Yo estuve allí

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Tenía la cabeza rasurada, a modo de la figura de un balón; donde los hexágonos eran círculos irregulares. Con la camisa del pijama entreabierta, dejando el pecho al descubierto y con grotescas danzas, que podía llegar a obstaculizar el paso. Con el tiempo llegaría a descubrir que eran quien mayores temores llegaba a despertar en mi prima Isa. Cuando quien, de verdad, se gastaba un carácter de muy “mala hostia” era un negro de casi dos metros de altura. Alguien para quien cualquier mirada indiscreta se le presentaba como perfecta excusa para constatar su hombría. Aquel reducto presenta, en su diseño, la exactitud perfecta de la cuadratura: pasillos en paralelo y otros, en su perpendicular. Un cuadrado sobre otro: en el centro, un patio de techo despejado, a expensas de un toldo corredizo. Y en su centro el remate de una fuente inexistente. Punto de encuentro, para recoger el zumo: naranja, manzana, melocotón o piña con leche. Asistir al reparto del tabaco. O, incluso, en días soleados: improvisado solarium. Atravesar aquellas puertas conmueve. Supone un acto de contrición con uno mismo. Profusa reflexión. Arrepentirse, si hay que hacerlo. Expiar la culpa. Hallar un rescoldo de lucidez, en medio de tanta confusión. En ocasiones se trata de una entrada convulsa, repleta de ataques de ira. Cargada de autolesiones, gritos y golpes. El sosiego, la calma y el desconcierto son protagonista de otras tantas. Ya bien sea de una u otra forma: en ambas, está cargada de solemnidad. Yo entré en silla de ruedas y fui testigo de otras en las que requirieron de escolta: policía nacional, personal de seguridad. Sobre todo en las tardes-noches del fin de semana, en las que se abusa del consumo de estupefacientes. Al alcanzar la altura del mostrador nos recibe un celador con una gran cantidad de rasgos faciales similares a los del actor Jack Nicholson. Algo que no tardaría en aseverar él mismo. Ante mi nefasta habilidad para recordar los nombres mi tía Mary se refirió a Gurruchaga, con quien inicié el asociacionismo mental. Me dejan a solas en el dormitorio. Me entregan un pijama a rayas. E inicio una pelea de bocados y pellizcos. Tortuosa pelea con los botones de la camisa, duro enfrentamiento con la pernera de los pantalones. Así durante una hora, al menos. Con recorrido por los suelos inclusive. Trastornos de la personalidad, abusos, excesos, adicciones… esquizofrenia, bipolaridad, intentos de autolesión, anorexia, ninfomanía: todas las patologías mentales están allí tratadas. El Campillo, La Dehesa, Riotinto, Nerva, Huelva, Sevilla…


Mi cuadro clínico se inició con una depresión que se fue agudizando hasta llegar a somatizar la enfermedad que arrastró a mi padre: el parkinson. Cojera, disminución de la habilidad motora en la extremidad derecha y lenguaje en inicio disártrico, arrastrando las palabras. Incertidumbre hasta concluir las pruebas que descartaban la enfermedad y atribuían los efectos a causas mentales. Dos flancos: derecho e izquierdo. Dos grupos a diferenciar: el de los hombres y el de las mujeres. Dos comedores. Antes de comer hay que hacer cola, para la medicación. Después de sentarse: ya nadie se levanta. Llega el carro con las bandejas. En su interior el menú, por el que las dietistas nos preguntaron la tarde anterior. Si hay suerte puede que un celador se arranque a tocar la guitarra y otro le acompañe al cante. Después hay que hacer cola en el patio. Para el cigarro. -Que no sé porque suelen tomarlo de dos en dos-. El tiempo en aquel lugar parece calibrarse en losetas, en pasos que las recorren. En su disposición por los pasillos. Desde el comedor de los hombres hacia el de las mujeres y viceversa. En solitario o en grupo. Losetas vapuleadas por pasos incesantes que labran camino. Recorrido de un cuadrado cuando a media tarde se abren los pórticos de acceso a la zona de las oficinas. Es tiempo de una partida de ping-pong. Hay quien se apropia de las fichas de dominó y no las suelta en todo el día. Principalmente ellas: invierten su tiempo en hacer con abalorios y cuentas collares y pulseras, en la sala de terapia. Donde también se encuentra el televisor. Sobre las once hay quien despierta y se dirige al mostrador, para tomar la última pastilla que le haga conciliar el sueño. El último vaso de zumo o leche y yogurt. Aunque lo más celebrado vuelven a ser los cigarrillos. Al llegar la noche, se me despiertan mis terrores: lucha infructuosa con la cama. Que no es porque el colchón sea duro y la almohada esté blanda. Que no. Que era lanzarme y caer al suelo y no poderme mover. O quedar en perpendicular al colchón, con medio cuerpo fuera. Con la cabeza colgando. Han sido muchas las enfermeras que me han ayudado, sin quererlo, dándome la mano. Colocando su pie frontal al mío. “¿qué haces ahí?” “No te puedo ayudar” “Tú puedes sólo”. Mi segunda enfermera preferida. La que llevaba muñequera. La del lunar sobre la mejilla. O Manoli, de quien precisaba su mano a primeras horas de la mañana, para tomar impulso y erguirme sobre la cama. Si ya, de por sí, resulta un incordio compartir habitación con alguien que ronca: cuanto más con un viejo cascarrabias de barbas blancas y pobladas, que se niega a recibir llamadas de la familia. No reserva sus cánticos y rezos para sus vespertinas caminatas, sino que solía despertarme en plena madrugada. Si no era con aquello, lo mismo le servia un golpe seco con la puerta, al salir o entrar. Con el baño siempre ocupado, no fueron pocas las ocasiones en las que le inoportuné viéndose desnudo reflejado en el espejo. A menudo precisa de ser atado a la cama, tras proporcionarle sedantes. Pese al habérmelo adjudicado como compañero de cuarto en mis cuatro ingresos… extrañamente me amenazaron con volver a compartir habitación con él, si me ven por allí. Llegué allí después de verme tirado en el suelo durante toda una noche. De verme inerte durante más de doce horas, me llevaron allí. Con la mirada perdida y el cuerpo entumecido. Sobre las frías losetas de mi dormitorio. Hasta que llegaron mis tías e intentaron levantarme. Con los nervios perforando mis músculos. Durante estos últimos meses estas escenas han sido recurrentes: correspondiendo a cada alta un nuevo ingreso. Llegando a adquirir un inusitado pánico a la hora de dormir, a la cama, al dormitorio.


En momentos como estos tengo, cuanto menos, agradecer la familia que tengo. Por el apoyo que me han mostrado. Tanto a aquellos que están cerca, como a aquellos que no lo están tanto. Desde mi primo José Antonio hasta mi ahijado Roberto. Mi primo Francisco y sus hijos, por el halo de esperanza que me saben aportar. Quien me abasteció de tabaco. Las hermanas Lancha. Los de Alcalá de Guadaria, Mislata, Mallorca…en especial a las tres hermanas: A Mari, por su coraje. Mercedes, por su valentía y Elena, por su amor incondicional. Al fin y al cabo, son quienes me soportan. A mi tío “el rojo” y los debates frente a la tele y que no son de fútbol.

rAfA.D.La.rosA.R


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