprenderse de todo lo que poseen, sino lo que les impulsa a esa decisión: La magnitud del hallazgo les sobrecoge y hace que estén dispuestos a renunciar a todo lo demás sólo para poder conseguir el tesoro encontrado. Así sucede también con el reinado de Dios: El mensaje de que el Reino de Dios ya ha comenzado proporciona una inmensa alegría. Todos los demás bienes del mundo, comparados con ella, pierden su valor. Pero ¿por qué entraña el Reino de Dios una alegría tan grande? ¿Qué comprende Jesús con esa palabra? Mateo dice la mayor parte de las veces «el Reino de los Cielos»; Marcos y Lucas sólo «el Reino de Dios». La expresión griega «basileia» puede expresar tanto el Reinado como el Reino de Dios. «El Reinado de Dios» designa el hecho de que Dios reina como rey. «El Reino de Dios», más frecuente entre nosotros, designa, más bien, el marco de su Remado. Lo que Jesús nos quiere decir, se expresa con mayor claridad con la expresión «Reinado de Dios». Existe ciertamente el peligro de que «el Reinado de Dios» puede hacernos pensar en un gobierno dictatorial de un tirano divino. Pero precisamente las dos parábolas del tesoro y de la perla demuestran que lo que tiene que suceder es todo lo contrario: Se trata de un poder liberador y generador de felicidad. Si se buscan transcripciones de ese concepto, podrían citarse: paz, alegría, dicha, vida, felicidad. Esta felicidad liberadora del hombre constituye el núcleo de la Buena Nueva de Jesús. Subyuga a los oyentes y les regala la gran alegría. El que comprende lo que Dios le ha regalado en su Reino o con su Reinado, da todo lo que tiene, sin dudar, por él, y eso, de pura alegría. Allí donde Dios se convierte en lo más importante de la vida, todo lo demás se convierte en transfondo. El hallazgo sorprendente del Reino de Dios y la alegría consiguiente son las dos realidades que interesan en ambas parábolas.

El buen samaritano (Lc 10, 25-37) Según varios comentaristas, los versículos 25-28 constituyen un texto paralelo a aquel en el que se pregunta cuál es el mayor de los mandamientos tal como lo traen también Mc 12, 28-31 y Mt 22, 35-40. Es claro que Jesús trató, a menudo, el importante doble mandamiento del amor a Dios y el amor al prójimo. Por eso, esta introducción de la parábola pudo muy bien pertenecer a ella desde un principio. Es, en verdad, desacostumbrado que un doctor de la Ley le pregunte a Jesús, que era un profano en teología, acerca del camino que conduce a la vida eterna (= la participación en el Reino de Dios). Pero el hombre está realmente impresionado por la predicación de Jesús sobre el Reino y desearía tener una información más precisa para saber lo que tiene que hacer para alcanzarlo. Jesús hace que sea el docto interlocutor mismo quien responda a su pregunta y éste apunta correctamente a los dos mandamientos que ya estaban propuestos en el Antiguo Testamento, aunque naturalmente no estaban resumidos en un solo pasaje (Deut 6, 5; Lev 19, 18). Jesús confirma a su interlocutor en la exactitud de su respuesta y añade: «Haz eso y tendrás vida».


Es claro que el doctor de la Ley siente que Jesús le pone en evidencia, en cierto modo, al mostrarle esa exigencia que le suena como si le hubiera dicho: Es cierto que conoces el mandamiento, pero en la práctica no te atienes a él. Por eso pretende justificarse de nuevo con una ulterior pregunta que, según Lucas, era una característica básica de los fariseos (véase 16, 15; 18, 9). Desea saber quién es su prójimo. Era esta una cuestión discutida entre los doctores de la Ley. ¿Se aludía únicamente a los ciudadanos de Israel, incluidos los paganos que se habían pasado al judaismo o incluía también a paganos y herejes? Los fariseos se inclinaban a excluir de este amor a los que no eran fariseos; los esenios (una secta judía) exigían incluso que se tenía que odiar a los «hijos de las tinieblas» (= a sus enemigos); una concepción popular excluía de ese amor al enemigo personal. La pregunta del doctor tiene, pues, el sentido siguiente: ¿Hasta dónde se extiende la obligación del amor al prójimo? Para responder a la pregunta propone Jesús una parábola o ejemplo aclarativo. Es muy posible que se haya apoyado en un acontecimiento real. El descenso de Jerusalén a Jericó (27 Km.; 1.000 m. de diferencia de altitud) atravesaba el desierto de Judá, en terreno que ofrecía escondrijos favorables a los salteadores de caminos. El camino era famoso por los asaltos y robos que en él tenían lugar. El viajero de la parábola es víctima de uno de esos asaltos. Seguramente él trata de defenderse, y los ladrones, que son más, le golpean, le hieren y le dejan abandonado y medio muerto. Un sacerdote y un levita pasan de largo junto al herido sin preocuparse para nada de él. Jesús no quiere presentarlos como duros de corazón; probablemente le dieron al hombre por muerto; a un sacerdote le estaba prohibido por la Ley tocar a un muerto (Lev 21, 1). También se puede considerar que el levita va de camino hacia el templo; teniendo en cuenta el servicio que tenía que realizar allí, tampoco le está permitido hacerse impuro rozando un cadáver. Jesús no propone una polémica «anticlerical»; no es imaginable. Lo que hace es elegir dos ejemplos extremos: los servidores de Dios fallan; el odiado samaritano cumple. Este tercero que va de viaje no es, como cabría esperar, un judío cualquiera, sino un samaritano considerado como hereje por los judíos. La relación entre los judíos y los samaritanos era en tiempo de Jesús muy tensa; todos los mestizos de judíos y paganos eran odiados por los judíos. Y precisamente un representante de ese pueblo es presentado por Jesús como ejemplo de verdadero amor al prójimo. Hace por el judío, al que ha encontrado medio muerto en el camino, todo lo que puede hacer: limpia y venda sus heridas, lo lleva en su asno a un albergue, da dinero al dueño de la posada para que le cuide; sí, le dice incluso que está dispuesto a abonar todos los gastos adicionales que se originen por los servicios prestados. Sin conocer el concepto de «amor al prójimo», obra este samaritano tal como esperaba Jesús que obrasen sus discípulos. El cambio de planteamiento de preguntas al final de la parábola es interesante. El escriba ha preguntado a Jesús por el objeto del amor: «¿Quién es mi prójimo al que yo debo amar?» Jesús, en cambio, pregunta por el sujeto del amor: «¿Cuál de estos tres se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?» (v. 36). Con ello, la objeción del jurista queda


desenmascarada como una evasiva. En el mandamiento del amor se trata de manifestarse como prójimo por amor compasivo. A quien afirma que ama a Dios, pero deja de lado o limita el amor al prójimo, la palabra de Jesús lo desenmascara como hipócrita. El escriba pregunta por los límites a su obligación de amar. Con la pregunta contrapuesta de Jesús no sólo saltan hechos añicos las fronteras del pueblo y la religión, sino que, además, queda claro esto: no es el que actúa el que tiene que determinar quién es su prójimo, sino aquel sobre el que se tiene que actuar. Sólo se es prójimo de aquel al que se le ayuda en la necesidad. El tiene que hacer suya la situación de necesidad del otro. Entonces es cuando reconoce que para el mandamiento del amor no existe límite alguno.

¿Parábola o alegoría? En la parábola del buen samaritano no se trata, como en una parábola ordinaria, de la transposición de una imagen a un objeto. Como ejemplo narrativo que es, se manifiesta inmediatamente el objeto mismo. Patentiza narrativamente un comportamiento moral y concluye después: «Ve y haz lo mismo» (v. 37). La historia es, pues, una advertencia para obrar como el samaritano. Y si se propone un «prototipo» negativo, sirve como ejemplo de advertencia (véase Mt 18, 23ss: el siervo inmisericorde). Varios Padres de la Iglesia y muchos predicadores hasta hoy día explican la parábola, con frecuencia, de un modo alegórico, es decir, ven representada en ella toda la Historia de la Salvación. El hombre asaltado por los ladrones es Adán o toda la humanidad, que por el pecado cae bajo el dominio de Satanás. El sacerdote y el levita significan distintas jerarquías de la historia vetero-testamentaria. El samaritano es Jesús; El unta al hombre que está medio muerto con aceite y vino, es decir, le sana mediante los sacramentos y le lleva a la posada que es la Iglesia; se lo deja al cuidado del posadero, a saber, al que tiene cura de almas. Antes de marcharse (Ascensión) da al posadero dos denarios, el Antiguo y el Nuevo Testamento, y promete volver (en la parusía al fin del mundo). Por convincente que pueda parecemos esta explicación, a primera vista, no corresponde, sin embargo, a la intención de la parábola. No pretende proponer un esbozo de la Historia de la Salvación, sino demostrar, con un ejemplo, el comportamiento falso o verdadero para con el prójimo. Desea animar a la imitación del samaritano. Cada uno de los lectores tiene que formularse y responderse a esta pregunta: ¿Para quién debo ser yo prójimo, si quiero vivir siguiendo a Cristo? Hay que pensar también naturalmente que Jesús mismo se ha manifestado a todos los hombres, en grado supremo, como el verdadero samaritano. Por eso, puede El, incluso mejor que el héroe de nuestra parábola, mostrar a sus seguidores cómo tienen que comprender el mandamiento del amor al prójimo.

El siervo inmisericorde (Mt 18, 23-35) El verdadero seguimiento de los discípulos tiene que manifestarse, sobre todo, en la capacidad de perdonar a los hombres. Jesús ha ilustrado este pensamiento con la parábola (mejor: narración de un ejemplo) del siervo inmisericorde, que es una parábola exclusiva de Mateo. Ha puesto también


una introducción (v. 21s) que no armoniza con la parábola: la pregunta de Pedro sobre cuántas veces hay que perdonar a un hermano. El está dispuesto a hacerlo dos o tres veces, tal como se acostumbraba entre los judíos; sí, incluso podría llegar a perdonar hasta siete veces. Sin embargo, Jesús suprime cualquier limitación cuando afirma: «No siete veces, sino setenta veces siete» (v. 22), es decir, siempre, sin límite alguno. La parábola que se propone a continuación tiene que respaldar esa advertencia, mediante un ejemplo, en el sentido propuesto por el evangelista Mateo. Sin embargo, no es ese el sentido original de la narración, puesto que no se habla para nada de un perdón repetido. En la parábola se compara el advenimiento del Reinado de Dios con una cuenta que salda el rey con sus gobernadores de provincia. Así hay que entender el significado de la palabra «siervos». Aparece que uno de los sátrapas había dilapidado o malgastado los impuestos de su provincia y, por tanto, era insolvente. La suma adeudada es monstruosamente grande: 10.000 talentos, que equivalen a 100 millones de denarios. Son cantidades que soprepasan con mucho cualquier referencia real. Jesús propone una suma tan grande para poder poner de relieve, del modo más llamativo posible, el contraste con los 100 denarios (v. 28). Ya aquí se refleja el contenido objetivo de la parábola: El rey es Dios; el deudor, el hombre a quien Dios perdona su deuda. En el mandato del rey que ordenó que vendieran al sátrapa insolvente con toda su familia y sus posesiones se reflejan características paganas. Según la Ley judía, la venta de un hombre sólo estaba permitida en caso de robo, cuando el ladrón no podía restituir lo robado; la venta de su esposa estaba absolutamente prohibida. Si hay que vender hasta a los hijos quiere decirse que tiene que vender todo, hasta lo último. Puede uno preguntarse qué es lo que se podía conseguir con esa venta. El precio de un esclavo oscilaba entonces entre los 500 y los 1.000 denarios, que no tiene relación alguna con la cantidad adeudada. Hay que entender, por tanto, el mandato del rey sólo como expresión de su indignación. La súplica del deudor, hecha de rodillas, para que tuviera paciencia y la promesa de pagarle todo, no puede tampoco, naturalmente, interpretarse en serio; la promesa no se puede cumplir. La reacción del rey ante las súplicas del sátrapa va mucho más allá de lo pedido. Por pura compasión le concede la libertad y le perdona toda la deuda. En una segunda escena, el hombre al que se le ha perdonado la deuda, encuentra a un compañero, es decir, a un subordinado que le debe una cantidad total de 100 denarios. Le agarra del cuello y le aprieta para impedirle que huya y le exige la devolución inmediata del dinero adeudado. Este hace a su acreedor casi la misma súplica que el sátrapa acababa de hacer al rey. Todos esperan que él perdonará también generosamente a su deudor la pequeña suma, del mismo modo que el rey le ha perdonado a él su gigantesca deuda. La súplica para que le concediera un aplazamiento y la promesa de pagarle la deuda merecen ciertamente atención, ya que se trata de una promesa que se puede cumplir realmente. Pero el sátrapa no quiere saber nada de eso. Manda meter en la cárcel a su deudor, porque no puede realizarse una venta por una cantidad tan insignificante, para forzarle a


saldar su deuda mediante el trabajo o hacer que fueran sus parientes los que comprasen su libertad. La indignación de los «compañeros», es decir, de los empleados, por esa conducta, es fácilmente comprensible. Se lo comunican al rey y éste obliga a volver al sátrapa a su presencia. Con una conclusión «de maiore ad minus», pone de manifiesto su dureza de corazón. El rey modifica su veredicto anterior y lo entrega a los torturadores (la tortura era en el Antiguo Oriente, fuera de Israel, un medio ordinario empleado para obligar a una confesión a un administrador infiel y saber así dónde había ocultado el dinero sustraído o para chantajear a los familiares). Esta observación, en la enorme deuda del sátrapa, quiere significar que su castigo no tendrá fin. El versículo 35 es una adaptación procedente del evangelista que, como hemos dicho antes, ve en la parábola una advertencia para lograr una disponibilidad ilimitada al perdón: «Pues lo mismo os tratará mi Padre del cielo si no perdonáis de corazón, cada uno a su hermano». Y no es aquí, en esta frase, donde se recoge el meollo, el sentido más atinado de la narración; más bien, podría sintetizarse en la frase siguiente: el que se niega a hacer partícipes a los demás de la misericordia recibida, sufrirá el juicio y el castigo. Ahora hay que destacar, sin embargo, que en la parábola de Jesús la reflexión y la referencia al juicio no expone el motivo de por qué es necesaria esta actitud misericordiosa para con el prójimo. Más bien, lo que destaca en esta parábola es la salvación de Dios ofrecida y experimentada. El juicio y el castigo aparecen sólo como consecuencia de una actitud deficiente. El que se niega conscientemente a ser misericordioso, a pesar de haber experimentado él mismo la gran misericordia de Dios, tendrá que soportar un juicio riguroso. El regalo de la salvación y el posible rechazo no se sitúa, pues, según lo entiende Jesús, en el mismo plano. La experiencia salvífica tiene en su predicación un puesto más importante y destacado que la amenaza del juicio. En el juicio sólo existe amenaza de condena para los hombres, cuando su comportamiento para con el prójimo es tal que no se corresponde con la actitud de Dios para con ellos.

El Juicio de las naciones (Mt 25, 31-46) Esta sección, que es también exclusiva del evangelista Mateo, no es una parábola auténtica, sino más bien un discurso apocalíptico. Utiliza imágenes de la concepción primitiva judía del mundo, que le sirven para dar un especial colorido al Juicio Final. Sin embargo, no detalla el proceso, sino sólo el veredicto final comunicado por «El Hijo del Hombre (véase v. 31; v. 34; en estos versículos se le llama rey). La narración muestra claramente la extraordinaria importancia que da Jesús al amor que se tiene a los que sufren y a los oprimidos. El juicio que celebra el Hijo del Hombre, rodeado de ángeles y sentado en el trono con todo su esplendor, no abarca únicamente a Israel, sino a todos los pueblos (v. 32). Según la concepción judía, los paganos estaban perdidos; sólo los judíos podían salvarse en el Juicio Final. Frente a esta opinión, Jesús da a entender, ya nada más comenzar la narración, que no es la pertenencia al pueblo judío lo más transcendente, sino algo completamente distinto.


También los paganos y pecadores pueden entrar en el reino definitivo de Dios. El juez separa a los hombres ante su trono en dos grupos como un pastor, al atardecer, separa a las ovejas de las cabras, que han estado pastando juntas durante todo el día y las encierra en distintos corrales. La traducción ecuménica de la Biblia habla de ovejas y machos cabríos; es verdad que puede traducirse así, pero es más exacto hablar de ovejas y cabras. Las ovejas (blancas) eran consideradas como los animales más valiosos; las cabras (negras) necesitaban durante la noche una temperatura más elevada que las ovejas. Por eso, las ovejan simbolizan mejor a los buenos y las cabras, a los malos. La derecha y la izquierda son símbolos de salvación y de condenación. Por eso coloca el juez a su derecha a las ovejas y a las cabras, a su izquierda. El rey invita entonces a los buenos a tomar posesión del Reino que les tiene preparado desde el comienzo del mundo. El motivo del juicio es el siguiente: Le han ayudado en cualquier clase de necesidad que ha experimentado. El juicio provoca una gran conmoción entre los buenos. Ellos no han visto a Jesús nunca hambriento, sediento, sin techo, desnudo, enfermo o prisionero y, por consiguiente, no pueden haberle prestado ayuda. Pero obtienen esta respuesta contundente del juez: Cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos humildes, lo hicisteis conmigo» (v. 40). No hay que entender aquí con la palabra «hermanos» a los discípulos de Jesús, sino a todos los hombres que se encuentran en cualquier tipo de necesidad o apuro. Jesús se identifica, por tanto, con los necesitados de todos los tiempos. Todo amor al prójimo, como tal, es amor a Jesús, amor a Dios. El juicio para los situados a su izquierda reza: «Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles» (v. 41). El juicio se funda en la falta de misericordia y de amor para con El, cuando se vio en necesidad. De nuevo se dirigen a El los condenados objetando que no le han encontrado nunca en semejante situación. Y de nuevo obtienen la misma respuesta: «Cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de esos más humiles, dejasteis de hacerlo conmigo» (v. 45). El sentido de esta «parábola» es, por tanto, éste: Los horizontes sin límites del amor al prójimo, tal como lo exige la parábola del samaritano compasivo, tienen que manifestarse en que los discípulos de Jesús, siguiendo su ejemplo, atiendan y se dediquen precisamente a los pobres y despreciados, a los desamparados y a los pequeños. Pero no sólo los discípulos de Jesús; todos los hombres serán juzgados en el Juicio Final por el amor auténtico y actuante que hayan demostrado o negado a Cristo en la figura de los que sufren. No interesa, pues, únicamente la fe verdadera, la ortodoxia, sino la ortopraxis, la conducta acorde con esa fe. Por eso, pueden salvarse también los paganos debido a su amor actuante para con el prójimo. Jesús considera lo que se ha hecho a los pobres como hecho a Sí mismo, aunque no se haya hecho expresamente por su causa o por amor a El. Esto no sólo afirma la unidad del amor a Dios y al prójimo, sino con mayor precisión, su identidad. Sería no interpretar bien el núcleo de la perícopa si se quisiera deducir de ahí: Lo único que importa es la humanidad; el amor directo a Dios es superfluo. Esta consecuencia deducida especialmente por la teología de la muerte de Dios es falsa; eso lo demuestra la reflexión del Juicio Final. No es


el prójimo, un hombre cualquiera, el que emite el juicio definitivo, sino el Hijo del hombre; el Hijo de Dios, provisto de la plena potestad divina, es el juez (o, como opinan otros intérpretes, el que comunica el juicio que Dios mismo pronuncia). El desea ser amado en sus hermanos; considera las obras de amor que se les han hecho a ellos como hechas a Sí mismo. El amor al prójimo no es, pues, un sucedáneo, una suplantación de la fe en Dios y del amor a Dios; pero sí tiene que actuarse en la disponibilidad a ayudar al prójimo y dar prueba, por tanto, de su verdadera autenticidad. Según el capítulo 25 de San Mateo la condena en el Juicio Final no se debe a los pecados mortales, sino a la omisión de las obras buenas. Que haya elegido Jesús para ilustrar esta verdad a paganos como figuras positivas ejemplares, tiene que servir de acicate a todos los cristianos para no considerar como condenado o perdido a ningún hombre, porque no posee la fe verdadera o porque es pagano.

6.- Esperanza en la hora de Dios Con la venida y la acción de Jesús ha llegado ya la salvación, se ha aproximado el Reino de Dios. Pero el Reinado definitivo de Dios, el Reino en toda su plenitud, no ha aparecido aún. Jesús mismo ha contado ciertamente con la venida inmediata del Reinado definitivo de Dios, sin embargo se ha negado siempre a proponer una fecha concreta para tal acontecimiento. Ha buscado, más bien, fortalecer a sus discípulos en la esperanza para ese momento y advertirles de la necesidad de estar preparados. Esperanza en la llegada de Dios, oración, confianza en su ayuda, son una parte importante de la predicación de Jesús. Podrían mencionarse aquí una serie de parábolas, ya que hemos propuesto más arriba bajo el título «La fuerza del Evangelio». Las que proponemos en este capítulo quieren mostrar lo siguiente: Ninguna duda en la misión de Jesús, ninguna clase de fe pequeña, ninguna impaciencia pueden minar la confianza de que Dios llevará a su plenitud lo que ha comenzado, de que El oye la llamada de los suyos cuando claman a El en medio de sus necesidades.

Parábola del amigo inoportuno (Lc 11, 5-8) Esta breve parábola transmitida sólo por Lucas refleja con exactitud las condiciones de vida de una aldea de Palestina de aquel tiempo. No existían tiendas entonces. Las amas de casa cocían muy de mañana el pan necesario para el consumo familiar del día. Todo el mundo sabía si en casa del vecino había aún existencias de pan por la noche. Por eso se explica que en nuestra parábola vaya un hombre a media noche a donde un amigo a pedirle tres panes (la porción normal para una comida). El se ha quedado sin pan, pero sabe que su vecino tiene aún pan suficiente. Que llegase un huésped bien entrada la noche no era nada raro; en la antigüedad no era desacostumbrado viajar de noche. La hospitalidad era un deber sagrado; la atención a un huésped, una cuestión de honor. En su perplejidad llama, por tanto, el hombre en casa de su vecino y le pide tres panes. La respuesta del vecino que se había dormido y es despertado, resulta bastante dura: «Déjame en paz». Le recuerda que ya está cerrada la puerta;


ya está atrancada con el cerrojo; retirarlos produce ruido y se despertarían los demás miembros de la familia que descansan en la misma habitación. «No puedo levantarme para dártelos» (v. 7), significa tanto como: no quiero. No hay que olvidar que los versículos 5-1, en el texto griego, se formulan de modo interrogativo; la fórmula introductoria «¿Quién de vosotros?» designa siempre en el Nuevo Testamento una pregunta que se suele contestar de modo negativo; algo así como «eso es imposible». En nuestro caso, también Jesús espera esa respuesta: ese rechazo es inconcebible, porque el deber sagrado de la hospitalidad pide que se atienda su petición. En el v. 8 saca Jesús la conclusión de la parábola. «Yo os digo» podría traducirse de un modo más libre: ¿No es verdad? Aunque aquel al que se le pide no atendiese tal petición por amistad, acabaría dándole los panes, al menos, por su insistencia. La palabra griega traducida por «insistencia» podría traducirse también por «insolencia». Podría asimismo designar la actitud de aquel al que se le pide, que obraría insolentemente, en caso de que no atendiera la petición de su amigo. Así acaba la parábola. Jesús deja a cada uno de los oyentes que se la aplique a sí mismo. El evangelista ha propuesto la parábola en un contexto referido a la oración. En el capítulo 11, 1-4 narra que Jesús había enseñado el Padrenuestro a sus discípulos; en los versículos 9-13 llama la atención respecto a la oración confiada. Por tanto, ha entendido la parábola como una invitación a una oración perseverante. Pero no es ése su marco original. Para comprender lo que nos ha querido decir Jesús con la parábola, hay que partir de la forma interrogativa de los versículos 5-7. Así vemos que en el v. 8 no se trata de una llamada del amigo, sino que se explica el motivo por el que obra aquel al que se le ha hecho la petición: si no obra por amistad, sí, al menos, para librarse de la molestia insistente y para no aparecer él mismo como poco complaciente. De esa manera, siguiendo la interpretación de Jesús, no constituyen el núcleo medular de la narración ni el amigo que pide, ni su insistencia, sino el hombre molestado en su sueño. De ese modo, es clara y sencilla la relación a Dios. Si el amigo inoportuno, durante la noche, no duda en atender la petición del vecino, ¿con cuánta mayor razón no va a atender Dios a aquellos que están en un apuro? Dios, es sin duda, su amigo. Ya en el Antiguo Testamento «Abrahán» es llamado amigo de Dios (véase Isaías 41, 8). Como en muchas otras ocasiones aparece una conclusión de «minore ad maius» y no se trata de la insistencia de la súplica, sino de la certeza de ser escuchados. Por eso la parábola podría llevar como título «El amigo al que se le pide ayuda durante la noche» (J. Jeremías).

El niño que pide (Lc 11, 11-13; Mt 7, 9-11) Con una expresión gráfica subraya Lucas el pensamiento de la parábola precedente del amigo inoportuno y es que, en efecto, Dios escucha al que le pide con confianza. Lo mismo que antes, se trata también aquí de una conclusión que va de «minore ad maius». Allí era la amistad de Dios la que permitía deducir la conclusión; aquí es su paternidad. Los versículos 11-12 son, de nuevo, dos preguntas negativas a las que no cabe más que una respuesta: ¡Imposible! Ningún padre puede dar una culebra a un hijo que le pide un pez o, en lugar de un huevo, un escorpión (cuando este animal con


su peligroso aguijón se encoge, puede parecerse desde lejos a un huevo). Todo esto, resumiéndolo de un modo genérico, significa: Ningún padre es capaz de dar una cosa nociva en lugar de una cosa útil y provechosa a un hijo que le pide. Y ahora se deduce expresamente la conclusión: Si los hombres, que son malos, a pesar de su maldad, saben dar a sus hijos cosas buenas, entonces es seguro que Dios dará sólo cosas buenas a los que se lo piden. El texto paralelo de Mateo 7, 9-11 se distingue en algunos matices del texto de Lucas. En lugar de mencionar las palabras huevo y escorpión habla de un pan y una piedra. Esta podría ser, en realidad, la imagen original, ya que un pan redondo y una piedra guardan mayor semejanza que un huevo y un escorpión. Igualmente el versículo 11 del texto de San Mateo podría ser así: «¡Cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que se las piden! »; con lo cual presentaría una forma más primitiva que el de Lucas donde «las cosas buenas» han sido substituidas por el «Espíritu Santo». El cambio de Lucas quiere resaltar que Dios no otorga cualquier clase de bien a sus discípulos, sino lo que más necesitan: el Espíritu Santo, es decir, la gracia divina. También hay una dificultad en la que Jesús, según el texto de Lucas, dice a los discípulos a los que se dirige: «Vosotros, que sois malos». Así suele llamar sólo a los fariseos (véase Mt 12, 34). Esto hace sospechar que la expresión no procede de la enseñanza de los discípulos, sino que fue en su origen una expresión de discusión y enfrentamiento. Entonces se explica también el cambio de la segunda (entre vosotros, v. 11) a la tercera persona (a aquellos que se lo piden, v. 13). Así es ciertamente posible que el texto de Mateo 7, 911, en boca de Jesús, fuera dirigido contra las falsas interpretaciones de sus palabras y hechos (por ejemplo, de la predicación de la Buena Nueva a los despreciados). De ese modo, Jesús diría a esas gentes: Si vosotros que sois malos, dais cosas buenas a vuestros hijos, ¿no iba a dar Dios, que es bueno, los dones del tiempo salvífico a aquellos que se lo piden?

El juez injusto (Lc 18, 1-8) Esta parábola es también exclusiva de Lucas. El evangelista ha elaborado el versículo introductorio (v. 1) del que hablaremos después. Una pobre viuda acudía constantemente a un juez que ni temía a Dios ni le importaban los hombres, y exigía que la hiciera justicia frente al adversario. Se trata de una suma de dinero que un rico poderoso retiene injustamente sin dársela a ella. El juez, al principio, no piensa ayudarla. Finalmente se decide a hacerlo; pero lo hace porque ella no le deja un momento en paz y al final, el juez tiene que temer que dé «por golpearle en la cara». La expresión griega, que sugiere realmente un castigo corporal, hay que entenderla aquí sin duda en sentido figurado. La viuda podría por su constante insistencia «llegar a reventarle». El juez cede, al fin, no porque tema un arrebato de rabia de la mujer, sino porque quiere que no le perturbe su paz. Sólo su infatigable e insistente súplica es capaz de cambiar la intención del juez. Según la observación del evangelista en el versículo 6: «Y el Señor añadió», Jesús explicó a sus oyentes el sentido de la parábola en el versículo 7 y siguientes. Es más probable que haya que atribuir estos dos versículos a Jesús mismo que admitir que sean una ampliación posterior que procedería


de una situación de persecución de la comunidad. El versículo 7, que presenta bastantes dificultades de traducción, suele entenderse las más de las veces de esta manera: ¿No iba a ayudar Dios a los elegidos que en su derecho gritan a El día y noche, o iba, más bien, a dudar? Otros cambian algo las últimas palabras de este modo: «y El tiene paciencia con ellos», o «aunque El ponga a prueba su paciencia» o «sobre los que El derrama su gracia». El sentido de la pregunta, con todo, es claro. Hay también una conclusión «de minore ad maius». Si incluso el juez desconsiderado está dispuesto a ayudar, con mayor razón hará justicia Dios a los oprimidos contra los perseguidores, y, además, sin dilación, sin dudar largo tiempo. Tres contrastes destacan la desigual situación de la viuda de la parábola y la de los elegidos: El juez injusto - Dios justo. La viuda no significa nada para el juez -Dios tiene un vivo interés por los suyos. El juez no hace, al principio, ningún caso a la viuda - Dios tiene siempre abiertos sus oídos para sus elegidos. En la parábola, Jesús pone el acento claramente en la figura del juez, no en la de la viuda. En Lucas 11, 5-8 (la parábola del amigo al que se acude durante la noche) existe un texto semejante. La aplicación de aquella parábola a Dios no presentaba ninguna clase de dificultades; por el contrario, tendría que ser llamativo para los oyentes de Jesús que un juez injusto, sin conciencia, sirviese para simbolizar la disponibilidad salvífica de Dios. Por eso era indispensable una explicación clarificadora de Jesús al final. También el versículo 8b que con frecuencia se considera como un añadido de Lucas, parece que debe interpretarse como una expresión auténtica de Jesús: «Pero cuando venga este Hombre, ¿qué?, ¿va a encontrar (aún) fe en la tierra?». El lenguaje, tal como se ha demostrado hoy día, es anterior a Lucas y propio de Palestina. Se trata de la antigua expresión del Hijo del Hombre. En conexión con la frase precedente significa: No puede haber duda del poder y la bondad de Dios; lo que sí puede, por el contrario, ser motivo de preocupación es la pregunta de si al final de los tiempos, antes de la venida del Hijo del Hombre, existirán creyentes. Pues sin fe no hay tampoco una oración duradera que busque la salvación, que es condición para que Dios pueda oírla. Mediante el versículo 1 ha conseguido el evangelista que la parábola sea válida para comunicarnos enseñanzas sobre la oración: «Para explicarles que tenían que orar siempre y no desanimarse, les propuso esta parábola». Por tanto, según San Lucas es una invitación a una persistente y confiada oración, así como un poco más adelante en la parábola del publicano y el fariseo (18, 9-14) ve una sugerencia a la oración humilde. Sin embargo, en su origen, ninguna de las dos narraciones están pensadas como introducción a la auténtica oración, sino que pretenden demostrar cómo Dios se compadece de los despreciados y de los pobres. No es la viuda la que constituye el punto central de la parábola, sino el juez, y éste es la imagen opuesta de Dios. Dios no se decide después de un largo titubeo y por propia comodidad a prestar ayuda, sino que no puede dejar de escuchar la oración


de los pobres y les hace justicia sin demora. En el contexto de Lucas, la parábola tiene otro sentido, que es naturalmente correcto e importante: la oración perseverante, incluso en una situación desesperada, es una necesidad; hay que seguir orando, aunque aparentemente tengamos la impresión de no ser atendidos. A los evangelistas les interesa, por tanto, destacar la necesidad de la oración incesante, especialmente de cara a los últimos tiempos. Puesto que el evangelista ha prescindido ya de la expectación inminente de la vuelta de Cristo y sólo la vislumbra en una cierta lejanía, quiere advertir a sus lectores que no deben cansarse en las difíciles circunstancias de los últimos tiempos, sino que deben aferrarse a la oración, porque sólo ella puede salvar.

7.- Transcendencia del momento El mensaje de Jesús acerca del Reino de Dios era, sobre todo, anuncio de salvación, la Buena Nueva en el verdadero sentido de la palabra. Pero entre sus parábolas hay un gran número que presentan un carácter sombrío. Son un aviso, sí, incluso un anuncio de desdichas para el pueblo, si no se decide a oír y aceptar la llamada a la conversión. El castigo consiguiente sería la exclusión del Reino de Dios.

Los niños que juegan (Mt 11, 16-19; Lc 7, 31-35) No encontramos esta parábola en el Evangelio de Marcos, pero sí, en cambio, en Mateo y Lucas; procede, por tanto, de la llamada fuente de los discursos (= Q), una antiquísima colección de los dichos de Jesús. La verdadera antigüedad del materiaí se deduce del contenido: se vincula a Jesús con Juan el Bautista, mientras que el tiempo posterior acentúa la subordinación de Juan a Jesús. Jesús recoge en esta parábola un acontecimiento que era frecuente observar en las calles y plazas de Palestina. Los niños juegan unos con otros, pero no pueden ponerse de acuerdo en cuál es el juego a que van a jugar. Los muchachos quieren que sus compañeros bailen al son de la flauta, pero ellos no quieren bailar. Las niñas desean jugar a plañideras que era más propio de mujeres, pero sus compañeras no tienen interés. Como no se acepta ninguna sugerencia, resulta imposible jugar. Jesús compara a sus contemporáneos con los que echan a perder estos juegos infantiles. Tan insoportables y exigentes como aquéllos, no saben hacer otra cosa sino criticar a los últimos mensajeros que Dios les envía. A Juan el Bautista, que era una asceta duro y exigente, lo consideran como un loco o poseso (la expresión de Mateo de «que ni comía ni bebía» la suaviza Lucas diciendo «que ni comía pan ni bebía vino»). Jesús que come y bebe con publícanos y pecadores cuanto le ofrecen, no encaja dentro de sus esquemas; le motejan de comilón y borracho. Es claro que Jesús recoge estas injurias que habían empleado sus enemigos contra El. Rechazan tanto la llamada a la penitencia de Juan el Bautista como la Buena Nueva de Jesús. El punto de comparación entre los niños de la parábola y «los hombres de esa generación» (Lc 7, 31), es decir, los contemporáneos de Jesús, está, pues, en la decisión. Así como los niños no son capaces de decidirse a qué quieren


jugar, así de indecisos son los coetáneos de Jesús en su juicio sobre El y el Bautista. La dureza ascética de uno les parece excesiva; el modo que tiene Jesús de ganar a los hombres para su mensaje, les escandaliza igualmente. Jesús les parece muy poco santo; es más, les parece un glotón y un bebedor. Con estos adjetivos llamativos que pregonan en contra de El, pretenden, quizá, buscar un fundamento para comenzar un proceso judicial contra El; pues según el Deut 21, 18-21, pueden sus padres llevar a los tribunales a un hijo descastado, que es un derrochador y un bebedor, y los tribunales pueden condenarle a muerte. La última frase de Mateo dice: «Pero la sabiduría de Dios ha quedado justificada por sus obras». Esto significa: Dios es justificado por sus obras, signos del momento decisivo que llega (J. Jeremías), o a través de lo que han hecho los dos últimos profetas en nombre de la sabiduría divina (U. Wilckens). La formulación de Lucas 7, 35, «Pero la sabiduría de Dios ha quedado justificada por todos sus hijos», viene a significar: la sabiduría, cuyo portador y portavoz es Jesús, no puede ser juzgada por los intrusos; pero sus hijos, es decir, aquellos que creen en Jesús (W. Grundmann) asienten a ella y, de ese modo, la justifican. Por tanto, aquí se compara a Jesús con una madre a la que comprenden sus hijos.

La higuera estéril (Lc 13, 6-9) El fragmento de Lc 13, 1-9 es una parte de una charla de Jesús a la gente y contiene sugerencias para la conversión. Este fragmento, que es propio de Lucas, consta de dos partes que, ciertamente, es el mismo evangelista quien las ha unido. En el primero de los fragmentos, que proceden de la tradición, se refiere Jesús a dos acontecimientos que ocurrieron precisamente entonces. El procurador romano Poncio Pilato había ordenado sacrificar a peregrinos de Galilea en una ofrenda en el templo, sin que se conozca el verdadero motivo de su acción. Después se había derrumbado la torre de Siloé y había sepultado a dieciocho personas. El destino de estos hombres constituía para sus conciudadanos un difícil sufrimiento, pues, según la creencia antigua de la recompensa, cualquier sufrimiento era castigo de una culpa. Por eso surgía la pregunta de si aquellos desdichados eran, en realidad, tan grandes pecadores como para merecer un castigo tan enorme. Jesús manifiesta en ambos casos que ellos no eran ni mejores ni peores que sus conciudadanos. Y en ambos casos añade la frase siguiente: «Todos vosotros pereceréis también, si no os enmendáis» (v. 3.5). Como pecadores, todos están amenazados por el tribunal, pero la conversión es lo único que les puede permitir escapar del juicio aniquilador. El segundo fragmento de la perícopa es una parábola, cuya interpretación y aplicación deja Jesús a sus oyentes. En el contexto de la explicación anterior no era difícil comprender su significado. El dueño de la viña había plantado también en ella una higuera. Después de tres años no produce fruto (más exactamente, después de seis años, pues según el Lev 19, 23 no se podían comer los higos de una higuera recién plantada, durante los tres primeros años). Es claro que la higuera es estéril. Por eso el propietario manda


arrancarla, porque lo único que va a hacer es privar a las sustancias nutritivas a las viñas próximas a ella. Pero el jardinero pide al dueño ofrecer todavía una última oportunidad al árbol; él cavará la tierra a su alrededor y echará abono, una medida realmente innecesaria, porque una higuera no necesita atención alguna especial. El jardinero intenta, pues, hacer todo lo posible. Si, a pesar de todo, la higuera sigue sin dar fruto, la arrancará. Así es como acaba la parábola. Los oyentes tienen que preguntarse a sí mismos cómo respondió el dueño a la petición del jardinero. Existe una interesante historia que data del siglo V antes de Cristo, en la que un padre compara a su hijo con un árbol estéril que, aun estando junto al agua, no produce fruto alguno, hasta el punto de que su dueño tiene que arrancarlo. Ante esa decisión el hijo pide al padre que lo trasplante y que lo arranque sólo en el caso de que no produzca fruto en el nuevo asentamiento. Pero el padre responde: «Si cuando estabas junto al agua no produjiste ningún fruto, ¿cómo vas a producirlo sólo por cambiarte de lugar?». Jesús podía conocer esa narración popular; El la ha acomodado a su parábola y ha prescindido del final. No se rechaza la petición del jardinero; la parábola queda abierta y representa, de esa manera, una llamada a la conversión. Pero en Jesús es completamente nuevo el jardinero que intercede y suplica. ¿Pretendía así dar una mayor viveza a la narración o se oculta a sí mismo tras esa figura? Es ciertamente muy posible que haya pretendido eso y que sus discípulos lo hayan entendido también así. La gente, por el contrario, apenas podría llegar a entenderlo; le bastaba la intuición del pensamiento fundamental de la parábola que decía: Así como el árbol obtiene, por decirlo de algún modo, una tregua de gracia, de la misma manera otorga Dios una tregua semejante al pueblo judío. Sin duda que la parábola se refiere sólo a los judíos, no, de manera general, a toda la humanidad. Ya los profetas del Antiguo Testamento llamaban a Israel la viña de Dios (véase, p. ej., Is 5, 17); la higuera podría designar a Jerusalén. Que Jesús mismo ofrecía a Israel con su predicación una última oportunidad para la conversión, lo pudieron quizá notar también sus oyentes y establecer así una referencia al jardinero de la parábola. Épocas posteriores han explicado la figura del jardinero alegóricamente refiriéndola a Jesús que, a lo largo de tres años, ha hecho lo posible por convertir a su pueblo y por presentarse como intercesor de los suyos ante Dios. La parábola de la higuera estéril tiene un paralelo objetivo en una acción semejante de Jesús, a saber, la maldición de la higuera estéril (Mc 11, 12-14; Mt 21, 18s) que Lucas deja de lado en su narración, porque ve claramente que tiene un objetivo paralelo al de su parábola y la excluye consiguientemente siguiendo un modo habitual de proceder. Se discute si esta narración se apoya en un acontecimiento histórico o procedía de un dicho de Jesús semejante a lo que se afirma en Lucas en 13, 6-9. En el primer caso, tendríamos una acción simbólica de Jesús semejante a las realizadas también por los profetas del Antiguo Testamento, por ejemplo, esconder un cinturón en el Eufrates (Jer 13, 1-7) o el juego con el adobe (Ez 4, 14). Sería el único milagro de castigo realizado por Jesús y que ya presentó a los antiguos intérpretes considerables dificultades. Pero es plenamente comprensible en el estilo profético de Jesús que haya propuesto


una determinada acción simbólica para evidenciar así el tribunal de castigo para con el incrédulo Israel.

El rico necio (Lc 12, 16-21) Lucas, en el capítulo 12, 13-23, narración exclusiva de él, une dos fragmentos en uno: la breve alusión al hecho de que Jesús se había negado a actuar de mediador en una discusión sobre una herencia entre dos hermanos (v. 13s) y la parábola del rico necio (v. 16-21). El versículo 15 constituye el lazo de unión entre ambos fragmentos: Contiene una advertencia ante la codicia y tiene presente ya la parábola que sigue: «Cuidado: guardaos de toda codicia, que aunque uno ande sobrado, la vida no depende de los bienes». Este pensamiento tiene que servir para ilustrar la parábola que viene a continuación. Un propietario rico espera una cosecha extraordinariamente buena. La cosecha es tan grande que no la puede almacenar en los graneros que posee. Por eso toma la decisión de derribarlos y construir otros mayores que puedan dar cabida a los cereales y al resto de los productos, por ejemplo, la cosecha de vino. En el versículo 19 manifiesta el agricultor su verdadera actitud: Luego podré decirme: «Amigo, tienes muchos bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe y date la buena vida». Se trata, pues, de la seguridad de poder gozar de un bienestar perezoso y placentero. El versículo 20 da a entender que se trata de un ateo práctico pues Dios le dice: « ¡Insensato! ». En el uso corriente del lenguaje del Antiguo Testamento el significado de la palabra «insensato» es equivalente a la de «ateo» (véase Sal 14, 1: «Piensa el necio: No hay Dios»). Estas palabras de Dios al rico no significan una aparición de Dios en una visión, sino que tratan de describir la postura de Dios. El agricultor, en su actitud aparentemente tan prudente, se ha olvidado de Dios y del prójimo, al que hubiera podido ayudar con su propia riqueza. Ya la sabiduría veterotestamentaria dice: «Al que acapara grano lo maldice la gente, al que lo vende le cubren de bendiciones» (Prov 11, 26). Y, sobre todo, el rico no ha pensado en la muerte. «Esta misma noche te van a reclamar la vida» (v. 20); esta frase impersonal es una perífrasis para indicar que Dios le va a pedir cuentas. Entonces pierde todo lo que había acumulado y así manifiesta su enorme estupidez. El versículo final nos da una aplicación práctica de la parábola: «Eso le pasa al que amontona riquezas para sí, pero no es rico para Dios». No todos los exegetas asignan la parábola a Jesús mismo. Sin embargo, hay muchos dichos y parábolas semejantes en las que recuerda Jesús que se debe tener muy presente el juicio inminente (por ejemplo, Lc 12, 35-38.5456). Por eso puede ser que El mismo propusiera ésta: Sólo que El terminó con el versículo 20 y dejó a sus oyentes que examinasen en ella su propia situación; también ellos serían necios si en vista de la amenaza de la catástrofe, acumularan posesiones y bienes. El versículo 21 es, pues, una conclusión del evangelista. Precisamente con este versículo da el evangelista una interpretación distinta a la que la parábola tenía originalmente. Es una estupidez, opina él, que un hombre quiera ser rico sólo en provecho propio, pues estos tesoros terrenos no redundan en provecho propio, al tener que dejarlos a la hora de


la muerte. En lugar de eso, tal como se propone en el versículo 33 del mismo capítulo 12, debe vender sus bienes y dar el producto a los pobres; así se consigue un tesoro en el cielo, tesoro que no disminuye, ya que allí ni lo pueden echar a perder las polillas ni lo pueden robar los ladrones. Considerada a la luz de esta advertencia, la necedad del agricultor rico está en que no se ha preocupado de lo que sucede después de la muerte. Se expresa así un pensamiento que es típico de Lucas. Puesto que la vuelta de Cristo se ha diferido, no piensa el evangelista, en primer término, en el destino de toda la humanidad, sino que pone ante los ojos de cada cristiano su destino personal, que se decide definitivamente en la muerte. Por eso tiene que preocuparse el hombre de poseer un tesoro imperecedero en el cielo, a saber, el Reino de Dios, del que se dice en el versículo 32: «Tranquilizaos, rebaño pequeño, que es decisión de vuestro Padre daros el Reino». Esta afirmación cae en el contexto como si fuera un cuerpo extraño, pero el evangelista la ha añadido aquí para explicar que a cada discípulo de Jesús se le otorgará la participación en el Reino de Dios en el momento de su tránsito a la otra vida. Así se ve que Lucas no entiende la parábola del rico necio como una advertencia ante la catástrofe que se avecina, sino como una sugerencia a cada uno de los cristianos a preocuparse por lo que viene después de la muerte.

El ladrón nocturno (Mt 24, 43s; Lc 12, 39s) La corta parábola del ladrón, que presenta en Mateo y Lucas casi la misma redacción, se basa sin duda en un hecho real, en un robo realizado en una aldea durante la noche. Todo el mundo hablaba de ello y también Jesús utilizó la ocasión para advertir de una desdicha de mucho mayores consecuencias, que El veía que estaba para llegar. Ya en la redacción primitiva fue añadida a la parábola una explicación para los discípulos. El punto de referencia no es la persona del ladrón o la del dueño de la casa, sino el momento desconocido del robo. Si hubiera sido conocido, el dueño lo habría tenido en cuenta y habría frustrado el asalto. Por eso advierte Jesús a sus discípulos: También vosotros debéis estar preparados, pues el Hijo del Hombre viene a la hora en que no le esperáis. Esta preparación es la que interesa a Jesús. En su boca era la parábola claramente un toque de atención para la gente y, al mismo tiempo, un anuncio de la catástrofe inminente del Juicio Final del mundo. Parece que Lucas ha entendido la parábola como una llamada de atención a los jefes y guías de las comunidades cristianas. Porque en el versículo 41, elaborado por él, hace que Pedro le dirija a Jesús la siguiente pregunta: «Señor, ¿has dicho esta parábola por nosotros o por todos en general? Jesús responde a la pregunta con otra parábola, la del administrador que es puesto a prueba por su amo (vv. 42-48). De ese modo es claro también que la parábola del ladrón va dirigida a los guías de la comunidad. Parece raro que se compare al Señor que vuelve con un ladrón. Pero es que no es ese el caso. La imagen del ladrón se utiliza con frecuencia en el Nuevo Testamento, pero no aparece, sin embargo, en la literatura del judaísmo


tardío. Por eso se acoplan también los demás textos en los que se usa la imagen a la parábola de Jesús. Ahora bien, tanto en 1 Tes 5, 2.4 como en 2 Pe 3, 10, el ladrón no es considerado como imagen del Hijo del Hombre, sino como imagen del último día que llega repentinamente: «Vosotros sabéis perfectamente que el día del Señor llegará como un ladrón» (2 Pe 3, 10). Sólo a finales del siglo I se compara en el libro del Apocalipsis a Cristo mismo con un ladrón. Allí dice el Señor, ascendido ya al cielo, al ángel de la iglesia de Sardes: «Si no estás en vela, llegaré como un ladrón» (Apoc 3, 3), y de nuevo en 16, 15: «Mirad, voy a llegar como un ladrón». Pero sólo para los infieles y para los que no hacen penitencia es la parusía un día que hay que temer; los creyentes que le esperan no se verán sorprendidos por El. Hay que admitir, por tanto, que en la parábola de Jesús el asalto nocturno fue originalmente una imagen para la parusía, es decir, para la vuelta de Jesús a juzgar al mundo. La Iglesia primitiva también lo ha entendido así, pero lo ha vuelto a reinterpretar de nuevo acomodándolo a su situación, que se caracteriza por la demora de la parusía. No es, pues, una llamada de atención a la multitud, sino una advertencia a la comunidad y a sus jefes para que permanezcan fieles y vigilantes a pesar de la tardanza de la parusía.

El mayordomo infiel (Mt 24, 45-51; Lc 12, 42-46) También esta parábola, procedente de la fuente de los discursos, ha sido remodelada por la tradición hasta el punto de que resulta difícil descubrir su forma original. Para encontrarla hay que prescindir del contexto en el que se encuentra en Mateo y Marcos y preguntarse qué efecto tuvo que producir en los oyentes. Se trata de un superintendente al que está sometida la servidumbre en ausencia del amo. «Siervos de Dios» era una designación muy frecuente en el Antiguo Testamento que se aplicaba a los profetas y a los jefes de Israel. Los contemporáneos de Jesús consideraban a los escribas como los administradores propuestos por Dios a quienes se habían confiado las llaves de Reino de los Cielos (véase Mt 23, 13; Lc 11, 52). Ellos eran los jefes religiosos, en ellos pensaba la gente cuando hablaba Jesús de un siervo a quien se le confía la vigilancia de algo. Por eso, la parábola es, sin duda, una llamada de atención dirigida a los guías del pueblo, especialmente a los escribas. Jesús pretende con esta parábola llegarles al fondo de su conciencia. Cuando vuelva el Señor inesperadamente, aparecerá claro si el superintendente ha merecido la confianza depositada en él. Si da a sus consiervos la comida necesaria en el momento preciso, le hará el Señor administrador de toda su hacienda. Pero si durante la ausencia del Señor llega a dejarse engañar hasta el punto de aterrorizar a sus consiervos y de entregarse a borracheras con bebedores, entonces le castigará volviendo El repentinamente en el momento menos esperado. Ya en su configuración original estaba concebida la parábola como una advertencia a los jefes del pueblo para que recordasen la auténtica realidad del juicio y para consagrar la tregua de la vida terrena a su servicio fiel.


Es fácilmente comprensible que la Iglesia primitiva haya acomodado la parábola a su propia situación: La reflexión del siervo: «Mi amo tardará en venir» (v. 48) serviría para destacar, interpretando el sentido de Jesús, que era grande la tentación de oprimir a sus consiervos. La Iglesia vio en ella una clara alusión a la demora de la parusía. De esa forma el señor de la parábola se convirtió también en el Hijo del Hombre que había ascendido al cielo y que volverá después, de sorpresa, a la hora del Juicio Final. El siervo representa en este caso a los guías de las comunidades cristianas; la parábola tiene la misión de recordarles que no pueden abusar de su puesto en la comunidad. El castigo que, según Mateo y Lucas, espera al mal siervo, es éste: «El Señor le hará pedazos y lo mandará adonde se manda a los hipócritas (Le: los infieles). Allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt 24, 51). La última frase, que es un circunloquio para designar las penas del infierno, va claramente más allá que el marco de la parábola. La expresión «le hará pedazos» podría ser una traducción inexacta; la palabra aramea utilizada por Jesús tiene el sentido de «dividir, rajar». Entonces lo que dijo Jesús fue lo siguiente: se le asignará a él (su parte), con lo que se quería decir que se le dará una buena paliza. «Dividir en pedazos» no pega ni con la parábola de Jesús ni con la vuelta del Hijo del Hombre. «Hipócrita» pudo haber sido añadido por el evangelista San Mateo; Lucas la ha sustituido por la palabra «malvado» por considerar la anterior inapropiada. Lucas, o la tradición en la que se basa, fue más adelante en la actualización de la parábola. Pone especial énfasis en recalcar la superintendencia de uno de los siervos sobre los demás, ya que en el versículo 12, 42 se le llama administrador (oikonomos). Así se hacía, en la parábola, una referencia clara a los apóstoles. Lo específico de Lucas añade todavía que ellos conocen mejor la voluntad del Señor y han recibido mayor poder que los demás; por eso se les pedirá a ellos, de modo especial, estrecha cuenta, caso de que, por demora de la parusía, se hayan dejado desviar en el abuso de su ministerio (12, 47s). Así, pues, la parábola de la parusía ha sido perenéticamente remodelada para advertir a la clase rectora de la comunidad que no se dejen engañar, a consecuencia de la tardanza de la parusía, abusando de su ministerio y siendo negligentes. Sin embargo, esa remodelación muestra asimismo que la Iglesia primitiva no ha dejado de lado sin más el pensamiento de la vuelta del Señor; recalcó que no se hagan cálculos y que tendría lugar repentinamente; recordaba así a los creyentes la necesidad de la vigilancia y la fidelidad.

El portero (Mc 13, 33-37; Lc 12, 35-38) Marcos y Lucas sólo recogen fragmentariamente esta parábola y en ambos se encuentra re-elaborada; en Mateo (24, 42; 25, 13) sólo ha quedado la aplicación. Como núcleo originario se puede destacar, de los retoques posteriores, lo siguiente:


Un portero recibe del dueño de la casa, que estaba invitado a un banquete nocturno, el encargo de permanecer vigilante para que le abriera a su vuelta nada más llamar. A cualquiera hora de la noche que vuelva, él alabará al portero y le premiará si le encuentra en vela. La parábola es una parábola de juicio, es decir, pretende llamar la atención de la hora inminente de la decisión, del Juicio Final. No contiene la formulación del propio Jesús o sólo de un modo muy oculto. En la redacción de Marcos es original que el mandato de permanecer en vela sólo lo recibe el portero (en Lc 12, 37: todos los empleados). Hay otros dos rasgos más que no son originales, sino que están influidos por parábolas similares. El amo es descrito como un hombre que se va de viaje (Mc 13, 34). Este rasgo procede de Mt 25, 14, pero aquí no pega. El mandato de permanecer en vela sólo tiene sentido, si en todo caso el Señor vuelve esa misma noche, aunque vuelva muy tarde. Entonces no resulta tan extraño que no sólo el portero, sino que todos los empleados permanezcan en vela para recibirlo. Tratándose de un largo viaje del amo es casi inconcebible exigir a todos los empleados estar en vela todas las noches; entonces se verían obligados a dormir durante el día. También es impropio el traspaso de responsabilidad a los empleados. Sólo el portero tiene el encargo de permanecer en vela. Un amo que falta nada más durante una comida, no necesita indicar a sus empleados ninguna tarea específica. En Mateo, como ya se ha indicado, sólo ha quedado una frase de la parábola: «¡Permaneced, por tanto, en vela! , ya que no sabéis en qué día volverá vuestro amo». El amo se ha convertido en «vuestro Señor» (= Cristo); la vela nocturna se ha convertido a su vez en un día. La influencia cristológica es aquí manifiesta a todas luces. El que más ha exagerado la alegorización ha sido Lucas. Según 12, 37 el premio de los empleados que permanezcan en vela consiste en que el amo a su vuelta, se ceñirá, les mandará sentarse a la mesa y les servirá. Este comportamiento es impensable dentro del marco de las relaciones humanas. Pero es cierto, sin embargo, que Jesús en la Ultima Cena lavó los pies a los discípulos como lo haría un esclavo (Jn 13, 4s). No se puede averiguar con certeza quiénes eran los destinatarios de la parábola en su forma primitiva. Si, como parece lo más probable, la parábola iba dirigida a los escribas, lo que pretendía Jesús, entonces, era advertirles que no se durmieran en el momento decisivo. Cuando se aplica la parábola a Cristo, los siervos simbolizan a los apóstoles, de los que desea Jesús que en el momento de la parusía estén en vela. En Marcos 13, 27 se amplía una vez más la advertencia a la vigilancia y se dirige a todos aquellos que se llaman a sí mismos discípulos de Cristo: «Lo que os digo a vosotros, se lo digo a todos: ¡Estad en vela! ».


El dinero confiado en custodia (Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27)

La redacción primitiva Mateo y Lucas recogen la parábola del dinero confiado en custodia en redacciones que coinciden ampliamente una con otra en cuanto al contenido, pero que presentan tan gran diferencia en los matices concretos que antiguamente se pensó con frecuencia que Jesús había contado dos parábolas diferentes. Según el estado actual de la investigación hay que decir, sin embargo, que, en el fondo, es la misma historia la base de ambas redacciones, pero que se transmitió desde muy pronto en dos redacciones diferentes. Cada uno de los evangelistas se basó en una tradición distinta y ambos la reelaboraron de nuevo. Si se prescinde de todos los datos adicionales posteriores, obtenemos el siguiente núcleo narrativo: Un rico comerciante, que quiere irse al extranjero, llama a sus encargados y les entrega una determinada cantidad de dinero para que la hagan fructificar; a su vuelta les pide cuentas del uso que han hecho del dinero que les ha confiado. Dos de los empleados han negociado bien con el dinero y su amo los alaba y los premia. Un tercer empleado, no obstante, que lo único que ha hecho ha sido guardar el dinero de su amo y devolvérselo tal como se lo entregó, es reprendido por su conducta. La narración es una parábola, una historia dramática, que llega a su punto culminante en el comportamiento del tercer empleado. Al oír hablar de estos empleados los oyentes de Jesús pensaron, sin duda, en sus guías religiosos, especialmente en los escribas, a los que reprochaba Jesús, según Lucas 11, 52, que se habían despreocupado de hacer partícipes a sus prójimos del don de Dios a ellos confiado, la palabra de Dios en la Escritura. A los hombres a los que se les otorga el don del Reinado de Dios es a los que hay que advertir que no impidan la fuerza y el dinamismo de dichos dones.

Las dos tradiciones Mateo y Lucas han conservado los rasgos fundamentales de esta narración de Jesús: el viaje del amo al extranjero, la entrega de dinero a los empleados, la vuelta del amo y la liquidación de cuentas con ellos. En todo lo demás divergen ambas redacciones. Mateo presenta sólo tres empleados. Uno de ellos recibe cinco talentos, el otro tres y el tercero, uno. Lucas habla de diez empleados, todos los cuales reciben una mina. El salario que se les entrega a los buenos empleados es el mismo para Mateo: Poder sobre mucho, entrada a la fiesta de su señor. Según Lucas, el primer empleado, que con su mina ha conseguido otras diez, recibe poder sobre diez ciudades; el segundo, que ha ganado cinco, consigue poder sobre cinco ciudades. Según Mateo, el tercer empleado entierra el talento que se le ha confiado (en aquel tiempo la tierra era un lugar muy seguro para guardarlo); según Lucas, lo guarda en un pañuelo, lo cual era, más bien, un signo de insensatez más que de preocupación. ¿Cuáles de estas divergencias pueden considerarse como más fieles a la narración? Probablemente la menor cantidad de dinero confiada que nos propone Lucas; la inclusión de sólo tres empleados que nos indica Mateo


(también Lucas, al rendir cuentas menciona sólo tres, aunque habla de diez empleados); el enterrar el dinero bajo tierra según nos sugiere San Mateo.

El episodio del aspirante al trono Lo que más distingue la redacción de Lucas de la de Mateo es que Lucas ha unido a la parábola original (que existía ya en la tradición anterior a Lucas) una segunda narración: Un hombre de origen noble va al extranjero con el fin de obtener el reino de su país. Puesto que le odian sus conciudadanos, intentan por medio de una embajada impedir su nombramiento como rey. Sin embargo, consigue obtener el reinado; después de la vuelta a su propio país se venga de sus enemigos. En esta historia se trata, sin duda, de una alusión a Arquelao, el hijo del rey Herodes el Grande, que después de la muerte de su padre (4 a. C.) fue nombrado por César Augusto etnarca (título de un rey independiente) de Judea, Samaría e Idumea. En el año 6 después de Cristo fue acusado en Roma a causa de su crueldad por una embajada judeo-palestina. El emperador le mandó llamar a Roma y le destituyó. Lo que no logró el hijo de Herodes, personaje histórico, lo logra el pretendiente al trono de la parábola de Lucas. El vuelve como rey y puede vengarse de sus enemigos. Lucas habla, por eso, de que hay que rendir cuenta dos veces ante el amo que vuelve como rey: la que hace con el empleado negligente (vv. 22-24) y la que hace con los enemigos. Dos eran los motivos que nos han llevado a la unión de las narraciones. La semejanza de la estructura (el viejo del amo y la liquidación de cuentas a su vuelta). La fe en la marcha de Jesús a un Reino del que volverá y se manifestará como soberano. Así, es el pueblo judío el que está insinuado en los enemigos del pretendiente, en la medida en que le rechaza. La tradición, que ha unido con la parábola de Jesús el episodio del pretendiente al trono, quería, de ese modo, mantener con toda claridad lo siguiente: Jesús de Nazaret, el Mesías rechazado por sus enemigos judíos, volverá como rey mesiánico para el Juicio. Los siervos del Señor hay que entenderlos, entonces, alegóricamente como los discípulos de Jesús, es decir, los cristianos; a ellos se les han confiado los dones de los que tendrán que dar cuenta explicando qué uso han hecho de ellos. El vendrá como Rey después de que, una vez ascendido al cielo, haya recibido de Dios el Reinado.

La redacción de Mateo Ya en la tradición anterior a Mateo se interpretó alegóricamente la parábola original de Jesús y se la aplicaron a la comunidad cristiana. A todos los miembros de la comunidad se les ha confiado un bien muy grande, el estado cristiano con sus múltiples dones. Por esa razón los talentos sustituyeron a las minas de la parábola original. Con ellos deben negociar los creyentes, es decir, doblar su valor para cuando vuelva el amo. El momento de rendir cuentas será a la hora del juicio en la parusía del Hijo del Hombre. Se premia la fidelidad de los buenos siervos; el siervo negligente, que ha enterrado su talento, pierde su derecho a la elección.


Mateo, que antepone a la parábola la advertencia: «Estad en vela, que no sabéis el día ni la hora» (v. 13), ha ampliado incluso el tema del juicio. El tema de la ausencia del amo significa el tiempo intermedio entre la resurrección y la vuelta, en el que los cristianos tienen que demostrar lo que son. Si se manifiestan como «servidores fieles y diligentes» serán invitados al festín de su Señor (imagen de la gloria eterna). Si se demuestra, por el contrario, que fueron «servidores malos y perezosos» serán arrojados a las tinieblas exteriores (imagen de la condenación eterna), donde será el llanto y el rechinar de dientes.

La redacción de Lucas La fusión de la parábola primitiva con el episodio del pretendiente al trono, ha llevado ya a la tradición anterior a Lucas a una transformación de su expresión gráfica. El señor de la alta nobleza no sólo tiene, conforme a su estado, tres siervos, sino diez y les confía a cada uno de ellos una mina. Por eso el rey dice en la alabanza que hace al servidor bueno: «Como has sido fiel en una minucia» (v. 17). Como premio por su trabajo productivo con el dinero del amo, los dos buenos empleados reciben dominio sobre diez o cinco ciudades respectivamente en el Reino de su señor. El castigo del empleado negligente se funda en unos motivos más fuertes: Ha obrado a la ligera, ya que ha guardado su mina en un pañuelo; se dejó guiar por el temor, pero la convicción de la exigencia de su amo debía haber movido con mayor razón a actuar con mucho más interés y preocupación. De este modo, la tradición anterior a Lucas quiere decir a los lectores: El juicio no encuentra, mejor, no debe encontrar impreparados a los cristianos. Acentúa, pues, la advertencia moral. Lucas deja conocer sus intereses en la parábola mediante la introducción que presenta: «Porque estaba cerca de Jerusalén pensaba la gente, que oía hablar de estas cosas, que el Reino de Dios iba a aparecer de un momento a otro» (v. 11). Por la proximidad espacial a Jerusalén deducen los oyentes de Jesús la aparición inmediata del Reinado de Dios. Para disipar ese malentendido les propone Jesús la parábola de las minas. Así es como pretende dar a entender Lucas: Antes de que llegue el Reinado de Dios me ausentaré yo (clara alusión a la Ascensión, que, a su vez, está apuntando a la vuelta, véase Hech 1, 9-11). Lucas equipara, por tanto, al señor noble que consigue la dignidad regia y vuelve después, con el Hijo del Hombre que ha ascendido al cielo y que volverá para el Juicio Final. Sin embargo, esto supone, sin duda, un desconocimiento del pensamiento primitivo. Jesús no quiere ciertamente compararse con un hombre que exige lo que no ha entregado y que cosecha lo que no ha sembrado (v. 21), como tampoco con un tirano que manda degollar ante sus ojos a sus enemigos (véase v. 27). Por tanto, Lucas, lo mismo que Mateo, ha entendido la parábola, que en su origen era de juicio, como parábola de parusía, al proponer como tema central un pensamiento accidental y secundario. El evangelista quiere demostrar también que una próxima esperanza de la vuelta no tiene cabida aquí: Por eso manda al pretendiente al trono que comunique a los empleados: «Negociad (con las minas confiadas), mientras


vuelvo» (v. 13). El viaje a un «país lejano» (v. 12) presupone también una larga ausencia. No tiene cabida ni se trata, por tanto, de una ilusa esperanza próxima de la parusía, sino de un afanoso trabajo con los bienes confiados por Dios (véase v. 17). Las dos reelaboraciones de la parábola de Jesús realizadas por Mateo y Lucas son un ejemplo más de cómo la Iglesia primitiva acomodó las parábolas de Jesús a su circunstancia concreta. De una advertencia de Jesús a sus contemporáneos para que no ignoren la transcendencia e importancia del momento, surgió un aviso a la comunidad cristiana para que se vuelva negligente y descuidada en su servicio, a pesar de la tardanza de la vuelta de su Señor.

8.- La última tregua de gracia Ya al final de la parábola de la higuera estéril (véase más arriba) apunta Jesús que la tregua para la conversión, aunque se haya prolongado una vez más, tendrá un fin irrevocable en algún momento. Jesús puso ante los ojos de sus oyentes en muchas otras parábolas la misma verdad: que se les concede la última tregua; si la dejan pasar inútilmente, se les cerrará el paso al Reino de los Cielos para siempre.

Las vírgenes necias y las vírgenes prudentes (Mt 25, 1-13) Respecto a la parábola de las diez vírgenes se ha discutido mucho entre los investigadores hasta el día de hoy, especialmente en lo referente a su origen. ¿Se trata de una auténtica parábola de Jesús? ¿O se formó después de Pascua y se puso en boca de Jesús? ¿O fue una parábola original de Jesús ampliada y completada por la Iglesia primitiva con rasgos alegóricos? Todas estas posibilidades se siguen admitiendo hoy día. Para responder a la pregunta anterior, es necesario, en primer lugar, echar una mirada a las costumbres antiguas que se observaban en las bodas. No se halla en los documentos de aquellos tiempos ninguna descripción completa de la celebración de una boda; sólo se mencionan rasgos aislados. Sin embargo, hay que decir que las costumbres actuales de Palestina siguen siendo hoy en día, en muchos casos, como las presupone la parábola de las vírgenes. Entre los judíos, la promesa tenía el valor de matrimonio auténtico, aunque la esposa seguía permaneciendo durante un año más o menos en casa de sus padres. A pesar de todas las divergencias regionales, existía no obstante un rasgo esencial: la procesión nocturna del novio con lámparas a su casa paterna. Allí tenía lugar el banquete de bodas en el que no participaba la pareja de novios. Sólo, al anochecer, era conducida la novia, entre un cortejo de antorchas, a casa de su novio. El prometido se encontraba aún fuera de casa en compañía de sus amigos. Cuando se anunciaba su llegada, dejaba el cortejo sola a la prometida y se dirigía con sus antorchas al encuentro del prometido. Con frecuencia se demoraba su aparición, porque él no se había podido poner de acuerdo con los parientes de su esposa sobre los regalos que tenía que hacer. Finalmente las doncellas conducían al novio y a sus amigos a su casa paterna para reunirse con su prometida.


La parábola original Como se puede comprobar fácilmente, aparecen también todas estas costumbres en la parábola de Mateo, pero con algunos rasgos ampliados. El Reino de Dios no es comparado en la parábola con las vírgenes, sino con una fiesta de bodas. No tiene ningún significado especial que las vírgenes sean diez; el número 10, lo mismo que el número 5, es un número redondo. Las lámparas de las que se habla en la parábola no hay que imaginarlas como pequeñas lámparas de arcilla (habrían iluminado muy poco durante la noche), sino como antorchas, que en la parte de arriba llevaban trapos enrollados, empapados en aceite. La parábola no describe todo el desarrollo de la ceremonia de las bodas, sino que recoge sólo un momento un tanto marginal. No se habla para nada de la prometida; y el prometido sólo tiene una participación activa al final. Puesto que tarda en llegar, se duermen las vírgenes hasta que las despierta la voz de un mensajero: ¡Que llega el novio, salid a recibirlo! Se despiertan todas rápidamente y preparan su antorchas. Las prudentes habían pensado en la posible demora y, por eso, habían traído aceite de repuesto en vasijas propias; las necias, en cambio, eran tan miopes que no habían previsto tal posibilidad; por eso, no habían traído aceite consigo. Ese es el motivo de pedirles a sus compañeras prudentes que les den parte de su aceite para lograr que no se apaguen sus lámparas. Pero éstas les dicen que vayan a la aldea a comprar aceite en las tiendas (según la costumbre oriental no había una hora fija para el cierre de las tiendas, sino que permanecían abiertas hasta muy entrada la noche). Precisamente en el mismo momento en que las vírgenes se habían ido aparece el esposo. Las muchachas prudentes salen con lámparas encendidas a su encuentro en un tramo reducido y le acompañan a la sala de bodas. «Y se cerró la puerta» (v. 10): Este dato de la narración parece muy improbable. En unas bodas orientales la puerta permanece abierta durante toda la noche, porque los huéspedes entran y salen constantemente. Cuando más tarde vienen las doncellas necias y piden que les abran les responde el novio claramente: «Os aseguro que no sé quiénes sois» (v. 12), lo cual equivale a decir: Yo no quiero tener nada que ver con vosotras. También esta respuesta va en contra de todas las costumbres de las bodas; ningún novio trata así a sus invitados. Ya la palabra introductoria «amén» demuestra que el que está hablando en este caso es el Hijo del Hombre que vendrá en la parusía. Prescindiendo de dos detalles, puede explicarse toda la parábola partiendo de las costumbres de las bodas de entonces. Nos encontramos, por consiguiente, con una parábola de juicio igual a muchas otras que propuso Jesús. Tan inesperadamente como el novio, llega el momento de la separación. El aceite designa la conversión; al que no se arrepiente se le niega la entrada al Reino de Dios.

La explicación alegórica Es seguro que el versículo 13 no pertenece a la parábola primitiva de Jesús. Es un añadido parenético semejante al que se solía añadir fácilmente a las parábolas: La advertencia: «estad en vela, pues no sabéis el día ni la hora» tiene su lugar apropiado en la parábola del portero (Mc 13, 35s); en este


lugar no encaja, puesto que todas las vírgenes, incluso las prudentes, se han dormido; no se reprende que se hayan dormido, sino que las necias no tengan aceite. Por tanto, no aparece referencia alguna a la parusía en la parábola original; sobre todo, la alegoría del novio = el Mesías, que era completamente desconocida para el Antiguo Testamento y para el judaismo tardío, la encontramos por primera vez en San Pablo (2. Cor 11, 2). En oposición a la interpretación no alegórica, propuesta por J. Jeremías, se ha objetado que entonces el elemento esencial de la parábola sería el contrario al que se aduce en la parábola del siervo vigilante (Mt 24, 45-51). En la parábola de las vírgenes, las prudentes se han preparado para una larga espera antes de la llegada del novio, mientras que las necias cuentan con una llegada inmediata y, por esa razón, no traen aceite consigo. La prudencia del siervo vigilante consiste, por el contrario, en que cuenta con la venida inmediata de su amo (G. Bornkamm). Pero deducir de ahí que toda la parábola sea una creación de la comunidad primitiva que pretendía explicar, de ese modo, la tardanza de la parusía, es demasiado. Basta suponer que ella (o el evangelista), mediante la inclusión de rasgos alegóricos de una parábola originalmente de juicio, ha elaborado una alegoría de la vuelta del Cristo celeste. Parece que no se puede dudar de que Mateo haya entendido así la parábola. Ya la palabra conectiva «entonces» remite a 24, 44.50 donde se habla expresamente de la parusía. También en la observación «como el novio tardaba» (v. 5), ve él claramente una alusión al aplazamiento de la vuelta, aunque esta observación, como se ha dicho antes, se puede explicar por las costumbres normales de una boda de aquel tiempo. La repentina llegada del novio significa, según Mateo, la venida inesperada de la parusía. El grito de media noche «¡Que llega el novio»!, simboliza la llamada del ángel del juicio; las duras palabras de rechazo a las vírgenes necias apuntan a la condenación en el Juicio Final. El «Sitz im Leben», es decir, el marco apropiado de esta alegorización posterior es, manifiestamente, la situación de una comunidad para la cual la tardanza de la parusía se convirtió en un auténtico problema. Para ayudar a los creyentes a superar esas crisis, reinterpretó el evangelista la parábola. Jesús mismo, quiere decir, contó con esta tardanza. Por eso es conveniente estar en vela, pues la parusía llegará de un modo inesperado y repentino. En este contexto se comprende también la inclusión del v. 13. En la interpretación alegórica de esta parábola podría haber jugado un papel importante un dicho de Jesús; en Lucas 13, 25 se usa la imagen de una puerta cerrada: «Una vez que el dueño de la casa se levante (de la mesa) y cierre la puerta, os quedaréis (vosotros los judíos) fuera y llamaréis a la puerta diciendo: ¡Señor, ábrenos! Pero él os replicará: No sé quiénes sois». El detalle irreal de nuestra parábola de que se cierra la puerta de la sala de bodas (v. 10), la súplica idéntica: «Señor, ábrenos» (v. 12), son datos que hacen aparecer como muy probable que las palabras de Lc 13, 25 hayan influido en la parábola de las vírgenes. En la reelaboración alegórica de la parábola, su autor no ha tenido ningún inconveniente en no hablar para nada de la novia. La ha visto simbolizada ciertamente en las diez vírgenes, que es lo que le interesaba sin duda, ya


que también la comunidad está compuesta no sólo de cristianos prudentes, sino también de necios. Los creyentes que esperan con una preparación esmerada la parusía, pueden participar en el banquete celestial; los que no están preparados se verán excluidos de él. De ese modo, la parábola explicada alegóricamente, contiene elementos de amenaza y de promesa al mismo tiempo. También aquí, aunque la reprobación constituye el triste desenlace, se pone un mayor énfasis, con todo, en la promesa de la feliz participación en la boda de Cristo con su Iglesia.

El gran banquete (Mt 22, 1-10; Lc 14, 15-24) Existe una triple redacción de la parábola del gran banquete: nos la cuentan Mateo, Lucas y el llamado Evangelio de Tomás. Las redacciones de Mateo y Lucas se diferencian bastante una de otra; sin embargo, la que nos ofrece el Evangelio de Tomás se parece mucho a la narración de Lucas. Podría ser la más similar a la parábola original.

La forma primitiva La parábola del Evangelio de Tomás presenta este texto en el número 64: «Dijo Jesús: Un hombre tenía dos invitados. Y una vez que hubo preparado el banquete, envió a su empleado a que invitase a sus convidados. Fue donde el primero; éste le dijo: Mi amo te invita. Pero él respondió: tengo que arreglar unas cuentas con unos comerciantes que van a venir a mi casa esta noche. Iré adonde ellos y les propondré algunos encargos. Pido disculpas por no asistir al banquete.—Fue a casa de otro y le dijo: Mi amo te invita: Pero él contestó: He comprado una casa y voy a estar ocupado ese día. No voy a tener tiempo.—Se dirigió a otro distinto y le dijo: Mi amo te invita. Pero él replicó: se va a casar un amigo mío y voy a dar un banquete. No voy a poder ir. Pido disculpas por no poder asistir al banquete.—Fue adonde otro más y le dijo: Mi amo te invita. Pero éste le respondió: He comprado una finca; voy a recoger los intereses del arrendamiento. No voy a poder asistir. El empleado se fue. Dijo a su amo: Aquellos a los que has invitado al banquete piden disculpas. El amo dijo a su empleado: Sal a la calle y trae a todo el que encuentres para que entre al banquete. Los compradores y comerciantes no entrarán al hogar de mi Padre». Si se compara esta redacción con la de Lucas se ve en seguida que, en sus rasgos fundamentales, sigue la estructura del texto de dicho evangelista. Pero también existen diferencias: No sólo son tres, sino cuatro los invitados que rechazan la invitación. Como en Mateo no se cursa más que una sola vez la invitación; según Lucas se les invita dos veces. No puede pensarse que esta duplicación se deba a la parábola original, aunque ya la proponga Lucas. Lo que pretendía demostrar esta segunda invitación era hacer ver que el dueño había hecho todo lo posible para que no quedase ni un solo puesto vacío en su mesa. Pero el evangelista Lucas ha visto algo más detrás de esa doble invitación. Piensa en la primera invitación adicional, hecha a los hombres que residen dentro de la ciudad; piensa en los publícanos y pecadores de Israel. En la invitación a los que residen fuera de la ciudad, piensa en los paganos. Esta interpretación es una consecuencia del estado


de misión de la Iglesia; la Iglesia vio en la parábola un mandato misional de Jesús. Así pues, se puede reconocer mejor el sentido original de la parábola partiendo de la redacción de Lucas y del Evangelio de Tomás que partiendo de la redacción de Mateo. La primera redacción demuestra mediante el ejemplo de los invitados en primer lugar, cómo por algo que parece que se puede diferir, es posible perder lo único necesario, de tal modo que, mientras los invitados en primer término se interesan por sus preferencias, los desconocidos ocupan su puesto. El cambio de lugar de los primeros por los últimos tiene que resaltar la actuación de la libertad divina y el orden del Reino de Dios que se deriva de ella. De esa manera, se nos hace también una advertencia para que aceptemos la invitación a entrar en el Reino de Dios. Este es también el sentido de una exclamación que lanza un comensal del banquete de Jesús según Lc 14, 15: « ¡Dichoso el que coma en el banquete del Reino de Dios! ». Esta exclamación induce a pensar que fue Jesús el que propuso esta parábola. La parábola está dirigida, en primer término, a los enemigos de Jesús; frente a ellos quería justificar El su Buena Nueva. Ellos tenían que reconocerse a sí mismos como los primeros invitados que despreciaron por motivos insignificantes la invitación y, de esa manera, pierden por ligereza su salvación. La llamada de Dios no resuena en el desierto, aunque la rechacen los invitados en primer lugar. Los publicanos y pecadores ocupan su lugar y, según añade la Iglesia primitiva, también los paganos.

La redacción de Lucas Examinemos ahora si, y en qué sentido y medida, se ha modificado, con elementos añadidos por Lucas, el sentido de la parábola original. Aquí el anfitrión es un hombre que sólo tiene un empleado; los invitados son gente distinguida. El hecho de que el empleado sea enviado de nuevo, a la hora de comer, a los invitados con la súplica apremiante: « ¡Venid, todo está preparado! » (v. 17), es un gesto de exquisita cortesía. Pero todos empezaron a excusarse, el uno por un campo, el otro por una compra de ganado, el tercero porque se ha casado hace muy poco y no quiere dejar sola a su esposa (a los banquetes eran invitados los hombres). El amo se pone furioso al oír a su empleado el rechazo de los invitados y le da orden de salir nuevamente a las plazas y calles de la ciudad a buscar a los pobres, cojos, lisiados y ciegos, es decir, a los mendigos. Esta invitación no se debe a sensibilidad social o a motivos religiosos, sino a pura indignación. La invitación es aceptada inmediatamente sin que se haga tan siquiera mención de ello. Puesto que aún sigue habiendo sitio en la mesa, el anfitrión manda salir de nuevo a su empleado, esta vez por los caminos y senderos fuera de la ciudad, a invitar a los que no tienen techo. Ha recibido la orden de que «les insista», incluso, para que vengan, es decir, si se resisten por mucho tiempo por su cortesía oriental a aceptar su invitación, que les coja de la mano con un suave imperio y les lleve a casa; la casa tiene que llenarse de invitados. No resulta claro si el versículo 24 es aún palabra del anfitrión o el juicio definitivo de Jesús mismo. En el Evangelio de Tomás, la última frase hay que entenderla como palabra de Jesús («los compradores y comerciantes no entrarán en el


hogar de mi Padre»). Del mismo modo ha visto Lucas en la frase una advertencia de Jesús y así, en todo el contexto de la parábola, una alegoría del banquete mesiánico. Pero incluso entendido como expresión del padre de familia, el versículo 24 sobrepasa el marco de la narración y mira al banquete del tiempo salvífico. Pues si no, la amenaza de no ser admitidos no significaría nada para los primeros invitados. Por tanto, la redacción de la parábola de Lucas es ciertamente una ampliación, pero no una falsificación de su verdadera intención. También, según ella, parece no hallarse a gusto el anfitrión con una mesa medio vacía. Si junto a los pobres de la ciudad (los publícanos y pecadores) se les invita también a los que carecen de hogar y a los vagabundos, es que la Iglesia primitiva quiere presentar la misión con los paganos como algo que responde a la voluntad de Jesús, con lo que la idea fundamental de la parábola queda garantizada y únicamente se la amplía en la misma. Aunque la narración en la redacción de Lucas manifiesta también ciertos rasgos irreales, no por eso hay que valorarla como pura alegoría. La investigación más reciente ha hallado una historia aramea en la que posiblemente se haya apoyado Jesús. En esta historia, un publicano que se ha hecho rico, invita a un banquete a distinguidos consejeros para, de ese modo, encontrar un reconocimiento que supone igualdad de derechos. Sin embargo, los invitados, como si se hubieran puesto de acuerdo, rechazan la invitación por motivos inconsistentes. Lleno de indignación por ello, manda que salgan en busca de mendigos para demostrar a los que le han despreciado que no depende de ellos y que no ha preparado inútilmente su banquete. No está excluido que Jesús haya conocido y tomado esta narración para ilustrar con ella la indignación y la bondad de Dios. Tampoco se ha avergonzado El, en la parábola del administrador mentiroso y del juez injusto, de explicar el comportamiento de Dios basándose en acciones poco edificantes de ciertos hombres. Entonces resulta más categórica y enérgica la frase final, que va claramente dirigida a sus contrarios: «Ninguno de los invitados probará mi banquete». San Agustín entendió las palabras «Forzad a la gente a entrar» (Lc 14, 23), no únicamente como una invitación apremiante, sino en el sentido de hacerles una auténtica violencia y de ahí ha deducido la justificación de la Iglesia para «convertir», mediante medios coactivos a los herejes a fin de que entren en la Iglesia y así consigan la salvación. Se trata, sin duda, de una falsa interpretación del texto, que ha acarreado en el decurso de la historia de la Iglesia nefastas consecuencias (¡procesos contra las brujas, la Inquisición!) y que no ha dejado brotar hasta los tiempos más recientes el reconocimiento de la libertad de conciencia en la Iglesia católica. El Concilio Vaticano II se ha distanciado de semejante interpretación.

La boda regia (Mt 22, 1-10) La alegorización de la parábola de Jesús que ya aparece en Lucas, es más clara aún en Mateo. En Mateo, el anfitrión no es un hombre cualquiera de bien, sino que es un rey que prepara la boda de su hijo. Manda invitar dos veces a los convidados en primer lugar y, además, a través de distintos


empleados. Esta frase refleja bien la reacción a la primera invitación: «Pero ellos no quisieron venir» (v. 3). Los invitados no alegan para su negativa ningún motivo, ni siquiera se disculpan. La segunda invitación es más apremiante: «Tengo preparado el banquete, he matado los terneros y todo está a punto. Venid a la boda» (v. 4). La reacción es negativa de nuevo; los unos no se preocupan por la invitación y se van a sus negocios, los otros maltratan y matan, incluso, a los empleados. Entonces el rey manda a su ejército para que acaben con los asesinos y reduzcan a cenizas la ciudad. Es ahora cuando manda que se invite a otros y, ya a la primera, la sala de la boda se llena de invitados; de invitados «buenos y malos». Aquí hay que coger con pinzas la alegorización. Se interpreta cada uno de los detalles. El rey es Dios; su hijo, Jesús; la boda es imagen de la acción salvífica de Dios para con la comunidad. Los primeros invitados son los judíos, que la primera vez son invitados por los profetas y después por los apóstoles. Pero los judíos maltratan y matan a los invitados. La destrucción de su ciudad alude con toda claridad a la destrucción de Jerusalén en el año 70 después de Cristo. Se ha introducido el contenido objetivo en el elemento gráfico, de un modo perturbador y deformante. El banquete, que sólo se sirve después de la expedición bélica, apenas podría conservar sabor alguno. Los invitados ahora son paganos. Así es cómo ha leído la Iglesia primitiva en la redacción de Mateo toda la historia salvífica. La parábola sencilla de Jesús se ha transformado, de ese modo, en una alegoría histórico-teológica. Y todo este esbozo de la historia salvífica pretende fundamentar la misión de la Iglesia primitiva entre los paganos. La salvación ha pasado a los paganos porque no la ha querido el pueblo de Israel.

El vestido de bodas ÍMt 22, 11-14) Los cuatro últimos versículos que constituyen la parte final de la parábola son exclusivos de Mateo. El organizador regio del banquete entra en la sala para saludar a los invitados. Repara en uno que no lleva el vestido de boda. A la pregunta del rey: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de fiesta?» (v. 12), el invitado no sabe qué responder. Entonces ordena el rey a los invitados atarle de pies y manos y arrojarle fuera, a las tinieblas. La pregunta surge involuntariamente: ¿Poiqué tienen que llevar los pobres, recogidos en la calle, un vestido de fiesta? No se dice que se les haya provisto de un vestido de fiesta al entrar a la sala. Por lo tanto, el rey no puede castigar con la exclusión del banquete a un hombre que no tenga ese vestido. Hay que admitir, por tanto, que se trata de una parábola propia, que no tiene nada que ver con la anterior, pero que el evangelista la ha unido con ella. Posiblemente es el versículo 2 el comienzo de la segunda parábola; así es cómo se explica fácilmente que en Mateo se hable de un hombre rico, que en Lucas se ha transformado en un rey. ¿Por qué ha unido Mateo las dos parábolas? Pretendía evidentemente evitar de ese modo un malentendido de la primera. La invitación indiscriminada de buenos y malos podría hacer pensar al lector que no interesa, en absoluto, la actitud del hombre para conseguir o no su propia salvación. Jesús no tenía que temer una falsa interpretación de su narración, ya que El se la


proponía a sus adversarios. Sin embargo, la falsa comprensión tenía que surgir casi inevitablemente en el momento en que se explicaba la parábola a la comunidad. Para disipar una falsa seguridad de la salvación, unió Mateo la segunda parábola a la primera. Lo cual significa: Sólo el que se convierte y se hace digno de la invitación de Dios puede salir justificado por El. Los demás sufren el mismo destino que los invitados en primer lugar. Las «tinieblas exteriores» es una imagen indicativa de la lejanía eterna de Dios; los alaridos y el crujir de dientes describen la ira ineficaz, impotente, del excluido de la salvación. Por tanto, también aquí ha aplicado la Iglesia primitiva, una vez más, una parábola a su situación concreta y la ha ampliado a partir de sus propias experiencias misioneras. Si preguntamos cuál es el significado más exacto del vestido de fiesta, parece claro que Jesús pensó en el texto del profeta Isaías en el que el Siervo de Dios dice: «Porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona» (Is 61, 10). El vestido de fiesta significa, pues, la salvación, la justicia concedida por Dios. También en la parábola del hijo pródigo el vestido de fiesta que el padre manda poner a su hijo que ha vuelto (Lc 15, 22) es símbolo del perdón y de la restitución de todos los derechos propios de un hijo. También Juan habla con frecuencia en el Apocalipsis de un vestido blanco que Dios regalará a los hombres (3, 4s.l8; 19, 8) como símbolo de pertenencia a la comunidad de los salvados definitivamente. En la interpretación alegórica de Mateo este vestido significa, sin duda, el bautismo, por el cual hombre se convierte en miembro de la Iglesia. Pero, ¿tiene asegurada de ese modo la salvación? No, responde el evangelista. En la comunidad terrena viven juntamente buenos y malos (véase v. 10). Sobre la pertenencia definitiva al Reino de Dios decide únicamente el Juicio Final simbolizado por la aparición del rey en la sala del banquete. Quien no posee el vestido de fiesta de la gracia por su propio descuido y negligencia, será definitivamente excluido. Mateo rechaza un cristianismo basado exclusivamente en el bautismo como el camino absolutamente seguro de salvación. Los cristianos han sido llamados, pero no han sido aún elegidos. Esto es lo que quiere decir el versículo 14, que es, con seguridad, un elemento adicional posterior y no se acomoda al relato primitivo. Este versículo parece afirmar que son pocos los hombres que alcanzan la salvación eterna, mientras en la parábola vemos que toda la sala está llena de invitados y sólo uno es expulsado de ella. Se trata aquí de palabras auténticas de Jesús, pero que no dan información alguna sobre el número de los que se salvan, sino que pretenden producir una conmoción interior y llevar a la conversión. Es una palabra profética que pretende conmover a los oyentes y arrancarles de su indiferencia. Visto así, concuerda, en alguna medida, con la parábola que es sin duda una amenaza profética a los jefes de Israel. Pero hay que decir igualmente que tampoco tiene aquí su lugar apropiado.

Los malos viñadores (Mt 21, 33-46; Mc 12, 1-12; Lc 20, 9-19) La parábola de los viñadores nos ha llegado en una cuádruple tradición: la han recogido los tres Sinópticos y además el Evangelio de Tomás. Si las comparamos, vemos que la redacción de Lucas y la del Evangelio de Tomás


son muy parecidas, mientras que Marcos y, sobre todo, Mateo han ampliado considerablemente la parábola. En primer lugar, vamos a transcribir el texto de Tomás al pie de la letra y después lo compararemos con el de Lucas.

La redacción más antigua El Evangelio de Tomás (n. 65). «Dijo él: Un hombre bueno poseía una viña. Se la entregó a unos agricultores para que la cultivasen y le dieran a él parte de sus frutos. Envió a su empleado para que los agricultores le diesen el fruto de la viña. Ellos cogieron a su empleado y lo golpearon hasta dejarle casi medio muerto. Volvió el empleado y se lo dijo a su amo. Su amo dijo: ¿Quizá (no le han) reconocido? Envió otro empleado. Los agricultores le golpearon. Entonces envió el señor a su hijo y dijo: ¡quizá lo respeten por ser mi hijo! Los agricultores que sabían que el hijo era el heredero de la viña, lo cogieron y lo golpearon. El que tenga oídos que oiga». Como puede apreciarse, el desarrollo de la acción es muy sencillo; falta todo tipo de alusión bíblica e histórico-salvífica. La narración acaba con la muerte del hijo, al que sólo se le añade el toque de atención: «El que tenga oídos para oír que oiga». El relato refleja bien el ambiente y circunstancias antiguas. Cuando se las conoce, no resulta nada improbable que se le añadiese una adaptación alegórica posterior. El transfondo lo constituye la actitud revolucionaria de los agricultores galileos contra los terratenientes foráneos. Gran parte de Galilea pertenecía entonces a unos pocos señores de fuerza que con frecuencia residían en el extranjero: (véase Mc 12, 1 donde se dice expresamente del dueño de la viña: «Partió a un país extranjero»). Sólo porque el dueño vive lejos, se atreven los arrendatarios a tratar a sus emisarios tal como lo describe la parábola. Arrojan con insultos e improperios a los emisarios que ha enciado el amo para recoger el producto de la viña; sí, incluso los golpean y al primero tan fuerte que estuvieron a punto de causarle la muerte. Por eso el amo se ve obligado a pensar en enviar una persona frente a la que los agricultores no se atrevan a arriesgarse a algo semejante. También su aparentemente estúpida reflexión de poder hacerse dueños de la viña matando al heredero, no es tan descabellada. En determinadas condiciones, una herencia se consideraba como una posesión carente de dueño y de la que podía apropiarse cualquiera; el que antes tomase posesión era el que tenía el privilegio sobre ella. La aparición del hijo hace sospechar a los arrendatarios que el dueño podía haber muerto; si ahora eliminan al hijo, la viña se quedaría sin dueño y se podrían hacer con ella. El desarrollo de la narración exige una gradación para demostrar la ilimitada maldad de los arrendatarios. Por eso era necesario que el tercer emisario del dueño fuera asesinado. Como se ve, en la redacción de Tomás falta cualquiera alusión a Jesús y su destino. A pesar de todo, la alusión se descubre al equiparar al hijo con el narrador. Jesús expone en la parábola la historia de su misión. La parábola no es, pues, una creación posterior a la Pascua, sino que la propuso Jesús en un momento en el que el asesinato del hijo mencionado en ella parecía ya como una amenaza inminente para El. Es un llamamiento a sus contemporáneos para que no lleguen tan lejos como llegaron los viñadores.


En este sombrío transfondo quiere destacar Jesús el amor ilimitado del Padre. Sin embargo, la parábola es también una conjura de sus enemigos en el último momento: Guardaos de colmar la medida y de eliminar al último emisario de Dios y mucho menos mediante una acción violenta. Si comparamos ahora la redacción del Evangelio de Tomás con la de Lucas, apenas si encontramos en la primera una ampliación alegórica, fuera de la conclusión. No obstante, los tres Sinópticos añaden una conversación de Jesús con sus oyentes, en la que se ven alusiones al salmo 118, 22s. En el Evangelio de Tomás falta esa conclusión; sin embargo, se encuentra inmediatamente después, pero sin conexión con la parábola de los viñadores. El texto del Evangelio de Tomás puesto en boca de Jesús y que lleva el número 66 es el siguiente: «Instruidme sobre la piedra que desecharon los constructores y que se ha convertido ahora en la piedra angular», cita del salmo 118, 22 que aducen también los Sinópticos. ¿Es casualidad que Tomás añadiera estas palabras inmediatamente después de la parábola de los viñadores y diese ocasión a que los Sinópticos incluyeran en la parábola la disputa de la interpretación de estas palabras del salmo? ¿O hay que admitir, por el contrario, que Tomás acortó la redacción de Lucas, pero quiso conservar las palabras de la piedra angular y, por eso, las añade a la parábola separándolas de ella? Los exegetas se inclinan, más bien, a esta segunda intención, porque también en otros pasajes Tomás tiende a abreviar a Lucas. Lucas coincide con Marcos (en contraposición a Tomás) en cuanto que él habla del envío de tres emisarios: el primero es golpeado y despedido con las manos vacías; el segundo es, además, escarnecido y el tercero golpeado hasta el derramamiento de sangre y arrojado fuera. Existe también, pues, una cierta gradación, pero sin interpretación alegórica ninguna. Lucas ha abreviado aquí los datos de Marcos y los ha purificado de todo matiz alegórico. La misma actitud de sobriedad hace que abrevie también, en la introducción, una cita bíblica, reduciéndola al mínimo; Marcos y Mateo la transcriben mucho más explícitamente, pero Lucas la reduce a la mera observación siguiente: «Un hombre plantó una viña». Apenas puede afirmarse que aquí se haga alusión al salmo 5, 2 de Isaías. Se evitaba así que toda la parábola se entendiese como una alegoría.

La redacción de Marcos Siguiendo a R. Pesch, habría que decir que el evangelista ha hallado la parábola en la historia de la Pasión anterior a Marcos y la ha recogido sin cambio alguno. Si esto es cierto, entonces ya el mismo Jesús habría pretendido una comprensión alegórica; en ese casco, sería una imagen del destino de los profetas como precursores de los últimos mensajeros de Dios. Según otros exegetas, que atribuyen la parábola a Jesús, la introducción sería secundaria, es decir, habría sido añadida posteriormente. Habría en ella una interpretación libre del «Canto a la viña» (Is 5, 1-7) cuyo comienzo es como sigue: «Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña. Mi amigo tenía una viña en un fértil collado. La entrecavó, la descantó y plantó buenas cepas; construyó en medio una atalaya y cavó un lagar». En el desarrollo ulterior de este canto se dice que el dueño esperaba uvas


dulces, pero que sólo dio agrazones. Por eso toma la decisión de no cuidarla más para que se convierta en terreno desierto. En el versículo 7 se dice además: «Sí, la viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel y los hombres de Judá sus sarmientos». El profeta explica ya, por tanto, la viña alegóricamente refiriéndola al pueblo de Israel. Tampoco el dueño de la viña en la parábola escatima gasto alguno para proveerla de todos los elementos necesarios. La arrienda a unos agricultores y se marcha después al extranjero para vivir allí conforme a su rango. Cuando llega el momento de cosechar por primera vez los frutos, es decir, después de cinco años, ya que una viña recién plantada sólo comienza a dar frutos después de ese período de tiempo, envía un empleado a los viñadores para que recoja la parte convenida del producto. La frase: «Para percibir de los viñadores un tanto de la cosecha de uva» (v. 2) suena extrañamente indeterminada; la frase indica que entre los frutos hay que entender la obediencia del pueblo elegido. Sin embargo, este detalle no va más allá del marco de la narración, como tampoco la reacción de los arrendatarios; pudo haber sucedido, a veces, que ellos intentasen desentenderse de sus obligaciones mediante una acción violenta. Hacerlo dos y tres veces tampoco cae dentro de lo improbable. Existe una razón en la que apoyarse, cuando en el versículo 5 se dice: «Lo mismo les sucedió a muchos otros; a unos les apalearon y a otros los mataron». Esto es una alusión inequívoca a la historia de Israel en la que con frecuencia se cuenta de los profetas que fueron maltratados e incluso asesinados. Con estas palabras claves refiere la tradición el destino de los profetas. Hay, pues, una clara referencia a la situación de los oyentes: el peligro de una apostasía definitiva de Israel alejándose de Dios. Con la inclusión de un tercer empleado, que es incluso asesinado, intenta conseguir el narrador una gradación, que, sin embargo, es poco atinada, porque de ese modo se anticipa el destino del hijo y se debilita la fuerza de la narración. También aquí existen, sin duda, rasgos secundarios, que sólo más tarde fueron recogidos en la narración original. Sin embargo, la paciencia del dueño de la viña parece no tener límites. «Todavía le quedaba uno, su hijo querido y se lo envió el último» (v. 6). «Querido» significa aquí algo así como «único». Según pensaba su padre, éste, como heredero, era el que estaba en mejores condiciones de hacer valer las exigencias del dueño, mejor que los empleados que había enviado antes. De nuevo encontramos aquí una clara referencia a la historia de la salvación: Después de enviar inútilmente a los profetas, Dios envía ahora al último gran mensajero, que es presentado intencionadamente como plenipotenciario. Los labradores comprenden la transcendencia de la situación crítica, pero, con todo, deducen de ella una conclusión opuesta a la del padre: «Venga, lo matamos» (v. 7). Es una cita tomada al pie de la letra del Gen 37, 20 cuando los hermanos de José conversan entre sí, de ese modo, al verle venir enviado por su padre: Los oyentes cristianos entendieron esta alusión al José de la historia de los Patriarcas sin duda de un modo tipológico, es decir, vieron en él un prototipo del destino de Jesús. También él fue condenado a muerte por sus hermanos; pero como la supuesta muerte de José fue causa de salvación para la tribu entera, así la muerte real de Jesús es causa de salvación para el mundo. A través de esta referencia a


Gen 37 Jesús quería significar únicamente la perversa intención de los viñadores. Su plan asesino podría tener una perspectiva del éxito esperado, la apropiación de la viña. Respecto a la realidad pretendida, se trata de una enfermiza supervaloración de sí mismos; Dios no puede dejar impune una acción tan perversa. Los labradores ejecutan realmente su plan: Cogen al hijo, lo matan y lo arrojan fuera de la viña, lo cual es claramente un signo de especial perversidad, ya que incluso niegan la sepultura al asesinado. La pregunta del narrador a sus oyentes: «¿Qué hará el dueño de la viña»?, invita a estimar y valorar en su justa medida el comportamiento de los arrendatarios y las consecuencias de su acción. El mismo responde a la pregunta: «Vendrá, es decir, irá, matará a los viñadores y dará la viña a otros». «Venir» es una expresión estereotipada para designar la aparición de Dios en el juicio. En lugar de traducir por «matar» habría que usar la palabra «aniquilar»; la palabra indica la actividad del juez cuando impone un castigo. Cabe dentro del marco de la parábola que se confíe la viña a otros arrendatarios. Es posible que la Iglesia primitiva se haya visto a sí misma al oír estas palabras; no se puede demostrar, aunque parece probable, que Jesús mismo se refiera a sus discípulos. Por lo tanto, la parábola según la redacción de Marcos es también una amenaza de juicio, una advertencia a sus oyentes para que no rechazasen a Jesús, el último mensajero de Dios. El se entiende a sí mismo como el profeta definitivo y como «el heredero», es decir, como el portador de la elección y la promesa. Desea advertir en la parábola, una última vez, a sus enemigos y les propone ante los ojos el juicio inminente, si ellos le maltratan y emplean la violencia. También ellos sufrirán el mismo destino que los arrendatarios de la parábola. El versículo 12 refiere la reacción de los oyentes al discurso profético de Jesús: le hubieran echado mano con gusto, pero no se atrevieron, porque era muy apreciado y querido de la gente. De todas formas, es claro que comprendieron que la parábola iba por ellos.

Una añadidura de la comunidad primitiva Aunque, como hace R. Pesch, se atribuya la parábola al mismo Jesús, hay que pensar, sin embargo, que los versículos 10 s. son un elemento adicional de la comunidad primitiva. La comunidad había vivido el Viernes Santo y la Pascua y echaba de menos en ella una referencia a la resurrección de su Señor. Por eso pone en su boca una pregunta: ¿Es que no habéis leído este texto?: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es la piedra que ha puesto el Señor: ¡Qué maravilla para nosotros! ». El lugar citado aquí está tomado del salmo 118, 22s, un texto que comprendió la Iglesia primitiva como una prueba de la Escritura sobre la resurrección de Jesús. Según una interpretación judía del salmo, hay que entender por arquitectos, por constructores de Jerusalén, a los miembros del Gran Consejo; por tanto, precisamente, aquella gente que decide la ejecución de Jesús. Una piedra angular sostiene dos muros; puede, sin embargo, significar la piedra clave de la bóveda de una puerta. El Jesús rechazado por


los jefes de los judíos ha sido, de ese modo, elegido y determinado por Dios en la edificación de la comunidad nueva, la Iglesia, como la piedra angular o la piedra clave. Y ese cambio repentino, esa revolución, la resurrección de Jesús después de su ejecución, es el milagro operado por Dios, el Señor. La comunidad primitiva entendió, pues, la parábola de Jesús como defensa de la fe en el Salvador crucificado y resucitado. De esa manera, mediante esta añadidura, a partir de la amenaza profética del juicio, fue posible una mirada retrospectiva histórico-salvífica, que podía ser utilizada polémicamente contra los judíos incrédulos; catequéticamente para la instrucción de los que pedían el bautismo; y parenéticamente como advertencia para los fieles. Como ya hemos dicho antes, el Evangelio de Tomás no conoce este añadido y Lucas cita sólo el versículo 22 del salmo: «La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular». Pero él no deduce de ahí, como Marcos, la victoria y exaltación del Mesías; la piedra sirve sólo para la realización del juicio. (Véase v. 18: «Todo el que cae sobre esa piedra se estrellará; y si ella cae sobre alguno lo hará trizas»).

La redacción de Mateo Si en la redacción que propone Marcos de la parábola de los viñadores sólo se observan unos pocos rasgos alegóricos, en cambio, Mateo la ha transformado en una alegoría completa. Según él, son enviados una gran cantidad de criados y ya estos primeros son, en parte, asesinados y, en parte, apedreados. El segundo envío que lo constituyen un mayor número de criados que el primero, corrió la misma suerte. Sin duda que piensa el evangelista en los profetas antiguos y los profetas posteriores, tal como lo indica especialmente la referencia a la lapidación de los criados; pues según cuentan las Crónicas (2 Cro 24, 21), el profeta Zacarías fue apedreado en el patio del templo por mandato de Joás cuando él le comunicó el castigo de Yavé a los habitantes de Jerusalén. También en Heb 11, 37 se menciona la lapidación como destino de los profetas. Más clara aún aparece la equiparación del hijo único con Jesús. Mientras, según Mateo, el cadáver del hijo asesinado es arrojado de la viña, Mateo afirma que lo empujaron fuera de la viña aún vivo y lo mataron fuera. Esto es, sin duda, una alusión a la ejecución de Jesús fuera de Jerusalén (véase Jn 19, 17: «El, llevando a cuestas su cruz, salió para un lugar que llamaban la Calavera, en hebreo, Gólgota»; y Heb 13, 12s: «Por eso también Jesús... murió fuera de las murallas. Salgamos, pues, a encontrarlo fuera del campamento, cargados con su oprobio»). Hay, por tanto, una nueva mano de pintura cristiana en esta parábola. La frase final de la parábola reza según Mateo: «Por eso os digo que se os quitará a vosotros el Reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos», (v. 43; el v. 44, que no es auténtico con seguridad, está en todo caso en un lugar que no corresponde, ya que, según su sentido, correspondería al v. 42). La frase demuestra que Mateo ha entendido la parábola como alegoría. Mateo vio significada en ella la historia de Israel y después de su fracaso, el nuevo comienzo de los que creen en Cristo (los «otros» viñadores, v. 41). La parábola tiene que ilustrar, según Mateo, la disolución del pueblo de Dios del Antiguo Testamento y su suplantación por


el pueblo nuevo del Mesías. La comunidad para la que Mateo escribió el Evangelio no vivía ya dentro del marco del judaismo; por eso la pregunta de la relación de Israel con la Iglesia estaba en la primera línea de sus intereses. En la parábola de Jesús vio ella expresado el juicio sobre el estéril Israel. De ese modo el evangelista podía también aprobar, por boca del Señor, la escisión del nuevo Pueblo de Dios del antiguo. De lo dicho se deduce que la parábola de los viñadores ha atravesado tres estadios en su configuración. Lº estadio: La parábola en boca de Jesús iba dirigida a sus contemporáneos incrédulos, especialmente a los jefes del pueblo y debía mover, por última vez, a la conversión, mediante la amenaza del juicio. 2° estadio: El estadio de la interpretación cristiana que aparece en Marcos entiende al hijo de la parábola como el Mesías Jesús. La muerte no puede ser lo último que se diga sobre El; por eso se amplía la amenaza profética del juicio y se supera por la profesión de fe en la victoria de Dios por la resurrección del Mesías (Mc 12, 11). El lugar apropiado, el «Sitz im Leben» de este estadio, es el tiempo de la joven Iglesia en el que ella formula su profesión de fe en el Mesías. 3º estadio: La redacción de Mateo. Tiene su lugar apropiado, «Sitz im Leben», en una comunidad que ha repensado de nuevo su relación con Israel. Para ella, la pregunta primordial no es ya si Jesús es el verdadero Mesías, aunque esta profesión de fe sea su fundamento. Le interesa más la cuestión de quién es el verdadero pueblo de Dios, si Israel o la Iglesia. En la parábola de Jesús encuentran expresado el juicio sobre un falso Israel y, al mismo tiempo, sobre el verdadero, el pueblo cristiano, y ponen de relieve claramente ambos pensamientos.

9.- Actitud decidida y resuelta Si la predicación de Jesús es la última tregua de gracia que se les concede a los hombres para su conversión antes de que aparezca el Reino de Dios, entonces interesa utilizar resueltamente esta tregua. Jesús dedicó muchas parábolas para ilustrar este pensamiento.

El administrador infiel (Lc 16, 1-8) En esta parábola, que es exclusiva de Lucas, se trata de un hombre rico que administra los negocios de su hacienda por medio de un ecónomo, es decir, de un empleado que asume grandes poderes al efecto. A este administrador le culpan algunos propietarios de tierras de que derrocha los bienes. Su amo le manda llamar y le exige que le rinda cuentas de sus negocios, porque su despido es ya cuestión decidida. El no intenta tan siquiera justificarse; todos sus cálculos (v. 3s) están relacionados con su propia seguridad material en el futuro. Rechaza el trabajo manual y el mendigar, como algo que no le va. La única posibilidad de salvarse la ve en una gran maniobra engañosa. Pretende que los deudores de su amo se sientan obligados a ayudarle después de su despido. Estos deudores hay que imaginarlos como comerciantes al por mayor que han recibido prestaciones de mercancías del administrador contra un recibo. Uno le debe, mejor dicho, debe a su amo,


100 barriles de aceite (1 barril = 40 litros) con un valor total de unos 1.000 denarios (1 denario = el sueldo diario de un jornalero). Le perdona la mitad de la deuda; le regala, pues, a costa de su amo, 500 denarios. Otro le debe cien coros de trigo (1 coro = 360 litros) con un valor total de 2.500 denarios. A éste le rebaja también un quinto de la deuda; por tanto, también 500 denarios. Según otra explicación, esta manipulación del administrador no sería un nuevo engaño para su amo; lo que habría hecho, según esta versión, habría sido reducir, más bien, sólo a su justo valor los precios de la usura que habría exigido para él mismo. Sin embargo, esta segunda explicación se acomoda menos al sentido original de la parábola. En el texto nos encontramos con el enigmático versículo 8a, que ha proporcionado a muchos exegetas bastantes dolores de cabeza: «Y el amo alabó la sagacidad de su administrador infiel». ¿Quién es el amo del que habla aquí? Según muchos intérpretes: el propietario de los bienes. Enseñado por la canallada de su administrador diría: ¡Realmente es un canalla, un estafador; pero hay que reconocerlo, es un tío listo! Según esta interpretación, el verso 8a es todavía parte del relato de Jesús. La alabanza del amo no se refiere entonces a la mentira, sino a la decidida sagacidad con que ha procedido el administrador para asegurar su futuro. Según una explicación más reciente, el versículo 8a debería traducirse así: «Y el amo echó maldiciones contra el administrador infiel, porque había actuado alevosamente». Condenaría, por tanto, la actuación del administrador por mentirosa. La traducción mencionada es posible, porque las palabras hebreas para expresar los conceptos «alabar» y «prudente» o «listo» tienen un significado doble y también podrían, por tanto, significar lo contrario. En la versión de la parábola vertida del arameo al griego, el traductor entendió ambas expresiones sólo en sentido positivo. Pero, de ese modo, apenas es posible entender correctamente el pensamiento fundamental de la parábola. A Jesús le interesaba realmente destacar la sagacidad y la astucia del administrador poniéndolo como prototipo; no pretendía emitir un juicio moral sobre su detestable actuación.

La interpretación de Lucas Con la mayor parte de los intérpretes actuales hay que admitir, en general, que el v. 8a no forma parte del relato de Jesús. En el Evangelio de San Lucas la palabra «el amo» se aplica siempre a Jesús. Entonces es el evangelista el que, en una frase formada por él, añade el juicio definitivo de Jesús. Pero evidentemente no se refiere tampoco, según él, la alabanza de Jesús a la cualidad moral del comportamiento del administrador, sino a la decisión y sagacidad con la que ha procedido. De esa manera, ha conseguido asegurarse una nueva existencia. Y en este aspecto puede servir realmente de ejemplo a los discípulos de Jesús. También ellos tienen que percibir la exigencia del momento, a saber, la irrupción inminente del Reinado de Dios, y obrar en consecuencia: con prudencia y sagacidad. El v. 8b: «Los hijos de este mundo, en el trato con su gente, son más sagaces que los hijos de la luz», tampoco pertenece a la parábola original y, por tanto, no reproduce la interpretación dada por Jesús. Se trata de una


añadidura del evangelista o de otra persona anterior a él, que pretendería interpretar la peculiar alabanza de Jesús y protegerla de cualquier malentendido. Este intérprete quiso decir: Jesús no alabó la astucia del administrador; tales engaños astutos sólo se encuentran en hombres que pertenecen a este mundo de acá. Y también se nota una leve acusación. En comparación con los hombres mundanos son los cristianos, en su actuación, con frecuencia, indecisos y desorganizados. También el versículo 9 es una añadidura posterior que, además, da a la parábola un sentido completamente distinto: «Ahora os digo: Ganaos amigos con ayuda del dinero injusto; así, cuando esto se acabe (para vosotros), os recibirán en las moradas eternas». De ese modo, se convierte el administrador en prototipo de la utilización prudente del dinero: En lugar de una alusión a la cercanía del Reino de Dios, que es lo que interesaba a Jesús, aparece nada más una advertencia a usar la riqueza para obras caritativas. Es claro que el redactor de este versículo había comprendido también el v. 4 de modo alegórico. La gente de la que esperaba el administrador que le reciban en sus casas después del despido, significan los pobres; ellos acompañarán al cristiano después de la muerte a las moradas eternas. El tema de la beneficencia para con los pobres lo lleva Lucas metido profundamente en el corazón (véase, por ejemplo, 18, 22: «Vende todo lo que tienes y repártelo a los pobres y tendrás un tesoro permanente en el cielo»). Por consiguiente, es el evangelista el que ha añadido el v. 9 a la parábola; con las palabras iniciales introductorias «Os digo» imprime un mayor énfasis a lo añadido. Desea que se entienda la parábola como una advertencia para que se dé limosna. Las palabras «Cuando esto se acabe», deben entenderse con la traducción ecuménica («para vosotros») como referentes a la muerte del hombre; pero también podría entenderse la frase como referida a las riquezas: «Cuando esto (a saber, las riquezas injustas) se acabe». Entonces aparece el dinero, que no puede seguir al hombre a causa de la muerte, como algo opuesto a los bienes imperecederos, «al tesoro del cielo que no disminuye» (en griego se usa una palabra del mismo origen que en el v. 9: acabar) (Lc 12, 23). El momento en el que es bueno tener amigos no es ciertamente, según Lucas, el día del Juicio Final, sino el día de la muerte de cada uno de los cristianos. En el momento de su muerte se le priva al hombre de la administración de los bienes que le habían sido confiados. Esta suposición es probable, porque Lucas, más que los demás evangelistas, habla de la muerte personal y del juicio que entonces tiene lugar (véase 16, 19-31). Tampoco los versículos 10-12 pertenecen a la parábola original, pero han sido añadidos intencionadamente por el evangelista en este lugar y constituyen, de esa manera, una explicación más amplia de la parábola. En ellos ya no se considera al administrador infiel como prototipo, sino como ejemplo abominable. El dicho ha surgido ciertamente en una comunidad cristiana y pretende ser una norma que deben tener presente los guías cristianos: a gentes que no manejan rectamente el dinero de la comunidad, con mucha mayor razón no se les puede confiar la predicación de la doctrina cristiana. El pensamiento es válido, pero no puede pasar, con todo, como una


explicación fidedigna de la parábola y menos aún como auténtica palabra de Jesús.

El rico Epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31) Frente al administrador infiel, pero astuto, presenta el evangelista la narración del rico que no se preocupaba de su futuro. El versículo 14, elaborado por él, pretende servir de enlace entre ambos fragmentos: «Oyeron esto los fariseos, que son amigos del dinero, y se burlaban de El». La imagen concreta de un hombre ambicioso de dinero, es el rico que nos presenta Lucas en una parábola exclusiva de él. No hay duda de que Jesús, en esta parábola, ha conectado con una materia narrativa conocida por sus oyentes. Tanto un cuento de hadas de Egipto, que trajeron sin duda a Palestina los judíos residentes allí, como una narración rabínica, nos presentan el cambio de suerte en el más allá. En el relato rabínico se representa esta suerte en un pobre escriba y en un rico publicano. Si Jesús no resalta especialmente la culpa del rico se explica, porque lo daba por supuesto y admitido entre sus oyentes. Sólo se dice del hombre, que no tiene nombre alguno, que iba vestido elegantemente y que banqueteaba todos los días espléndidamente. Al pobre se le presenta como paralítico y cubierto de llagas. Se llama Lázaro (Dios ayuda); no es, por tanto, un cualquiera; Dios le conoce y le ayuda en su necesidad. Está echado a la puerta del palacio del rico; las llagas, las molestias de los perros vagabundos, su deseo de satisfacer su hambre con los restos de la comida que los glotones huéspedes arrojaban de la mesa sin prestar atención, todo esto sirve para destacar la enorme miseria que padece Lázaro. Puesto que, según la doctrina de la recompensa judía, la desdicha hay que buscarla en la propia culpa, parecía completamente normal a la sensibilidad antigua esta terrible diferencia entre ricos y pobres. En la parábola se opone Jesús a esa pertinaz concepción. Después de la muerte se origina un cambio de circunstancias. En primer lugar, se nos cuenta la muerte del pobre Lázaro, al que los ángeles le pusieron en la mesa junto a Abrahán. El Antiguo Testamento usa una imagen semejante para explicar la muerte del justo: «reunirse con los Padres» (por ejemplo, Gen 15, 15). El uso del giro «el seno de Abrahán» se apoya ciertamente en el recuerdo de un banquete en el que el invitado de honor se apoya en el pecho del anfitrión (como según Jn 13, 23, el discípulo predilecto se apoya en el pecho de Jesús en la Ultima Cena). El rico va después de su muerte al «Hades» (denominación griega de los infiernos). Siguiendo representaciones veterotestamentarias, este lugar era el reino de las sombras en el que los muertos, buenos y malos, llevaban una existencia gris y triste. El Nuevo Testamento distingue nítidamente entre el Hades, el lugar de estancia provisional de los muertos, y la Gehenna, el infierno definitivo. No se habla, por tanto, en la parábola, de un estado definitivo. Pero para el rico es también este reino intermedio un lugar de atroces tormentos. Es una idea común en el judaísmo tardío que los justos y los pecadores se ven unos a otros en este estadio intermedio. Por eso puede


el rico ver con sus propios ojos la dicha de Lázaro. Y los papeles de ambos se han trastocado: Así como Lázaro era en la tierra espectador en el banquete de los ricos, ahora es él el invitado, mientras que el rico se tiene que contentar con mirar. En medio de sus tormentos se vuelve él hacia Abrahán con una humilde súplica, ya que, como judío fiel, era hijo de Abrahán. Le pide que mande a Lázaro que moje en agua la punta de los dedos y le refresque la lengua. Esta súplica es una prueba patente de la magnitud de su tormento. No se puede deducir del texto que el castigo del infierno consista en fuego real; no se pretende dar una descripción del más allá, sino expresar en imágenes la suerte opuesta del rico banqueteador y del pobre Lázaro. La respuesta del patriarca es, tomada en sí misma, una confirmación de una parte de la doctrina judía sobre la recompensa: que en el más allá se produce un cambio de las circunstancias terrenas. Lázaro es consolado ahora por sus sufrimientos terrenos y el rico tiene que sufrir por su anterior glotonería. Sin embargo, Jesús, con su parábola, no pretende consolar a los que sufren aquí en la tierra con una vida mejor en el más allá, sino demostrarles lo que tienen que hacer para conseguir la felicidad eterna. Sin decirlo expresamente, la narración es una seria advertencia para avivar el interés y preocupación por los que sufren. La impiedad y dureza de corazón para con los pobres es castigada en el más allá, y premiada la resignación y sumisión a la voluntad de Dios. La imagen de una sima inmensa entre el paraíso y el Hades (v. 26) intenta demostrar que el juicio de Dios es irrevocable; aunque quisiera, no podría Abrahán ayudar al rico. Con una segunda petición del atormentado epulón al patriarca, la narración experimenta un nuevo giro. Nos encontramos de nuevo con una parábola de doble vertiente en la que el peso más importante recae sobre la segunda parte. Jesús contó la parábola no para tomar una postura respecto al problema de la riqueza y la pobreza y para informar sobre la vida en el otro mundo, sino para avisar a los que viven de un modo parecido al rico, del peligro que les amenaza. En este sentido, no es Lázaro la figura principal de la parábola, sino los cinco hermanos del rico que como él son hombres de este mundo y a los que espera la misma suerte que a su hermano difunto. Este suplica, pues, a Abrahán que envíe a Lázaro a sus familiares y que los prevenga para que no corran la misma suerte que él. El rico piensa en este envío, sin duda, en el curso de una visión durante el sueño. Pero también esta petición es rechazada enérgicamente. Si los que viven en el mundo escuchan a Moisés y a los profetas, no tendrán que padecer en el más allá. Y puesto que el rico insiste y dice que la vuelta de un muerto al mundo de los vivos sería un milagro que convertiría incluso a los pecadores obstinados, obtiene de Jesús esta respuesta: «Si no escuchan a Moisés ni a los Profetas, no harían caso ni a un muerto que resucite» (v. 31). De esa manera, queda desenmascarada el ansia de milagros llamativos como debilidad en la fe. Quien no cree a la Escritura, tampoco cambiará de actitud por un signo prodigioso. Así desemboca la narración en una clara advertencia a que se busque la salvación por caminos normales: a través de la obediencia a la palabra de Dios. Al mismo tiempo es una respuesta a la exigencia de milagros por parte de los enemigos de Jesús (véase Mc 8, 11-13). Tal


exigencia es una señal de impiedad; por eso, se niega El a concedérsela. También es presumible que con la referencia a la resurrección de los muertos, se pretendiese darse una respuesta a ciertos miembros de la comunidad cristiana a la pregunta de por qué hubo sólo unos pocos testigos de la resurrección y no fueron precisamente ellos.

La explicación del evangelista Puede resumirse en esta fórmula sencilla: Aprovechad el tiempo antes de la muerte. Lucas ve también aquí, lo mismo que en la parábola del administrador infiel, el cambio repentino después de la muerte, independientemente del Ultimo Juicio que aquí ni siquiera se menciona. La explicación de Abrahán al rico del Hades: «Hijo, recuerda que en vida te tocó a ti lo bueno y a Lázaro lo malo; por eso ahora él encuentra consuelo y tú padeces» (v. 25), distingue la vida terrena del hombre de la vida después de la muerte. Es la misma diferencia que propone Jesús en las bienaventuranzas e imprecaciones del Sermón de la Montaña en Lucas 6, 20-26. El evangelista Lucas añade, al contrario que Mateo 5, 3-12, cuatro veces la palabra «ahora». Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, los que ahora lloráis, etc. Este ahora corresponde a lo que en esta parábola se designa con la expresión «en vida». La dicha que se les promete a los que ahora sufren, se les concederá cuando hayan pasado al más allá. El evangelista Lucas se interesa, pues, de un modo especial, por el destino de cada hombre particular después de la muerte. Pero no olvida, por eso, el destino de toda la humanidad; con todo, quiere advertir así a cada cristiano para que use bien el presente, que posee valor de eternidad; porque el día de su muerte tiene un valor decisivo para su destino.

Apelación ante el juez (Mt 5, 25s; Lc 12, 58s) Esta breve parábola la encontramos en Mateo y Lucas redactada de modo distinto y en contextos diferentes. Parece que el texto de Lucas podría ser más parecido a las palabras pronunciadas por Jesús que la redacción que presenta Mateo. La parábola nos habla de un pleito entre dos hombres. El veredicto está a punto de caer; por eso hay que aprovechar la última oportunidad antes de que sea demasiado tarde. El uno es deudor del otro, pero se niega a pagarle la deuda o a devolverle un préstamo. Por eso le acusa su acreedor ante la autoridad. Una vez que comienza el proceso, todo sigue su curso normal. El deudor se presenta ante el juez, éste le entrega al alguacil y el alguacil le mete en la cárcel hasta que haya pagado el último centavo. Tal como aparece en Mt 18, 25, en casos semejantes, podía ser vendido el deudor juntamente con la mujer e hijos y todos su bienes para poder reunir la suma adeudada o se le torturaba para obligarle a que confesase dónde había escondido el dinero (véase v. 34). Para evitar el pleito amenazador, sólo existe una posibilidad: Mientras va de camino con su contrincante a ver al juez, el deudor tiene que hacer lo posible para llegar a un acuerdo con su adversario. En ese momento es todavía


posible; pero el camino hasta el juez es corto, la decisión del caso es inminente y urge. Con esta parábola quiere decir Jesús a sus oyentes: También vosotros os encontráis en una grave situación. A vosotros os amenaza igualmente el juicio inminente, la condena y la cárcel. Por eso, utilizad la última tregua para arreglar la cuestión. Todo el contexto de Lc 12, 35-59 está cargado de advertencias a la conversión ante la transcendencia del momento. Esta parábola pertenece, pues, como muchas otras, a aquellas en las que Jesús pretende mover a sus oyentes a la conversión, a la fe en El y en su mensaje, ante la proximidad del fin de los tiempos. El contexto de Lucas garantiza y acentúa este carácter escatológico de la parábola. En Mateo sucede justamente lo contrario. Aquí el fragmento es una parte integrante del llamado Sermón de la Montaña y se refiere a la primera antítesis que prohibe el odio. En el versículo 5, 23s, inmediatamente antes de la parábola del juez, encontramos la seria advertencia a reconciliarnos con el hermano antes de la presentación de la ofrenda: «Deja tu ofrenda allí ante el altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda». Quien desee obtener el favor de Dios mediante una ofrenda sin reconciliarse antes con su hermano, está convirtiendo el acto de culto en una mentira. De este contexto arranca Mateo para presentar la parábola de la apelación ante el juez. También se habla en ella de reconciliación con el contrincante, mientras van los dos a presentarse ante el juez. De ahí la advertencia a dar el primer paso y pronto, porque podría ser peligroso hacer alarde de un supuesto derecho y comenzar el proceso ante el juez. De la advertencia escatológica ante el juez se ha pasado, pues, a una invitación a llevar una vida moral auténtica, desplazando el acento escatológico a una enseñanza parenética. Lucas dirige su mirada a la acción de Dios que tiene el poder de condenar y de castigar; en Mateo aparece, en primer plano, la actitud de los discípulos. Esto no significa, sin embargo, que en Mateo haya desaparecido completamente el contenido último de la parábola; lo que sí es cierto es que va revestido de la exigencia concreta a la reconciliación. De la advertencia a la reconciliación con Dios se ha dado el paso a la reconciliación con los hombres. En ambos casos se trata de reconciliación; y hay que tener en cuenta que la reconciliación con el contrincante humano es una condición para la reconciliación con el juez divino.

Construcción de una torre y declaración de guerra (Lc 14, 28-32) Lucas, en una sección que está compuesta de diversos fragmentos de distinta tradición, nos habla de la importancia del seguimiento (14, 25-35). Habla de las condiciones que se exigen para el seguimiento de Jesús. Como dice el versículo introductorio 25, elaborado por el evangelista, estas palabras van dirigidas a quienes le acompañan camino de Jerusalén. El fragmento central de la perícopa (v. 28-32) es un texto exclusivo de Lucas y nos ofrece la doble parábola de la construcción de una torre y de la declaración de una guerra. El texto quiere decir que se exige una reflexión


madura y sobria antes de que uno se decida al seguimiento. Quien no examina sus fuerzas, corre el peligro de fracasar en la empresa. La parábola de la construcción de una torre está tomada de un hombre, no muy importante, que desea construir una torre (sería más exacto: un edificio para poner un comercio). Es verdad que se trata de un edificio grande puesto que los cimientos suponen ya grandes gastos. Antes de que el hombre inicie los comienzos de la construcción, calcula los costos y se pregunta si va a tener medios suficientes. Si no, podría sucederle que se le acabara el dinero nada más comenzar los cimientos y tendría que abandonar el plan, lo que le acarrearía la burla de los vecinos. La segunda parábola habla de un rey que tiene que hacer planes de guerra. Antes de salir a campaña contra su enemigo se sienta también él y piensa a ver si puede enfrentarse con un ejército de 10.000 hombres a un poderoso enemigo que viene con 20.000. Si ve que no es posible, envía una embajada cuando el enemigo está aún lejos para concertar la paz, es decir, le ofrece su sumisión. Las dos parábolas advierten, pues, que no hay que decidirse al seguimiento de Cristo sin una ponderada reflexión. Mejor no comenzar que quedarse a medias. También aquí se exige una actuación decidida. El v. 33, elaborado también por el evangelista, formula lo que pretenden enseñar las dos parábolas : Sólo el que renuncia a lo que posee puede ser discípulo de Jesús. Por tanto, se exige lo contrario que al constructor de la torre; éste tiene que poseer una fortuna para acabar el edificio planificado; al discípulo de Jesús se le exige que deje toda su fortuna. Apenas hay otro lugar en los Evangelios donde se expongan tan agudamente como aquí la transcendencia y la radicalidad del seguimiento de Jesús. La palabra «renunciar» (apotasein) que usa aquí Lucas, se convirtió más tarde, precisamente, en una palabra clave para el monacato cristiano (apotaxis = hacerse monje).

Siervos inútiles (Lc 17, 7-10) Este breve símil, exclusivo también de Lucas, va dirigido por el contexto a los discípulos de Jesús. Si, lo que es totalmente probable, se remonta a El mismo, iba, más bien, encaminado a la multitud o a los fariseos, pues se opone a una falsa expectativa de recompensa y a la doctrina farisea de que el hombre, basándose en su buenas obras, poseía un auténtico título de derecho ante Dios. El símil está formulado en forma interrogativa (vv. 7-9); sólo la aplicación es una frase afirmativa. Se presuponen las condiciones económicas de un modesto labrador, que sólo podía mantener un único siervo, empleado, esclavo o como quiera llamársele, que tenía que encargarse tanto del trabajo del campo como del de casa. Aunque este esclavo vuelva por la tarde a casa fatigado del trabajo, no puede sentarse, sin más, a la mesa y ponerse a comer, sino que tiene que preparar antes la comida y la cena a su amo. Sólo una vez que haya hecho esta labor, podrá satisfacer él su propio apetito. Que no piense tampoco en un agradecimiento especial por parte de su amo una vez que haya realizado sumisamente su trabajo. Según la concepción antigua, el esclavo es propiedad de su amo, que puede hacer con él lo que quiera.


Jesús presupone estas condiciones, admitidas como plenamente normales, y las aplica después al plano religioso: «Pues vosotros lo mismo: cuando hayáis hecho lo mandado, decid: No somos más que unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (v. 10). La palabra utilizada en el texto original por «inútil» puede significar también «cuitadillo», «pobrecillo»; se trataría de una fioritura para expresar la debida modestia. Lo que quiere decir Jesús puede expresarse así: El hombre no puede presentarse ante Dios con ninguna clase de exigencias. Sería erróneo aplicar el símil a la imagen que Jesús tenía de Dios y deducir que El veía en Dios un tirano que explota de modo indignante a sus amigos más fieles. En otro lugar se presenta a Jesús como amo de sus criados que hace exactamente con los suyos (cuando vuelve) lo que el amo exige del esclavo en esta parábola: «El se pondrá el delantal, los hará recostarse y los servirá uno a uno» (Lc 12, 37). No se trata tampoco de una aprobación de la esclavitud ni de un rechazo total de la idea de recompensa. Lo 'que Jesús rechaza es sólo la concepción de algunos hombres de que ellos, por su cumplimiento fiel de los mandamientos, poseen un título de derecho a una recompensa en el cielo. Servir a Dios, cumplir su voluntad, es algo plenamente natural para una criatura; por eso no se puede exigir ninguna recompensa. Aplicadas a los discípulos de Jesús, estas palabras son válidas para toda su enseñanza. El los convoca y llama a la humildad y al amor. El amor no se recrea con el deber cumplido, está, más bien, preparado para ir mucho más lejos de lo estrictamente exigido.

10.- El Reino en plenitud En muchas parábolas de Jesús en las que se habla del Reino o Reinado de Dios aparece también en perspectiva el Reino en su plenitud. Pero no se encuentran descripciones expresas de las cosas que allí esperan al hombre. La más de las veces se trata sólo de imágenes que usa Jesús, diríamos más bien apuntes que afirmaciones claras; y además hay que ir uniéndolas como si se tratase de mosaicos para así poder formarse una imagen del Reino consumado. Lo que dice San Pablo (1 Cor 2, 9): «Os anunciamos... lo que ni ojo vio, ni oreja oyó, ni hombre alguno ha imaginado: las maravillas que Dios ha preparado a aquellos que le aman», podría afirmarse también de la revelación de Jesús: Esa revelación tiene como contenido el misterio del Reino de Dios; pero sólo puede expresarse en conceptos e ideas humanas insinuadas y nunca de un modo total. En el Reino cumplido Dios es rey; está sentado en su trono con el Hijo del Hombre a su detecha (Mc 14, 62). Satán y su séquito no tienen ningún lugar en este Reino (Mt 25, 41). Los justos son inmortales y se han convertido en hijos de Dios (Lc 20, 36); pueden ver a Dios (Mt 5, 8); su herencia es la vida eterna (Mt 19, 29); se sientan a la mesa del Hijo del Hombre (Lc 2, 29s) y reciben participación en su trono y en el ejercicio del mando (Mt 19, 28). El hambre y la sed quedan saciadas y el llanto deja lugar a la risa feliz (Lc 6,20). Las parábolas de Jesús recalcan constantemente que sólo los hombres que se han convertido y han seguido su llamamiento alcanzarán el Reino


cumplido. En el momento actual en el que sólo existe un comienzo del Reino, los justos viven aún juntamente con los pecadores; la separación sólo tendrá lugar en el Juicio Final (véase Mt 25, 31-46 y en capítulos anteriores de esta obra, pág. 86 y siguientes). Hay dos parábolas, recogidas únicamente por Mateo, que intentan demostrar que no es posible en este mundo la separación entre los buenos y los malos, y que esto sólo tendrá lugar en el Juicio Final.

La cizaña mezclada con el trigo (Mt 13, 24-30) La parábola podría basarse en un hecho real. De la Palestina actual se cuenta algo muy semejante. Un modesto labrador había enviado a pastar a su ganado a prados ajenos. El dueño le acusó y se le impuso un castigo. Para vengarse recogió él en el valle las panículas de la semilla de los juncos y espinos que crecían allí y arrojó dicha semilla en el campo recién arado del vecino que se cubrió rápidamente de malas hierbas. En el relato de Jesús un hombre ha sembrado buena semilla en su campo, pero durante la noche viene un enemigo suyo y arroja una semilla nociva sobre el trigo. Se refiere sin duda a la llamada cizaña, que al principio se parece mucho al trigo, pero que en seguida crece rápidamente y amenaza con ahogar al trigo. Después de que ha brotado la semilla descubren los empleados la cizaña y comunican el hecho al amo. El sospecha inmediatamente: «¿Quieres que vayamos a arrancarla»? (v. 28). La pregunta no es tan simple como parece; era incluso frecuente arrancar la cizaña varias veces para que el trigo se desarrollase mejor. Pero el amo es de distinto parecer. Temía que los criados, por la gran cantidad de cizaña, pudieran arrancar juntamente con ella el trigo, que tiene raíces más débiles. Sólo cuando llega la siega, se les indicará a los segadores que no mezclen la cizaña en las gavillas, sino que la aten aparte y la dejen secar para utilizarla como combustible. Sólo llevarán a los graneros el trigo. ¿Qué tiene que ver la parábola con el Reino de Dios? La alusión a la cosecha nos permite conocerlo. Ya los profetas utilizan la cosecha como una imagen estereotipada para designar el juicio (véase Joel 4, 13, etc.). También en esta parábola está presente el juicio, aunque no constituye el auténtico tema de la narración. La parábola no describe el proceso de la recolección de la cosecha; sólo se la menciona accidentalmente cuando habla el amo. El núcleo medular de la historia es el diálogo mantenido entre los criados y el amo. En él sale a relucir este problema: el campo sembrado, echado a perder por la cizaña. Se propone incluso una solución: arrancar la cizaña. Sin embargo, el dueño de la finca se decide en contra de esa solución y ahí es donde está el meollo. Rechaza dar una solución inmediata al problema y exige paciencia hasta que a la hora de la cosecha se encuentre una solución. ¿Tenían también los oyentes de Jesús un problema semejante, cuya solución anhelaban impacientemente? Sí. Era un problema muy antiguo, pero que precisamente entonces se había agudizado de nuevo: la existencia del mal en el mundo. Ya en los salmos (10 y 73) se plantea con frecuencia la pregunta: ¿Por qué permite Dios que prospere y se extienda el mal en el mundo sin imponer el castigo correspondiente? Los partidarios de Jesús se planteaban la pregunta con especial insistencia; ¿No tenía que desaparecer ahora el


mal, debido a que el tiempo mesiánico, el Reinado de Dios estaba ya muy próximo? ¿No sería ahora el momento preciso de ayudar a los pobres y oprimidos a conquistar sus derechos? No faltaron antiguamente intentos de realizar la comunidad santa de los últimos tiempos. Así los fariseos reclaman el derecho de ser pueblo de Dios, separado de todos los impuros y pecadores. También la secta de los esenios —ya el nombre es significativo, pues quiere decir: los piadosos, los santos— creía ser el pueblo de la salvación última. También Juan el Bautista ve en el Mesías venidero al hombre que separará la paja del trigo (Mt 3, 12); según él pretendería formar una comunidad libre de pecado. Era, por tanto, posible que también muchos discípulos de Jesús esperasen de El la separación del bien y del mal, y que le propusieran una pregunta referente al tema. Jesús no ha dado ninguna respuesta directa, sino que la ha introducido en la envoltura de esta parábola. Tenía que guiar a sus interlocutores a que reflexionasen sobre los designios de Dios. Dios quiere que el hombre soporte con paciencia su existencia terrena que está amenazada siempre por la injusticia y la maldad de los otros y que no vacile en la esperanza de la fidelidad de Dios. Esta paciencia es necesaria por dos motivos que apunta la parábola: 1. Los hombres no son capaces de realizar la separación entre el bien y el mal. Así como el trigo y la cizaña, al principio, son fáciles de confundir, lo mismo sucede con los verdaderos y sólo aparentes discípulos de Jesús. Si los hombres quisieran proponerse la separación entre los buenos y los malos, emitirían juicios claramente erróneos y correrían el peligro de desechar auténticos discípulos con otros falsos. 2. Dios ha fijado el momento de la separación. Primero tiene que madurar la semilla, después viene la cosecha y con ella la separación de la cizaña del trigo. Sólo entonces se verá libre la comunidad de Dios de todos los malos y de los buenos en apariencia, hasta el punto de que pueda manifestarse el Reinado de Dios en toda su plenitud. Pero ahora no ha llegado aún ese momento. Dios concede todavía a los hombres una tregua para la conversión. Mientras dura la tregua hay que evitar todo tipo de falso celo y esperar pacientemente el momento elegido por Dios. Que el grupo de los discípulos no es aún una comunidad compuesta de santos auténticos y que la separación entre el bien y el mal sólo tendrá lugar al final, es una verdad que Jesús ha expuesto ya en otras ocasiones, por ejemplo, Mt 7, 21-23: En el día del Juicio Final, muchos dirán que han profetizado y hecho milagros en nombre de Jesús; pero su respuesta será: «No os conozco. Lejos de mí los que practicasteis la maldad».

La explicación de la parábola de la cizaña (Mt 13, 36-43) La parábola de Mateo sobre la cizaña mezclada con el trigo tiene un paralelo en el Evangelio de Tomás, n. 57, que está expuesto muy concisamente. También en ella prohibe el amo a sus criados arrancar la cizaña; y concluye con esta frase: «El día de la cosecha aparecerá con claridad cuál es la cizaña. Se la arrancará e irá a parar al fuego». Falta, por tanto, cualquier tipo de explicación. Pero es Mateo 13, 36-43 (por consiguiente no en conexión inmediata con la parábola) el que nos propone una explicación que ha dado


Jesús sólo a los discípulos a petición suya. Lo que ha dicho anteriormente de la interpretación de la parábola del sembrador (véase arriba, pág. 29 y siguientes), hay que repetirlo aquí de nuevo: Puede demostrarse que se da una creación del evangelista que transforma la parábola en una alegoría: El hombre que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo, el mundo; la buena semilla significa «los hijos del Reino»; la cizaña «los hijos del mal»; el enemigo es el diablo; la cosecha, el fin del mundo; los trabajadores de esa cosecha, los ángeles. Llama también la atención que el punto más importante de la parábola, la paciencia, ni siquiera se menciona. Nos encontramos con una serie de giros y expresiones que apenas puede haberlos usado Jesús; por ejemplo, «el Reino» (sin una ulterior precisión, «el Reino de Dios» o «el Reino de los Cielos») porque, de ese modo, es como se designa precisamente en los Evangelios la soberanía terrena de un país. La palabra «diablo» (diabolos) pertenece a un grupo de tradición más tardía, pues Jesús sólo hablaba de «Satanás». J. Jeremías propone una lista de 37 documentos que representan peculiaridades lingüísticas del evangelista. También, respecto al contenido, hallamos una serie de expresiones que no encajan en el marco de la predicación de Jesús; así habla el v. 41 del Hijo del Hombre y «su Reino»; este concepto se encuentra sólo una vez en el Nuevo Testamento, y precisamente en Mt 16, 28 (la versión ecuménica traduce la palabra «basileia» con la palabra «poder real»). Según el v. 43 el Reino del Hijo del Hombre desaparecerá y será sustituido «por el Reino de su Padre». Esta idea del «Reino de Cristo» es extraña a la tradición más antigua; se corresponde más o menos con el concepto de «Iglesia». Así queda claro: La explicación de la parábola de la cizaña no proviene de Jesús, sino del evangelista, que ha hecho de la advertencia de Jesús a la paciencia un relato del Juicio Final. Este tema lo llevaba seguramente muy metido en el corazón; veía en la descripción del Juicio Final una ayuda a la predicación, porque, de ese modo, la predicación de Cristo resultaba también fácilmente comprensible para el más sencillo de los hombres.

La red de pesca (Mt 13, 47-50) En esta parábola se compara el Reino de los Cielos con una red; quiere decir, más bien: Con la venida del Reinado de Dios sucederá como con la pesca de peces que se han arrastrado a la orilla con la red. Se trata de una red de arrastre que se extiende con la ayuda de un bote y después se arrastra con largas cuerdas hasta la orilla. Entonces se arrojan los peces, se eligen los peces buenos, comestibles, y se echan en una cesta; se tiran los malos, es decir, los designados como impuros por la Ley (Lev 11, lOs) (todos los peces sin aletas ni escamas), además de otros que se arrojan por no ser comestibles. También en esta parábola se trata del Juicio Final que introduce el Reinado cumplido de Dios. Se compara de nuevo con una separación, esta vez, de peces comestibles e incomestibles. Ambas clases están amontonadas en la red; sólo después de arrastrar la red se procede a la separación. Del mismo modo en el Juicio Final se realizará la separación de los hombres buenos y malos. Hasta entonces se seguirá echando la red y se dejará confiadamente a Dios todo lo demás. La parábola sólo tiene ante la vista la clasificación de


la captura: No dice otra cosa, sino que sólo al final viene el juicio. De esa manera se sitúa plenamente el servicio del aviso y la advertencia. Los dos últimos versículos ofrecen de nuevo una interpretación de la parábola (49s). También esta explicación procede del evangelista; no es más que una repetición abreviada de los vv. 40-43. Pero mientras en la explicación de la parábola de la cizaña se habla expresamente del destino de los buenos («Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre» v. 43), no se dice nada de eso en la parábola de la red. Sólo se afirma: «Saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los arrojarán al horno encendido» (49s). La imagen del horno encendido que encaja bien con la cizaña reseca, se acomoda menos a los peces. Lo único que le interesa al evangelista es la separación de los malos y su rechazo eterno. Las dos explicaciones de las parábolas de Mateo muestran, una vez más, cómo usaba la Iglesia primitiva las parábolas de Jesús para la predicación. Las transmitía tal como las encontraba, pero después proponía lo que ella tenía que decir en conexión con lo tratado. No crea normalmente ninguna parábola nueva, pero destaca en ellas lo que puede reforzar sus propias afirmaciones.

11.- Conclusión. El Reino de Dios en las parábolas En las parábolas de Jesús se habla una y otra vez del Reino de Dios y del Reinado de Dios. Muchas de esas parábolas comienzan con la fórmula: Se parece el Reino de Dios a...; establecen, pues» una conexión directa con el Reino, cuya esencia y características pretenden desentrañar. En otras no es tan inmediata la referencia al Reino de Dios, pero aun en esos casos, más o menos explícitamente, es manifiesto el servicio que quieren ofrecer a la proclamación y anuncio del Reino. Lo mísmo puede decirse de toda la predicación de Jesús; según Marcos 1, 15 comenzó El su evangelización con estas palabras programáticas: «Se ha cumplido el tiempo, el Reino de Dios está cerca». ¿Qué entiende Jesús con la expresión «Reino de Dios»? Ciertamente que no se trata del dominio del mundo que Dios como creador ejerce y seguirá ejerciendo siempre. Piensa, más bien, en un acontecimiento que irrumpe repentinamente y sin cálculos. La «proximidad» de este Reinado de Dios no hay que entenderla como un proceso lento y constante de transformación, que podrían efectuar los hombres o, al menos, acelerarlo. El discípulo de Jesús tiene que orar por la llegada de ese Reino (Mt 6, 10); pero no puede traerlo por su propia acción (véase la parábola de la semilla que crece por sí sola, Mc 4, 26-29 y más arriba en pág. 22 y siguientes). ¿En qué sentido habló Jesús de la llegada próxima, de la cercanía del Reino de Dios? Desea caracterizar, de ese modo, la situación, que ha comenzado con su entrada en escena; con ella ha llegado al mundo la dicha y la alegría (parábola de la higuera que no tiene higos maduros, Mc 13, 44-46). Pero no quiere decir con eso que haya llegado y esté en su plenitud. (Cf. cap. 10).


Jesús se ha negado siempre también a dar una fecha exacta en la que aparecerá el Reino en toda su plenitud. Nadie conoce el día ni la hora (del Juicio Final), sino sólo el Padre (Mc 13, 32). Los hombres pueden perderlo incluso, si no están vigilantes y preparados en el momento en que llegue. Por eso muchas parábolas son palabras proféticas que avisan y advierten, que incluso amenazan con el juicio futuro (véase Mt 13, 24-30: Parábola de la cizaña mezclada con el trigo; 13, 47-50: parábola de la red de pesca; 25, 31-46: el Juicio Final). Estas parábolas no pretenden ser una enseñanza sobre el Reino de Dios, sino, como palabras proféticas, dar impulso y arrastrar a los oyentes a disponerse convenientemente para el Reino que llega. En las palabras genuinas de Jesús no se hallan afirmaciones inmediatamente cristológicas, del pecador del que se habla frecuentemente, tiene su fundamento en el comportamiento de Dios; El es el padre amoroso, el Señor con poder ilimitado, el único juez. Jesús está al servicio de su mensaje. Pero El justifica su propia actuación con la acción de Dios. Tampoco los milagros, que acompañan a su evangelización, son en su origen pruebas de su misión, sino testimonios de la palabra de Dios. ¿Cuál es, por tanto, la postura de Jesús para: con Dios y su Reinado según las parábolas? Todas están llenas del «misterio del Reino de Dios» (Mc 4, 11). Explicar este misterio a los hombres y acercarlos a El, es la misión y el esfuerzo indeclinable de Jesús. Pero, al mismo tiempo, sus parábolas impulsan a sus oyentes a tomar postura, ante su persona y su misión. «Si una palabra patentiza la bondad de Dios, es siempre a través de la bondad eficaz de Jesús. Si una palabra habla del Reinado (basileia), Jesús «se esconde» tras esa palabra. (E. Fuchs). Aunque las parábolas originales de Jesús tampoco contienen ninguna afirmación expresa referida a El, sin embargo, cada vez se abre paso más firmemente la convicción de que son implícitamente testimonios cristológicos. Es verdad que Jesús se sitúa al lado de los profetas, pero, al mismo tiempo, se separa de ellos. El se reconoce a sí mismo, sabe que es el último y único portavoz de Dios. El mismo, sus obras y predicación son signos de la proximidad del Reinado de Dios. Detrás de muchas parábolas se percibe una inaudita exigencia ante el Juicio (véase cap. 7). Que la predicación posterior haya interpretado cristológicamente las parábolas, cada vez de un modo más claro, no supone una falsificación de su contenido original. Se salva la idea teocéntrica del acontecimiento salvífico; pero el interés de la predicación se concentra cada vez más en la figura de Cristo. De esa manera, las parábolas se hicieron más transparentes y comprensibles para los hombres más sencillos. En la persona de Jesús están unidos el presente y el futuro del Reino de Dios. «Jesús no ha remitido a sus oyentes a un futuro indeterminado, sino que los ha situado en un presente determinado por el futuro de Dios, en el que ellos deben aprovechar con decisión el momento para cumplir ahora con dinamismo concentrado la voluntad de Dios y lograr la salvación» (E. Grásser). Ya en las parábolas existe la tensión entre la promesa y el


cumplimiento; pero es única la fuerza con que Jesús ha incorporado en ellas su propia persona. Pero, ¿no se ha equivocado Jesús cuando contó en muchas parábolas con la llegada inminente del Reinado de Dios? (véase cap. 7 y 8). Como ya hemos dicho, Jesús no se manifestó nunca sobre la fecha exacta de la llegada del Reino de Dios. Eso no pertenecía ni al cometido ni al contenido de su mensaje. Por eso no pinta el futuro con imágenes deslumbrantes tal como hicieron los profetas apocalípticos, aunque usa en su evangelización el lenguaje de la esperanza próxima apocalíptica. La cuestión de que aquí se trata es una determinada postura frente al futuro: En «las acciones y omisiones diarias, cada instante es ya el último día», ya que ahí es donde se decide el destino eterno del hombre (véase Mt 25, 36-46: la comunicación de la sentencia en el Juicio Final). «El que se instala en el presente orientado hacia el futuro de Dios, cumplirá ahora la voluntad de Dios» y dejará a Dios lo que le depare el futuro (E. Grásser). Esa unión inseparable de afirmaciones sobre el futuro y el presente es la característica de la predicación de Jesús; es algo inherente a su persona y a su exigencia fundamentada en el mismo actuar de Dios. No existe duda alguna de que la Iglesia primitiva sacó la esperanza próxima de la vuelta de su Señor de la predicación de Jesús y en concreto también de sus parábolas. Pero como esa vuelta se demoraba, sin embargo, cada vez más, era necesario familiarizar a los creyentes con la posibilidad de que ellos no iban a vivir su vuelta. Ha sido, sin duda, el evangelista Lucas el primero que ha recogido ese cambio de situación en su Evangelio. No ha hecho ni una sola afirmación que exigiese una próxima esperanza del Reino, pero no excluye en principio, la esperanza cercana. El la interpreta, más bien, como una preparación permanente, y desplaza la venida del Reino a la hora de la muerte de cada persona particular (véase más arriba, pág. 170). Las parábolas referentes a la parusía, que proceden de la fuente de los «logia», tienen en cuenta esta dilación de la parusía, pero se aferran a la esperanza próxima. Lucas ha elaborado también estos textos en el sentido de una expectación permanente, hasta el punto de que no permiten reconocer ya una esperanza próxima. Los textos paralelos de Lucas demuestran una mayor elaboración del material utilizado por Marcos (por ejemplo, el símil de la higuera: Lc 21, 29-31). Afirmaciones importantes desde el punto de vista escatológico como Mc 1, 15 y 13, 10.32 han sido eliminadas. Las palabras de Jesús propuestas por Marcos 14, 62: «Y veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Todopoderoso y cómo viene entre las nubes del cielo», nos las transcribe Lucas (22, 69) así: «De ahora en adelante el Hijo del Hombre estará sentado a la derecha del Dios todopoderoso»: las palabras «de ahora en adelante» significan el momento de la Ascensión de Jesús. En los textos exclusivos de Lucas se manifiesta un vivo interés por el destino del hombre después de la muerte; lo cual significa que en lugar de la expectativa general de la parusía ha comenzado el interés por el destino individual. El evangelista intenta buscar razones para la dilación de la parusía: La misión a escala mundial no ha alcanzado aún el objetivo que tenía que lograr según el plan salvífico. Así se puede caracterizar la actitud


de Lucas respecto a la parusía como una preparación constante, pero teniendo en cuenta la parusía global, la venida del Señor que ha ascendido al cielo (G. Schneider).


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