Retorno a la imagen de JL Molinuevo

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Retorno a la Imagen Est茅tica del cine en la modernidad melanc贸lica


José Luis MoLinuevo

Retorno a la Imagen Estética del cine en la modernidad melancólica

Archipiélagos


José Luis Molinuevo Saamanca, Junio 2010 Archipiélagos, 1 Diseño, maquetación y edición: Carlos Rodríguez Gordo

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“In celluloid we trust” Werner Herzog The White Diamond

Fotograma de ¿Dónde yace tu sonrisa escondida? Pedro Costa. 2008


ÍnDICe PRóloGo .................................................................................................................. Retornos a las fuentes contaminadas ............................................................. De espejos y espejismos. Fata Morgana ........................................................ la inestabilidad de La Zona .......................................................................... la inestabilidad de los sentimientos ............................................................. el vertido de lo sublime ................................................................................ el vacío creador de los simulacros ................................................................. estética del entre ........................................................................................... Imágenes sin/con historias. Espacios de tiempos .......................................... los que quieren historias y los supervivientes ............................................. Interrupción: lo sonoro y las imágenes de tiempo lento .............................. estar fuera ..................................................................................................... Tiempos muertos .......................................................................................... Imágenes en espera ....................................................................................... la imagen precaria de los objetos ................................................................. la imagen poética ......................................................................................... la independencia estética ............................................................................. InTeRmeDIo. el DeSPReCIo........................................................................................ Miradas......................................................................................................... Veo, luego existo ........................................................................................... la metamorfosis de Iván .............................................................................. la inocencia recuperada ............................................................................... la melancolía del ángel ................................................................................. Viaje a través del eclipse ................................................................................ el eclipse .......................................................................................................


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Movimientos en falso .................................................................................... el esfuerzo inútil ........................................................................................... movimiento en falso ..................................................................................... espacios y sentimientos ................................................................................ Un Werter inconstante .................................................................................. la imposibilidad de amar ............................................................................. las vacaciones del extranjero ........................................................................ Identidades borrosas .................................................................................... el viaje con un hombre muerto .................................................................... el abismo melancólico .................................................................................. Identidades mutantes .................................................................................... Identidades borrosas ..................................................................................... Vida en pantalla ............................................................................................. Identidades neohumanas ..............................................................................


Prólogo

este libro trata de miradas contaminadas, movimientos en falso e identidades borrosas documentadas en imágenes poéticas de la modernidad melancólica. entre la semiótica y la narrativa se abre paso la estética del cine. Por ello, no sigue la acostumbrada senda de Bergson, Benjamin, Bazin, Barthes, Deleuze y epígonos actuales de esos enfoques. A ellos se añade una teoría del cine que ha sido hecha desde la literatura, pintura, fotografía y filosofía. es decir, desde fuera. lo que tienen en común todos estos es que asocian el cine a la palabra “tiempo” pero raramente a la de “espacio”. Algo, por otra parte, muy tradicional para una creación moderna, aunque hoy día es difícilmente sostenible la dicotomía entre artes del espacio y del tiempo. ¿Cómo “ver” un film como la jetée de Chris marker en el que una voz en off narra un viaje en el tiempo y lo que se muestran son imágenes espaciales, no en movimiento?. en algunas obras clásicas sobre cine ni se le menciona, a no ser para resaltar su rareza. Como alternativa a ello la estética del cine toma a la imagen como fin y no como instrumento. Se trata de mostrar las películas más que de explicarlas. Por eso en este libro se tienen muy en cuenta las obras y las indicaciones de los creadores, de los directores, que son habitualmente los olvidados en estos procesos, y que suelen estar “contra la interpretación”. ellos, sus obras, son los verdaderos protagonistas, a menudo desaparecidos entre la especulación abstracta que les toma como coartada o la fría asepsia de la ficha técnica. A diferencia de épocas pasadas hoy día tenemos la sensación de que, a veces, es precisamente el bosque de las interpretaciones el que no deja ver los árboles de las imágenes. Una cultura literaria, de la pintura, de la fotografía se ha ido adhiriendo a las imágenes del cine dando como resultado un pentimento que es preciso diluir en el retorno a esas imágenes originales del creador. Hablo de “cultura”, no de imágenes de esos ámbitos, siempre enriquecedoras. lo inicialmente híbrido de ese “cine impuro” ha acabado convirtiéndose en un parásito. Una de las capas sería la pretensión de otros


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géneros, atribuida también al cine, de detener el tiempo captándolo en la imagen. Así la fantástica colaboración entre Antonio lópez y erice se basa en un malentendido. otra de las capas, cuyo ejemplo serían las declaraciones de Wenders, es el miedo a la desaparición misma del cine por obra de las nuevas tecnologías de la imagen. Pero el cine no detiene el tiempo, más aún, obliga a replantear el gran tema pendiente desde comienzos del siglo XX, “Tiempo e imagen”, porque se trata de un tiempo hecho espacio en la imagen. Tampoco ha muerto, sino que ha mutado en esa misma modernidad hacia otras formas de expresión, como el vídeo. entonces, como ahora, lo moderno no significa tanto novedad como el renovando intento en cada época de ser contemporáneos del presente. en ese sentido cada época es una época de transición hacia sí misma antes que a otras. Y es precisamente a través de la metamorfosis de esas imágenes como llegamos a una genealogía, no arqueología, del presente. esto implica, a su vez, que el ver ahora ese cine llamado “moderno” tiene las características de un revisar. estamos a tiempo de ver realmente ahora aquel cine visto entonces a destiempo. Cabe la sospecha de que, en realidad, no se veían las imágenes sino que sólo se oían los diálogos en clave existencialista. Todavía sucede. Pero lo cierto es que los diálogos de las palabras van acortándose y sigue el de las imágenes. Antonioni pervive en Wong kar Wai (WKW), en las imágenes que expresan la inestabilidad de los sentimientos, la imposibilidad de amar, en los ritmos temporales asimétricos de los cuerpos. las primeras secuencias, no habladas, de Persona de Bergmann, iluminan fragmentos de Carretera perdida de David lynch. no hay, pues, tristeza ni nostalgia en ese revisar el cine de la modernidad sino, más bien, alegría por la metamorfosis de esas imágenes, que son las de la vida misma ayer y hoy. en especial cuando se trata de una modernidad melancólica que atraviesa dos siglos y que expresa, como pocas, las paradojas del ser moderno. Inicialmente se trata de una estética perceptual de intermedios para un cine de supervivientes. en él asistimos, desde el sentimiento de la pérdida de las imágenes, a la necesidad del retorno a la imagen, ya sea causada aquella por la supuesta muerte del cine a manos del cine de entretenimiento o por la llamada sobredosis de imágenes, consecuencia de las nuevas tecnologías. es un cine que explora las posibilidades de la imagen no narrativa, de los tiempos lentos, a veces muertos, las elipsis, que pone entre paréntesis a los sujetos porque sólo quiere estar afuera, con los objetos. las imágenes de la modernidad melancólica nos ponen en los límites de una filosofía que hace tiempo perdió el tren de la imagen, pero que son explicadas con frecuencia acudiendo a términos filosóficos de alto voltaje, así sucede con las de Tarkovski; de una literatura que es ahora decididamente visual, y tiene que redefinir el sentido de la palabra 12


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y ampliar el alcance de la imagen con las metáforas, como ocurre con parte de la literatura española más reciente; de un cine que rechaza el concepto, evita explicarse y reclama ser percibido en la inmediatez de la emoción y el sentimiento, sin intermediarios, al decir de Jarmusch que sigue otras estelas anteriores. este libro, al situarse en esos límites, tiene en cuenta que el retorno a la imagen se plantea por los directores de cine en forma dialéctica, entre imágenes e historias, conceptos y sentimientos, independencia estética y compromiso social. Se trata de una estética cognitiva y esto quiere decir que no hay sensibilidad estética desprovista de inteligencia, y por ello se sitúa en la mediación de esos extremos citados, más que en la opción excluyente de uno de ellos. Hacen falta todos para poder entender. especialmente cuando, como es el caso, se intenta expresar con palabras acudiendo a imágenes, lo que debería ser más propiamente mostrado con un montaje de imágenes. en realidad todo lo que este libro quiere plantear es el dilema que se encierra en una única secuencia: la que Wenders pudo sustraer al corte de Antonioni en mas allá de las nubes y que muestra a mastroianni pintando la montaña Saint-Victoire de Cézanne en un paisaje de fábricas, chimeneas y humos, mientras recibe contrariado las objeciones de una divertida Jeanne moreau. ¿Hay que aventurarse a la creación o seguimos frotando la lámpara de la cita, por ver si sigue saliendo el genio que haga lo que no somos capaces de hacer?. ¿es éste el retorno a la imagen de la modernidad melancólica?. más allá de la obligación profesional resulta estéticamente deprimente revisar las Historia(s) del cine de Godard: la salmodia de su voz en off es patética e insoportable el humo apestoso del caliqueño que acentúa su look de clochard. no es una observación frívola, es un subrayar las tensiones que subyacen a la obra de quienes dieron lo mejor de la frescura de la calle y luego se refugian en la pasión de la cita. Por otra parte, los cineheridos de entonces no se encuentran en situación muy diferente a la de los letraheridos de ahora. los dos acaban en la autoficción de la cita, en la experimentación sobre las condiciones de posibilidad de aquello a lo que todavía se obstinan en poner un nombre. Porque la modernidad melancólica no lo es sólo por el fracaso de las utopías, tampoco por la desaparición de la utopía misma, sino por la dificultad, a veces imposibilidad, de ser contemporáneos de su tiempo. De ahí que el valor del retorno a la imagen sea el de un retorno a la experiencia en cada momento, en este caso a la experiencia estética. moviéndose en los espacios intermedios de las historias, en las metamorfosis de los tiempos, se llega hasta la modernidad actual, que reclama la novedad, ciertamente, pero no en la ruptura sino desde la apropiación cultural. Y ahora, como entonces, la creación va por un lado y la teoría, más atrasada, por otro. Hay otras posibilidades. Son las estéticas cognitivas. 13


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Si la categoría central de la modernidad clásica y el romanticismo fue la de la identidad, la de la modernidad estética, la de la modernidad melancólica, es la de la ambigüedad. Si el espejo del yo, la mirada clara y distinta cartesiana, son los emblemas de la modernidad clásica, el espejismo de los objetos, el movimiento en falso, las identidades borrosas son lo propio de la modernidad melancólica. esta nace de la experiencia, no de que la realidad sea dialéctica, sino contradictoria. no está anclada en los límites del pensamiento sino en las infinitas posibilidades de lo real. Y estas, a diferencia de la categoría filosófica abstracta de la posibilidad, son siempre concretas en las imágenes. la imagen es la posibilidad real a la que no llega el pensamiento abstracto. Porque, mediado el ojo de la cámara, tampoco opera enteramente el principio de representación. el límite del pensamiento se resuelve así en la lucidez en imágenes de la contradicción. Para lograrla es preciso retornar a las fuentes contaminadas de las miradas e imágenes de hoy. *** el pensamiento en imágenes expuesto en forma de libro impone el formato casi inevitable de una secuencialidad indeseada, que no se resuelve tampoco en el recurso al manido, y ya obsoleto, hipertexto. Por eso he ensayado todo tipo de dislocaciones e interferencias, de repeticiones que afloran diferencias, que propician una argumentación icónica sin argumento narrativo. este libro ha nacido de la experiencia y la experimentación, de imágenes compartidas en mi blog pensamiento en imágenes, a la espera de soportes editoriales que permitan una experiencia poliestética, como una work in progress ligada a la docencia y la investigación. en el marco del programa de investigación “Ciencia, tecnología y sociedad: estudio multilineal de las comunidades de conocimiento y acción en el ciberespacio”. mICInn. FFI2009-07709 (subprograma FISo). Como contribución a esas comunidades de conocimiento se edita para su descarga gratuita bajo una licencia de Creative Commons.

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1. De espejos y espejismos: Fata Morgana. Sería muy fácil poner al lado de esta imagen la del conocido cuadro de Friedrich con la minúscula figura del monje junto al mar, también alguna otra de los lienzos azules de Rothko. A continuación hilar un discurso sobre las imágenes esenciales, sublimes, del llamado cine “trascendental”. Con unas pocas de ellas se llegaría rápidamente a un pensamiento alcohólico de las imágenes. Da igual de qué y de quien se trate. Una vez satisfechas las emociones inconfesables quedan abandonadas. Ya han servido para el desahogo intelectual. Sería muy fácil, pero sería deshonesto. Más que eso, irresponsable. Las imágenes no son ya ilustraciones de libros, sino el libro una nota a pie de página de la imagen. Con las nuevas tecnologías será posible, tarde o temprano, el libro imagen. Mientras tanto, aproximaciones, libros de imágenes hechos con palabras, no es la menor de las contradicciones que se van a encontrar. Hasta que no vi Fata Morgana (1970) de Herzog no supe cómo prolongar el pensamiento en imágenes que había desarrollado en mi anterior libro Magnífica miseria. Había escrito sobre ella, la había oído en la música clásica y contemporánea, pero to-


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davía no “veía” la modernidad melancólica. No me refiero a la serie de estampas que desde Durero nos presentan a figuras ensimismadas, a ser posible con el mentón apoyado en la mano. Es la melancolía asociada al tiempo y los sujetos, pero faltaba la del espacio y los objetos. En los sucesivos visionados de esta obra de Herzog creo que al fin, sobre todo al final, conseguí captar su propuesta: un espejo de imágenes de rara belleza que se revela como el espejismo de una broma, evitando el trance místico. Las falsas pistas que Herzog deja sobre su obra sólo son comparables a los bulos que ayuda a propagar sobre el carácter atrabiliario de su persona, servido todo ello en un inglés/alemán lento y aterciopelado. Aquí las imágenes finales son decisivas: paisaje desértico de Lanzarote con dromedario turístico al fondo, un sujeto que lee de viva voz una serie de textos “trascendentales” y un orondo aborigen con guitarrico que se parte literalmente de risa al escucharle. Es la misma clave obligada para la lectura de las obras más trascendentes de Thomas Bernhard, según recomendara él mismo. Herzog ha escogido como ambiente de estas últimas una música pachanguera en el escenario de un humilde teatrillo de verbena, después de habernos deleitado con las melancólicas canciones de Suzanne y So long Marianne entonadas por un juvenil Leonard Cohen. De todas formas, ya debían habernos puesto sobre aviso las espléndidas imágenes del comienzo en que un avión aterriza una y otra vez: desciende pausado, majestuoso, ante la cámara fija, desapareciendo por el ángulo derecho de la pantalla. Las repeticiones rompen la linealidad de la historia, su expectativa. La potencia de las turbinas de los motores agita del tal forma el aire que provoca espejismos en la visión. Así en toda la película: el espejismo trascendental no tiene una base real. Más bien se trata de imágenes primordiales de la técnica en la naturaleza. Pero, adviértase su singularidad, la película es de 1969, y comienza con imágenes de un tópico “no-lugar” (¡qué cursi suena esto en el siglo XXI!), de un aeropuerto en plena naturaleza, en el que desciende un avión. No es casual. Contra las expectativas de la estética rural y new age, lo que Herzog muestra no son imá18


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genes de ser, ni de estar, sino de tránsito. Al principio tales repeticiones pueden parecer un error pero luego se explican en función de su gran riqueza perceptiva. Esto acaba siendo lo importante, las imágenes como fiesta de la percepción, y única razón de su existencia. Es una manera de tomarle el pulso del tiempo a la imagen lo que vemos en Herzog, similar a las “repeticiones” del motivo de la montaña Saint-Victoire en Cézanne, que tanto nos acompañará en este libro, hasta la “última imagen”. Los cultos modernos han convertido a la montaña en un objeto de adoración primitiva, mientras que el pintor decía que simplemente quería estar junto a la montaña. Herzog quiere pasar junto a esas imágenes y también, como es habitual en sus llamados “documentales”, posar con ellas. Las imágenes mismas son, efectivamente, las razones de ese film, que gustan los críticos en calificar como “inclasificable”, sin guión, sin historias, y casi sin montaje, según el director, hecho en el rodaje mismo. Son imágenes de un camino de imágenes en que consiste propiamente la obra. Tienen un discurso propio, van a su aire. Cuando la expresionista madre “Eisnerin” empieza a desgranar con su voz trémula el manipulado texto del libro sagrado de la creación guatemalteco, el Popol Vuh, las imágenes nos aclaran el texto, y no al revés. En vez de la frondosa selva guatemalteca de la que se supone habla el texto se nos muestran imágenes del desierto. Un sentimiento de lo unheimlich, de lo inquietante adosado a las bellas y sublimes imágenes que las torna en inhóspitas va apareciendo, a decir de los entendidos. Percibimos la carnalidad de las dunas del desierto, pero también una y otra vez los cadáveres resecos de las reses muertas, de los restos de la vaca junto a su cría acurrucada a su vera. La cámara gira sin cambiar de posición siguiendo una línea del horizonte, allí donde se unen y diferencian las cosas, que al principio es nítida, pero cuando entran en contacto, conflicto, distintas presiones, temperaturas., los sujetos y los objetos que hay en ella se vuelven borrosos. El espejo deviene espejismo. Una figura diminuta corre por el horizonte. 19


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El texto habla de una creación que, en sucesivos intentos, acaba siendo una carnicería, una chapuza, además inconclusa (convicción que recorre toda la filmografía de Herzog), y las imágenes nos muestran sus resultados en forma de magníficas tumoraciones en la tierra desértica, sublimes coágulos en un mar que se asemeja por momentos al océano impotente pero inquieto de Solaris de Tarkovski y cadáveres, cadáveres por todos lados, los de los animales, y las ruinas de las creaciones de los humanos, la chatarra omnipresente en el desierto, las nuevas “ruinas”, sin reciclaje ni reversión a un proyecto smithsoniano. La película debería ser de ciencia ficción, y a pesar de haber abandonado Herzog el proyecto mantiene su estilo: un alienígena alemán de este planeta viaja, sobrevuela, observando los restos de la civilización en la cuna de la humanidad, África, despojo de la colonización, que alberga en su desierto restos de una Segunda Guerra Mundial que no fue suya. Una mirada cercana e inhumana, a la vez, la de Herzog, la pasión de mirar. Lo primordial son las imágenes del cielo, la tierra y el mar, pero también la basura de los dioses y de los hombres. En un plano largo un muchacho aparece agarrando solemnemente por el cuello con el brazo extendido a lo que parece ser un pequeño gato blanco de cuya garganta cuelga un cordel. El bicho, sin signos de incomodidad o paralizado por el terror, y el orgulloso crío miran extáticos a la cámara, ¿qué ven?. Unas imágenes en picado y contrapicado del agua cayendo por una pequeña catarata, a cuyos pies sale el verdor, se repiten también como las del comienzo. Fin de la primera parte, titulada “Creación”. La segunda lleva el título de “Paraíso” y la voz en off es ya del propio Herzog. Aviso para navegantes: “En el paraíso los hombres ya llegan muertos al mundo”. Los magníficos primeros planos de los trabaja20


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dores de la cal encogen el alma. Son los fantasmas de otro espejismo, el de la humanidad. Como contrapunto Herzog asesta un tedioso tutorial a cargo de un turista desaprensivo sobre las capacidades de adaptación de los varanos a un medio tan hostil. Otro ser disfrazado de buzo suelta unas tortugas en una piscina. Herzog utiliza estas incongruencias icónicas para romper la tentación del simbolismo, de la identificación del espectador, de suscitar elevados sentimientos. No se sabe dónde acaban los pueblos y empiezan los basureros entre cuya chatarra juegan los niños. Suena Suzanne mientras la cámara muestra desde el vehículo un paisaje desolado de alambradas que guardan la nada en los alrededores de una ciudad fantasma. A diferencia de la primera parte, aquí hay más seres humanos y más miseria. Visiones maravillosas en picado de una tierra corroída por ácidos, modelada por los vientos, agujereada por los pequeños cráteres. La vejez de la película hace que se vea el grano, las rayas, el temblor ocasional de la imagen. La tercera parte, “Época dorada” contiene la ya mencionada pachanga verbenera, los juegos gimnásticos de unos turistas en los pequeños cráteres de Lanzarote, y la risa ante el recitado de textos trascendentales. ¿A qué obedece esta parte sobre la que pasan de puntillas los comentaristas? Es la clave de la película como síntesis de las anteriores. El film de Herzog tiene una clara inspiración en Schopenhauer para quien la vida en conjunto es una tragedia, pero en concreto una comedia. Y eso permite una lucidez, pero impide sacar conclusiones moralizantes apresuradas. Es la síntesis de una melancolía alegre, agridulce, como es la de la modernidad melancólica. Las imágenes en picado del océano muestran una serie de coágulos blancos, que asemejan la belleza de los vertidos y la contaminación química. Está lo sublime luminoso, oscuro, de la degradación y del turismo. Es lo sublime hoy. Como compendio de ello las chimeneas que arrojan fuego de los pozos petrolíferos, tal como se perciben de 21


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fondo, en el horizonte, y en un primer plano sus llamas jubilosas que ascienden contaminando el cielo en una imagen bellísima. Alcanzarán su dimensión apocalíptica en Lessons of Darkness (1992), su trabajo sobre los pozos de Kuwait incendiados por los soldados iraquíes en retirada. Al final de La Soufrière (1977) el volcán no estalla y Herzog se burla de tanto esfuerzo para nada, para no haber podido filmar el fin del mundo. Más allá de la “boutade” encierra una coherencia de planteamiento ya que para Herzog en la creación misma está el apocalipsis y no se sabe dónde empieza uno y acaba la otra. Lo demás, los rótulos que simulan un relato (“Creación”, “Paraíso”, “Época dorada”) no dejan de ser una broma posterior a la filmación que desmienten las imágenes. Pero responde a la convicción del joven Schopenhauer de que este mundo no es la obra de un dios amable sino de un diablo que lo ha creado para recrearse con los sufrimientos de los hombres. A esa broma de mal gusto Herzog responde con otra en su particular cosmogonía. Fata Morgana es la exposición en imágenes desmitificadoras de un relato mítico. Hay, pues, un retorno a la imagen en Herzog en estos llamados “documentales”, pero que no son neorrealismo ni tampoco “cinéma verité”, al que odia cordialmente. Se trata efectivamente, de “paisajes interiores”, de imágenes poéticas de nuestra civilización en todos sus contrastes, lo que queda de naturaleza virgen pero también los desguaces, los cementerios de la técnica, con un toque neorromántico buscado en el encuadre, quizás, pero para mostrar lo sublime de lo cotidiano, donde no hay nada unheimlich, misterioso, inquietante, siniestro, porque está a la vista. No hay nada más misterioso que lo real mismo. Aunque parezca mentira, Freud está de vacaciones en la obra de Herzog. En las imágenes sublimes de los conquistadores y los indígenas esclavos descendiendo por los estrechos senderos del Machu Pichu está ya la locura asesina de Aguirre. La naturaleza enloquece en los seres humanos. Herzog no sólo muestra lo contrario sino que se sitúa en lo contradictorio, en lo que no puede ser, pero que es y por eso socialmente no se le deja ser. Como ha declarado en alguna ocasión, Herzog siempre necesitó a Kinski para hundirse juntos.

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2. La inestabilidad de La Zona. Hay dos maneras de ver Stalker de Tarkovski: desde la metáfora y desde el símbolo. La primera son los sentimientos que suscitan las imágenes, lo segundo son los comentarios que provocan los diálogos. Desde las imágenes-metáfora a la pregunta habitual ¿Qué es La Zona? Tarkovski responde: “La Zona es la Zona”. Punto. Es como recomienda ver la película. No hay sentidos ocultos. Lo que hay es lo que se muestra, pues se trata de una película realista, como todas las suyas. Pero no se le hace caso. Hasta la saciedad ha repetido que sus películas proponen imágenes como metáforas que funden la realidad llegando a confundirla, son un espejismo. Pero nunca símbolos que alimenten deposiciones trascendentales como las de la literatura new age que revolotea en torno a su obra. Eso corre a cuenta de espectadores desaprensivos, que vienen tanto desde la izquierda que no ha abandonado conceptualmente las gafas de la secularización, como de las postreras adherencias de los miembros de Comunión y Liberación, de los que se dejó querer en las amargas experiencias del exilio. Los dos extremos aparentes se tocan en el símbolo: La Zona es el símbolo de un mundo descreído que necesita creer. ¿En qué? Da igual. Y así cada uno encuentra en la película lo que previamente lleva consigo. Pocos tienen el pudor de retroceder ante la Habitación de los deseos literarios, como hace el Escritor. 23


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Razones no faltan para la confusión. Stalker es dos películas, la segunda rodada sobre el recuerdo modificado de la primera. Cambió el decorado, pero también y sobre todo, el actor principal. Lo que muestran las imágenes metáfora es la profunda ambigüedad de lo originario en ambos. Tarkovski repite una y otra vez en sus escritos una palabra que ha sido recogida con delectación, es la palabra “moral”. Pero se trata de una “moral de la ambigüedad”. En vez de calmar perturba la buena conciencia, haciendo que se atraganten las reflexiones trascendentales. Y aquí imágenes y diálogos van al unísono. El Escritor (no hay nombres personales, sólo profesiones) zarandea al Stalker que pretende impedir que el Profesor ponga la bomba que destruirá la Habitación de los deseos, con el fin de que no caiga en manos de desaprensivos. Ya se la ha pasado la borrachera, es el que más habla, y los sucesivos primeros planos muestran su mutación hacia la serenidad final de un cinismo responsable. Conviene recordar que se trata de Solonytsin, el actor alter ego de Tarkovski, la mirada de Rublev, quien hace aflorar en la pantalla sus dudas, angustias, contradicciones. Ahora le reprocha al Stalker que sea un impostor, un parásito que comercia con la angustia de la gente, exigiendo sumas elevadas para pagar sus servicios como guía en la Zona hasta la Habitación de los deseos. No niega el Stalker estos reproches, hasta los aumenta llegando a conmover momentáneamente al Escritor. Su rostro herido, descompuesto, ha perdido la arrogancia del guía que se siente rey y dios en su territorio. Reconoce que es un simple, codicioso, farsante, un parásito; no ha sido capaz de ayudar a su mujer, que le acusa de haberle arruinado la vida, ni de socorrer a 24


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su hija, una mutante con deformidades en los pies, producto de la Zona; el Stalker es, además de guía, todo eso y mucho más, al decir de su suegra, carne de presidio. Pero como todos los antihéroes existenciales tiene como habilidad una extraña debilidad capaz de arruinar su propia vida y dañar la de los demás. Su vida es la Zona, el lugar de la contaminación, su hogar, en el que se tiende, reboza, respira. Por encima de todo es fiel a su vocación, a su destino. Lo que conmueve entonces no es la inexistente ejemplaridad del Stalker sino su humanidad. Humano, demasiado humano. Si al decir de Wenders, Tarkovski es un ex ángel, el Stalker sería su personaje. Como ellos, al haberse encarnado, carga con todos los vicios, miente diciendo que no ejerce un oficio lucrativo, no pide el deseo que hubiera podido salvar a su hija. Es feliz ahí ayudando a conseguir a otros su felicidad. Aunque desde el suicidio del Puerco Espín parece que esa felicidad resulta dañina. Casi repite las palabras finales del comentario de Benjamín a Las afinidades electivas de Goethe: sólo por amor a los desesperados se nos ha dado la esperanza… aunque no sea para nosotros. Casi...porque Stalker es un simple (con una amplia biblioteca revelada en las imágenes finales no mostradas al comienzo), más aún, un “simplón”, dice su mujer, que representa a lo largo de toda la película la profunda, enigmática, ambigüedad de lo simple. Y, más allá, el rasgo de los personajes protagonistas de Tarkovski: lo sublime del sinsentido del sufrimiento asumido como sacrificio individual. “Y bien…ya estamos en casa” exclama Stalker al llegar a la Zona. El color de la película cambia y al sepia casi monocromo, con acusados contrastes de luz, sucede un verde intenso. La Zona es vegetación verde, ruinas y agua, mucha agua. A la primera ocasión se echa a tierra entre las altas plantas, un gusano se agita entre sus dedos. Son varios los planos en los que aparece recostado, apoyado, casi agarrado como un niño 25


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a la madre tierra. En éste, de repente, vuelve al poco el color anterior del recuerdo del futuro, del Apocalipsis, mostrando los suelos de lo que fue la central termoeléctrica: la cámara se demora presentando con absoluta nitidez, y en admirable disposición estética, los restos de ropas, monedas, papeles, jeringuillas, entre los cuales nadan pequeños pececillos, teniendo el fondo blanco ajedrezado de lo que fue el suelo de una habitación. Las imágenes no muestran una Zona muerta, sino abandonada, feliz en su soledad contaminada, y esa insensata felicidad es la que respira, aspira el Stalker, la de lo originario contaminado que recobra lo suyo en las ruinas. Cuando hace de guía en la Zona el Stalker va explicando sus peculiaridades, todo cambia a cada minuto, la Habitación está en línea recta a 200 metros, sólo que aquí nadie va en línea recta, no vive nadie, pero suena el teléfono y hay electricidad en el edificio semiderruido. La Zona aparece como un ser animado, que pone trampas, que perdona también, que permite o no pasar por el túnel al Escritor…pero en realidad los cambios de la Zona son los cambios de ánimo de aquellos que se adentran en ella. Es una geografía sentimental inestable. Es la geografía de la modernidad melancólica. Es el espacio de la identidad inestable, de la mutación. Los sucesivos primeros planos de los personajes, de frente, de lado, de 26


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espaldas, son el testimonio de ese cambio. Sabemos de la mutación no sólo por lo que hablan los personajes, sus imágenes, sino, especialmente, por los colores de las mismas. En el color el espacio del sujeto y el objeto es el mismo. En La Zona el ser humano no es tiempo sino espacio, no mide sino en cuanto es medido, es pura exterioridad, por eso está desvalido, porque no controla. La Zona es física, no espiritual, no puede ser pensada, sólo recorrida, entablando una relación corporal con ella, andando, tropezando, reposando, los vestidos empapados, las caras y manos sucios, contaminándose ambos. Una de las mejores imágenes de la inestabilidad de la Zona es la de esas arenas movedizas, en las que crecen brotes de vegetación lujuriante, y donde se levanta una pequeña tolvanera. Todo cambia, es ilógico, pero es sentimental, como los vagidos del océano de Solaris, o los gemidos del perro pastor alemán estonio. ¿Qué significa su potente imagen visual? No tiene sentido la pregunta. De hecho el recorrido es el recuento de esa mutación emocional de los tres hombres. De todos. No es cierto que el Stalker no pida deseos. Lo hace cuando echa una piedra en el pozo oleaginoso que vibra en una vida turbia. Y pide que ellos crean, que se vuelvan desamparados como niños, pues la fuerza es del débil. Quiere compartir su destino, ser. Sin esa creencia la Zona no existe, ni tampoco él. La Zona es todopoderosa, la Zona es débil. Es el producto de las leyendas y si ellas mueren, si la gente deja de creer en ellas, la Zona muere. Y la gente se ve envuelta en la contradicción de que no debe creer en ella porque es irracional, pero la necesita sentimentalmente para recuperar lo mejor o lo peor de sí mismos. A la pregunta del escritor cuando abandona el monorraíl, “cómo regresaremos”, responde el Stalker que “aquí nadie regresa”. Pero después de la escena de la Habitación 27


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donde unos expresan su escepticismo y el otro se humilla, bruscamente regresan, sin que se muestre ese camino de regreso. Ha sido posible porque todos han acabado reconociendo la propia impostura. Y desde ella misma han hecho como si…la Zona existiera, como si creyeran. La mutación sentimental se ha producido, no son mejores, pero saben más, o quizá sí, son estéticamente mejores, y no han pedido su deseo por responsabilidad, pues como sugiere el Escritor, no es que se haya perdido la capacidad de desear, es que si se cumplieran nuestros más íntimos deseos, los verdaderos, aquellos de los que no somos conscientes, llenaríamos de porquería el mundo. Es una bella persona, como ha descubierto antes el Stalker. Cuando el Escritor se inclina peligrosamente para mirar desde el umbral en el interior de la Habitación, y está a punto de caer en ella, el Stalker le sujeta, quedándose ambos fuera. Tarkovski va dejando pistas irónicas sobre la imposibilidad de ese retorno a la mirada pura del niño, a la creencia del adulto. Nada más acabar los parlamentos “trascendentales” en la antecámara de la Habitación, los tres se sientan y en un plano largo Tarkovski los muestra contemplando la lluvia que cae en el recinto. A continuación, la última imagen antes del brusco regreso: unos peces sobrenadan uno de los componentes de la bomba arrojado por el Profesor. De él sale un hilo de grasa que va creciendo paulatinamente mientras se adueña de la pantalla una mancha oscura al ritmo del traqueteo y pitido de un tren fuera de campo, y a los compases festivos y coloristas de la música de el Bolero de Ravel. 28


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Hay otras pistas. Monita, la hija, ha dejado de leer y mira los vasos sobre la mesa, empujándolos con la mirada, hasta que uno de ellos cae. Es una telekinésica, producto de la contaminación de la Zona. Su mirada es triste, enigmática, insondable. No pronuncia una palabra en la película, sólo mira. De manera extraña comienza a sonar la música del Himno a la alegría de Bethoven. Alegría ¿por qué? Un contraste irónico. Cuando al comienzo de la película la madre le reprocha sus ausencias al Stalker le dice: “Dios mismo te condenó con una hija así”. Al final aparece su efigie en plano medio moviéndose como una estatua que el plano general revela subida a los hombros de su padre. Lo que muestran estas imágenes lo comenta la misma madre al final. Sabía ya antes de casarse lo que le esperaba en una vida con el Stalker pero, concluye, más vale una felicidad amarga que una vida gris y aburrida. Ésa es la metáfora, que no el símbolo, de las imágenes mutantes de la película: una alegría amarga. 3. La inestabilidad de los sentimientos. Decía Hegel que la filosofía tiene como misión elevar el sentimiento a concepto. A ello oponían los primeros románticos su programa de conocimiento a través del sentimiento. Los directores del cine de tiempo lento se rebelan, casi sin excepción, contra planteamientos como el hegeliano aplicados al cine. Lo suyo, dicen, es un cine de emociones y sentimientos en imágenes, no de conceptos. La paradoja es que, con frecuencia, su cine es juzgado como un cine intelectual. Como suele caracterizar Kundera su novelística, 29


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estamos aquí ante morales (no éticas) del conocimiento, de sabiduría. Se ha sabido más al término de la película, pero probablemente no ha servido de nada. Debido a la ambigüedad de este saber, de que se trata de llegar a un conocimiento de los objetos por otros medios, por la imagen, a que se mantiene una cierta tipología del “genio” creador en el cine de autor, es posible explicar en parte la atracción que los directores de tiempo lento ejercen sobre filósofos, metafísicos, místicos etc., no siendo correspondidos. Así Handke negando el concepto a favor de la imagen, Wenders reivindicando al acto de ver, Antonioni contraponiendo comprender y sentir y Tarkovski defendiéndose frente a quienes quieren interpretar sus imágenes como símbolos. Todos negándose a reducir las imágenes a palabras, como sucede también en Kubrick. Quizá la palabra clave en este conflicto es la de “sensación”, ya que este cine es partidario de una sensibilidad que entiende, no de un concepto que se hace sensible, que es como se suele acercar la filosofía al cine. Aparentemente se trata de un punto de encuentro, pero lo que genera sobre todo son desencuentros. Normalmente se espera la narración lineal de hechos que están en la historia que el director tiene en la cabeza, pero lo que éste hace es esperar a que ocurra algo, es decir, espera acontecimientos, de ahí la impaciencia del espectador ante ese tiempo lento, de espera: ¿a qué espera?. No se está a la espera de un acontecer sino que el acontecer es la espera misma. Planta la cámara y espera que pase algo. Así hablaba Wenders En el curso del tiempo: esperar a que pasen imágenes, el paso del tiempo. El tiempo de referencia suele ser el presente, no el pasado, por eso se ha dicho que hay pocos flash-backs en las películas de Antonioni. Es la experiencia misma del tiempo, del tiempo físico, la gente mira el reloj y piensa: ¡cuánto dura el plano!. El tiempo de la vida es a veces largo y a veces corto, el físico parece siempre largo. Lo importante es incorporarle como tiempo de la vida. Aunque no haya casi acción sí hay cambio, se trata precisamente de imágenes de un tiempo lento para un mundo que está cambiando rápidamente, para unos sentimientos de ello siempre oscilantes. Su expresión en este cine se hace como una forma de resistencia al concepto. Frente al planteamiento lineal del concepto el oscilante, pues, de los sentimientos. Es importante la matización, pues no se trata ni del tiempo lineal o circular sino oscilante. Y es desde esta experiencia del tiempo como cabe decir que para estos autores 30


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el cine es la facultad de elevar el sentimiento a imagen. No es privativo de él, pero una vez que surge, no se concibe sólo como un séptimo arte sino como el arte de las artes. O al menos, como subraya Tarkovski, que él puede hacer lo que no puede hacer el resto de las artes. Antonioni ha repetido en diferentes entrevistas que las imágenes no se explican sino que se ven. Si se pretende reducir su trilogía (La aventura, La noche, El eclipse) a la incomunicación y de ahí explicar las imágenes, la situación se vuelve incómoda para el entrevistador y el entrevistado. Incluso se permite el director, a la vista de los premios, la observación irónica de que, entonces, ha comunicado muy bien la incomunicación. La clave –comenta a propósito de La Aventura- está en los sentimientos, en la “inestabilidad de los sentimientos”, el “misterio de los sentimientos”, que hace que las películas de la trilogía no cierren, queden ambiguas, oscilantes. Eso es lo que muestran las imágenes, los primeros planos, y los generales de Claudia y Sandro y del arrecife en las islas Eolias en La aventura. El cambio de tiempo es el cambio de sentimientos en los protagonistas, la violencia del viento y el mar indica la emergencia de nuevas sensaciones todavía indefinidas. La cámara va siguiendo a los protagonistas sin rumbo fijo, sin estructura narrativa, ya que el objetivo de las imágenes que pasan no es saber lo que está pasando sino justamente lo contrario, expresar la incertidumbre. Filmar se convierte entonces en un ejercicio de sensibilidad, y la cámara es una veleta agitada en todas las direcciones. Esta oscilación de los sentimientos en el cine de Antonioni es otro ejemplo de la ambigüedad que forma parte de lo esencial. Oscilan entre aquello de donde vienen, lo que son y un no se sabe adónde quieren llegar. Son la expresión, como todo el existencialismo con que se asocia, del malestar de la burguesía. Detrás hay un haz de percep31


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ciones cambiantes sin sujeto, vibración a estímulos, descripción de un corte, de una situación, no de un tiempo comprimido, de una noche, de un viaje. ¿Pero, es que nunca te diviertes? le pregunta su marido a Lidia en La noche. El tema, efectivamente, es la diversión, salpicada de algunas frases trascendentes, mostrando la película la inanidad de ambas. Pero Lidia se pregunta cuándo terminará esa angustia y empezará algo realmente nuevo. En La aventura el momento clave es la llegada a Lisca Bianca, el arrecife eolio. Ahí cobra contraste el poderío de la naturaleza y la fragilidad de los sujetos y sus sentimientos. En lo aparentemente inmutable, en la figura del destino, tiene lugar la metamorfosis, tan ambigua como los propios sentimientos, despertando la inestabilidad de los personajes, más que odio, una cierta piedad. Así al final de La Aventura en que se supone a Claudia perdonando a Sandro, aunque al parecer Monica Vitti opinaba lo contrario. La oscilación disruptiva de los sentimientos se hace todavía más patente en las imágenes sonoras, por ejemplo en La Noche con el sonido ambiente que aturde y chirría de los coches y las obras. Tal como ve Antonioni la trilogía lo que ahí se muestra es el esquematismo de los sentimientos por la descompensación entre el hombre moral y el científico. No hay, a diferencia de otros directores, una oposición en él al avance de la ciencia y la tecnología, reflejado en su propia obra posterior, lamentablemente incomprendida y minusvalorada. Por el contrario, según él, habría un avance en la ciencia que mira al futuro, mientras que la moral mira al pasado. Como alternativa plantea una crítica de los sentimientos: sentir más, no es sentir mejor. Esa crítica suya, consistente en mostrarlos, recibiría las críticas tanto desde la moral católica como la marxista, precisamente por el no compromiso. Tema, el de la acusación de no compromiso social en este tipo de cine, sobre el que volveremos más adelante. 32


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Son los sentimientos del cambio que no cambian, los personajes sienten de manera distinta, pero no cambian. El director ofrece lo que ve, pero el espectador reclama juicios: “me ocupo de dramas burgueses”, dice Antonioni. El paisaje es decisivo porque el origen de los sentimientos puede ser genético, cultural, ambiental…Ni tiñen el paisaje con sentimientos, sino a diferencia de los románticos, son teñidos por él. La crisis del paisaje es la crisis de los personajes. Y uno de los ejemplos más destacados pictóricamente es Desierto rojo. Todo ello lleva a una reflexión más general y es que los personajes van en zigzag como el Stalker en la Zona, entre los vacíos de las cosas. La palabra clave en la que se cruzan los tiempos rápidos y lentos, sus correspondientes espacios, es la palabra ENTRE. De ahí la fascinación por los seres intermedios, son las figuras extremas del goce y del sufrimiento. Así los semidioses y los dioses del momento. Son la imagen de la naturaleza escindida, no unida. Sus lugares son los descampados, degradados en lo urbano, como los de La Noche. El instante, el silencio es su momento. De ellos se espera que sean otra cosa, de ahí la incomodidad de la indecisión que configura una particular estética de la transición intransitiva, a diferencia de la mantenida en la experiencia estética moderna. Barthes, en su “Querido Antonioni”, habla acertadamente de un “arte de intersticios”, de identidades, como las orientales, sostenidas en el vacío. En su magnífico texto destaca la fragilidad del artista contemporáneo que se hace eco de esos cambios de la modernidad, no sabiendo si son debidos al mundo que cambia o a su propio deseo de cambio. Sólo que, a diferencia de Barthes, quizá lo que no es dable encontrar es un sentido, por muy sutil que sea, sino un cúmulo de sensaciones, de resonancias, como esos ruidos ambientales que forman parte de la imagen y que Antonioni prefiere a la 33


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música adherida a la imagen. El ruido o el silencio adherido a la imagen acaban de componerla. Aunque ciertamente esto sabe a poco a un semiólogo.

4. El vertido de lo sublime. Dos figuras de espaldas, ensimismadas a lo Friedrich, contemplando un paisaje desolado, contaminado: el vertido de lo sublime. Estas imágenes se repiten con frecuencia en la película El desierto rojo (1964) de Antonioni. Así otras figuras, también de espaldas, contemplando la salida del vapor de la fábrica, que poco a poco va adueñándose de toda la pantalla. En planos y contraplanos chimeneas que vierten humo tóxico empequeñecen a las figuras humanas; ruidos ensordecedores de las máquinas les impiden oírse. Es la manifestación primaria del lado oscuro de lo sublime tecnológico. Los primeros 14 minutos de la película son una auténtica agresión audiovisual que dejará sus consecuencias a lo largo de ella. Si no estuvieran ahí, si se empezara a ver desde la última parte, desde la secuencia en el apartamento de Corrado, quizás el enfoque de la película sería distinto. En la citada secuencia la escena de Mónica moviendo la cabeza desasosegada en la cama, con un primer plano de espaldas en que sólo se ve 34


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el pelo, subiendo la cámara por el cabecero, distorsionando los colores, sin visión nítida de fondo, sería el ejemplo de manual sobre la dislocación exterior fruto de la personalidad enfermiza. Pero a continuación da otra clave que mencionaremos más adelante. La sociedad moderna es una sociedad neurótica en la que los espacios están en continua mutación, destruyéndose los lugares, eso, y no al revés, es lo que refleja emocionalmente la parte más sensible y consciente de ella, las mujeres, a lo largo de estas películas de Antonioni, y muy especialmente Monica Vitti. No se trata de un problema de adaptación sino, por el contrario, de figuras que sintonizan como ninguna con la sociedad y el paisaje que les ha tocado vivir: a una sociedad y espacios enfermos les corresponden unos sentimientos enfermos. La enfermedad forma parte de la vida. No es la geometría sentimental del Werther que tiñe al paisaje emocionalmente sino el espacio mutante que proyecta una intimidad distorsionada. Es la diferencia entre la visión de la película desde una estética romántica y existencialista o desde la modernidad estética. No es el mundo proyectado desde la mirada sino la mirada como reflejo del mundo. Se trata pues, en el pleno sentido de la palabra, de una mirada alienada, de una mirada de lo otro. Se trata del (mal) estar de los objetos que se traslada a los sujetos. La neurosis del espacio provoca la del personaje y no al revés. La clave, para decirlo en términos tradicionales, está en la objetividad y no en la subjetividad, en la fractura de los objetos que hace imposible la historia de los sujetos. Para que ésta fuera posible habría que elegir, decidir qué mirar, y es lo que pregunta Giuliana en un intento de adaptarse; pero no recibe respuesta. Este punto, el qué mirar es una de las preguntas clave de la modernidad melancólica en toda su ambigüedad ya que se mezcla lo estético con lo moral. Pero no sólo se trata de la mirada del ojo, sino del tacto, la forma más primaria de estar en contacto con las cosas. Lo que se ve desde la ventana del ejecutivo son enormes depósitos circulares junto a pinos residuales. La fábrica respira a través del campo y Giuliana da un respingo cuando al caminar sale un escape de vapor del suelo. En el laberinto de sus entrañas se siente perdida y sin capacidad de orientación. Cuando devora el bocadillo comprado al obrero lo hace con ansiedad y miedo, mirando a su alrededor, asustada tras el falso abrigo natural de unas zarzas, con las chimeneas expulsando humo amarillo, veneno, al fondo. Todo ello conforma, efectivamente, un desierto rojo creado por el hombre, 35


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pero que ha sobrepasado al ser humano, siendo el rojo el color de su agresión. El error en la percepción de estas imágenes proviene nuevamente de la mentalidad narrativa, de la estética de la vivencia y la empatía, de lo que Adorno definía como la maldición de la intimidad. Antonioni toma nota de los cambios, no los condena, y a través de la ficción, de la experimentación con el color intenta mostrar, no tanto el estado de ánimo de los sujetos, como de los objetos. Estamos, para decirlo con un término artístico, ante una nueva objetividad de los sentimientos. Para entenderlo es bueno retroceder a su “documental” Gente del Po (1943-1947), un ejemplo de la nueva objetividad que, sin embargo, ya no puede ser catalogado como “neorrealismo” a secas, como tampoco los documentales de Herzog. En El desierto rojo no se captan los colores reales de las cosas sino su (mal) estar, de ahí que la realidad (ante la falta de medios técnicos que vendrán con lo digital) esté pintada. El color rojo no sólo afectó a los obreros de la fábrica en que se graba sino a la percepción de los objetos mismos. En pocas ocasiones como en esta película se muestra el giro de la modernidad melancólica (y el malentendido asociado): hay que prescindir de la psicología para ver esas películas, basta con la fisiología. Es empirismo, no idealismo. Después de haber huido del apartamento de Corrado, Giuliana se refugia en el local vacío de su futura tienda. Calle de paredes con desconchones, pegada a las cuales vemos caminar a ella. Interior del local con diferentes colores de prueba en las paredes. Sitio inhóspito, pero en el que se refugia al comienzo y final de la película. Allí le confiesa a Corrado que ha intentado adaptarse a la realidad después de su accidente e intento de suicidio. Pero, y esta es la clave, “hay algo terrible en la realidad, pero no sé lo que es”. La búsqueda de ese saber es lo que provoca sus vagabundeos por fábricas, en medio de barcos, entre los vertidos del campo, por bosques de radares en vibración. Se constata que lo real no es lo que era pero tampoco se sabe qué es. De ahí el misterio y el ensimismamiento de las miradas, de ahí la famosa escena 36


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en la que pregunta a Corrado qué debe mirar y éste le contesta que para él significa cómo debe vivir y las dos cosas son la misma. En saber qué mirar va la vida, es una elección vital. Por el contrario el personaje de Giuliana, inestable, enferma en sus sentimientos, tiene la enfermedad como forma de lucidez, de trastorno. No renuncia a nada. A diferencia de Corrado, “si tuviera que irme me llevaría todo lo que veo”. Eso terrible de la realidad en estética es lo sublime y la imposibilidad de racionalizarlo y, aún más, de imaginarlo, porque sobrepasa todas las facultades, produce miedo, dolor. Giuliana afirma que tiene miedo, “de las calles, de las fábricas, de los colores, de la gente, de todo”. Y eso le produce dolor, pero no espiritual, sino físico, corporal: “me duele el cabello, los ojos, la garganta, la boca”. Y de ahí su retorcerse continuamente como imposibilidad de salir de esa contradicción somatizada. Los colores agreden y también los objetos deshumanizados en forma de zumbido persistente, que hace estallar la cabeza, gritar. Giuliana oye la vibración de la realidad, de las cosas, un zumbido que le lleva a cerrar las puertas, pero también a abrir las cortinas para ver de dónde procede. Los diálogos con Corrado no han servido para nada, y así se lo reprocha, incluso el breve contacto de la infidelidad pasajera. Con el paso de los años para Antonioni cada vez más la clave estará en el cuerpo a la par que crece la incomprensión hacia su tipo de cine.

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Icónicamente se presentan dos opciones en la película. Una es la de irse de esa realidad: es la imagen del velero solitario en el cuento que le narra a su hijo, viene y se va, misterioso. En el caso de Corrado, el no poder sentirse bien en ningún lado, el no querer pertenecer a ningún lugar, el moverse continuamente para, reconoce, en un movimiento en falso estar siempre en el mismo sitio. Los barcos son aquí la imagen recurrente de irse…a ninguna parte, de que las cosas sigan igual de un ir tirando. El marido de Giuliana juega con su hijo con una especie de peonza grande que de plano o de lado siempre se mantiene en pie. Es la contrafigura de Giuliana. El marido aclara que el aparato se mantiene de pie siempre gracias a un giroscopio, una máquina como la que llevan los barcos para mantenerse a flote en el mar agitado. Giuliana los observa. Es el aparato que le falta a ella. La otra imagen es la secuencia final de Giuliana volviendo con su hijo a la fábrica, con el mismo abrigo verde de los comienzos. En la primera secuencia el verde contrasta

con el resto de colores metálicos, siendo el único color “natural”, pues la naturaleza contaminada aparece con colores artificiales, incluso el frustrado bosque “blanco” de los pinos. En la última secuencia Giuliana se mueve entre algunos hierbajos de color verde en los alrededores de la fábrica. Se mueve ENTRE la polución industrial que es algo que también hay que mirar, parece haber comenzado la “adaptación” a la nueva 38


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realidad. Pero no se trata sólo de la polución industrial sino también de la polución icónica a la que se enfrentarán Antonioni y sus herederos.

Giuliana vuelve hacia sus amigos, compañeros circunstanciales de orgía pseudoerótica, que han huido ante la posibilidad de un contagio proveniente de un barco. Vuelve y Antonioni para la cámara, los personajes se van diluyendo en la niebla, la metáfora más querida de la nada en los autores de la modernidad melancólica. El protagonista es ahora la atmósfera, el vacío entre los personajes.

5. El vacío creador de los simulacros. Wenders viaja a Tokio en Tokio Ga (1985) buscando el espíritu de las películas de Ozu. Apenas lo encuentra en una ciudad caótica de modernidad americanizada y postiza en su noche heladora. Tan sólo algunos trenes recuerdan imágenes familiares de otro tiempo. Los entrañables trenes que salen de improviso en las películas de Ozu. Pero todo cambia cuando logra hablar con el fiel cámara de Ozu, Yuuharu Atsuta. Es ya el tiempo recuperado de la película y el perdido del narrador, que oscila entre la nostalgia y el llanto. Recuerda las estrictas normas, casi atrabiliarias, por las que el genio de Ozu lograba su deslumbrante 39


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sencillez: la fijación por la vieja cámara de 50 mm, su emplazamiento a ras de suelo, a la altura de la mirada de un niño o de quien toma el té sentado, el famoso planotatami. Ozu fue su maestro: sacó lo mejor de él, y él se lo dio. Una correspondencia. No menciona lo aprendido. Diríase que Ozu no le enseñó a saber sino a ser a través de las imágenes, o ¿qué tipo de saber es ése, que no tiene contenidos, en el que lo bueno que se recibe de otros es lo mejor que sacan de uno mismo? No, no parece simple socratismo. De repente, Yuuharu Atsuta se echa a llorar, pide que le dejen solo. El espíritu, brevemente recuperado, de Ozu se ha ido y con él su ser. Está refugiado en la inscripción de la negra estela que se yergue desnuda en la tumba de Ozu: la plenitud de ser es el vacío, la Nada. Así interpreta Wenders la solitaria palabra Mû allí escrita. Aunque Wenders prefiere no hablar de su viaje como un peregrinaje a la tumba de Ozu, ni tampoco se puede hablar de aprendizaje, sí por lo menos lo es de meditación, habida cuenta de que cronológica y temáticamente esta película se sitúa en los momentos en que está reflexionando en otras sobre el sentido del cine y de las imágenes en el momento en que parece haber sido sustituido por la publicidad y la televisión. Viaje, pues, de orientación de alguien en cuyo nombre convenientemente arianizado han sustituido el Wim holandés por el Wilhelm en su certificado de nacimiento ganando, al menos, una remota alusión a su tan querido Wilhelm Meister de Goethe. Así Wenders viaja buscando lo que queda del Tokio de Ozu, pero también lo que encarnan sus imágenes: un cine esencial de lo simple, de lo cotidiano, que está cambiando la identidad en la confluencia entre Oriente y Occidente. La película abre y cierra con escenas de la película más emblemática de Ozu Cuentos de Tokio. Y en ellas encuentra Wenders la respuesta a lo que estaba buscando. En un plano los dos esposos se preparan para el viaje a Tokio en que visitarán a sus hijos, despedidos por la amable vecina. En el contraplano unas gigantescas chimeneas que brotan telúricamente de la tierra lanzan al cielo oscurecido su humo. Se presiente algo. Al final de la película otro plano con la misma habitación y la misma vecina, pero todo ha 40


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cambiado: su mujer ha muerto, ahora él está solo, el viaje ha sido un fracaso sólo atenuado por las buenas maneras y la solicitud de su antigua nuera Noriko, se han dado cuenta de que no tenían nada que hacer en Tokio y que, en realidad, eran un estorbo para sus hijos. Plano tatami final en que el actor fetiche de Ozu, Chishu Ryu, (envejecido para las películas) suspira en la soledad que alarga interminablemente el día. No ha pasado nada, los cuentos son mínimos, pero las imágenes muestran el drama que se esconde en lo cotidiano entretejido con ello, y que no se expresa a nivel verbal. Lo que muestran las imágenes de las películas de Ozu es un Tokio distinto al imaginado por Wenders, y así lo acaba reconociendo éste. Aquel mundo era bello porque era ya terminal, de una belleza traicionada, y se intenta rescatar ahora cuando nadie ve esas películas y a los actores favoritos no se les reconoce si no salen en televisión. Como le sucede al propio Ryu en la calle durante la filmación de esta película, presa del tópico de unos japoneses, cámara en mano, compelidos a disparar contra todo lo que se mueva. ¿Nostalgia? El encuentro en Tokio con otro icono del antiguo “nuevo cine alemán”, le permite ir a Wenders al límite, dado que expone perfectamente su postura inicial. Monologa un encorbatado Werner Herzog: “Hay en este mundo poquísimas personas que luchen por la necesidad de conseguir imágenes adecuadas. Tenemos absoluta necesidad de imágenes que estén en armonía con nuestra civilización y con nuestra intimidad más profunda. A veces es necesario afrontar una dura lucha por obtenerlas, para encontrar imágenes limpias claras y transparentes”. Y señalando el torturado y violado paisaje urbano de Tokio, expresa la dificultad de encontrarlas ahí y la necesidad de hacerlo fuera, en las altas montañas o en Marte. Pero, ¿no es una contradicción pretender obtener imágenes de esta civilización fuera de ella?. En el discurso de Herzog están todavía unidas dos demandas a las imágenes provenientes de algunas vanguardias pictóricas: originalidad y autenticidad. En esta película se van a disociar. Lo que mostraban las de Ozu es que el Tokio auténtico sólo se daba en el inauténtico, es decir, en las imágenes de un Tokio mutante, entre Oriente y Occidente, entre la na41


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turaleza y la industria. Y es lo que, a la postre, va a hacer Wenders sacando la cámara a la calle, filmando lo que más temía Rilke para la cultura europea: la invasión de los sucedáneos por parte del americanismo. Y así la entrañable escena en que se borra de un plumazo la distinción icónica entre lo natural y artificial en la comida, pues los operarios consumen en la hora de la comida los mismos alimentos “naturales” cuyas réplicas en cera o gelatina acaban de hacer, los nuevos y espléndidos bodegones de la modernidad; en la calle muchachos callejeros, herederos sin duda de los de Ozu, imitan a los héroes americanos del rock, como también lo han hecho personajes de Wenders oyendo música americana, como lo harán los de Wong kar Wai. Y en una escena lamentablemente desechada, unas viejecitas alemanas confraternizan en la calle bebiendo sake (“bebida imperial”) en vaso de plástico con unos jóvenes japoneses. La cámara así liberada filma estremecida, como pintaron las grandes vanguardias alemanas, la noche de la gran ciudad, los anuncios atrayentes y la oscuridad inquietante. Como dirá luego Jarmusch, ya no se pide de las imágenes que sean originales (todo son apropiaciones) pero sí que sean auténticas, es decir, que puedan ser sentidas. La visita a la tumba de Ozu se enriquece ahora con otras imágenes. El sencillo monumento funerario recuerda el Metro cúbico de infinito (1966) de Pistoletto. El infinito aquí es un cubo que cierra un vacío: totalidad y (en) agujero. Pero en el Mû de Ozu Wenders cree percibir un vacío y una nada origen de algo. Es, pues, una estética entre el ser y la nada, entre la pérdida de imágenes y la sobredosis de imágenes, es decir, situada en el espacio cotidiano de nuestra civilización, como enseñaba Ozu.

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6. Estética del entre. La palabra de la tumba de Ozu se encuentra evocada de diferentes maneras en las imágenes y en los textos de buena parte de los directores de cine, literatos y filósofos de la segunda mitad del siglo XX. Pierrot le fou (1965) de Godard comienza con Jean Paul Belmondo recitando un texto de Elie Faure sobre Velázquez, como ejemplo de una representación no interesada ni en personas ni en cosas, sino en lo que hay “entre” personas y cosas. Al ser preguntado por las razones de la inclusión de esa cita, responde en Jean-Luc Godard por Jean-Luc Godard: “Es el tema, su definición. Velázquez, al final de su vida ya no pintaba cosas definidas, pintaba lo que había entre las cosas definidas y eso lo repite Belmondo cuando imita a Simon: no habría que describir a la gente, sino lo que hay entre la gente”. Es difícil no recordar los Papeles sobre Velázquez y Goya (1950) de Ortega y Gasset donde habla de Velázquez como el melancólico por excelencia de nuestra modernidad pictórica, un pintor para pintores de atmósferas, del aire que circula entre los personajes y los objetos. Desde la filosofía Heidegger en De una conversación sobre el lenguaje (1953-4) con un japonés, reflexiona sobre la dificultad de acercarse Oriente y Occidente: si el lenguaje es la “casa del ser” parece como si ambas culturas habitaran en casas diferentes. Pero entretanto se ha producido el fenómeno de la globalización de la técnica que observa Wenders y las imágenes acaban siendo las mismas en diferentes lugares de la tierra, aunque los lenguajes hablados sean diferentes. Hay, pues, una casa común icónica, por más que esas imágenes puedan ser consideradas como “inauténticas”, aspecto éste en el que coinciden Wenders y Heidegger. Pues para este último sólo se puede esperar una manifestación del ser en medio de esa situación y no fuera de ella. Para Hei43


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degger la nada no es el no ser, sino el ser que no se deja objetivar en el pensamiento y se escapa a tales intentos en la extrañeza de lo siempre otro, en su nostalgia. La nada es la diferencia entre el ser y los entes, la garantía de un pensamiento auténtico. Y el vacío, dirá en Arte y espacio, en un mundo lleno, es posibilidad en el arte de vaciar para que puedan aparecer nuevos seres. Ya en La pregunta por la cosa, había interpretado el mismo principio supremo de los juicios sintéticos a priori de Kant como el principio del “entre” el sujeto y el objeto. El lugar de la diferencia para habitar. En no lejana sintonía Peter Handke, guionista de cine y literato, concibe su obra (en un manifiesto de independencia y resistencia estéticas) como una literatura de “intersticios”. A la postre Wenders en El estado de las cosas aspira a sostener las paredes de sus películas no sobre historias sino en el espacio que hay entre los personajes. Se trata, pues, de un cine moderno, de autor, pero no de sujetos y de personajes, sino que sólo quiere estar fuera, entre los objetos. Situado entre el “ya no” temporal del cine americano de historias, sí, pero no de todo, sino únicamente del épico, fascinados por las otras historias de individuos crepusculares como los que pululan por los filmes y westerns de Ray, Fuller, Mann y Ford, desde Hombres errantes a Centauros del desierto, en un retorno imposible a la casa imaginaria. Cine que busca la mirada desvanecida de los primeros realizadores como Vertov, Murnau, Lang, cuando no del mito depositado en las bobinas perdidas de los hermanos Manakis, que persigue “A” en La mirada de Ulises de Theo Angelopoulos. Cine situado, a veces dramáticamente, entre el “todavía no” de lo que quieren hacer pero no alumbra, perdidos en el proceso de reflexión autoreferencial sobre las posibilidades del cine mismo y de la imagen, que lleva hasta el borde de la parálisis, como muestra Wenders en Lisbon story. Es una estética de tiempos muertos. Tarkovski dice que ama las películas de An44


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tonioni porque cuando dice “¡acción!” no hay prácticamente acción. No es que no suceda nada, pero los fundidos en negro, el tiempo lento, los fuera de campo, las elipsis, construyen una historia no sólo de cuerpos de memoria sino sobre todo de agujeros de olvido. Así, lo fundamental del filme acaba siendo paradójicamente el tiempo hecho espacio entre los fotogramas. Películas lentas para un mundo rápido que muestra de este modo una incesante oscilación de los sentimientos, tan agitados como el viento de los acantilados de Lisca Bianca en La aventura de Antonioni. Sensación de que el juego de la vida se decide al final en los tiempos muertos. Estética de emociones y sentimientos, de resistencia al concepto en el autor, pero alimentándose de él, que reclama la mirada inmediata del espectador y se construye entre ellas. Estética, pues, y ante todo, de la mirada, que nace en la imagen, tanto en el cine como la novela (Kundera). Esta estética de la modernidad melancólica es plenamente actual, no sólo por los temas, sino porque se trata de una estética audiovisual en la que la imagen sonora compone la imagen visual, en la doble tradición americana y tecnooriental. De hecho, es una generación con una cultura híbrida, que oye música americana y ve cine japonés, no sólo de Ozu sino Mizoguchi y Kurosawa. Si con frecuencia (caso de Tarskovski) convierte a la imagen en un absoluto no por ello se refugia en una actitud mística. En Bela Tarr, y apoyándose en declaraciones suyas, se ha hablado del paso de lo social a la ontología en su cine. Pero lo cierto es que aquí, como otros, no estamos ante una dicotomía sino una ambigüedad que suma en vez de restar. Algo así como cuando Camus en sus Carnets decía que “La peste tiene un sentido social y un sentido metafísico. Es exactamente el mismo. Esta ambigüedad es también la de El Extranjero”. Lo que no evita que en sus orígenes y en Francia tuvieran que navegar entre los reproches de los semiólogos y los partidarios del compromiso social. Una izquierda que criticaba a otra izquierda, como señalaba Godard. Lo que busca esta modernidad melancólica es la independencia estética como forma de servicio social. Así en el filme Los cazadores de Angelopoulos donde se intenta, no mostrar lo oculto, sino lo visible para que no se oculte. Todo ello en lo que Jarmusch ha definido en su cine como una “estética minimalista de intermedios” y que Sokurov precisa como una construcción del filme a través de los detalles de la vida. Y esto porque hay en el fondo la convicción de que la vida no tiene argumento por lo que 45


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sólo queda enhebrar los pequeños detalles de la misma en imágenes. Una vida en la que las barreras de lo natural y lo artificial se han borrado. Pocas frases tan felices se encuentran en quien no cabía esperarlo, y así oímos decir a un personaje de Handke: “En esta ciudad cuando se llega a un cruce se diría que se ha llegado a un claro en el bosque”. Es cierto que la expresión remite a Heidegger y María Zambrano, pero es fácilmente evocable también cuando un apresurado Doinel busca esos cruces en el congestionado Paris de las películas de Truffaut.

Apresuramiento, viaje, no dejar de andar, pero casi siempre “movimiento en falso”. Esta es una constante que vamos a observar en los antihéroes de la modernidad melancólica. Al seguir sus trayectorias erráticas vemos que raramente acaban sabiendo más y difícilmente cambian. En El signo del león de Rohmer observamos uno de los recorridos más angustiosos de la historia del cine, pero sin estridencias, y hasta con final feliz. Es Pierre el frustrado heredero que recorre Paris y sus alrededores tocando todas las puertas que se le cierran, muchas de ellas porque sus moradores están fuera. El deterioro físico presente en el acentuado desaliño primero, las manchas que se acumulan en la ropa después, la barba crecida y sucia, la camisa deshaciéndose en jirones, los zapatos que se abren como una boca hambrienta, los pequeños hurtos… Acaba bien, y suponemos que debería haber aprendido de la condición humana, pero termina con 46


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la escena que sugiere la vuelta al derrochador del comienzo, que parece no haber aprendido. No son viajes de formación. Estética con la obsesión de la mirada y la imagen puras, que a la postre se revelan dialécticas. Los ángeles de Wenders suspiran por ser humanos y cuando se encarnan la película abandona el blanco y negro para colorearse; los niños miran un mundo que les secuestra y les viola, y ellos devuelven más tarde la mirada estremecedora del niño asesino capturado por los nazis, de Iván, que no ha tenido infancia. Es la estética de una difícil educación sentimental con resultados imprevisibles. Las miradas se tornan vacías, no inquisitivas, como las del científico Kelvin en Solaris, al apoyarse sobre el cristal de la casa paterna. Las imágenes se vuelven entonces dialécticas y ese proceso de metamorfosis incesante es el que va a seguir en alguna de sus fases este libro. Este libro, como la película de Wenders, es fruto de un viaje por esas miradas indagando lo que queda (y queda mucho) de esa modernidad melancólica. No es histórico ni tampoco nostálgico, porque no busca situarse en el espectador de antaño sino entre la mirada del director y de sus personajes. No se trata de una estética de la recepción en un momento en que la tríada director, obra y espectador ha desaparecido. Es un ejercicio de comprensión del presente más que de investigación de un pasado que desde el punto de vista del espectador, como Susan Sontag, se juzga ya muerto. Sigue siendo de interés su propuesta de un retorno a la imagen en la encrucijada del “ha llegado el tiempo de la imagen” (Gance) y la muerte de la imagen en los “vidiotas” (Wenders). Su condición de “survivors”, de supervivientes en El estado de las cosas, concibe a la vida en la imagen como un ejercicio de insistencia y resistencia en la fatalidad, reclamando una independencia estética más allá de la crítica a la industria cultural, explorando sus intersticios, siendo asimilados ocasionalmente por ella.

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ImรกGeneS Con/SIn HISToRIAS eSPACIoS De TIemPoS



1. Los que quieren historias y los supervivientes. “Las historias sólo existen en las historias Mientras que la vida continúa sin necesidad de convertirse en una historia”. (Wenders. El estado de las cosas). Este es el texto que el director Friedrich Munro (alter ego de Wenders) escribe en una servilleta de papel como síntesis de sus reflexiones sobre el cine. Enlaza con los diálogos finales en que el productor Gordon y Friedrich debaten sobre el sentido del cine en blanco y negro y sobre el cine mismo. Para Gordon, “una película necesita historias, paredes. Una película sin historias es como una casa sin paredes. Una casa necesita paredes. Una película necesita tener paredes, Friedrich. ¿No te parece?”. A lo que éste contesta: “¿Por qué paredes?. El espacio entre los personajes puede soportar su peso, el espacio entre la gente”. Un simple texto en una servilleta de papel y unas deshilvanadas reflexiones en una caravana que circula por la ciudad ponen en cuestión todo lo que ha sido la filosofía de la vida a comienzos del siglo XX, convirtiéndose en un lugar común: somos tiempo, somos historia, somos historias. Entre otros vienen a la mente la historicidad del Dasein en Heidegger y la razón narrativa en Ortega y Gasset. Por motivos diferentes desvinculan Gordon y Friedrich cine y vida. El uno porque piensa que la gente no quiere ver la vida real en la pantalla sino historias. El otro porque piensa que historia y vida son cosas diferentes, que no somos historia, que no somos una serie de acontecimientos a narrar, que la vida está (Kundera) en otra parte. De ahí que el lugar de la vida no esté 51


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en los personajes sino en los espacios (vacíos) entre ellos. Más aún en los lugares vacíos de personajes. Por esos espacios vacíos circula el tiempo de la vida, mientras que en los movimientos de los personajes se agita el tiempo del yo. La imagen emblemática de la película es la de Joe (Sam Fuller) caminando con sus maletas y la cámara nos lo va mostrando en un travelling lateral a través de los barrotes de la cerca. Los vacíos, los intermedios, los intersticios no se narran, sino que se muestran, se describen, son imágenes. El pensamiento y el concepto siempre lo son de algo, pero las imágenes aquí lo son de sí mismas, no esquematizan conceptos. Flotando en el vacío los movimientos se vuelven más lentos, los personajes pierden el peso acumulado de las historias, se acentúa la levedad. Los movimientos no son sucesivos sino que tienen lugar en paralelo. El tiempo en la película es el mismo para todos: 02:36. Planteada de este modo la película es “un mosaico de tiempo” (Tarkovski). Como sucede con Mistery train de Jarmusch: las “historias” simultáneas en el tiempo físico responden a tiempos vitales distintos y los protagonistas no se cruzan, aunque compartan el mismo espacio y tiempo físicos. Es una ironía que con el metraje sobrante de El estado de las cosas, Jarmusch hiciera parte de Etrangers than Paradise, otra película de intervalos. Nos da una clave sobre el cómo se ven ahora los dos discursos tradicionales: el de la narración e historia sería el de la inautenticidad, mientras que el de los intervalos y vacío sería el de la autenticidad. Los planteamientos existenciales se invierten, el de las historias resulta ser ahora el cine de entretenimiento. Y por eso al que expresa la imagen como tiempo se le llama trascendente o trascendental, de modo que no sería su tiempo sino un tiempo fuera del tiempo. El tiempo lento sería entonces un tiempo fuera de su tiempo. Pero, en realidad, en el tiempo lento no se detiene (como es obvio) el tiempo, sino su percepción, y eso es el plano largo. El objetivo de este tipo de cine es educar la percepción. Las dos posiciones en la película de Wenders, la del frustrado director Munro y 52


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la del fallido productor Gordon, son paradigmáticas. El productor dice lo que la gente quiere, el director se remite a otro tipo de gente, los supervivientes, título de su película, y cuyas imágenes de desolación romántica aparecen en sepia. Su objetivo, y por extensión el del cine de tiempo lento, es el de sacar de sus casillas al espectador. Literalmente, es decir, de su encasillamiento para llevarle otro lugar. En cierto modo se trata de una labor pedagógica, de sentir y ser de modo distinto sin que se diga conceptualmente cuál. Los planteamientos son en el terreno estético no en el ético, algo que no pasaba en los viejos discursos de la autenticidad e inautenticidad que lo incorporaban subrepticiamente. No se le propone sentir mejor sino distinto. En estas películas de tiempo lento resuena la recomendación de Schiller de dar al siglo, no lo que le gusta, sino lo que necesita. En eso estriba su verdadera ·actualidad”. Más allá de toda interpretación trascendente lo que pretenden estos directores es una educación estética en imágenes para tiempos de inautenticidad. El componente existencialista está ahí, pero sin decisionismo, pues raramente se propone un modelo alternativo. Se trata, una vez más, no de ser mejor, sino de desarrollarse, de adquirir conocimiento. Por ello se prestan fácilmente a malentendidos y de ahí las interpretaciones pseudofilosóficas o religiosas, muy de acuerdo, por otra parte, con el esencialismo de mercado. Insisten una y otra vez en que no filman conceptos, ni cuentan historias de acción sino, más bien, que se trata de una educación de los sentimientos, en el cruce entre el romanticismo luminoso y el negro. Es decir, de la modernidad estética.

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En Lisbon story (1994) Wenders volverá de manera aparentemente inesperada a temas de anteriores películas especialmente a El estado de las cosas y su dialéctica de la imagen y las historias. El discurso sobre el final del cine, de un tipo determinado de cine, el clásico, se hace desde su nostalgia y al mismo tiempo de la imposibilidad del mismo hoy. En él habría un equilibrio entre imagen e historia que convertía a las películas en “historias vivas” y que se habría perdido luego. La película es un poner a prueba todas las tesis anteriores llevándolas hasta sus límites dejando un final abierto e incluso introduciendo un punto de ironía representado por el ingeniero de sonido Winter frente a las tesis del director Munro. El modelo que se va a poner a prueba es otro modo de inocencia, el del cine-ojo de Vertov en que se sustituye al hombre- ojo por la cámara-ojo. Como En el curso del tiempo se trata de plantar la cámara y que vayan apareciendo imágenes, en este caso en cámaras emplazadas en diversos lugares. El ojo no interviene en la captación de la imagen ni tampoco en su visionado, constituyendo su recolección una biblioteca de imágenes no vistas que atesora Munro para generaciones posteriores que puedan ver así las cosas en sí mismas sin mediación. Al comienzo de este libro hemos analizado las pretensiones de la mirada pura referida a la infancia, ahora observamos su contrapunto en la búsqueda de la imagen pura, ya no mediada por ojo humano. Todo este planteamiento recuerda el anhelo de “estar fuera”, que ya veremos a propósito de Handke, reforzado ahora con textos de Pessoa de Poema de la nada. Dos se citan especialmente. El primero “quién pudiera como los sonidos vivir entre las cosas sin pertenecerlas” y el segundo “escucho sin mirar y así veo”. Los sonidos que Winter va grabando para la película de Munro presentan una vida colorida de las cosas más vivas que las imágenes sepia, envejecidas que ha filmado Munro. Cuando la niña va identificando los sonidos que ha grabado Winter es una forma de contar las cosas sin la objetivación de la mirada, anuncia54


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das por su mera presencia. El magnetófono se configura como contrapartida de block de notas sonoras de Winter al block de notas visuales que lleva Munro. Aquél es el auténtico flâneur que callejea por la ciudad guiándose por los sonidos de las cosas, más allá de la sujeción a la película de Munro, revelándose como un auténtico compositor de la vida moderna. Pero no se pierde ya en la vida de una gran ciudad el solitario, sino el solidario, una vuelta de tuerca del flâneur. La dialéctica entre sonido e imagen no se resuelve para Munro ya que los sonidos no acaban de sacar a las imágenes de su “oscuridad”, mientras que sí lo hace para Winter que le ayuda a salir del callejón sin salida de la autorreferencialidad de un cine que se cuestiona permanentemente a sí mismo, aquejado de la “enfermedad moral” del siglo, por la sospecha de que las imágenes ya no son de “fiar”. Al igual que tenemos el ejemplo de Adorno de que sólo es verdadero el pensamiento que va contra sí mismo, aquí se trata de un cine que va contra sí mismo para no traicionarse, aún sabiendo que no existe el cine puro. De ahí que la pregunta que plantea la película es ¿cómo hacer cine en la época de los vidiotas (videoidiotas)?. La respuesta puede ser la que le dio a Wenders Antonioni en Room 666: el cine tiene que olvidarse ya de las grandes salas y grandes pantallas y debe abrirse a las nuevas posibilidades técnicas. E indudablemente una de ellas es el vídeo. La que la película muestra, y Winter le recuerda a Munro, es el efecto paralizante de esa dialéctica, la necesidad de volverse afirmativo. Es interesante destacar ahora esta faceta ya que el personaje de Winter aparece como dubitativo, perdido, en las otras películas de Wenders, por no hablar de ésta que comienza con un viaje en coche de final calamitoso desde Alemania a Portugal, una ironía, junto el pie enyesado de la existencia en la carretera, y tirando por error en un movimiento en falso la rueda de repuesto. Aquí la fluidez es la de los objetos y, al igual que en El paso suspendido de la cigüeña, es el río, no la ciudad, el protagonista callado, como dice Pedro de Madredeus: “El Tajo es el único testigo 55


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de nuestras vidas, no la ciudad”. Una de las mejores escenas de la película es aquella en la que Winter oye una música y va siguiendo su rastro hasta dar con la espléndida imagen de Teresa Salgueiro cantando. Una perfecta simbiosis entre sonido e imagen que refuerza la posibilidad de la afirmación en la película. El diálogo en la sala de cine destartalada recuerda el que tiene lugar en La mirada de Ulises de Angelopoulos. Aquí la referencia icónica a Fahrenheit 451 cobra toda su fuerza, más en la novela de Bradbury que en la mediocre película de Truffaut, pues (y enlaza con el lamento de Sontag sobre el final del (este) cine) lo grave no es sólo que no se haga ya un tipo determinado de cine sino que no se experimente la necesidad de verlo. Sería la sobredosis de imágenes la que sepulta a las otras, pero lo cierto es que en las películas de Wenders, como en las de Godard o Truffaut, aparecen todavía carteleras de películas al estilo clásico casi contemporáneas. Pero, en realidad, lo que está haciendo aquí Wenders es una especie de dialéctica de la Ilustración a través de las imágenes en una crítica a la industria cultural de las mismas. La solución apostillará Winter no está en volver a Vertov, como si no hubiera habido cine después, sino en ponerse otra vez en camino bajo la palabra “¡rueda, rueda!”, con la que apremia Winter a Munro. Las imágenes poéticas sustituyen así a la esterilidad de las imágenes invisibles, las recolectadas por el ojo mecánico. Al final Munro pierde la manivela de una cámara a lo Vertov, pero le da igual y sigue moviéndose frenéticamente porque él es ya el hombre de (con) la cámara de cine. Si En el curso del tiempo el niño cuenta lo que ve, aquí el director niño filma lo que ve, sin angustias, por el placer de hacerlo. Pero teniendo en cuenta que, a diferencia de lo que plantea Wenders, Vertov es de hecho un director moderno, que no se limita a filmar, sino que compone las imágenes en fórmulas de sobreexposición, fragmentación, distorsión etc., que distan mucho de la mirada natural o artificial de la cámara en la que se ha depositado ahora la inocencia. De hecho Winter ejerce de contrapunto sabio frente a un Munro de aire enloquecido y místico que desde la experiencia de la pérdida de las imágenes intenta volver al paraíso de las imágenes.

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2. Interrupción. Lo sonoro y las imágenes de tiempo lento. La hipótesis que quiero plantear es que hay un cierto paralelismo entre la emancipación de las imágenes visuales de tiempo lento de las de tiempos rápidos, y la “emancipación de lo sonoro” de la música, ambas en el cine. De hecho, en algunos casos, las segundas, las sonoras, nos dan la clave de las primeras, de las visuales, obligando a modificar su recepción y la experiencia estética consiguiente. En concreto, lo que se pone en cuestión es el modelo narrativo aplicado a estas imágenes como consecuencia del más extendido de narrativa audiovisual. Uno de los ejemplos más perfectos de ello lo tenemos, a mi juicio, en la escena de la boda en El paso suspendido de la cigüeña (1991) de Theo Angelopoulos. Se va a celebrar una boda entre griegos de comunidades radicadas en dos naciones diferentes cuya frontera es un río. Una unión espiritual desde la separación física. La boda se celebra con el novio en un margen y la novia en otro. Aquí el puente que atraviesa el río no sirve de símbolo de reunión. Nada de mitologías heideggerianas, de lugares de encuentro y reunión. Por el contrario, su cruce en uno u otro sentido significa la muerte a manos de los guardias fronterizos. Debido a esta separación cada uno de los movimientos del rito es repetido en cada orilla. Se repiten las palabras y la música y la cámara enfoca alternativamente una y otra orilla para dar cuenta de lo que está pasando. Se está narrando una acción. Hasta ahora una escena clásica de la narrativa audiovisual. Pero a partir de ahora se convierte en un ejemplo del fracaso de ese enfoque cuando se trata de las imágenes de tiempo lento. Va seguir habiendo movimiento visual, pero sin acción, lo que se pone de manifiesto en los sonidos que ya no hacen de acompañamiento. Lo que nos lleva a preguntarnos si la emancipación de lo sonoro de la música no implicaría también una emancipación de lo “narrativo”, un concepto literario aplicado a la imagen. 57


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Porque, en efecto, y dentro de la escena aludida, hay un momento en que el espectador se queda en suspenso, pues palabras y música dejan de oírse, aunque no dejan de verse en pantalla los gestos que las originan. Y no por ello hay silencio. Desaparece la música, pero no el sonido. Prestamos atención y percibimos que el único sonido es el del agua del río que pasa. Pero no durante un momento, se trata de un plano largo, en que no sucede nada. Insisto en la palabra “sucede” porque a pesar de haber movimiento no hay acción. Ni siquiera se trata de lo que Wenders denominaba una “imagen en espera” de un acontecimiento. Todo esto, movimiento de personas sin sonido, sonido que no corresponde a sus gestos y palabras, descoloca al espectador, le obliga a replantear su papel. La clave no está sólo en el encuadre visual sino también y, sobre todo, en el sonoro. ¿Por qué? Hay que atender a otra cosa, pues este sonido no corresponde a los gestos (ahora un tanto grotescos) de las palabras y la música, que se ven, pero no se oyen. Lo que se oye es otra cosa que existe, pero no actúa. Y sin embargo, es el protagonista de la escena. La incomodidad del espectador se traduce en que tiene que abandonar el concepto por la percepción. Porque aquí no basta la imagen visual, que nos entrega un símbolo, el río como separación, mientras que la imagen sonora nos entrega una cosa, un objeto, el río como continuidad espacio-temporal. Lo que en la película de Angelopoulos parece ser una sola propuesta simbólica, la crítica de las fronteras, se transforma en una nueva proposición con el río: el unir atravesando. Hay una continuidad en el sonido a través del movimiento visual. En otra película del director, Paisaje en la niebla (1988), los niños en su camino de Grecia a Alemania atraviesan fronteras de países no colindantes físicamente buscando la unión con el padre real o imaginario. Se podría concluir que en las imágenes de tiempo lento, las imágenes visuales nos entregan símbolos en el cine, las sonoras, objetos. Esta es una tesis, quizá demasiado general, pero que, sin embargo, merece la pena explorar. Aunque también es cierto que ambos tipos de imágenes colaboran: la película que estoy comentando acaba con las imágenes visuales de unos operarios colgados de unas líneas telefónicas que conectarán ambos países, y a las que el director quiere explícitamente simbolizar como notas musicales. Notas musicales, no sólo sonidos, ¿estamos ante una “gezwungene Harmonie”?, una armonía forzada, que diría Adorno. No adelantemos. Lo que quería 58


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con todo ello es mostrar a través de un ejemplo cómo la experiencia sonora reajusta la experiencia visual. Pero no sólo eso. Me atrevería a decir que esa experiencia sonora modifica también la experiencia vital en este cine en particular, y quizá también en general. Hemos visto que se trata de unas imágenes de tiempo lento en plano largo. Desde el punto de vista de las estéticas de la vivencia y de la identificación la gente rechaza los planos largos, algunos larguísimos, como el comienzo de El hombre de Londres (2007) de Bela Tarr, en una panorámica lentísima e inacabable. Parecen demasiado artificiales, como si se suspendiera la vida. Y, sin embargo, oigamos lo que dice sobre el plano largo Angelopoulos. Según él, no es fruto de una decisión lógica, sino natural: “[de] una necesidad de incorporar el tiempo natural al espacio, como unidad de espacio y tiempo. Una necesidad del así llamado “tiempo muerto” entre la acción y la espera de la acción, que usualmente es eliminado por las tijeras del editor para funcionar musicalmente, como pausas. Un concepto de la toma como una célula viviente que inhala, pronuncia la palabra principal y exhala. Una elección fascinante y peligrosa que continúa hasta el día de hoy”. El plano largo, nos dice, tiende a suprimir la dicotomía espacio-tiempo, y es la unidad espacio temporal donde se incorporan los tiempos muertos a los vivos, la pausa y el intervalo a la acción, es como el respirar para la vida que consiste en inhalar y exhalar. Ya habíamos percibido algo de estas imágenes sonoras de “célula viviente” en 2001, una odisea en el espacio de Kubrick. Pero el alcance de estas nuevas formas de percepción va más allá de algunos ejemplos concretos. Hasta tal punto que me permito sugerir algo que es casi como una blasfemia: la necesidad de revisar toda la tradición de teoría cinematográfica que va de Bergson a Deleuze, pasando por Bazin. En la tradicional división de las artes, el cine y la música serían artes del tiempo. Pero esta división tradicional en artes del espacio y del tiempo, así como la dicotomía de tiempo y espacio, más aún la de imagen movimiento e imagen tiempo, no se mantiene ya hoy. Partamos de las raíces bergsonianas con las siguientes observaciones: Primero, hoy día es insostenible la dicotomía y oposición entre tiempo de la ciencia y tiempo de la vida; segundo, lo es también la de tiempo y espacio vitales y físicos, lo que pone en cuestión la división entre imagen tiempo e imagen movimiento; tercero, 59


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tampoco funciona la dicotomía entre concepto (ciencia) e intuición (vida); cuarto, por ello la imagen no tiene el papel de mediador entre concepto e intuición, lo que obliga un replanteamiento de la estética de la imagen; quinto, la imagen es absoluta en las imágenes de tiempo lento y su percepción es inmediata; sexto, habría que valorar la postura de Tarkovski cuando afirma que música y cine tienen en común que no son lenguajes, sino percepciones inmediatas, que no necesitan de mediaciones. En conclusión, lo que entonces pareció una conquista, la separación entre vida, ciencia y arte, tiempo y espacio, ahora se revela como un atraso. Visto desde la distancia, ¿por qué lo hicieron? Creo que por algo que intentaban conjurar y que no lograron, heredado del siglo XIX: el fantasma del sujeto, del yo. Es cierto que la vida no es el sujeto y el yo, pero del mismo modo que no lograron superar el idealismo en el pensamiento, lo cierto es que tampoco se ha logrado en la teoría del cine. Nuevamente se vincula imagen con acción y narración de un yo, de un personaje. De ahí la narrativa audiovisual, la historia del sujeto, pero no de los objetos. Así se han planteado las relaciones entre cine y literatura. Si se toma el excelente libro de Pere Gimferrer, Cine y literatura, vemos que, primero, sostiene la tesis del patrón Dickens en el cine de Griffith, y luego lo extiende a todo el cine posterior. Ahora bien, el cine de tiempo lento es un cine de vida, pero no sólo de sujetos, sino también de objetos, no sólo de acción, sino de tiempos muertos. Y no es casual ya que, a diferencia de la tradición vitalista, no concibe la vida como algo continuo, sino como el espacio del “entre”, como administración de los ritmos en los intervalos. Si, como he propuesto, las imágenes sonoras en las imágenes de tiempo lento reajustan la experiencia estética y también la experiencia vital, habría que plantear, en pura lógica, si no revisan también la experiencia social, la relación entre cine y sociedad. Para ello habría que examinar si esto supone una ruptura en el cine visto desde sus comienzos, es decir, que fuera sólo algo propio de la modernidad de las “nuevas olas” en los diferentes países en los años sesenta del siglo pasado, o, por el contrario, permite aventurar una continuidad que nos lleva a ver esas películas de distinta manera a como se vieron entonces o, más cercanamente, las hemos visto ahora. Más en concreto, y adelantando ideas, habría que examinar críticamente si está vigente su recepción existencial de entonces, frente a la social de la literatura, el cine y el arte de la esa época. 60


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Desde sus comienzos, y presentes ya en los manifiestos del cine, se ve la analogía entre cine y música centrados especialmente en una palabra: ritmo. Ésta ha sido y sigue siendo una constante, ya se trate o no de partidarios del montaje como forma de establecer el ritmo, ya se haya evolucionado desde el concepto más convencional de música al más amplio de imágenes sonoras. Si lo examinamos desde una perspectiva actual la convergencia sigue estando en una administración de ritmos de tiempo. Sucede así en las imágenes de tiempo rápido, pero especialmente en las de tiempo lento. En los escritos de directores de cine de los años 60 en Europa se leen con mucha frecuencia frases que expresan un rotundo rechazo de la música en el cine, pero no así de lo sonoro. Así Bresson: “Nada de música de acompañamiento, de sostén o de refuerzo. Absolutamente nada de música. (Salvo, por supuesto, la música interpretada por instrumentos visibles” (“Notas sobre el cinematógrafo”). Pero también insiste en que: “Es preciso que los ruidos se conviertan en música”. La aparición del ruido no es casual en el cine de “las nuevas olas”, que en algunos casos no quiere ser un cine comprometido socialmente, pero sí que refleja la sociedad cambiante. Lo que plantea una modulación en la relación entre cine y sociedad. Incluso en ocasiones la misma música tonal suena como ruido, como disonancia, precisamente por ser la falsa armonía en imágenes visuales rotas. Así más recientemente en Días de eclipse (1988) de Sokurov, con la sorpresa final: en medio del pueblo destartalado, antes de embarcar, suena la “Barcarola” de Los cuentos de Hoffmann de Offenbach. Esto sí que es ironía sonora: música romántica europea en un pueblo perdido (en todos los sentidos) del Turkmenistán. A través de esas imágenes sonoras, que inequívocamente percibimos ahora, nos replanteamos la recepción de las visuales en otro tiempo. Así, por ejemplo, el filtro de la recepción de la trilogía de Antonioni (La aventura, La noche, El eclipse) ha sido existencialista, insistiéndose hasta la náusea (nunca mejor dicho) en la incomunicabilidad, la angustia y la soledad, como mensaje de ellas. Ya debería habernos hecho desconfiar la sonrisa de conejo de Antonioni cuando advertía que, para ser el mensaje la incomunicabilidad, lo cierto es que sus películas comunicaban muy bien, a juzgar por los premios recibidos. Pero hay que prestar una particular atención a la palabra“mensaje”. A pesar de la magnífica carta de Barthes sobre Antonioni, me parece un error 61


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unir imagen a sentido y significado en las imágenes de tiempo lento. Las preguntas que estos directores se hacen son las siguientes: ¿por qué que las imágenes deben tener sentido y significar algo? Más aún ¿Quién ha dicho que la vida tenga que tener sentido y significar algo? Simplemente está ahí y el director de cine la muestra, no la explica. La diferencia es capital, porque marca distancias con algún tipo de literatura y, especialmente, con la filosofía. Por ello, llama la atención que desde Dreyer, tanto Antonioni como Truffaut y Wenders, insistan en que el cine es un “acto de ver” y se sientan realmente incómodos cuando se les pide que “expliquen” el “sentido” de sus películas. Si se ven y escuchan las películas, lo que va más allá de oír diálogos, entonces sale algo distinto. Las imágenes de Mónica Vitti en La aventura son indisociables de los diferentes sonidos en los abruptos acantilados de Lisca Bianca, y los segundos dan la clave preconceptual de la inestabilidad de los sentimientos en las primeras. Hay momentos en que la sintonía entre las imágenes visuales y sonoras crea un tipo por excelencia de imágenes de tiempo lento, las de la lluvia. Es el movimiento sin acción que puebla las películas de Tarkovski, (Nostalgia) Angelopoulos (El viaje de los comediantes) y Tarr (La condena). Tanto en La noche de Antonioni, como en Movimiento en falso de Wenders, los ruidos de los coches, de las obras en construcción, rompen la linealidad narrativa, muestran la convulsión social en la que se mueven o son movidos los personajes. Sólo que, a diferencia de Barthes, quizá lo que no es dable encontrar es un sentido, por muy sutil que sea, sino un cúmulo de sensaciones, de resonancias, como esos ruidos ambientales que forman parte de la imagen, y que Antonioni prefiere a la música adherida a la imagen. El ruido o el silencio adherido a la imagen acaban de componerla. Esta conjunción de ruido e imagen visual propician, más que una reflexión mental, una experiencia corporal. Puedes cerrar los ojos, pero siguen estando ahí las imágenes sonoras. Quizá, como decía Nietzsche en “Nietzsche contra Wagner”, la estética no es ciertamente otra cosa que fisiología aplicada”. Así en la película de Fassbinder, Angst, el malestar social y físico se encarna en una mujer en la que más que las palabras es el cuerpo el que habla el lenguaje de la desesperación, de la no salida expresada por el retorcimiento, el frenesí, la falta de control. Todo esto parece llevado a sus últimas consecuencias en El desierto rojo de An62


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tonioni. En ella se prolonga un esquema de la trilogía, el malestar de la burguesía en un momento de cambio representado por la industria salvaje. Las imágenes de la contaminación industrial son muy potentes, y se puede ver en las figuras de espaldas mirando la naturaleza un remedo distorsionado de los cuadros de Friedrich. No es ya la imagen de la perfección de la técnica sino desencadenada, salvaje, como el humo gigantesco de la fábrica, las fugas que parecen fumarolas. La naturaleza está contaminada fuera y dentro. En este sentido, el recorrido por los objetos, sus sonidos, es capital porque forma parte de la imagen, en este caso sonora, de los objetos. Las imágenes de los objetos no son sólo visuales, sino que su aparecer tiene lugar también a través de las vibraciones que emiten. Esas vibraciones las llamamos a veces ruido, pero no se trata sólo de una forma humana de percepción, sino que los objetos mismos ya no son armónicos, están contaminados por el ser humano. Se trata de una contaminación acústica que emana de una contaminación social. Las imágenes son entonces dialécticas y ponen de manifiesto esa “armonía forzada” de la que hablábamos antes. Por ello, su figura icónica es con frecuencia el eclipse, lo que ya aparecerá en el análisis de la película Armonías del Werckmeister (2000) de Bela Tarr. Este tipo de planteamientos acaban sacando de sus casillas al espectador. Literalmente, pues le sitúan en una casilla, dimensión distinta del espacio y del tiempo, de la vida. Ya no vale la obviedad de que somos tiempo, somos historia, (siglo XX) sino que se pregunta de qué espacio y tiempo hablamos (siglo XXI). Y esto repercute en que la nueva experiencia no es sólo de la vida en sentido de sociedad, de vivir como convivir, pues las relaciones vitales no son tampoco sólo entre personajes. Dicho en términos orteguianos a la contra: la razón vital no es necesariamente histórica y narrativa. Concluyendo. La emergencia de lo sonoro en las imágenes de tiempo lento es ocasión de un replanteamiento de la experiencia estética tradicional. En el sentido de que lo es más de objetos, que de sujetos, de la vida, que de la acción, cuestionando el principio de la narración como método audiovisual. Finalmente, lo hace centrándose en los intervalos e intersticios entre los personajes, donde circula la vida y están los objetos. Se trata de un cine moderno sí, pero de una modernidad no sólo asociada al futuro sino al esfuerzo por ser contemporáneos del presente, al comienzo de una verdadera Teoría Crítica de la imagen.

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3. Estar fuera. El arte del vacío, la estética del “entre”, donde tiene lugar la inestabilidad de los sentimientos hace que el autor para mostrarlo en imágenes salga fuera de sí mismo. De este modo, la literatura se hace visual, cuenta imágenes. Esta es una de las claves de la colaboración entre Handke y Wenders. Así: “Yo sólo soy fuera, entre los colores del día”. Esta frase de La doctrina del Saint-Victoire, significa el punto de acercamiento entre el trabajo de Handke como escritor y el de Cézanne como pintor. Una nueva versión de la cercanía de propósitos indispensable para el diálogo entre creadores, que ya percibiera antes Rilke y da cuenta en sus Cartas a Clara. En La tarde del escritor vemos cómo el máximo interés del escritor está en realizar una escritura de imágenes de las cosas, a ser posible sin lenguaje. A veces una cita no es un lastre, sino el helio que permite volar al libro. Es lo que sucede con la cita de Goethe que aparece al final del libro: “…todo está ahí y yo no soy nada”. El sentido de la cita de Goethe, que hace, a su vez, de cordón umbilical entre la obra de Handke y Wenders es el proyecto de una existencia sin yo. El libro, en este sentido, nace de un intento de “desyoizar”, de “encontrarse por fin fuera con las cosas….”. Lo curioso es que cuando uno sale fuera es cuando se queda solo, solo con las cosas, mientras que, al revés del tópico romántico, cuando está dentro, lleva todo el mundo consigo, lo saca como una tela de araña. El escritor no es escritor cuando está dentro escribiendo sobre lo que ocurre fuera, sino cuando está fuera escribiendo sobre lo que ocurre dentro. El lector está encerrado en su habitación, el escritor al aire libre; el uno se enreda con las palabras, el otro cuenta imágenes; cuando uno entra en el libro, el otro sale de casa; al pasar una página se percibe el olor intenso de la humedad en el bosque, casi se puede tocar y es fuente de sensaciones contrapuestas. Nosotros vamos pasando páginas que son como instantáneas, imágenes cazadas al vuelo, para luego dejarlas volar, en cuanto se aproxima al concepto. Y así percibimos en el libro la humedad mareante de olores, sensaciones, en el campo y la humareda as64


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fixiante de intimidad forzada en el restaurante de periferia. Para lograrlo, para contar esas imágenes el escritor se ha aislado, cuando uno quiere ser escritor, dice Handke, es distinto de los demás, la soledad será siempre su compañera, buscada, temida. La visión de la obra de Handke siempre en la dialéctica ser-estar, es una escritura del estar como forma de ser, el programa de estar entre las cosas como forma de identidad, escritor, es lo que le lleva a apartarse de la sociedad. En el momento en que decide ser escritor equivale a constatar-decidir que “yo nunca seré uno de ellos”. No habla de yo sino de él, como otra cosa más: “La cuestión no era: <<Yo en tanto que escritor>>, sino más bien: << El escritor en tanto que yo>>”. Llegar a los límites del lenguaje es comenzar a vivir entre las cosas. Y así lo más notable de Handke, siguiendo a Cézanne, es esa pasión fría con la que lleva a cabo su programa. Al final de tarde, de manera consecuente, no se acuerda de nada, y es que la obra está hecha de presencias. Contar las imágenes es una forma de contar el tiempo, que entonces pasa lentamente. La obra de Handke es lenta. “¿Por qué nunca se inventó un dios de la lentitud?” Esta es la pregunta clave de la (su) obra. Quizá donde se percibe mejor todo esto es en El momento de la sensación verdadera. Es como si Keuschnig fuera el personaje de los personajes de Handke: una membrana en constante vibración -yo (no) soy el mundo- que no deja huella. Así: “Keuschnig pensó: Por fin algo que acontece sin mí –algo que puedo observar sin participar ¡Un segundo de libertad!”. Al darnos cuenta del torbellino de imágenes de Keuschnig percibimos que no hay un yo, que se sitúa en el intersección del sujeto y el objeto, en ese estar fuera de unos y otros. La fecha, 1975, pone la obra en la órbita de la película de Wenders El miedo del portero ante el penalti, con guión de Handke, y vista desde la perspectiva de los consabidos temas de soledad e incomunicación. Pero hay algo más que eso, y es la visión del yo como el auténtico haz de percepciones que describiera Hume, de registro, como en la novela citada, que rompe toda posible narración, pues podría seguir indefinidamente, son las infinitas posibilidades de la sensación, a la que sobra la palabra verdadera, excepto que el protagonista ha bajado el escudo protector del concepto, del reconocimiento y deja entrar todo. Es la porosidad del Ensayo sobre el cansancio. Es este, el cansancio, la verdadera Stimmung o talante de estar con los objetos: “Sí, pensé yo, ésta es una imagen del verdadero cansancio humano: el can65


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sancio abre, le hace a uno poroso, crea una permeabilidad para la epopeya de todos los seres vivos, incluso de estos animales de ahora”. El cansancio es el momento de la vulnerabilidad del sujeto y de la porosidad del mundo. El escritor quiere ser, como Ulises, Nadie, o mejor un San Alejo alojado debajo de la escalera de su mundo, viendo pasar las cosas sin que le reconozcan. Y, sin embargo, la novela sobre la sensación verdadera de Handke es un magnífico ejemplo del narcisismo de los objetos. Cuando esta modernidad se pone como programa superar el narcisismo del sujeto, tanto la superación del narciso trascendental (idealista) como el narciso sentimental (romanticismo), vuelve en el narciso de los objetos. El personaje está fuera (de sí), pero hablando continuamente de sí mismo como reacción a las cosas que ve. Cuando Handke afirma, “soy un escritor de lugares”, es diferente su planteamiento al de Bergson, pues se trata de un tiempo de la vida pero “desyoizado”, un tiempo espacial de los objetos. El yo a través de los objetos. El tema del vacío del yo corre paralelo así a la presencia de los objetos. No se trata de un tiempo de la conciencia, sino de las imágenes. Y de ahí la resistencia a esquematizarlas, como hacía Kant, en un concepto. En el Poema a la duración(1986), Handke ha citado expresamente a Bergson, a un pasaje de su Introducción a la metafísica (1903): “Ninguna imagen reemplazará la intuición de la duración, pero muchas imágenes diversas, tomadas de órdenes de cosas muy distintas, podrán, por convergencia de su acción, dirigir la conciencia al punto preciso donde se hace palpable una cierta intuición “. Efectivamente, el poema es una constelación de imágenes de cosas muy distintas que va a converger en la duración como un sentimiento de la vida, una gracia, un acontecimiento, la “aventura de la cotidianidad”. La búsqueda del tiempo es, en realidad, de los “lugares de la duración”, vinculados a lo cotidiano, siempre al mismo tiempo, los mismos objetos que le acompañan en diferentes lugares. Esto es lo que ha aprendido Handke, más que de Bergson, de Goethe, el “maestro del decir objetivo”. La duración pura de Bergson recoge todos los intentos que desde Baudelaire, y aún antes, buscan lo eterno en lo efímero, el tiempo fuera del tiempo. De ahí la búsqueda de esas imágenes intemporales que donde mejor se logran es en la hiperrrealidad de las nuevas tecnologías. Cuando se llama real al tiempo de la vida frente al tiempo medida como tiempo de la ciencia, no se pone entre paréntesis el yo, sí la conciencia, pero no las emociones, y para Handke 66


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la duración es una cuestión de amor. Cabría decir en términos de Bachelard de topofilias. Para Handke: “feliz aquel que tiene sus lugares de duración”. Los lugares no son sino que acontecen, el acontecer es el tiempo espacial. No hay aquí esa contradicción entre tiempo y espacio que se observa en Bergson, quizá porque el espacio es ahora el lugar, el lugar es el espacio de la duración. Y así se está a “la espera de la duración”. Pero “no es a quien está en casa/ sino a quien va de camino a casa/ a quien le llega la duración”. La forma de llegar la caracteriza Handke como “empujones”, “sacudidas”. A diferencia de Bergson, Handke percibe que la vida se ha vuelto un continuo y que es preciso introducir cortes, pausas, vacío entre las cosas. Se podría decir que se ajusta, más que a Bergson, a Bachelard, que afirma “Esta es, siempre y por todas partes, la misma idea que guía el pensamiento bergsoniano: el ser, el movimiento, el espacio, la duración, no pueden tener lagunas, no pueden ser negadas por la nada, el reposo, el punto, el instante, o, al menos, estas negaciones están condenadas a quedar como indirectas y verbales, superficiales y efímeras”. […] No podemos ya verdaderamente atribuir al tiempo una continuidad uniforme cuando hemos presentido tan vivamente los desfallecimientos del ser”. La detección de estos desfallecimientos ocupa buena parte de la literatura de Handke. Por eso, se trata más bien de un tipo de literatura visual, de escritura con imágenes: “Al escribir, permanece siempre en la imagen. Si te dejas llevar por las palabras que la designan, es natural que estas te destruyan como setas podridas en la boca. [… ] Apenas advierte el peligro (acecha tras cada frase) vuelve de inmediato a la imagen (a la imagen anterior) y escribe (en la imagen): ¡Sal del lenguaje! Sólo así podrá volver a empezar la literatura”. (Historia del lápiz). Pero desde la perspectiva de la pérdida de las imágenes: “Ya no me guía ninguna idea, y sin embargo siento que me falta una idea, como si sin ella mi actividad careciera de luz, y si mi editor no me hubiera disuadido de ello, en la portada de mi último libro se leería: La pérdida de la imagen.” (El año que pasé en la bahía de nadie). Y efectivamente éste es el título de su libro La pérdida de la imagen o por la sierra de Gredos. Vuelta a la imagen en la pérdida de la imagen, una vez más. El reto de Cézanne asumido ahora no es el de hacer visible lo invisible, sino el de hacer visible lo visible. De esta forma se entiende el otro momento, el proceso de recuperación de las imágenes. 67


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Es, o adopta, la forma del viaje de formación en las imágenes. Cayendo nuevamente en dualismos, pero quizá como forma extrema de acentuar uno de los aspectos, contrapone concepto a imagen, y afirma que huye del concepto. La clave de esta huida puede estar en la pregunta de Ensayo sobre el cansancio: “¿No puedes intentar ser plástico sin dar un rodeo por la cultura?”. La forma de recuperación de la imagen a través de la literatura visual es, entonces, la del registro frente a la narración. Así aparece en uno de los ejemplos más significativos, en la novela de Handke El miedo del portero ante el penalti: “La camarera fue detrás del mostrador. Bloch puso las manos encima de la mesa. La camarera se agachó y abrió la botella. Bloch apartó el cenicero. La camarera cogió al pasar un posavasos de otra mesa. Bloch echó la silla hacia atrás. La camarera sacó el vaso del cuello de la botella, puso el posavasos sobre la mesa, colocó el vaso encima del posavasos, vació la botella en el vaso, puso la botella en la mesa y se marchó. ¡Otra vez igual! Bloch ya no sabía qué hacer”. Al leer el texto se tiene una experiencia estética similar a la de los cuadros de Cézanne, más que en la serie sobre la montaña Saint-Victoire, en sus bodegones: una pintura del tiempo de los objetos sin sentimientos. El ideal de todo texto pictórico: un retorno a (de) las cosas, salvadas momentáneamente del narcisismo sentimental del sujeto. A lo largo de toda la obra se repite el “yo veo” y “yo oigo”. Pero no se trata de imágenes que orientan, sino que desorientan, por eso hay un momento en que la situación se vuelve inaguantable y le sobrevienen las “náuseas” del mundo. Las imágenes de las palabras son aquí como instantáneas disparadas rítmicamente por una cámara emplazada en sitio fijo, en plano único. Es la opción que veíamos se planteaba en Lisbon story. Pero, entonces, las imágenes aburren, todo parece igual, no hay (inter) acción. Suceden (las) cosas, pero no se narran historias, simplemente se cuenta lo que se ve. Lo más difícil de todo. Aquí está la diferencia entre los tiempos muertos que cuentan imágenes y los tiempos vivos que narran historias. *** Literatura y cine convergen aquí en el acto de contar imágenes como acto de ver. Es precisamente el título de un libro de Wenders con reflexiones sobre el cine, El acto de ver. Y también la definición del cine que da un personaje suyo, propietaria de un local cerrado a la espera de mejores tiempos: el cine es el “arte de ver” (En el curso 68


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del tiempo). Eleva el ver a la categoría de arte, de saber ver, de poder saber ver. Es un método, un camino y, a la vez, la exposición de los resultados obtenidos al caminar. El cine es así una pintura del tiempo. De este modo se pueden ver como “pintadas con el tiempo” sus tres películas, las llamadas road movies. Las historias tienen un ritmo distinto de las imágenes. Son cuadros pintados que se despliegan en el tiempo, recogen el testigo de los manifiestos del cine y lamentan su desaparición. Título y definición se juntan en uno: el arte de ver es el acto de ver. Lo que piensan la mujer y Wenders, se desvela al final de En el curso del tiempo, es lo mismo que Handke ha hecho describiendo los movimientos de Bloch, y tiene como modelo al muchacho que escribe en el cuaderno lo que ve, así simplemente, cuenta las imágenes que ve, las enumera, no cuenta una historia, y ése contar inocente las imágenes quiere ser el cine de Wenders. Es la utopía de la visión sin opinión, sin juzgar, es una estética sin ética. El reto es filmar lo que se ve, directamente, sin el filtro cultural. El arte de hacer visible lo invisible es así el arte de hacer invisible lo visible. Del realismo a la abstracción. Nuevamente, la cultura recubre la vida y la hace opaca. Por ello, la tarea del arte contemporáneo debería ser la de hacer visible lo visible. En ese sentido se establece una antinomia en el cine: entre la narración y la presentación de imágenes: contarlas sin narrar una historia. El paso del tiempo son imágenes que pasan por la pantalla. Un arte que da lo que recibe, que reduce el artificio al mínimo. Esta antítesis entre imágenes e historias se percibe en El estado de las cosas como ya se ha señalado antes. Las tres películas (En el curso del tiempo, Alicia en las ciudades, El estado de las cosas) son de personajes que salen de las ruinas y echan a andar, pero tienen que volver para hacer el ajuste de cuentas con las ruinas, tienen que despedirse del origen. Es también el sentido del análisis primero de Fata Morgana de Herzog. Aquí se trata de la imposibilidad de acabar la película, de contar una historia, pero al final sí, se admite una historia que es la propia película. La cámara se convierte en pistola, es abatido Friedrich, sosias de Wenders. En Alicia en las ciudades el protagonista está bloqueado desde el comienzo para escribir una historia con las imágenes tomadas y sigue haciendo fotos. La otra pasión de Wenders. El contar imágenes hace que el tiempo no se detenga, el cine no es así detención del tiempo, no está sujeto al estado emocional del autor o el espectador. No es un cine 69


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épico y por ello los personajes no son tampoco héroes, sino más bien antihéroes que no saben muy bien qué hacer con sus vidas. De este modo la vida transcurre por carreteras secundarias y fronterizas. La única forma de subsistir en este desvalimiento es permaneciendo al margen para no ser atropellados. Pero, menos en Movimiento en falso, las otras dos acaban con la esperanza de un cierto cambio. La actitud de Wenders en estas películas de tiempos muertos y de silencios es ejemplar: cuando habla de imágenes es un homenaje a la palabra y viceversa. Nada extraño: hoy día, el hacer una buena crítica de la literatura contemporánea equivale a realizar un homenaje a la imagen. Wenders acaba siendo un alemán europeo que se da cuenta de ello en USA. Por eso afirma uno de sus personajes que los americanos han colonizado su subconsciente: las canciones, iconos, el juke box. Pero se trata de un desarraigo cultural que se traduce también en ironías respecto al ominoso pasado nacional: así el fotograma de la cabeza del Führer como encendedor en En el curso del tiempo. Tiene la convicción de que “no producimos identidad sino que la compramos fuera”. Ello propicia su visión dialéctica de los temas, no el equilibrio, sino el estar en uno u otro de los platillos de la balanza: inflación de imágenes (americana) defensa (europea) respecto a ellas. Un acto de ver pero que también se hibrida con la escritura en la medida en que hay un guión. De hecho, la película En el curso del tiempo, es un acto de amor a un cine imposible ya, de ahí el cierre de los viejos cines, no sólo por cuestiones técnicas. Sólo quedan los porno. Da igual cómo se vea porque la calidad no cuenta. Wenders se niega a hacer películas de sexo y violencia, así lo entiende también la mujer que tiene ce70


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rrado el cine para esas películas, pero que arregla la cámara por si vinieran tiempos mejores. ¿Cómo debe entenderse esto? ¿Se trata de un cine nostálgico, hecho de citas? No, en realidad se toma de ese cine lo que le trasciende y le hace contemporáneo. No es el cine de los héroes y sus historias, sino de los débiles y su falta de argumento, de porqué. Estos cineastas, fieles a su proyecto, se apoderan de los intersticios, vacíos del anterior. Todo ello se inscribe en el viejo anhelo europeo de la cultura como superación del idealismo y vuelta a las cosas. Se trata, ya en sus comienzos, de un proceso paralelo: rescate de las cosas mediante el concepto, rescate de las cosas mediante las imágenes. Pero ambos se tensan, los conceptos quieren ser visibles y las imágenes conceptuales y es que ambas son imágenes de la vida. Ahora bien, persiste el enigma: “Sólo existe la vida, pero ¿cuál?”, se pregunta Bruno En el curso del tiempo citando al hombre que ha perdido a su mujer. La extranjería está hecha de silencios y de imágenes. Si antes era la extranjería del romanticismo de la palabra, ahora lo es de la mirada.

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4. Tiempos muertos “Gregor se dirigió entonces hacia un lado. Creí que me había visto y di un paso hacia delante. Se quedó al pie de un arbusto y miró a su alrededor, pero sin levantar la cabeza. Junto al arbusto había nieve todavía. Se bajó los pantalones y se agachó. Miré cómo el excremento salía de su trasero desnudo y caía lentamente en la nieve. Gregor permaneció en cuclillas algún tiempo después de haber acabado. Luego se levantó, subiéndose al mismo tiempo calzoncillos y pantalones y volvió al tronco de árbol sacudiéndose las manos. Como si hubiera venido sólo para ver aquello, di la vuelta y corrí hasta que estuve otra vez en el motel”. (Peter Handke. Carta breve para un largo adiós). Las imágenes de la novela de Handke tienen su contrapunto en las de En el curso del tiempo, de Wim Wenders. Son imágenes de lo que no se muestra y temas sobre lo que no se suele escribir. Incluso cuando se habla, enfatizando, de la recuperación de lo cotidiano. De ahí la extrañeza al verlas y al leerlas en el texto. Pero no son gratuitas y desempeñan un papel importante tanto en la película como en la novela. En esta tienen lugar en el momento que encamina hacia el desenlace; en el film, crean una expectativa sobre la singularidad del personaje. Es la inversión de lo sublime a la espera del acontecimiento. La identidad en el excremento, en lo que se elimina, y en su tiempo. Todo ello propicia un visionado diferente de texto y película. Ambos tratan de viajes y podría catalogárselos en la esfera romántica de “formación”. Con matices. Handke prefiere hablar, no de Bildungs (formación) sino de Entwicklungsroman (novela de desarrollo). El resultado es que, al final del viaje, no se es mejor sino distinto. En el caso de Wenders, esta película pertenece a la trilogía de sus road movies. Termina cuando confluyen cine y novela: un homenaje a los cines cerrados, al cine que ya no ponen. En el caso de Handke con la visita en USA al John Ford de La diligencia, en el de Wenders con una profesión de fe más allá del cine como el “acto de ver”, bajo la atenta mirada de una fotografía de Fritz Lang , con su típico parche en la cara. Se llega a estos finales a través de un proceso de purgación y evacuación. No se adquieren conocimientos sino que se abandonan o se es abandonado por experiencias. Más que actos nutricios lo que muestran son deposiciones, convencidos ambos, novelista y autor, de que vivimos en una época de pérdida de la imagen, de la capacidad de ver, precisamente por la inflación de las mismas que han penetrado infectando el tejido 72


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visual. De ahí la presencia de las imágenes de despojamiento en los desnudos frontales masculinos, la masturbación explícita en el visionado de la película porno, la micción, el defecar. Pero también en la extrema simplicidad de las prendas que cubren los cuerpos delgados. Parece como si el descubrirse fuera cubrirse de vacíos. Handke ha subrayado que sus novelas tienen el objetivo de descubrir lo que se es, no de ser mejor, y ésa sería una diferencia importante respecto a las novelas tradicionales de formación. Una educación en las imágenes lo es de conocimiento por descubrimiento, no de mejora. No hay los parámetros para poder establecer esos valores. ¿Qué se persigue entonces con ese descubrimiento?: preguntas, intersticios, vacíos. Dice en El juego de las preguntas: “No es para que nos contesten a una pregunta por lo que nos hemos puesto en camino, sino para que, en el silencio del lugar de los antiguos oráculos, cada uno descubra cuál es su pregunta”. Dejado así el texto, queda como una muestra del esencialismo del preguntar de raigambre heideggeriana. Pero continúa diciendo “Pero ¿acaso tengo todavía una pregunta?”. Lo que introduce una distancia irónica. Así, concluye, la narración de las preguntas es sustituida por el juego de las preguntas. Se acaba cuando se consigue ser pregunta, no tener preguntas. El objetivo del desarrollo es ser una interrogación. La interrogación es lo que apuntaba Wenders con una característica de las “imágenes en espera”, de esas pinturas o fotografías revisitadas de las que esperamos que haya ocurrido algo desde el último viaje. Las preguntas como ser-pregunta configuran una vida en los intersticios, para recoger el título del libro de entrevistas que se le hiciera a Handke. Los intersticios están hechos de vacío entre las cosas. Así en El Chino del dolor: “el tibio vacío se expandió, ese vacío que tanto necesito”. Handke concibe su trabajo como navegando por una vía entre dos trasatlánticos, en la línea de inminencia y peligro. Lo interesante es que no se trata del vacío de ser, en sentido trágico existencialista, sino del vacío entre las cosas que permite ser, tampoco crear vacíos, sino más bien encontrarlos. Y uno de esos vacíos es el de lo cotidiano, “se trata de devolver la dignidad al vacío en la escritura: mostrar las repeticiones cotidianas de lo grande, lo que para mi es otra palabra para designar la duración”. El Poema a la duración, pasajes de las novelas, están llenos de esa aparición repetitiva de elementos de lo cotidiano, de los objetos de compañía. La Carta breve para un largo adiós de Handke comienza con una cita del Anton 73


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Reiser de Moritz, y a lo largo de la obra el protagonista va haciendo una lectura compartida de Enrique el Verde de Gottfried Keller. Dos novelas de formación con un fin desgraciado una y melancólico la otra. El enlace con Movimiento en falso de Wenders se da ya en la transmutación de nombres: “Me preguntó mi nombre y, sin saber por qué mentía, le contesté que me llamaba Wilhelm”. Como Wilhelm, como el protagonista de Keller, deja pasar las cosas, se asombra de ellas, y quisiera vivir como el personaje de otras épocas, poco a poco, en un mundo abierto y con la posibilidad de ser otro. Sin embargo, y como le señala Claire: “-Pero cuando lees Enrique el Verde piensas quizá que puedes recuperar sus aventuras –dijo Claire-. Crees poder revivir otra época con un personaje de esa época, seguir viviendo poco a poco tan cómodamente como él, y de experiencia en experiencia, ser cada vez más inteligente y haber alcanzado la perfección al terminar tu historia”. Todo esto, remata, hasta que se acabe el dinero. Mientras tanto se da esa situación de in-decisión en la que se mueven los personajes que van de acá para allá esperando que ocurra algo. No lo hacen en los grandes escenarios, ni tampoco con emociones fuertes, sino en el ámbito de lo cotidiano: transportes, hoteles, restaurantes. Y este es el punto clave, el dinero, de ese modelo de existencia despreocupada. Otros pagan por ella. La lectura de la novela Enrique el Verde deja hoy un regusto amargo. Su soporte es el personaje trágico de la madre de Enrique el Verde, que se sacrifica por él, sin que se lo merezca, condenada a la pobreza y al aislamiento. Sólo es capaz de acudir al final, en la última hora, a su lecho de muerte causada, en parte, por la vida entrampada del hijo: “….y vi sus leales ojos vidriosos”. La imagen más fuerte no es la de Enrique, es la de la madre, el personaje más necesario, menos importante, pero más intenso del decorado, que resalta sobre el propio protagonista, más por lo que es, de un bloque, que por lo que hace, y hace en completa devoción hacia el hijo: “soledad y abnegación”. El final monótono del protagonista como oscuro funcionario de provincias no es fruto de las experiencias que ha adquirido, sino de haber sabido desprenderse de ellas. Es también uno de los finales posibles de los nuevos “héroes”. *** El tiempo del excremento, de las preguntas y el vacío, de la distracción y las vacaciones permanentes del extranjero configuran una nueva temporalidad de los tiempos 74


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muertos, habitualmente concebidos como interrupción y antesala de los tiempos vivos. Las imágenes del tiempo lento están hechas con tiempos muertos, en aparente oposición al tiempo de la vida, tejido con tiempos vivos. Hay una cierta contraposición, pero lo cierto es que están hibridados. La vida se vive en los tiempos vivos, pero se juega en los tiempos muertos. Son los tiempos continuos, de plano fijo en el que van apareciendo imágenes al ojo. Son los menos importantes en que se corta la acción, pasa lo cotidiano de la vida, la narración condensa, abrevia, va a lo esencial. Es el tiempo de las cosas, de los demás, el que te deja frío, que contemplas gélidamente, de la gente y las cosas ensimismadas. La mezcla de esos tiempos da lugar a otro modo de tiempo especialmente interesante, el tiempo a destiempo. Es el tiempo de las cosas y de las imágenes, en oposición al de los sujetos y las historias. Son los tiempos muertos de los objetos, frente a los tiempos vivos de los sujetos. Hay así un paralelismo entre el proceso del pensar abstracto (lo particular subsumido en lo general) y la detención del tiempo (los tiempos reducidos a un tiempo extático) El giro icónico ha oscilado desde comienzos del siglo XX entre una estética de la aparición y de la desaparición de las imágenes, como posesión o pérdida de las cosas. El imperativo de hacer visible lo visible (frente al de hacer visible lo invisible) tiene lugar por la conciencia de su desaparición, pero también por la conciencia de su sustitución por simulacros que se suelen asociar a los productos artificiales. El contexto histórico es aquí importante. La pérdida de cosas e imágenes se asocia antes de la guerra del 14 (por ejemplo en Rilke) con el fenómeno del americanismo que amenaza a Europa. Pero después de la Segunda Guerra Mundial hay ya de hecho una americanización de Europa, y el sentimiento por parte de quienes denuncian la pérdida no deja de ser ambiguo. De esta forma, los proyectos de una vida en imágenes tienen una textura paradójica. Porque la vida incorpora la enfermedad, por eso películas como las primeras de Wenders tienen un solo objetivo: vivir la enfermedad de las imágenes. Es la herencia romántica: la enfermedad como la otra cara de la vida. Pero también son un pharmakon, medicina y veneno. No se trata, pues, de un simple rechazo, ni de una demonización como se diera antes, sino de la invitación a llevar a cabo una crítica de la imagen, con propuestas alternativas. Se trata, efectivamente, en su caso y al menos en una fase de 75


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la obra, de las imágenes del tiempo lento como forma de resistencia frente a la narración acelerada, frente a la violencia de la imagen. Wenders resume en una palabra la doble propiedad de la imagen: es Einstellung, una posición en sentido de posicionarse, como plano y actitud. Narración y ver, como registro de imágenes, se oponen en principio, como los tiempos vivos y los tiempos muertos, pero se acaban integrando como sucede en lo que Wenders llama imágenes en espera. Las imágenes, ya sea en cine o fotografía son lugares de acontecimientos. El mismo Tarkovski justifica sus comienzos con planos largos diciendo que eso produce una tensión en el espectador, haciendo que se introduzca en ella o que deserte de la película. E igualmente señalaba Hitchcock que el que no suceda nada en la pantalla le provoca al espectador una tensión sólo resuelta cuando tiene lugar el crimen. Los tiempos muertos son aquellos en los que no pasa nada. No sólo falta la acción externa, sino que se trata de tiempos de silencios, tiempos estancos, que saltan de una imagen a otra como si fueran compartimentos estancos y no el paso fluido del tiempo líquido. Los tiempos muertos controlan los movimientos en falso. Frente a la narración, al tiempo sucesivo que, en realidad, es discontinuo en el montaje, la dinámica de los silencios y de los tiempos muertos. En el tiempo muerto no pasa nada, no hay sucesión, son tiempos intermedios. Conforme a ello en los personajes la historia queda congelada. El tiempo pasa y queda disociado del cambio y de la novedad, cada paso en falso es un eterno retorno. Los personajes de Wenders, como los de Handke, son postexistencialistas, no expresionistas: no hay agitación interior, diálogos torturados, todo es breve, más bien silencio, miran sin mirar, la mirada perdida de los perdidos. No son competitivos, por eso se acercan a ellos los desesperados, los niños….en busca de compañía y consuelo. Se manejan mal en la sociedad. Handke en su monografía sobre Cézanne ha visto en él uno de esos personajes. Son egoístas sin maldad. Como en el primer romanticismo, el héroe épico ha dejado paso al lírico. En la película de Wenders Movimiento en falso es clave este tema del héroe, pero cabría decir, que se trata del héroe sin atributos: todo gira en torno a él y él es incapaz de girar en torno a los demás, pero sin los demás uno no es… En cierto modo, los viajes del ciberespacio son así: personajes ensimismados que se mueven constantemente en torno a sí mismos en un espacio interior. Son nómadas de espacios 76


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interiores que se cruzan con otros, se saludan brevemente y se pierden de vista. Son las figuras del malestar estético, resultado de crisis de idealismos, de vacío interior; miran en los viajes sin sentido, buscando estímulos que les hagan vibrar, que les saquen de una apatía, son fenómenos terminales, en los que hay un vaciamiento de sustancia. No valen socialmente, son desvalidos. Viajan en busca de sensaciones, no sensacionalistas, sino que les hagan vivir, viajan esperando algo y siempre huyendo de algo, de vacíos anteriores, de impasses. La pregunta que no paran de hacerse una y otra vez es: ¿qué estoy haciendo aquí?. Es una pregunta existencial, del ser, bajo la forma del estar.

5. Imágenes en espera. Es una imagen de la película de Wim Wenders El final de la violencia. Una cita icónica del cuadro de Hopper Halcones de la noche. Establece un diálogo entre cine y pintura que será retomado a propósito de la colaboración de Erice y Antonio López. Pero en la imagen observamos también cómo la cámara tiene su imagen mediada por la pantalla de vídeo. Recuerda también los trabajos de Nam June Paik sobre el pensador, el buda y la televisión. “De quien más me gustaría hablar es de Edward Hopper, naturalmente de sus cuadros urbanos. Edward Hopper siempre parte de un lugar particular, incluso allí donde sus imágenes parecen abstractas y universales. Está el famoso lienzo de una calle de Nueva York con una barbería en el centro. Para mí es un cuadro que guarda una conmovedora relación tanto con el cine como con la fotografía. Lo he visto muchas veces; está expuesto en el Whitney Museum de Nueva York. He estado allí en repetidas ocasiones y siempre he pensado que, en mi siguiente

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visita, el cuadro cambiaría: quizá ahora hay alguien andando frente a la barbería. Es un cuadro donde siempre parece que se vaya a producir una transformación: que cambie la luz, por ejemplo. Es una imagen en espera. Guarda una gran afinidad con la fotografía, aunque, en realidad, es menos rígida que una fotografía” (Wim Wenders)

El texto habla de una confluencia entre imágenes en distintos soportes: cuadro, fotografía, cine. Lo interesante de él son los matices. En un doble sentido y haciendo referencia a planteamientos actuales: los soportes y las temáticas. Los soportes no establecen una diferencia cualitativa entre ellas pues se trata de “imágenes en espera”. Y respecto a las temáticas, el ejemplo que pone Wenders, un cuadro de Hopper, es significativo, pues lejos de la visión trascendental y metafísica asociada a este pintor, el director de cine subraya su carácter concreto, individual, de un lugar urbano humilde con objetos humildes. Lo

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que espera es que alguien pase ante la barbería: se trata de imágenes que pasan dentro de las imágenes. Es la clave indicada por él para ver En el curso del tiempo. No se trata de una clave hermenéutica: lo que el espectador aporta introduciéndolo en los objetos. No son imágenes “interactivas” en terminología tan usual como inútil de hoy. Por el contrario, hay un deseo de “estar fuera”, de seguir estándolo, para que los objetos y los seres sigan existiendo. Tampoco es el tiempo de espera del sujeto sino de los objetos. El pintor, el fotógrafo, no quiere detener el tiempo sino que siga, captar la vida de los objetos. En vez de imágenes del cambio encontramos imágenes a la espera de cambio. Desde el punto de vista estético los cuadros de Hopper tienen un atractivo mítico irresistible: evocan la soledad de la momia que espera. Desde ahí es fácil dar el salto equivocado, siguiendo la doctrina Bazin, de la fotografía y el cine como momificación del tiempo, estableciendo relaciones inadecuadas, como veremos en el próximo parágrafo. El atractivo de la momia bien conservada es la promesa de inmortalidad que encierra. El que, si no en esta vida, sí en la otra hay una posibilidad de superar el tiempo. Las habitaciones de los hoteles, de paso, son los verdaderos lugares de una existencia entre espacios y tiempos, son los lugares del origen erróneamente concebidos como no lugares, pues en el tránsito está el origen. Las figuras, especialmente de las mujeres desnudas, de pie, sentadas, aparecen tan ensimismadas que su espíritu está en otra parte. Su mirada está vacía, perdida, porque, efectivamente, la vida está en otra parte. Las figuras no tienen el color de la carne, sino el blancuzco entre la composición y la descomposición. Están reducidas a lo esencial: no hay carne y el cuerpo es el soporte de un espíritu ausente. Las casas solitarias en el campo pueden mutarse en la inquietante de Psicosis. El camino no transitado del Maine aparece bañado con el sol del 79


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nihilismo que no calienta, del sentimiento del sujeto puesto entre paréntesis. Seres en tránsito, vida en suspensión, la muerte como el espacio entre dos vidas. En cierto modo guardan un paralelismo con los personajes de El año pasado en Marienbad de Resnais que conforman una galería de estatuas animadas, destacando especialmente el plano en picado de las figuras humanas en el parque como si fueran ellas mismas estatuas, dejando una sombra como en los cuadros de De Chirico, extáticas como en los de Delvaux. No es que estén paradas, sino que están suspendidas, como las marionetas. Hay una relación entre el gesto suspendido y los puntos suspensivos. En términos románticos el sentimiento que evocan es el del pre-sentimiento. Son ejercicios de memoria, entre una historia de hechos y de acontecimientos: se espera que suceda algo. En la película no queda claro que haya realmente sucedido, ni el año pasado, ni en Marienbad, siendo divergentes las versiones del director y el guionista. Por eso no hay acción, aunque haya una representación del movimiento. La melancolía está instalada en la contradicción, en la lucidez de dos movimientos que se anulan mutuamente. Es vida suspendida porque la vida es en cada momento decisión. Cuando Credwson retoma estos motivos en un cruce entre composición pictórica, cine y fotografía las imágenes derivan hacia el manierismo preciosista de lo siniestro. Frente a todo esto conviene recordar una vez más la paradoja que hay en el núcleo de esta modernidad melancólica, y que consiste en ser una obra de “autor” que pone entre paréntesis el sujeto, en un giro hacia el objeto. Así ocurrió ya en la modernidad clásica con Roger Bacon y su famoso “de nobis ipsis silemus”. Un verdadero ejercicio ilustrado que consistía en un retorno a la experiencia. Citado luego por Kant al comienzo de su Crítica de la razón pura para hacer lo contrario. Retomado luego por Cézanne cuando explica las condiciones de la pintura franciscana de objetos. Walter 80


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Evans explicaba así su admiración por Flaubert: “la no aparición del autor, la no-subjetividad. Esto es literalmente aplicable al modo como yo quiero usar la cámara y lo hago”. Las fotografías de Wenders están bajo el doble principio de la estética de la ausencia del sujeto y de la desaparición del objeto. Frente a la mirada del turista está la del que acompaña a los objetos, que se toma su tiempo, en una perspectiva frontal que subraya esa voluntad de ausencia. De ahí que Wenders elija una palabra francesa para resumir su postura, regarder, tomar con la mirada y guardar. Pero desde un talante que es el de la urgencia y el hundimiento. Es ilustrativo que recuerde la recomendación de Ray a los actores de interpretar cada escena como si fuera la última vez. Lo que explica que esa atmósfera de “hasta el fin del mundo” esté ahí permanentemente, y el cuadro que imita a Cézanne en Más allá de las nubes, como veremos, sea de “naturaleza apocalíptica”. Educados en una cultura del Oeste, decimonónica, cuando viajan allí no hay nada de eso. Sólo quedan los restos de la cultura nómada de las autopistas, sustituidas ahora por el tren. El lejano Oeste es un anuncio de Marlboro. Se pueden mirar las fotografías desde la nostalgia, la melancolía, pero también como un ajuste de cuentas. Se trata de una generación que en su infancia se ha formado con los comics, películas y música norteamericana. Y nada de

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eso queda ya, como certifica Jarmusch en Mystery Train siguiendo a la pareja de muchachos japoneses en busca de las huellas de Elvis y los míticos estudios de grabación. Lo que les atrae es que se trata de películas de nómadas, de extranjeros, en “lento regreso” al hogar. Quedan las carreteras, poco transitadas, y a los lados gasolineras polvorientas, a veces abandonadas y en seguida vueltas a recuperar por la naturaleza. Y sobre todo, los anuncios, los letreros en el paisaje “como un mensaje al vacío” le dice a Alain Bargala. La imagen alarga la vida de los objetos, pero sólo en cuanto retarda la muerte, es un espejismo. Si en Smithson son las máquinas abandonadas los nuevos monumentos, aquí lo son los anuncios. Son anuncios de vacíos. Más que producir nostalgia parece que reconcilian al fotógrafo con la civilización. Es la ruina del anuncio como expresión de una civilización. Tiene un carácter barroco. Wenders considera la mirada como un acto de inmersión mientras que el pensamiento sería la distancia, pero lo cierto es que las fotografías lo que revelan es una mirada pensativa. Las ruinas de Wenders son las de Simmel: el momento de la descomposición en que la naturaleza recupera lo suyo y el polvo vuelve al polvo. Si el cine está articulado en la dialéctica entre imágenes e historias, la fotografía lo está entre ciudad y desierto, ciudades desérticas, sin seres humanos, y desiertos con restos humanos, las gasolineras de paso, el anuncio de lo que había y ya no hay. Como en la increíble “Blue Range” (Butte, Montana,2000) de de unos fantásticos azules desvaídos en los diferente planos de la frontalidad: descampado, calle, edificios, líneas eléctricas. O el “Street Front” de la misma ciudad que parece la sobreimpresión de un cuadro hopperiano. Hay algunas ciudades como las fotografías de La Habana donde se da esa mezcla de vida y deterioro. Wenders fotografía los lugares, no para no olvidarlos sino “para que no nos olviden”. Ahora bien, algunos de las fotografías sería preferible que pasaran al olvido, ya que no se trata de nobles ruinas románticas, sino de basureros, como la vista de Jerusalén desde el Monte de los olivos, donde Wenders, en una prodigiosa foto de sección vertical, muestra en un primer plano un basurero de objetos industriales, (carcasas de lavadoras, bidones de plásticos), en un segundo unos roñosos olivos en un erial, y al fondo la horizontalidad de una muralla en la que sobresale una cúpula dorada. La de82


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dicada a “El campo de sangre” parece el sórdido escenario de la traición consumada: el tronco leproso de un gigantesco árbol, ferralla oxidada, oscuros agujeros en la triste roca…si se espera algo es que aparezca alguna negra víbora reptando por entre los hierbajos. Contrasta con todo ello la melancolía crepuscular de la fotografía del camino de Emaús. Para tomar las fotos anteriores Wenders ha entrado dentro y luego se ha quedado fuera, es decir, ha guardado una distancia. En este sentido es significativo su comentario al “Cráter de meteorito” en Australia (1988): es una fotografía aérea, cuando estuvo dentro del círculo del cráter no hizo ninguna foto porque “visto desde dentro hacia fuera, el cráter era invisible” (Imágenes de la superficie de la tierra). Es la actitud estética, lo sublime desde dentro es también invisible. Sólo podemos mirar lo que él está mirando si está de espaldas. De lo contrario nos mira a nosotros. De ahí el enigma Velázquez en Las meninas sobre el que volverá una y otra vez Antonio López en la película de Erice El sol del membrillo.

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6. La imagen precaria de los objetos. El 29 de septiembre de 1990 el pintor Antonio López comienza los preparativos de pintura de un cuadro sobre un árbol membrillero. En todos ellos (la confección del bastidor, las puntas en que situarse, la plomada que marca el centro, las varillas y cuerdas que centran el cuadro) se revela una minuciosidad artesanal. El motivo, el tiempo, el lugar, acaban siendo elementos determinantes del cuadro. Primero: el motivo, el árbol membrillero que ha plantado hace cuatro años, objeto modesto y luminoso en un patio más que antiguo, viejo, de una casa en reparación. El pintor manifiesta su predilección por él y por esa clase de árboles. Hasta el punto de afirmar que lo importante, más que el resultado de la pintura, es el poder estar junto al árbol. Y cuando le preguntan el sentido de tantos artilugios estáticos que parecen matar el sentimiento, contesta paradójicamente que es para centrar el árbol en el cuadro, para darle toda la presencia, para presentarle como un hombre, un ser humano. El motivo del cuadro no es un objeto, sino un ser vivo. A pesar de todo ello, no hay adoración romántica: marca con pintura blanca el tronco y las hojas, incluso los frutos; estos quedan en el suelo cuando caen, excepto alguno que coge; se van pudriendo, y es lo que recoge el otro ojo, el ojo de la cámara. Pero si pinta al árbol es por un motivo oculto, que desvela, para acompañarle según se va descolgando por el peso de los frutos. Antonio López está pintando, no a un objeto detenido en el tiempo, sino a un árbol vivo. Un árbol al que se protege de la lluvia con el tejadillo de plástico, para poder mantener el diálogo de la pintura. Segundo: el modo de pintar. No es solitario, ni extraordinario. Están los ruidos de la calle, el tráfico, las sirenas, el tren, los aullidos del perro, las obras de la casa. La radio da música de repertorio y no84


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ticias. De vez en cuando canturrea. Hay otros protagonistas, las hijas que le traen ropa, la presencia callada de Mari que le corta el pelo, que le escucha. Los amigos que le ayudan con los palos y cañas cuando el árbol se vence, se deja aconsejar. Unas visitas de admiradores de la obra. Tercero: el cielo y la luz. Han transcurrido cuatro meses desde que empezó. Comenzó con un óleo, lo que quería captar era el sol sobre el membrillo. El espacio es determinante y por eso crea minuciosamente un lugar. Pero ha cambiado tanto el tiempo y la luz que la tarea se ve continuamente dificultada. Estamos en la gran ciudad. En ese patio hay tierra, pero el vínculo con la tierra es el membrillero. Lo otro es el cielo, cambiante, en contraste de rayos de luz y nubes oscuras que pasan. Al fin, ha cambiado tanto la luz que renuncia a captarla y comienza el dibujo. Él mismo lo explica: quiere reflejar el límite de las formas, renunciando a captar la luz. Al final todo se queda en intento. Ha pasado el invierno, ha llegado la primavera. Aparecen los primeros frutos. ¿Lo volverá a intentar? ¿Podía aquí aplicarse aquí el síndrome de la “obra maestra desconocida”: no, el intento no es sinónimo de fracaso. El sol y la luz son del membrillo. A cada momento le crean y es un objeto distinto, que exige una mirada, un cuadro distinto. Estos ingredientes de la mirada del pintor contrastan con la mirada del director de cine. Antonio López ha desplegado todo el artificio para pintar a un ser vivo, no para momificarle. Es la diferencia con Erice que todavía está con el tiempo del sujeto, proyectivo, cuyo término es la muerte, la física misma y la resultante de la decadencia del cine. No, Erice no ve a Antonio López a través de Cézanne para el que el tiempo es el del objeto y no el del sujeto y eso que la montaña, aparentemente, se estaba “quieta”. Antonio López hace una meditación de vida con su creación, pero Erice lo hace de muerte. En la línea misma de su extraordinario corto Lifeline: el bebé recién nacido está durmiendo pero la mancha roja de sangre comienza ya a extenderse por el faldón blanco. De ahí la importancia que da al sueño de Antonio como motor del filme, pero porque subraya el elemento oscuro de premonición de muerte. Los textos que acompañan a la presentación de la película y las entrevistas al pintor y director avivan el contraste. El problema de fondo es la insistencia de Erice en las analogías entre la pintura y el cine, aspecto que no parece compartir en su genera85


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lidad Antonio López. Al fondo está la teoría de la pintura deudora de la generación de 1914, que extiende a todo arte afirmando que es tiempo detenido. Se trataría (es el viejo sueño de la humanidad) de detener el continuo de tiempo, de ese tiempo- ahora de Benjamín entendido como dialéctica en estado de suspensión. Y esto es lo que Erice vuelve a reproducir cuando cita a Bazin, la necesidad de “superar el tiempo” y “reemplazar el mundo exterior en su doble”. Dado este planteamiento no es extraño que Erice vea el cine desde la óptica de la decadencia. En sí mismo, ya que se trata de un “invento de decadencia” que pretende “captar todo aquello que se desvanece, incluso lo más fugitivo que existe: el tiempo”. Ahora bien, ésta es una perspectiva de vejez, y también de sujeto, no tanto de los objetos, es la paradoja de querer estar fuera, pero desde dentro. En cierto modo el cine de la modernidad melancólica se debate entre el afán de proyecto e innovación y la vejez cultural del que lo plantea; de intentar recuperar la mirada del niño, pero al término de la vida; de hacer tabla rasa, pero también de llevar a cuestas la historia del cine; de salir a la calle buscando su inmediatez y frescura, pero acudiendo a la cita, como en Godard. Cosa que no parece suceder en Erice, aunque no deja de citar repetidamente el modelo de Rosellini y su poner la cámara como en Strómboli esperando que aparezca algo. Ya lo hemos visto también en Wenders: reclamo de la mirada inocente, pero llevando detrás la historia del cine en un olvido selectivo. Antonio López parece aprobar esto cuando añade: “Lo que pasa es que el cine nació cuando el hombre era ya muy viejo”. Y remata Erice diciendo que en el fondo “el cine es un invento que pertenece al crepúsculo de nuestra civilización”. Aparente coincidencia, pero el sentido de las palabras quizá sea distinto. Es una cuestión de matiz. Y en este punto resulta clave una escena desechada de la película. Ésa en la que Enrique Gran y Antonio López comentan el cuadro de Velázquez Las Meninas. Su conversación versa sobre la técnica del cuadro no sobre la metafísica del mismo: el horizonte del cuadro, el lugar desde donde pinta Velázquez, su estatura…lo que pinta es un auténtico enigma. El misterio en torno a la pintura de Velázquez es su composición misma: qué se pinta, las meninas, Velázquez, los reyes que aparecen borrosos en el espejos, el cuadro dentro del cuadro y con un punto de fuga que es la figura en el quicio de la puerta… Otro aspecto importante es la insistencia de Antonio López en que la 86


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parte superior del cuadro de Velázquez parece vacía, inacabada. Coincidiría esto con la interpretación orteguiana de Velázquez, que ve los cuadros inacabados porque así es la vida hasta la muerte, que forma parte de la vida. En este caso del membrillo no se acaba con la estación, ni con los frutos pues en primavera volverá la metamorfosis de la vida. Según Ortega la pintura es un mirada que más que detener la cosa, su tiempo, detiene un momento el del sujeto, se entre-tiene, y lo deja correr. Esta melancolía nace del conocimiento y de la aceptación de lo real, de la vida que lleva en sí la muerte, que no es el naufragio de la vida sino que esta misma es naufragio. Y de esa melancolía nace la alegría de la vida por la aceptación de lo real, de que sea tal como es. Aquí me parecen divergir Erice y Antonio López, el primero adecua los objetos a los ojos, el segundo adapta el ojo a los objetos. La mirada de Erice es esencial: se trata de la pintura del árbol, mientras que la de Antonio López es concreta, de este árbol, que tiene su vida propia, independiente de los deseos del pintor, que se acomoda a ellos. Antonio no adapta el mundo a sus deseos. Más bien su experiencia es la que se pretendía En el curso del tiempo de Wenders. Nunca había pintado el sol sobre el membrillo aunque es la tercera vez que pinta el árbol plantado hace cuatro años. Lo importante es que no elige el instante sino que es elegido por él, de ahí esa mezcla de intencionalidad y resultados. Dice que el tiempo no le ha acompañado, pero él sí ha acompañado al árbol que es tiempo. De hecho el título de la película es “El sol del membrillo”. El genitivo del es tanto subjetivo como objeto, de él y sobre él. De este modo, el inevitable el sol “sobre” el membrillo objetivador de la mirada humana intenta acercarse al sol “del” membrillo pues el enigma del objeto es su luz. Las marcas en el árbol son todo lo contrario de la sacralización romántica: es un ser vivo, humano, no lo adora, sino que interactúa con él. Eso explica la importancia que tiene para él la simetría, el centrar la visión en el centro del cuadro, de ahí las marcas. Así les dice a los 87


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visitantes chinos que todas esas marcas son por respeto al árbol para tratarle como un ser vivo. Insiste en que todos esos preparativos, el centrarlo, es para tratarlo como un ser humano (diría más bien vivo) sin jugar con la estética. Siempre acompaña, paralelo al desarrollo del árbol, ajustando el cuadro, corrigiéndole. Es realismo de lo cotidiano, de los sentidos y así habla Antonio López de la belleza y hermosura de los frutos al darles el sol, recordando a Schiller cuando afirma que los ojos reclaman belleza. El que manda es el tiempo, pero no el del sujeto. De ahí la expresión de Antonio López como clave de todo el resultado de su intento: “el tiempo no me ha acompañado”. Le hacen observar que tampoco era época, en un otoño que se mete en invierno. Pero, dice que para él estar junto al árbol es más importante que el resultado, lo que se explica en el contexto del deseo de estar fuera con los objetos, que ya hemos observado antes en literatura y cine, y que en Antonio López se traduce en la pintura al aire libre en vez de con la fotografía. Pinta con la radio puesta, oyendo los partes metereológicos, noticias sobre terrorismo fuera y dentro, cantando con su amigo Enrique, otras veces solo. Se puede concluir que ese deseo reiterado de acompañar al árbol es todo lo contrario de lo que Godard expresa en Le mépris cuando habla de producir un arte en el que “el cine sustituye para nosotros un mundo que se adapta a nuestros deseos” No se trata aquí, como hemos visto, de adecuar el mundo al deseo y mirada sino al revés. Esta pretensión concentra lo peor del tópico romántico y el lado infantil del intento a la mirada de la inocencia. Es la “actitud Werther” frente al mundo, la mirada sentimental y desiderativa, de quien no se sabe si es un niño adulto o un adulto niño. También a la pintura primitiva se le atribuye esta función desiderativa. Pero cuando Cézanne dice que quiere ser un primitivo de sí mismo no lo dice en este sentido, por el contrario, pone entre paréntesis ese modo de ver, el amor a las cosas, para quedarse desnudo entre ellas, como un pobre. Así le vio Rilke. Desde esta perspectiva no extraña que Erice hable de “fracaso” (como si fuera desde la óptica del movimiento en falso) del intento de Antonio López, lo que no comparte éste. Por eso, después de ver la película y documentos anexos, se tiene la impresión de que la colaboración entre ambos se basa en un fantástico malentendido, más por parte de Erice que de Antonio López, al que el tema del cine le resulta más colateral, 88


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lo ve más limitativo a nivel personal. De ahí que la analogía de Erice acompañando a Antonio López como éste acompaña al membrillero no llegue a cuajar del todo. Para Antonio López no es un fracaso empezar una y otra vez, dejar las obras en espera, sin terminar, porque ve la pintura desde los impresionistas como una actividad privada. Pero cabría añadir, el cine es una industria y no puede dejar así las obras. Da la impresión de que el náufrago Erice se agarra al nadador Antonio. Las imágenes de Antonio López guardando en el sótano el óleo cuando diluvia y fabricando el bastidor para el dibujo, son importantes, son una metamorfosis, no índice de un fracaso. De hecho el dibujo del membrillero, con sus limitaciones frente al óleo, significa para Antonio López la voluntad de situarse en otra dimensión del límite. A preguntas de la visitante china señala esos límites del dibujo, con estas palabras: “Se trata únicamente de reflejar el límite de las formas y a través del límite de las formas representar el árbol”. Este es un punto de inflexión entre ambos géneros, límite y pintura. Las entrevistas muestran las diferencias de los dos géneros en la confluencia de los mismos. Antonio López menea la cabeza cuando Erice aventura que el cine tiene que asemejarse a la pintura: no es posible. Erice cree (tiene que creer) que el cine “se encamina a ello” a un cine no productivo, que sabe esperar, y es entonces cuando la realidad se entrega. De ahí su cita de Rosellini: hay que tener fe en la realidad. Y añade que Antonio López le ha dicho que el árbol es un universo, que el universo está ahí. Sin embargo, y esto es lo fundamental, para Antonio López su pintura muestra el lado luminoso del mundo. Y aquí, como vamos a ver hay una diferencia casi radical de talantes. El propio Erice insiste en que el cine es hijo de la era técnica, de un artificio, a diferencia de la pintura, que con menos medios, el ojo, pincel y manos, guarda una relación con el origen. En cierto modo las consideraciones de Erice están fuera 89


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de lugar, pues es gracias a lo artificial como se capta lo real, y sobre todo, son a destiempo. Contrapone Erice el tiempo de los campesinos y de la televisión, que acaba determinando todo, y de ahí la imagen recurrente del Pirulí como el árbol electrónico, las sucesivas imágenes de las televisiones como el ojo parpadeante en cada casa. Sin embargo, reconoce que es un jardín contemporáneo rodeado de edificios y con las sucesivas vistas de Madrid que ofrece en la película, y es llamativo el comentario de Erice de que cuando quitaron el andamio exclamó, pero si es un arbolito. ¿Asombro? Después de hablar de Vermeer, Velázquez, Sánchez Cotán…..Antonio López hace la pregunta clave: “¿por qué la pintura española es tan negra?” Basta con que hubieran salido a la calle. Erice señala muy agudamente el auge del remake, del cine dentro del cine, signo de decadencia, él quiere ser un “viejo primitivo”, pero ¿sale a la vida? ¿sale a la calle? En las antípodas está el ejemplo de Antonio López que pinta al aire libre una ciudad, Madrid, que afirma no le gusta, es fea. Nuevamente, la escena de Antonio y Gran ante la reproducción de la Capilla Sixtina da una pauta de la diferencia de planteamientos del director y el pintor. Para Antonio es terrible el autorretrato de Miguel Ángel en forma de San Bartolomé desollado, es un cuadro donde todos son culpables, es un cuadro de pesadumbre. Por el contrario, señala, al lado está la Venus de Milo, el lado luminoso. El primero niega la vida, la segunda la afirma. Es llamativo que al final sea precisamente cuando aparece la cámara cine en forma espectral una y otra vez iluminando los frutos caídos. Es entonces cuando Antonio López cuenta el sueño de Tomelloso, y es esa parte barroca, de pudridero de los frutos, la que le interesa especialmente a Erice, pero no parece que sea el talante de Antonio López. Es significativa también la secuencia de Antonio posando en la cama como un muerto. El contraste con la 90


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primera parte es notable y también con la conversación con los visitantes chinos. Antonio es la composición, Erice la descomposición. Este acaba preguntándose si la luz de la cámara no ha dañado a los membrillos. El problema en Erice es que sigue haciendo unas imágenes muy interesantes en el límite de una teoría que no da más de sí, como es la de momificar el tiempo. Tampoco el cine puede ser convertido en pintura: le sobreviene una teoría ajena. Algo parecido a lo que sucede con el arte contemporáneo reducido a hermenéutica. De ahí que el retorno a la imagen sea un retorno a la experiencia como propone Antonio López. El problema, según Erice, es que ante la “inflacción audiovisual”, se plantea el “cómo hacer visible –pintar, filmar- una imagen”. En los extras parece estar la respuesta cuando escribe a Abbas Kiorastami que ha vuelto al jardín de la casa de Antonio López, lo encuentra cambiado, el membrillo en un rincón, con menos sol pero siempre tan generoso, florecido. Está lleno el patio de niños que pintan, la vida sigue, especialmente en el magnífico dibujo del membrillero de Aurora. Ahí tiene la respuesta Erice. Hay un fundido encadenado entre las imágenes finales de la película de Wenders Lisbon story y ésta: ¡rueda! ¡rueda!, ¡pinta, pinta!. Y queda como reto no sólo filmar el sol del membrillo sino su olor, a Antonio López oliéndolo. Sería el próximo paso: cine mudo, cine sonoro, cine poliestético.

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7. La imagen poética. “Cuando un artista crea una imagen, siempre está también superando su pensamiento, que es una nada en comparación con la imagen del mundo captada emocio-

nalmente, imagen que para él es una revelación. Pues el pensamiento es efímero; la imagen, absoluta” (Andrei Tarkovsky. Esculpir en el tiempo). Al comienzo de Sacrificio (1985) de Tarkovski un hombre prematuramente envejecido cuenta un apólogo oriental a su hijo y planta un árbol seco junto al mar. Al final de la película, consumado el sacrificio, su hijo lo está regando. Las imágenes muestran lo sublime de un paisaje marítimo descarnado, de cielo plomizo, en el que se empequeñecen las figuras humanas en una estética Friedrich. No es un paisaje urbanizado, cultivado, es un paisaje de lo elemental: tierra y mar batiéndose. Los actos referidos como símbolos tienen sentido, como metáforas son absurdos medidos con esos parámetros. En el símbolo el hombre es todavía medida de las cosas, en la metáfora es medido por la realidad. En el símbolo siempre va más allá, en la metáfora se queda en 92


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el intermedio, en tierra de nadie. Ante una amenaza indefinida, pero inminente y global, que afectaría a toda la humanidad y en particular a su familia, Alexander, que no puede hacer nada contra ella se ofrece en sacrificio, renuncia a su casa, a su familia. Nadie se lo agradece y le encierran por loco al quemar su casa. El cine simbólico es el cine de lo lleno, el metafórico del vacío. Desde lo simbólico el acto de Alexander es mesiánico y redentor, desde lo metafórico es expresión del vacío de sentido en una realidad sin sentido. El acto simbólico cambia lo real mediante el sacrificio individual, el metafórico es una muestra de la contradicción y complejidad de la vida. El sacrificio, el sufrimiento, la renuncia son los fertilizantes mágicos que devolverán la vida a lo muerto, o que alejarán la muerte inminente. Desde el punto de vista simbólico Tarkovski ha dejado en su película imágenes del sacrificio, desde el metafórico ha llevado a cabo el sacrificio de la imagen. Es la película de un director enfermo de cáncer que no logra detenerlo con sesiones de radioterapia y acaba de montarla en la cama poco antes del último viaje. Para Tarkovski el arte no cambia, muestra. En este caso, que el individuo destrozado por una realidad contradictoria, contra la que no puede reaccionar, para la que no está adaptado su cuerpo, su mente, lo único que puede hacer, no es la obra de su vida, sino la vida de su obra, es el sacrificio individual de la obra, de la imagen en este caso. Revivirla no es analizarla, sino volverla a ver: “para mi son incompatibles la reflexión durante el filme y la propia experiencia de él. Es como cuando uno desmonta un reloj: en cuanto lo despieza deja de funcionar. Con la obra de arte sucede igual, que no hay modo de analizarla sin destrozarla”. Para Tarkovski el símbolo es lo definido, la metáfora lo indefinido que se “estropea” en la interpretación. Por ello establece una comparación entre sus imágenes y la poesía zen, que va despojando a los versos de toda interpretación, hasta que sólo queda una maravillosa realidad paralela a esta. El artista, el escritor, el científico, el Stalker, Tarkovski mismo, se quedan ante la habitación de los deseos que le cambiarían a uno y al mundo, y retroceden, no piden. Miran a ese abismo que miraba el Woyzeck de Büchner/ Herzog, y lo muestran. En eso consiste su responsabilidad estética. Han sacado fuerzas de la debilidad para llegar allí y vuelven a su vida ordinaria. Pero la obra está hecha, puede verse. Si las películas de Tarkovski son tan abiertas no es sólo porque se puedan interpretar de muchas maneras, sino porque se pueden sentir de modo muy diverso.

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El personaje de Alexander es una mutación del de Domenico en Nostalgia (1983). Ambos encarnados por el gran Erland Josephson. Su experiencia del cine de Tarkovski es luminosa: “su trabajo se basa en una lógica poética más que en una narrativa”. Y su desafío consiste en “hacer un cine de la duda”. No es la exposición de verdades sino de experiencias. Su propio personaje no resiste a un análisis racional, ni tampoco narrativo, no se trata de contar una historia hecha de gestos simbólicos que pueden significar cualquier cosa pero que no son más que lo que muestra la imagen: un hombre intentando una y otra vez cruzar una piscina con una vela que se le apaga, un individuo estrafalario que perora subido a una estatua y luego se autoinmola. Pero las imágenes despiertan el sentimiento de la solidaridad en el sufrimiento. La lluvia, la querida lluvia, es la vida en tiempo real, cayendo instante a instante. 94


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Sokurov afirma que la tarea del cine es “construir los detalles de la vida”, pero el cineasta se enfrenta al tiempo, ya que el hombre ha sido colocado por Dios en la jaula del tiempo, puede hacerlo más rápido o lento en el montaje, pero no lo puede dominar. Los tiempos son los detalles de la vida, pero estos no tienen nada que ver o son mucho más complejos que la división tripartita y sucesiva del mismo. Uno de los mejores ejemplos lo encontramos en su obra Elegía del campo: un plano fijo de varios minutos que consiste en un travelling por la carrtera. No sucede nada, ni hay acontecimientos aunque sí movimiento. Es fácil establecer lazos icónicos entre Tarkovski y él como esta imagen de Dolorosa indiferencia de Sokurov. Pero además ha sabido ver con penetración nada usual ese elemento metafórico al que aludía antes. Así Sokurov en su documental sobre Tarkovsky, titulado Elegía de Moscú (1988), le llama “humanista ruso” y destaca sus dudas y su trágica lucidez. En este sentido tomo yo la palabra humanismo como el cultivo de la condición dialéctica del ser humano. Las imágenes no sólo representan sino que son sentimientos, de ahí la importancia de la gestualidad corporal de la disposición de los objetos. En el documental de Sokurov, y también otros, Tarkovski aparece callado indeciso, se transforma cuando se pone detrás de la cámara. Se entiende entonces que su vida sea el cine.

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Sokurov en Madre e Hijo (1997) hace una bellísima meditación icónica sobre el amor del hijo y la muerte de la madre, con el fondo sereno de la naturaleza espiritualizada. Cada mirada es un encuentro tardío, una despedida, una caricia que deja en las manos el rostro querido. Al final de la vida los papeles se invierten: ahora es él quien la lleva en brazos, le da el biberón. Y el último paseo: “Creación, eres maravillosa”. También los árboles de Friedrich, los farallones calcáreos, que tanto amaba. La compañía última de la mariposa, que alivia la postrera metamorfosis: “sabes, temo a la muerte”. Las imágenes poéticas de las utopías totalitarias se presentan en un paisaje sentimental de melancolías terminales, de decrepitud física y psíquica. Así en Moloch (1999) respecto a Hitler, pero especialmente en la espléndida Taurus (2000), donde So96


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kurov hace una revisión de la figura de Lenin en sus últimos momentos, confinado con su familia en un palacio expropiado a los aristócratas. Decrepitud física y mental del antiguo dictador, asistido y espiado por guardianes, criados y carceleros. Están esperando a que se muera, menos su familia que depende de él. En momentos de lucidez Lenin quiere pedir que le administren un veneno para no asistir a este deterioro. La visita de Stalin es llamativa, pues parecen sus diálogos un baile de cobras. Los primeros planos hacen que haya un cierto proceso de empatía con la odiosa figura. Inolvidable el plano final del anuncio de tormenta y las nubes que dejan ver el sol. Su cara de placidez en la silla de ruedas al contemplarlas es como si le reconciliara con todo, presente, pasado y futuro. Hay una llamada del Comité Central. ¿Habrá autorizado el uso del veneno?. La cámara se ha demorado recorriendo los árboles agitados por el viento, entre la llamada y posible respuesta. Imágenes poéticas, imágenes de lo cotidiano donde la dimensión política se entiende desde la independencia estética. Varias veces se ha mencionado lo oriental como modelo, pero conviene señalar que se trata también de una civilización de dos caras. A este respecto quizá no sea del todo inadecuado señalar que algunas de las imágenes más sublimes de los filmes de Mizoguchi tienen lugar en sus queridos y revisitados burdeles, como en Utamaro y sus 5 mujeres. En La calle de la vergüenza realiza toda una composición de imágenes poéticas, ciertamente, pero de poética política. Una madre de familia se ve obligada a prostituirse para mantener a un marido enfermo, 97


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comprar leche para su bebé, y maldice de un país que permite eso practicando al mismo tiempo la exclusión social. Los mismos temas de igualdad se plantearán en La mujer crucificada, la pobreza asfixiante en Los amantes crucificados, la problemática dignidad de las geishas en Los músicos de Gión, y la deslumbrante belleza fatal en los Cuentos de la luna pálida de agosto.

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8. La independencia estética. Cuando en Los cazadores (1977) de Angelopoulos un grupo de acomodados cazadores encuentra el cuerpo de un rebelde de 1949 y debaten sobre qué hacer con él, uno de ellos pronuncia la frase clave: “es un error histórico”, no tenía que existir ya. Pero el problema, como todos constatan, es que su sangre todavía está fresca. La película explora una posibilidad, la de desenterrarlo y exponerle con todas las consecuencias. Al final, en una vuelta al comienzo de la película se nos cuenta la verdadera decisión: enterrarle de nuevo, ocultarlo, no dejarlo a la vista. Si en la primera opción se ha visto lo invisible que había detrás del cadáver, las consecuencias de su exposición pública, ahora se opta por hacer invisible eso visible. Aquí la imagen no es ya mediadora, sino absoluta, como decía Tarkovski. El mostrar es la presencia de la ausencia, adquiere sentido desde ella. Ahora bien, el sentido del mostrarlo equivale a entender la misión social del arte como el hacer visible lo visible, de ampliar la percepción. Es la voluntad de situarse en los límites del ver, como en Blow up, con la ayuda del ojo de la cámara, de llegar a la última realidad que es la última imagen. Lo que plantea una nueva forma de relación entre arte y sociedad más allá de la tópica del compromiso. Lo que busca sobre todo esta modernidad melancólica es la independencia estética, la ampliación de los márgenes del mostrar, de hacer visible, no lo oculto, sino a la vista y que se quiere ocultar. El reclamar la independencia estética es aquí una propuesta junto a las del compromiso y la autonomía del arte. A veces en un gesto aparentemente absurdo, como el del poeta ruso que tiene que atravesar la piscina termal con una vela encendida en Nostalgia de Tarkovski. La independencia estética consiste, pues, en el intento de hacer visible lo visible, ampliando la percepción, en el compromiso con lo real, con la imagen, sabiendo más, no siendo mejores o intentando ser mejores en sentido ético, pero ayudando a crear un ethos robusto, como es el de la modernidad melancólica. El compromiso social de la modernidad frankfurtiana es aquí entendido como un compromiso con lo real a través de la ficción, que va más allá de lo político tradicional, y responde a otra manera de ver lo social. Por eso cabe señalar un cambio de perspectiva: la independencia se refiere no tanto a la crítica de la industria cultural como a lo estético. El tema de la “resistencia” 99


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cobra un nuevo sentido. Se trata, no de colocarse en los márgenes de la industria cultural, sino de intentar desarrollar en ellas las creaciones propias. En este sentido se entienden las declaraciones de Jarmusch cuando afirma que hace lo que quiere, no quiere romper con nada, ni tampoco lo hace por dinero o fama. Ya antes Truffaut manifestaba: “A menudo se discute a propósito de lo que debe ser el contenido de una película, si se debe limitar a proporcionar diversión o si debe informar al público sobre los grandes problemas sociales del momento, y yo huyo de estos debates como de la peste. Considero que todas las individualidades se deben expresar y que todas las películas son útiles, ya sean formalistas o realistas, barrocas o comprometidas, trágicas o ligeras, modernas o anticuadas, en color o en blanco y negro, en 35 milímetros o en super-8, con estrellas o con desconocidos, ambiciosas o modestas…Únicamente importa el resultado, es decir, el bien que el director se hace a sí mismo y el bien que hace a los demás” (Truffaut. El placer de la mirada).

El texto resulta muy ilustrativo, especialmente las primeras líneas. A la altura de los años 60 era fácil dividir el cine, la literatura y la filosofía, como (socialmente) comprometida o no comprometida en términos políticos y de partido político. Forma parte de los debates de la época. En este contexto, y para entender el sentido del compromiso en la independencia estética, es útil contraponer el texto de Sartre “¿Qué es literatura?” con el de Handke “La literatura es romántica” (1966) referido a él. La postura de Handke es que toda literatura como la de Sartre es romántica por no realista, ficcional e irónica. Se plantea así una antinomia entre el compromiso con lo real y con lo social del literato. Lo que lleva en su aparente paradoja a redefinir términos como “real” y “compromiso”. Para Handke “no hay una literatura comprometida: el concepto es una contradicción en sí. Hay hombres comprometidos, pero no escritores comprometidos. El concepto de <<compromiso>> es político”. En definitiva “el compromiso es, por tanto, un concepto no literario […] Pues uno sólo puede comprometerse con acciones y con palabras pensadas como acciones, pero no con las palabras de la literatura”. Sartre distinguiría entre el poeta y el escritor, el primero estaría dispensado del compromiso, el segundo no. Pero es justamente éste el punto decisivo, como hemos ido viendo a lo largo de este libro, ya que en estos autores se trata de la elección de la imagen poética, mejor de una voluntad de imagen, algo parecido a lo que Mies van der Rohe decía de la Arquitectura como voluntad de época. Si la modernidad tópica había sido idealista 100


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ahora se trata de una modernidad realista, de la vida, de los objetos. Por eso el revisitar las imágenes pasadas no tiene ahora el interés de lo que representan sino el de la imagen misma. Por eso al volver a ver La aventura lo interesante no es lo supuestamente narrado en ella, ese malestar de la burguesía, perfectamente prescindible hoy día, pero capital entonces desde aquella visión “social”. Es lo formal lo que cuenta, las imágenes autoreferenciales y no su contenido. No es sólo la imagen de los objetos sino la imagen como objeto la que interesa. Es la modernidad de los objetos emancipados de los sujetos. De ahí la frialdad del propio Antonioni, que hace cine sobre los sentimientos, pero sin exceso, poniéndo los suyos entre paréntesis. Esta perspectiva de la imagen aclara el término “realidad”. En los románticos la unidad de palabra, poesía y acción estaba en la palabra poiesis. La palabra ya era una forma de acción. Handke lo separa y coloca en medio el concepto de “realidad”. De ahí las discusiones en torno al “neorrealismo” en el cine y “el nuevo realismo” en literatura, del propio Handke. Su postura se aclara en los escritos sobre su intervención provocadora en el Congreso de Escritores en Estados Unidos en 1966. Queda perfectamente resumida en esta frase: “hay que destruir el cristal del lenguaje”. Se refiere a posturas como la sartriana para la cual el lenguaje es como un cristal transparente a través del cual vemos las cosas. Sería como una cámara fotográfica, nada en sí mismo. Pero tampoco se verían las cosas tal como son sino como valores en la contrafigura de lo que deben ser. Ahora bien “se desconoce que la literatura se hace con el lenguaje y no con las cosas que se describen con el lenguaje”. El paralelismo con las cosas que estamos tratando es que el cine se hace con imágenes y no con las cosas que se muestran en ellas. Es decir, que Handke vio cómo en el grupo 47 se discutía sobre el compromiso del escritor con los objetos que describe y no con el lenguaje con el que describe esos objetos. Y ahí está la clave. Pues según él para la literatura la realidad es el lenguaje, no algo fuera del lenguaje, y por tanto las cuestiones formales son realmente “preguntas morales”. De esta forma la palabra compromiso, monopolizada por su uso social y político, adquiere un nuevo sentido en cuanto compromiso con la realidad, con el lenguaje. No deja de ser una ironía que sea precisamente la literatura de Handke la que pase hoy por romántica y esencialista estando, sin embargo, su visión de la realidad, el compromiso y la literatura muy cercana a planteamientos de la literatura actual. Hasta el punto 101


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de que prolongan su actitud mediante el injerto de las nuevas tecnologías, extrañas a Handke, en el tecnorromanticismo. Esto implica el reajustar también asociaciones por el lado contrario como puede ser “el estilo trascendental” ya sea en la literatura o en el cine, por tomar el conocido titulo de Schrader. No se trataría tanto de mostrar el halo que trasciende a lo cotidiano y que expresa lo “enteramente otro” (expresión, por cierto, de Horkheimer) sino en palabras de Bresson: “lo sobrenatural en el cine es tan sólo lo real presentado de una forma más precisa. Las cosas reales vistas en primer plano”. Ésas son las imágenes. Y eso no ha desaparecido, prolongándose la modernidad melancólica hasta nuestros días aunque en otros formatos y medios junto a los tradicionales: confiamos en el celuloide y en lo digital, parafraseando a Herzog. El 25 febrero de 1996 publicaba Susan Sontag en The New York Times un artículo titulado “The Decay of Cinema”. Su tesis es la del fin del cine provocado por el fin de la cinefilia, del amor al cine, una vez sustituido el cine experimento y arte por el de industria de entretenimiento: “la cinefilia ya no tiene lugar en la época de las películas hiperindustriales”. Evidentemente, no es que no se hagan películas o que la gente no vaya al cine, pero eso no es (auténtico) cine. En línea con Fahrenheit 451 de Bradbury, cabría apostillar que lo peor no es que se quemen libros sino que se pierda la necesidad de leer, en este caso que no se perciba la necesidad de este tipo de cine. Como cuando se ha hablado de finales del arte, la literatura o la filosofía, en realidad se trata del final de un tipo determinado de ellos que se pone entre paréntesis. En este caso la cinefilia que ha muerto es el amor al cine que se manifiesta entre los años 50 y 70 del siglo XX en forma de revistas, salas, pero, sobre todo, en el ir, hablar, sentir el cine como una forma de vida. Para Sontag los que sobreviven de aquellos años llevan una forma de vida precaria, haciendo historia de cine o remakes, y sus continuadores lo tienen muy difícil para hacer películas hoy. Es cierto, en parte, porque ha habido una mutación. Sin embargo, hay planteamientos que no varían. La elección de lo que se mira es una elección vital, de imperativo estético, es la vida en el cómo no en el qué, en la forma, como se pone de manifiesto en el diálogo entre Corrado y Giuliana en El desierto rojo de Antonioni: “Tú te preguntas qué he de mirar; yo digo cómo debo vivir; en el fondo es lo mismo”. Es el tema de la responsabilidad estética. 102


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El que, como hemos subrayado en Erice y otros autores, este planteamiento tenga lugar en la angustia de la saturación de imágenes, no cambia nada el fondo del mismo. Desde sus comienzos el cine es un arte que se desarrolla por medio de la industria. Tiene razón Bazin cuando afirma que, a diferencia de otras artes de producción, como la literatura, el cine necesita de una audiencia para poder subsistir. Cabría entonces matizar diciendo que el cine por su propia naturaleza es industria cultural ya desde sus comienzos, aspirando no sólo a responder al gusto de un público sino a conformarlo, a educar su percepción estética, intentos sucesivamente repetidos desde la modernidad en Schiller. Y en ello encaja, sin romper el esquema, el cine de autor. No responde a la modernidad de la razón y del concepto sino de la emoción y el sentimiento y, siendo técnico, es tecnorromántico en mayor o menor medida. Eso explicaría que elementos de ese cine hayan sido incorporados y premiados sistemáticamente por la industria cultural en sus certámenes más prestigiosos. *** 103


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“Nosotros sabemos que debajo de esa imagen revelada hay otra más fiel a la realidad, y que debajo de ésta, otra, y otras más debajo de esta última, hasta llegar a la verdadera imagen de esa realidad, absoluta, misteriosa, que nadie verá nunca. O quizás hasta la descomposición de toda imagen, de toda realidad”. (Antonioni. Más allá de las nubes). Esta frase de su última película corresponde a una nota redactada en la época de la filmación de Blow up, lo que permite situarla en un contexto no trascendental sino tecnológico. A través de sucesivas ampliaciones de un punto, posibles en la imagen analógica, se llega a ver lo que no percibe la simple vista. Lo cierto es, si siguen las ampliaciones, hay un momento en que ya no se ve nada, porque no hay nada que ver excepto la textura material misma de la fotografía, como ha puesto de manifiesto de manera magistral Fontcuberta en la imagen de referencia. Estas son las dos posibilidades que anuncia el texto: la ampliación de la película Blow up en que aparece más realidad a través de las imágenes, y el momento en que esa ampliación sucesiva pasa de la composición de la imagen y de la realidad a la descomposición de las mismas. Hemos visto que esta ha sido una de las características de las identidades borrosas. Lo interesante del texto de Antonioni es que se trata de imágenes de imágenes, en el intento, no de llegar a una realidad absoluta sino a la imagen absoluta de la realidad. En el texto hay una ambigüedad fruto de la metamorfosis entre imagen y realidad, ya no planteada en sentido dualista. Lo que llamamos realidad es un fundido encadenado. Heidegger en su meditación sobre el arte y el espacio hablar 104


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de un vaciar, espaciar, para dejar que surja algo, un objeto. En cierto modo las sucesivas ampliaciones de Blow up son ese vaciado del resto de la imagen para que se muestre aquello que ha captado el ojo de la máquina. Es plausible la interpretación ya que el realismo no acaba estando en la correspondencia con la realidad sino en la coherencia de la imagen consigo misma, y esa es su verdad. Lo que el fotógrafo hace con esa imagen analógica no habría podido hacerlo con una imagen digital. Hay una última imagen, la verdadera, de esa realidad, absoluta, a la que nunca se puede llegar. El camino es, pues, hacia la imagen, que se confunde al final con la realidad, es la realidad. El en sí de las cosas es el mismo que el en sí de su imagen. Acaban teniendo, pues, un carácter autorreferencial y se termina convirtiendo en un auténtico movimiento en falso cuando se postula la correspondencia. La imagen es verdadera en tanto que fiel a la realidad y lo será mientras la realidad sea fiel a la imagen, porque su en sí es el en sí de la imagen. Dicho de otro modo, lejos de ser un texto de realismo ingenuo, lo que viene a decir Antonioni es que no hay más realidad que la de la imagen, el “de” como genitivo subjetivo y objetivo. Al texto de Antonioni le co-rresponde el interludio rodado por Wenders antes del cuarto episodio. En él Mastroianni está pintando a la manera de Cézanne un paisaje

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con la montaña Saint-Victoire al fondo. Se acerca Jeanne Moreau, observa el cuadro y hace un gesto de desaprobación. Comienza el diálogo. Se puede volver a hacer la experiencia: escuchar lo que dicen como modo de captar el significado de la secuencia o desconectar el sonido y ver lo que muestran las imágenes. Jeanne Moreau se queja de que no hay más que copias en la sociedad, proporcionando con ello material sabroso para el divagar de hermenéuticos sobre la era de la reproductibilidad técnica, original y copia, todo ello adornado con citas de Benjamín. Le sigue la corriente Mastroianni afirmando que los originales son muy caros y que él prefiere a su propia pintura la posibilidad de recuperar aunque sea por azar el gesto de un genio. Moreau niega y acaba riéndose ante un Mastroianni que la aparta incomodado. ¿Es una reflexión de Wenders sobre la creación como recreación? ¿Es un homenaje a Antonioni, entre tantos que ha hecho su generación? ¿Se trata del género antes ampliamente difundido de los dobles discursos? En todo caso los discursos son antiguos, las imágenes modernas. Lo que muestran no es un “pastiche” de Cézanne sino el paisaje cambiado de Cézanne, con industrias y aire contaminado, paisajes también de Antonioni como en El desierto rojo. El gran pino de Cézanne hace ahora de encuadre a una realidad que ha mutado, que es otro tiempo, y así ha cambiado también el tiempo del cuadro. Cézanne sigue siendo uno de los modelos de la modernidad en la medida en que intenta mediante su óptica y lógica del color “hacer sentir el aire”, como escribe el 15 de abril de 1904 a Bernard. No ver esas industrias y ese aire contaminado significa precisamente todo lo contrario: copias para turistas, que es en lo que consiste en su mayor parte la hermenéutica. El cuadro de Mastroianni es un cuadro “original”. En la panorámica general del pintor al que acompaña el cineasta Wenders se sobreimpresiona a la derecha del plano la imagen de la planta química y la de la montaña sagrada. Picasso, discípulo declarado de Cézanne, no pinta ya la montaña sino que la “compra”, como asegura en comunicación telefónica al marchante Kahnweiler.

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InTeRmeDIo. EL DEsprECio



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Intermedio. El desprecio. Dos fases en dos frases del desamor: “ya no te quiero”, “te desprecio”. Imagen de la ruptura en El desprecio de Godard. Las pronuncia Camilla (Penélope) frente a Paul (Ulises). Antes él le había declarado en la cama su amor correspondiendo a la demanda de ella, en una de las secuencias más bellas del amor-cuerpo y diálogo elemental, una síntesis que obsesionará más tarde al viejo Antonioni. El amor se une al instinto y encuentro, la separación a las razones y el contrato, como recuerdan oportunamente sucesivos flasbacks. No hay una consecuencia: a las preguntas obsesivas de Paul, hasta la violencia física, por las razones de las dos fases/ frases ella sólo acierta a responder con “no eres tú quien me presiona sino la vida”. Percibimos algo de esa presión en las imágenes de otros desprecios súbitos en La aventura y La noche de Antonioni. Es por todo, y por nada, es por ti, le llega a decir Camille a Paul. Enmienda a la totalidad. Sobran las razones concretas. A Paul le saca de quicio la aparente indiferencia de ella, Camilla intuye que tras los alambicados razonamientos de Paul se esconde una estafa. Nuevamente son los movimientos corporales, los objetos, a falta de las razones, los que permiten percibir todo: el vestirse/desvestirse, baños, paseos, de la Bardot, un icono publicitario inserto en una película de culto, como harán luego, si pueden, todos los directores que nacieron “independientes”; los vagabundeos de mala conciencia que el guionista Paul, con su ridículo y eterno sombrero, prodiga entre el productor Prokosch y el veterano Fritz Lang. No por casualidad reivindica en la película, entre otros, el cine de Chaplin, la figura irónica del intelectual de la modernidad melancólica. Es preciso estar atento a estos movimientos para entender el final trágico de una sin-razón moderna que encuentra sus orígenes en los de la tragedia clásica que incorpora la película. El mostrar esos movimientos que carecen de explicación exige un nuevo tipo de cine y también un nuevo tipo de literatura como hemos visto en el apartado anterior. Una correspondencia se puede encontrar en El momento de la sensación verdadera de Handke. Las palabras sugieren la agitación a través del torbellino de sensaciones, pero son las imágenes las que muestran el cuerpo. Las imágenes muestran, el concepto explica, es necesaria la simbiosis de ambas a través de los diálogos, de las citas que tanto prodiga Godard. 109


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Una de ellas, sobre la que han abundado los críticos, por obvia, es la de Viaje a Italia (1953), de Rosellini. Motivos no faltan en las simetrías: desamor, desprecio, paseos, diálogos separadores, la antigüedad clásica revisitada, hasta Capri. Sin embargo, lo interesante son las imágenes y el diálogo que mantiene Fritz Lang con los dos protagonistas al término del visionado de la misma: “no puedo vivir sin productor”. Es el resumen del “desprecio paralelo” entre productores y directores que lleva al ni contigo ni sin ti. De cara a quien ha vivido bajo la dictadura, esta se reproduce en la figura de los nuevos productores. Homenaje y meditación sobre el fin del (un) cine. Pero, ¿acaso no estaba ya en sus comienzos como reza la cita de Lumière en la sala de proyección? Adaptación a los nuevos tiempos de unos y otros (incluido Godard) en el papel de Fritz Lang, como

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un gran señor que sufre con dignidad con tal de poder seguir filmando incluso a la muerte del productor. Fin de…es cierto, pero también constatación de la imposibilidad de ese tipo de cine en ese momento. La misma película de Rosellini desmiente el paralelismo más allá de la cita. Catherine no es Camilla, tampoco Alex es Paul, y los escenarios no se corresponden en su papel. Katherine se queda sobrecogida ante la escena de los amantes abrazados en la lava volcánica de Pompeya. Es una premonición del final feliz con que acaba la película, frente al accidente trágico con que culmina la de Godard. En ésta las escenas de amor de Pompeya son las porno de sus pinturas que Camille contempla sorprendida en el libro que el productor le ha dejado a su marido para que se vaya ambientando en el guión que espera de él. La película de Rosellini acaba bien, los movimientos en falso de la de Godard acaban mal. Con un común denominador respecto a las películas que vamos mostrando desde En el curso del tiempo: los melancólicos son los escritores, las decepcionadas son las mujeres, una de las fuentes de su desprecio. 111


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La película de Rosellini significa un cambio: el neorrealismo aplicado ahora a los conflictos interiores, más que al social. Lo habíamos observado también en la película de transición de Antonioni, El Eclipse. En el viaje a Italia las ruinas que visita Catherine, los museos con estatuas que la empequeñecen y la abruman, las costumbres que les chocan al matrimonio con la impagable catarsis de la escenografía de la enloquecedora procesión que precipitará el reencuentro al final de la película, todo ello va acompasado a las turbulencias interiores. En El desprecio, las escenas del apartamento moderno son decisivas, pero no sólo por los diálogos: está a medio poner en una mezcla de modernidad que surge de la ruina, que es la impresión que da todo lo moderno no acabado. El sofá, de un color violentamente rojo, atrae la mirada, imantando a los personajes con violencia en sus recorridos y persecuciones por el apartamento. Godard ha cuidado cada detalle de los objetos que el espectador debe encontrar aparentemente al desgaire. La otra ruina son los decorados de Cinecittà, es allí donde el productor Prokosch va a vender uno de sus estudios, quejándose de que se trata de la ruina del cine industrial. En las dos películas las ruinas son ruinas vivas y a la a vez muertas, pues cuentan dos versiones contradictorias de una historia al estar mezcladas la historia del pasado y la del presente. Cuando Katherine y Alex encuentran las figuras momificadas de los amantes abrazados en Pompeya saben que ése no será su destino, la unión duradera y, aunque secretamente la deseen, deciden solicitar el divorcio. En la película de Godard el productor y el director llegan a conclusiones distintas basándose en el “sentido común”. Dice Prokosch que el mundo de Homero según Lang ya no existe pero, cabría añadir, es que tampoco existió en su momento. Así apunta el productor que Ulises se marchó a la guerra de Troya porque no aguantaba a Penélope, precipitándola en brazos de sus pretendientes. Penélope era infiel y Ulises un zascandil moderno. Prokosch cree que Ulises amaba a su mujer pero que ella no le amaba a él. Por eso no cree que vuelva a Itaca, en diez años le hubiera dado tiempo de sobra, lo demás son excusas. Pero Lang se niega a que Ulises sea “un neurótico moderno” y prefiere verle como un tipo valiente y sencillo que lucha contra el destino. Uno de los elementos del destino es precisamente la figura del enemigo productor-dios Prokosch-Neptuno, con similitudes de figura poderosa y carácter irascible. Con el fondo del cartel de Hatari, cuando Paul y Camille 112


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van a abrazarse, el coche rojo de Prokosch se interpone entre ellos como una exhalación. Después del accidente, Lang sigue rodando pues estima que hay que acabar lo que se comienza y así finaliza la película con Ulises volviendo a Itaca y Paul a su escritura. La película en definitiva es la tesis contemporánea de que si vamos al mito es porque venimos de él. La película es una tragedia moderna dentro de una tragedia clásica. La contradicción de lo clásico es lo que explica la de lo moderno. La odisea de Ulises es la del hombre contemporáneo.

Ciertamente el mundo de Lang, el clásico, nunca existió en la realidad, solamente en la ficción. Y las figuras de los dioses que salen en la película en tricomía todavía lo acentúan más. No ha habido ese mundo “natural” en lo clásico del que habla Lang si no es como idealizado. No es cierto que el mundo clásico, su mundo, el de Lang, el de Homero, tomara la realidad tal como es, objetivamente. No hubo tal armonía, sino que la civilización que el propio Ulises representa es ya sinónimo de violencia a la naturaleza, el mito civilizado, con lo que empiezan las neurosis, como ya lo mostraron Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración. En La mirada de Ulises de 113


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Angelopoulos ya hemos encontrado un eco contemporáneo de esas neurosis modernas. Desde el presente roto se rompe el mito para que pueda mostrar (se) el presente. Prokosch encuentra en su relectura de la Odisea algo que le parece tan indispensable en el cine como en la vida real: poesía. La ironía es que pasa por el personaje menos poético de la película ¿o se trata de una nueva poesía? ¿La poesía que descubre la industria cultural en crisis dentro de un mundo ya imposible? No es que Prokosch desprecie a Homero sino a los que no saben hacer un Homero de ahora. Al fin y al cabo, Prokosch entiende a los dioses, sabe cómo se sienten, pues los siente como iguales. Cuando Lang cita a Hölderlin es para señalar las dos versiones: la nostalgia de los dioses huidos sí, pero que al mismo tiempo sólo consuela al hombre la ausencia de lo divino. Es ese juego contradictorio de presencias y ausencias el que pretende mostrar las imágenes y apuntalan los diálogos.

No por casualidad el desenlace se produce en una semiruina moderna como era la villa Malaparte en Capri situada en una naturaleza abrupta que recuerda por momentos los acantilados de Lisca Bianca de la película de Antonioni. Es una metáfora perfecta de lo visto antes: el jinete civilizatorio en crisis que pretende todavía dominar 114


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al corcel de la naturaleza. Lo que se presenta como una maravilla estética sería hoy un desastre ecológico penado legalmente. Ahí tiene lugar el desenlace de lo que ha sido un rodaje sobre el rodaje. Hay una mezcla de cine-rodaje para el director y vida como luego lo será para este tipo de cine moderno el de espectador y vida. Pero es sobre la base de una ficción, de un como si…Es lo que luego prolongará buena parte de la novela contemporánea. Se le puede llamar trascendental, pero en sentido kantiano, un ensayo sobre las condiciones de posibilidad de la creación misma y su respuesta en términos de ficción para la vida, de como si…un trascendental sin trascendencia. Y la película, creación, desmiente la teoría bajo la que se acoge, en este caso la cita de Bazin que Godard pone al comienzo de la película: “El cine sustituye para nosotros un mundo que se adapta a nuestros deseos”. Y a continuación añade que la película es la historia de ese mundo. Es una frase idealista para un cine que ya no cree en ello. Por el contrario lo que muestra este cine moderno es un mundo cambiante cuyas claves teóricas no se poseen y del que se muestran las imágenes. Lo que hemos mostrado del cine de la modernidad melancólica pone de manifiesto la imposibilidad de ese mundo concordante con nuestros deseos y que el cine tampoco lo sustituye pues la película acaba siendo (rodaje del rodaje) el documental de ese movimiento en falso. Le Mépris es el comienzo de la discusión sobre la posibilidad de un cine de imágenes con/sin historias desde el final de la constatación de los iconos rotos. Y me atrevería a decir que buena parte del cine y literatura contemporáneos que proceden de la modernidad melancólica se siguen planteando las propuestas estéticas contradictorias, pero sumamente lúcidas, de Le Mépris.

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mIraDAS



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1. Veo, luego existo. Plano medio de figuras inclinadas que miran una tira de celuloide. No vemos lo que ven pero sí su acto de ver. La composición de la imagen, el juego de luces y sombras, la disposición de las figuras, los rostros iluminados por una luz fuera de campo la convierten en una imagen pictórica. Es una iluminación, es el acto de ver por excelencia, en una escena de nacimiento, de renacimiento. Es un ver existencial. Tanto el Antonioni encaramado en los acantilados de Lisca Bianca como el anciano no doblegado por el ictus declaran que el sentido de su vida es hacer cine. Wenders entiende el cine como el “acto de ver”, hasta el extremo de llegar a decir que “veo, no pienso”. Lo que provoca la respuesta divertida de Tarkovski, en el sentido de que es una “coquetería” y que, por el contrario, cree que pensando se ve mejor. Pero, a pesar de esta puntualización, lo cierto es que no le anda a la zaga en la contraposición entre sentimiento, emoción, y pensamiento. Pero ahora, con el cine, no se trata de un ver intelectual sino sensible, que no percibe lo general sino lo concreto de las cosas. Y la vida, dicen, es siempre lo concreto, está en los detalles. Precisa gráficamente Tarkovski que si intenta filmar esta silla no puede filmar conceptualmente una silla en general, sino sólo esta silla situada espacio-temporalmente. Y por ello rechaza la interpretación simbólica de sus imágenes, porque no representan nada fuera de las cosas concretas mismas. ¿Qué hay detrás de todo este acto de amor al ver? La búsqueda de una mirada inocente del objeto, poniendo entre paréntesis la cultura occidental recibida es un viejo sueño de las vanguardias pictóricas, literarias y filosóficas. El cine trata de hacerlo a través de la mirada de la máquina, y este propósito permanece en el cine de tiempo lento de los años sesenta y setenta del siglo XX. Este tipo de cine constata la muerte del cine, como ya lo hicieran antes la filosofía y la literatura en sus respectivos ámbitos, a manos del cine de entretenimiento, de la inflación de imágenes por obra de la industria cultural. A la imagen consumo contrapone la imagen poética. Ahora bien, a diferencia del planteamiento cartesiano, que creía en la posibilidad de llegar a la verdad porque teníamos una mirada limpia en origen y sólo no había que errar en el método, el camino desde el romanticismo muestra, por el contrario, que la mirada del sentimiento no es 119


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una mirada pura sino dialéctica, es decir, contextual e histórica. En filosofía se quiere salir de la crisis de la filosofía volviendo a los presocráticos, al pensamiento primero antes de que tomara la deriva de la filosofía racionalista, al mito como palabra verdadera. En la crisis del cine la reflexión posterior lanza una mirada ambigua sobre las condiciones de esa vuelta en el cine, de esa odisea de la cultura occidental. En ese sentido se trata de películas y libros personales, de autor. Concebidos como viajes de ida lo son de retorno. En la apuesta por la imagen (como en Kundera por la belleza) lo es por una imagen que ya nadie quiere, en la “sobredosis de imágenes”. Pero ¿acaso no se produce el retorno a la imagen en una época de “sobredosis de compromiso”? El plano largo entendido por Angelopoulos como introducción del tiempo natural en el espacio y la toma como una célula viviente es así la identificación entre cine y vida. No hay oposición espacio-tiempo, tampoco se trata de un tiempo mesiánico. No es el tiempo detenido sino entre-tenido. Un ejemplo paradigmático de todo esto lo tenemos en La mirada de Ulises (1995), de Theo Angelopoulos. La imagen poética se despliega en el film a través de esa búsqueda por “A”, nombre del protagonista, de las tres bobinas no reveladas de Las hilanderas (1905) de los hermanos Manakis, de la primera mirada, la primera película de Grecia y los Balcanes, de la inocencia. Más tarde nos dice que esa búsqueda de “la” mirada es de “su” mirada, perdida en un intento de retorno a la tradición icónica clásica griega. Se trata, efectivamente, de un cine-ojo, ya que si la mirada del creador no funciona tampoco la de la cámara, Polaroid en este caso. Lejos de ir más allá, como en Blow Up, del ojo humano, se refleja en la negrura de la fotografía la oscuridad en que se encuentra sumido el ojo. El viaje de búsqueda ya es algo distinto a un viaje de encargo, efectivamente: “este es un viaje personal”, dice “A”. Como personal es el cine y vida en Angelopoulos entendidos como viaje ya que la “A” del personaje es también la del comienzo de su apellido. En La mirada de Ulises hay una fusión del tiempo de “A” de mayor a niño, en un morphing, metamorfosis de 1945 (1948) a 1950. Una casa que se va vaciando de gente, de muebles confiscados, hasta que se llevan el piano. En el cine como viaje hay un recorrido lleno de elipsis en Angelopoulos a través de la otra Grecia y un intento de reflejar en imágenes la historia de manera distinta. 120


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Es la perspectiva del mito y de una Grecia presente que no debía ser muy diferente a la del pasado. No es sólo el mito que ilumina el presente sino que retrospectivamente aclara el pasado. Así en Reconstrucción (1970). El comienzo es impresionante: una cámara fija que espera a un autobús teniendo delante un charco. Llueve a mares, no con una lluvia poética superficial sino con la que enloda y roe la tierra. El pueblo no tiene nada del misticismo de Erice o Kiarostami, sino que se trata de auténticas pedreras, de lo que eran los viejos pueblos castellanos: pobreza y nidos de víboras. El tema es bien sencillo: una mujer y su amante matan al marido que regresa de Alemania. Pero el crimen en cuanto tal no se ve, sino que la película consiste en la reconstrucción del mismo desde diferentes puntos de vista, ya sea la prensa, la policía…Podría ser una versión del mito de la Orestíada y de la muerte de Agamenon y así la película cobra la forma de la tragedia. Lo que aparece es una Grecia triste, despoblada, aislada en que la gente se va a trabajar a Alemania. Es el otro vacío, los pueblos no idílicos sino que se quedan vacíos, es el vacío de la pobreza que disfraza la miseria, que muestra lo originario del pueblo, nada original, todos se quieren ir, no hay un vínculo con el terruño. Excepto la canción que sobrecoge del pequeño limonero. No hay esperanza. La excepción de una película a pleno sol la constituye Días del 36 (1972). Para Angelopoulos los planos secuencia los ha inventado Homero, siendo su ejemplo las largas enumeraciones que encontramos en la Iíada. En Mito y viaje dice que los viajes son una búsqueda de sí mismo. Si hace viajes, precisa, es porque no tiene casa y la busca: en un coche que va a cualquier parte, con la ventanilla abierta, el paisaje pasa y cree que ahí está provisionalmente en equilibrio, pues “mi casa está junto a aquél que conduce”. También confiesa que lo que busca en Grecia es una “belleza triste, me121


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lancólica”, de ahí la espera sin rodar a que llueva, se nuble el cielo, todo lo contrario del tópico turístico griego. Al contrario sus imágenes son paisajes de ruinas, emigraciones, fronteras y desarraigo. Por eso, su retorno a la imagen como retorno al mito que somos se convierte en un peculiar ejercicio de memoria histórica como memoria del presente, y no tanto para huir de él sino para aprovechar sus potencialidades. Concluye: “Al principio fue el viaje –dice Seferis- y el final será el viaje, completo yo”. A lo largo de él, la mirada poética se vuelve dialéctica ya que no tiene lugar a través de los paisajes soleados de una Grecia turística sino los duros de la nieve de invierno prolongado en las ruinas, no clásicas, sino de la destrucción y descomposición de las guerras de los Balcanes. Quizá la imagen minúscula de la anciana señora desorientada en la interminable panorámica general de la plaza de Koritsa sea el ejemplo visual del desarraigo y la desorientación. Al final del viaje “A” encuentra en el Kosovo azotado por la guerra al “coleccionista de miradas desvanecidas”, capaz de dar con la fórmula química que haga revivir las imágenes de la película perdida, un inmenso Erland Josephson. Fin de viaje, con un memorable largo plano de una niebla, en principio festiva, casi mágica, tan querida a las películas de tiempo lento, pero que aquí alberga el terror, el asesinato de la última metamorfosis de Penélope y su familia. La conjunción de la mirada poética y la dialéctica tiene lugar en las escenas de arte (música, teatro) con el decorado de la violencia. Las últimas imágenes son de “A” contemplando el aleteo luminoso del proyector en la pared sucia usada como pantalla blanca de un cine destruido, llorando mientras fabula el último regreso. Final en el que no acaba todo pues “en mi fin está mi comienzo”. Pantalla blanca de la mirada que se busca en la pared social sucia que se encuentra. En un antiguo cine. La imagen dialoga con la de Wenders En el curso del 122


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tiempo, ese local de cine que lleva el nombre de Weisser Wand, pantalla blanca, cerrado ahora y a la espera de mejores tiempos, de que vuelva el gran cine.

“Estamos condenados a funcionar con nuestras obsesiones. No hacemos sino un film, no escribimos sino un libro. Variaciones y fugas de un mismo tema” (Theo Angelopoulos). En un contraplano de la imagen anterior, ahora en Paisaje en la niebla (1988) también de Angelopoulos, un niño, Alexander, mira un trozo de celuloide en blanco encontrado en la calle y que le acaban de regalar. Está vacío, no hay nada, pero esto es lo que nosotros vemos, no lo que ve él: un paisaje en la niebla que va atravesando hasta

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llegar al árbol al que se abraza con su hermana, tal como aparecerá en los fotogramas finales de la otra, de esta película del director. Un vacío de imágenes reales ha permitido que la imaginación construya otros imaginarios. Mezcladas con esa mirada está lo que el niño ve y no ve. Ve una de las escenas más duras de la película, la muerte del caballo agonizante en la calle, atadas las patas, abandonado después de haber servido durante una vida a los humanos, levantando una y otra vez la cabeza, cada vez más débil, hasta morir acariciado por ellos. El niño llora impotente. Como fondo la celebración etílica de una boda en un bar, los invitados que pasan cantando indiferentes, la novia que huye y es reconducida. El contraste es de una gran fuerza estética. No ve el niño otra imagen que encarna la belleza poética de lo cruel manifiesto y de lo sórdido fuera de campo: sentada al borde del camión, su hermana Voula toca la sangre que mana por sus piernas y se queda mirándola asombrada, recorriendo con la mano ensangrentada una de las paredes. Tampoco nosotros hemos visto la violación. Un despertar sórdido a la sexualidad que tiene como contrafigura el baile en la playa y la suavidad del muchacho que le suelta el pelo, del que se enamora y no puede ser correspondida. Tampoco ve una de las imágenes finales cuando la muchacha, niña aún, se ofrece con la mirada al desconcertado soldado para poder pagarse el ansiado tren a Alemania. Es en ese tren y, gracias a la compasión del soldado, donde se ve sonreír por primera vez a Voula, ya no tienen que esconderse de los revisores. Son imágenes más allá de la tristeza y de la esperanza. La meta del viaje es la vuelta al origen perdido, a una quimera: una Alemania que no hace geográficamente frontera con Grecia, donde se supone que está el padre, que no conocen, y que, como dice su tío, no se sabe cuál es y puede ser cualquiera. En este sentido sobra quizá la imagen final, mística y esperanzadora, del árbol en la niebla, introdu124


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cida según el director a petición de sus hijos pequeños. El niño albanés entra en el depósito de cadáveres donde yace baja una sábana el cuerpo de su amigo Selim. Le destapa la cabeza, le mira entristecido, le acaricia el pelo y murmura su nombre. Finalmente huye al oír ruidos, llevándose la ropa de su amigo que quemará junto a otros niños de la calle antes de partir para el “gran viaje”. Al fondo, mirándolo todo el escritor Alexandros (Bruno Ganz) a punto de partir también para el último viaje, esta vez sin retorno. Estas imágenes del niño dan la vuelta a una película, La eternidad y un día (1998), fácilmente interpretada como proustiana al centrarse sobre un adulto, un escritor que recuerda al final de su vida y se descubre como extranjero de sí mismo y de los demás: “Por qué nada salió como esperábamos? ¿por qué tenemos que pudrirnos entre el dolor y el deseo, indefensos?”. Ha estado metido en su obra, sin atender al amor de su mujer, de su familia, de la sociedad que le rodeaba. El sinsentido de su vida se amplia ahora hacia su obra planteando una pregunta que vamos a ver repetida en el cine de la modernidad melancólica: ¿se puede escribir, se puede hacer cine sin sentir nada hacia los demás?. Es la pregunta del escritor, pero es también la pregunta del director. Como también la veremos aparecer en la obra de Wenders Movimiento en falso, con guión de Handke. Ya en El paso suspendido de la cigüeña, Angelopoulos narra cómo al final del viaje del periodista de televisión por las imágenes hay un cambio que le sitúa en su monólogo en ése núcleo de Movimiento en falso. Se echa a llorar cuando confiesa que hasta ese momento se había dedicado a filmar a los demás sin tener en cuenta sus sentimientos. El viaje le ha cambiado, pero gracias en parte al que hace de mentor comprensivo y escéptico, el viejo coronel de fronteras, paralelo de los otros mentores ilustrados. No es que haya adquirido un nuevo conocimiento, sino que ha sentido más. Estamos ante una vuelta de tuerca de la educación sentimental en la estela de Flaubert: no se es mejor sino diferente. Este sería el punto de 125


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arranque literario de la modernidad melancólica, el intermedio desde Goethe a las películas de cine: sentir más y mejor. Y eso es imposible si el narciso sentimental no se abre al sentimiento de los demás. Por ello Alexander auxiliará al niño albanés víctima de las mafias del tráfico de niños, exiliado como él, forastero como él. Tendrás tu gran viaje, le dice al niño, pero también le pide, quédate conmigo. Sólo se tienen el uno al otro. Es uno de los grandes temas de Angelopoulos, el de las fronteras, más que exteriores, interiores, las que hallan los seres humanos dentro de sí mismos y las que ponen a los demás. En esta película el escritor compra palabras al niño para sentirse en casa, en su propia lengua. En esta película el director compra imágenes al niño para entender su propia condición de extranjero en su vida y en su país, plan-

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teándose quizá la misma pregunta: “¿cuánto dura el mañana? La eternidad y un día”. 2. La metamorfosis de Iván. Al final de La infancia de Iván (1962) de Tarkovski se muestra la foto de Iván incluida en el expediente que la meticulosa Gestapo confeccionó antes de su ejecución. La película ha alcanzado su climax: uno de los protectores militares de Iván va a descubrir su trágico destino. Se muestra un primer plano de la fotografía, apto en principio para estimular el pathos de la identificación. Y, sin embargo, la imagen propone otra cosa. El sentimiento que genera su contemplación es ambiguo: la fragilidad del rostro del niño queda desmentida por los ojos inquisitivos y el rictus duro de la boca. Nos desconcierta. La metamorfosis ha tenido ya lugar antes de que aparezcan los créditos de la película: las imágenes idílicas de Iván en la orilla del río claro se transforman al accionar el interruptor del disparo que oye (¿recibe?) la madre en las oscuras figuras de la desolación a lo largo de las orillas pantanosas del río por las que retorna el niño-espía de su misión. El largo plano secuencia se repetirá al final de la película cuando vuelva a recorrerlas en su último viaje. El agua es en la filmografía de Tarkovski el índice del paso y la textura del tiempo. Nunca del todo clara, como la niebla que suele acompañarla. Esa ambigüedad forma ya parte de la fisonomía espiritual de Iván, y atrae a la vez que preocupa a los militares que se han hecho cargo de él, y que son ahora su única familia. Esa ambigüedad formará ya parte de algunos de los personajes centrales de Tarkovski en los que la potente estética de las imágenes desmiente o pone en duda el claro sesgo ético de sus planteamientos. Son seres personalmente débiles, pero con frecuencia socialmente destructivos, al menos para los que están a su alrededor. Son las bombas de relojería que activa la cultura de los buenos sentimientos. Acudimos a la literatura romántica para hacer transparente este raro sentimiento. Y encontramos un nombre técnico para él: lo siniestro que, según Freud, es lo familiar devenido inquietante. Sartre calificó en su célebre carta a L´Unitá como monstruo a este niño asesino. Una víctima que es a la vez verdugo. El producto de una sociedad violenta por cuya muerte en vida nunca pedirá suficiente perdón. Es difícil de sobreimpresionar esta imagen con las de Iván feliz tras la celosía de la admirable telaraña o jugando en la playa. Por el contrario, viene a la memoria otra imagen de la inocencia 127


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culpable, igualmente siniestra, la del Angelus novus de Klee, que contempla impotente la destrucción proveniente del (su) Paraíso, en lectura interesada de Benjamin. Imágenes, en todo caso, del cine, la pintura, la literatura y la filosofía, que conforman una identidad para la que no tenemos un patrón abstracto en que cortarla. No son tiempo detenido, son tiempo ahora, pero transitivo, lento, a trompicones, como los traspiés que adivinamos en el ángel. Más adelante volveremos sobre la mirada de los ángeles. La reflexión sobre las condiciones del cine, sobre la vuelta a la mirada e imagen perdida que posibiliten otra vez el cine, tienen un antecedente

en

la

película

de

Tarkovski Andrei Rubliev, quizá la mejor de las suyas. Si cabe tildarla de trascendental no es por su sentido trascendente sino por la investigación de esas condiciones, que para los cineastas se resumen en la búsqueda de la imagen poética frente a la imagen narrativa. Andrei es un pintor que no pinta, en ese sentido la película no es sobre sus iconos, aunque en buena medida sea sobre el icono, especialmente en las escenas finales, donde uno de ellos solemne, hierático, tiene una especie de sobreaureola negra que podría ser un antecedente de los grabados de William Blake. Andrei no pinta, pero mira y es su mirada, la de su actor fetiche Solonytsin la que dice todo, una mirada en una cara afilada como la de un pájaro bajo la caperuza monacal. Es la película trascendental en el sentido del estudio de las condiciones de la pintura, que no está en la pintura misma, en la habilidad, en el talento. Que no pinte puede parecer desde un desperdicio a un sacrilegio de despilfarro del don recibido y, sin embargo, la pintura, descubre Andrei, tiene que ser un acto de amor, imposible en un mundo de odio. El icono, como la campana está fundido con el amor y el sufrimiento de lo humano. La vocación de Andrei se va fraguando al ritmo que lo hace la campana. 128


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Al final encuentra un sentido con la campana de Boris que, le dice, hace feliz a la gente, está alegre: “tu fundirás campanas y yo pintaré iconos”. Ése es el motivo también de la pintura: hacer feliz, alegre a la gente. Así lo vio Chris Marker en Un día en la vida de Andrei Arsénevich. La pintura no es fruto de una inspiración, de algo que viene de fuera sino de una necesidad interna. La maestra de Andrei es la mujer desnuda de la secta que le habla de amor y Boris que se esfuerza en hacer algo para lo que no tiene el secreto. Todos necesitan rebozarse en la tierra como Stalker, sentirse en la lluvia. El genio nace del servicio al pueblo, deseoso de belleza. Si establecemos un paralelismo como Movimiento en falso de Wenders vemos que la diferencia entre el que quiere ser escritor y el que quiere volver a ser pintor está en esa vocación de servicio y también en el sufrimiento. En Tarkovski la vida es también un camino de formación hecho de amor, sacrificio y sufrimiento. Y así se da en él la vida y la belleza, pero se trata de una belleza primitiva, desenfocada y hasta sucia que muestra en la magistral escena última de los caballos, símbolo para Tarkovski de la vida. Lluvia y barro como vuelta a los orígenes en los que se acurruca el ser humano indefenso, como en Stalker, en la inolvidable escena con el perro, como Boris en el barro. En la indefinición de las fotografías salen como si fueran pinturas de Altamira. Son la clave de un arte magnífico del que acaba de exponer la Trinidad de Rublev, pero que no vale nada si no surge de la vida. Este es el aspecto fisiológico que templa el espiritualismo. De este modo las imágenes magníficas, impresionantes e intimidantes de los iconos se deben mirar desde la sobreimpresión de las otras. Las escenas de gente en la nieve que recuerdan Cazadores en la nieve de Peter Brueghel (citado en Solaris) dan cuenta del método de Tarkovski en cine. Es un cuadro construido a partir de detalles, que obligan a la vista a detenerse en uno u otro detalle de las escenas de vida cotidiana. No es un cuadro heroico, sino más bien doméstico. Son cuadros que no se pueden abarcar, es decir, reducir, a una mirada, como tampoco sus películas pueden reducirse a una unidad, a una idea, al mensaje. De ahí su oposición a Eisenstein que tiene una concepción hegeliana del montaje. Pero la clave de la dialéctica entre estos motivos, el origen popular y los divinos iconos se encuentra en 129


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esta frase de Tarkovski: “el arte es verdaderamente popular si es aristocrático”. La imagen de la melancolía es la mirada final de Kelvin a través de la ventana de su casa ¿en Solaris?. Es una vuelta al paisaje de la despedida, el río, una hoja viajera, las berrañas ondulantes, las orillas donde a veces corre y otras se estanca y ensucia el agua, el perro que sale a recibir. Suena otra vez en un bucle temporal el Preludio Coral en fa menor de Bach. Nada parece haber cambiado afuera, la misma lluvia, la niebla, pero esta vez sí que ha cambiado algo dentro. Y Kelvin se apoya ensimismado con la mano en el cristal de la ventana en un plano medio en que se ven los objetos en primer lugar, libros, una caja de metal y parte de una cerámica. El fondo difuminado subraya el rostro con una mirada intensa, pero perdida. Una composición de azules. La cámara le ha seguido hasta la casa, pero ahora le recibe desde dentro. No es tanto una mirada al interior de la casa como de sí mismo. Es una mirada ensimismada, empapada, que no se esponja sino que se encoge. Antes Solaris les mandaba visitantes, pero desde que enviaron el encefalograma de Kelvin ha empezado a crear islas. ¿De quién es ahora la mirada, de Kelvin o de Solaris? Los humanos, el mismo océano, son islas que buscan 130


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ser archipiélagos. ¿Ha vuelto a la Tierra? Cuando mira al interior de la casa, su padre, que ya le había advertido que quizá muriera antes de que regresara, está revisando cosas de la casa, pero en una situación extraña: la lluvia le golpea la espalda dentro de la habitación y no parece darse cuenta de ello. ¿Es real? ¿Está vivo? Hay un paralelismo con el final de Hasta el fin del mundo de Wenders: es la decisión de vivir con las alucinaciones, con las propias imágenes interiores. Kelvin había decidido quedarse con el fantasma de su esposa, una vez ido parece sustituirle el de la casa. La cámara se aleja mostrándonos en picado que todo es una isla en Solaris. Tal vez ese océano que en la novela de Lem está deseoso de comunicación sin conseguirlo ha comunicado como nadie con el interior de Kelvin, creando la casa en la isla, imagen de la condición humana. Quizá detrás de la mirada de Kelvin están los ojos del icono, del océano Solaris. Es fácil ver la película desde la perspectiva tecnorromántica del viaje espacial como viaje interior, de la ciencia a la alucinación, de la insensibilidad al amor. Pero la verdadera protagonista acaba siendo Hary, el simulacro, en el momento en que se mira al espejo con su retrato en la mano y no se reconoce. Se pregunta quién es esta. Se inicia así un proceso de humanización de los simulacros que les llevará a mirar su vacío interior y a suicidarse para volver otra vez automáticamente a la vida: “No puedo acos-

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tumbrarme a estas resurrecciones” dice el Dr. Snaut. 3. La inocencia recuperada. La metamorfosis de Iván ya tuvo lugar antes en otro niño, Edmund, en Alemania año cero (1947) de Rosellini. Al comienzo de la película Edmund, con cara alegre, andar ágil, deambula por las ruinas de Berlín buscando algo que traer a casa, y luego sobreviene la mutación del gesto adusto, andar cansino, con todo el sentimiento de la culpa encima por haber envenenado a su padre. La inocencia original del niño depende de las circunstancias, cuando estas son aniquiladoras Iván es asesinado y Edmund se suicida. La lección de su antiguo maestro, ahora trapicheador de mercado negro, es nefasta: los más débiles deben morir para que sobrevivan los más fuertes. Cuando mata a su padre y se lo confiesa el maestro le llama “monstruo”, ése es el término de su mutación como en el caso de Iván. En El cielo sobre Berlín de Wenders este pasado bélico de Alemania se introduce en forma de imágenes de una película que se está rodando sobre la ciudad. En una de ellas Peter Falk se prueba un sombrero observado atentamente por el ángel Cassiel, personaje secundario en esta, pero central en otra en la que Wenders revisita Berlín, Tan cerca, tan lejos. El guionista de la primera es Peter Handke. Hay en ella imágenes de escritura. Así la segunda estrofa de su poema Canción de la infancia: “Cuando el niño era niño/ no sabía que era niño”. La película es de 1987, y Handke ha escrito en 1986 su famoso Poema a la duración. Aquí se lee: “Poder pensar en el niño/ que fui/ significa ya volverlo a encontrar”. El “era” (un niño que ya no es niño pero que lo fue y ha vuelto a encontrarse) queda así explicado en la confluencia de dos tiempos que expresa la “duración” como sentimiento de la vida. De remota ascendencia en Bergson, pero distinta a como la utilizan Handke y Wenders. Aquí hay un claro paralelismo, más explícito en las imágenes finales de Tan lejos, tan cerca entre el niño y el ángel. Así cabe exponer que cuando el niño era niño no sabía que era niño; cuando el ángel era ángel no sabía que era ángel; cuando el niño se hace hombre sabe lo que no sabe un niño; cuando el ángel se hace hombre sabe lo que no sabe un ángel. A eso se refieren las palabras que escribe en la pantalla de El cielo sobre Berlín el ex ángel Damiel, convertido en humano por amor. Al final de las dos películas el niño sabe que es un niño y el ángel sabe que es un ángel. Ha hecho falta pasar por el lado oscuro. En la primera película por amor, en la segunda por 132


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compasión, en las dos por el egoísmo (el amor bien entendido) de los ángeles. La película Tan cerca, tan lejos, se abre con la cita en pantalla de Mateo 6.22: “La luz de tu cuerpo es tu mirada. Si tu mirada es pura, todo tu cuerpo se inundará de luz. Si tu mirada es maligna, todo tu cuerpo quedará en tinieblas”. Hay una metamorfosis entre la mirada luminosa del niño y la maligna del adulto, como ocurre en Alemania, año cero. En esto consiste la imagen poética plena. El niño ángel quiere vivir en el ojo del adulto para que éste pueda recuperar su mirada. Así las imágenes finales de Tan cerca, tan lejos, donde habla el ángel y en la pantalla se muestra la niña . En la canción de la infancia Handke hace descripciones de niño y preguntas de adulto. Y hay un momento en que dice que el niño no podía pensar nada y que hoy se horroriza por ello. Frente a la emoción ingenua del niño el pensamiento aparece como una contaminación adulta…necesaria. En esta dialéctica me parece que se articula la imagen poética. Significativamente la película El cielo sobre Berlín está dedicada al final por Wenders a tres “ex ángeles”: Ozu, Truffaut y Tarkovski. El camino del creador no es, pues, el del niño, ni el del ángel, sino el de los ex niños y ex ángeles. Con ello anticipa una solución a los dilemas de su otra película: la búsqueda de la mirada pura, no intencional, conduce a la parálisis creativa y el suicidio del autor. No sólo la mirada sino también la realidad son impuras, como se plantea en el intermedio que rueda en el filme de Antonioni Más allá de las nubes, sobre MastroianniCézanne. La experiencia acaba siendo la de la duración, la temporalidad, la encarnación. Y así dice en el Poema sobre la duración: “Ocurre la duración/cuando en el niño/ que ya no es ningún niño/ -tal vez ya un anciano-/, reencuentro los ojos del niño”. La duración en Handke es un acontecimiento (Ereignis, al modo heideggeriano) que sobreviene, sobrecoge, es el “sentimiento de la vida”, la “aventura de la cotidianidad”, practicada con amor, es una “sacudida temporal” que envuelve en un espacio que se describe creando otros espacios, son los “lugares 133


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de la duración”. No hace falta volver a ellos, dice Handke, para esperar la duración. Uno de esos lugares de la duración en imágenes es el muelle del aeropuerto de Orly en La Jetée (1962) de Chris Marker. Todo gira en torno a una imagen de infancia que el niño no sabe lo que es, y que cuando lo sabe, al volver a ese lugar de duración sabe entonces que es la de su propia muerte. Esa imagen de infancia anuda en el mismo espacio, al comienzo y final de la película, distintos tiempos. Si antes pesaban las imágenes de la Segunda Guerra Mundial ahora lo hacen las de la Tercera Guerra Mundial, la nuclear. Icónicamente son muy parecidas las del Berlín devastado y el Paris destruido. Se inauguran todas las distopías de la Tierra radiactiva, los viajes a través, luego de la mente, ahora, más poéticamente de la imaginación, de las imágenes. La doble imagen en el tiempo por obra de la imaginación es precisamente la de servir de memoria y anticipación. El mediometraje es según el autor una fotonovela, próxima a la que realizaron surrealistas como Max Ernst. Y también de un magnífico ejemplo de literatura visual, con voz en off del narrador adulto que habla y también produce imágenes. Excepto alguna imagen en movimiento se trata más bien de imágenes extáticas, espaciales en las que se sedimenta el tiempo. Puede viajar a través del tiempo, pero no puede escapar a él. Y esto tiene lugar cuando no elige el futuro pacífico que se le ofrece, sino volver al turbulento pasado, donde le espera el amor. El futuro no es distópico sino que lo es el pasado futuro, al elegirlo se inauguran las distopías románticas frente a las utopías modernas.

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4. La melancolía del ángel En el momento en que la modernidad se entiende como progreso y compromiso, la literatura y el cine modernos lo pone en cuestión haciendo otra cosa. No se trata de ir contra ello, sino reclamando espacio para hacer algo diferente, independiente. Tomo como referencia para profundizar en esa paradoja el excelente prólogo de Erice al libro de Rafael Llano sobre la obra Tarkovski, donde establece una conjunción, basándose en Agamben, entre el Angelus novus de Bejamin y el ángel de la melancolía de Durero. El primero sería el ángel de la historia y el segundo del arte, y hay una contradicción entre ambos que a juicio de Erice sería la clave del cine de Tarkovski. Ya lo he apuntado al hablar de Tarkovski en la imagen poética. Baste señalar aquí que, frente a la interpretación espiritualista al uso, se trataría más bien de un nuevo realismo, al menos Tarkovski insiste en ello. Un realismo opuesto al realismo social ya sea soviético o de otras formas, y de ahí el rechazo de lo simbólico, y su petición de que se vean las imágenes como tales.

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Lo apunta Erice y viene del romanticismo: perciben la contradicción entre individuo y sociedad, pero no tienen una solución y están instalados en el vacío. De ahí la melancolía. Son seres heridos, como el personaje de Iván, débiles, pero con una debilidad contaminada. En la religión el contrapunto de esa contaminación sería el pecado. Subrayan como Erice la “enfermedad moral” de la sociedad, pero ellos no tienen recetas. Y ésta será también una de las claves de su propia obra, especialmente de El Sur. No es la modernidad del progreso del saber sino del regreso a la mirada pura desde la experiencia de la mirada impura. Los ángeles quieren mirar a través de los ojos de los hombres y el director a través de los ojos de los ángeles. Ninguno por separado sirve. El ángel sólo se encarna cuando su mirada se vuelve una mirada táctil, que palpa, gusta de las cosas, adquiere peso. La humanidad está en el tacto a través del cual se entabla contacto con los hombres y las cosas. En este sentido es significativo que Cielo sobre Berlín (1987) esté dedicado a tres “exángeles” como son Ozu, Truffaut y Tarkovski. El ideal es pues conservar la memoria y la mirada del ángel y sentir el peso, el dolor, pero también el goce sensible de las pequeñas cosas de los hombres. El viejo discurso existencialista y heideggeriano de que sólo es posible la autenticidad en la inautenticidad resuena aquí, y a ello alude el texto de San Mateo citado al comienzo de la película Tan lejos, tan cerca, sobre la mirada pura y maligna, pero sacándolo del ámbito del decisionismo y remitiéndolo al de la solidaridad y el amor, ausente en el anterior. El otro elemento del regreso son las estéticas de lo originario, pues, al ejemplo de Kleist, se trata de volver desde la sabiduría a la inocencia, por la cultura que nos privó de ella, a ella misma. En la película, del mismo modo que el ángel busca encarnarse en el hombre, el niño, que no sabe que es niño, debe hacerlo en el anciano, que busca volver a él. El ejemplo está en el anciano que cual Homero busca en el descam136


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pado que es ahora la Postdamer Platz las narraciones perdidas en el vacío del olvido. Hay otro anciano, Konrad, en Tan lejos, tan cerca (1993), significativamente interpretado por Heinz Rühmann, el gran actor que atraviesa la época de Weimar y la de los nazis hasta el momento, que le pide a un Cassiel ya encarnado que le cuente su vida y es a través del momentáneo exángel como la va recordando, pues si es propio de los seres humanos el olvido, no vivir todas las experiencias, los ángeles lo recuerdan todo, han visto todo, pero no por ello saben, la sabiduría sólo es posible a través de lo sensible humano que ellos, espíritus puros no poseen. El otro ángel, Raphaela, le dice a Konrad: “eres uno de los que ha sido encontrado”. El sentido de la búsqueda consiste en ser encontrado, más que en encontrar. La contrafigura es Winter, el detective, figura mutante de Vogler en las películas de Wenders, quien, dice, busca como siempre, y como siempre no encuentra y siempre llega demasiado tarde. Hay en las dos películas una decisión por lo humano, aceptando a los seres humanos como son, en su dolor, su debilidad y su desesperación, pero también en su deseo de ser buenos “¿ por qué no puedo ser bueno?” se titula la canción de Lou Red que el Ángel Cassiel hace suya. No puede ser bueno el ángel si no es útil. Con ello Wenders está revisando su película sobre Wilhelm y el modelo goethiano mismo. Pues en la obra de Goethe, Wilhelm sólo llega a la emancipación cuando se convierte en ciudadano, es útil, adquiere una profesión, como se muestra en Los años de andanzas de Wilhelm Meister. No basta la intención sino que hace falta la acción, compadecer el dolor implica remediarlo. Entonces son humanos. Si en El cielo sobre Berlín el ángel Damiel se hace hombre por el amor a la trapecista Marion, en esta Cassiel se encarna porque no puede soportar el dolor de los hombres sin hacer nada y en memorable imagen se tapa los oídos y grita como en El grito de Munich que aparece citado pictóricamente. La niña cae a cámara lenta y el ángel grita a cámara lenta. Lo que per137


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mite entrar en otro tiempo y espacio. El tiempo se ralentiza y se hace espacial. Lo que no tiene tiempo se hace tiempo en el espacio. El espacio es la encarnación del tiempo. Y así puede recoger en sus brazos humanos a la niña que cae. En ese momento la película se vuelve coloreada, el color de la vida, aunque el blanco y negro, se dice, sea más realista. Tras un período de adaptación en que bajo el nombre de Karl Engel experimente la degradación, alcoholismo, robo, se impondrá el de Engelnow, el “Ángel ahora”, en un guiño al Angelus Novus de Paul Klee, cuya lectura del texto de Benjamín ha escuchado Cassiel en su primer paseo por la Biblioteca. Al igual que ellos el ángel de la historia sólo mira y se muestra impotente para remediar la ruina en la versión de Benjamín, pero ahora se le ha concedido la posibilidad de “ser bueno”, de remediarla, de encarnarse, que es lo que hace Cassiel quemando el almacén de películas pornográficas y sustrayendo las armas del viejo almacén de los nazis. En las Meditaciones metafísicas de Descartes el hombre queda definido como un intermedio entre Dios y la Nada, y así se explica la posibilidad del error en el conocimiento. Ya en sus inicios el hombre es una identidad borrosa en busca de la definición. El hombre habita ese espacio del “entre” como ser intermedio. En realidad ese ha sido su destino en la cultura occidental. Pero no ha aceptado ese carácter dialéctico definiéndose sólo por uno de los elementos. Es lo que no hace aquí el ángel: se concibe como intermediario entre dios y los hombres, el mensajero, no el mensaje, y se ve como una Nada. Ahora bien, en términos de Kundera, al ángel se le hace insoportable esa levedad de ser, quiere peso. La melancolía de los ángeles es por su condición de espíritus puros, la nada. Son melancólicos, pero no por el paso del tiempo, como en los humanos, sino porque el tiempo no pasa, no tienen sentido del tiempo. No son espacio. Son ángeles, ya antes de la encarnación, humanos, demasiado humanos, critican a los hombres pero les envidian. Mientras que en la película no parece que los humanos echen de menos a los ángeles. Lo que piden es un cruce de miradas: mirad a través de nuestros ojos y dejad138


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nos mirar a través de los vuestros. En la tradición los ángeles son autosuficientes pero estos son de la guarda, menesterosos, ya que su ser es en función de los humanos que deben cuidar, pero según la película sólo podrán hacerlo si se vuelven humanos. De estas figuras intermedias cabe destacar la principal, la imprevisible, la del tiempo mismo (time itself) Emit Flesti, como el propio nombre indica invertido. Encarnado por un William Dafoe siempre inquietante. El tiempo, le dice a Cassiel, es atemporal, como los ángeles, pero ahora que se ha vuelto temporalmente humano Cassiel es su reloj. En una de las escenas Cassiel se para en una esquina cuyo rótulo a modo de callejero reza: “arte es tiempo”. Flesti detendrá la rueda del tiempo cuando muera de disparos Cassiel para que este vuelva a su condición angélica. Y así dice Cassiel a Raphaela: “Ya regresé de mi viaje, oigo tu voz”. Ella ha podido ver por sus ojos. Es un viaje a la existencia. La modernidad melancólica se suele representar por una figura sedente y ensimismada, como la de Durero, ahora se trata de los ensimismados pero que no paran. Lo que Kundera dice que hacía la novela en la modernidad, descubrir la existencia, ahora lo hace el cine. Ya no son imágenes de la existencia, cine clásico, sino la existencia en imágenes, cine moderno, cuya moral, como la novela en Kundera, es la del conocimiento. La metáfora más potente de toda la película es el muro, símbolo de las separaciones inhumanas e irracionales. Cuando rueda la segunda película ya ha desaparecido y es un símbolo también de esperanza en que las cosas cambien.

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5. Viaje a través del eclipse. La película Armonías del Werckmeister (2000) de Bela Tarr se abre con la escena de una taberna a punto de cerrar en la que los últimos borrachos proponen a Valuska, el cartero del pueblo, que escenifique el eclipse de sol. Es una invitación a adentrarse en lo infinito, más precisamente, en el “silencio sonoro infinito”, en el juego de vacío y oscuridad, de luz y oscuridad en que tiene lugar la danza cósmica de los planetas. Una danza cósmica dirigida por un inocente, un divertimento, pero que curiosamente explica lo inexplicable que sucederá a continuación, como es el caos social que se cierne sobre la ciudad sin saber por qué. La danza cósmica revela primero normalidad y armonía en las evoluciones de los planetas, luego sobreviene el eclipse y finalmente se apunta el restablecimiento inacabado de la armonía, de una “armonía forzada”. Tres temas articulan, pues, la película: primero, la danza cósmica que revela un orden perfecto de las esferas, segundo, la imposibilidad de trasladar esa armonía al orden social, porque, tercero, el medio de conseguirlo es a través de falsas armonías. Y esto es un tema musical que desborda el ámbito de lo técnico para desembocar, dice el personaje del músico, en el de lo filosófico. El investigador musical ha descubierto una realidad de la nomúsica oculta durante siglos: los intervalos de las obras maestras hace tiempo que son falsos. Lo que significa que la armonía de la música y su encanto, basados en un fundamento falso, son engañosos. De hecho, para la mayoría la sim140


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ple tonalidad musical es una ilusión, porque no existen los intervalos musicales auténticamente puros. La armonía celestial de las esferas era cosa de los dioses, pero luego los hombres quisieron apropiarse de ella, y se encargó a los técnicos de la solución, entre ellos a Werckmeister. Hay que corregir esa solución y volver a los instrumentos afinados naturalmente. Éste sería el resumen de la escena. Pero, lo cierto es que el músico acaba aceptando la presidencia de un comité que restaurará el falso orden, mientras que el pobre cartero se refugia ante la brutalidad de la represión en la locura. No se puede establecer la armonía forzada, porque cuando se intenta, da lugar a nuevos desórdenes, que son sofocados por otro orden. La figura enigmática del Príncipe en la película es la del nihilismo que afirma que “en la ruina todo está completo y que el conjunto no es nada”. ¿Qué quiere decir? En principio se trata de un discurso sobre el nihilismo y cómo la violencia ciega sirve de coartada a la violencia organizada. Esa destrucción vandálica del hospital se para en el momento de la impresionante imagen dialéctica del sufrimiento, como es la del anciano encogido en la bañera. Esto se muestra en la película, no se explica. Quizá porque cuando acontece realmente el nihilismo no hay lugar para discursos sobre el nihilismo. Pero también por la antinomia entre describir y explicar que percibimos en este tipo de cine. De hecho, cuando le preguntan a Tarr qué significa el discurso de esa figura enigmática que es el Príncipe dice que no sabe, que sólo ha visto su sombra. Efectivamente, la película, aunque pueda ser analizada en otras claves, sin embargo, es sin un porqué. Como lo es el largo travelling de plano medio en que el músico y el cartero van andando sin que se narre nada, no se vea un comienzo ni fin, y sólo el sonido de los pasos en el empedrado y la respiración entrecortada por el esfuerzo y el frío. Éstos son los verdaderos protagonistas del largo plano como “célula viviente” que inhala y exhala (Angelopoulos). 141


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La novela inspiradora de la película es de Láslo Krasznahorkai y lleva por título Melancolía de la resistencia. La imagen más potente que queda de ella es una observación del director de música, el señor Eszter, cuando al ver reiteradamente las ingentes cantidades de basura acumulada en la ciudad, congelada a causa del frío, le sugiere que es como si la basura se hubiera abierto paso a través de la frágil capa de asfalto. Es una imagen perfecta para expresar ese viaje a través del eclipse y la metamorfosis subsiguiente que tiene como protagonista principal al ingenuo Valuska. Para él el viaje se habrá completado cuando, arrastrado por la multitud encolerizada, perciba que la esencia del orden es el caos que, a su vez, alberga otro orden. La lucidez le costara la razón siendo confinado en un manicomio: ha mirado sin protección al eclipse. Este deja a su paso en la novela una serie de largos monólogos interiores de Valuska y el señor Eszter que recuerdan a los trastornados de Bernhard. En realidad, nada cósmico u ontológico sino pura estrategia de poder de la calculadora y ambiciosa señora Eszter cuyo ascenso a la secretaría municipal se debe a una sabia comprensión y administración de los tiempos del caos. Como cita inicial de la novela hay una enigmática frase: “Transcurre, pero no pasa”. En cierto modo se sitúa en esa intersección de orden y caos. No hay resistencia en el sentido usual de la palabra, el impulso ciego de las turbas que destruye todo acaba diluyéndose ante la indefensión y la falta misma de resistencia. Del mismo modo el nuevo orden de la señora Eszter impuesto por las tropas recibe las muestras de adhesión correspondientes. La explicaciones al mal que invade desde fuera y la molicie interna incapaz de resistirle sirven de coartada para la toma de poder. Quizá la resistencia está en la lucidez irónica del narrador que finaliza la novela con una descripción pormenorizada en lenguaje científico de cómo operan los “trabajadores de la descomposición” en un cadáver. La armonía imposible a nivel cósmico y social se concentra en la mirada a nivel microscópico y familiar. Es el caso de Nido familiar (1979), una de las películas más cru142


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das de Tarr. Con verla se quita todo el esteticismo de las divagaciones ontológicas. Dice la ficha técnica que la rodó en cuatro días y a los 22 años. Es un ejemplo de cine verdad, de crítica al realismo socialista utilizando sus mismos métodos. Toda la desesperación se concentra en un piso minúsculo donde se hacinan seis personas. La familia, lejos de ser la unidad de apoyo, se convierte en un elemento de destrucción. La joven madre tiene que abandonar el piso y cree, al igual que su marido que vivir independientes solucionará las cosas, pues ellos se quieren. Las relaciones humanas aparecen aquí en la forma más degradante y degradada y la burocracia ni siquiera es capaz de administrar la miseria. En Tarr la actitud estética de los tiempos lentos permite ver lo concreto hasta en los mínimos detalles y de esta forma se convierte en abstracto, en el lugar y el instante en que se reúnen el espacio y el tiempo. Es el movimiento de la cámara de cercanía y distancia, de familiaridad y respeto. Aquí el mirar fijamente se considera un acto de resistencia frente a la tendencia a echar un vistazo. La singularidad de la cosa, seguida fielmente por la cámara, a veces con sus intereses propios, distintos de los del espectador, la convierte en abstracta. Podemos contar cada peca de la cara en la joven madre de Nido familiar, pero la enumeración de sus penas concretas la convierte en una imagen de esos edificios que, sin aprovechados, se derrumban. Aquí lo revelador ya no es tanto lo que dice sino la expresión corporal. De este modo lo social, no es que dé paso, sino que se confunde con lo ontológico. Es una “imagen en espera” de La condena (1988). Un grupo de personas espera ensimismada apenas guarecida de una lluvia incesante no se sabe a qué, no miran a nada, al vacío. Las imágenes de la imposible armonía en el cosmos, la familia, se trasladan ahora al individuo. En las escenas finales el protagonista a cuatro patas ladra a 143


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un perro en un vertedero, lo hace tan fuerte, tan agresivamente, que el perro acaba huyendo. Es más perro que el perro. Acaba de traicionar a sus compañeros, gente humilde como la de la fotografía. Ya le habían advertido: “¿Y si piensas en algo que no seas tú por un momento?”. Es un fenómeno que vemos repetido con frecuencia, el de estos hipersensibles de la modernidad insensibles para los demás. La mujer a la que ha perseguido, por la que traiciona, es, dice él, como la figura a la puerta de un mundo en el que el nihilista no puede creer, pero tampoco renunciar. Ella se lo explica: “Debemos regresar a la belleza, volver a descubrir la vida, la dicha de las cosas importantes, el sabor de la victoria y del éxito. Y ahí ya no puedes hacer nada, porque ya te has rendido”. 6. El eclipse. La trilogía de Antonioni está compuesta por tres palabras, aventura, noche y eclipse, referidas a un fenómeno espacio-temporal: la aventura es la noche producida por un eclipse. En todas ellas no sucede nada, pero acaban con el “grito” más sonoro

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porque no se oye. Las palabras significan presencias, las imágenes son sus ausencias. No estamos ya sólo en la no correspondencia entre palabras y cosas sino entre palabras e imágenes. El eclipse son los eclipses, y consiste en cortacircuitos temporales y capas espaciales que producen identidades distorsionadas en la que los objetos liberados de la presión de los sujetos se quedan solos. No hay sentido, sólo imágenes. Así los famosos siete últimos minutos de El Eclipse de Antonioni. La historia ha concluido (si es que alguna vez existió) pero siguen pas(e)ando las imágenes. Ya no hay la mirada conductora de Vittoria a lo largo de la película, que guiaba a los espectadores en sus paseos, sino la de la cámara que dice: miren lo que hay y no lo que debe haber. Los espectadores se sienten excluidos, su espera defraudada, a que aparezcan los protagonistas, a que suceda algo. No son imágenes en espera sino imágenes que son, la pura exterioridad. Ellas, las imágenes, muestran lo que el mentor de Antonioni, De Chirico, describió como “la tranquila e insensata belleza de la materia”, en este caso de una urbanización en el extrarradio de Roma. La cámara vuelve una y otra vez poéticamente al primer plano de un humilde bidón lleno de agua, recogido en la esquina de una acera. En él ha depositado Vittoria una astilla y Piero la caja de cerillas usada, todo al desgaire, como si fuera una papelera. Pero, al final, mecidos por la mano de Vittoria los humildes objetos parecen náufragos flotando en un pequeño piélago. Se produce el eclipse, el último de la película, todavía no ha anochecido, y el bidón rebosa de agua por la manguera que han introducido en él, revienta por uno de los lados oxidados, formándose un pequeño riachuelo que la cámara sigue en su caída alegre en la alcantarilla. La cámara se distrae en picados de las calles vacías, llegadas de autobuses, edificios en construcción, se excita ante la aparición onírica de un caballo que tira una calesa, mira en un periódico anuncios de catástrofe nuclear, pero vuelve, como el perrillo retozón que desanda los caminos, a seguir esos movimientos sin acción del agua que sale del bidón. Anochece y la cámara se inmoviliza en el ojo iluminado de una farola. Fin. No ha pasado nada, excepto las imágenes de una película que acaso expresa mejor que ninguna otra de las suyas lo que Antonioni pensaba del (su) cine. Hay demasiados tiempos muertos para configurar una historia que se resume en una línea: Vittoria rompe con Ricardo, comienza un romance con Piero de final incierto, eso es todo. Pero también hay demasiados detalles en la película para convertirla en algo abstracto. La escena 145


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de la ruptura dura 13 minutos, aunque en realidad sabemos luego que ya se ha producido en la discusión de la noche anterior. Ricardo dice “decidamos”, pero todos esos minutos son de la indecisión, de los movimientos sin sosiego y erráticos de Vittoria por el salón de la casa y la mirada fija, a ratos vacía, de un Ricardo sentado, con silencios entrecortados de palabras que no dicen nada, porque ya ha sido dicho todo. Sólo queda mirar los objetos. Un cenicero lleno de colillas adquiere inusitado protagonismo. Cuadros de pintura abstracta destacan en el interior burgués. De vez en cuando Antonioni echa un hueso semiótico como la imagen del edificio en forma de hongo. Pero la clave sigue estando en los movimientos corporales reactivos, en el cuerpo como mediación, en los planos medios de esta y de otras películas de Antonioni con Mónica Vitti, no de protagonista, como pueden inducir al error términos como “aventura”, sino como médium de esos eclipses de los nuevos tiempos y los nuevos espacios, de los nuevos objetos que vibran en el cuerpo de los sujetos. Esa vibración se percibe no tanto en el rostro, un tanto monocorde, de la Vitti, como en la agitación de los brazos, el andar nervioso, su retraimiento al ser tocada y en cómo acaricia levemente los objetos, su necesidad de caricias una vez que se entrega. A la excitación sucede la aparente calma, esos momentos extáticos que tantos encuadres fotográficos de ella han proporcionado las películas. Son las imágenes de la mirada perdida, el vacío sale por los ojos. De ahí su poder evocador sin que se sepa el porqué. Una de ellas, de las mejores, es la de su rostro entre-visto en la celosía entre-abierta de la casa de Piero. No se trata aquí del tópico de la angustia y de la incomunicación sino de la dificultad de ir encontrando cada uno su sitio en los nuevos lugares. Hay también juego, ale146


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gría y calma. Así el inesperado y divertido episodio de la danza de Vittoria disfrazada de bailarina keniata: está disfrutando con ese juego entre amigos que acaba disgustando a la dueña de la casa. Así la calma en compañía de amigos como en otra de las secuencias del eclipse, el viaje en avión y la demorada estancia en el pequeño aeropuerto, convertida en espectadora del cielo y del vacío: “aquí se está bien”, dice Vittoria. Los eclipses tienen anímicamente la volubilidad de las nubes que pasan, fascina su movimiento sin rumbo. Y Vittoria quiere atravesarlas, tocarlas, como si fuera la nube de algodón caramelizado de los niños en las ferias. A esa secuencia de quietud le suceden los 12 minutos de frenesí en la Bolsa, otro lenguaje corporal, cuyo significado y consecuencias Vittoria no comprende y Piero se ve incapaz de explicar. Son muchos minutos para resumirlos como la crónica de un crack bursátil. Pero cumplen en la película como otro eclipse, otro tiempo muerto, del que a Vittoria sólo le interesa, a diferencia del cínico Piero, el destino de los arruinados, y así sigue a uno de ellos hasta un café donde se toma un calmante y dibuja en una servilleta unas florecillas, que ella recoge y la cámara muestra. El eclipse es el ritmo cósmico del tiempo muerto, la vida está hecha de ellos, la película es la administración de esos ritmos de tiempos “¿No estás nunca quieto?” le pregunta Vittoria a Piero, “¿Por qué debería estarlo?” le contesta éste. Son los dos tiempos de la película. Si hay un motivo que recorre la filmografía de Antonioni desde Il grido a Más allá de las nubes es el deseo y la imposibilidad de amar. Son los eclipses del tiempo los que acaban provocando los desencuentros espaciales. Ello es especialmente evidente en las películas de WKW. El primer episodio de Más allá de las nubes

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es el episodio de un amor entre Carmen y Silvano que no se consuma para quedar siempre el amor en el deseo. Desde Flaubert la verdadera educación sentimental consiste en seguir siendo capaces de alimentar el deseo más que en llegar a consumar el amor. Son las escenas finales de Il grido (1957) la, posiblemente, mejor película de Antonioni. La que traza el comienzo del arco hasta las últimas, todas ellas crónicas del desamor. En un contrapicado Irma observa a Aldo ascendiendo por la escalera de la torre del horno en que trabajaba al comienzo de la película. Ambas imágenes, la del comienzo con Aldo arriba bajando a buscarla y la de ahora, ella buscándole a él que sube, abren y cierran la tragedia, no hay salida. En el picado Aldo la mira, oye como le llama y se deja caer. Una vez en el suelo Irma se acerca, estira las manos, pero no le toca, la cámara se aleja y aparece la palabra “Fine”. Es una de tantas imágenes de soledad a dos que vetean la película: con Rosina en la carretera embarrada, con la prostituta en el campo helado envuelto por la niebla, la omnipresente niebla del Po. Las imágenes subrayan lo esquemático de la narración: camino a recibir la noticia de la muerte del marido de Irma, perplejidad de él en la torre del horno al no esperarle, deambular con su hija al saber que Irma le abandona, no saber qué hacer cuando se queda solo, le faltan ganas de trabajar y el cansancio se apodera de él, imagen en que ve que su Irma ha rehecho su vida, subida a la torre y dejarse caer. Imágenes del desamor, de la lucha, del progresivo vaciamiento, del cansancio, del dejarse caer. El grito es la caída silenciosa, balanceándose, cae, no se tira, ya no puede sujetarse a nada. Cuando ella le llama es como si le diera un vahído, la debilidad es extrema y se deja morir. Muchos lugares intermedios y más que diálogo, algo que va ser una constante en Antonioni, la agitación de los cuerpos, muestra del no saber qué pensar, qué hacer. No le basta la compañía de la antigua novia, de las prostitutas que le ayudan buscando 148


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su calor. Un barro que es ya fango se adhiere en los desplazamientos a ninguna parte. Niebla, barro, no ver bien y no poder moverse bien. Como en El Eclipse y las películas de la trilogía, todo comienza con una ruptura en la que parece que todo está ya dicho y, sin embargo, la agitación corporal muestra que todo está por decir. La película ofrece los paisajes casi oníricos por la niebla que ya habían aparecido en Gente del Po. Es, más que el realismo social, el documento de un paisaje herido por la industria como en Desierto rojo. La arquitectura metafísica de De Chirico, a que se ha hecho tanta referencia, está presente aquí, más que en las arcadas de la ciudad, en las instalaciones de la fábrica y las conocidas chimeneas. No es que sea una película de transición sino que es el manifiesto de independencia estética de Antonioni, donde lo social es existencial, sin ser de partido o existencialista, pues no se trata del consabido malestar de la cultura de los burgueses sino de la imposibilidad de ser de un obrero que puede tener trabajo cuando quiera. Las escenas finales coinciden su final con el comienzo de la huelga de los campesinos y los obreros. Aparentemente no hay una lógica, pero la estética de los sentimientos es la clave. Cuando recibe la noticia de que Irma ya no le quiere y le abandona su mundo se viene abajo, se desmorona, pero la tragedia consiste en que se va vaciando poco a poco en su deambular hasta arrojarse al vacío.

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moVImIenToS en FAlSo



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1. El esfuerzo inútil. “…se apoderó de mí una visión: la imagen de un enorme barco de vapor en una montaña”. (Werner Herzog. La conquista de lo inútil). Esta es la imagen más potente de su película Fitzcarraldo (1982): por la ladera de una montaña en medio de la selva sube lentamente un barco de vapor, a plena máquina y echando humo por la chimenea. El plano general no muestra a los cientos de indígenas que mediante un ingenioso sistema de poleas y cables tiran de él. Una obra faraónica, antes en medio del desierto, ahora en medio de la selva. No se oyen los ruidos de los animales, ni del arrastre sino únicamente la voz de Caruso en una ópera que reproduce un antiguo gramófono situado en la popa del buque. En Burden of Dreams (Les

Blank, 1982) Herzog compara su trabajo con el de Sísifo. Las imágenes tienen aquí un carácter documental, pues se trata, no de fingir el paso del barco por la montaña entre dos ríos, sino de documentar su paso real. De modo que no sólo la historia que narra sino la película misma, mejor, las circunstancias de su realización forman parte de las imágenes mismas. En cierto modo, la película es el documento del rodaje, su aventura la del director, el personaje el del autor. Hay un elemento más y es el magnífico libro La conquista de lo inútil donde Herzog no habla de la película sino de las peripecias del rodaje, con momentos que recuerdan la épica de Aguirre la cólera de Dios. Así hay un momento en que dice Herzog en el libro: “Desparramado en el asiento, mientras Gustavo me llevaba a toda marcha hasta el aeropuerto por entre los hoyos en el camino, tuve la idea: ¿por qué no interpretar yo mismo a Fitzcarraldo? Me atrevería a hacerlo, porque mi proyecto y el del personaje se han vuelto idénticos”.Una vez realizado el proyecto, trasladado el barco de un río a otro por la montaña concluye con expresiones de indiferencia respecto al barco mismo y toda la hazaña: “Sólo la conciencia de haber hecho algo totalmente inútil, o, más exactamente, de haber penetrado en la profundidad de su reino misterioso […] Sólo queda por informar esto: yo he participado”. Lo chocante es que no se trata de un sentimiento generado por un resultado sino por algo previo: la indiferencia, la calma misma, que nace de un sentimiento de extranjería radical. Su actitud ante la selva es la de reflejarla en bellas imágenes, pero recordando su “majestuosa miseria”, su vileza. Y “miré hacia el cielo estrellado y me resultó tan ajeno como yo mismo”. Las imágenes de Fata Morgana están en el trasfondo. 153


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Lo llamativo tanto en el libro como el personaje mismo de Kinski en el papel de Fitzcarraldo es la mezcla de alucinado y ordenado. Es la creación del caos. El director no simula sino que recrea, la imagen no representa sino que crea realidad, se va haciendo, en cierto modo es en tiempo real. La realidad es incompleta y sólo se completa en la imagen. Sísifo es también en Camus el héroe del esfuerzo inútil, pero una vez que desde la condición humana ha penetrado “en la profundidad de su esfuerzo misterioso” entonces es “feliz”, como lo es Fitzcarraldo al final cuando llega con la ópera a Iquitos. Lo que es un fracaso para otros es un éxito para él. Al comienzo de la película Don Araujo brinda: “Por Fitzcarraldo, el conquistador de lo inútil”. Y le responde éste que para él todo ese mundo de los potentados del caucho no es sino una caricatura de la ópera. Cuando una imagen se apodera de uno entonces se convierte en una visión, y él en un visionario. Este es el punto en el que las identidades de Herzog y Kinski se tornan borrosas, no sólo se trata de que se complementan o que como afirma en Mein liebster Freund la mezcla fuera explosiva, sino que cada uno sacaba lo mejor del otro, estando dispuestos a hundirse juntos. En el cine, pero es que el cine en este caso es también la vida. Al recorrer la exposición fotográfica de la película Herzog se detiene ante una foto de clara inspiración en Caspar Friedrich. Es un plano general en picado con un Kinski en primer término, de espaldas, en el monte, que observa al barco liberado de sus cables entrando en el agua. Lo que podía haber sido un naufragio se convierte ahora en el preludio de la segunda parte del 154


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viaje, la más peligrosa. Hay la tendencia a interpretar desde el caos de la lógica, pero se trata más bien de la lógica del caos, y esto es algo más que un mero retruécano. Si la creación es incompleta, entonces el gesto épico es aquel que espera completarla en ausencia de los dioses que volverán al término de los tiempos. Es la herencia expresionista: imágenes bellas en un universo sin lógica donde sólo hay lugar a la soledad y al éxtasis. En Cobra verde encontramos otra de las imágenes más potentes en la filmografía de Herzog: a Kinski brindando “Por nuestra ruina”. El comercio de esclavos se ha acabado, ha sido prohibido, y él convertido en un proscrito con su cabeza puesta a precio, y no se le ocurre sino exclamar: “por fin pasa algo”. Es el tedio del que huyen los antihéroes del romanticismo negro. Espera un nuevo comienzo, pero la barca no se mueve y acaba siendo zarandeado por las olas del mar. A su lado permanece su espanto, el tullido que le sigue. Pero lo mismo le ocurre al director en La soufriére (1977) cuando Herzog se siente ridículo porque ha hecho un fantástico reportaje de la isla y el volcán, con imágenes bellísimas, de las que echaba de menos en Tokio-ga, pero sin la catástrofe final, apocalíptica, de la erupción volcánica que nunca tuvo lugar.

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Al comienzo de Aguirre la cólera de Dios otra potente imagen nos impacta: apenas distinguible en la vertical de la montaña del Machu Pichu, una fila de minúsculos bultos desciende zigzagueando por ella. Más tarde ascienden por otra ladera y vemos hombres, bestias, cañones, una silla de manos, moviéndose fatigosamente. Al parecer, nuevamente Herzog reprodujo en el rodaje las penalidades de la aventura. En la propia expedición de Gonzalo de Pizarro para la búsqueda de El Dorado está ya la insania de Aguirre. Su travesía por la selva y luego la navegación por el río hostil recuerda el viaje al corazón de la tiniebla de Conrad. Lo que emerge de él es el horror encarnado como la cólera de Dios. Desde ahí y no desde la nunca pretendida verosimilitud histórica se entiende la mutación de Aguirre y la transmutación del actor Kinski. No es el dios/hombre/actor racional sino ese fondo oscuro que pugna por manifestarse en todas las direcciones. Al hacerlo destruye cuanto toca, mata a su hija/o, a sus súbditos, y en la impactante imagen final persigue en la balsa a los únicos seres vivos que quedan y se han adueñado de ella, los monos, mientras que lentamente se adentra en el océano sin límites. En el intermedio, la imagen irónica del soldado alcanzado por los indios desde la orilla y que comenta que no sabía que hubiera flechas tan largas. América es la modernidad según Baudrillard y ya no Europa. En Stroszek (1976) realiza Herzog su particular viaje al sueño americano. Tres marginales, un anciano excéntrico, una prostituta y un alcohólico ex presidiario (Bruno S) van a hacer el viaje desde la vieja Europa que les expulsa bajo la forma de las palizas de los chulos de la prostituta hasta América donde esperan encontrar trabajo y ganar dinero. Escrita en unos pocos días para Bruno S, que ya había protagonizado El enigma de Caspar Hauser, guarda afinidades temáticas con ella. Él y el anciano poseen una cultura musical, se cita a Schopenhauer y se oye el Claro de luna de Bethoven. Pero también es un músico callejero que canta canciones populares en los patios de los pisos. Tanto él como el viejo conservan un lenguaje demodé sumamente cortés extraño en Bruno por su vestimenta descuidada, aunque no así en el viejo, representante de otra época. 156


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Tres secuencias destacan en la película. La primera el diálogo entre Bruno y Eva de claros tintes adornianos: es la comparación entre nazismo y capitalismo. Para Bruno el capitalismo es el nazismo de la letra pequeña en los contratos. Bruno ha sido hospiciano en la época del nazismo y señala que el nazismo es la brutalidad visible mientras que el capitalismo es la invisible, con buenas maneras, y apostilla que es la peor. Ahora se le aplasta como antes pero como si no existiera. Su dolor ha querido expresarlo en la pequeña escultura que enseña a Eva: “cuando un hombre se retuerce de dolor y es un dolor espiritual, éste es su aspecto”. Percibe que se le van cerrando las puertas poco a poco con mucha “sutileza”, hasta llegar a la conclusión: “Haber venido a América y que aquí se me desmorone el mundo”. Si antes era visible a través de los golpes, ahora es invisible porque se ha vuelto transparente. Es la otra forma de no existencia, de aniquilación. La segunda secuencia son las imágenes de la pérdida de la casa. Su esperanza de integración se cifra cuando ven llegar sobre ruedas la casa prefabricada adquirida mediante un préstamo y cómo se marcha también sobre ruedas al no poder pagar las letras y es vendida en una subasta. El lugar que ocupaba en el descampado entre la chatarra del taller ha quedado ahora libre. Es como si no hubiera estado. En un mo157


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mento está Bruno frente a ella, en otro frente al vacío del descampado. Era un sucedáneo de hogar pero eran felices. Es el símbolo en Europa del arraigo, aunque su pérdida lo es del desarraigo. Han caído en un pueblo de camioneros, lugar de paso, cruce de

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ferrocarriles. América como el lugar de la inhospitalidad que luego veremos en la paranoia de Land of Plenty de Wenders. La tercera secuencia se abre con el coche de taller herrumbroso, averiado, que Bruno deja dando vueltas con el motor en llamas por la plazoleta ante el restaurante. Viene a la mente el automóvil que gira sin rumbo de Jules et Jim. Entra en una atracción de animales y pone todos los dispositivos en marcha: la gallina bailarina, el conejo bombero y el pato que toca el tambor. Deja conectado el dispositivo con los animales actuando mecánicamente, progresivamente enloquecidos y sube a un telesilla que bloquea para que tampoco se pare. Se oye un disparo y suponemos que se ha suicidado, pero una y otra vez se suceden las imágenes de los animales ejecutando sin pausa su número.

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2. Movimiento en falso Hemos “visto” viajes de retorno a los orígenes (miradas, inocencia, armonía) que se revelan problemáticos porque cada movimiento es un movimiento en falso. Y, sin embargo, los nuevos “héroes” lo intentan una y otra vez. La teoría tradicional de la historia descansa sobre la intencionalidad de la mirada, pensamientos y acciones de los sujetos. Pero los resultados son la inintencionalidad de las mismas por obra de la mediación social. Y en sintonía con ello Wenders se plantea en Movimiento en falso un cine de “formación” que consiste en plantar la cámara para ver el paso de las imágenes en el tiempo En el curso del tiempo, concluyendo en El estado de las cosas que no es necesario un cine de historias sino sólo de intersticios y de vacíos, de los espacios vacíos y tiempos muertos entre los fotogramas. Parece haber llegado otro tiempo en que ya no es posible reflejar la época sólo en conceptos y es necesario hacerlo en imágenes: son los años 60 y 70 del siglo XX. No hay grandes obras de filosofía que correspondan a la profunda renovación en cine, fotografía y están al caer las nuevas tecnologías. Lo que Adorno propone como constelación de conceptos son ya imágenes como pensamientos concretos. Por otra parte, la relación entre imagen y tiempo se plantea en algunos casos en términos de la vivencia de la duración al estilo de Bergson pero también, y más precisamente, de la asimultaneidad de tiempos que propuso Bloch. Esa asimultaneidad es la fuente de tensiones espacio-temporales: en el mismo tiempo viven de distinta forma el tiempo, en el mismo espacio habitan diferentes lugares. Son las mismas tensiones a las que, como hemos visto, se referirá luego Antonioni. Los personajes de las primeras novelas de Handke y de las primeras películas de Wenders viven en un tiempo imposible y, por eso, y no al revés, sus movimientos son en falso. No encuentran su tiempo, le abandonan y prefieren que pase. Éste es al ambiente de las novelas de desarrollo de Handke y las road movies de Wenders, perfectamente intercambiables. Es un tiempo a destiempo. Pero también en el clásico En la carretera de Kerouac se comparan con los jóvenes de la Alemania de Goethe, locos por vivir, locos por escribir. Pero con el resultado de que “no puedo ofrecer más que mi propia confusión”. El tiempo de rodaje es un tiempo de rodar por la carretera. El rodaje de En el curso del tiempo ha durado 11 semanas, de julio a octubre de 1975. Personajes: Bruno 160


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Winter, Robert Lander. Comienza con el paso en falso, con el “naufragio” del segundo de ellos que muestra el fotograma al inicio de este parágrafo. El rodaje entendido como viaje pero que tiene las características del nombre del camión en que viajan y viven los protagonistas, “Umzüge”. Se trata, efectivamente, de viajes que son “mudanzas”, una meditación del movimiento en los límites, en las zonas fronterizas con la DDR. Mudanzas ¿hacia dónde? El final de la película y la posible recuperación de los personajes acontecen cuando se dan cuenta de que es bueno tener detrás de sí un tiempo, una historia. Es la aceptación del origen no como pasado esplendoroso sino como ruina vital: el padre autoritario y ahora viejo, de Lander, y la casa en ruinas de Bruno. El volver al origen para despedirse de él, es ahora lo que marca la diferencia con el otro viaje romántico de las novelas de formación. Al final, Bruno rompe la ruta de los cines. Este final no tiene por qué ser como lo apuntado en el nombre del último cine cerrado, Weisser Wand, pantalla blanca. Por el contrario, después de un emocionado homenaje al cine, se impone seguir con otro tipo de cine. Hasta cierto punto, así la caravana de El estado de las cosas, donde tiene lugar el memorable diálogo entre el frustrado director Munro y el amenazado director Gordon, que muestra la imposibilidad del cine (sin) de historias; también la caravana del perturbado ex militar en Land of Plenty, decepcionado porque sigue las pistas falsas de los terroristas. La imagen de la caravana es la un modo de existencia reducida a lo elemental del viaje. 161


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El paso del tiempo no es perceptible sólo en las películas sino también en los documentos de su rodaje. Así en el corto en que se documenta el rodaje de Movimiento en falso (1975), en super 8. Hay que aguzar la vista en la bruma del crecimiento que sale de la ruina. Es un diálogo sobre los diversos tiempos de la película. El visionado del corto nos devuelve a un tiempo de la imagen distinto de la película: aquí la falta de nitidez de la imagen, su brumosidad y liquidez pastosa, es como si nos obligara a centrarnos en ella misma, en su textura, sin atender a la narración. Porque así como hay tiempos muertos y tiempos vivos, también hay imágenes frías e imágenes vivas. Hay miradas que no dejan huella, ni fuera ni dentro. Wilhelm mira, todo se refleja en él, pero no entra, no deja huella. A su vez, su imagen no tiene poder identificatorio, no nos permite ver a través de él, es un espejo que refleja un vacío: hay que mirar al espejo vacío. No es un héroe existencialista al uso, porque le falta la sustancia de la decisión trágica en la que se decide-construye-conoce a sí mismo, por este orden, ya que en el romanticismo terminal existencialista es la decisión la que abre el conocimiento y no al revés. Va dando tumbos sin dimensión trágica, tiene dinero y un tren de vida modesto, apenas cambia de vestido, ligero de equipaje, y subraya que durante mucho tiempo lleva siempre lo mismo. El tiempo no se congela, se deja correr. Hay una esperanza en el tiempo del tiempo: Wilhelm (Rüdiger Vogler) musita en sueños una frase que resulta el título de la otra película: Im Lauf der Zeit, En el curso del tiempo. Salir al paso del tiempo en una sucesión de momentos lentos, no instantes, no únicos, ni auráticos, simplemente viajes en tren, paseos por el campo, en que miran, hablan, no sucede nada. Incluso de esta forma se despoja de una hojarasca de trascendencia que, al igual que el arte, recubre también el cine. Ese paso del tiempo lento da lugar a una mirada interior apagada que corresponde a la del exterior: el cielo de un gris claro, indeciso, en la na162


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turaleza, color hormigón en la ciudad. Una mirada sin patria: en el paisaje idílico de la montaña se desencadena la tragedia, ruinas políticas del pasado, ciudad deshumanizada, cultura americanizada, inconsciente colonizado. Wenders proviene de las ruinas de guerra, Goethe de la transición entre el clasicismo y el romanticismo. Esta imagen de transición se acentúa en la película: Alemania entre el pasado nazi y la ciudad en construcción, las ruinas y lo nuevo. Y al fondo el paisaje romántico de las curvas del Rhin en Bonn. Diálogo en las laderas del monte: aquí el tiempo lento es apropiado, pues en realidad no pasa nada. Es la incapacidad de dar, de sentir, en los individuos encerrados en sí mismos. Wilhelm será un buen escritor, aunque, como le dice Teresa, no se interesa por los demás. O quizá es ésa la premisa de la escritura. ****

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El “movimiento en falso” es el movimiento que niega el movimiento, no sólo el lineal sino también el circular. Todos están en una pausa y experimentan la necesidad de salir de la pausa para volver a quedarse en ella. Los planos largos, el transcurrir lento del tiempo no son expresiones existenciales de intimidad, sino de ausencia de ella. Wilhelm dice que como escritor le interesa lo vivido no lo observado, de lo que pierde con frecuencia detalle, no es detallista, como le advierte Teresa. Pero tampoco es cierto eso, que le interese lo vivido, dada la incapacidad de amar. Lo mismo ocurre con el personaje de “A”, (Angelopoulos) sujeto paciente de una búsqueda que le impide amar. Won Kar Wai (WKW) abordará magistralmente ese deseo e incapacidad de amar en Deseando amar y 2046. El peso del pasado, la atonía del presente y la ausencia de futuro, no son sólo ingredientes clásicos del nihilismo sino violencia contenida contra sí mismo. Queda sintetizada en una potente imagen al comienzo de la película: la escena en que Wilhelm chupa con indiferencia su propia sangre, después de haber roto el cristal de la ventana. La explicación que da es ilustrativa: no está desesperado sólo malhumorado y desganado. Es la somatización de un malestar. ¿Por qué? Si el Wilhelm de Goethe es una figura entre la Ilustración y el Romanticismo, que todavía cree en la salida de una minoría de edad, Movimiento en falso de Wenders es la constatación de que tal salida no existe. Sólo un errar. El movimiento en falso prolongado acaba convirtiéndose en un movimiento errático. Porque Movimiento en falso no es sólo una adaptación libre de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister en guión de Handke, sino que cambia el sentido en que se suele leer la novela de Goethe, yendo a la raíz: los “héroes” banales y sin sustancia. En la novela y en la película los movimientos de los protagonistas son en falso: la 164


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intencionalidad está separada de los resultados y ya no cuenta sólo la buena intención. No puede decir que la sociedad esté enfrente de Wilhelm, al contrario, pasa de él, mientras tenga dinero y no dé problemas. El Wilhelm de la novela quiere ser actor de teatro y fracasa, el Wilhelm de la película quiere ser escritor y fracasa también. A la postre, es su propia incapacidad como personajes reales lo que les impide construir una obra de ficción. Se diría que no pueden actuar porque no tienen sombra, no dejan huella, están vacíos. En las dos obras se revelan como incapaces de amar, (espejo deforme del alma bella) a Mignon en la novela y a Teresa en el film, cebándose, por el contrario, con el viejo nazi, que sólo quiere ahora un lugar al sol. Todo esto lo reconoce el Wilhelm de la película, pero no puede hacer nada, sólo quiere estar a solas con su apatía. Ése ser espejo de los demás, atrae al principio y repele luego, pues nada le afecta, devolviendo la imagen reflejada, pero permaneciendo opaco. La madre le pone dos libros, de título significativo, en el equipaje para el viaje a Bonn: De la vida de un inútil de Eichendorf y La educación sentimental de Flaubert. Emprende el viaje empujado por su madre y, en cierto modo, los dos libros miran, el primero al pasado y el segundo al futuro. El objetivo es conocerse mejor y sirven como medio el viaje y la escritura. Se trata, en el fondo, de responder a la gran pregunta romántica que se hace Landau, el aficionado a poeta en la película: “¿por qué tiene que haber una diferencia tan abismal entre yo y el mundo?”. La película es un contar en imágenes cosas muy sencillas, pero que adquieren el carácter de destino. La casualidad se convierte en destino en el viaje. Pero contar esas cosas sencillas no es tan sencillo, lleva su tiempo. Pero “¿cómo ser escritor con tanta desgana hacia los demás?”. No hay en la película culto a la memoria y al recuerdo, no hay recuerdos anteriores al nazismo y esa memoria es ajena, envuelta en una culpa colectiva, difícil de asumir 165


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personalmente. ¿Cómo se oye pronunciada por Wilhem ante un antiguo nazi, vigilante de un campo de concentración, que ha asesinado a judíos, la frase “¡ojalá lo político y lo poético pudieran ser la misma cosa!”, que preconiza la asimilación entre poesía y política, en el contexto del pueblo de pensadores y poetas? El fondo de la conversación es una vista magnífica de la ladera de la montaña, en un recodo del Rhin a las afueras de Bonn. La imagen visual se construye con la acústica: disparos de caza que contrastan con el Himno a la alegría silbado por Mignon. El suicidio del anfitrión provoca la estampida del grupo y corta de raíz las divagaciones. Al final de Movimiento en falso Wilhelm aparece de espaldas, como el Caminante en un mar de nubes de Friedrich, para constatar que todo movimiento que da es en falso, que sólo quiere quedarse a solas con su apatía. El resultado de esa antinomia entre acción y contemplación es la apatía. La imagen tiene también un componente nietzscheano, y es el de Nietzsche en la cumbre del Sils-Maria. En la película de Wenders queda simplemente esa constatación amarga, en el guión de Handke se oye de fondo el repiqueteo de una máquina de escribir, lo que sugiere que ha encontrado por fin su vocación de escritor. Son dos finales diferentes. Quizá mejor el de Wenders, por coherencia y por lo que deja de abierto. Pero la escena final, contemplando la naturaleza de lo originario, es un guiño a uno de los rasgos fundamentales de las novelas, como Lento regreso, de Handke; y es que se trata de “novelas de la naturaleza”, de un Naturroman. El contramodelo en este sentido es Stifter, repetidamente citado por Handke, especialmente su gran novela Verano tardío, donde el protagonista realiza el ideal ilustrado y romántico de una educación progresiva a través de la naturaleza y el arte. En la misma cita vemos también la diferencia en el proceso como en los resultados. Pues tanto en Handke como en Wenders el papel motor lo cumple no sólo la naturaleza en sentido tradicional sino el asfalto de las ciudades, los barrios periféricos, como sucede también en las películas de Jarmusch. Sorger, el personaje de Handke en Lento regreso, proyecta un ensayo “sobre los espacios”, y buena parte de esas novelas son espaciales, sobre los espacios de los tiempos muertos. Sorger es ya un personaje de Thomas Bernhard, de profesión tan indeterminada como psicología imprevisible. Al llamarle Handke “el héroe” vemos que es una ironía, porque se trata claramente de antihéroes. Sorger es un “jugador melan166


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cólico”. Efectivamente, poco queda del confiado Heinrich de Stifter en estos personajes dubitativos y errantes, y no es de menor importancia que Handke prefiera llamar a sus novelas de “desarrollo” en vez de “formación”. No hay ya “formación”, si acaso “deformación”, ni tampoco final feliz. Son novelas como el personaje “A” de Angelopoulos, como las imágenes de Hopper, “a la espera”, según expresión afortunada del mismo Wenders, de que suceda algo en ellas, mientras todo se mueve muy lentamente. Son personajes del “entre”, del camino, del moverse, de la apatía, en la que el movimiento incesante carece de intencionalidad, de narratividad, porque no llega a la acción.

3. Espacios y sentimientos. “Esa es la esencia de la vida: el espacio y los sentimientos” (Pierrot le fou) Fernand (Pierrot) lanza el coche a la orilla del mar y sale con Marianne de él llevando sus maletas. Motivo icónico que se retomará al comienzo de En el curso del tiempo de Wenders. En esta película encontramos el programa icónico de Godard que sirve de antecedente al que luego aparecerá reproducido en contraplano en las road 167


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movies de Wenders. Es el programa cultural del “movimiento en falso” desarrollado en pintura, novela y cine. Aparecen Renoir, Van Gogh, Picaso…Paul y Virginia del romanticismo, la presencia de Sam Fuller (el cine son “emociones) y cita de Johnny Guitar de Ray, es decir, de los directores estadounidenses que admiran y que se tienen que venir a Europa en camino inverso a suyo. En el trasfondo la modernidad estética de un Rimbaud y Baudelaire, que recoge elementos del romanticismo terminal, tanto del luminoso como del oscuro. Pierrot es un simple e inocente, pero también reconoce que vivimos en la época de los “hombres dobles”, gente que no necesita de los espejos, dice, para hablar consigo mismos, que se desdoblan o multiplican en la autoficción. Y Marianne le compone una poesía que le describe como un ser contradictorio: tierno y cruel…, son personalidades múltiples aunque tanto Belmondo, Léaud, Vogler sean un tanto monocordes en su expresión facial. Y ella, que a primera vista es una mujer fatal, se permite también rasgos infantiles. Las imágenes poéticas muestran a lo largo de la película estos caracteres metáfora hechos de contradicciones. Cuando Belmondo hace la cita del inicio se ha producido en él una mutación, una oscilación en su carácter. Antes, en memorable diálogo, ha contrapuesto su forma de ser basada en ideas a la de Karina en sentimientos. Al final se revela que los papeles están cambiados, que él es el individuo romántico que deja todo por amor y que sigue a pesar de sentirse utilizado y traicionado por ella. En un momento dado echa de menos en la película que la vida no sea como en las novelas. Esto del personaje que vive entre líneas, leyendo libros, declamando citas se aviene con el individuo Werther que estoy exponiendo en sus diversas variantes, tanto en la literatura como en el cine. Son seres perezosos (Fernand dice que no se divorcia por pereza), indecisos, pero también de reacciones imprevisibles. Decepcionado por la traición de Karina, Pierrot intenta dos veces suicidarse, la primera se aparta en el último momento del tren en cuya vía espera sentado; en la segunda, fatal, no le da tiempo a apagar las mechas de los multicolores paquetes de dinamita que ha enrollado en torno a su cabeza, que él mismo ha encendido, reconociendo que es una tontería, un movimiento en falso. Si hay un elemento común a todos los “héroes” de esta modernidad melancólica es que en un momento u otro son despreciados por sus mujeres que les aman o han 168


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amado. El “desprecio” es uno de los sentimientos clave que marca el hiato entre la necesidad de amar y la imposibilidad de amar. La razón está, no en lo que hacen, sino en lo que no hacen, en el no querer más que en el querer, en esa indecisión. Pero esto no es exactamente así, en realidad no hay motivos, ni tampoco a veces los muestran en las películas: el amor viene y se va. Al comienzo de La mujer zurda de Peter Handke ella decide vivir sola, separada de su marido, sin que haya un “porqué”, simplemente hay un “porque”, porque quiere vivir sola. En definitiva, son los avatares de esa necesidad de amar en la imposibilidad de amar, cuya causa se ha buscado tradicionalmente en la asimultaneidad de tiempos, pero que el cine de la modernidad melancólica revela que se trata de una asimultaneidad de espacios: están en el mismo espacio, pero no viven en el mismo espacio. Karina, sólo quiere vivir, “un poco”. El héroe romántico es ahora una existencia cultural, en vacación permanente, en pausa continua. Son gente “sin sustancia” si se les compara con la modernidad clásica. En cambio Karina llega al límite de esa existencia roussoniana de Paul y Virginia (Bernardino de Saint-Pierre) cuando canturrea a la orilla del mar: “no sé qué hacer, ¿qué puedo hacer?”. Por el contrario, Fernand se siente feliz en esa existencia en pausa, leyendo, escribiendo su novela, con el loro (¿qué pinta el loro?) posado en su hombro. Este Belmondo reflexivo es muy diferente del que se presentó en Al filo de la escapada de diálogo monotemático en el apartamento de Seberg, centrado en saber si y cuándo se acostaría con él. Pero hay un rasgo común: “Siempre me intereso por las mujeres que no están hechas para mí”. Y la conclusión en ambas: “eres realmente asquerosa”. ¿Qué quiere decir eso? Pregunta ella mientras repite el gesto de él, de Michel, de Bogart. Traiciones, también las del mismo director, Godard, que en oportunos cameos aparecerá en varias películas suyas denunciando a los protagonistas a la policía. La película es un ejemplo de una historia que se sabotea continuamente a sí misma, llena de elipsis, falsos raccords utilizados con profusión, colores primarios, números de revista musical, Belmondo intentándose comer un trozo gigantesco de queso, las parodias de lucha en la gasolinera, de la guerra de Vietnam, todo ello provoca una dis-tracción al espectador respecto a la supuesta y endeble trama principal y no le distrae de sí metiéndole en la película. Por si fuera poco, los actores se dirigen de vez en cuando a él para ponerle en su sitio. La película tiene de fondo una confusa historia de 169


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gángsteres que cuanto más se explica menos se entiende, precisamente para dar a entender que de lo que realmente se trata es de los vaivenes sentimentales de los personajes, de su movimiento, no de la acción misma. En este sentido son paradigmáticas dos imágenes: la de ellos en el coche fingiendo que se mueve en la noche cuando no hay movimiento real y únicamente los efectos especiales que lo simulan. La segunda son los dos cogidos de la mano andando por en medio, no atravesando, un río. La imagen se congela y da la impresión de que podrían seguir así toda la vida. Él con su libro de comics bajo el brazo, ella agitando su bolsito de peluche. Van y caminan como dos adolescentes en su viaje hacia el Sur, un viaje por el río que es una metáfora del “entre”. Un deseo y la imposibilidad del mismo. Al fin hay que ir a una u otra orilla. La de la naturaleza, una existencia idílica, pero aburrida, y la de la ciudad, divertida pero mortal. Una existencia de comic, entre las viñetas. Pierrot lee a Faure en la bañera: “Velázquez, pasados los 50 años, dejó de pintar cosas definidas”. Ortega habla de Velázquez como un pintor para pintores, aquí un cine para cineheridos, donde no se pretende que los personajes, ya sea en pintura o cine, representen algo, desaparezcan en lo narrado, propiciando la identificación del especta170


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dor. Se mira al actor y al personaje en cuanto tal, no a lo que representan. Son las auténticas identidades borrosas y mutantes en las diferentes películas, y debería hacerse una exposición de sus imágenes. Actores sin personajes. De ahí la importancia de ellos en sí mismos, como los directores, aunque no sean los únicos protagonistas de la película sino el equipo, pero forman parte también de la autoría. Su característica es la indefinición, como hemos ido viendo, y no viven en un solo mundo: “me entristece que la vida sea tan diferente de las novelas”. Él se hubiera quedado en su “isla” del Sur, pero es Karina la que le hace observar que la vida no es así, y ese espacio de nadie, de lo real y lo virtual en que vive, de la intencionalidad e inintencionalidad es lo que hace que Karina observe: “los hombres como tú siempre están lamentándose”. Como apuntaba la mesonera de El malogrado en Thomas Bernhard, perpleja ante la ausencia de motivos reales y convencida de que se debía al exceso de tiempo libre. En El soldadito (1960-63) se empieza con la célebre declaración de principios: “Para mi el tiempo de la acción ha pasado. He envejecido. Comienza el tiempo de la reflexión”. Pero no son ancianos quienes encarnan esas reflexiones sino jóvenes actores y directores. Todos estos directores, y por diversos motivos, tienen detrás un pasado bélico en sus naciones del que no se enorgullecen. Acción ligada a guerra y a confrontación. Pero, como dice Bruno (Michel Subor): “me parece terrible que hoy en día, si te quedas tranquilo sin hacer nada, se meten contigo precisamente porque no haces nada. Entonces haces cosas sin convicción”. Los movimientos en espacios de sentimientos, en este caso la claustrofóbica Ginebra, acaban siendo los principales con el fondo de una historia de amor, que se corta bruscamente y la vida sigue para el protagonista. Son películas sobre sentimientos pero, y esta es la gran diferencia, no ex171


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presionistas, trágicas, sino que a veces meten tonos de comedia musical, se dirigen al público inopinadamente, como en el teatro. Son muy reveladores de su personalidad sus ángeles de la guarda, los ángeles de Paul Klee: aquí, en Wenders, en Cronenberg. Pero se trata, como en el caso de sus protegidos humanos de unos ángeles precarios, no hacen nada. Los agentes de las dos facciones, franceses y árabes que le presionan, no le entienden a Bruno por lo mismo: por qué se resiste si no tiene ideales. Cuando le encargan matar se niega, sin un porqué y luego comienza todo el camino de reflexión de por qué no lo hace. Cuando se ve presionado reflexiona, cuando tiene la oportunidad duda, y cuando quiere surgen imprevistos. En ambos casos hay una mezcla de intencionalidad y causalidad e inintencionalidad y casualidad. Y todo ello sobre el fondo de los dos grandes temas de la filmografía: muerte y amor, más exactamente, muerte e imposibilidad de amar, inestabilidad e imposibilidad de la estabilidad, de encontrar aquel giroscopio de El desierto rojo. En este contexto la tortura se convierte en algo banal, monótono, literario, que se prolonga durante mucho tiempo en la película, pero desprovisto de brutalidad, casi como un juego pactado, del que sale Bruno sin secuelas, aparte de unas quemaduras. Si, como

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se dice en la película, siguiendo a Lenin, la ética será la estética del futuro estamos aquí ante morales de la ambigüedad de estéticas cognitivas que expresan en el cine sus 24 verdades por segundo (Godard). Belmondo comienza a ver en un cine noticias sobre el Vietnam, aburrido se pone a leer el segundo tomo de la monografía de Elie Faure sobre la Historia del arte moderno, vol.2, el que leía al comienzo de la película en la bañera con las citas sobre Velázquez. En la fila de delante está Léaud-Doinel.

4. Un Werther inconstante “Es Antoine Doinel, no ha cambiado. Siempre corriendo, ¿pero adónde”. (Truffaut. Besos robados) Esta frase de Colette, un antiguo amor de Doinel, recuperada en El amor en fuga, 173


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le define perfectamente. No ha parado de correr desde los 400 golpes. Dos imágenes complementarias, la de Antoine niño aferrado a los barrotes del furgón policial que le lleva a prisión denunciado por su padrastro, la lágrima que resbala en su cara hasta ahora impasible mientras atraviesa la noche de la ciudad apenas iluminada con los fríos anuncios de neón de una revista de cabaret. El contraste magnífico de esa mirada de la niñez golpeada con el estudio de los rostros de los niños vibrando ante el espectáculo del teatro de marionetas. Es una multiplicación de lo que será el estudio de las emociones en el rostro de Ten minutes older de Herz Frank. El contraste del primer plano de la cara de Antoine después de ver el mar y la foto posando forzado en la prisión, que recuerda al niño Iván de Tarkovsky, dos víctimas de las circunstancias. La otra secuencia es el largo travelling lateral que le sigue en su huida del reformatorio corriendo frenético hacia el mar que no ha visto nunca. Sigue siendo un niño, pero la mirada ya anuncia una transición. La de las películas siguientes en las que el asocial Doinel fracasa una y otra vez en sus deseos de integración social a través de sus múltiples empleos. Cuando se asocia ser a profesión, Doinel es la inestabilidad de ser a través del cambio incesante de empleos. Si en las novelas de formación el protagonista acaba integrándose a través de un casorio y una profesión, siendo útil a la sociedad, aquí tenemos a un inútil permanente, enamoradizo, pero incapaz de amar por lo que otros entienden equivocadamente como egoísmo. Porque conciben la vida en términos de intencionalidad, y esto al protagonista no le falta, pero lo que revela en los actos que se le escapan es su inintencionalidad. Casi cabría hablar de una existencia virtual de avatares que se reinventan continuamente a sí mismos. Con físico de adolescente, movilidad de ardilla, pose envarada al caminar, apartándose nerviosamente el flequillo, sonríe poco y ríe menos, un Buster Keaton de la nouvelle vague, sin embargo, se intuye que Jean Pierre Léaud (actor y personaje son ya inseparables en el imaginario) hubiera sido feliz encarnando diversos personajes virtuales en la sociedad red. Cuando corre lo suele hacer en zigzag, esquivando coches en los cruces de calles, llegando tarde a las citas consigo mismo, varias a la vez. Más que seductor es seducido, un Werther inconstante que como una pared corre detrás de todas las pelotas que rebotan en él. Seduce por timidez y por la audacia que tienen los tímidos, pero las mujeres se acaban apartando de él a causa de su inestabili174


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dad de ser. Esta en principio resulta divertida y Christine reconoce que con él no se ha aburrido nunca. Él mismo declara que nunca ha conocido el aburrimiento, ser incesantemente alterado. Si a ellas les gustan las cosas claras, él es el campeón de los equívocos, ambigüedades e indecisiones. Ellas más maduras, toman las decisiones, a él le encanta la personalidad múltiple: “Eres mi hermana, mi hija, mi madre. – Hubiera querido ser también tu esposa”. Inestabilidad de sentimientos, que recuerda las películas de Antonioni, caracterizando a estos “héroes” como perpetuos Peter Pan. La melancolía no es tanto del personaje como del director: ¿hasta cuándo va a seguir siendo un joven-niño?. Estas películas del ciclo se ven con una sonrisa triste, porque aunque sean en presente da la impresión de que se hacen desde la nostalgia del pasado, desde un amor siempre “en fuga”. Es decir, desde el movimiento vital en falso, desde la “imposibilidad de amar”. Así Doinel (Jean Pierre Léaud), Chow (Tony Leung) y Wilhelm (Rüdiger Vogler). En La noche americana refuerza la imagen dada antes del Werther inconstante preguntando: “¿son mágicas las mujeres?”. Y su pareja le dejará por el agotamiento de tener que asumir todos esos roles a la vez: “sólo porque ha tenido una infancia difícil no hay que hacérselo pagar a los demás”. Que Besos robados se rodara en la efervescencia de mayo del 68 francés da la medida de la voluntad de la película, frente a los reproches de falta de compromiso social, la in-decisión del personaje que no da la talla de los torturados “héroes” existencialistas, pero está además el espíritu burgués del desarraigado que busca una y otra vez la integración social. Recién casado va a cenar encorbatado a casa de los suegros. Se permite la boutade de que el día de la madre fue inventado por los nazis. Es una figura de amable extranjero. No hay ruptura. Y ama este mundo, su ciudad. No choca, sino que rebota. Pero tampoco la hay en el director que, a pesar del manifiesto radical 175


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contra un tipo de cine francés, homenajea constantemente al cine clásico. Uno de los mejores encuadres es el de un solitario Doinel pasando debajo de un gran cartel anunciador de la película de John Ford Les Cheyennes. Como en el caso de Wenders se trata de un ciclo romántico en frontera con el clásico, ya que citan y homenajean constantemente a sus directores de culto. No es la modernidad de la ruptura. Si cabe hablar de superación lo será en el sentido orteguiano de heredar y añadir. Pero en todo caso se trata de una herencia de clásico melancólico y de héroes extraños, desarraigados y vulnerables, no antisociales, sino asociales. De ahí la narración fría y la no implicación emocional de los directores. Doinel joven es, más que seductor, seducido, más que amante, enamoradizo. Es el peluche que miman los “suegros”, ve con ellos la televisión, mientras que Christine sale por la puerta trasera para no quedar con él. Pero lo que sí hay es una gran ternura ya que, aunque Doinel no pudo ser niño, conservará ese fondo desvalido del que no quiere en el fondo hacer mal, sino ser alguien buscando siempre ser otro. La búsqueda parece haber acabado en el film de Aki Kaurismaki Contraté a un asesino a sueldo. Aquí Jean-Pierre Léaud/Boulanger es un oscuro oficinista que lleva quince años en la Compañía de aguas británica. En toda la película no vemos el tópico Londres turístico, sino los barrios de clase obrera en los que se desarrolla su existencia anodina. La fotografía es excelente y Kaurismaki es un maestro del claroscuro en los entornos degradados, de cosas y personas. Despedido de su empresa, Boulanger quiere poner fin a su vida de inmigrante sin trabajo, sin nadie, primero colgándose y luego metiendo la cabeza en la cocina de gas. Ambos son movimientos en falso: el gancho cede, cortan el gas en ese preciso momento. El gag, divertidamente amargo, es la solución que adopta de contratar un asesino para que le mate ya que ni siquiera es capaz de 176


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hacer eso por sí mismo. Arrepentido al conocer y enamorarse súbitamente de la florista Margaret no podrá deshacer el acuerdo por lo que tendrá que huir del asesino contratado. Si al final una serie de casualidades le salvan no sabemos lo que le deparará el incierto futuro en su vuelta a Francia. Le ha sido regalado el amor de Margaret tras un intento de conquista torpe y su vestido rojo ilumina una y otra vez en la pantalla dos soledades.

Este libro está articulado en torno a miradas, las de Wilhelm en el Sils Maria, de espaldas, las de Iván, las de Doinel camino de la comisaría, más tarde las de Pedro en la pantalla. Ha partido de miradas, no de teorías. Ahora se trata de la mirada de Jim viendo en un picado dar vueltas “en aquel lugar desierto” al coche de Catherine por la plaza: “como un caballo sin jinete, como un barco fantasma”. Da vueltas rozando los árboles, los bancos, haciendo sonar la bocina y luego se va. Llama más tarde a Jim por teléfono y cuando se reúnen éste da una explicación que es el contrapunto en diálogo de la imagen de la plaza. La imagen viene precedida de un largo fundido en negro que separa e introduce un nuevo climax. Jim está en la cama con Gilbert, ha tomado la decisión de casarse 177


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con ella, de tener hijos, de envejecer juntos. Pero el sonido de una bocina en el que reconoce el coche de Catherine le despierta y se acerca a la ventana. La voz en off de Michel Subor va narrando todo y establece el nexo con la novela de Roché en que se basa el guión de la película. Después de la imagen del coche en la plaza se oye el teléfono y Catherine le pide a Jim que vaya a verla. El monólogo de Jim es la explicación del movimiento circular de una acción absurda. Es la declaración del sinsentido de una relación, de una forma de vida. Es una condena de la vida “auténtica” cuando le cita el pasaje de una obra prestada en el que una mujer en un barco se entrega de pensamiento a un hombre que no conoce. Así le ve a ella: experimentación, invención del amor más que encontrarle. La falta de humildad, de la renuncia en suma (de ahí la cita icónica de Las afinidades electivas de Goethe). Jim expone el punto de vista de la necesidad de la renuncia para no destruirse y hacer desgraciados a los que los rodean, que es lo que han hecho ellos. La imagen del coche que da vueltas es ahora el de una vida sin sentido. Él le expone sus planes de casamientos y tener hijos con Gilbert, y la otra contesta “¿Y yo qué? ¿Y yo?”. A continuación saca el revolver para matarle y el otro huye espantado. Si se toma como punto de partida la imagen y el diálogo de los personajes, la recepción de la película es inevitablemente muy distinta de la recepción generacional, en la que propiamente no se veía u oía, o mejor, sólo lo que se quería ver y oír. No es el amor sino la amistad el núcleo de la película por más que la imagen de Jeanne Moureau barra de la pantalla a los otros personajes. Al final la voz en off dice que “La amistad de Jules y Jim no tenía su equivalente en el amor”. La amistad dura, el amor no. Lejos de la faceta autodestructiva de éste, aquella estaba hecha del disfrute de “pequeñas cosas”.Y efectivamente, los amigos se alegran siempre de verse, sin reproches, y retoman todo después de la separación como el primer día. Antes de la catástrofe anunciada por la toma del poder por los nazis y la quema de libros, de una se178


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gunda Guerra Mundial que les hubiera obligado a luchar otra vez en bandos opuestos. El motor de la inestabilidad de sentimientos en esta película es el sufrimiento por la falta de salida, en La Aventura lo era el aburrimiento. Se trata de movimientos en falso que no causan sino dolor en los que les rodean, como en Enrique el Verde, y también a Albert y a Gilbert. En Las afinidades electivas de Goethe se afirmaba que “también en tierra firme hay naufragios”.Aquí, en la modernidad melancólica no, más bien movimientos en falso, aunque hay una tragedia. Es Catherine la que se introduce en la amistad de ellos, como en Inseparables de Cronenberg, causando la ruina de ambos. Se trata de la inestabilidad de los sentimientos, disfrazada de reglas más o menos absurdas, más que de la pasión romántica. Se trata de la dificultad de posarse, de quedarse quieto, de ahí que en la primera parte las salidas de los tres parezcan hasta infantiles. Ha habido días felices, pero han sido una casualidad, que luego se recuerda, como en WKW: “hemos jugado con los principios de la vida y hemos perdido”, le dice Jim a Catherine. Es el fin de la experimentación. La inestabilidad, una vez más, tiene protagonista femenino, caracteres más fuertes, decididos y definidos que los masculinos Por eso extraña que vista desde la óptica de la idea (como entonces) y no de los sentimientos (como ahora) se vea en ella una película emancipadora. Acaba mal, con un mensaje reaccionario: hay que casarse y tener hijos. La vida de Catherine se desmorona cuando no puede casarse porque no puede tener hijos, porque hay dudas por parte de Jim sobre de quién pueden ser. Ella es una mezcla contradictoria de cálculo imprevisible, que se suicida y con ella a Jim cuando no hay salida para ellos dos juntos. La recepción generacional de esta película queda muy envejecida ya sea por el punto de vista de la censura como de la emancipación, quedando la provocación del trío diluida. 179


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El cine de ideas adosado a las imágenes envejece peor que el de los sentimientos. Pues este tiene como motivo la imagen poética, verdadero cruce en este caso entre literatura y cine. Es el caso espléndido, quizás mejor que Jules et Jim, de Las dos inglesas y el amor. Ahí Truffaut ha llevado al límite la muestra de la intimidad sufriente en la imposibilidad de amar, de culminar el amor, como dice una de ellas: “la vida está llena de fragmentos que no se unen”. Claude es aquí el catalizador de la evolución sentimental de las dos hermanas y también el disolvente de su relación. Ellas arriesgan todo y en la confluencia del pequeño rellano de la casa materna, en su imagen claustrofóbica, se agitan unas pasiones tremendas. La película es la crónica de su educación sentimental: han sufrido, se han desarrollado, saben más. Él, simplemente, un día se mira en el cristal de un automóvil y se descubre viejo. No ha aprendido nada, ellas sí. 180


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5. La imposibilidad de amar. “- ¿Y adónde vamos tío? No lo sé, pero tenemos que movernos” […] “- Por lo tanto –siguió Dean-, dejo que la vida me lleve a donde quiera” (Kerouac. En la carretera) “- ¿A dónde quieres ir? Me da igual, a donde quieras llevarme”. (Wong kar Wai. Chungking Express. 1994) Esta frase al final de la película podía muy bien ser otro posible final de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, teniendo esta vez como mentora a Mignon-Faye. Wilhelm es ahora un número, no un nombre, 663, que se confunde, lo confunde el dueño de Midnight Express, con el otro cop 223. Ambos, como en la novela de Goethe, no tienen carácter, pero son buenas personas. La película se articula en torno a ausencias presentes (las novias que les dejan) y presencias ausentes (Faye en el apartamento de 663). Allí dispone ésta las cosas del 181


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policía a su gusto al son de la romántica “The Dreamer” de los Cranberries, cantada por la propia Faye. Ella no para, moviendo y arrglando todo, agotando a la cámara: “Oh my life/ Is changing everyday /In every possible way”. Cuando mirando con lupa encuentra en la cama un pelo de su amado chilla de emoción. Una chancleta de baño azul flota en el rojo suelo inundado destacándose su azul intenso. Son los mismos objetos a los que no sólo ha mirado el 663, sino hablado, pues como él, la casa, “la toalla llora”, deslizándose una lágrima por uno de sus extremos. Ha sido abandonado por su amante y todo en la casa le sigue recordando a ella. Consolando a los objetos se consuela a sí mismo. Son espléndidas las imágenes de los diálogos con los objetos, y no sólo con los sujetos, como suele ser habitual. La película no narra la intensidad del tiempo del amor, sino los tiempos muertos del desamor. Uno de ellos es la escena en California. El cop 663 avanza lentamente su mano para depositar una moneda en el juke-box, (imagen que dialoga con la de As tears go by 1988) mientras a su espalda los objetos pasan velozmente distorsionados. Son dos tiempos que generan espacios distintos, y de ahí la asimultaneidad de los mismos. Ha quedado con Faye a las 8 en la cafetería, pero ella se va a la otra California, aquella de la que habla la repetitiva canción “California dreaming” de The mamas and the papas: “estábamos en dos Californias distintas”. La botella de cerveza se convierte en otro objeto de consolación ocupando un primer 182


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plano en el film y luego con su voz fuera de campo: “vete a casa y duerme, ella no va a venir”. Al final, cuando Faye vuelve vestida de azafata de vuelo, no sabemos si se quedará o no con el ex 663: ¿se mojará también esta vez el billete de avión que le escribe en la servilleta de papel? Una película de identidades borrosas, en un Hong Kong a punto de volver a China, con una cultura sonora americanizada, pero que junto a los rascacielos y el oro luminoso nocturno, muestra el día a día de lo abigarrado, de las callejuelas, del hacinamiento. En este sentido otra escena es el momento en que la mujer misteriosa de la gabardina disfrazada con peluca se despoja de ella: por un momento vemos el color negro de su pelo, pero el rostro queda difuminado sin saber quién es. Es y no es la Gloria (1980) de Cassavetes. Y, sin embargo, está protagoniada por una de las actrices más famosas de China en el momento: Brigitte Lin. Identidades borrosas, viajes imaginarios, finales inciertos son elementos claves de la película. Los viajes no son sólo visuales sino auditivos, antes de estar ya se ha oído el país. Luego viene la decepción, como en los viajes de Wenders y Handke a América, pero también a un Tokio en el que no hay nada del espíritu de Ozu, quizá sólo algún tren, los objetos luminosos fuera de plano. El sentimiento de pérdida, de ausencia de lo amado, de la imposibilidad de retener a la amada, deja un vacío de falta de pertenencia, de existencia, de no saber qué hacer. El paralelismo con los adolescentes afectados por el mal del vacío en las novelas de Murakami es más que evidente. De Días salvajes (“si no tienes con quien hablar ya sabes donde estoy”) a My blueberry Nights se repite el mismo esquema: chica con mal de amores tropieza con un chico, le convierte en su confidente pero no le hace caso, aunque éste se enamora (“que no esté él aquí no significa que tenga que quererte a ti”). Y la misma Maggie Cheung le dice al atribulado Sr. Chow en Deseando amar: “jamás 183


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pensé que te enamorarías de mí”. Hay una auténtica asimultaneidad en los personajes masculinos y femeninos: cuando él quiere, ella no quiere y viceversa. Quizá una de las mejores escenas pertenece a los extras no incorporados a la película: sentados en la cama del hotel ensayan una aproximación física llena de titubeos, de equívocos corporales que acaban frustrando el beso. Un movimiento en falso de los sentimientos que revela el lenguaje corporal. El tiempo, el gran protagonista, va llenando de vacíos la relación y así, en otro extra, los dos se despiden con un apretón de manos en las ruinas de Angkor Vat. Es revelador que en otro extra no sólo susurre el deseo en el agujero sino que encierre el pequeño corazón. Pues, efectivamente, la conexión con 2046 es precisamente esta, el qué se hace con los secretos que no se quieren compartir: se hace en un árbol un agujero y se surra el secreto, tapándolo luego con barro. El secreto en las dos es: “márchate de aquí y ven conmigo”. La androide no le contestaba porque no le amaba. Y en Deseando amar, la clave está en la letra de la canción de Nat King Cole: “Y así pasan los días y yo desesperado y tu contestando siempre que te pregunto que cuándo, cómo y dónde: quizás, quizás, quizás”. En realidad, los deseos de amor son préstamos de tiempo (“préstame tu tiempo, quédate esta noche”). Pero él, el Sr. Chow es algo que no está dispuesto a prestar. Espacio y tiempo son la clave en las películas de Won kar wai, pues de ellos depende la oportunidad del amor, fruto de coincidencias, aunque la mayor parte frustradas por ser vidas en paralelo. El tiempo se exhibe en cortes de décadas que explican luego la evolución de los personajes, mientras que el espacio es el contraste de los interiores 184


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agobiantes y descascarillados, las habitaciones corrientes con personajes vestidos para otro lugar, el Sr. Chow de punta en blanco sentado en la humilde cama. La observación de la señora Sun en Deseando amar es significativa: “No comprendo cómo se viste así sólo para comprar comida”. Pero las imágenes de Maggie Cheung bajando rítmicamente la escalera, cruzándose con el Sr Chow en la escalera descascarillada y estrecha son toda una definición. En 2046 es un casi cínico con las mujeres, pero porque no se ha recobrado de lo que sucedió, mejor de lo que pudo suceder antes. De ahí que oye precisamente ahora la frase que él dijera antes: “no me importa que no me quieras, yo te querré igualmente”. En Deseando amar Maggie da la clave cuando afirma que creían que “nosotros no somos como ellos. Era un error”. La explicación se da fuera de campo, en los vacíos temporales, en esos omnipresentes relojes circulares.

El viaje no es sólo físico, sino que es también icónico y cultural: orientales haciendo versiones occidentales, neones de iconos occidentales del consumo mezclados con orientales, sin un problema de crisis de identidad aparente como sucede en los personajes de Wenders. Lo más valioso de esta exploración de la identidad es que la hace no por la definición, que sería la técnica occidental, sino de la indefinición. Los personajes no aparecen caracterizados tanto por el consumo o el trabajo sino por sus ratos libres, de hecho abandonan los trabajos. Diríase que están en vacación permanente de ser.

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(Imágenes de Happy Together, que dialogan con Antonioni y Wenders)

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6. Las vacaciones del extranjero “Gente a nuestro alrededor, lugares que visitamos, hechos de los que somos testigos. Lo que tiene sentido hoy para nosotros son las relaciones espacio-temporales entre estos, y la tensión resultante de estas relaciones”. (“Los hechos y la imagen”. Antonioni). Para Antonioni del viaje en las imágenes del tiempo lento se vacía el contenido y sólo queda la tensión espacio-temporal hecha de detalles. El problema del realizador consiste en capturar esa realidad y devolverla como una percepción nueva. Desde este momento el cine ya no es meramente figurativo sino que tiene una duración propia, que se refiere al conjunto. Así en la película de Jarmusch Mystery train (1989: una serie de situaciones que en aparente sucesión temporal coinciden de hecho en el espacio-tiempo de un hotel de Memphis. La simultaneidad acaba organizándose para el espectador con el sonido del disparo en el hotel al que van a parar todos. Todos lo oyen y quedan un momento en suspenso para seguir luego con su deambular. Es la perfecta imagen del tiempo de la vida que no se detiene, a diferencia, del tiempo del yo, de la reflexión. Con el bucle de la imagen del tren al principio y al final, llegando y saliendo todo acaba siendo lo mismo. Como Jarmusch ha mostrado en Permanent vacation (1980), donde la llegada a Paris de Allie es el comienzo de la no-historia en que consiste la película. Este concepto, el de la no-historia acaba siendo fundamental para la tensión espacio-temporal de los hechos. Porque relata y muestra la tensión del bucle y lo lineal, haciendo frente a la teoría de lo nuevo con el eterno retorno, con el todo es igual, vayas donde vayas, como constata aburrido el personaje de Eddie en Cleveland (Jarmusch, Stranger Than Paradise, 1982). Y es esto lo que le horroriza a Allie y le obliga a salir corriendo de los 187


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sitios. Es una nueva experiencia de extranjería que aparentemente está dirigida hacia fuera, pero en realidad lo es respecto a uno mismo. Por eso, en ningún lugar se encuentra como en casa, porque ya no hay una casa, no hay un paraíso, Florida acaba siendo un lugar triste, y el motel un lugar de paso, generando todo ello un conjunto de malentendidos que termina en desencuentros. Pero, ¿acaso puede esperarse algo distinto de una vida entendida como “vacación permanente”?. Una pregunta y una imagen enhebran esta opera prima de Jarmusch, Permanent vacation. La pregunta de Allie: “¿crees que me gustará 188


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París?”. La imagen: Allie haciendo subir y bajar su yo-yo. La imagen contesta a la pregunta: da igual. No importa dónde vayas, uno no se mueve en realidad del punto de partida, simplemente sube y baja, se desplaza acá y allá. Tema recurrente en las primeras películas de Jarmusch es el relato de viajes que niegan la posibilidad de una historia. Porque, como dice Allie, una historia no son sino unos puntos unidos por la monotonía que parece dibujar algo. Si, como apostilla Jarmusch, la vida no tiene argumento, ¿por qué tiene que tenerlo una película? En esta falta de argumento transcurre la vida de sus imágenes. Y el espectador oscila entre la fascinación y el rechazo. ¿Estamos preparados para ver una vida sin GPS?. Simplemente como esos pasatiempos en que hay que unir puntos dispersos para que resulte una problemática figura. Allie no es un existencialista avinagrado, tampoco un clochard pasado de mugre, sino un adolescente viejo que ejerce de flâneur existencial, entra y sale de las vidas de otros, como de habitaciones desconchadas, de callejones infectos para comprobar, cual dandy de suburbio, que no hay ninguna novedad. Personas y cosas tienen algo en común: están alienados, son ruinas de algo. Son las calles sucias donde toca su reluciente saxo John Lurie. Ello impide la fácil mirada entrópica. Allie es indiferente a todo porque se cree diferente. Vaga sin rumbo, pero porque todo el mundo está solo. A la imagen del yo-yo se añade la danza sobre sí mismo en la azotea: la peonza gira, pero no se mueve. Es un solipsismo inevitable que acepta con quietud desde la soledad asumida. No aspira a ser entendido, tampoco a entender, pues ya todo está visto, placidez sólo interrumpida por el terror suave que experimenta ante la repetición, y que le obliga con su voz interior a marcharse una y otra vez.: ¿Qué hago yo en París?. Pues Allie no lleva la vida líquida del sueño americano sino la remansada de quien no rechaza ni es rechazado, tan sólo se sitúa al margen observándolo todo. Que algo no funciona da cuenta el molesto ruido ambiente, de la calle, los vuelos, las explosiones. Nada de malditismo: echa una ojeada al Maldoror de de Leautremont, pero lo cierra aburrido. Allie es el sueño de cualquier agencia de viajes de formación y desarrollo: “un turista en vacaciones permanentes”. Jarmusch caracteriza su cine como una “estética minimalista de los intermedios”. Quizá no todo su cine sino, más bien, el primero. Coincide con Sokurov en su concepción del cine como construcción de los detalles de la vida. Es un puzzle caracterizado 189


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por la ausencia de finales y no legitimación en los orígenes. Es el vivir en el entre, en los intersticios, lo que les convierte en outsiders, detentadores de una particular extranjería. El centro se nutre de los márgenes y estos operan en los límites de la esfera. De ahí también la ausencia de lo dramático y trágico que observamos en Jarmusch, pero también en la mayoría de las estéticas de tiempo lento, propiciado por el humor y la ironía. El resultado es una estética de la inintencionalidad. Cada movimiento de Allie es en falso: volver a la casa en que nació donde encuentra al trastornado entre las ruinas, ver a su madre enferma mental en el sanatorio, viajar a París, donde se siente tan extranjero como en Nueva York, y no sólo por el idioma. Es un paisaje de alienados. A veces se pregunta, repeinándose ante el espejo en plan rockero, si no merecería la pena vivir rápido y morir joven: “live fast, die young and leave a good looking corpse”. Frase pronunciada por John Derek en Knock on Any Door y que hará suya James Dean el protagonista de Rebelde sin causa de Nicholas Ray. Allie es un personaje “post” de los mencionados en Ray, de los rebeldes vulnerables donde ya no hay ni siquiera lugar para la melancolía que sí se advierte en su novia, sentada al contraluz de la ventana. Wenders codirige con Ray Relámpago sobre el agua (1980), película sobre la enfermedad terminal del segundo. Ray es durante un tiempo el profesor de cine de 190


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Jarmusch, que hace de ayudante de dirección en la mencionada película. En ella se mezcla el rodaje y la documentación sobre el rodaje, los últimos momentos de la vida de Ray y los proyectos de Wenders, como señala el primero de ellos. La película es un ejercicio de retorno a sí mismo en Ray como recuperación de sus imágenes, de su autoestima, en el encuentro con ellas, de alguien que lo tuvo todo y ahora no le queda casi nada. Tanto él como Wenders evitan caer en la autocompasión. A primera vista se trata de una paradoja, ya que las películas de esa época clásica están hechas de historias. Pero en ellas no prima la linealidad sino los desequilibrios emocionales, así en Rebelde sin causa, y más en general la extranjería, la errancia, como en Hombres errantes, en busca de la casa y del origen. La frase de Johnny Guitar “I’m a stranger here myself” ha quedado como definición de su propia vida. Del mismo modo que su última obra inacabada We Can’t Go Home Again es toda una declaración de principios sobre el final anticipado: no podemos volver a casa. En cierto modo Relámpago sobre el agua es una sobreimpresión de imágenes de sus otras películas con lo que la reflexión sobre su vida acaba siendo una composición de imágenes de ellas. Según Ray: “la película trata de un hombre que quería encontrarse a sí mismo antes de morir”. La forma del encuentro es el revisitar, el recuperar las imágenes en las que se ha ido dejando jirones de identidad a través de los personajes. El recuperar como recomprar en el sentido de rehacer la vida del pintor cuya vida quería filmar originalmente Ray. Es también coherente que la historia sobre la 191


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vida de Ray sea, en realidad, sobre su muerte, pues desde El estado de las cosas se repite que el gran tema de las historias es la muerte. De ahí que esta película no tenga historia que narrar excepto una muerte prevista que no se filma, que no se narra, tan sólo se anuncia con el “¡corten!”. En la retina queda una imagen sobreimpuesta, una página del diario de Ray y del viaje final. En la primera se lee: “Me miro a la cara y qué veo. No una roca granítica como identidad, sino un tono azul, una piel seca, unos labios arrugados, y tristeza. Y una necesidad tremenda de reconocer y aceptar la cara de mi madre”.

El junco chino con las cenizas de Ray en el río Hudson, camino del océano, y la cámara girando en postrera filmación. Nobody empuja la canoa de William Blake en Dead man de Jarmusch, también hacia el océano, de vuelta a los espíritus.

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IDenTIDADeS BoRRoSAS



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1. El viaje con un hombre muerto. Él sólo quería un trabajo y emprendió un viaje hacia el Oeste. En el caballo de hierro sigue el mismo personaje, joven e ingenuo, pero mientras que su rostro inexpresivo a lo Buster Keaton no cambia y tampoco su vestimenta, sí lo hacen los paisajes y, sobre todo los personajes de los pasajeros que le rodean, quedando al final como un excéntrico en tierra de nadie, donde acaba el ferrocarril. Sólo quería un empleo y se encontró metido en un homicidio involuntario, herido en el corazón con la bala que atravesó a otra, la fabricante de flores de papel que huelen a papel, y a quien acusan de haber también matado. Blake, viaja con “nadie”, Nobody, otro extranjero, no aceptado ni por indios ni por blancos. La misma mirada de Doinel en la de Nobody niño enjaulado, a través de los barrotes que aprieta asustado y sin comprender. Los blancos ya no son nadie en el bárbaro Oeste y el indio, educado por los blancos en Inglaterra, es llevado por Blake a aborrecer esa cultura y llamarse a sí mismo Nobody, nadie. Si Blake tiene que hacer su camino, Nobody tiene que deshacer el suyo. No es un western crepuscular sino moderno, es el relato de cómo William Blake “mató al hombre blanco” y por eso se (le) busca. Blake, el poeta y pintor inglés que Nobody, el indio moderno que lo ha leído y venera, intenta hacer emerger de la personalidad de Bill Blake, torpe contable de Cleveland. Fuga de la vieja y búsqueda de una nueva identidad son dos elementos clásicos del viaje de formación. Aquí se trata de la errancia de un moribundo, del aprender a morir como forma de renacimiento: ser un nuevo hombre a través de los equívocos del nombre. Lo que es una casualidad se acaba convirtiendo en el sentido de una muerte. Ser el que eres, un personaje. El movimiento en falso de Bill como persona se redime al aceptar su rol como el personaje homónimo William Blake. Así antes de matar a los alguaciles declara: “sí soy William Blake ¿co195


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noces mi poesía?”. Pertenece, entonces, a las identidades borrosas, que no son otras que las resultantes del rostro jánico de la modernidad, de su lado oscuro y luminoso que encarnara Blake. De entre todas las imágenes destaca una: cuando mezcla la sangre del cervatillo encontrado muerto con su propia sangre de la herida del corazón, la huele, se unta la frente con ella y luego se acuesta en posición casi fetal junto a él. Una composición pictórica en picado. No es la única de la excelente fotografía de Robby Muller. En otra Cole, el caza recompensas caníbal, contempla el cuerpo del alguacil y comenta, “parece un icono religioso”, para a continuación aplastarle literalmente el cráneo con la bota, y no sólo eso, la bota gira morosamente destrozando la carne del rostro haciendo que se distorsione y salten los fluidos. El humor negro muestra en un plano al otro caza recompensas durmiendo abrazado a su osito y más adelante aparecerá Cole devorando tranquilamente uno de sus brazos. Tramperos homosexuales (con un genial Iggy Pop travestido) aprecian el pelo sedoso de William Blake y se disputan su violación. Ha quedado atrás la aparición de un Robert Michum que prolonga en su vejez el personaje inquietante de La noche del cazador, con su mismo mensaje: hate. La melancolía se vuelve irónica como medio de defenderse del horror. De ahí las contínuas bromas sobre el tabaco. 196


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En El matrimonio del cielo y el infierno, escribe Blake que “...la versión del diablo sostiene que fue el Mesías quien cayó y construyó un cielo con lo que robó al abismo”. Al final una minúscula canoa con el cuerpo de Blake aparejado para el último viaje se ve perdida

en el mar aborrascado, al límite del espejo, allí donde confluyen mar y cielo. Es el retorno a los espíritus, al origen, pero qué origen, “¿Cleveland?” pregunta un Blake semiinconsciente, rompiendo la tirada poética de Nobody. Efectivamente al cielo de allí construido con el infierno aquí. 197


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“Y cada día, sin excepción, uno debe considerarse muerto. Ésta es la esencia del camino del samurai” (Ghost dog. 1999). Es una película de violencia ritualizada. La clave está en esos mafiosos mirando hipnotizados una pequeña pantalla de televisor con dibujos animados. No se ríen, los miran con absoluta seriedad. Parece incongruente, pero es la clave. Lo que miran los niños es lo que fascina también a los mayores, esa violencia ritualizada. Cuando al final de Dead man le disparan a Blake, este lo toma casi con indiferencia, es la violencia introyectada del salvaje Oeste. Aquí los muñecos se apuntan con pistolas cada vez más grandes que acaban cogiendo al globo terráqueo en medio y éste estalla. En las sociedades actuales ya no hay esa mirada inocente del niño pues (lo denunciaron los frankfurtianos) está llena de violencia cuando juegan y se distraen. Y sin embargo, queda su nostalgia. De hecho, Ghost dog todavía conserva una relación de confianza con la niña a la que presta uno de sus libros preferidos. Y lo mismo con su amigo emigrante que regenta el carrito de los helados. La presencia de un niño le impide cometer de momento una venganza. Y un pájaro se posa (los petirrojos de David Lynch) en el silenciador de su arma. 198


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Los mafiosos miran esos dibujos infantiles con añoranza porque se saben crepusculares. Uno de ellos, herido por Ghost dog, afirma agradecido que les está despachando como antes, como gángsteres de verdad. De hecho la “familia” ha envejecido y más que “soldados” parecen jubilados. El devoto samurai y la familia de gángsteres tienen un código, y es la ruptura de ese código lo que provoca la guerra. La escenificación al estilo de Solo ante el peligro, y casi de un final “tears in rain” de Ghost dog, muestran precisamente eso: “la forma es el vacío” y “el vacío es la forma”. Volvemos a las fuentes contaminadas. Se trata de identidades terminales. Es la violencia que al final se vuelve contra sí misma, suicida. Ozu y los yakuza. Ghost dog se deja matar. Los puntos visuales en contacto con Dead man son el mismo personaje del indio Nobody que aparece ahora en la terraza de las palomas, pero sobre todo de que se trata de supervivientes en un mundo que ha cambiado bruscamente, en el que se dan dos cancelaciones de contrato vividas como traición. Lo único que le queda a Ghost dog es la compañía de las palomas, de la niña, del amigo al que no entiende, de ese petirrojo que se posa en la bocacha cuando 199


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va a disparar. Y el diálogo mudo con el perro fantasma. Ghost dog, como apunta el mafioso, es más el nombre de un indio que de un rapero, ocasión de humor surrealista.

2. El abismo melancólico. Franz ha apuñalado a Marie, loco de celos. Se ve el apuñalamiento, pero no las puñaladas, al cuchillo penetrando en la carne. La cámara lenta convierte el acto en un ballet trágico. Y de pronto acontece una extraña quietud: en un plano medio a cámara lenta entra la música del adagio del Concierto para Oboe de Marcello. ¿Cómo puede acompañar esa música tan lírica un acto tan terrible? Toda la desesperación de FranzKinski y la compasión de Herzog están ahí, en ese plano secuencia de casi tres minutos, de Woyzeck, obra de teatro, película y documental de una degradación. Esta escena no está en la obra de Büchner, en que después del apuñalamiento con saña sale corriendo al venir gente. Pero es un espléndido acto estético que cuestiona una ética apresurada, 200


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que reclama otra. Para Büchner la moral del conocimiento, a la que aludiremos luego. Büchner no es idealista pero reclama una dignidad para el individuo que le niegan Dios, la naturaleza y la sociedad. Intenta mostrar lo que hay, no lo que debe haber, el conflicto social en una independencia estética que es otra forma de hacer política cuando ya ha percibido los límites de la acción política en su propia carne. El gran tema del drama y de la película son el mismo: el ser humano desprovisto de dignidad por la sociedad. Al mostrarlo, sin condena, Herzog, con un final abierto en la cita irónica de Büchner, las dos obras resultan ambiguas. Son lúcidas y ésa es la característica fundamental de la modernidad melancólica en ambos. La brutal agitación interior es congelada a cámara lenta, “el infierno es frío”, ha dicho antes Franz. En el vórtice del remolino del Maëlstrom reina la calma había escrito Poe. Lo que se ve ahora en un plano medio es el leve movimiento sin acción de un cuerpo, el de Kinski, cuya desesperación, delirio, trastorno se le sale por los ojos, y no llega a la palabra en la boca desencajada. No es un primer plano del rostro de Kinski el que nos ofrece Herzog, sino medio, para que sea vea también ese cuchillo que no suelta, que aferra con la mano izquierda, al que se aferra como náufrago. La máxima tensión dramática se revela en esa leve oscilación del cuerpo. Sólo mira. ¿Adónde? Cuando en una secuencia anterior Franz se ha enfrentado a Marie reprochándole su pública infidelidad, después de sacrificarlo todo por ella, introduce estas lapidarias palabras del director Herzog que no encontramos en el texto de Büchner: “Cada ser humano es un abismo. Da vértigo mirar hacia abajo”. Ha llegado (a) su abismo. Está mirándole, siendo mirado. Como en la película Vértigo de Hitchkock, Franz ha caído al abismo, pero porque el abismo sube, es abducido por 201


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él. No podemos evitar también ver las moscas que le rodean, ingredientes de una vida sórdida por las humillaciones y documentada con sencillez. Lo que Franz ha visto, lo que le deja paralizado es lo que el coetáneo Schopenhauer ha dicho en El mundo como voluntad y representación: que en el absurdo de la voluntad de vivir víctima (Franz) y verdugo (Franz) son lo mismo. Lo que ha descubierto como horror no es la tragedia sino el sin sentido de (su) la vida. Y es lo que refleja Herzog con una total exterioridad, con sencillez y al final, como veremos, hasta con una extraña ironía. Quizá como defensa a ese descubrimiento de que en el abismo anida el vacío del sinsentido que da sentido a todo. Es también una de las claves de la inestabilidad de los sentimientos con los que se ha caracterizado la trilogía de Antonioni, La aventura, La noche, El eclipse. Antes de la escena mencionada hay otro plano que divide en dos la película y muestra a Kinski huyendo de la ciudad después de ser golpeado por el tambor mayor a causa de Marie. Se interna en el campo de amapolas todavía cerradas, que se clavan como alfileres gigantes en la tierra, abriéndose a su paso. La fotografía es de una gran belleza, y aquí lo bello, como presentía Rilke, se afirma como antesala de lo terrible. También ahora mira Kinski estremecido fuera de campo, a eso que no vemos, a ese vacío interior creado a golpes de la sociedad, no natural, y por ello no sublime. Y musita unas palabras que son la clave de esa existencia que ahora se le revela vacía: “immer zu, immer zu!, sigue, sigue”. No pares. “¡Eh Woyzeck! ¿A dónde vas, siempre con esas prisas?”, le dice el capitán, que va de melancólico. Prisas de un quijote crepuscular convertido en mono de feria. Las prisas, más que una acción intencional, son el zarandeo social que acaba degradando al patético soldado convertido al final en marioneta. Pues se trata de llevar al ser humano al límite no humano por las instituciones, ya sea el ejército o el médico 202


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ilustrado. Y en medio de la vulgaridad de esa existencia expuesta de modo documental, teatral, divagaciones metafísicas de calado, que suenan pedestres en el capitán y premonitorias en Franz. Se vuelven a encontrar en Tarr, y lo recuerda Camus: lo metafísico y la social son ahora lo mismo. Pues lo que evoca Marie (mejor tratada en la película que en la obra de Büchner) en un triste cuento a los niños (contado por la abuela en la obra de Büchner) es que ya no hay cielo y tierra en el que se pueda cobijar el ser humano, al que solo alberga ya su soledad. Es el romanticismo negro de Büchner, presente en su Lenz, muy distinto al luminoso de la naturaleza panteísta, que surge de él y que está presente en las imágenes inquietantes de la selva de Herzog tanto en Fizcarraldo como en Aguirre o la cólera de Dios. Así en el texto de Büchner: “Hace buen tiempo, mi capitán. Mire usted qué hermoso y firme es ese cielo gris, le entran a uno ganas de clavar un garfio en él y ahorcarse, tan sólo por la coma que separa el sí del no, el sí del no”. Los primeros fotogramas de la película muestran a Franz a paso gimnástico con su equipo militar, agotado por las flexiones, aplastado bajo la bota de su superior, y con la cara desencajada, a punto de estallar, a punto de gritar. No lo hace y la escena comentada al principio es ese grito silencioso que no sale por la boca y estalla en el cuerpo. La película entera, como antes la obra de teatro, es un puro grito. En una época de idealismo terminal la obra de teatro de Büchner significa la entrada de algo que le contradice sin palabras ni libros: el sufrimiento. ¿Hasta 203


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cuándo, cuánto, es capaz de soportar el ser humano sin sucumbir?. Ya no se trata del sufrimiento metafísico por el evanescente mal radical sino por el más concreto, el verdadero, el irresponsable, que es el que unos seres humanos inflingen a otros. Woyzeck es un hombre destruido por la sociedad a través de sus instituciones, el ejército y la ciencia. Esta compasión ante un hombre destrozado interiormente por el horror que emana de la sociedad se percibe también en la película El cazador de Cimino, cuando al volver Mike a casa desde el Vietnam se esconde para no asistir al recibimiento de sus amigos, y suena entonces la cavatina de Stanley Myers en la versión de guitarra de John Williams. “¿Creías que la vida daría este cambio tan grande?, le pregunta Sophie. “No”, responde Mike. Woyzeck es la crónica de una mutación. La mente desquiciada de Franz por la dieta irracional de guisantes prescrita por el médico ya ha llegado a la situación que Bernhard caracterizó como trastorno, la forma más completa de filosofía: el dar vueltas a las cosas hasta que la cabeza da vueltas. A Franz se le reprocha precisamente eso, el capitán, el doctor, la misma Marie, que filosofa, que da demasiadas vueltas a las cosas. Y así profundas reflexiones y brotes de insania se van mezclando. Pero esto no tiene nada de artificial, al contrario, él sólo quiere ser un hombre natural, propio de su baja condición, y no le dejan ni siquiera eso. Pero es que –le reprochan- tiene un hijo sin bautizar, orina en la calle, va siempre con prisa…luego no debe tener la conciencia tranquila. Frente a ello su magnífica puntualización al capitán de que los hombres pobres, y él lo es y lo asume, no pueden ser virtuosos. La moral es un lujo que no se puede permitir. Él no quiere ser más, simplemente que le dejen ser como es. Él, mira por donde, quiere ser ese ideal de la Ilustración y el Romanticismo, que sigue su instinto, un Naturmensch, un hombre natural. Cuando esto es imposible, humillado, torturado, prolonga la violencia recibida en lo que le queda, y que también le ha sido arrebatado en una supuesta infidelidad pasajera, Marie. La película no acaba, la obra de Büchner es un fragmento, pero queda en el aire la pregunta de Bernhard: ¿qué harás tú, que te has humillado, cuando mueras?. Una obra de teatro, decía Büchner, no es una lección de moral, y “el escritor no es un profesor de moral”, sino que nos enseña el mundo tal como es, no como debe ser. Quizá por eso el final de la película es también “amoral”. Nos ha hecho asistir a un 204


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cruel sinsentido. Kinski va a la taberna después del crimen, después quiere arrojar lejos el cuchillo en el río, lavarse ahí las manchas de sangre que se extienden por todo el cuerpo y su imagen se funde en la negrura. Un posible final. Pero Herzog no acaba con esa imagen, sino con la secuencia de los que levantan el cadáver de Marie moviéndose a cámara lenta como en una ópera. Mientras y en sobreimpresión aparecen las letras que aluden en pantalla a un hermoso asesinato…Ironía de un largo fundido en negro, sin la palabra “fin”, y en el que hasta los créditos se sigue, y se sigue, oyendo la música del segundo movimiento del Concierto para guitarra en re mayor de Vivaldi. La melancolía de la imagen sonora se vuelve aquí irónica en el texto sobreimpuesto de Büchner: “Un buen asesinato, un asesinato auténtico, un hermoso asesinato, tan hermoso que no se puede pedir más, hace tiempo que no hemos tenido nada semejante”.

La película Woyzeck ha sido rodada por Herzog en poco tiempo, inmediatamente después de Nosferatu. Esta, muy sencilla, utiliza los contrastes entre lo idílico de la pequeña ciudad y la naturaleza que la rodea, y la degradación a la que se somete a un ser humano: es la destrucción del débil, sin posibilidad de sublimación. Ha sido vaciado, vampirizado. En Nosferatu el vampiro, Herzog rinde un homenaje a Murnau, 205


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es una forma de enlazar con la tradición expresionista, de construirse una tradición de aquellos que se consideraban “huérfanos”. Éste es un rasgo importante en la modernidad melancólica: la necesidad de construirse tradiciones en las generaciones inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Pero esa tradición que construyen no es la de ganadores sino de perdedores, porque efectivamente es la cultura la que (se) perdió la guerra. Herzog ha compuesto la figura de un vampiro, más que agresivo y terrorífico, doliente y que reclama compasión: “no comprenden el alma del cazador”. Un depredador condenado que hace extensiva su propia condena, llevando la peste a la idílica ciudad de Delft, la patria de Vermeer. Doliente por no poder morir, el tiempo no pasa, (“el tiempo es un abismo profundo como mis noches”), pero, sobre todo, por no poder amar: “la ausencia de amor es el dolor más profundo”. El paralelismo con los ángeles de Wenders es obvio, ambos desean amar, lo que les está prohibido dada su condición. Que consiste en ser seres intermedios, ni viven ni están muertos. Con tanta avidez como chupa la sangre del dedo de Jonathan se apodera del medallón en el que está el retrato de su esposa: “quisiera participar en el amor que hay entre usted y Jonathan”. El viaje de Jonathan a los Cárpatos es el lado oscuro de lo sublime con composiciones del caminante en un mar de nubes a lo Caspar Friedrich. No se sabe de donde viene la oscuridad ni tampoco la luz que emerge del fondo de la escena. Son seres intermedios que no han elegido y por eso se debaten entre el ansia de vivir con el amor y de morir con la aniquilación: la muerte del vampiro vendrá por el amor. La tradición idealista es decisionista en mayor o menor grado, pues se trata de elegir entre uno de los extremos, por el ideal como lo verdadero real. Aquí el vampiro que compone Kinski es eminentemente físico, corporal: el rostro emerge de la oscuridad, anhelante, y, sobre todo, las manos estilizadas, de largas uñas que subrayan a veces 206


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el ataque, pero en su mayor parte la contención, el retraimiento, con un pequeño gemido, el vampiro aparece así como un perro apaleado por el destino. Más que morder sorbe delicadamente la sangre, con miedo de hacer daño. Herzog lo presenta como un ser débil en busca de amor al que le pesa la soledad del tiempo. 3. Identidades mutantes. Si hay un director de las identidades corporales mutantes, éste es Cronenberg. Es la modernidad mutante, pero ya no sólo desde la perspectiva de la mente sino del cerebro, mejor, el cuerpo. Con ello salta en pedazos el dualismo mente-cuerpo de la modernidad de la razón, aspecto que ya veíamos acentuado en la modernidad de los sentimientos, expresada fundamentalmente a través del cuerpo y el espacio y no sólo del tiempo. Hemos visto los movimientos corporales como expresión de movimientos en falso y de la inestabilidad de los sentimientos. Ahora se da un paso más en esa dirección con las mutaciones corporales que vienen de dentro. Se trata, en definitiva, del tópico de la “Nueva Carne”, del que ya me he ocupado en anteriores libros, y que manifiesta la mutación del cuerpo tradicional bajo las tecnologías, ya sea de impacto en Videodrome o de penetración en ExistenZ. Si con los otros directores se han ido desarrollando planos basados en homenajes e influencias, aquí parece que nos encontramos ante el director adánico que ni los practica ni las reconoce. Sin entrar en este tipo de discusiones lo cierto es que todos ellos tienen un proyecto común ambicioso: modificar la percepción estética del espectador. Y dentro de ello lo que también es 207


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común a los diversos proyectos de las varias modernidades como es el tema del límite: hasta dónde puedo llegar en el ámbito del pensamiento, sentimiento, mente, cuerpo. Lo interesante del planteamiento de Cronenberg es su integración de la enfermedad como forma de vida, es decir, el introducir lo extraordinario dentro de lo ordinario. Parecido al experimento de Bernhard con “trastorno”, ese dar vueltas a las cosas hasta el límite de la locura. En la búsqueda del límite se pretende eliminar las fronteras de los dualismos, o al menos, enfatizar sus puntos de encuentro desde el cuerpo. La forma de ese llegar al límite es por la contaminación. Y aquí la contaminación ambiental, cultural, introyectada en El desierto rojo puede ser un punto de encuentro con esta película. Es un humanismo de la mutación, donde la enfermedad, la vejez, la muerte, como el hablar, el respirar, todo se convierte en sexual, es erótico. Es el contenido del memorable sueño que cuenta a la enfermera infectada al doctor que ama en Vinieron de dentro de…(1975). Es la expresión perfecta del humanismo renacentista de doble cara, no sólo el idealista de Pico Della Mirandola sino el de Pérez de Oliva, tal como expuse en Humanismo y nuevas tecnologías. El erotismo en Cronenberg no está ligado tanto a la salud impoluta como a la enfermedad de la contaminación. Así en la película mencionada, pero también en Crash, La mosca etc. Una sexualidad y erotismo primitivos, elementales que cobran la forma de la orgía. Y esta es la verdadera subversión, lo que le hace temible, no tanto la de las ideas, como puede ser la del cuerpo. En Vinieron de dentro de…, la configuración espacial es importante, ya que prácticamente casi toda la acción se va a desarrollar en la torre de apartamentos Starliner. Es llamativo el contraste entre la pulcritud de los edificios modernos años 70 y las huellas de la sangre contaminada que dejan en su recorrido los parásitos. Escenas de máxima violencia se simultanean con otros espacios en los que reina la placidez. Uno de los lemas de su venta es “nave208


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gue por la vida con comodidad”. Son apartamentos de la nueva burguesía con sus dos máximas exigencias: la comodidad y la seguridad. Muy al estilo kaffkiano la mutación sobreviene en Cronenberg desde dentro pero inoculada desde fuera, por la misma sociedad. Previamente ha hecho con una voz en off todo un recorrido turístico por Montreal cantando las excelencias de la misma. Al final de la película la caravana de coches de los infectados sale para infectar a toda la ciudad. El paralelismo con el final de Nosferatu de Herzog es más que notable, cuando Jonathan parte en su caballo para vampirizar el mundo. Lejos del malditismo los actos aparecen en una dimensión casi religiosa de difusión de la buena nueva del mal, una vez que ha tenido lugar la transfiguración por el bautismo de la contaminación. En las secuencias iniciales un tal Dr. Hobbes se apresta a diseccionar a Anabelle bajo la atenta mirada del cuadro de un ángel de Paul Klee. Sus ángeles son inquietantes ya que acaban siendo un perfecto ejemplo de esa mutación icónica de la que hablábamos antes, como es el caso del famoso Angelus Novus, rostro desquiciado que contempla el caos al que no es ajeno. El viento del progreso que amontona ruinas a su paso viene del Paraíso, como señaló en su comentario Benjamín. Aquí el Dr. Hobbes engrosa esa nómina de doctores frankensteinianos de la modernidad, de científicos al límite de la locura en sus experimentos, que pululan en las películas de Cronenberg. Su homónimo Hobbes es el prototipo del filósofo racionalista, autor de la inquietante máxima de que el hombre es un lobo para el hombre como estado natural que exige como contrapartida un gran Leviatán, un Estado absoluto que lo limite. Estas visiones distópicas surgen del cumplimiento de las utopías. En cierto modo la cita es una ironía ya que el experimento del Dr. Hobbes parte del supuesto de que el ser humano se ha limitado por el pensamiento y ya es hora que libere el instinto. Ésa es la función de los parásitos que, como suele suceder en estos casos, se van de las manos de su creador. 209


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El bisturí ha cortado limpiamente un rectángulo de piel y se va a proceder a la novedosa operación de injerto que salvará a la protagonista de sus lesiones interiores. Las consecuencias son imprevisibles. Estamos en la estela de Frankenstein o el moderno Prometeo, en una modernidad melancólica de las “paradojas terminales de la modernidad” (Kundera) en que lo intencional se muta, desemboca en lo inintencional, en el movimiento en falso. Si la modernidad tópica y clásica es la de la intencionalidad de los actos la melancólica lo es de 210


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la inintencionalidad de sus consecuencias. Uno de los últimos episodios será el de los androides melancólicos viajando por el espacio en busca de tiempo. El encuentro con la técnica (Crash), las tecnologías (Videodrome, La mosca) y las nuevas tecnologías (ExistenZ) serán también una muestra de ello en Cronenberg, tal como ya he analizado en mis libros anteriores.En la modernidad melancólica de las tecnologías el nuevo ser está basado en accidentes. En esa atmósfera de inintencionalidad las acciones tienen consecuencias, pero no responsables. Así en Rabia, donde ella, la poseída por la rabia después de la operación y portadora de la misma, le dice a su novio que no tiene la culpa. Pero, en una imagen final espeluznante, acaba en el camión de la basura. La casualidad se ha convertido en fatalidad y lo que era accidental es ya el accidente que se busca desde dentro, como en Crash. En unas imágenes de Rabia se resume la visión del cuerpo que tiene Cronenberg en esta sociedad moderna, y que ha desarrollado en películas posteriores: penetración, penetrar y ser penetrado, el orificio, el vampirismo de la abducción, deseo de estar conectado. Pero en Rabia los abrazos acaban siendo mortales.

La imagen de Cromosoma 3 que abre este parágrafo es de una belleza aterradora, la exposición del nuevo dogma de la Contaminada Concepción. Si en los anteriores experimentos el intento de mutar el cuerpo provoca desórdenes mentales, aquí el intento de cambiar la mente causa somatizaciones monstruosas, es “la monstruosa progenie” de Frankenstein que saludaba Mary Shelley. La escena en que la madre lame con ternura al recién salido de la placenta tiene un equivalente icónico en la caricia con la lengua del hijo alien al rostro de su madre, la teniente Ripley, en la memorable película de Ridley Scott. 211


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4. Identidades borrosas. David Lynch propone ver Carreteras perdidas desde la perspectiva de la “fuga psi-

cogénica”. Puede enfocarse como un trastorno psiquiátrico de conducta disociativa ante la negativa a asumir un hecho ocurrido en la vida. Pero no es exactamente así: se trata más bien de algo cotidiano situado en el límite entre lo normal y lo anormal. Una pista la da Lynch cuando menciona como una de las inspiraciones de la película el caso de O.J. Simpson, al que cree culpable de los asesinatos de su ex-esposa y de su amante, y que lleva, sin embargo, una vida aparentemente normal. El resultado son unas identidades en el límite, lúcidas, pero borrosas. El modo como lo presenta Lynch es, dentro de la estructura de thriller, haciendo cortes, agujeros narrativos, producidos por las figuras mediadoras del límite como es el Hombre misterioso: está en su casa, pero no viene si no es llamado. David Lynch ha explorado ya en Blue Velvet la modernidad del romanticismo negro. Es Bob en Twin Peaks, como metáfora del mal que anida en la naturaleza, los bosques, el corazón humano, y que está esperando una invitación para emerger. El actor Robert Loggia acierta cuando propone ver la película como una pintura cubista: un ejercicio de total lucidez, de examinar todas las caras del asunto, que acaba 212


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en trastorno del sinsentido. Es el caso de la pintura de Duchamp Joven triste en un tren. Identidad borrosa entre capas de yo. Es también la figura última de Fred en Carretera perdida acelerando al máximo en la persecución, y en esa misma aceleración mutando su rostro. Como en el cuadro de Duchamp una

identidad hecha de diversas metamorfosis. Identidades borrosas, pensamiento borroso, imágenes borrosas, como en los cuadros de Bacon. La identidad es aquí una disociación de perspectivas, las del director, de los espectadores, una disociación, no una suma hermenéutica, puesto que no se compone algo, una unidad, sino que tiene lugar otra

mutación. Cuando mira Fred la cara de su mujer aparece otro ¿el Hombre misterioso?. Contraste con los primerísimos planos de rostro o una parte del mismo, de las miradas que se cruzan, deberían ser elementos de identificación pero juegan a simulacros. Y ahí tiene un papel decisivo la memoria. Lo que dice Fred a la policía 213


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podía ser la postura de Lynch: “Me gusta recordar las cosas a mi manera, no necesariamente como hayan pasado”. El humor, la ironía llevan a un manierismo de lo siniestro de baja intensidad. La fórmula de la modernidad melancólica en que una personalidad se metamorfosea en otra, rubia en morena y viceversa, ya ha tenido lugar en la introducción del romanticismo negro en el luminoso en Blue velvet. Ahora, en Carretera perdida, las escenas finales comienzan con el picado de la persecución en el desierto, en la huida lineal, pero las últimas, en las que se produce la metamorfosis del rostro, en una última huida, ya no se ve el coche sino el límite entre el espacio iluminado por los faros de la raya mediana de la carretera y la sombra de una carretera que avanza-retrocede. En ese largo plano secuencia el encuadre se sitúa en el límite móvil de la fascinación del abismo. Es, efectivamente, el viaje a ninguna parte en una carretera perdida yendo milimétricamente por el intermedio. Hay que destacar la importancia de los lugares de paso convertidos en túneles hacia otra parte, lo mismo sucede con los espejos, el que se mira no se (re)conoce. Así el largo fundido en negro cuando Fred sale de la oscuridad de las paredes. No se trata de algo que lleva a alguna parte sino donde tiene lugar la metamorfosis. Es Kafka con Cronenberg: y vinieron de dentro…. No hay un análisis social, pero el grito es decisivo en la metamorfosis final de Fred, es la fuga permanente. Siempre un testigo omnisciente: aquí el Hombre misterioso que entreabre la cortina y observa la marcha de Fred con el cuerpo de Eddie en el maletero en el Lost Highway Hotel, el enano de otras películas…Son los elementos de ese particular “naufragio con espectador” que son las películas de Lynch. El Hombre misterioso está filmando las dobles vidas, está en su casa, pero porque ha sido invitado. Su imagen maquillada es inquietante, pero se muestra amistoso y le ayuda a Fred en otros momentos. Las cintas de video, algo inicialmente vacío, pero que se va llenando de acontecimientos, son de un tiempo que se ha plegado en espacio. En Mulholland drive se acentúan los rasgos anteriores. Especialmente las interferencias: como la bombilla parpadeante debajo de la calavera de vacuno cuando Adam, el director, llega para entrevistarse con el cowboy; están los pasillos, que en realidad no se pasan, sino que van delante como en la carretera perdida. Dan la sensación 214


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de que no se atraviesan, no son de paso, sino de ser, son pasillos de metamorfosis. Todo en el cine de Lynch está lleno de pequeños detalles, ceniceros, cafeteras, ventiladores…. Al fijarse en ellos la cámara actúan como cortes en la acción de los personajes, pidiendo al espectador que no (se) identifique, que se deje llevar: no que entienda sino que perciba, pues el límite de la conciencia no es el de la percepción. No se trata de que busque sentido sino de que vagabundee, da igual dónde. La tensión dramática se acerca a lo grotesco cuando contemplamos al mejor escupido de un spresso en la historia del cine a cargo de un inquietante Angelo Badalamenti, compositor habitual en las películas de Lynch. Rita toma su nombre de otra actriz cuyo póster aparece en la película y que en un diálogo memorable afirma “Si fuera un rancho, me llamarían Tierra de Nadie” (Gilda, Charles Vidor, 1946). Ése es el espacio de las identidades borrosas. No es el vacío como negación o la nada como no ser, sino, al igual que las esculturas lurra de Chillida, de incisiones en la materia, en la narración, haciendo que ahí se pierda el ojo y el oído. Es la técnica del saber perderse. Aquí el vacío es la melancolía de la materia. Ya no se trata de la contraposición entre imagen e historia, como hemos visto, ahora son interferencias en las historias que se van perdiendo y recuperando al paso de la película. Se trata de percibir, más que de imaginar, de hecho estamos ante una concepción estética de la historia: pocos hechos y mucha imaginación. Se trata de que la imaginación del espectador rellene las lagunas de la historia o de que simplemente perciba. Las palabras finales del texto de Sontag sobre la interpretación encuentran su aplicación no sólo en los filmes de los años sesenta sino especialmente en Lynch. Desde esta perspectiva puede intentarse otro (más) acercamiento a la película. Lynch ha tomado de Persona (1966) de Bergmann la inspiración de algunas imágenes y olvidado los diálogos. Así las imágenes – túnel de la caja vacía que abre 215


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Rita-Camila en Mulholland drive y el cazo de agua hirviendo que empuña la enfermera Alma en Persona. A partir de ahí se produce una de las metamorfosis de los personajes. Las imágenes oníricas y distorsionadoras del comienzo son claves en Persona, aunque conviertan en enigmática una película más oída que vista en su tiempo. Efectivamente, se trata de un desollar la personalidad, dejarla en carne viva. Pero sin sentido trascendental pues la persona es una “máscara” intercambiable, como la actriz que asume varios personajes. En Persona se insiste icónicamente sobre ello al introducir, en el momento en que Alma toma el autobús, la imagen de la filmación de la película misma. En Mulholland drive encuentra la correspondencia en el uso del playback, la preparación de la película dentro de ella, la insistencia en que todo está grabado. Uno de los momentos culminantes es la perfomance de Rebekah Del Rio con la canción de Orbisson, Crying, Llorando, cantada en español. Tanto Elisabeth como 216


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Rita se emocionan escuchándola, en el rostro de Rebekah se destaca irónicamente una lágrima negra pegada a las comisuras de su ojo derecho, en el contexto de un maquillaje corrido. El climax se rompe cuando la supuestamente ebria Rebekah se cae y es sacada del escenario mientras la canción sigue sonando. Y lo mismo sucede cuando suena el “Sixteen Reasons” cantada por Connie Stevens y muy bien escenificada por Lisa Lackey. Lo que parece una actuación en directo de plano medio se convierte por el travelling de la cámara en un plano general en que se aprecia un escenario, allí se cruzan las miradas inolvidables de la aspirante a actriz Elisabeth y el director Adam, para dar paso al cambalache de elección de protagonista a que se ve obligado por la mafia. Lo que define estas películas es el engarce de miradas que hacen de túneles a la mutación imprevisible, porque se trata de una máscara más. La película de Lynch en imágenes es la constatación de lo que plantea Bergmann en Persona: la disputa entre ser y parecer ser referida a la persona no tiene sentido pues se trata de máscaras, de actuaciones. Nadie sabe quién es, pero es que tampoco hay un quién al que saber. Todos son rostros compuestos, en mutación con ocasionales metamorfosis como cuando brevemente se compone la imagen del rostro jánico de Alma-Elisabeth. Es un paso de las identidades simples a las compuestas. Las identidades borrosas son el efecto de las personalidades múltiples. De ahí la importancia del juego icónico de los espejos para poder (re)conocerlas. 217


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No se trata tanto de fórmulas de posesión sino al estilo kafkiano de mutación sólo exterior de lo que está dentro, es la confirmación de lo que Max Ernst afirmara cuando dice que la esencia de lo real es lo surreal. Pero también tienen la influencia del grito, por las imágenes de los que se queman a lo bonzo en Persona con motivo de la guerra del Vietnam. Y especialmente por la foto del niño judío en el ghetto de Varsovia. La cámara hurga en la foto, como en Blow up, pero al final se tropieza con el límite de lo borroso, de lo que al ser enfocado hasta el límite ya no puede ser percibido más. Aunque el problema de la definición de las imágenes no es tal para Lynch. Y así dice: “cuando tienes una imagen con la definición más pobre, hay más espacio para soñar”. Definición pobre, pantalla televisiva en zumbido…son los pasajes a la tercera gran película de Lynch en las identidades borrosas: Inland Empire. Es la respuesta a las dudas de Wenders y a lo que éste pedía en En el curso del tiempo: contar una imagen y luego otra, otra…Es percepción pura, de ahí que la reacción sea la misma que ante los cuadros de las vanguardias: no se entienden. Es el cine dentro del cine, un remake de otra película no acabada, el momento clave se produce cuando el personaje de Laura Dern se dirige a Justin Theroux con una frase que ya no sabe si es de la película o de la vida real. Si Wenders plantea hegelianamente el fin del cine porque éste ya no es lo que era, la verdadera historia, la verdadera vida, aquí se 218


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sale del atolladero trascendental filmando el cine como vida y viceversa. No hay diferencia entre apariencia y vida, entre ilusión y vida.

Lo que queda son las miradas, prácticamente el personaje de Laura Dern está compuesto de ellas. Son los encuadres de medio rostro, sin contexto, sin cuerpo, más que enfocar a la cámara lo que mira es el acto de mirar mismo, es la vida en la mirada. En este sentido hay un código icónico de película a película. En varias se repite la frase, “cada acción tiene sus consecuencias”, pero no quiere decir que sean intencionales: se abren puertas que no se sabe qué abren, pasillos que no conducen a ninguna parte. Es el principio de la causalidad como regla de la casualidad. En ese sentido Inland Empire es una película cristalina: te piden que des un paseo y vayas mirando. Pero ya no son películas para ver en cine de sala oscura. Están llenas de imágenes poéticas autónomas, fragmentos de lo cotidiano: tazas de café, lámparas, ceniceros… Se busca el raccord por parte del espectador pero no siempre lo hay. Tampoco tiene por qué haberlo.

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5. Vida en la pantalla. En el cine se ven pasar con frecuencia iconos rotos: estatuas, actores, directores. En las películas de Angelopoulos enormes barcazas llevan los restos de estatuas de los dictadores, como Lenin en La mirada de Ulises, exhiben moldes de los bandidos que recrean el mito como en Alejandro Magno. Fragmentos de manos gigantescas son izadas por encima del mar en Paisaje en la niebla. Índices acusadores, admonitorios todavía, si bien quebrados. Hemos visto también al hacía años director roto Nick Ray en sus momentos terminales, ha aparecido Lang en la película El desprecio de Godard, llevando con dignidad las humillaciones de la nueva industria del cine. Pero también merecería la pena seguir la pista de los actores. Así, por ejemplo, las metamorfosis de Léaud-Doinel. Pero sobre todo, el Mastroianni de La Noche que confiesa como escritor a Jeanne Moureau lo que constituye también la maldición de los directores de la modernidad melancólica: “antes tenía ideas, ahora sólo tengo memoria”. En El paso suspendido de la cigüeña Mastroianni es y no es el político que abandona todo para llevar una vida auténtica en el anonimato. Jeanne Moureau le mira y comprende, “no es él”, dice. Pero ella misma sonríe desaprobadoramente en Más allá de las nubes, ante un Mastroianni que ha renunciado a intentar una obra propia y se contenta con imitar a Cézanne. 220


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Frescura de ideas y parálisis. Retorno a la mirada de la infancia y director en crisis. El esquema lo hemos visto ya repetido. No desmerece de El almuerzo desnudo de Cronenberg, algunos fotogramas anteceden a los de su admirado David Lynch. Es duro ver el antes y oír el después. El paso del tiempo, los premios y la versión remasterizada de Arrebato (Iván Zulueta,1979) han propiciado diversos niveles de recepción de la película. Limpiadas “las puertas de la percepción” de la gazmoñería de la época (más de izquierdas que de derechas), todo queda reducido a la odisea ejemplar de unos “niños bien”, a un “camino de perfección” en el que se pasa de la ascesis del cuerpo maltratado a la mística de la trascendencia inducida por las drogas que culmina en la disolución del Yo abducido por la IMAGEN. Esta podría ser la versión Cronenberg desde Burroughs y llegando a Lynch. Pero él estaba ya antes y al mismo tiempo, lo ha absorbido todo como una esponja.

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Desde esta perspectiva cabría adscribirla a una variante ibérica del “existencialismo místico underground”. Queda resumido en una frase emblemática de Will More (personas y personajes son aquí lo mismo): “estabas en plena fuga, éxtasis, colgado en plena pausa, arrebatado”. El existencialismo es la transformación que comienza con la pausa definitiva de la existencia cotidiana, continúa en el sobrecogimiento de una situación límite (angustia, náusea, arrebato), en la que tiene lugar una experiencia casi mística (aquí de bajos recursos) de desfondamiento del Yo inauténtico en la que emerge de esos fondos abisales la experiencia del auténtico Yo con tintes expresionistas. Se trata, en definitiva, de un éxtasis del Yo, de salida, abandono y recuperación, todo ello en un local abulense de los bajos fondos de Nueva York. El arrebato es una situación límite, un temple de ánimo, un estado de suspensión de sí mismo que tiene lugar en la pausa existencial previa a la conversión en imagen. Su narración es la historia de una metamorfosis: la de la voz en susurro, la del cuerpo en imagen. El proceso, incontenible, desencadenado por la sobredosis de imágenes, se muestra en la mancha roja (icono de tantas películas) que avanza vaciando el cuerpo en la imagen, rezumando en la pequeña gota que se escapa de la vena. La cámara dispara cadenciosamente (sobra el ametrallamiento final), mutando el ojo mecánico en colmillo: se va acercando y al fondo aparece un inquietante agujerito rojo, pequeña lámpara animada por la identidad que succiona. Es el único acto verdaderamente pornográfico, el del sexo con las máquinas, que dará a luz la imagen. Respecto a lo otro, no hay que engañarse. Como enseña también Ballard, los excesos son el índice de las carencias, la abundancia de sexo revela la ausencia de amor, reducido a erotismo primario, que se corta al pretender otra cosa. La auténtica pasión es la del cine, la de las imágenes, por ellas, no por lo que representan ni significan. De este modo, LA IMAGEN acaba siendo una identidad terminal, la plenitud del vaciamiento. ¿Acaso no somos imágenes de Dios? ¿No es la auténtica vida una vida en la imagen?. Sublime enseñanza. La película se ha revisitado como un homenaje, una declaración de amor a los juguetes rotos de una generación, a una generación de juguetes rotos, muchos de los cuales se quedaron por el camino, experimentando en propia carne el advenimiento de la nueva carne, de la carne de la imagen. Fueron lúcidos y generosos, no hicieron daño 222


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a nadie, si acaso a sí mismos. Una de las confesiones más dramáticas es la de Iván Zulueta cuando reconoce años más tarde: “he tenido que llegar a mi edad para darme cuenta de que no estoy preparado para nada”. Son imágenes de la indefensión de los que están en vacaciones permanentes de ser Todo lo mencionado es cierto, son diversas posibilidades de recepción, pero supongamos que Pedro (Will More) (nos) vuelve a enviar ese paquete con la anteúltima cinta, teniendo que pasar a recoger la definitiva personalmente, de manos de la cámara. Las gotas de lacre van cayendo en Correos como gotas de sangre sobre la cuerda que ata el paquete. Es una imagen límite, solemne, de últimas voluntades, confiada a un soporte nuevo, el celuloide. Los flashbacks propician una historia que da lugar a las anteriores recepciones, pero que ahora impiden “ver” las últimas imágenes que, en realidad, preceden a todas las demás. El tema de la droga como elemento hermenéutico pasa a segundo plano. En las entrevistas recogidas en el documental Ivan Z, tanto el 223


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personaje de José como director (Eusebio Poncela), como el de Pedro (Will More), se declaran el “alter ego” de Iván Zulueta. Y los dos tienen razón, acaban siendo “inseparables”, como en la memorable película de Cronenberg. El director en crisis tiene nostalgia de lo que anhela el niño grande. En alemán hay una palabra que reúne nostalgia y anhelo, crepúsculo y aurora rojizos: “Sehnsucht”. Es la indefinición cromática y sentimental que da la clave de películas como Nostalgia de Tarkovski, es la sobreimpresión metafórica de lo luminoso y lo oscuro que llevará inevitablemente en su plenitud a la disolución del yo, a la desaparición de los dualismos, al sacrificio de la identidad. Pedro, en su voluntad de no crecer, toma la iniciativa de recrear aquellos éxtasis y arrebatos experimentados con las colecciones de cromos como Las minas del rey Salomón, en las imágenes del cine, de “el cine como alucine” que resume muy bien su prima Marta. De ahí que le sea imposible aguantar el visionado de las caóticas imágenes rodadas por él en super8. No sabe montar. Pedro e Iván son como una esponja de imágenes que van inspirando y exhalan, respiran imágenes. No se trata únicamente de hacer cine sino de ver cine, de ser cine, de la vida en la pantalla. Iván anota que el cine era su manera de relacionarse con la gente. Más aún: “como un travelling lateral no hay nada”. La película debe verse, no de manera secuencial, sino desde el principio que es el final, en una suerte de La jetée, de tomas y disparos de cámara. Se trata de ir hasta el límite, pero para esperar (de ahí la importancia de las escenas finales en la cama) el salto o como dice Pedro “esperar el éxtasis, la pausa, el arrebato definitivo”. Aquí la palabra “pausa” es la clave ya que significa las otras: (en) ella (se) da el éxtasis, el arrebato. Términos místicos secularizados, frecuentes en las “iluminaciones profanas” de la modernidad estética. Son los intervalos, el vacío, que hemos ido viendo y donde se 224


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encuentra la clave de todo, más allá de la narración, el sentido y el movimiento. La infancia vieja de Pedro es la que llega primero a ese éxtasis y arrebato, invitando luego a José, a pesar de que él y Ana “ya no estáis para pausas y arrebatos”. Antes le ha pedido Pedro a José que le enseñe la parte técnica: “¿tú sabes qué hacer con la pausa?”. Y éste le contesta que no, que no sabe lo que es eso. Lo descubrirá cuando tenga lugar la metamorfosis.

José se ha puesto el abrigo de Pedro. Ya se viste como él, tiene frío como él en medio del calor. Recoge la última película, ésa que le había enviado al comienzo de la película. Todo el resto no ha sido una narración, sino una pausa narrativa, una elipsis espacio temporal. Cuando la proyecta se da cuenta de que hay un momento en que las imágenes que aparecen en la pantalla no son las enviadas por la máquina, son ya autónomas: lo producido ya no es reproducido, la imagen en la pantalla es de la pantalla no de la máquina. Es vida en la pantalla. En ella Pedro le mira y le invita a dar el salto 225


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preparándose para él en la espera, en la cama. Le invita a retornar a la infancia, a la imagen. Las imágenes tienen lugar ahora en tiempo real. Y así José ve cómo su rostro se sobreimpresiona en una metamorfosis con el de Pedro, dando como resultado…. ¿el de Iván?.

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6. Identidades neohumanas. “Antes de toda tristeza, antes de toda pena o de toda falta claramente definible, hay otra cosa, que se podría llamar el terror puro del espacio” (Daniel 1 en La posibilidad de una isla). Imágenes de dos seres del futuro casi perfectos, un androide y un neohumano. Ambos son existencias terminales. Algo tienen en común: la nostalgia de lo humano. Son identidades borrosas. En la película La posibilidad de una isla Houellebecq no ha hecho una adaptación de su novela homónima, sino otra cosa, por lo que no ha lugar a la comparación y a la posible decepción. De la novela y su contextualización tecnorromantica me ocupé en Magnífica miseria. Aquí no hay los diálogos brillantes y cáusticos, la provocación e irreverencia del cómico Daniel1 al borde de la pornografía, al que encima llaman “humanista”. Pero queda el estilo desmitificador de Houllebecq, la ironía descarnada aunque tierna, en la presentación de golpe de la secta en la nave de un polígono industrial, con un público escaso y variopinto, entre el que se cuenta él mismo, riéndose de lo que oye, hablando por el móvil, fumando, bebiendo. Ello hace 227


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que entre en el ámbito estético de lo sublime cotidiano la presentación del líder de la secta encarnado por el mítico Patrick Bauchau, actor que hace de director atribulado por el futuro de la imagen en varias películas de Wenders, y que personifica sus dudas y angustias como director de cine, desde El estado de las cosas hasta Lisbon story. En la película está revestido de una dignidad de la que carece en la novela, incluso cuando le hacen quedar en paños menores cambiándose dentro de la camioneta. Un pobre diablo que se cree honestamente lo que dice entre la fidelidad perruna del asistente técnico y el escepticismo desdeñoso del hijo. Si en las otras películas Bauchau se preguntaba por el destino de las imágenes, por la imagen pura, no mediada por ser humano, aquí se preocupa por el destino de las imágenes humanas de lo divino disponiendo una segunda creación, esta vez tecnológica, uniendo en los neohumanos transhumanismo y posthumanismo. Como en Blade Runner se trata de utopías biológicas en un futuro distópico. La película es un documento de la modernidad melancólica por cuanto empieza con una formulación fuerte, expuesta irónicamente, de un heredero de la modernidad tópica: el transhumanismo. Efectivamente, al comienzo se afirma que lo que las religiones prometen pero no cumplen, ahora está en condiciones de hacerlo la ciencia convertida a su vez en una nueva religión, a saber la inmortalidad. Desde 38,13 hasta 40,16 se reproduce el discurso de finales del siglo XX sobre la posibilidad de descargar el cerebro y la identidad en el ordenador, y de ahí a un nuevo cuerpo humano. La ciencia ha eliminado en los neohumanos los dos elementos clave de la existencia humana que diagnosticara el romanticismo negro: el sufrimiento y el aburrimiento. Pero no la soledad. Se trata de la soledad de las imágenes. Los neohumanos representan el sueño humano de una segunda creación humana de seres a su imagen y semejanza, pero sin sus limitaciones, el cumplimiento de la promesa del “seréis como dioses”. Pero remediada la torpeza técnica inicial parece perseguirles la maldición de Frankenstein, el moderno Prometeo. Y esa maldición ahora como entonces es la de la soledad. El monstruo, la cosa, es capaz de transigir con todo, si se le da una compañera. Necesita amar y ser amado. Ahora, resuelto el problema técnico, queda en pie el problema humano en los posthumanos, la soledad. Las imágenes de la última parte de la película consistente en planos generales y picados de los dos personajes neohumanos, él y ella, que 228


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acentúan esa sensación de soledad espacial, de extrañeza de los objetos contaminados por la acción humana. Los objetos, maltratados, dejan solos a los seres humanos. Es la terrible soledad del espacio sin lugar.

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Porque no se trata de una película de tiempos, aunque esté llena de forward y flashsbacks sino de espacios. A falta de sentimientos, de no saber lo que es el amor, los neohumanos tienen curiosidad, la forma más primaria de sensibilidad animal, y eso es lo que les decide a algunos a salir de su monótona y amniótica existencia. El recorrido hacia el mar, fuente de la vida, tiene lugar a través de lugares contaminados y desérticos pudiéndose entablar verdaderos diálogos icónicos con las primeras imágenes de Herzog apuntadas en este libro. El recorrido por estos lugares de la desolación es de una rara belleza, la de la contaminación, de las minas de Rio Tinto en Huelva, de los desiertos volcánicos de Lanzarote. Riachuelos de aguas turbias, pero de bellos colores, restos de obras, fábricas como en Stalker, imágenes magmáticas como en Solaris, nuevamente la Zona, en la que los efectos de la tecnología desatada se presentan como catástrofe geológica postapocalíptica. En la novela todos estos espacios están llenos de peligros, aquí se nos ahorran y sólo se muestran las imágenes. En la película prevalece, como viene ocurriendo en las imágenes poéticas, su carácter documental mezclado con la ficción En este sentido es significativo el contraste entre las imágenes que sugiere la novela y las que se presentan en la película. El espacio original del neohumano y de la secta es aquí el de las cavernas y los silos subterráneos. No es casual. Se junta la tesis del origen ctónico de la ciencia, mágico, con el de la nueva mística que sustituye la religión. Es la mística de las nuevas tecnologías, en este caso de las biotecnologías. Los neohumanos sólo necesitan agua y luz para vivir, se nos dice, pero la cueva de Daniel 25 va a dar a un cráter producto de explotación minera con su cono lleno de agua contaminada. Daniel 25 es un ser melancólico. Tiene en común con su antepasado Daniel 1 un sentimiento que se percibe enseguida: la indiferencia. El primero no sabe qué hacer con su vida, el segundo la tiene hecha. Reuniendo imágenes de películas mostradas en este libro se puede aventurar que Wilhelm, personalidad múltiple de una de las metáforas más potentes de la modernidad melancólica, acaba en una secta. Su papel de andar errante lo asume ahora Daniel 1 muy distinto del cómico de la novela: no sabe qué hacer con su vida, pero la evolución icónica del personaje hace que no esté exento de sentido común: le dice a su padre que ahora que tiene éxito ya no necesita a los Elohim, los extraterrestres benefactores de los seres humanos. Pero su padre le contesta que 230


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cree en ellos. La vestidura del neohumano es una metáfora perfecta de su ser intermedio, nos revela que es un ser fuera del espacio y del tiempo, es la impropia del caminante en un mar de nubes (de desolación) de Friedrich. Las palabras citadas al comienzo de este parágrafo pertenecen al Daniel1 de la novela antes de suicidarse. Todavía le quedaba tiempo, pero no espacio, ya no hay espacio, sino el espacio, independiente, el vacío y no tiene nada de sublime porque no hay lugar a reacción y menos todavía a superación, sólo el miedo aniquilador en estado puro. Toda la posible mística del vacío, del “entre”, de los intermedios, de la nada, queda conjurada cuando recibe su nombre humano de soledad. El sujeto está vaciado de sentimientos, de estados, de mundo, de cuerpo, de sí mismo. Al final Daniel 1 y su clon Daniel 25 tienen algo en común, la indiferencia. Es la antesala del terror. El Daniel 1 es la fase terminal en clave expresionista de la necesidad y de la imposibilidad de amar. La película y la novela son diferentes pero tienen en común esa necesidad e imposibilidad de amar que significa la repetición del ciclo en Daniel 1 y en Daniel 25, lo que empuja a este último a salir de la cueva para averiguar lo que es el amor. La modernidad melancólica es el producto del cruce del romanticismo luminoso y oscuro, con sus mismos temas de amor y muerte, conjurados irónicamente. Tras la fase de la nostalgia 231


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de las miradas inocentes, de los movimientos en falso, de la apatía, de la autoficción, de la autogénesis cervantina, de la neutralización por las fuerzas contrapuestas se adivina la aparición de ese terror del espacio entre-visto en los vacíos, intermedios, intersticios, de la soledad. Daniel 25 es un fracaso como neohumano, no habrá Futuros, pero porque es humano, demasiado humano. El Futuro es el Origen, el andrógino de Platón, que busca en la novela y en la película Houllebecq. Lo que busca el neohumano en el amor es el andrógino de Platón, desde la experiencia melancólica de lo que nunca se tuvo, de la unidad perdida: “Je est un autre” (Rimbaud). La posibilidad de una isla se confunde con la posibilidad de una imagen. La de un mar que reverbera en un libro de imágenes dejado en la arena, una imagen bioestética.

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