Alguna gente... Dardo Gรณmez
Barcelona, julio de 2017
Esta es la obra original del maestro Antonio Berni (1905-1981) que, distorsionada como mi memoria, ilustra la portada. La llamó “Chacareros” y la pintó en 1936. Un año antes que yo naciera.
Dardo Gómez
Alguna gente... A mis niet@s: “Tu destino está en los demás tu futuro es tu propia vida tu dignidad es la de todos. Otros esperan que resistas que les ayude tu alegría tu canción entre sus canciones.”
Barcelona, julio de 2017
Alguna gente... Nací en la Argentina, un país bastante más largo que ancho y con forma de embudo; aclaro que la boca de ese embudo se halla en un norte cálido y se va afinando hacia el frío de la Antártida. Una noche de 1973 escuché decir a Jorge Luís Borges que no era fácil explicar cuándo había comenzado la literatura de los argentinos, ya que en la mañana de un día de hace algo más de dos siglos, dijo, éramos españoles y por la tarde ya fuimos argentinos. Quizá no lo haya dicho exactamente así, su voz era tan balbuceante como su mirada, y yo estaba en la última fila del auditorio. Pero lo dijo y creo que eso se puede trasladar a la casi totalidad de nuestros orígenes. Aunque muchos argentinos no lo saben, en este espacio tan amplio del Cono Sur que, desde 1860, se llama República Argentina nunca hubo mucha gente. Hoy día, algo más de cuarenta millones de personas lo ocupan de forma arbitraria, y la mayoría, empujados por la economía dictada desde otras latitudes, tienden a apiñarse en la margen occidental del Río de la Plata. Para ser más precisos, se vienen apiñando desde hace años dentro y alrededor de una ciudad mágica para los autóctonos que se llama Buenos Aires y que habitan, según dicen, cerca de tres millones de personas. Aunque en el “gran Buenos Aires” dicen pasar de once. Cuando yo nací allí, hace casi ochenta años, éramos algunos millones menos. Ya entonces, los no bonaerenses habitaban, con desigual empeño y antojo, en ciudades situadas por encima de la
cintura del embudo como Rosario, Córdoba, Mendoza o Tucumán que, en mi infancia, sonaban a cosas lejanas; eran las provincias. Aún hoy, provincias como Jujuy o Formosa, siguen teniendo para mi cierto exotismo, aunque las haya visitado. Agrego que lo exótico no me fascina. Otras gentes argentinas se desperdigan en ciudades pueblos, pueblitos y soledades; todas ellos insuficientes para disimular la inmensidad. Alrededor de un millón más, dicen, estamos en otros lugares que no son la Argentina; se nos encuentra desperdigados, lejanos y nostálgicos de la carne vacuna más sabrosa del mundo. No se si este último dato es contrastable, pero es absolutamente cierto, y quizá sea el único orgullo nacional rioplatense sostenible tras la mundialización del fútbol. Éramos pocos… Decía que esta tierra nunca estuvo muy poblada. La Patagonia fue casi virgen durante siglos; hasta que los araucanos del actual Chile la ocuparon para evitar que los colonizadores españoles se ocuparan de ellos. Así fue como el mapuche se convitió en uno de los idiomas de los argentinos, junto a otros como el guaraní o el aymara. No se porqué no lo reconocen. Allí vivieron los araucanos a su disfrute o con sobresaltos menores hasta la segunda mitad del siglo XIX, en que los abandonó la suerte y los alcanzaron los argentinos. Por lo menos, aquellos que participaron de la llamada II Expedición al Desierto dirigida por un general de pétreo apellido,
corazón y mente: Julio Argentino Roca. Otra hazaña macabra del mismo nombre y sentido había sido perpetrada unos cincuenta años antes, pero es esta segunda la que cada año recuerdan sin horror los descendientes de esos expedicionarios a un “desierto” habitado por personas. Sin duda, gente esforzada aquellos expedicionarios, que no poblaron ese “desierto”, pero ejecutaron durante seis años una matanza que permitió minimizar la existencia de sus primitivos pobladores y poder ceder esa fría e inabarcable llanura a latifundistas productores de lana. Aunque también es cierto que en la frontera norte de esta Patagonia se afincaron unos ponderados hortelanos galeses que huían del yugo británico y algunas otras pequeñas migraciones europeas que se apretaron frente al Atlántico. Por la misma época, aunque unos diez años antes, hicimos una guerra por encargo europeo que nos ocupó unos cinco años; fue lo que tardamos, junto con dos países aliados y tan obedientes como nosotros, en exterminar a la población masculina del Paraguay. Los guaraníes incubaban la peligrosa idea de impulsar una “Unión Americana”*, y los líderes de Buenos Aires protegían los intereses de la Europa importadora. Una masacre de las buenas... En los finales del siglo XIX y principios del siguiente, hubo por toda la geografía argentina mucha crueldad, siempre ejercida sobre obreros casi esclavos. Durante años la avaricia de industriales y latifundistas fue amparada por las balas de un ejército de rancia tradición fusiladora. Una tradición que perduró en estos uniformados a todo lo largo del siglo XX y que alcanzó su plenitud a finales de los setenta del mismo; no hay que ocultar
que esa violencia continuada fue jaleada y aplaudida por muchos argentinos durante todo ese siglo. Dicen que en los últimos años, estos que van del XXI, algunos argentinos nuevos se han decidido a buscar alguna esperanza para su futuro en el sur patagónico. En toda forma, en esa llanura de puro viento que en la prehistoria dicen que fue el lecho de un océano, sigue viviendo poca gente. Los sobrevenidos En toda la primera parte del siglo pasado y aún antes fueron llegando, a oleadas intermitentes y desde Europa, gentes empujadas por el hambre, la guerra y la injusticia. Unos querían labrarse un destino sin la promesa de la miseria; otros ya habían luchado contra esa injusticia y para ellos este exilio era su esperanza. Aunque se cuenten otras cosas, la esperanza de las tierras del Plata fue mezquina; por más que la primera colonia agrícola fundada por unos recordados judíos en la provincia de Santa Fe, llevara ese nombre: Esperanza*. No todos los previstos colonos se largaron a crear lo que llegaría a llamarse “granero del mundo”; muchos se quedaron junto al puerto al que llegaron. Las gentes llegaban tan perjudicadas de ultramar que, tras descubir el fraude de las promesas que habían pagado con sus bienes dejados en Europa, desistían de seguir más allá. Otros paisanos, que ya habían probado el sabor amargo de esa frustración, les contaron que tierra adentro les esperaba desolación, prepotencia y explotación. Algunos se lanzaron a esa aventura, pero la mayoría renunció a ella; hubo casos, en que ni siquiera existía el trozo de la tierra
prometida sobre la cual pensaban sudar. También pudiera ser que otros se quedaran junto al río con la latente esperanza de estar cerca del barco que podía regresarlos a Europa. La nostalgia es cosa seria. Lo cierto es que la mayoría de esa gente diversa se quedó, parió y murió junto a ese puerto; soñando hasta el final con volver al lejano terruño. Hubo varias oleadas migratorias, básicamente europeas, de intensidad y premuras diversas a todo lo largo de la primera mitad del siglo pasado. Pero la apoteosis fue la impulsada por la segunda posguerra mundial; incluyendo en este mismo empuje el del hambre, también de justicia, de la posguerra civil española. A esos que llegaron por el mar y a sus hijos nacidos junto al Río de la Plata se les fueron agregando, en los años del desarrollismo peronista, otros argentinos de singulares y diversos mestizajes, que venían de la tierra de adentro. Dije agregando, que no es lo mismo que sumando ni integrando. Eran gente de tez morena, oriundos del mestizaje autóctono; “negros”, “gronchos” o “cabecitas negras” les llamaron, según la época. A gran parte de los inmigrantes europeos ni el hambre ni el horror vividos los había curado de la xenofobia -tampoco a sus hijos-. Unos y otros inmigrados no se gustaron nunca y pocos se fundieron. A mi, en Buenos Aires, siempre me han dicho “el negro”, cosa que no suelen entender los españoles, ya que no tengo rasgos africanos, y explicárselos es un tema que ya me ha agotado.
destino se ha escrito alguna que otra cosa seria y se ha disparatado bastante. Quizá por esto último, abunda en la Argentina cierto orgullo por lo evidente: que somos un país de emigrados; lo cual, de manera artera, excluye a los nativos. Por darle algún lustre a esta circunstancia alguien acuñó, no sé quién, que “Argentina es un crisol de razas” (se creía que existían; las razas, digo) y se elevó ese hecho circunstancial a la categoría de virtud nacional por la simple fuerza machacona del lugar común. Esta es una condición que en un principio impresiona y que uno asume como singular; hasta que descubre que todos los continentes, países, naciones o estados fueron poblados, creados o modificados – por las buenas o a punta de espada– por personas llegados de alguna parte que les fueron cambiando los gustos y las caras. Esto es algo que cuesta admitir ya que todos creen haber estado allí desde siempre, cuando hablan de sus parientes pasados, y defienden las cosas más irrelevantes con el simple argumento que las han cultivado o practicado “toda la vida”. Lo que no condice con el eterno empeño humano por mudar de sitio, no importa si por gusto o por necesidad, y que hace de las razas uno de los mitos condenados a sobrevivir alimentado por la ignorancia o a desaparecer por fuerza de la información. Ya veremos. De ese referido y admirado crisol de razas dicen que han nacido el “carácter argentino” y la fisonomía de su “ser nacional”. Elementos que nadie ha sabido explicarme en qué consisten; pero que han servido de argumento para condenar a la marginación, a la prisión, al exilio o a la muerte; según proceda, a los que no comulgan o, simplemente, no hallan razón
Crisol de razas De las razones y efectos de estos agrupamientos de diverso origen e imprevisto
“Retrato espiritual de Dardo” o “El día en que comprendí que el aura del pobre Gómez era igualita a él” Así me vió un amigo pintor, Roberto Rosenfeld, cuando yo tenía en torno a 28 años, una tarde que estábamos aburridos en la redacción. Aún no se qué me quiso decir... Para los que creen en lo paranormal, el “aura” es un campo energético en el cual vive el cuerpo, partiendo del supuesto que somos espíritus encarnados y de la existencia del espíritu. Sería la combinación del cuerpo etéreo, emocional y físico. Dicen que nos rodea con forma de óvalo a todos los seres vivos y que es imperceptible a simple vista. Vaya, que no se puede ver y hay que creérselo. Un rollo...
para esa fe. Ambos disparates alimentan las razones que nos presuponen a los argentinos distintos, en esencia, de los uruguayos, paraguayos, bolivianos o chilenos. Pueblos vecinos que también tienen carácter propio y ser nacional, pero parece que defectuosos o, por lo menos, no de la misma calidad. Muchos de estos vecinos piensan de los
argentinos lo mismo que muchos argentinos piensan de ellos. Ese supuesto “crisol” alimentado por el “ser nacional” ha generado una amalgama xenófoba que desprecia, pero también puede perseguir y castigar, que esos otros nacionales digan y crean las mismas tonterias que nosotros, pero poniendo el acento en otro sitio. Es curioso que, a pesar de ello, los argen
tinos acostumbren reivindicar los valores de sus mayores foráneos, si son transoceánicos, para adjudicarse virtudes heredadas de ellos. Conocí a un periodista veterano que atribuía su presunta extraordinaria potencia sexual a que era hijo de turco y entrerriana. Desconozco si hay razones científicas que lo avalen. Tanto es cierto ese culto al antepasado extranjero que cuando los argentinos salen de su territorio suelen hacerlo con los ojos puestos en algún pueblo lejano donde les dijeron que habían nacido sus abuelos. Y créanlo, no descansan hasta encontrarlo; al pueblo, digo... En ese país del despropósito nací y allí he vivido la mitad, hasta ahora, de mi vida.
confiado, no hace mucho, la misión de levantar una valla física para que no les lleguen gentes del norte africano o de más abajo; gentes muy parecidas, por cierto, a gran número de españoles, portugueses e italianos. Esto, no se les debe decir… Entre mis vecinos íberos persiste la singularidad de seguir hablando de una invasión árabe que dicen que duró ocho siglos. Siempre me ha parecido que eso es mucho invadir y que en todo ese tiempo algunos de esos invasores habrá parado un ratito y habrá generado descendencia ibérica. Se me hace que estos últimos al ser paridos ya estarían perdiendo esa condición de invasor para convertirse en aborigen. Además, en ocho siglos hubo muchos noches y siestas para procrear aborígenes de aborígenes. Bueno, allá ellos... Sin embargo, la cosa de los nacimientos y la transmisión de nacionalidad tienen su miga para los europeos. Por ejemplo, en la Barcelona que habito son mayoría entre los extranjeros comunitarios los italianos, pero lo son solo en las estadísticas. Muchos de ellos son sudamericanos cuyos abuelos habían nacido en Italia y que han “recuperado” esa nacionalidad para esquivar la discriminación de inmigrantes establecidas por las normas europeas. Todo un disparate. Lo cierto es que la mayoría de los europeos con los que convivo no hablan sino algún dialecto del latín –como llegó a afirmar Ernesto Sábato–. Sin embargo, todos hacen devoción de sus escasas diferencias lingüísticas; esto me los hace todavía más parecidos y aunque me esfuerzo por ver cuáles son las diferencias entre ellos, solo las encuentro individuales.
Distintos de nadie Esta ponderación de las nacionalidades revela, para mí, la curiosa voluntad de muchos individuos de poner más empeño en tener una nacionalidad que en admirarse como seres humanos. Algo que, por orden necesario, es lo primero y lo único que somos sin discusión y sin necesidad de aditivos étnicos ni colorantes patrios. También es curiosa la necesidad de buscar, tal vez inventar, parecidos esenciales entre quienes hemos coincidido en nacer en el lugar de arraigo o de desembarco de nuestros mayores y poner el mismo empeño en tratar de hallar diferencias con los ajenos a esa casualidad. En la Europa que habito desde hace cuarenta años no es distinto. Estos aborígenes, a ratos se definen en su igualdad de europeos y otras veces declaman sus profundas diferencias nacionales con los nacidos a unos metros de su casa. A mis más próximos europeos les han
Apenas, un poquito Ya a finales de los cincuenta, Ludwig Marcuse decía que la conocida como psicología de los pueblos “solo es producto de errores y apasionamientos” y que ya no sabemos si es la ignorancia sobre los otros la que genero el odio al diferente “o fue el odio el que hizo que en el mundo se desconocieran unos a otros” y señalaba que los dogmas que la sustentaban son “el gran depósito de reservas para la propaganda de guerra”. Creo que es verdad. Aquí como allá, caracterizar a los pueblos por su lengua o por sus costumbres distintgas de las nuestras, así como definir a las personas por su color, su sexo o cualquier otra cosa que les hayan venido puestas en los genes o adquiridas por la teta me resulta inadmisible por mero pudor intelectual. Es sorprendente lo orgullosos que algunos se sienten por haber nacido allí donde la casualidad se los determinó y para lo cual es evidente que ellos no pusieron en juego ningún talento ni virtud de la cual podrían orgullecerse. Todos estos disparates, amparados a veces por los “sentimientos”, llevan al supuesto antojadizo de creer que uno puede llegar a saber qué o cómo es el otro por un dato tan irrelevante como su lugar de nacimiento. Recuerdo que en Buenos Aires los inmigrantes que se habían convertido en empresarios preferían contratar a sus connacionales, al margen de cualquier otra capacidad adquirida. En los anuncios por palabras, ponían: “se necesita peón, preferentemente español” o cualquier otra nacionalidad afín al empleador. Hasta que fue prohibida esta forma absurda de discriminación.
A un escritor italiano, que había vivido en Rumanía algunos años, le preguntaron cómo eran los rumanos. “No sé – contestó–, es que no los he conocido a todos...” Era inteligente; había entendido que a la gente sólo se la puede conocer una a una. Y, a veces, ni siquiera así. Somos uno y la memoria En la memoria sólo nos vamos quedando con algunas cosas de los individuos que estuvieron más cerca de nosotros en algún tramo de nuestra vida; pero, para nada con todo lo que ellos son o fueron. ¿Qué sabrá uno lo que pueden ser o haber sido en su integridad? Mas bien, creo que nos quedamos con momentos o gestos de algunas gentes, buscadas o encontradas, que nos han ido ayudando a construir nuestra memoria y, así, este archivo traidor y engañoso ha ido aprendiendo a cruzarlos y a reinventarlos. Por eso, se me hace que no hay que confundir memoria con información. Desde el principio, ante una misma persona no todos vemos lo mismo y he comprobado que es raro que dos individuos conozcamos exactamente a la misma persona. He tenido amigos entrañables que he acompañado hasta su muerte y que me han amado tanto como yo a ellos. Sin embargo, muchas otras personas que los han conocido al mismo tiempo que yo los consideraron sujetos insoportables y, quizá, tuvieran razón. Salvo las apariencias, está claro que no habíamos conocido a los mismos o a la misma parte de ellos. Según toca y sin saber por qué, unas veces incorporamos a algunos de estos humanos; en cambio, a otros los rechazamos, a veces ni reparamos en su exis
tencia e, incluso, somos capaces de olvidarlos luego de haberlos amado. También somos capaces de modificarlos en el recuerdo y hasta podemos llegar a hacerlos entrañables en la memoria cuando no lo habían sido antes; todo sin rigor de secuencia ni de temporalidad. Hay gentes que he llegado a amar y respetar cuando he tenido la suerte de recordarlas; de otras me he enterado que me habían amado o que yo había sido importante para ellos por referencias, cuando ya habían desaparecido. He llegado a reconocer partes importantes de ellos siendo ya memoria; en cambio no había sabido ver esas partes de su ser cuando los tuve a mi lado. Esos trozos de la vida de esos otros que me pereció conocer estoy medio seguro que pueden haber construido gran parte de mi propia existencia. Se me ocurre que contando cómo yo los veo hoy y cómo los recupero, puedo intentar responder a quién o cómo soy y también, quizá, por qué siento lo que pienso sobre el amor a mis congéneres. A lo mejor, resulta. Vaya uno a saber…
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Don Mercedes Me dijeron que llegaría por la noche, pero me había ido a dormir a eso de las doce sin que hubiera aparecido. Lo hizo por la mañana. Yo aún dormía arrullado por la lluvia blanda que había caído toda la noche cuando me sobresaltaron los ruidos que llegaban desde el fondo de la casa. Pegado a la pared del cuarto espié por la ventana y desde allí lo vi: el viejo estaba junto al galponcito. Era mucho más bajo de lo que yo lo había imaginado y también más viejo… Ya había desensillado su montura y le había colgado el morral; haría ya un rato que estaría dando vueltas por la casa y yo ni me había enterado. Con un pie sobre un banco y con lentitud precisa, el viejo se estaba quitando la segunda de las polainas: eran de lona blanca con angostas rayas azules verticales, y las ataba con unos cordeles al tobillo y por debajo la rodilla. Cuando terminó la tarea quedaron liberadas unas bombachas no muy amplias y antes negras, que se estaban quedando en gris verdoso. Los pies, anchos de ir descalzos, iban enfundados en unas alpargatas negras adornadas de barro seco; llevaba una camisa marrón de mangas largas con el cuello recortado; por encima, un chaleco de lana que los lavados habían hecho corto y que se ajustaba como una funda a un pecho ancho. Ajustaba su cintura un ancho cinturón de cuero marrón, algo cuarteado, con dos hebillas de metal plateado y bolsillos en los costados. La noche anterior Choi me lo había dibujado más o menos así, sólo que yo me lo
había imaginado más fuerte. Así que no dudé que ese fuera el viejo Mercedes, un nombre que nunca antes había asociado a un varón. –Buen día. Lo esperaba anoche... –Disculpe, si lo he despertado; pensé que no le molestaría, pero relinchó la yegua. –No es nada. Si ya me iba a levantar. Es que me dormí un poco tarde, esperándolo. Como me dijeron que llegaría anoche... –Ajá... –No es por nada, pero medio me preocupaba que le hubiera pasado algo. –Ajá... –Ya sabe como están las cosas... –Sí... Así nomás están. Se volvió para acomodarle mejor el morral a su yegua, recogió el bulto que había dejado, junto al sombrero negro, encima de la mesa del galponcito y se acercó a la casa. Sin mostrar la menor intención de darme explicación alguna por su tardanza me alargo una mano callosa, de apretar franco, y desapareció por la puerta de la cocina. Era recto como un palo; la pierna derecha un poco combada. Quizá recuerdo de una rotura mal curada. Lo seguí. –Le parece que tomemos mate, don Mercedes... –Vaya a lavarse nomás –casi me ordenó– que yo voy poniendo el agua. Las palabras le salían sin prisa y quedaban como suspendidas, pendientes de algún otro juicio que no llegaba; la voz sonaba extrañamente joven al provenir de esa colección de arrugas. Era la mañana de un otoño tardío que 11
amenazaba continuar con lluvia, a pesar del aire fresco que corría, hundí la cabeza y medio torso en la tina de zinc y me enjaboné con fuerza. Cuando me enjuagaba en el chorro de la bomba del pozo la sensación de frío ya había desaparecido. Me fregué el cuerpo con la toalla hasta dejar la piel roja y volví a la cocina con la camisa a medio poner. Sobre la mesa cubierta con un hule de cuadros verdes y blancos el viejo había colocado en una panera de plástico un par de galletas criollas* y un pan casero fresco; al costado, un plato con un trozo medio grande de queso. Todo lo debía haber traído él en su hatillo, porque la noche anterior yo no había hallado nada en la fiambrera. En el armario de la cocina sólo había dado con unas manzanas arrugaditas y tres latas de atún; me había comido una con la barra de pan que con previsión femenina Carmen, la mujer de Choi, me había metido en la mochila al despedirme. Él me había traído a la casa de don Mercedes la tarde anterior y se había marchado antes de anochecer. Alargando la cena solitaria le había bebido al viejo media
botella de un tinto peleón que, según la etiqueta, provenía de una ignota bodega El paisanito de Reconquista. Ahora, don Mercedes sostenía la calabaza gorda en la palma de la mano izquierda y sorbía de la bombilla con unos labios gruesos que tal vez coincidieran en su origen con la melena mota en la que aún quedaban muchos pelos negros. –¿Ha dormido bien? –Sí, muy bien... –Choi había traido unas sábanas y sacó una manta de por ahí–. La verdad es que estaba tan cansado que no oí ni la lluvia. –Discúlpeme que no le dejé la cama preparada, pero no lo esperaba… Hace rato que no se usa. La Carmen me avisó anteayer por la mañana en el pueblo, cuando ya me iba para Avellaneda; pero bueno… El Choi ya sabe donde están las cosas. No es que hubiera muchas cosas, pero tampoco había muchos lugares donde buscarlas. Tres cuartos en línea; el primero era la habitación del viejo, en el segundo había dormido yo y el último era la cocina. Todos con su ventana cuadrada y su puerta que daban a la galería emparrada, con suelo de ladrillo de canto.
Transportar reses en pie ya es historia. Don Mercedes fue de los últimos reseros...
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Carnavales de Goya, la quinta esencia del “popular kitsch2 del litoral argentino.
Don Mercedes cortaba un trozo delgado de queso y lo colocaba con cuidado sobre un trozo de galleta; después se lo iba comiendo en trozos más pequeños que iba separando con dos dedos morenos y huesudos, pero con delicadeza. Se los llevaba a la boca como con desgana y después masticaba lentamente, tratando de acertar con sus dientes escasos. El viejo conocía a Choi desde pequeño, hacía más de treinta años. –La madre llevaba la casa en la finca de los Facal, una buena mujer; que en paz descanse. El gurí* se metía por todos lados, no paraba... Y andaba todo el día atrás mío. Pero, desde chiquito se le veía buena cabeza para los estudios y ya lo ve, es el maestro. Usted, ¿estudió con él en Rosario? –No, no soy maestro. Yo soy de Buenos Aires... –Ajá... Pues se ha venido de lejos. Fue todo el comentario, no mostró la menor intención de saber qué hacía yo allí ni cuál era mi relación con Choi. Yo tampoco sabía que le había dicho su ahijado
de mi al pedirle que me alojara, ni él me lo explicó. Don Mercedes había dado por terminado el desayuno y había sacado del hatillo una lengua de ternera “para el mediodía”, según dijo. Se puso a limpiarla a cuchillo sobre una madera cuadrada; cuando hubo terminado ya hervía el agua en la olla de enlozado desconchado donde había echado unas hojas de laurel, apio y una cebolla entera. Luego agregaría las patatas. La lluvia suave, que ya no nos abandonaría en todo el día, volvió a caer y el viejo salió deprisa a dar reparo a su montura bajo el tejadillo de zinc donde se amontonaban algunas herramientas. Le secó lomo y ancas con unos trapos viejos y le echó por encima con suavidad una manta hecha de sacos de arpillera. Volvió esquivando los charcos que se iban formando y se sacudió las alpargatas antes de entrar. –Discúlpeme, pero yo la mezquino* a mi yegua... – Lo repetiría más de una vez. La solicitud por el animal se iba a manifes13
tar varias veces a lo largo del día; aunque a veces fuera el mero acto de asomarse por la ventana para ver cómo estaba. La relación con la yegua, además de afectiva, era profesional. Choi me había comentado que don Mercedes era el último resero de la zona, el único que aún conservaba la habilidad de trasladar ganado a campo través. El día anterior había llevado desde Avellaneda unos quince yeguarizos* hasta Vera. Entre una segunda y larga ronda de mates, visitas a la yegua y pinchazos para averiguar cómo iba la cocción de la lengua fue transcurriendo la mañana; hasta que, por fin, el viejo dio por completada esa faena. Sobre el mismo tajo fue cortando unos filetes regulares y depositándolos con prolijidad en una fuente de piedra. A un costado fue colocando las patatas, que habían adquirido el mismo color violaceo de la lengua, pero que ocultaban un corazón blanco y arenoso. Por encima del conjunto el viejo repartió aceite y un picado de ajo, huevo duro y perejil que salpicó con vinagre. Comimos despacio y casi en silencio, arropados por el rumor de la lluvia en las chapas del tejado y haciendo prolongado e inmerecido honor a El Paisanito. Para postre preferí un mate cocido*; el viejo trajo de su habitación una botella de caña con miel y la tarde se hizo más propicia al diálogo. Fui descubriendo que la tarea trashumante de don Mercedes tenía límites cercanos. Entre unos periódicos viejos hallé un suplemento dominical que comencé a hojear mientras charlábamos; allí encontré un reportaje sobre el Carnaval de Goya, ciudad que está cruzando el río. Cada febrero venían gentes de todas las
provincias vecinas a esta caricatura del carnaval carioca que era reportaje obligado en las revistas de la capital. –Dicen que está bien, yo nunca he ido... –Don Mercedes; no me diga que nunca fue al Carnaval... –No, yo nunca he cruzado a Goya. En la voz no había desinterés ni menosprecio por la fiesta, solo que nunca había cruzado el río; seguido de un silencio que no permitía mayor indagación. Entre prolongados silencios fui hilvanando trozos de esos setenta y pico de años en los que don Mercedes nunca había salido de esa estrecha franja de escasos ochenta kilómetros de largo en la margen izquierda del río Paraná. Nunca se había preocupado por saber qué había del otro lado del río ni había tenido interés por recorrer mayores distancias. La noche se metió en el interior de la cocina antes que terminara la tarde; entonces se volvió a oir la camioneta que desde ayer iba anunciando que esa noche, era sábado, había cine en el salón de la cooperativa. La casa de don Mercedes estaba a unos quinientos metros del pueblo pero el viento había ido trayendo el mensaje del altoparlante que habían fijado en el techo del vehículo. El viejo ya había declinado mi primera invitación de bajar al pueblo para ir al cine pero, ante la pobre posibilidad de seguir escuchando sólo la lluvia esa noche, me atreví a insistir. –¿Por qué no se anima y vamos al cine, don Mercedes? –Gracias. Vaya usted, nomás... Yo ya fui una vez.
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El síndrome del dulce de leche Profesor Dr. Evaristo Quintana Krasnapolsky Instituto para el Estudio del Ser Argentino - IESA Suárez 1062 Buenos Aires
de mis modestas facultades desde la Sección Ibérica con cuya dirección usted me ha honrrado. Entre las distintas iniciativas de nuestra colectividad en Barcelona para celebrar la efemérides, se hallaba este año un coloquio que bajo el título “Los argentinos, ¿somos extranjeros?” desarrollamos en un palacete del Ensanche barcelonés denominado Casa Elizalde. La mesa de referencia era parte de toda una serie de actos que incluían un ágape criollo y habrían de culminar con una velada artístico-musical que rubricaban el conjunto de danzas folclóricas El hornero, dirigido por Quique Goldstein, y el trio Paredón y después... De tangos, por supuesto, que lidera el ingeniero Dr. Genaro Schiavone Méndez. Luego de esta disgresión, más que nada destinada a describirle el entorno de mi aporte, vuelvo al coloquio que motiva la presente. Asistí al festejo no sólo tentado por las viandas de nuestra tierra, sino también porque tenía a mi cargo hacer la introductoria del tema (oportunidad que fue propicia para mencionar la obra del IESA), y presentar a los ponentes de la mesa, que eran el Dr. Moisés Bleistein, psicoanalista; el Dr. Jacinto López Jaffner, odontólogo y escritor; y la bailarina y musicoterapeuta María Belén Scoglioni. Como era de suponer, la intervención del público que siguió a la intervención de los ponentes derivó en el análisis de las frustraciones generadas por los respectivos exilios y la supuesta necesidad de
Estimado Doctor Espero que el recibo de la presente halle a usted gozante de una excelente salud y, como siempre, al frente del Instituto de su insigne creación. El motivo de ésta es notificarle lo que considero un testimonio de singulares características que acabo de recoger en la sección ibérica del IESA. Como usted sabe, a pesar de las distancias y de los años de lejanía, el 25 de Mayo despierta entre los compatriotas emigrados el revival de lo que en mi infancia se conocían como “fiestas mayas”*. Que, como no escapa a sus conocimientos, nada tienen que ver con los primitivos habitantes de Yucatán sino con los hechos de autos del mes de mayo de 1810. He podido observar que estas fechas suelen despertar singulares iniciativas entre nuestros compatriotas en esta tierra y del análisis de alguna de ellas he obtenido datos que le he remitido en otras oportunidades y que espero hayan contribuido a las investigaciones que sobre la esencia de nuestro ser nacional viene realizando nuestro Instituto. Un trabajo al cual, como le he manifestado en repetidas oportunidades y hoy le reitero, trato de contribuir en la medida 15
integrarnos a esta sociedad. Esto último es una velada exigencia o recomendación que, como le expusiera en mi anterior, suelen manifestarnos algunos catalanes y también algunos de nuestros compatriotas que se hallan inmersos en este proceso integrador; por lo general, todo merece decirse, sin éxito. Esta actitud integradora, como le apuntara en la antes referenciada, casi siempre comienza a manifestarse con la adhesión a algún equipo de fútbol local, sobre todo si en él juega algún compatriota del equipo admirado en la Argentina. Otra motivación en este sentido son los matrimonios o similares entre nuestros compatriotas y la gente de esta tierra; lo que, entiendo, ya es una integración. Aunque al pasar, le recuerdo que reacciones similares también han sido observadas por el corresponsal del IESA en Milán, Dr. Constante Faltrinelli, y que el escritor Jorge Pérez, desde París, coincide casi totalmente con mis apreciaciones. He de manifestarle que no tengo opinión al respecto ni hube efectuado un mayor análisis; aunque de buen gusto podría agregarlo a mis observaciones, si usted me lo demanda. Recupero el tema central de la presente. Lo que no pensaba, querido doctor, era que en este festejo celebratorio pudiera obtener un material tan singular para aportar a la labor de nuestro Instituto como el que voy describirle. Sin embargo, así ha sido; y no me refiero a las intervenciones de los ponentes, sino a cierto hecho acaecido en el debate abierto a posteriori. Como era de esperar, se habló de la
acogida poco generosa que habitualmente recibimos los argentinos; no faltó tampoco la nota de autocrítica a nuestra supuesta prepotencia intelectual ni la referencia a la supuesta dificultad para hacer amigos entre los nativos de estas tierras. Intervenciones en las que no abundo, porque es materia reiterada en estos encuentros y han sido suficientemente analizadas por usted en su notable estudio titulado El síndrome del dulce de leche. El hallazgo al que me referiré fue la intervención de un tal Baldomero Gómez, argentino de unos cincuenta años y, según datos que él mismo me aportara, nativo rioplatense de varias generaciones. Un dato curioso es que afirma haber nacido en Bragado como uno de los dos personajes del Fausto Argentino* (le recuerdo. “un paisano del Bragao de apelativo Laguna…”). Este dato no sé si será significativo, pero yo se lo aporto. Si bien la paleontología social no es mi especialidad, por ciertos rasgos faciales del sujeto me atrevería a afirmar la existencia de antecedentes sanguíneos de aborígenes guaraníes en el tal Baldomero Gómez; pero, no lo he podido confirmar. Lo cierto es que este sujeto inició su intervención en el debate en cuestión sustituyendo las categorías calificatorias usuales de “exiliados” o “emigrantes” por la de “expulsados”. Como ya usted supondrá, esto produjo en gran parte del auditorio cierto desconcierto, que fue derivando hacia una contenida irritación que iría a más (la irritación, no la continencia), a medida que el Baldomero fue desarrollando su 16
teoría sobre las razones de lo que llamaba “machacona llorera de los expulsados” [sic]. Un síntoma que, según el sujeto, provenía precisamente del empecinamiento de los emigrantes en no admitir esa real condición y en que no profundizaban en la necesidad de identificar con acierto quienes los habían expulsados. La cosa no paró ahí; ya que, en el desarrollo de su intervención, al individuo se le fue calentando el pico y aseguró que nuestros compatriotas vivían sintiendose mal en el país de acogida porque dirigían hacia sus anfitriones el reproche que se negaban a dirigir a su propio país. Como usted puede imaginar, allí se acabó la continencia y la irritación se manifestó en airadas respuestas de muy grueso calibre que, me permitirá usted, no considero reproducibles. Excuso manfiestarle que, aunque moderador de la mesa, no participé para nada en esa trifulca ya que mi presencia en el lugar era, antes que nada, institucional y en el mismo momento advertí que mi visión de investigador reclamaba distanciamiento objetivo ante ese material que, intuí, podría contribuir a su valiosa tarea. Así fue que, concluido el debate, procuré entrar en contacto con el tal Baldomero Gómez; a quien en el ágape posterior hallé disfrutando de un criollo choripán* (apunte usted la contradicción) junto a unos escasos compatriotas y yo diría que distanciado del resto de los concurrentes. Por él mismo me enteré que arribó a Barcelona en las primeras oleadas de los setenta y que ejerce como carnicero. Si usted me permite, un oficio brutal en su orígen que coincide con el aspecto
exterior de Baldomero, cuya figura promete cierta arrogancia barriovajera que, sin embargo, luego no condice con su diálogo culto. Debo confesarle, estimado profesor, que mi conversación con el susodicho fue de escaso fruto, en esa primera instancia. Aunque le hablé de la IESA, fue vano mi intento de iniciar un diálogo respecto a sus palabras anteriores; ya que el susodicho se mostraba más interesado por la pitanza que por el diálogo que le proponía. No obstante, le dejé mi tarjeta y le invité a que me llamara, manifestándole interés por sus ideas. Ha sido un acierto, ya que Baldomero me ha remitido la carta que le acompaño y que, al tratarse de un documento escrito de su puño y letra, le permitirá extraer a usted mismo interesantes conclusiones. Por lo menos, eso espero. Suyo, Alfredo Casciota Umbert Protésico dental. Director de la Sección Ibérica del IESA. NB: Mis esfuerzos para la edición en Barcelona de su obra El síndrome del dulce de leche aún no han dado fruto; aunque una compatriota que dirige una escuela de teatro en el barrio de Gràcia me ha sugerido su adaptación a la escena. Por supuesto, no concretaré nada sin su previa autorización. La carta de Baldomero Estimado Alfredo, lo que sigue no sé bien por qué lo he escrito y menos que nada pensaba ser una carta, pero luego de haberlo leido veo que usted es la única persona a quién podría dirigirla. Alguien dedicado a tarea tan absurda como la de su organización es el destinatario necesario de ella. 17
Quizá, en la circunstancia no menos disparatada en que nos conocimos haya un preludio para ésta. Como usted debe recordar, en la dichosa mesa de la Casa Elizalde, se me ocurrió comentar que yo no sufría ninguno de esos síntomas de marginación de exiliado que otros manifestaban, porque todo mi resentimiento (yo prefiero rencor) tiene un claro destinatario: la Argentina. No era un discurso teórico ni premeditado, simplemente, me hartan los llorones y los maniáticos por dilucidar lo evidente. Como usted esa noche, han sido varios los compatriotas que se me han acercado con gesto solidario ante mi supuesto lamentable estado de salud mental o afectiva. Según ellos, tengo que superar esta situación y me han alentado a asumir una actitud “más positiva”. No dudo de la sinceridad de ninguno de ellos, aunque en algunos me pareció percibir cierto reproche oculto por malquerer su patria amada. Así, que se me ha ocurrido zanjar el tema y le he escogido a usted para darle la respuesta siguiente: Les agradezco a unos la compasión y les comprendo a los otros las ganas de no perdonarme; pero no deben preocuparse: mi rencor y yo nos llevamos muy bien. Lo cuido con mimo desde hace años y me basta la lectura oportuna de algún periódico bonaerense para mantenerlo lozano. Además, es un rencor agradecido y me ha retribuido con varias ventajas. Por ejemplo: * No se me ocurre por qué motivo ten-
dría que guardar el menor resentimiento a los catalanes ni a íbero alguno. * No me siento marginado por argentino, entre los europeos, más de lo que me sentía entre los argentinos por cabecita. * Siento que los europeos tienen menos obligaciones conmigo que las que deberían haber tenido quienes me echaron de la Argentina. * Se que ni España ni Cataluña son mi país, pero las tierras del Río de la Plata tampoco fueran nunca mías, ni de los míos. * Cuando oigo “si no te agrada, te puedes marchar”, me alivio recordando haber oído con terror “y bueno, en algo andaría...” para justificar un secuestro. * He descubierto con igual alivio que no tengo ideologías extrañas al sentir nacional argentino; simplemente, soy rojo. * No he sentido conmoción alguna por quienes, a punta de cacerola, pretendían romper un corralito que ellos construyeron con su avaricia. Ante tantas ventajas puede que alguno pudiera sentir sana envidia; bueno, tampoco es todo así de fácil. Esto del rencor hacia la patria también tiene sus impedimentos; por ejemplo: * Fuí incapaz de sentirme campeón mundial en el ‘78 y sigo sin encontrar nada que se pudiera celebrar ese año en la Argentina. * Nunca sentí el placer ni la tentación de mentirles a los de allá, diciendo que soy un triunfador en Europa. * Me he privado de comprar pieles y pisos “regalados” o de pagar con escasas monedas mesas pantagruélicas en la Argentina miseria que siguió a la de la guita dulce*. Estimado Alfredo, valorando los pros y 18
las contras creo que mi rencor me rinde dividendos más que aceptables. Los años y algo de sentido común me han demostrado que no soy demasiado bueno para nada y, por consiguiente, que no soy nada extraordinario. Por lo mismo, mi rencor tampoco debe ser único; sólo que tiene buen ojo y apunta hacia el sentido debido; así le evito que ande errante como alma en pena, fastidiando a estos otros semejan-
tes que nos han dado cobijo y no han tenido nada que ver con nuestra historia. Alfredo, no pretendo mantener con usted ningún absurdo intercambio epistolar, ni mucho menos, debatir. Por lo cual doy por cerrado el tema y para asegurarme de ello, ésta no lleva remitente. Salud, Baldomero.
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Pablo, “el Chino” Era un vaso largo, de los que en España llaman de flauta o florero. Por entonces, en Buenos Aires se conocían como cívico y se utilizaban para cerveza. En uno de estos el viejo Román se hacía servir el vino tinto; que bebía a sorbos cortos y que estiraba hasta que el bar cerraba. Bajito, casi nada, una pierna flaca sobre la otra como enredadas, la boina un poco hacia atrás, el codo derecho apoyado en la mesa pegada a la ventana, el brazo izquierdo, caído a un lado como ocultando el cigarro que, a ratos, volvía a encender. Allí se sentaba a eso de las siete de la tarde a dejar que terminará el día; escuchaba mucho aunque parecía interesarle poco lo que oía, hablaba poco y cuando lo hacía era para sentenciar. Las sentencias de Román iban acompañados de un ejemplo que solía alargarse hasta hacer olvidar el razonamiento que venía a sustentar. Esa noche Jacinto López, dueño del bar La esquina, afirmó que él era como lo habían parido y que nadie lo podía cambiar, que “cada uno es de una leche”. Román carraspeó, gesto inequívoco de que iba a hablar, y echó un trago un poco más largo que los habituales. –No vayás a creer. Nunca hay nada seguro en un hombre hasta que se muere; cuando está muerto, sí... No he visto a ninguno que volviera para cambiar nada de lo que hizo; pero mientras uno está vivo... Para que veas, te voy a referir un caso. Varios giraron sus sillas hacia el viejo. –Se llamaba Pablo, pero para todos era el Chino; tenía unos cuarenta años; tal vez alguno más, pero no muchos. Y tenía
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un carácter de mierda. Prepotente, peleador; nadie lo apreciaba. Si conseguía sentarse a alguna mesa de truco, y digo si conseguía porque nadie quería jugar con él, era seguro que eso terminaba a sillazos. Otras veces la riña, siempre por su culpa, era por el fútbol. Era fanático de River y bastaba con picarlo un poco para que empezara a mandar a los de Boca a la mierda y a cagarse en la madre del resto. Tenía el pelo y el bigote caído renegrido pero era de piel bien blanca; no sé por qué le habían puesto Chino. El viejo echó en falta la lumbre del tabaco y la cara se le envolvió entre el resplandor de la cerilla y la humareda hedionda del cigarro. Sopesó el silencio de los que aguardaban su historia y retomó. –Digo lo de piel blanca porque los que le conocíamos sabíamos que cuando el cuello, de la parte de atrás, se le empezaba a poner colorado es que estaba a punto de armarla. Ya no había quien lo parara, y eso era cada dos por tres. El Chino estaba peleado con la mitad de los vecinos, y yo diría que estaba peleado con la vida misma; es cierto que motivos no le faltaban. Era un hombre trabajador y como era chófer de ambulancia en el Hospital Argerich no tenía problemas. En aquellos años, con un empleo público como ese se vivía muy bien; a los trabajadores les sobraba de todo. Lo que pasaba era que al Chino también le sobraba su mujer, pero él no lo quería admitir. Y ahora se lo explico... Los ojos del viejo se hicieron chiquitos de 21
Frente a esta puerta el Chino reveló sus dotes para espantar a un “espíritu burlón”.
pícaros y una sonrisa socarrona le acompañó la memoria. –Si te digo que Rosa era buena moza no sería del todo cierto; pero tenía unos pechos imponentes y un trasero alegre; regularcita de cara, pero muy simpática. No era lo que se dice linda, pero todos se daban vuelta para mirarla. Algo que ella sabía y disfrutaba. Además, buena persona. Servicial con los vecinos; si había algún enfermo o alguna desgracia, ella era la primera y siempre con una sonrisa que era capaz de mudar en risa juguetona. Esa mujer era la alegría de vivir, pero... Lo que son las cosas, era la amargura del Chino. La mano huesuda pasó desde la mesa a sacudir con el revés las cenizas que le caían en el pantalón; después dio un trago cortito y se quedó con el vaso entre la punta de los dedos. –Yo no sé cómo habrán sido las cosas entre ellos al principio, ni tampoco cómo
empezaron las relaciones de ella con el hijo de don Juan, el de la herrería, que aunque ya tenía más de cuarenta abriles para todos seguía siendo el Juancito. Un hombre de buena planta, muy serio, respetuoso con todo el mundo y, además, le sobraba la plata*. Habían comenzando herrando caballos y arreglando ruedas de carros pero en el cuarentinueve eso se acabó; cuando don Juan vio que todo el mundo se hacía la casita, se dedicaron a hierros forjados, rejas para las ventanas y esas cosas. Ganaron mucha plata con eso. A lo que te iba diciendo... El Chino hacía guardias en el hospital y, según como le caían los turnos, faltaba de la casa todo el día o toda la noche. Rosa lo tenía fácil para verse con el Juancito. A lo mejor, empezó como una cosa de nada, apenas una simpatía... Cuando yo supe lo que te cuento esas relaciones llevaban algunos años; si 22
te digo que el segundo hijo del Chino era igual al Juancito... Aquello era un infierno. Si el Chino llegaba a casa y ella no estaba o si se ella se demoraba en algún recado ya había pelea y, más de una vez, él le pegaba. No era que el Chino le sospechara o que se lo hubieran contado, él mismo los había pescado juntos varias veces, y más de una vez la cosa había terminado en la comisaría. Bueno, terminado es una forma de decir... Las primeras veces dicen que ella se había mostrado arrepentida y que le había prometido al Chino dejarlo al Juancito; pero, siempre volvía. Después cambió de idea y le dijo al Chino de separarse, que se quería volver a San Lorenzo con la madre, pero él no la dejaba. Una Semana Santa ella se fue al pueblo con el hijo más chico. Pasó más de una semana y no volvía; entonces él se fue a buscarla y la trajo a la fuerza. Ella debió avisarle a Juancito, porque cuando bajaban del tren en la estación de Retiro, los estaba esperando. Ninguno de los dos era capaz de achicarse*; así que ya te podés imaginar... Con la uña del meñique izquierdo apartó el taco de ceniza que se le había hecho al cigarro para comprobar que se había vuelto a apagar. Se quedó un momento mirando el pucho*, dudando entre volverlo a encender o no y, sin hacerlo, volvió a la historia. –De éstas hubieron varias; todos estábamos seguros que aquello había de terminar en una muerte. Lo que no sabíamos era quién iba a ser el muerto. Yo pensaba que sería el herrero porque el Chino, aunque era menos corpulento, tenía más
mala leche y de noche llevaba faca. Las mujeres decían que era una lástima que hubiera una desgracia a causa de la Rosa y que era ella la que había buscado al Juancito. Ya se sabe... Las culpas siempre son para la mujer. Pero, lo que te dije, uno nunca sabe las vueltas que pueden dar las cosas... Y lo miró al patrón del bar como para que tomara en cuenta su reflexión. –Lo primero que notamos fue que el Chino dejó de venir al café después de la cena, pero lo que más nos sorprendió fue que también dejó de ir al fútbol. No dio explicaciones... Cada domingo a eso de las cinco, justo a la hora de los partidos, salía de su casa peinado, bien arreglado y volvía ya para la cena. Lo mismo hacía los jueves a eso de las siete, después de volver del trabajo. Además, empezó a llevar un libro bajo el brazo; siempre llevaba uno forrado en papel. Todos nos preguntábamos que le estaría pasando al hombre, pero nadie se atrevía a preguntarle nada... El viejo Román se volvió a perder entre la humareda por un momento y comprobó que el cigarro estuviera bien encendido. Miró el vaso como sopesando la posibilidad de otro sorbo, pero lo desechó, y tras una mirada larga al auditorio, continuó. –Así pasaron unos meses y cuando empezaba el verano la Rosa se marchó al pueblo de vacaciones con el hijo más chico. Ya no volvió... El Chino se ocupaba de las tareas de la casa, lavaba la ropa, la suya y la del hijo más grande, cocinaba y, además, todo lo hacía cantando. Nadie encontraba la razón del cambio, y yo tampoco... Hasta aquella nochecita de verano en que vino a sentarse a mi lado 23
en un escalón de la imprenta de Moro. Por entonces, la imprenta del piamontés estaba más alta que el nivel de la calle; habían levantado la acera más de un metro por las inundaciones y para entrar había que subir varios escalones. En las noches de verano, los vecinos sacaban sus sillas a la calle y los más jóvenes nos sentábamos en los escalones de la imprenta a tomar el fresco; a veces hasta la medianoche. Esa noche estábamos el Chino y yo solos sentados en el escalón; él me estaba diciendo alguna cosa de River cuando justo pasó un loco por delante nuestro. El pobre hacía toda la pinta de haberse escapado del loquero de Vieytes*, que está aqui nomás; iba rapado, con pijama y en chancletas*. El loco se paró como a unos diez metros de donde estábamos nosotros y empezó a discutirle a la pared. “Pobre,” dijo el Chino, “lo lleva pegado en la frente...”, tras mirarlo un rato. Esta vez, el viejo Román le echó un trago largo al vaso, hasta vaciarlo. Luego abrió los brazos para mostrar el asombro que le había causado la frase del Chino. Mientras, en un gesto inédito, el gallego Jacinto le echó un poco más de vino sin que se lo pidiera. –Los árboles tapaban la luz de la farola, así que me levanté para ver mejor: el loco no llevaba nada pegado enn la frente, pero se ponía cada vez más furioso y, de golpe, le sacudió una trompada a la pared. Yo reculé, por las dudas; pero entonces, el Chino que se levanta de lo más tranquilo y se va para el loco. El infeliz que se le vuelve, pero como sin verlo, con la mirada perdida... Hasta me pareció que el Chino sonreía,
mientras levantaba su mano derecha a la altura de la cabeza del desgraciado. Por tres veces le pasó la mano de arriba abajo como si le lavara la cara, pero sin tocarlo, mientras decía cosas que yo no alcanzaba a oír. Después de cada movimiento sacudía la mano hacia el suelo como cuando uno se sacude agua. Yo, como de piedra. De pronto, el loco pareció ver al Chino, lo miró espantado, pegó un grito y salió corriendo. Habrá pensado que el otro estaba más loco que él. El Chino se volvió hacía mi, estaba pálido, como si hubiera hecho un gran esfuerzo. Se volvió a sentar y me explicó, como si fuera lo más natural del mundo: “Pobrecito, lleva un espíritu burlón encima que lo hace sufrir, y hay que dominarlo para que le dé alivio; pero el espíritu no lo va a dejar hasta que encuentre la paz...” Después cruzó las manos sobre el pecho y se puso a rezar en voz muy baja; todo su rostro fue ganado por una dulzura ajena a su pasado y a su fama. Por fin se santiguó y, lo más tranquilo, volvió a hablar de fútbol. Para no creer, el Chino se había vuelto espiritista...
Nota del autor: El espiritismo entiende que los espíritus –seres sin cuerpo material– pueden comunicarse con los seres humanos. Nació en Francia a mediados del s. XIX; los seguidores de su inspirador, Allan Kardec, lo acercaron a Buenos Aires. Cerca de la casa del Chino, en la calle Ruy Días, había un centro espirita. 24
Excéntrico musical El tango Madreselva cerró la actuación de la cantante Chola Martel, que con su mano derecha cumplió con el ritual de hacer participar de los aplausos al inmutable trío que la acompañaba. Piano, contrabajo y bandoneón; todos trabajadores sindicados de la Unión Gráfica Bonaerense e integrantes de la orquesta Re-Fa-Si. Después, los cuatro hicieron mutis por el mismo lado del escenario. El telón se cerró por un momento y se volvió a abrir para mostrar en el centro de la escena una mesa puesta de terciopelo rojo sobre la cual se alineaban más de una docena de botellines de idéntica medida y cargadas con distintas cantidades de agua, y detrás, sobre otra mesa menos iluminada, algunos objetos indefinibles en número y uso para los espectadores desde la platea. La figura afilada de Salvador Scaglione, salió del foro y llegó de tres ágiles brincos junto a la mesa roja. Iba embutido en un pantalón negro brilante ceñido hasta la rodilla y que luego se abría en campana sobre los zapatos negros; la camisa blanca de mangas muy amplias, de reminiscencias rusas, lucía bordados de fantasía rojos sobre el lado izquierdo. La pálida tez de Salvador se acentuaba con ese bigote fino recto y un pañuelo negro a lo pirata en la cabeza. En ese momento, Salvador era El Gitano, y tras una brevísima inclinación aparecieron en sus manos dos palillos que arrancaron a los botellines las primeras notas de Tico-Tico no fuba. La sala se llenó de rumores de admiración y el artista, ya con el público en el
bolsillo, enfiló hacia el final de la rumba con un ritmo frenético que hacía temer por su escuálido físico. La progresión en el frenesí se repitió en las piruetas musicales siguientes con otros siete botellines colgados con cordeles de un arco metálico, para ofrecer Pájaro campana, a lo que siguió el vibráfono de tubos de bronce en una versión propia de Canaro en París*. Tras ese último alarde de percusión, el artista sumergió al público en el asombro con un repertorio al serrucho que culminó con el arreglo, también propio, de Ochi chornia. Con el maquillaje casi corrompido por el sudor y el serrucho aún vibrando en el aire, mientras el telón se cerraba a sus espaldas, Scaglione avanzó hacia el proscenio, juntó las palmas y rubricó su actuación con un gesto de falsa modestia inclinando su rostro sobre el pecho ante los aplausos. Un instante después, desapareció tras el telón y ya no volvió. Era su técnica, no complacía bises ni prolongaba los saludos. “Hay que dejarlos calentitos. Si aparecés otra vez se rompe la magia”, aseguraba. Salvador era quien cerraba el primer bloque de atracciones y dejaba paso al intervalo para que la gente fuera por café, cerveza, o algún sandwich de chorizo para afrontar con el estómago satisfecho el “drama gauchesco” que anunciaban los carteles distribuidos por todo el pueblo. Eran unos carteles estrechos y suficientemente largos como para albergar a todos los artistas de la Agrupación Radio Teatral Elevación (A.R.T.E., claro) que presentaba esa “tarde-noche: gran espectáculo 25
de varieté”. Esta vez era en el teatro Amado Nervo, de Avellaneda*; el espectáculo había comenzado a las siete de la tarde con los versos del gallego Raúl “Luar” (Raúl al revés), un trío folclórico de guitarras y canto, los tangos de Chola Martel y Scaglione. Entre una y otra actuación y para dar tiempo a algún cambio de decorado o retirar los materiales utilizados por los artistas, aparecía “el animador” o “conductor” del maratoniano espectáculo. Con el telón –casi siempre de terciopelo rojo– bajado; este personaje que hacía de nexo entre las distintas presentaciones ocupaba los alargados metros del proscenio y contaba algunos chistes de pretendida gracia, protagonizaba un sketch junto a alguno de los comediantes o alardeaba de unos cortes tangueros. El éxito del conductor de los espectáculos residió, durante algunos años, no en la gracia de sus intervenciones sino en que era un niño de unos cinco años y de poco más de un metro de alto. Aparecía vestido de riguroso chaqué y era presentado en unos carteles alargados como “Dardito: el animador más grande del mundo”. Son pocas las señoras que resisten a las gracias de un niño disfrazado de hombre. Aunque este fuera un recurso con fecha de caducidad; los niños se empeñan en crecer. A las nueve y media arrancaba la obra de teatro. El repertorio del “conjunto escénico” tenía como todo bagaje los sainetes Lo que le pasó a Reynoso, de Alberto Vacarezza y Ya tiene comisario el pueblo, de Claudio Martínez Paiva. De este último también se interpretaba el dramón La isla de Don Quijote. La rúbrica a la velada se ponía a las once
de la noche, cuando arrancaba el baile; siempre “amenizado por la Orquesta Típica Re-Fa-Sí”. Para entonces, ya se había desalojado la platea y las sillas se habían alineado contra las paredes del amplio salón; mientras, se había daba tiempo a los espectadores para acodarse en el bar, refrescarse con una cerveza o repararse con alguna vianda. Este tipo de vodevil americano tanto como las “veladas teatrales” eran un ritual que de manera quincenal se repetía en distintos teatros bonaerenses. La mayoría de estos locales pertenecían a los ateneos socialistas, a las universidades populares o las asociaciones de trabajadores inmigrantes. La variedad de actuaciones que integraban el espectáculo se anunciaban en esos carteles alargados -de letras modernistas- que se distribuían por los bares y otros comercios de la zona. Había imprentas especializadas en ellos. En esos afiches, a Salvador Scaglione se lo presentaba como “La magia de Gitano” y debajo: Excéntrico Musical. Concluida su actuación, con una bata de matelasé deshilachada en los bordes de las mangas, una toalla al cuello y ayudado por su hija Rita, que hasta hace unos momentos era Chola Martel, el músico recogía sus excéntricos instrumentos del escenario mientras sorteaba las prisas de los carpinteros. En el camerino, el espejo lucía todas las marcas y las manchas de los años y las compañías que habían pasado por el húmedo espacio. Frente a él, Scaglione terminó de quitarse el maquillaje, refrescó la garganta con un sorbo de la cerveza “Quilmes” que Rita le había traido del bar y afrontó con ganas 26
los bordes de la milanesa* que se escapaban del pan, para luego atacar el resto del sándwich. Acabó con él en el preciso momento en que Rita, puesta de paisana, volvía a aparecer sobre el escenario en la obra de Claudio Martínez Paiva. Scaglione, sin prisas, se limpió los labios aceitosos y comenzó a vestirse para el entreacto en que, de impecable frac, hacía un solo de violín con temas clásicos ligeros que no se escapaban al perfil histriónico del violinista. Después le tocaría volver a cambiarse para completar la noche tocando el violín en la orquesta, en realidad un octeto; del cual también era director y arreglista. La Re-Fa-Si era el proyecto en el que Scaglione tenía puestas sus esperanzas para poder abandonar Textiles Pissaluga, en Barracas, donde se embutía en el mono azul –de seis de la mañana a dos de la tarde, de lunes a viernes y el sábado de siete a una– y se dedicaba a dar aceite a los telares o atender alguna avería en ellos. Scaglione se ganaba el pan entre esas máquinas, pero su sustento vital era la música y su primera pasión era Rita, su única hija, la que le dejara Teresa; que un día cogió la maleta y dijo adiós a un matrimonio sin pasión ni fe. Rita, con veintiún años, también acudía cada día a Textiles Pissaluga; pero casi cada sábado se enfundaba alguno de los tres vestidos de raso con los cuales subía al escenario convertida en Chola Martel. El proyecto Re-Fa-Si estaba totalmente ligado a Rita. Salvador era calabrés, pero había llegado a Buenos Aires cuando aún no caminaba, su padre tocaba la verdulera*, cantaba con afinada voz de barítono y cada 1º de
Así eran lo carteles que se utilizaban para anunciar las “veladas teatrales” .
Mayo se arrancaba con Avanti puopolo* en el acto obligado de la sociedad italiana “Unione e fratellanza”. Su creación del Gitano salió de su segunda pasión: los Carnavales. Con quince años tocaba el violín en la comparsa “La verdurita”, pero como intérprete solista y disfrazado de gitano, si es que los gitanos se vestían como él lo hacía; que era la versión de alguna cosa gitana vista en alguna película estadounidense. Después vino lo de las botellas y vibráfonos varios. La otra pasión, también heredada, era el comunismo. Su ideología se había alimentado con los compañeros de su padre, italianos como 27
él, otros polacos y también algunos criollos que encontraban ilusión para su pobre existencia en los mensajes de reivindicación obrera de estos inmigrantes. La militancia de Salvador se expresaba concurriendo cada año a los fiestas campestres del partido en Quilmes –a orillas del Río de la Plata–, sumarse al escaso puñado de los que concurrían a los actos electorales del partido, en vender Nuestra palabra* –cuando no era secuestrada– y en encabezar la Lista Marrón en las elecciones sindicales de Textiles Picalussa. Era la lista que se oponía, de manera periódica y sin la menor fortuna, a la del dirigente peronista Andrés Framini, quien terminó siendo poderoso secretario general de la Asociación Obrera Textil y gobernador electo de la Provincia de Buenos Aires años después. Nada de todo eso perturbaba la fe militante de Scaglione, y sus actividades tampoco tendrían que haber provocado inquietud alguna a los dirigentes del Partido Peronista que no sólo gobernaba, sino que contaba con la simpatía y el apoyo incondicional de la inmensa mayoría de la ciudadanía en todo el país. Los comunistas argentinos no eran una amenaza para nadie, ya lo hubieran querido, pero la prepotencia del que manda era una endemia en ese lado del Río de la Plata. Eran frecuentes las visitas obligadas a la comisaria de la avenida Montes de Oca, donde Salvador se había comido más de una paliza. Éstas se alternaban con las repetidas requisas de su casa buscando propaganda comunista que, por supuesto, encontraban. Scaglione, impertérrito, seguía con su inoculta, más bien proclamada, militancia y, previsor, tenía preparada en su casa una
maletita de cartón con lo imprescindible para sus repetidas estancias, ya no en comisaria, sino en el Departamento Central de Policía, en la calle Moreno. Aguantaba, pero cada vez le iban pegando más. Después lo echaron de la fábrica porque las detenciones de varios días no se podían presentar como ausencia justificada, de ARTE se fueron varios actores tentados por la oportunidad de integrar el Teatro Obrero Argentino de la CGT* y a la Re-Fa-Si le costaba cada vez más conseguir músicos. Aquella noche de 1950 en el teatro Amado Nervo fue la última vez que lo vi; estábamos en el amplio espacio que había debajo del escenario, donde se solía disponer el bufet para los artistas y él estaba afanado con unos sándwiches de miga*. Un cuñado suyo me comentó que se había ido con Rita al Brasil, y que allí siguieron viviendo de sus habilidades musicales en locales nocturnos de alguna monta o divirtiendo pasajeros en los cruceros.
Nota del autor: Wikipedia dice que el vodevil se generó en Estados Unidos entre 1880 y 1930 y que podía incluir espectáculos musicales, danza, shows de comedia, espectáculos con animales entrenados, espectáculos de magia, acrobacia, cine, malabarismo, obras teatrales de un acto, pantomimas y demostraciones atléticas. 28
La Estrella del Sud Sin mostrar alteración alguna, Manuel buscó entre las libretas alineadas al costado del casillero del tabaco, todas con tapas de hule negro y una etiqueta cuadrada blanca en el frente; hasta que dio con la señalada: “Negro de la vuelta”. La hojeó apenas un momento, y fue hasta la caja verde del rincón del tercer estante, forrada de cuerina y con tapa; la bajó sin prisa, la abrió y tiró la libreta dentro. “Se acabó”, dijo, y devolvió la caja a su sitio. Después echo un chorro de sifón en el vaso de cinzano y bebió con su mucha sed habitual; sosteniendo el vaso con tres dedos y elevando la uña del índice, manchada, gorda y chata como una almeja. Todos consumían ese mismo cinzano tan adulterado como cualquiera de las otras bebidas del gallego, y a todos les irritaba ver como él bebía del mismo brebaje. La obstinación del patrón en su avaricia era como una provocación. En los estantes más altos, las botellas sin bautizar seguían juntando polvo y telarañas. Cada vez que alguna de las que estaban en uso se agotaba, Manuel acudía a la trastienda por otra igualmente trucada y volvía siempre con el corcho a punto de salir. El local se llamaba “La Estrella del Sud”; así lo ponía en el cartel enlozado que estaba a la derecha de la entrada. Bajo el título, el nombre del primitivo propietario estaba tapado con pintura blanca, y sobre ella unas letras azules e inseguras rezaban “Almacén y bar de M. López”. En Buenos Aires llamaban almacén a lo que en España se conoce como colmado o tienda de ultramarinos. La tienda y el bar tenían entradas diferen-
tes y como por exigencias de la autoridad la primera debía cerrar a los ocho de la noche y no abrír los domingos, era normal que se siguiera sirviendo productos del almacén por el mostrador de bar, que no cerraba nunca. Salvo durante las escasas horas de sueño del dueño y el 1º de Mayo. Ese día los habituales del local eran ganados por el desconcierto y se reunían frente a “La Estrella del Sud” sin saber qué hacer y esperando del gallego el milagro de la apertura. La única fiesta de Manuel López era la tarde de los domingos en que San Lorenzo jugaba en el campo de Boedo*. Cada quince días iba a manifestar allí su única pasión pública y era relevado en el mostrador por el gesto anodino y las tetas desganadas de Marta, su mujer. El atardecer de un domingo de otoño en que Manuel regresaba del campo lo encontré bajando del tranvía, y descubrí que no debía medir más de un metro sesenta y cinco. Nunca lo había visto fuera del mostrador y mis doce años lo imaginaban alto, sin adivinar que tras el estaño del mostrador el gallego circulaba sobre una alta reja de madera aburrida de lejías. Por entonces, el matrimonio y sus tres hijos –dos chicos y una chica– vivían en la trastienda, en una sola y grande habitación a la que se llegaba atravesando un pequeño patio atiborrado de cajas de mercancías, donde también convergían la cocina y el lavabo. Al fondo del cuarto se alineaban tres camas, la del matrimonio era más alta y los dos hijos varones dormían juntos. En el centro, la mesa cuadrada de madera 29
marrón, gruesa y oscura, cuatro sillas alrededor y otras dos a cada lado del trinchante con espejo donde reposaba la radio; también había un ropero altísimo sobre el que se acumulaban distintos bultos. Eso era todo. Pero en la noche que estoy recordando la situación ya había mejorado, y la familia vivía en el piso que había encima del local. La casa ocupaba toda la esquina, con entrada independiente del negocio, y el gallego la había comprado junto con la de al lado, donde vivían de alquiler unas diez o doce familias casi en la misma cantidad de habitaciones. Decían que esa mudanza tuvo que batir la resistencia avara del gallego, que al ocupar el piso alto se perdía ese alquiler, pero la madre se impuso ante la inminente pedida de mano de la hija. Cuando aún vivían en la trastienda, decían que el gallego ya era dueño de otras dos casas de inquilinato en la Boca y de tres pisos en Miramar, en la costa del Atlántico, donde sus hijos solían veranear con los abuelos maternos. Todo esto se decía, porque Manuel nunca hablaba de esas propiedades ni de la fortuna acumulada que todos le atribuían. Todo el barrio “tenía libreta” en lo de Manuel y según cobraban iban saldando la deuda acumulada. Eran dos libretas: una para el cliente y otra para el gallego. –Para que las cosas queden claras, decía, y registraba en ambas con un lápiz de tinta, eternamente corto, que humedecía en la punta de la lengua, las compras a crédito. A pesar de esa anunciada claridad, en la libreta del patrón solía aparecer un medio quilo de azúcar o de fideos que no figuraba en la otra. –Porque ese día no trajiste la libreta, expli-
caba Manuel y si se lo discutían golpeaba con el puño sobre el mostrador. –Me cago en putas, si al final me voy a joder yo... Como no traigan la libreta no le doy un poroto* ni a dios –bramaba. Nunca se jodía; casi siempre el cliente resignaba su reclamación porque sabía que ese mes tampoco podría saldar su deuda y que la libreta era su seguro de supervivencia. Cada mes, todos iban dejando flecos que pasaban de una libreta a otra y se convertían en el lazo perpetuo con el gallego. Sin embargo, la tendencia acumulativa de las libretas sufría pérdidas esporádicas a causa de algunas vecinas que habían descubierto que Manuel flaqueaba por los bajos. Según parece, entre sacos de arroz, paquetes de fideos y cajas de cerveza, alguna morena de fuertes caderas solía dedicarle al gallego sus habilidades sexuales. Un amor atropellado, impregnado de un olor matizado de mortadela y quesos que escapaba de la alta fiambrera que, en el fondo del almacén, ocultaba a los breves amantes de la vista de algún cliente inoportuno. Manuel nunca presumió de esos placeres furtivos que saldaron deudas límites o resucitaron el crédito diezmado de una familia. La discreción rodeaba esas transacciones firmadas por la necesidad, y nunca oí a nadie criticar a alguna vecina que el gallego se hubiera beneficiado. Aunque también había otra fórmula para liberarse de las deudas apiladas en la libreta. Julián Capato, el Negro de la vuelta, se había amparado en esta segunda posibilidad. La tarde noche que estoy recordando, don Rafael el Alambrista (lo llamaban así 30
Este fue el bar y almacén “Estrella del Sud”, hoy redecorado para el turismo.
porque arreglaba todo desperfecto de su viejo camión con alambre) fue el portador del mensaje liberador. –Lo boletearon* al Negro, al correntino de la vuelta... Me lo acaba de decir el vigilante gordo. Fueron con el cuñado a una lotería de Constitución, pero el Pelado ya la había afanado* el mes pasado y el agenciero lo reconoció. ¡Mirá si serán giles*..! El tipo los madrugó* y le metió al Negro un plomo en la barriga. Lo llevaban para el Rawson, pero no llegó... Espichó* en la ambulancia. En verdad, el Negro no era un profesional del choreo*; trabajaba las más de las veces de estibador en el puerto, y se procuraba algunas ganancias extras con el contrabando hormiga de las primeras radiocasetes o las prendas de nylon que se “caían” por algún agujero de las cargas. De hecho, todos coincidieron en que era la primera vez que se metía en algo pesado* y que no tenía agallas para esas cosas. Pobre Vicenta –comentó alguno recordando a la mujer del muerto–, la deja con cuatro pibes*...
Los parroquianos se giraron hacia el gallego, que se secaba el bigote después de un largo sorbo de cinzano, y esperaron que desplegara el ritual conocido. Suspendieron truco y tute*, descansaron las barajas boca abajo sobre las mesas y todas las miradas siguieron al patrón en silencio para ver cómo buscaba la libreta del Negro y cómo terminaba arrojándola en la caja verde de cuerina. La caja de los que ya no tenían que pagar. –Se acabó... –Se le oyó decir sin emoción. Al día siguiente, una nueva libreta con tapas de hule negro perdería su virginidad y el lápiz de tinta escribiría en la etiqueta blanca un húmedo Vicenta, la de la vuelta.
Nota del autor: “Bar-Almacén El Estaño 1880”. Atracción turística instalada donde estaba el “Estrella del Sud”. Ha sido declarado de interés cultural. Su mostrador de estaño de 3,5 metros de largo, presume de ser único en Buenos Aires. 31
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L’avara povertà dei catalani Cuando el coche verde frenó delante de mí con dos ruedas sobre la acera mi realidad quedó suspendida por el pánico; durante un instante desfilaron todas las prevenciones y miedos vividos durante los meses anteriores en Buenos Aires. Aquella era una de las maneras en que las hordas policiales se chupaban* a los disidentes. El pánico duró sólo unos segundos. Ya estaba en la apacible Barcelona, la ciudad donde ya no volvería a tener miedo y donde comencé a vivir una libertad que nunca había conocido en el Río de la Plata. Barcelona aun hoy es una ciudad amable y manejable, con pretensiones de gran ciudad, aunque para conseguirlo le faltan unos cinco millones de habitantes; con los cuales, seguramente, perdería gran parte de su amabilidad. Cuando yo llegué la habitaban cerca de medio millón de personas más que en la actualidad y tenía un marcado acento europeo frente a la chatura provinciana del resto de ciudades de la Península. Por suerte, estas últimas mejoraron en su perfil cosmopolita. Barcelona no tuvo la misma fortuna, pero esa es otra historia... A pesar de aquella imagen y realidad internacional de finales de los setenta, Barcelona tenía rincones de autenticidad local; uno de ellos era el barrio de Gràcia.
Allí se mantenía el carácter del municipio independiente que había sido hace más de cien años, antes de ser alcanzado por la simetría del Eixample. Los antiguos del barrio se preocupaban de marcar esa distancia y cuando debían llegarse al centro barcelonés decían “voy a bajar a Barcelona”. Gràcia se sentía y era reconocido como un barrio muy catalán, y pocas cosas hay más barcelonesas que los gitanos de Gràcia, los casi únicos poetas que cantan a la ciudad. Por entonces yo estaba viviendo esa etapa en que aún no veía la ciudad, obnubilado en la angustia por la supervivencia propia del inmigrante. Un par de años después levanté la vista y me encontré ante una ciudad de rasgos hermosos. En esos días, una fracción de mi angustia era ocupada por la necesidad de disponer de una máquina de escribir portátil; debía recorrer media España –después fue toda ella– redactando artículos que cada lunes debía entregar en Barcelona. Lo del portátil era fundamental. Un colega veterano me guió hasta la calle Sant Lluís, en la parte baja de Gràcia. Allí, en la acera de lado montaña casi tocando Torrent de les Flors, creo, tenía su tienda Carreño, del cual ya no recuerdo el nombre 33
y me lo reprocho. En la tienda, de vidrieras opacas y reducido mostrador, se alineaban las máquinas de oficina más variadas, que Carreño se ocupaba de reparar en la trastienda; el negocio se reforzaba con la atención periódica de equipos de oficina. En 1977, un argentino en Barcelona todavía era novedad y las noticias sobre la sangrienta dictadura militar otorgaba cierto glamour pero, sobre todo, obligaba a explicar qué hacía uno por estos lares. Lo que no era sencillo, aunque muchos catalanes tenían un tío o un primo en la Argentina casi nadie sabía mucho de esas tierras, y era agotadora la tarea de explicar “cómo en un país tan rico pasan estas cosas”, o tratar de dibujar las diferencias entre Franco y Perón. Aquella mañana no fue distinto y Carreño se acodó en el mostrador dispuesto a escuchar un relato personal que, para mí, ya tenía retazos de lugar común y que se parecía cada día más a un apretado guión para salir del paso. Luego vino lo de explicarle qué pensaba hacer en Barcelona (no tenía ni idea); pero sí le conté que me habían contratado para elaborar esa serie de reportajes que me imponían disponer de una máquina de escribir ligera y fiable. Agotado el preámbulo, entramos en materia, y tras pasearme entre máquinas para mí difíciles de diferenciar, Carreño hizo que me decantara por un engendro checo, de segunda mano, que era realmente ligero y resistente, aunque ruidoso. Lo cargué durante años, hasta que fue superado por la tecnología. La compra estaba llevando una hora larga, pero no quedó culminada con la elección. Con responsabilidad profesional, Carreño gastó media hora más en repasar las dis-
tintas partes del equipo, lubricarlas y poner una cinta nueva. Mientras, nos fue desgranando su vida en Gràcia, desde crío, y su gran afición por las motos de gran cilindrada. Una, frente a la tienda, mostraba la pasión del dueño. Por fin, dio el último repaso a la máquina,la cerró y la deslizó por el mostrador hacia mí. –Ésta no lo va a dejar tirado nunca… –Muy bien. Ahora me tiene que decir cómo se llama. Temía el sablazo que me podía pegar; a todo lo largo de la transacción no había conseguido que Carreño me hablara del precio de los equipos que me mostraba ni tampoco del que finalmente me iba a llevar. Lo que acentuaba mi temor… –¿Me la va a pagar ahora? ¿Cómo me la quiere pagar si todavía no ha empezado a trabajar…? ¡Llévesela! –Pero, usted no me conoce... –Llévesela. Yo sé que usted me va pagar… ¿Nos vamos a tomar un vino?
* Nota del autor La avaricia de los catalanes es un tópico de la mitología españolista, y el repetido “L’avara povertà dei catalani”, deviene de la Divina Comedia de Dante Alighieri que en el Canto VIII del Paraíso, versos 76-78, se refiere a “l’avara povertà di Catalogna”. Algunos catalanes defienden que no se refería a ellos, sino a Sicilia. No tiene mérito el análisis de esta inutilidad. Dante fue un poeta inmenso, pero puede que tampoco escapara a la torpeza del encasillamiento simple. 34
Noche interminable... Beatriz y Juan conformaban una de la muchas parejas hechas en el Río de la Plata como un lógico devenir del denostado “aluvión” de la inmigración. Gente de distantes latitudes que en punto y momento allí se hallaron y se amaron, sin más patrón que su condición humana y el deseo de compartir el deseo. Doña Beatríz era una entrerriana algo más que ancha, aunque con los kilos bien distribuidos y ágil. Trabajaba en los talleres de artes gráficas Peuser, hoy desaparecidos. Talleres emblemáticos y de los más modernos de su época que tuvieron la desgracia de imprimir y distribuir las ediciones inagotables de la autobiografía de Eva Perón, La razón de mi vida, que se regalaron durante años por toda la geografía y que fue libro de texto de muchos escolares argentinos. Cuando cayó el peronismo, el Gobierno de la revolución libertadora/fusiladora* no sólo se negó a cumplir con los impagos pendientes, que eran muchos, también inhabilitó a Peuser para acceder a cualquier concurso de la Administración. Allí comenzaría su debacle. La entrerriana era de una militancia peronista exultante: era miembro de la comisión interna* de la empresa y afiliada, de las primeras, al Partido Peronista Femenino. Don Juan Gago do Serro –de él recuerdo sus apellidos–, era portugués y chofér en los camiones de la Fábrica Argentina de Alpargatas, una gran textil que hacía muchas cosas más que esas conocidas zapatillas de yute. Mi relación era, más que nada, con Juan;
había sido boxeador aficionado y a pesar de tener más de cincuenta años, seguía entrenando de forma metódica. Él me inició en el deporte “en serio” y me enseño lo básico del boxeo: a guardar el mentón tras el hombro, a mantener el equilibrio sobre las plantas de los pies y a apoyar los talones para pegar, girar los puños en el golpe… También fue el primero en hacerme ver que yo no tenía casta de boxeador: “Sí, buenas piernas y largo de brazos, pero no tenés sangre...”. Tenía razón. Con él salía a correr por las tardes, hacia las siete, cuando Juan volvía de trabajar. Íbamos desde Barracas, donde vivíamos, hasta más allá de la costanera del río y por la zona de Puerto Madero que, varios decenios después, dicen que ha sido ganada para la modernidad del “Buenos Aires fashion”. Con Juan también aprendí a nadar en el Balneario Municipal, una zona acotada en el margen del Río de la Plata que servía para el regocijo de los porteños de las clases populares en los días que los agobiaba el rigor de los veranos chorreantes. Esas clases que aún no habían descubierto el mar ni las vacaciones pagadas. Juan había sido de los primeros obreros en pasarse de la militancia comunista al primitivo peronismo, y también de los primeros en disfrutar orgulloso las nuevas realidades llegadas con el régimen. Él fue de los que debutaron en las vacaciones que comenzaron a ofrecer a precios módicos los sindicatos en las sierras de Córdoba y en las playas de Chapadmalal. Hasta entonces, habían sido muy pocos los trabajadores que sabían lo que 35
era salir de Buenos Aires y, menos, con vacaciones pagadas. También fue de los primeros en adquirir una de las motos Lambretta, promocionadas por el propio Perón. Con doña Beatriz de paquete, los domingos partía en la motoneta –como se llamaba a la Vespino– hacia la casa de su hermano en Sarandí. La Lambretta se comenzó a fabricar en la Argentina por la empresa Siam a principios de los cincuenta bajo licencia italiana; se conoció como Siam Lambretta. Perón se hizo fotos montado en ella, y le dio el espaldarazo definitivo, se dieron créditos bajos para comprarla; fue como el “seiscientos” para los españoles y esa motorización proletaria fue uno de los agravios que más irritó a la burguesía. Irritación sólo superada por la compra de hoteles en Mar del Plata por parte de los sindicatos y la consecuente llegada de la avalancha antropológica* a esas playas que no estaban previstas para albergar disfrutes obreros. De ese rebote de tontería de los conservadores y de la necesidad del mediopelo porteño de no confundirse con los obreros nació la exclusiva Punta del Este*, en la orilla oriental del río. Juan me decía “ahora que lo tenemos hay que aprovecharlo. ¿Vos te creés que te lo regalaron…? Esto nos lo ganamos los peronistas para el pueblo. Si no lo aprovechás es que lo estás despreciando”. Juan no entendía que yo no fuera peronista; algo que era una auténtica excentricidad en mi barrio y que el portugués trataba con displicencia: “Ya te vas a dar cuenta: el socialismo está en el peronismo”. Hoy sé que se equivocaba, aunque tampoco del todo. Nunca supe qué responderle a Juan.
Es increible que esta imagen pudiera generar otra cosa que no fuera piedad.
El 17 de octubre de 1945 yo tenía casi ocho años y vi a los trabajadores que venían de los frigoríficos y fábricas de Avellaneda entrando a la capital por la avenida Montes de Oca con banderas argentinas –siempre y para todo las banderas– y vitoreando a Perón. Los seguí por la misma avenida hasta casi Constitución, y vi cómo la gente salía de las casas y talleres para sumarse a la marcha. Era mucha gente; me dio miedo y me volví a casa. Nunca me sumaría a esa marcha, pero llegué a entender sus razones. Ya en el bachilerato, a pesar de mi pasión por el deporte, me resistí a la fascinación 36
hasta las paredes de la morada de la enferma para escribir entre las sombras el inhumano: ¡Viva el cáncer! Aún me espanta recordarlo. En el momento en que se difundió que el infame mal vitoreado había consumado el final, apagué la radio y bajé hasta lo de Beatriz y Juan. La puerta estaba abierta y ellos dos sentados en la cocina, sólo iluminados por la luz que llegaba del comedor junto con la perorata radial oficial y en cadena que ninguno de los dos ya oía. La muerte de Eva los había hallado cuando se preparaban para cenar; ahí estaban los cubiertos puestos e inútiles, suspendidos de función. Doña Beatriz, los codos en la mesa, se sostenía la frente con las manos y dejaba que sus lágrimas cayeran sobre el plato vacío; frente a ella Juan arañaba con una uña el mantel y perdía su mirada por sobre la cabeza de su mujer. Le extendí la mano a Juan, que me la apretó como con ternura y con la otra me palmeó el hombro. Ninguno de los tres dijimos nada. La calle había sido ganada por un gran silencio. Hasta el café del gallego estaba vacío; era sorprendente que las gentes no salieran a llorar en la calle en ese barrio tribu en que me crié. Unas pocas mujeres estaban arrodilladas, espectrales, en los puntos de plegaria. No había estridencia en los llantos, era algo quedo, pesado, hondo. Llegué hasta la casa de los Roseto. Néstor era un compañero del colegio que pocos años después ingresaría en el Colegio Militar; su padre era el médico del barrio y conocido partidario de los radicales. Estaban terminando de cenar, la satisfacción era palpable y lo expresaba la botella de sidra: un descorche sólo reservado
de los campos deportivos de la Unión de Estudiantes Secundarios; aunque tampoco me manifestaba abiertamente dentro del colegio, todos los compañeros entendían que yo era contra*. Pero, los contras tampoco entonces me gustaban y a estos nunca llegué entenderlos. El 26 de julio de 1952 a las 20.25 murió Maria Eva Duarte de Perón o Eva Perón o Evita; este último sería el nombre con el cual se ganó la inmortalidad. Tenía treinta y dos años y le habían bastado los últimos siete para convertirse en la figura más amada y más odiada por los argentinos. No por los mismos, claro, pero casi por las mismas razones. Los últimos dos años de su vida fueron de una lenta agonía y de una dolorosa despedida, no sólo de la moribunda, sino también de la sociedad argentina que allí abandonaría su capacidad de reflexión. También perdería la esperanza de ganarse esa dignidad como país que le habían venido hurtando desde hacía muchos años. Una parte de esa sociedad se ofrecía en las esquinas al espectáculo de retablos laicos con iconografía católica; con gente hincada en plegarias infructuosas por el retorno imposible de la salud de Eva Perón. Los contras comenzaban a dejar de temerle; adelantaban lo inevitable con rumores antojadizos que llegaban a asegurar que ya había muerto, pero que se ocultaba la noticia. La razón de este ocultamiento sería que el propio Perón temía la reacción incontrolada de los seguidores de su mujer, que podrían, en un gesto demente, salir a vengarse de su infortunio. De manera disimulada todos ellos se preparaban para festejar la muerte inminente de “la Yegua”. Alguno llegó una noche 37
para las celebraciones. Pero se solapaba con la prevención o el miedo. –Esta noche no sale nadie a la calle. Esto se puede poner bravo y los negros son capaces de cualquier cosa… –sentenció el doctor Roseto. Volví despacio a mi casa y, por primera vez, me paré frente al altar con la foto de Eva que estaba en la esquina del bar de Lorenzo, las velas dibujaban los rostros de las viejas que rezaban entre lágrimas y mocos, mientras Eva le sonreía desde el cuché. En medio de tantos sentimientos confusos, irreconciliables y tamaña ausencia de reflexión y compasión, se abría una noche interminable en la cual Evita no podría morirse de verdad. Tras la caída del peronismo, en 1955, su cuerpo momificado fue secuestrado por los militares de su espacio de culto en la sede de la CGT, y comenzó a vagar durante años por medio mundo. Todo al antojo del odio de sus captores que, sin saberlo, se habían empeñado en hacer de ella un “alma en pena”. Y sí, lo consiguieron... Evita no se murió nunca.
Lapidarias Cosas que el “Negro de la Paraguaya” dice que decía su madre, la paraguaya. Quizá las inventa o endilga a su madre las impertinencias que no se anima atribuirse. Eso sí, le gusta repetirlas... El que tiene cara de tonto, es tonto. Si un culto y un bruto se emparejan, hay todas las posibilidades de que el culto se embrutezca, pero muy pocas de que el bruto se cultive. ¿Que se hace el tonto? No fastidie: sólo un tonto, quiere pasar por tonto. Si te haces amigo del patrón, el día que él tenga que elegir entre su empresa y tu trabajo, te quedarás sin trabajo y sin amigo... Si no, sólo perderás el trabajo. Lo que aprendas te tiene que servir para vivir; si no, no sirve para nada. Pobre, pero honrado? Pobre por honrado... La diferencia está en que un obrero, si es marxista, cuando lo echan del trabajo no se siente culpable.
Nota del autor: El alma en pena es un personaje clásico de la mitología sudamericana: un alma que continúa deambulando por el mundo de los vivos en busca de una respuesta vital que no le dieron. La Llorona también es un personaje de leyenda muy difundido por varios países de América del Sur. Se trata de una mujer que ha perdido a sus hijos y, convertida en un alma en pena, los busca en vano, perturbando con su llanto a quienes la oyen.
Esto por lo que vas a comenzar a luchar está muy bien; pero tenés que saber que no lo vas a ver en tu vida. A un caído, todos le hacen deudas... Está bien discutir; pero... en algún momento hay que acabar la discusión. Si estás donde debes estar, terminas haciendo lo que tienes que hacer. 38
¡Luz, más luz...! La voz atronaba desde la tribuna y envolvía toda la calle; el hombre del vozarrón gastaba un negro mostacho y se cubría con un chambergo de ala ancha y flexible, tan negro como el resto de su indumentaria. Con una mano aferraba la valla delantera de la escasa tarima, mientras que con la otra se apoyaba en la del costado; la mirada se perdía por elevación sobre los tejados de zinc de los “conventillos”. El sol otoñal de una mañana de domingo inundaba el barrio de La Boca y el joven aun niño lo miraba arrobado, como viendo a un mosquetero de Alejandro Dumas y sintiendo que la voz le entraba, golpeando, por el pecho. Aun hoy, pasados más de sesenta años, recuerda cómo explicó el orador el nacimiento de algunos latifundios en la pampa argentina: “A los militares civilizadores se les concedía en propiedad leguas de la rica tierra conquistada ‘hasta donde alcanzaba la vista’. Y aquellos militares tenían vista de águila...” El orador era Alfredo Leandro Palacios, que había sido en 1904 el primer diputado socialista electo en América. Un grupo de obreros socialistas italianos del barrio de La Boca, lo había impulsado a hacer realidad la utopía de entrar en un congreso reservado a los partidos tradicionales. La campaña se había hecho en los patios de los conventillos (corralas las llaman en España) del entorno del Riachuelo, para esquivar a la policía y a las bandas de matones de los conservadores. Palacios daba sus discursos en castellano e italiano y un intérprete los traducía al xeneize*, porque gran parte de los veci-
nos eran genoveses. Singularidades del Río de la Plata... Fogosos y exultantes hasta la irritación, los obreros socialistas acudían a los mítines de los domingos a la mañana en el teatro “Torcuato Tasso” de La Boca o a la sala de actos de la asociación “Unione e Benebolenza”, en la calle Ruiz Díaz en Barracas. Allí, los mítines se cerraban con Bandiera rossa, acompañada por las suelas de las alpargatas o los botines golpeando en el suelo. Si era una cita anarquista, entonces resonaba: “Figlio del popolo oppresso in catene / questa ingiustizia ormai deve finir / tua esistenza è un mondo di pene / piuttoso che schiavo è meglio morire. / Questi borghesi traditori egoisti / che tanto disprezzan l’umanità / saran travolti da noi anarquisti / al forte grido di libertà.” Estas estrofas quizá hayan sido de lo pri-
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mero que aprendió el chico en italiano; su vecino Angelo Catanzzaro la cantaba a diario. Palacios durante toda su vida mantuvo en el frente de su casa natal, esta placa profesional de abogado: “Dr. Alfredo L. Palacios. Atiende gratis a los pobres”. Por aquel entonces, los pobres sabían que lo eran y lo consideraban una injusticia social, no un menoscabo a su capacidad. Años después, cuando el niño ya se había hecho joven, abjuró de la caricatura que Alfredo Palacios había hecho de él mismo y de sus seniles derivas ideológicas, pero siempre mantuvo viva su imagen de aquella mañana de domingo en La Boca, porque allí la cabeza se le había acomodado hacia la izquierda. Una posición que ya no abandonaría. El lunes que siguió a aquel domingo, después de comer, el niño aspirante a muchacho entraba en la Sociedad Luz, imbuido de una soberbia que le anunciaba un destino protagónico en la lucha de la clase obrera. Eso imaginaba; con tan poco se alimenta la ilusión... Cuando uno entraba en la Sociedad Luz se encontraba con dos imágenes ineludibles e igualmente maravillosas para el pobre sentido estético del chaval. Al frente, donde culminaba el primer tramo de la ancha escalera de mármol, había un elaborado y, para él, inmenso “vitreaux” en el que se veia a un trabajador sentado sobre un yunque, con la maza olvidada a un costado, que inclinaba toda su atención sobre un libro abierto. Debajo se leía “Educar al soberano”. Desde la misma posición, si se desviaba la cabeza a la derecha la mirada encontraba la cabeza en bronce de Goethe y al pie de ella la frase “Luz, más luz”.
Bandiera rossa Compagni avanti alla riscossa bandiera rossa bandiera rossa compagni avanti alla riscossa bandiera rossa la trionferà. Bandiera rossa la trionferà evviva il socialismo, evviva la libertà. Degli sfruttati l’immensa schiera la pura innalzi rossa bandiera o proletari alla riscossa bandiera rossa la trionferà. Bandiera rossa la trionferà il frutto del lavoro a chi lavora andrà. Dai campi al mare, dalla miniera dall’officina, chi soffre e spera sia pronto è l’ora della riscossa bandiera rossa la trionferà. Bandiera rossa la trionferà soltanto il socialismo è vera libertà. Non più nemici non più frontiere sono i confini rosse bandiere o socialisti alla riscossa bandiera rossa trionferà. Bandiera rossa la trionferà bandiera rossa la trionferà nel solo socialismo è pace e libertà. Falange audace cosciente e fiera dispiega al sole rossa bandiera lavoratori alla riscossa bandiera rossa la trionferà. Bandiera rossa la trionferà bandiera rossa la trionferà evviva il socialismo e la ibertà. https://www.youtube.com/ watch?v=SGVLwRwxDOw 40
Así la he conocido y allí sigue; donde se cruzan las calles Suarez y Ruy Díaz.
Dicen que fueron las últimas palabras del poeta alemán, certificadas por Carl Vogel, su médico; aunque se sospecha que el galeno no estaba junto a Goethe en el momento de su muerte. En fin... Aunque se había creado en 1899, el edificio de dos plantas de la Sociedad Luz se terminó de construir en 1937, mediante una suscripción entre sus socios. Desde su fundación, a finales del siglo anterior, éstos se habían ido sumando entre los obreros de los barrios de La Boca y Barracas, en el sur de la ciudad de Buenos Aires y próximo al Riachuelo. Entre sus primeros objetivos fundacionales figuraba el de “sostener una biblioteca pública, con una sección especializada en cooperativismo y ciencias económicas, sociales y políticas”. En esa biblioteca, que para entonces ya contaba con alrededor de 60.000 volúmenes, el joven niño se codeaba con los héroes de Salgari, se sumergía en los futuros fantásticos de Julio Verne, sentía el olor de la pólvora de Trafalgar y, sin
saberlo, se abría a las maravillosas oportunidades de la imaginación. El espacio de la biblioteca ocupaba la casi la totalidad de la primera planta, el color de su brillante suelo de madera parecía subir, sin solución de continuidad, por las altas librerías, que discurrían por todo su entorno o se alineaban, paralelas y simétricas, ocupando la mitad del espacio. En la otra mitad y de idéntico color, se disponían largas mesas de madera donde los chavales se esforzaban, entre ahogadas risas, en mantener la disciplina del silencio que imponía desde su estrado con indulgente severidad don Balbino Pérez. Embutido en un largo guardapolvo gris, el bibliotecario clasificaba los libros nuevos, atendía las demandas, devolvía los volúmenes a sus sitios, registraba con una rigurosa redondilla los libros que nos llevábamos a casa... No se lo veía ocioso ni por un momento; lo que no era de extrañar ya que el asturiano era el responsable único de esa cueva de las maravillas. 41
Pero, esa tarde, la presencia del jovenniño tenía una motivación especial; sin adivinar los alcances de su acto, iba a traicionar a sus héroes de ficción para incursionar en el mundo de los héroes humanos cotidianos. Esos que sufren, aman, son alegres sin llegar a conocer la felicidad, se desesperanzan hasta perder su dignidad o, aún sin esperanza, se mantienen dignos a pesar de las desventuras que les infieren otros humanos menos dignos. Balbino Pérez estaba introduciendo la gruesa pluma en el tintero para continuar rellenando una nueva ficha, cuando el saludo del chaval le hizo asomarse por encima de las gafas. –Buenas tardes. ¿Qué estás buscando? –susurró. –Don Balbino, traigo estos dos libros para devolver... –Sin apenas respirar, siguió–: Quiero lllevarme “El capital”. ¿Lo tienen? El bibliotecario no contestó, pero dejó reposar la lapicera, se quitó las gafas y fijó la mirada en el muchacho durante un momento como midiéndolo. Luego, se fue levantando apoyándose con las dos manos en el escritorio. Ya no era joven; más bien era viejo. Por fin, señalando con un índice huesudo y tintado una de las mesas pequeñas, junto al ventanal, le dijo: “Está bien. Siéntate en aquella....” Esas mesas, habitualmente, estaban reservadas para los lectores menores más díscolos, aquellos que era preferible mantener separados de la tribu para preservar el silencio. Aunque también eran de las escogidas por algún “raro”, de esos que desplegaban varios libros y apuntaban cosas en gruesos cuadernos. Procurando que sus tacones retumbaran
lo menos posible en la madera, el muchacho se sentó donde le indicaron y aguardó el regreso del viejo, que no tardó demasiado en volver cargado con tres volúmenes no muy grandes. Rompiendo todas sus costumbres, don Balbino se sentó frente al muchacho, protegiendo con una mano los libros como reservándolos hasta asegurarse que el potencial lector merecía llegar a leerlos. –A ver... Podrías leer El capital, pero sería mejor que empezaras por estos otros y, después, vamos viendo… ¿De acuerdo? El muchachito acepto el convenio, y así, Balbino mediante, empezó lo que sería una larga relación con su ansiedad por la justicia social. Uno de los libros era, precisamente, de Alfredo Palacios, el otro de Juan B. Justo, fundador del Partido Socialista Argentino, y primer traductor al español de El capital; pero de esto se enteraría años después. Del tercero hoy, ya viejo, aquel jovencito no guarda memoria del autor, como tampoco recuerda con precisión qué le aportaron esas lecturas afanosas. Sí recuerda que lo llevaron a la necesidad perentoria de formalizar su relación con el socialismo. Algunas semanas más tarde, el pibe* entró, acompañado de su madre, en el Ateneo Socialista de La Boca. No tenía aún edad para afiliarse, le dijeron, “pero puede ser adherente...”. Ese día, se hicieron imborrables y rectoras las palabras que su madre le dijo, al salir de ese ateneo, y que le han servido para permanecer incombustible al desaliento durante más de sesenta años: “Mira, Negrito, esto por lo que vas a comenzar a luchar está muy bien; pero tenés que saber que no lo vas a ver en tu vida.” 42
Nacayé y Ananke* A mediados del siglo pasado, hablo del XX, incluso en las grandes ciudades, había barrios o suburbios donde lo rural aún se resistía a perder terreno y donde sus habitantes se aferraban a las costumbres del pueblo que se esfumaba y rechazaban el dudoso sentido de la privacidad que se iba imponiendo en las grandes urbes. Por entonces, la pertenencia al barriopueblo era una condición que muchas gentes llevaban con gala de orgullo diferencial y, de hecho, gran parte de sus vidas transcurría sin casi salir de esas manzanas de casas bajas. Los camiones eran la avanzadilla de la modernidad pero, en un barrio vinculado al puerto de Buenos Aires como Barracas, aún convivían con unos grandes carros planos –“chatas” les llamaban– que eran tirados por cuatro o seis caballos. Gruesos percherones que con paso acompasado y lento recorrían a diario y de memoria el camino desde los barcos a la fábrica; sin apenas intervención del carretero, que dormitaba sentado en lo alto de la carga. A veces, a dos o tres metros de altura sobre pilas de maderas o fardos de algodón o tabaco. Sin embargo, las cabalgaduras hacía años que habían desaparecido de las calles; eran, acaso, un residual reservado a los festejos patriótico-folclóricos; conmemoraciones que pretendían hacernos creer que éramos los herederos de gentes que habíamos visto dibujada en los libros escolares y que, con rigor, no sabíamos qué era lo que nos habían legado. La tarde que Nacayé apareció montado y al trote, observaba al barrio desafiente
desde la altura de su caballo. A mí, apenas me saludó con un gesto de la cabeza. El animal iba rebotando sobre el empedrado como en una suerte de “claqué” y quedó atado en el árbol frente a la puerta de su casa. Con ese gesto, Nacayé marcó su desafío al barrio y la confirmación de que él era distinto. Habíamos hecho juntos los primeros años de escuela, hasta que sus padres y los maestros le concedieron el certificado de “incorregible” y lo dejaron volar a su aire. Nacayé era “raro”, y a eso sumaba la condición de temido por su violencia, que solía ir de latencia contenida a incontrolada. Su gruesa cabeza se hundía entre unos hombros amplios y los ojos, escondidos bajo unas cejas pobladas, siempre parecían amenazantes. Cuando su aparición a caballo sólo tenía dieciséis años, pero ya conocía la comisaría por dentro y había pasado algunos meses en el correccional por hurtos menores; pero prometía más. Estuvo pasando al trote o al galope durante algo más de una semana; luego, se esfumó. Aunque cada tanto, según me decía su hermano Goyo, pasaba alguna noche a visitar a su madre cuando no estaba su padre o él no estaba en la cárcel o en “paradero desconocido”. Unos años después, cuando la vieja murió, lo trajeron esposado al velatorio, y así se lo volvieron a llevar. Goyo era un par de años mayor que él y, luego de abandonar los flirteos con la pequeña delincuencia, había seguido el camino de su padre, un chaqueño fornido 43
Penal de Villa Devoto; el 14 de marzo de 1978 se produjo aquí el motín conocido como “masacre en el pabellón 7” más 60 internos perdieron la vida.
Entre recuerdos y bromas nos tomamos un par o tres cervezas y, por fin, Nacayé dijo que tenía que irse. Ya en la puerta del bar le solté esta solemme tontería: “Bueno, ahora vas a parar, ¿no?”. Me miró desde una altura lejana e inaccesible para aquel incauto estudiante de diecinueve años que yo era, y me dejó un definitivo e incontestable: “Pero, Negro, ¿qué querés que haga?”. Y lo que hizo en los meses siguientes fue convertirse en el “enemigo público” de la policía bonaerense y en el protagonista de los asaltos más sonados de “la pesada”, nombre con que se conocía en el Buenos Aires de entonces a los asaltantes que cargaban y utilizaban armas de fuego. Asaltos a bancos, joyerías o grandes empresas jalonaron sus hazañas, asaltos en los que se levantaba mucho dinero; a tiro limpio, si era necesario. Como estaba mandado, no tardó en recaer en la cárcel y una larga condena lo borró de los diarios y lo diluyó en la memoria de ese barrio donde yo ya no estaba. No supe que había salido en libertad hasta años después, una mañana en que toda la ciudad se conmovió con el motín de los presos del penal de Villa Devoto.
y de aspecto fiero que trabajaba como estibador portuario. Por el mismo Goyo me enteré que, por fin, su hermano había salido en libertad, y la tarde de un sábado me encontré con los dos en un bar fuera del barrio. Yo tampoco andaba ya mucho por mi casa. Aunque desde niño había sido de un carácter bronco, ahora Nacayé había ganado un gesto torvo, casi amenazante, pero que se fue diluyendo a medida que nos adentrábamos en la memoria de nuestras infancias compartidas y, sobre todo, de sus travesuras escolares. Ahora estaba casado y tenía una hija, concebida en una de sus fugas y tras lo cual se casó con la madre en la cárcel. Le pregunté por ella y por toda explicación me dijo “me es leal”. En aquel entonces mi experiencia de pareja era nula, y no terminé de valorar el significado que eso tenía para Nacayé. Años después me lo aclararía otro presidiario: “La fidelidad no es para nosotros. No se le puede pedir eso a una mujer cuando uno se pasa tanto tiempo en la trena. Lo importante es que te sea leal; la mía nunca me dejó a faltar cigarrillos ni un peso para el economato…” 44
Los diarios hablaron de una “operación combinada” con un ataque desde el exterior en apoyo a los reclusos que, durante unas horas, se hicieron con el control de parte del recinto e intentaron una fuga masiva. Algunos de los organizadores, todos de “la pesada”, alcanzaron a huir. La batalla, cruenta y sin cuartel, se saldó con 11 guardias y 30 presos muertos. Una masacre. Ya por la noche de ese día, Nacayé cayó baleado, por la espalda, en un descampado de la provincia de Buenos Aires. Hasta allí lo había perseguido la policía y, aunque dicen que se entregó cuando se vio atrapado, no hubo piedad. “Mi hermano estaba rico y retirado; pero lo llamaron para ayudar a algunos que estaban adentro, a los que les debía favores, y no se podía negar”, contaban al periodista sus familiares. La cara de Goyo ilustraba el artículo de la revista Ahora que, entre líneas, permitía vislumbrar los excesos de la habitual brutalidad policial antes y durante la represión del motín; pero no decía nada de que a Nacayé lo hubieran rematado cuando habría pretendido entregarse. A mí, me daba vuelta en la memoria aquella respuesta de conformidad ante lo que él había asumido como inevitable: “Pero, Negro, ¿qué querés que haga?”. Decían los profetas que el destino es un plan creado por Dios y que, por lo tanto, es ineludible, pero se me ocurre que, con alguna frecuencia, suele recurrir a múltiples y perversos agentes necesarios para su ejecución.
Violencia Vengo de la cabeza, soy una banda descontrolada, hoy no me cabe nada, vas a correr porque sos cagón. Son todos unos putos, unos amargos, unos buchones, llaman a los botones, vinieron todos, y quedan dos. Hoy vas a correr, porque sos cagón, con el culo roto, porque mando yo. Voy a salir de caño, ya estoy reduro, estoy repasado, como ya estoy jugado me chupa un huevo matarte o no. Mi vida es un infierno, mi padre es chorro, mi madre es puta, vos me mandás la yuta y yo te mando para el cajón. Yo soy el error de la sociedad, soy el plan perfecto que ha salido mal. Vengo del basurero que este sistema dejó al costado, las leyes del mercado me convirtieron en funcional. Soy un montón de mierda brotando de las alcantarillas, soy una pesadilla de la que no vas a despertar. Vos me despreciás, vos me buchoneás, pero, fisurado, me necesitás. Soy parte de un negocio que nadie puso y que todos usan, es la ruleta rusa y yo soy la bala que te tocó. Cargo con un linaje acumulativo de misiadura, y un alma que supura veneno de otra generación. Yo no sé quién soy, yo no sé quién sos, el tren del rebaño se descarriló. Ya escucho las sirenas, la policía me está encerrando, uno me está tirando, me dio en la gamba, le di a un botón. Pasa mi vida entera como un tornado escupiendo sangre, manga de hijos de puta, me dieron justo en el corazón. “Agarrate Catalina” (murga uruguaya) https://www.youtube.com/ watch?v=f_8VtUfAKn4 45
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Esas fotos Está de pie, con la mano derecha descansada en el alto respaldo y la mirada hacia el fotógrafo. Es una silla de algún estilo, acolchada, con las patas de madera torneadas y con apoyabrazos, parece reclamar que alguien llene su vacío; pero no, la mujer se mantiene de pie junto a ella. El cuerpo algo de costado y su cabeza ligeramente girada hacia el frente, enmarcada en una melena negra a lo garçon; aunque no tan corta como las que se usan ahora. El rostro algo alargado culmina en un mentón redondeado. Lleva un vestido tirado que llega hasta algo por debajo de la rodilla y que se corta con un falso cinturón, del mismo tono, a la altura de las caderas. Por encima, lleva una chaqueta del mismo material y tono, como si fuera una “rebeca” sin botones que llega a media pierna. Calza unas guillerminas claras de tacones discretos. El conjunto es claro y podría ser de tela o de punto; pero esto, tanto como los colores no se pueden definir, ya que la foto es sepia. Es la foto de mi madre, Petrona Benita Ruiz-Díaz Callejas. Todo lo que sé de ella está en esta foto. Bueno, también hay algunos relatos difusos de mi abuela que procuraron redondear la figura de esa madre que me dio cariño durante los siete primeros meses de mi vida. Es decir, hasta que terminó la suya. Esta afirmación puede admitir todas las dudas sobre su veracidad, pero la ausencia de pruebas en mi memoria nunca me llevó a suponer lo contrario.
A lo mejor mi abuela, sin siquiera intuir algo que se llamara psicología, sabía que era importante ahuyentar de un niño la posibilidad de que se creyera un hijo no querido. Mi abuela tiene un gesto suave y mirada serena; los pelos son canos y se los peina al medio para recogerlos sobre la nuca en un rodete; esto último en la foto no se ve, claro. Luce un vestido oscuro de alto escote redondeado que deja ver un cuello alargado y adornado por un collar de breves cuentas de azabache rematado con una medalla. Ese collar siempre lo llevaba y lo recordaría sin necesidad de esta foto de algo menos de medio cuerpo que, entonces, colgaba enmarcada en un óvalo de madera en la pared sobre mi cama. Siempre había tenido el pelo y la piel muy clara, por eso todos la conocían por “Albina”. Con los años, me enteré de su verdadero nombre: Teresa Manuela Callejas. Recuerdo que desde la pared de enfrente vigilaba a esta foto la de don Luciano Ruiz-Díaz, mi abuelo. Pelo y mostacho renegrido, mirando de frente con rostro firme y aindiado. Una camisa de suaves líneas verticales rematada por un cuello blanco de bordes redondeados; de él desciende una muy angosta corbata negra. Don Luciano gasta chaqueta oscura, en la solapa hay algo que parece un azahar. La mirada de mi abuelo ya es otra cosa, como si estuviera avisando “cuidado conmigo…”. Pero no da miedo y tampoco me lo daba cuando, por las noches, me acompañaba desde el otro lado de la habitación 47
hasta que me dormía. Quizá en esas veladas me incorporó el parecido. Lo conocí por esta foto; no recuerdo que mi abuela me halla hablado nunca de él, pero supe que murió antes que mi madre, que había sido agricultor o chacarero* y que había cambiado sus infortunios en el Uruguay natal por más terrones de padecimientos en la otra margen del Río de la Plata. A mi abuela Albina la ví por última vez una mañana que la bajaban, entre dos, sentada en un sillón de mimbre; con su serenidad habitual desapareció dentro de la ambulancia. Allí acabó mi etapa junto a los Ruiz-Díaz; de los Gómez se nada, ya que Petrona decidió que el tal Zenón Gómez no merecía compartir su amor. De él no hay foto. Nunca nos buscamos; parece que no nos interesamos.
alguna vez había sido Hilaria, antes que viniera a Buenos Aires. Era paraguaya y desde los cinco años he hablado con ella en guaraní, una lengua armoniosa que llegué a hacer propia y que no he sabido preservar en mi memoria. Maria Hilaria es la madre que puedo recordar sin necesidad de recurrir a esta foto, donde se ve su rostro orlado con un alto peinado rubio y una mirada serena y lejana que, para mí, no la refleja. Por lo menos, yo no le recuerdo esta serenidad o no quiero recordarla así. Decía Machado que no quería “a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en la mar”. Debe ser eso mismo... La comencé a conocer como hoy la creo conocer a mis veinte años, cuando apenas liberado de esa tortura que llamaban servicio militar y que, por entonces, se infligía impunemente a los jóvenes argentinos, huí a refugiar mi rencor en el Paraguay. En Asunción conocí a los amigos de juventud de mi madre María. Ellos se referían a ella como “Hilaria”. Supe que, en algún momento, había tenido que darse un nombre de guerra. Optó por el de “Hilaria”; supongo que por la proximidad en la onomástica, había nacido un 14
Y entró María Hilaria Me he dado cuenta de que todo lo que creo saber de mi primigenia familia me lo contó mi madre; no se confundan, no hablo de Petrona, la de la foto del principio. La primera era oriental; la segunda se llamaba María cuando nos conocimos; pero
También apunto RuízDiaz, Callejas, Benitez, y otros apellidos que aseguran que hubo godos en mi prehistoria. Aunque, no he podido identificar a ninguno que no fuera rioplatense, pero he dado continuidad a la mancha mongólica* con la que nací. ¿De quiénes la habremos recibido?
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de enero y San Hilario es el 13. Desde que la redescubrí en Asunción la he guardado como “María Hilaria”, para mí y en mis recuerdos, porque a ella no le gustaba que la llamara así: era como un medio secreto entre los dos. Memorias fragmentadas de distintas voces y momentos fueron conformando piezas de un puzle que ella no me permitió acabar: “Si no quieres que se sepa, no lo digas” me solía decir; yo lo adopté. Siempre sospeché que guardaba cosas de las que no se sentía nada satisfecha; entre ellas, siempre pensé en una dolorosa relación con su madre. “Pobre mi madre querida / cuántos disgustos le daba / cuántas veces escondida / llorando lo más sentida / en un rincón la encontraba…”; las estrofas de esta milonga de Betinotti* siempre le hacían lagrimear. Tendría motivos. Entre datos y memorias inciertas, más la suma y resta de edades posibles, llegué a dibujar una niña de unos quince o dieciseis años, ya madre, que había huido al Brasil detrás de su amante o junto a él. Entre otras medio certezas, había una segunda hija –Celia, se había deslizado alguna vez– que no llegó a superar la infancia; luego una infidelidad que no perdonó y la hizo buscar otros horizontes; seguro que hubo algunas parejas más. Pero sólo un hombre, que yo sepa, se mostró dispuesto a aprender cómo es una mujer capaz de defender su independencia y a respetarla como era . No parió más hijos, pero se ocupó de dar cobijo a desposeídos de amor y de otros bienes que aparecieron en su camino. Conocidos o por referencias llegué a contar catorce que fueron criados o apadrinados por María Hilaria. Algunos de ellos me regalaron las anécdotas que me ayudaron a delinearla con la precisión, quizá
equivocada, con la que la reconozco. Yo fui el último; quizá por eso me empeño en creer que he sido el más querido; aunque quizá sólo sea el mejor adoctrinado o el que mejor respondió a su doctrina. O sólo es que ya estaba cansada. Mis recuerdos, remendados entre grandes claros, han terminado por asignarle una dignidad inquebrantable, suponerla temeraria hasta la insolencia, tenedora de una solidaridad insultante, coherente hasta el dolor y exigente hasta el sacrificio (propio y ajeno). A ella debo también esta foto de “che rú” (mi padre, en guaraní). Aquí está Pedro Pablo Samaniego; regordete, con una mirada suave y tranquila tras sus ligeros impertinentes; vestido con ligero traje muy claro, camisa blanca y corbata oscura. Aunque yo nunca lo recuerdo como lo veo en la foto, sino enfundado en un leve pijama y sentado frente a un mundillo de folios, algunos ya rellenos y otros que cada día se ocupaba de llenar con los trazos que iba dejando su estilográfica. A ratos, dejaba la pluma, fijaba su mirada en algún punto inasible y golpeaba la mesa, acompasadamente, con el índice de su mano izquierda o empleaba índice y pulgar de la derecha en masajearse esa parte de la nariz donde se aferran las gafas. Mi niñez jugueteaba alrededor de su silla, lo que no parecía molestarle; aunque Maria Hilaria se empeñaba en repetir “no hagas ruido, está trabajando”. Entonces, él me sonreía y, a veces, me sentaba un rato sobre sus rodillas mientras seguía escribiendo. En mi vocabulario precario esos trazos de che rú se convirtieron en sinónimo de trabajar, y tardé algún tiempo en cuadrar que quienes se afanaban en hacer panes o 49
cavar zanjas también trabajaban… En esta foto, tan plácida y correcta, no se intuye el tremendo polemista que sus biógrafos aseguran que fue; un joven y brillante académico que fue atrapado por la política, un apasionado estudioso de Anatole France y de Platón que terminó fugitivo de los dictadores que fustigaba. Dos veces tuvo que huir de su Paraguay natal y terminó muriendo en Buenos Aires; creo que llevaba un corazón equivocado, uno que no estaba preparado para acompañarlo en la aventura de reivindicar los derechos de la justicia. Tengo presente con fidelidad un libro suyo con el título rimbombante de Por los fueros de la justicia y en defensa de los blasones de la Facultad de Derecho. Había una pila de ellos en un rincón; en sus portadas aparecía, al estilo de Goya, un monstruo devorador. Me daba miedo. Del funeral de che rú recuerdo, vagamente, la foto de una calle con muchas banderas que se había publicado en un periódico y que María Hilaria había guardado en una caja de lata con palabras en francés y donde se veían señoras en un jardín. Estas fotos de mis primeros próximos, siguen conmigo; aunque no sé dónde están los papeles en que se registraron y que serían la prueba de sus existencias o de la fiabilidad de mis recuerdos. Seguramente estén descoloridas o borrosas hasta lo irreconocible en algún cajón imposible; sin embargo, en mi memoria están tan brillantes como las conocí. O eso quiero creer. Tal vez serían las prisas de mi juventud o mi prepotencia recurrente de no mirar atrás, pero nunca me llevé, físicamente, ninguna de ellas.
De ‘Palabras para Julia’ Jose Agustín Goytisolo
Tú no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja como un aullido interminable. Hija mía, es mejor vivir con la alegría de los hombres que llorar ante el muro ciego. Te sentirás acorralada te sentirás perdida o sola tal vez querrás no haber nacido. Yo sé muy bien que te dirán que la vida no tiene objeto que es un asunto desgraciado. Entonces siempre acuérdate de lo que un día yo escribí pensando en ti como ahora pienso. La vida es bella, ya verás como a pesar de los pesares tendrás amigos, tendrás amor. Un hombre solo, una mujer así tomados, de uno en uno son como polvo, no son nada. Pero yo cuando te hablo a ti cuando te escribo estas palabras pienso también en otra gente. Tu destino está en los demás tu futuro es tu propia vida tu dignidad es la de todos. Otros esperan que resistas que les ayude tu alegría tu canción entre sus canciones. Entonces siempre acuérdate de lo que un día yo escribí pensando en ti como ahora pienso. Nunca te entregues ni te apartes junto al camino, nunca digas no puedo más y aquí me quedo. La vida es bella, tú verás como a pesar de los pesares tendrás amor, tendrás amigos. (...) https://www.youtube.com/ watch?v=mZAoHFwOM8U 50
Caballería rusticana La avenida Rivadavia de Buenos Aires con sus algo más de 30 kilómetros era la calle más larga del mundo; por lo menos, de eso presumían los porteños a principio de los cincuenta. Ahora, con la globalización de los datos nos hemos enterado de que hay tres calles más largas que ella en Chicago, Los Ángeles y Nueva York; por ese orden. La última está en debate por escasos metros. Hoy, Rivadavia sigue arrancando en la plaza de Mayo, casi junto al Río de la Plata, y se lanza hasta superar el límite más lejano de la ciudad y continuar más allá. Su recorrido es desparejo en atractivos y siempre lo ha sido. De hecho, durante sus primeros 700 metros es una calle angosta y vulgar de tiendas olvidables; se convierte en avenida unos doscientos metros antes de llegar al Congreso de los Diputados. Una vez pasado este palacio, donde se cocinaron muchos de los infortunios argentinos, está la parte de Rivadavia que quiero recordar. En el número 2330, entre los años 1903 y 1967, existió el Teatro Marconi, que se había levantado sobre los escombros incendiados de un anterior Teatro Doria. El Marconi tuvo unos pocos años de auténtica gloria; coincidentes con la visita de un mes y medio de Giacomo Puccini a Buenos Aires, en 1905. El ya popular compositor acudió al Río de la Plata tentado por los 50.000 francos que recibiría del diario La Prensa, más todos los gastos pagados. Dicen las crónicas de la época que en el estreno mundial de la versión definitiva de su ópera Edgar, el 8 de julio en el Teatro
de la Ópera, “el elenco estuvo compuesto por Giovanni Zenatello (‘Edgar’), Rina Giacchetti (‘Fidelia’), Giannina Russ (‘Tigrana’), Ernrico Nani (‘Frank’) y Remo Ercolani (‘Gualtiero’). Al terminar la función “era agasajado por un público que aplaudía de pie, y luego lo acompañaba hasta su alojamiento, mientras un joven aficionado iba cantando Che gelida manía”. Tres años después de esto el ayuntamiento bonaerense inauguró el gran Teatro Colón. Exquisita obra arquitectónica que, a poco, se convirtió en uno de los polos internacionales de la ópera y terminó con la ilusión del Marconi de ser el templo argentino del bel canto. No obstante, su escenario perseveró en su dedicación a la operística, aunque alternando con géneros como la zarzuela o el sainete criollo. Así, en las crónicas de los diarios pasó a ser “el Colón del Oeste”, una comparación que lo definía como un claro segundón de la cultura oficial representada por el público del Colón. Sin embargo, el Marconi supo ganarse un público fiel entre los trabajadores inmigrantes; sobre todo, los italianos aficionados a la ópera, que eran legión y no podían pagar los precios del Colón. Los varios programas que las radios dedicaban a este género ratificaban la nutrida existencia de seguidores del género. Varios de ellos se emitían los domingos por la mañana –era el único día no laborable, por entonces– y era cuando las voces de Renata Tebaldi, Tito Schipa, Beniamino Gigli, Mario del Mónaco o los más populares Carlo Buti, Marisa Fiordaliso o Mario Lanza escapaban por las ventanas 51
El Teatro Marconi fue el templo “popular” de la ópera para los inmigrantes italianos.
e inundaban las calles de mi barrio. Ese era el público que los sábados y domingos por la tarde acudía al Marconi. Obreros del puerto, tejedoras de los textiles de Barracas o conductores de tranvías, aliñaban sus gastados trajes de las bodas y daban lustre a los gruesos botines para acudir a esa cita. Poco a poco, el teatro de la calle Rivadavia fue dejando atrás sus buenos tiempos y las compañías que allí fueron recalando ponían más vocación que oficio; la propia orquesta estable sufría por la falta de ensayos y directores rigurosos. Para hacer caja, el Marconi tuvo que recurrir a ofertas “atípicas” que, sin embargo, tuvieron muy buena acogida. Una de ellas fue el concurso de voces dedicadas a la canción italiana. Sobre los cincuenta estos festivales fueron el trampolín a la fama de muchos cantantes, la mayoría de los cuales recalarían en la música popular. Su público, en los sesenta, era culturalmente sencillo y económicamente pobre,
pero profundamente amante de la lírica. Recuerdo a mi vecina Vicenta Giordano llorando al lado de la radio mientras, una vez más, Renata Scotto o Anna Moffo morían en Madama Butterfly. Esa afición apasionada dio algunas anécdotas, entre ellas la que nos regaló don Gaetano D’Avanzo una tarde, al regresar del Marconi. Gaetano era aficionado a la canción italiana, había participado alguna vez en los concursos de canto del teatro, y era de protagonismo obligado en los cumpleaños o bautizos. Bastaba un breve reclamo de la concurrencia para que calentara la garganta, se apoyara con ambas manos en el respaldo de una silla, y se arrancara con Mamma o Funiculì, funiculà*; el repertorio no era muy extenso, pero repetido. Aquella tarde noche, sobre las ocho o nueve, Gaetano recaló, como era obligado en el bar de Lorenzo y mientras se pedía un primer vaso de vino contó que 52
había ido a ver Cavalleria rusticana. Como ustedes recuerdan, la ópera de Mascagni es un dramón en toda regla; con dosis vitales de amor, desencuentros, infidelidad, honor, venganza y muerte; como debe ser. Esa tarde, contó don Gaetano, a las desventuras del “compare Turiddo” por el casamiento de Lola con Alfil y la infidencia de Santuzza, se sumó el maltrato que al personaje de Mascagni le infería con todo el tenor que le daba vida. A lo largo de toda la obra cada una de sus intervenciones poco afinadas iban provocando toses y elevando los rumores de los más atrevidos, como siempre ubicados en el gallinero*. Llegando al final de la ópera el enfado del público ya era notable. Hasta que por fin se oyó la voz de la aldeana que, llegando desde el aforo, anunció la venganza del
marido engañado. Lanzado el tremendo: “Hanno ammazzato compare Turiddu”, en medio del silencio que sigue al anuncio llevando el drama al clímax y antes que Santuzza se desplomara, espantada por la muerte de su amante, como marca el guión, una voz desde las alturas sentenció: “E hanno fatto bene…” Gaetano dijo que fueron pocos los espectadores que pretendieron acallar las risotadas y muchas las palmadas que jaleaban la intervención del espontáneo. Con los ojos congestionados por la risa don Gaetano repetía “hanno fatto bene…”, “hanno fatto bene…”, sin parar de reír; aunque dándose tiempo para apurar el tercer vaso de vino. Todos terminamos convencidos que el autor de aquella intervención jocosa había sido Gaetano.
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Los putos Esa mañana Horacio, el portero, le comentó que una mujer le había preguntado por él; bueno, en realidad, había preguntado: “¿Aquí viven un par de chicos que son del teatro?”. Agregó que ya la había visto la tarde anterior indagando en la acera de enfrente. Horacio le había dicho que no sabía de nadie así y que, además, allí no vivía ninguna pareja de chicos. Beto agradeció la discreción del portero. Además, no había mentido del todo; a pesar de que pasaban mucho tiempo juntos y que él se lo había sugerido varias veces, Rubén no vivía con él. Aunque con eso hubiera ganado comodidad, prefería seguir en esa pequeña habitación con derecho a cocina de San Telmo que, muchos meses, debía ayudarle a pagar. Además, tampoco eran chicos: Rubén tenía veintiocho años y Beto se empeñaba en aparentar, con algún éxito, que no había cruzado la línea de los cuarenta. En cuanto a lo del teatro, hacía muchos años que Beto había enterrado su efímera afición por la dramaturgia para incursionar en la poesía y vivir del periodismo y las traducciones. Seguía frecuentando el ambiente de los teatros sólo por trabajo y, claro, por Rubén que persistía en su ilusión de vivir del teatro. Aparentó no darle importancia a la novedad del portero, pero le dio las gracias y entendió que, en realidad, lo estaba previniendo y diciéndole que había mentido para protegerlos. Mientras subía en el ascensor y ya en el piso volvió a sentir esa conocida y des-
agradable sequedad en la boca y ese vacío en la boca del estómago. Otra vez el miedo y otra vez las ganas de huir, de alejarse de ese entorno de mierda. Esa noche se lo volvería a pedir a Rubén, aunque ya sabía cual sería la respuesta: “Andate. Para vos es fácil, sos italiano, hablás tres idiomas, tenés amigos en París. Pero yo nací aquí y todo lo que tengo esta aquí… Vos, andate si querés…” Miró las paredes medio desnudas que hasta hace unos meses había ocupado una nutrida y desordenada biblioteca; desprenderse de los libros y papeles “peligrosos” le había llevado una noche entera de viajes al incinerador. Mientras, Rubén le había ido repitiendo que era un paranoico y él le reprochaba que fuera un jovencito irresponsable que se empeñaba en no querer ver la realidad que estaban viviendo. A veces, pensaba que le gustaría ser como Rubén, que no se contaminaba con el desencanto y que seguía confiando en que habría un futuro de justicia para ellos; que no había que desesperar, sino que perseverar. Con la mirada perdida en la biblioteca desmantelada, repasó los últimos años sin encontrar ninguna razón para perseverar, pero tampoco se sentía capaz de iniciar algo en otro lado sin Rubén a su lado. Era lo más parecido a una pareja que había tenido en su vida. A finales de los sesenta las ruinas del Onganiazo* habían asfaltado el camino de la ilusión. Como la ilusión se alimenta con poco, la descomposición del gobierno 55
de los militares y el seguro retorno del peronismo había despertado en algunos y resucitado en otros la idea de que la justicia social también debía contemplar los derechos de los maricones. “Homosexuales” decían unos pocos; “putos”, la mayoría. Los que como él habían estado en Europa habían visto cómo en algunos países eran aceptados por gran parte de la población y que en otros podían vivir con cierta normalidad. Desde la niñez lo había perseguido el miedo a ser. Para que lo quisieran fue un niño bueno hasta la vejación y tardó mucho en entender, gracias a la lectura, que tenía derecho a ser. Los libros fueron durante largas tardes y solitarias noches el refugio perfecto. Después llegó la urgencia del deseo, que se resistió a ser solitario y lo obligó a salir al miedo y a temblar, pocas veces de placer. Irse a Europa fue un bálsamo; volvió para atender a su madre, aunque no tenía claro por qué se quedó cuando ella murió meses después. Cuando volvió, a principios del ’72, los maricones estaban bajo el estado de sitio para el sexo impuesto por el jefe de la Brigada de Moralidad de la Policía Federal, un tal Margaride. La “tía Margarita” le llamaban en los lugares de ambiente con ese humor gay que pretendía eludir, mentalmente, el miedo a la persecución a la que estaban sometidos. Los baños públicos y otras “teteras” eran vigilados, y quienes no resistían la tentación de acudir a ellos se jugaban el cuerpo. Yirar* por las estaciones, los parques u otros lugares de levante* era, igualmente, temerario. No se trataba sólo de ser detenidos; ser rapados “a cero” podía ser la menor de las
vejaciones, se repetían las palizas y las muertes violentas de algunos de ellos no habían sido nunca aclaradas; pero todos sabían que eran los parapoliciales. Beto pensó, entonces, en juntar algún dinero y regresar a Barcelona o, tal vez, a Milán; en los dos lugares tenía amigos. En eso estaba, ahorrando y cuidándose –casi enclaustrado–, cuando un chico de la editorial le habló de un recién creado, le dijo, Frente de Liberación Homosexual (FLH). Gente que estaba ilusionada con que la justicia social de Perón debía incluir los derechos de los maricones. Lo invitaron a una reunión de estos ilusionados del “frente” en Avellaneda; no es que tuviera mayor ilusión ni curiosidad, pero la posibilidad de salir de la vida de anacoreta en que se había refugiado lo tentó y fue. Allí conoció a Rubén, y esa misma noche se lo trajo a casa; aunque no pensaba que fuera a durar tanto, estas relaciones siempre habían tenido corto recorrido. El escepticismo era la tónica de Beto; quizá por eso le fascinó el entusiasmo que desbordaba en Rubén. Él creía en la organización de los maricones y que todo tipo de discriminación se iba a tener que resolver desde la revisión ideológica del justicialismo. Era inasequible al desaliento; creía en el triunfo de esa lucha tanto como seguía creyendo en sus posibilidades como actor. Muchas veces, viéndolo gesticular sin convicción o recitar sin comprender el texto, Beto había estado tentado de decirle que dejara la interpretación. Pero se decía que nadie tiene derecho a terminar con los sueños de los otros... Cuando lo veía preocupado porque no le ofrecían nada, no tardaba en llamar a algún director amigo o a un productor de 56
televisión para que le ofertaran alguna cosa. La euforia que entonces le ganaba a Rubén lo irritaba. Además, le jodía deber estos favores, que luego le hacían pagar con una crítica “amiga”. No es que valorara demasiado su trabajo de crítico, lo veía como una suerte de función de prescriptor de la compra de entradas. Hacía años que le aburría todo el teatro que veía y lo consideraba un pasatiempo mediocre ofrecido por una cofradía de mitómanos exhibicionistas dispuestos a cualquier cosa por un aplauso como había dicho alguna vez para horror de algunos diletantes. Rubén lo odiaba cuando decía estas cosas y aunque se esforzara en explicárselo, tampoco podía entenderlo; él se preparaba para el teatro haciendo yoga y cuidando su cuerpo joven en el gimnasio. Nunca terminó de leer ninguno de los libros que le había comprado sobre teoría del teatro, ni siquiera el escrito por él, que le había dedicado. Su ilusión por Rubén lo arrastró a sucesiva reuniones del “frente” donde, a veces, amanecían algunas ideas originales y se disparataba bastante. Fue en una de las últimas a las que concurrió en que surgió la idea de rescatar una estrofa de la marcha peronista como emblema de lucha. Ya estaban próximas las elecciones y el Tío Cámpora sería el presidente de la igualdad, aunque fuera por delegación de Perón, y los maricones sentían que tendrían su espacio de respeto en el país. Beto le seguía el discurso a Rubén y a otros amigos, pero no lo creía; sabía que los hábitos de un país nunca cambian así de golpe. En toda forma, contribuyó a la elaboración de la entusiasta pancarta que proclamaba la ilusionada estrofa sacada de la Marcha
Peronista: “Para que reine en el pueblo el amor y la igualdad”. Con ella entraron en la plaza de Mayo ese 25 de mayo en que Cámpora asumió la Presidencia; la concentración de euforia era tan grande como la de personas y entre decenas de pancartas se abría paso la de la ilusión de los maricones. La intención era llegar y plantarse en el centro de la plaza. Hacia allí iban avanzando cuando, entre el murmullo ensordecedor, se fue elevando desde un costado de la plaza un sonoro muro de rechazo. Cientos de voces de compañeros de la militancia peronista cantaban, eufóricos de una moralidad nauseabunda: “No somos putos, tampoco faloperos*: somos soldados de Evita y Montoneros”. Beto no recuerda nada más de lo que dicen que sucedió aquella tarde; sin reparar en Rubén se fue caminando por la Diagonal norte hacia el Obelisco, arrebatado de humillación. Mientras se iba alejando del bullicio, se repetía “soy un pelotudo*” y así fue ganando distancia, hasta desaparecer esa chispita de esperanza que le habían insuflado sus amigos en los últimos meses. Una vez le habían dicho que “un pesimista es un optimista bien informado”. Ahora, sólo en el piso, recordaba cómo el idilio de sus amigos con las promesas ilusionantes del “tío” Campora duraría los 49 días de su mandato; luego fue llamado a pagar la hipoteca de los votos delegados por Perón desde Madrid. En mayo del año siguiente –con Peron ya en el poder– esos “soldados de Evita y Montoneros”, que habían rechazado a los homosexuales de sus filas porque temían que su falta de hombría los convirtiera en delatores, serían los expulsados de esa misma plaza de Mayo por un general 57
Con los supuestos aires de libertad el FLH se animó a manifestarse. Duraría poco...
vetusto que se meaba con ganas sobre la esperanza de los jóvenes. Cuando Perón encumbró a la ultraderecha todo fue a peor: las brigadas de Margaride te podían parar en cualquier lado y dejarte atado a un árbol con un cartel infamante en el pecho. El propio “Brujo” López Rega desde la revista El Caudillo había llamado a depurar el país de la inmoralidad e incitado a matar homosexuales. Y el círculo se había cerrado con el golpe de Videla; ahora, la gente desaparecía. Por fin, Beto volvió a la realidad, sintió que el aliento se le regularizaba y comenzó a cavilar sobre lo que le he había contado el portero. Ahora, ya no era pánico sino un miedo racional que le estaba exigiendo tomar alguna decisión. Era una locura seguir quedándose en Buenos Aires, y lo primero era no quedarse en casa esa noche. Cogió el maletín que había comprado en Venecia y metió un pijama, un pantalón, un par de camisas y cuatro cosas más;
además de todo el dinero que tenía escondido debajo del último cajón de la cocina. Nunca se había fiado de los bancos, siguiendo el consejo del abuelo Giovanni. Maldijo el teléfono que hacía ya dos meses que no funcionaba. Rubén, a esta hora, ya debía estar en el teatro ensayando; iría a buscarlo para que no viniera a casa y pasarían la noche en un hotel o, mejor, en casa de alguna amiga. Los hoteles eran peligrosos para dos maricones. Cuando ya había salido de casa y estaba en la esquina se asombró de la diligencia con que había actuado. Era impropia de la morosidad con que siempre hacia las cosas o decidía algo. Era como si el miedo se hubiese adueñado de su cerebro y lo haciera actuar como si otro estuviera pensando por él y guiándolo en sus decisiones. Ya en el subte* calculó que Rubén debía haber llegado al teatro a eso de las siete y que ensayaría hasta cerca de las diez y media. Así que decidió pasar primero por la oficina de Ramón Bosch Frías, el editor 58
para el que hacía traducciones, y le pediría que le adelantara el pago de todos los trabajos entregados. De pronto, sin saberlo, sentía que ya no volvería más a su casa. Ramón no estaba, pero la secretaria lo localizó por teléfono. Beto le explicó a grandes rasgos que tenía una urgencia y necesitaba dinero; no preguntó nada y le dijo que lo esperara. Habrá tardado una media hora en llegar y lo hizo pasar a su escritorio para que le contara qué le pasaba. El catalán se puso serio, suavemente levantaba los ojos al techo y golpeaba con las palmas abiertas los brazos del sillón, mientras lo escuchaba. Después fue hasta la caja fuerte, abrió y contó unos cuantos billetes de un fajo de dólares. Los puso sobre el escritorio. –Aquí tienes algo más de lo que te debo. Ya me lo devolverás, te puede hacer falta… Tano*, hace mucho que te digo que te conviene largarte de este país; ni sé para qué has vuelto… Rebuscó en un cajón del escritorio y sacó unas llaves. –Son del pisito de Palermo; es muy discreto, ya sabes que yo me cuido. Mejor, te escondes por unos días… Y yo que tú me pondría en contacto con la embajada italiana; aunque tengas el pasaporte en regla, no importa, que la cosa no está para bromas. Mañana hablamos... Lo acompañó hasta el ascensor y lo despidió con unas palmadas en la mejilla. Cuando salió a la calle ya eran las ocho y cuarto, el teatro estaba a sólo doscientos metros. En el hall sólo estaban dos o tres personas; le explicaron que el ensayo se había suspendido porque se había cortado la luz. Rubén se había marchado...
El Frente de Liberación Homosexual (FHL) se formó en 1971 y desapareció en 1973, tras el suceso de Plaza de Mazo que aquí refiero. En él militaron intelectuales como Manuel Puig, Juan José Sebreli, Blas Matamoro, Néstor Perlongher o Juan José Hernández. En su documento fundacional decía: “El F.L.H. es una organización no verticalista ni centralista de homosexuales -en la que también pueden participar los heterosexuales que renuncien a sus privilegios- que se ha abocado a la tarea de integrar las reivindicaciones específicas del sector homosexual al proceso revolucionario global. Es un movimiento anticapitalista, antiimperialista y antiautoritario, cuya contribución pretende ser el rescate para la liberación de una de las áreas a través de la cual se posibilita y sostiene la dominación de la mujer y el hombre por el hombre, en el convencimiento de que ninguna revolución es completa, y por lo tanto, exitosa, si no subvierte la estructura ideológica íntimamente internalizada por los miembros de la sociedad de dominación. Somos conscientes que el sistema maneja amplios sectores del pueblo valiéndose de la moral, o sea, de mentiras interesadas. Somos conscientes de que el pueblo mismo abandonará sus prejuicios, que constituyen una traba concreta para el desarrollo revolucionario, en la medida que nosotros, los homosexuales, formemos parte activa y militante de una lucha que es también nuestra. Llamamos a los homosexuales, a las mujeres, a los verdaderos revolucionarios a realizar el esfuerzo que supone cuestionar las pautas originadas en el sistema de explotación, a fin de recuperarnos a nosotros mismos como actores eficientes de una revolución sin retrocesos.” 59
25 de mayo de 1973; ese día las ilusiones fueron destrozadas. Ni amor, ni igualdad...
Miró en los bares de las dos esquinas, pero no lo encontró; dudó entre ir a buscarlo al cuarto de San Telmo o volver a casa. Se decidió por lo segundo; sería sólo un momento, se lo llevaría del piso sin escuchar sus tonterías; aunque tuviera que sacarlo a bofetadas. Unos cincuenta metros antes de llegar a la esquina de su casa ya vio que la calle estaba cortada: dos coches atravesados, policías y civiles armados apuntando a las ventanas. Aunque el miedo le pedía salir corriendo, las piernas siguieron avanzando en línea recta sin apurar el paso. Algunos vecinos estaban parados en la esquina frente a la verdulería mirando en dirección a su casa. Giró por detrás de ellos sin que nadie lo reconociera y se fue alejando, sin prisas,
hacia la avenida Rivadavia. Se llevaba en los oídos el comentario de una vecina: “No sé a quién venían a buscar, pero mi hijo vio desde la ventana que sacaban a uno…”. Una señora, que iba en su misma dirección, lo miró distraída y dijo: “Bueno, en algo estaría, ¿no?”. A Bosch Frías lo volvió a encontrar dos años después en Barcelona; cenando en la Barceloneta, le estuvo contando como había dado por terminada su aventura editorial en el Río de la Plata. –Ya no había nada interesante que se pudiera publicar, y los buenos lectores os habíais marchado... –ironizó mientras degustaba un arroz negro. Por fin, treinta años después, y empujado por la insistencia de Giorgio que no cono60
cía la ciudad, Beto había vuelto a Buenos Aires. Desde la tarde en que se conocieron, su nueva pareja insistía en que “Te va a hacer bien. Vos sos de allá y tenés que volver para espantar los fantasmas”, le decía en su porteño contagiado que iba mezclando con su napolitano natal. Beto negaba la existencia de esos fantasmas; el dolor por la desaparición de Rubén se había convertido en un difuminado recuerdo en el que se mezclaba el cariño y la pena. En Buenos Aires recaminó solo o con Giorgio los espacios conocidos, les superpuso imágenes, sonidos y hasta los olores que recordaba. El resultado fue una suerte de pantomima
donde se arratonaban los colores que tenía en la memoria; aquellos recuerdos que habían permanecido frescos durante años se habían ajado en pocas horas, y los personajes queridos u odiados se despatarraban como títeres abandonados. En pocos días toda la ciudad se le fue convirtiendo en un escenario donde sus recuerdos no se reconocían, pero que tampoco eran reemplazados por nuevas emociones. Veinte días después habían vuelto a Milán, donde Giorgio reunió a los amigos en una cena para desbordarlos con sus emociones porteñas y las sensaciones de una “ciudad increíble”. Beto sonreía...
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Deben ser los gorilas... Serían las diez de la mañana cuando entré por la puerta principal del Ministerio de Guerra y dejé fuera la fina llovizna que me venía martirizando desde que bajé del tranvía, a unos trescientos metros. Era junio en Buenos Aires, soplaba la sudestada y la garúa* se colaba por debajo del paraguas, igual que el frío húmedo se colaba entre la bufanda y el cuello. Una sensación muy desagradable para mí, que siempre fue muy friolero. Esa mañana no había pasado por la oficina, venía directamente desde mi casa; eso siempre me daba una absurda sensación de libertad. Hacia algo más de un año que había comenzado a trabajar. Tenía diecisiete años, no estaba seguro de que seguir estudiando me fuera a aportar nada importante para mí, en cambio, me tentaba disponer de dinero propio. En toda forma me apunté al bachillerato nocturno –se lo había prometido a mi madre– y una vecina me consiguió trabajo en la editorial Peuser, que estaba a una calle de mi casa. Cuando terminé el ciclo primario se me había ocurrido estudiar artes gráficas, simplemente porque me gustaban los libros y su olor. Como igual podía haber elegido cualquier otra cosa, aquello no pasó del primer curso. Aunque eso fue suficiente para adquirir algunos principios básicos de impresión que no muchos jóvenes manejaban y que me sirvió para que en Peuser me pusieran de ayudante de los comerciales del taller de impresión. Uno de los productos destacados de esta
potente editorial, fundada por un inmigrante alemán en el siglo XIX, eran los llamados libro mayor* pero los nuestros eran personalizados. El sistema para su impresión había sido introducido por el fundador. En estos libros, además de las clásicas columnas de “debe” y “haber”, las empresas podían solicitar cuantas variantes creyeran necesitar y adaptar el ancho y color de las columnas a su gusto. El invento fue pronto adoptado por muchas de las grandes empresas, bancos y ministerios que disponían de libros personalizados con hasta decenas de columnas. Cuando los registros realizados los agotaban o se querían introducir nuevas variantes, había que imprimir un nuevo libro; para lo que era necesario hacer copia manual de las cararaterísticas gráficas del anterior e introducir las modificaciones que se indicaran. Eran unos libros gigantes, muy pesados, que no se podían trasladar, y que algunos clientes tampoco querían que salieran de la empresa. Entonces, me presentaba yo con una larga tira de papel de calco y me dedicaba a copiar al milímetro las columnas, apuntando también el cuerpo y color de las líneas. Fue precisamente esta tarea la que me llevó en la mañana del 16 de junio de 1955 a los sótanos del Ministerio de Guerra, de donde saldría ya cerca del mediodía rumbo a la editorial. Cuando ya había subido al tranvía, se oyó el ruido de unos aviones sobrevolando la vecina plaza de Mayo, creo que por 63
Con la tarea cumplida, los pilotos de la masacre aterrizaron en Uruguay.
un par de veces y un rato después unas explosiones. Alguna gente dijo que era un homenaje a San Martín*; por lo menos, eso creo recordar. Cuando bajé frente al editorial se respiraba la preocupación; cuando entré al edificio de Peuser me enteré que aquellos aviones estaban bombardeando la Casa de Gobierno y algunas otras cosas, que había disparos entre el ministerio de Marina y el de Guerra, que era del cual yo volvía. Me halagó que todos estuvieran preocupados por mi integridad; salvo yo, que me acababa de enterar de lo que estaba pasando y que sería una de las mayores masacres de los vecinos de Buenos Aires. Algún cronista consignó que “A las 12.40 del frío y nublado jueves 16 de junio de 1955 realizan su bautismo de fuego la gloriosa Fuerza Aérea Argentina y la Aviación de la Marina de Guerra Argentina: 40 aviones oscurecieron el cielo de Buenos Aires. 22 North America, 5 Beerchraft, 4 Gloster y 3 anfibios Catalina bombardean y ametrallan valientemente civiles indefensos en plaza de Mayo y alrededores. El saldo de la gloriosa gesta fueron más
de 300 muertos, entre ellos un colectivo* repleto de niños.” Fracasado el intento, los golpistas huyeron en sus aviones al vecino Uruguay. Los aviones llevaban pintadas una “V” con una cruz en el centro: “Cristo vence” querían decir, ya que en el trasfondo de esta subversión contra el presidente Perón se hallaba el conflicto entre éste y la Iglesia católica argentina. La supresión de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, la ley de divorcio o la legalización de la prostitución, entre otras, fueron las causas que rompieron el equilibrio de la relación. Esa noche se saquearon e incendiaron la Curia metropolitana y una docena de iglesias del centro de la capital. Deben ser los gorilas Al tiempo que ocurrían estas cosas terribles en las calles porteñas, en varios cines de Buenos Aires se estaba proyectando la película estadounidense Mogambo, con Ava Gardner, Grace Kelly y Clark Gable. Había sido estrenada algunos meses antes y narraba una absurda expedición a una selva africana; pero su éxito de taquilla era innegable. 64
En España, esta película tuvo la singular anécdota de que a la censura franquista le horrorizó que un claro adulterio fuera visionado por el público español. La solución del censor fue alterar el guión y convertir a la pareja del matrimonio en hermanos: parece que el incesto era menos molesto. El caso es que el marido, interpretado por Donald Sinden, participaba de la expedición para filmar gorilas en libertad, y ante cualquier ruido proveniente de la fronda soltaba “deben ser los gorilas…”. Este personaje dio pie para un sketch de un programa semanal de humor de gran audiencia en la radio argentina: La Revista Dislocada. Dos veces por semana, este sketch se cerraba con una canción que en su estribillo repetía de forma machacona “deben ser los gorilas, deben ser,/ que andarán por aquí,/ deben ser los gorilas, deben ser,/ que andarán por allí.../” Por entonces –sobre todo, después del bombardeo– toda la oposición al gobierno peronista era una fábrica de rumores golpistas. Ante el paso de cualquier avión eran muchos los de “la contra”, como se decía, que se asomaban a sus balcones ilusionados con una nueva masacre. El ingenio de algún porteño peronista comenzó a ridiculizar a esos ruidos de la oposición con el “deben ser los gorilas” que habían popularizado los humoristas de La Revista Dislocada. Así, el golpe pasó a ser cosa de los “gorilas”, es decir, de la derecha reaccionaria perfilada en la marina argentina. No obstante, un par de meses después la llamada “Revolución Libertadora” llevaría a los militares al poder. La utilización del término “gorila” para etiquetar a los reaccionarios, golpistas y, en general, a los de la caverna ultramontana
Cartel de la película “Mogambo” con Ava Gardner, Grace Kelly y Clark Gable; luego llegarían los gorilas...
se generalizó en toda Latinoamérica. Años más tarde, en los setenta, saltó el Atlántico cuando los diarios europeos comenzaron a difundir las crueldades de las dictaduras del Cono Sur. Esos gorilas, militares y civiles, ya estaban en los gobiernos de Brasil, Bolivia, Chile, Paraguay, Argentina y Uruguay. La “Dictadura de los Coroneles” griegos fue una réplica europea de aquellas dictaduras de perfil neoliberal. Pero, aún hoy, pocos conocen el origen de la palabrita.
La canción: https://www.youtube.com/ watch?v=AWD2D2cQHEw 65
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Yagua pyta* La picada* se hacía larga hasta la desesperación, no tanto por la distancia sino por esa sensación extraña de ir conduciendo en medio de una niebla rojiza que, además, finamente se iba colando no se sabía bien por dónde y depositándose, mansamente, por todo el interior de la cabina. Hasta las manos del conductor estaban rojizas del puto polvillo de la incordiante tierra colorada. Y eso que habíamos tomado todas las precauciones; hasta habíamos metido tiras de periódicos en los bordes de los cristales de las ventanillas para que ajustaran mejor. Cuando llegamos a la entrada de la picada el polvo en suspensión nos avisó de que no hacía mucho que había pasado otro vehículo, y decidimos esperar a un costado para que se asentara el polvo, pero cuando ya casi estábamos decididos a entrar llegó un camión y se nos adelantó. “Estamos jodidos”, nos dijimos y decidimos volver a esperar, pero sólo unos diez minutos, antes de meternos. No corría nada de viento, y aunque lo hubiera tendría que ser muy fuerte para superar el encierro de las apretadas hileras de talas* que se alineaban a uno y otro lado del camino. Habrán sido unos veinte minutos de penuria; por fin, salimos a la amplia planicie por donde continuaría ahora el camino. Estábamos medio ciegos y con la gargantas hechas mierda a pesar de los pañuelos apretados sobre boca y nariz que anudábamos en las nucas. Paramos un momento y bajamos a sacudirnos el polvo que se nos había acumulado sobre la ropa, agitando la tela y sin
frotar, para que no manchara. De la caja sellada con cinta de precinto, Crudegni, mi jefe, sacó unas botellas de agua, hicimos gárgaras y bebimos con ganas. El puesto de don Gregorio González ya no estaba lejos; habíamos salido cuando apenas clareaba para ver si pescábamos el camino apaciguado por el rocío, pero... El resto del camino sólo fue oír cómo la camioneta se quejaba de los baches y prometía que, en cualquier momento, podía dejarse alguna ballesta en esos trajines. La mujer de Gregorio nos vió llegar con los brazos en jarra sobre unas caderas tan finas como sus hombros y una bata descolorida que se aburría hasta debajo de la rodilla. Nos invitó a sentarnos a la sombra del alero de la casa y dijo que su marido vendría en un momento, que “esta ahí atrás adecentándose un poco”. Mientras tanto, se puso a machacar con diligencia unas raíces destinadas al agua del tereré* en el grueso mortero de madera. Volví a la camioneta a descargar las cajas que traíamos, unos antiparasitarios y otros productos para el ganado, pero con el oído puesto en lo que decía la mujer. –Es que salió esta mañana a buscar el colorado –iba diciendo, mientras trajinaba–, se fue temprano con los perros. Hace un momento, nomás, que volvió… Echó las raíces dentro de la pava* y vertió sobre ellas el agua fresca que sacó del pozo; mientras esperaba que la mezcla se asentara fue largando una retahíla de lugares comunes. –¿Hay mucho polvo en la picada? Es que está muy seca… Desde hace dos meses que no llueve. Bueno, la otra madrugada 67
Típico camino de “tierra colorada”. Su color se debe a la presencia de minerales de laterita, especialmente hierro; es muy fertil por ser rica en nitrógeno, potasio y fósforo.
un poco… Luego de probar la cebadura con un chupado largo de la bombilla*, Adela nos acercó un primer tereré, que a esa hora de la mañana y con ese calor era lo indicado y esperado. La dentadura oscura y desdentada de la mujer no hacía muy apetecible la invitación, pero, la ley del monte dicta que no se debía despreciar un mate y que hacerlo era una ofensa al anfitrión. Las gargantas castigadas por el polvo del camino acallaron las prevenciones y agradecimos el fresco beneficio del tereré. Ya estábamos en la tercera ronda cuando la mujer de don Gregorio reprochó la demora del marido –“no sé qué está haciendo este hombre”– y se levantó de golpe, decidida a llevarnos a la parte trasera de la casa.
Mientras rodeábamos por un lado de la vivienda, la mujer –Blanca se llamaba– nos iba explicando. –Es que ayer noche le dije: “Mire, González, ya es hora que usted se ocupe”... Le dije: “Esto no puede ser, nos está perjudicando cada noche… Es que usted no le da importancia de nada: primero fueron tres gallinas y, el lunes, una oveja”… Así que le dije que ya no podía ser y esta mañana, por fin, se decidió el hombre y se fue por el colorado... El hombre estaba inclinado sobre una mesa de grandes tablones vendándole una pata a uno de los perros. En el latón de zinc que tenía a su lado, seguramente, se había estado lavando las heridas que tenía en ambos brazos. Pero, ahora, su preocupación estaba en las heridas del 68
Cazando un puma a caballo y utilizando una boleadora* de un solo peso. Técnica heredada de los araucanos. Hay boleadoras de hasta cinco pesos.
perro. En el mismo latón habría lavado el largo facón* de unos cuarenta centímetros que, por el canelón, se veía hecho de una bayoneta de máuser, aunque con empuñadura de hueso. –¡Jesús, María...! ¿Qué es lo que le ha pasado al Negrito? –soltó la mujer. El hombre se giró, sin contestarle, y tras secarse las manos con la toalla que pendía de su hombro nos extendió como si la lanzara una mano gruesa, húmeda y áspera. El resto de los perros olfateaba al “colorado” hediondo que la mujer le había encomendado a don González como si se tratara de una tarea doméstica... Era un puma que a mí me pareció inmenso y que estaba colgando de los garrones en un gancho de la morera.
El anfitrión bajó el perro de la mesa, que se alejó renqueando, y nos invitó a sentarnos, pegó una chupada larga al tereré e hizo circular la vasija. Mientras, la mujer había vuelto del interior de la casa con una botella de caña paraguaya. Algunas voces y risotadas anunciaron que la peonada estaba llegando del campo para el desayuno. Serían sobre las diez de la mañana y ésa era la hora del soyo*; varios hombres saludaron desde lejos y se fueron acomodando en una mesa larga con dos bancos fijos a cada lado que estaba algo más allá de la morera. Algunos se habían acercado a ver al puma y estaban comentando, cuando a un grito de doña Blanca dos de ellos se llegaron a la cocina para regresar al momento con una olla cuartelera* que acomodaron 69
sobre la mesa de la peonada. Los platos ya estaban dispuestos. La mujer volvió con un mantel de cuadros azules y blancos con sus servilletas que, tras despejar la mesa de la batea de zinc, extendió para nosotros y sobre el cual distribuyó los cubiertos, el pan y los vasos. En el siguiente viaje a la cocina volvió con una sopera de loza blanca, la que debía de tener reservada para las visitas. De ella fue sirviendo el guiso caldoso, rojizo y espeso que ella había preparado como cada día, y en el que destacaba la carne machada a mortero alternada con verduras y algún arroz. Don González se levantó un momento para sacar del aljibe un saco de arpillera con las cervezas y mientras hacia saltar las tapas de los botellines con el borde la mesa comenzó a satisfacer –como distraído y aparentando no querer hacerlo– las preguntas que hace un rato estaban en el aire. –A mí ya me parecía que había de ser una leona... Ha de tener cachorros y con la seca no hallan de comer; por eso se arrimó a las casas. Vaya saber dónde escondió la cría, porque se van a morir… Entre cucharadas de soyo y tragos de cerveza fue desgranando su técnica bárbara. Contó que hacía que los perros hallaran el rastro de la bestia y la persiguieran hasta cansarla y, por fin, arrinconarla. Los canes, ya baqueanos, se encargaban de morderla en los cuartos traseros para que no reculara y obligarla a levantarse contra el hombre que, de frente, la azuzaba con sus gritos. González nos explicó que solía esperar la bestia a pie firme pero que, a veces se lanzaba hacia ella llevando por delante el brazo derecho –era zurdo– que iba protegido con varias vueltas de un saco de
arpillera; cuando el animal se alzaba apoyado en los cuartos traseros, lo aguantaba con el brazo protegido, mientras su mano izquierda, prolongada en el largo cuchillo, le buscaba el corazón o el cuello. Esta vez, dijo, le había bastado con una sola estocada y apenas le había costado algunas heridas, porque la leona se había lanzado a morder el brazo escudado. Lo había arrastrado con el impulso y lo había hecho caer sobre unas ramas, pero para entonces “la leona ya estaba muerta”. A media tarde ya estábamos de vuelta en el pueblo y esa noche, en el bar –que lucía el inexplicable nombre de “Así Soy Yo”–, no nos privamos de contar el sucedido al resto de los parroquianos. Alguno se asombró y otros dijeron que éste no era el primero de González, que era un leonero conocido y que no siempre le había salido tan bien, según contaban las marcas que mostraba en los brazos y en el torso. Don Luciano, un piamontés flaco que llevaba la contabilidad en la cooperativa algodonera, estaba en la punta del mostrador bebiendo su caña “Aristócrata”*. Me pareció que el dueño lo miró de reojo con una media sonrisa como presintiendo su intervención. Es que el italiano tenía por defecto rector superar o ampliar todo lo que contara cualquier parroquiano con una anécdota propia, siempre de dudosa veracidad. Bueno, tampoco esta vez pudo quedarse callado: señalándome con un dedo gordo marron de tabaco, me lanzó en su cocoliche y casi con conmiseración: “Bah... Lo leone d’aquí son bueníssimo. Leone… Leone erano lo de la Cirenaica*; que eranno mortífero e sangüinoso...”
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Berta, “La coneja” Berta era la imagen de la desdicha para todo el barrio; aunque había quien decía que alguna vez había sido agraciada: así se empeñaban en recordarla algunas viejas que la habían conocido de joven. Parece que había nacido en el barrio y cuando se casó allí se quedo. Sus padres se habían ido a vivir en una casita baja que se hicieron en Lanús y le dejaron la antigua vivienda al nuevo matrimonio. Yo la conocí siempre metida en una bata medio descolorida, con la cabellera rubia desaliñada, flaca, medio desdentada y, casi siempre, en alpargatas con el talón doblado. Se hacía difícil creer que alguna vez había sido atractiva. Aunque el negro Capato, el diariero, solía decir que “habría que verla vestida de seda, tiene lindas piernas...”. Si uno quería fijarse, era cierto que tras la bata tirada se vislumbraban algunas formas femeninas. No se la veía mucho por la calle, apenas salía para cruzar al colmado o a la carnicería, y alguna noche de verano se sentaba en la puerta para tomar el fresco. Es que Berta está obligadamente dedicada a cuidar a sus cinco hijos: el mayor de ellos tenía sólo ocho años, y el resto le habían caído en cascada. Porque a pesar de su escaso atractivo, el Ñato se ocupaba de dejarla preñada casi cada año; la maldad del barrio la había apodado “la Coneja”. Con esa perversión grosera y popular que parece creer que las mujeres se preñan a sí mismas. En cambio, el marido de “la Coneja” destacaba por su prolijidad: camisas impecables, pantalones con la raya que cortaba… Todo a punta de plancha de su mujer.
Además, era bien parecido, simpático y, claro, mujeriego. Como la mayoría de los desafectos al trabajo se había echado padrino en un partido, en su caso el Radical*, y lo habían empleado en la municipalidad (ayuntamiento). Allí no daba golpe, pero estaba siempre dispuesto para los encargos del caudillo del barrio. No se había hecho al café del barrio; él seguía con sus amigos de soltero y paraba en un bar de la calle Patricios, a tres calles, donde el más grande de sus hijos debía ir a buscarlo casi cada atardecer, encomendado por su madre, para avisarle que ya estaba lista la cena. Él podía responder al llamado o no; si tardaba, Berta le daba de comer a los niños, los acostaba y se quedaba manteniendo la comida caliente para cuando él llegara; si es que llegaba. Precisamente, una de las palizas más duras que le pegó fue una madrugada que Berta se animó a reprocharle que la dejara esperando toda la noche. Dicen que el Ñato había llegado un poco cargado de alcohol; lo cierto es que a ella tuvieron que llevarla a la Asistencia Pública* y estuvo más de una semana sin salir a la calle, para que no le vieran los morados. No es que el Ñato fuera un bebedor habitual ni de mala bebida, pero dentro de su casa tenía un carácter disparatado. Se mostraba cariñoso con los niños y amable con los vecinos, pero si la camisa que quería para ese día no estaba planchada, la montaba y lo pagaba su mujer. Además, era celoso de Berta, aunque costara entender qué pudiera haber motivos. “Se me fue la mano”, solía decir a los vecinos para disculpar las palizas que fueron 71
cayendo cada vez con más frecuencia. Manuela, la de la lechería, había recibido alguna confidencia de la pobre mujer: “Yo no me quiero quedar más embarazada y él Ñato no se quiere cuidar”, le había lloriqueado entre mocos. “Yo no me niego; al final ya estoy acostumbrada, pero que se ponga algo. La última vez me pegó porque le dije que se pusiera algo… Me dijo que era una puta y me fajó con el cinto*.” Esa vez, que no fue la última, le había roto un brazo. Berta se fue a casa de sus padres con los dos más pequeños, pero a los dos días él la fue a buscar, le lloró que los niños la necesitaban y ella volvió. Los casi dos años siguientes fueron un infierno para Berta, y se supo que una vez, por lo menos, había ido a la Isla Maciel a hacerse un aborto con “la Correntina”*. Se supo que el asunto le había salido regular porque estuvo ingresada en el Hospital Argerich una semana, por las pérdidas. Alguna paliza de las del último año habían coincidido con el turno de Pascual Ortega, el “vigilante de la esquina”, como se decía por entonces en los barrrios. Tira, cana o botón, eran también sinónimos de policía, pero lo de vigilante estaba reservado para el del barrio. El sistema de vigilancia le asignaba a un policía, en turno rotativo de ocho horas, la vigilancia de cuatro calles en cruz, lo que significaban cuatro manzanas. Los policías que se repartían esa “parada”, así le llamaban, podían pasar años cubriendo las mismas calles; todos los vecinos lo conocían y ellos conocían a todos. Además, si era hábil –solían serlo– se enteraban de la vida y milagros de todos; también conocían la pequeña delincuencia del barrio, pero apenas intervenían en las detenciones cuando se producían.
Ni siquiera controlaban el juego por dinero en los bares de la zona o las apuestas ilegales; pero lo sabían y, es seguro, que le pasaban el dato, cuando les convenía, a los colegas de la central. A Ortega le decían “el Cano” por su pelo tirando a gris: ya no era joven y estaba esperando su retiro. No supimos si por indicación del comisario o por iniciativa propia, el Cano se ocupó de apretarlo* al Ñato y, por lo menos, una vez por semana se llegaba hasta la casa a hablar con Berta o con su marido. A todo el mundo le pareció bien. Precisamente, él estaba de turno la mañana del lunes que en el Ñato terminó su vida con la cabeza partida y tirado en la mitad de la cocina. El grito de su mujer
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había paralizado el vecindario y el Cano, que estaba allí cerca, fue el primero en llegar. El Ñato estaba desparramado en el suelo, con las piernas medio encogidas y la mirada dura clavada en la lámpara del techo. El Cano apartó a la mujer y la llevó a casa de una vecina, donde la dejó para salir a llamar por el teléfono. Por entonces, en alguna de las columnas que la Compañía Telefónica utilizaba para sostener los cables del servicio, los vigilantes disponían –dentro de una caja de metal o madera cerrada con llave– de un teléfono directo con la comisaría. La ambulancia llegó un rato después casi junto con el coche de la policía; un practicante flaco y largo con cara de no haber dormido constató que el Ñato ya estaba frío y allí lo dejó esperando que llegara el juez, que sería cerca del mediodía. “Cierren la puerta, que no se lo puede mover”, dijo al salir hacia la ambulancia. En el atestado, el Cano hizo constar que cuando entró en la cocina sólo estaban la Berta de pie y el Ñato en el suelo; no había nadie más en la casa. A los chicos grandes ella los había llevado a la escuela a las ocho y los dos más pequeños, como todos habían ido el domingo a comer a la casa de los abuelos, se habían quedado esa noche con ellos. Como cada día, el Ñato tenía que estar a las once en la Municipalidad, se había levantado a las nueve y “me pidió que le planchara la camisa blanca con las rayitas celestes”, dijo Berta. En eso estaba, dijo, cuando por servirle el desayuno se le descuidó la plancha encima de una manga. Entonces, había pocas planchas eléctricas; ésta era de las de hierro, que se cargaban con brasas de carbón en su interor;
también tenía otra de hierro que era más ligera, que se calentaba sobre el fuego y era para prendas pequeñas. Esa mañana había preferido la grande y pesada porque “tenía que seguir planchando las sábanas, que las tenía esperando desde el sábado” . A nadie le extrañó que ella dijera que el Ñato “saltó como leche hervida” cuando olió y vió que se le quemaba la camisa y se le había ido encima. “No sé cómo pasó, no recuerdo qué pasó, pero es que se puso como loco”, repetía ella. La verdad o mentira es que Berta, “de puro miedo”, dijo, revoleó el brazo derecho con la plancha y la aplicó con fuerza certera en la sien izquierda de su marido. La plancha se abrió y algunas brazas saltaron sobre el cuerpo del herido. Aún ardían sobre el pecho y las piernas del pijama cuando entró el Cano en la cocina; eso estaba puesto en el atestado. Un oficial joven, que llegó acompañando al comisario, se puso a decir que le parecía que la posición de la silla no coincidía con la caída, que parecía que “el occiso” hubiera estado sentado... Aunque el comisario aparentó no oirlo, el Cano le explicó que él, con las prisas, había movido las sillas y la mesa para intentar auxiliar al herido y quitarle de encima las brasas que aumentaban el olor a quemado. Los vecinos y el diario Crítica*, que dedicó un titular de portada y una plana interior, coincidieron en que era un caso claro de defensa propia. Unos y otros le agregaron al Ñato defectos suficientes como para que nadie lamentara su muerte. Todos decían en el barrio que “se sabía que esto iba a terminar mal”. “Mejor que el muerto haya sido él, pobre mujer. Lo digo por los chicos…” Esto lo dijo el 73
gordo de la verdulería, al que nunca le había caído bien el Ñato. El juez, a los dos días, dejó en libertad a Berta y ella se refugió con los chicos en casa de sus padres; ya no volvió por el barrio ni para llevarse los muebles, de eso se encargó su hermano. El proceso habrá durado lo que suelen durar esas cosas. Nunca nos enteramos de los detalles pero, al final, supimos que le confirmaron que había sido “en propia defensa y empujada por el pánico”. Como había diagnosticado Crítica aquella tarde. En la Nochevieja del año siguiente algunos vecinos convidaron con sidra y pan dulce* al vigilante Pascual Ortega, que esa noche cumplía sus últimas horas en esa parada, después de diez años. El Cano había pedido adelantar en algo su retiro y contó que se iba a vivir a la casa que todos sabían que se había ido haciendo en Lomas de Zamora. Tiempo después, no me acuerdo cuanto ni cómo, nos enteramos que Berta se había ido a vivir con él. Cierta vez, alguien dijo recordar que, alguna vez, uno le había oído decir a “la Coneja” que alguien le había recomendado “cuando veas que te va pegar tené a mano la plancha pesada y le partís la cabeza. Eso, después se arregla...”. En fin, vaya uno a saber, se dijeron tantas cosas...
Como tú... Así es mi vida, piedra, como tú. Como tú, piedra pequeña; como tú, piedra ligera; como tú, canto que ruedas por las calzadas y por las veredas; como tú, guijarro humilde de las carreteras; como tú, que en días de tormenta te hundes en el cieno de la tierra y luego centelleas bajo los cascos y bajo las ruedas; como tú, que no has servido para ser ni piedra de una lonja, ni piedra de una audiencia, ni piedra de un palacio, ni piedra de una iglesia; como tú, piedra aventurera; como tú, que tal vez estás hecha sólo para una honda, piedra pequeña y ligera... León Felipe (1884 - 1968) Versión de León Felipe y de Paco Ibáñez: https://www.youtube.com/ watch?v=WI1rIvjzKbQ 74
Unas cartas de amor Siempre me interesaron los anarquistas: cuando pequeño los veía como figuras asimilables a los personajes de Salgari. También me fascinaba esa mezcla de desprecio y temor que yo percibía en los gestos de los que hablaban de ellos. En mi barrio, los “raros” habituales eran los comunistas, esos que la policía venía a buscar casi por rutina y que veía salir rumbo a la comisaría como resignados al trámite de la paliza que les iban a meter sin motivo alguno o por el inocuo acto de repartir octavillas a las puertas de una fábrica. Los anarquistas ya eran recuerdo y me remitían a daguerrotipos de monarcas desparramados por unas bombas redondas y negras o a unos dibujos de figuras patibularias en sentido estricto: iban camino del patíbulo por alguno de esos desparramos. Los primeros que conocí físicamente los encontré casi en pelotas y disfrutando del sol en la playa bonaerense de Vicente López: eran naturistas, se pasaban media mañana hirviendo granos de soja y hablaban muy pausado. Uno de ellos, Rubiales, trabajaba en el Ayuntamiento de Morón; los otros dos eran panaderos y el cuarto, Isidro, era ebanista, aunque siempre se presentaba como obrero portuario. Rubiales me explicó la razón de este contrasentido. Había trabajado en el puerto hacía muchos años, en la época en que las huelgas de los trabajadores de la Federación Obrera Marítima (FOM) conmovían el país. Entre 1917 a 1922 más de veinte paros llevaron a la ocupación repetida de los muelles por el ejército. Por entonces, las huelgas se reprimían
a pura bala y los trabajadores no tenían complejos para defenderse. El balance de muertos, en números, era muy favorable a la policía, pero los magnicidios caían del lado de los anarquistas. Por ejemplo, la celebración del Primero de Mayo de 1909 se saldó con dieciocho obreros muertos por la policía, pero semanas después el joven anarquista ucraniano Simón Radowitzky* reventaba con una bomba al jefe de la Policía. Isidro, cuando yo lo conocí, tenía más de sesenta años; había sido miembro del comité de huelga de una de esas huelgas portuarias, dijo Rubiales, pero a los pocos días el comité había sido desarticulado. Algunos fueron presos y otros huidos. Ante el fracaso, el sindicato optó por el regreso América Josefina Scarffó, “Fina”.
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al trabajo, pero el comité nunca desconvocó la huelga. El “joven” Isidro repudió el mandato del sindicato sin contar con el desaparecido comité y decidió no volver al trabajo. Más de treinta años después solía visitar los muelles para escupir en el suelo y mirar a los que trabajaban espetándoles “carneros”*. Él seguía en huelga. Gente como ésta, además de aportar huelgas, bombas y muertos propios y ajenos, se convirtieron en un componente vital de la organización obrera argentina. Periódicos, eventos culturales, mutualidades de asistencia, fiestas populares… Estaban en todos los sitios y en torno a ellos se generó toda una mística que los dibujaba como de una nobleza épica o como fanáticos “tirabombas”. Muchos parece que respondían a los dos perfiles. Fue tanta la preocupación que generaron en la autoridad que se dictaron leyes específicas para llevarlos a la cárcel y hasta se creó un penal en Ushuaia, en la lejana isla de Tierra del Fuego, para recluirlos. Incluso se introdujeron en el lenguaje popular cotidiano. Unas pastas dulces variadas que en la Argentina se conocen como “facturas” son conocidas por nombres como “bombas de crema”, “cañoncitos” o “bolas de fraile”. Pocos saben que así las rebautizaron los panaderos, que, por esos años, en su gran mayoría eran anarquistas. Todo esto lo recordaba yo en el verano de 2006, cuando ya llevaba treinta años en Barcelona. Esa mañana había leído que algunos días antes había muerto en Buenos Aires una anciana de noventa y tres años que respondía al nombre de América Josefina Scarffó. Sus cenizas, decía la información, habían sido enterradas en el pequeño jardín de la Federación
Libertaria Argentina. Nadie en mi familia, ni mis amigos ni la gente de mi alrededor sabe que esa anciana, apenas siete años antes de su muerte, había sido invitada a la casa de Gobierno de Argentina para recuperar un paquete de cartas que le habían arrebatado hacía varias décadas. Eran cartas de amor de las que América había sido despojada en 1931; misivas de una adolescente casi niña que se había enamorado del “hombre más peligroso de Buenos Aires”. Así calificaba la prensa bonaerense al anarquista italiano Severino Di Giovanni y el propio embajador de su país en la capital argentina decía de él que era “el más notorio y el mas turbulento de los anarquistas que apestan la colectividad italiana en esta república [...] si bien es analfabeto se ha formado, a fuerza de leer, una cierta cultura que le permite escribir artículos en sus periódicos y mantener discursos en público: todos revolucionarios, todos violentos, todos apolegéticos de los más infames delincuentes […] es un hombre capaz de cualquier sacrificio para organizar y cumplir atentados”. Ninguna de estas acusaciones, que bien podrían servir de elogios, perturbó la pasión de Fina por Severino. El 3 de diciembre de 1928 ella le había escrito: “Para que esa revolución llegue, por otra parte, no hay que contentarse con esperar sino que se hace necesaria nuestra acción cotidiana. Allí donde sea posible, debemos interpretar el punto de vista anarquista y, consecuentemente, humano. En el amor, por ejemplo, no aguardaremos la revolución. Y nos uniremos libremente, despreciando los prejuicios, las barreras, las innumerables mentiras que se nos oponen como obstáculos...”. 76
En una respuesta de aquel mismo año, Severino le decía: “El amor, el amor libre, exige aquello que otras formas de amor no pueden comprender. Y nosotros dos, rebeldes divinos (jamás nadie podrá llegar a nuestras cumbres), tenemos derecho a desagotar el pantano de la moral corriente y cultivar allí el inmenso jardín donde mariposas y abejas puedan satisfacer su sed de placer, de trabajo y de amor”. Fina, su hermano Paulino y Severino fueron apresados el 29 de enero de 1931 y ellos fusilados tres días después. Apenas dos años de amor intenso y apasionado quebrado a sus tiernos diecisiete años junto con la pérdida de su hermano más querido. En el asalto a la casa en la que se refugiaban, la policía se había incautado de esas cartas. Muchos años después, el escritor Osvaldo Bayer* las descubrió en el Museo de la Policía Federal argentina y gestionó, a pedido de Josefina, que le restituyeran
ese “botín de guerra”. Cuenta el propio Bayer, que la acompañó a la cita oficial en la Casa Rosada*, que la anciana -con gran dignidad- se negó a dar la conferencia de prensa que le pedían y que tras las declaraciones oficiales se dirigió así a todos los presentes: “Primero quiero aclararles que yo vengo a buscar algo que es mío, que quede claro. Y luego les pido disculpas, pero visitar esta casa es muy doloroso.” Josefina recordó entonces a su madre, “una mujer tan digna que vino aquí a arrodillarse y pedir clemencia por su hijo”. “Fue desde acá –subrayó Josefina– de donde salió el cúmplase de Uriburu*. Y después... cuántas madres que no saben dónde están sus hijos. Fue de acá de donde salieron otras órdenes para matar a infinidad de jóvenes.” A sus ochenta y siete años, América Josefina Scarffó mantenía intacto su amor por la libertad.
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He visto morir... Este rostro severo es el de Roberto Arlt, que, en realidad, se llamaba Roberto Godofredo Cristophersen Arlt. Había nacido en 1900, hijo de prusiano y triestina de habla italiana, y no pasó de 1942. Era un escritor de ésos que llaman “maldito” y que arrastró hasta su muerte la desdicha confesa de ser periodista. Lo fue desde los veintiocho años en el diario El Mundo de Buenos Aires. Allí se hizo conocido por la columna diaria “Aguafuertes porteñas” que los bonaerenses devoraban cada mañana. Muchas de esas aguafuertes se integrarían en un libro publicado en 1933. Arlt, a finales de los años cuarenta pasó a escribir crónicas policiales en el diario Crítica, que era el vespertino de mayor venta de la Argentina; sacaba hasta siete ediciones entre las dos de la tarde y las nueve de la noche. Llegó a vender 900.000 ejemplares diarios en una ciudad que apenas superaba los dos millones de vecinos. Era un diario singular; el día que Adolf Hitler se hizo con la cancillería alemana tituló en portada: “Pánico mundial. Un loco al frente de Alemania”. Su dueño, fundador y director, el uruguayo Natalio Botana, era un irreductible aliado de la causa republicana y llenó su redacción de exiliados españoles. Tanto que, nunca publicó la caída de Madrid. “Por respeto a mis redactores...”, explicó. Robert Arlt también hizo de enviado especial a España y Marruecos y a distintos países americanos entre 1935 y 1940. Mientras tanto, inventaba y patentaba objetos prácticos como un matasellos o una máquina de prensar ladrillos con la esperanza de que le permitieran alcanzar una independencia económica que lo
librara de la tortura de acudir cada día al periódico y dedicarse a escribir ficción. No consiguió ese bienestar económico, pero robando horas escribió una serie de cuentos, obras de teatro y novelas cortas que muchos entienden que abrieron el camino hacia la literatura urbana en la Argentina y que fueron agriamente criticadas por desprolijas y falta de estilo. En el prólogo de su novela Los lanzallamas respondió a esas críticas: “Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia”. Y como en una suerte de manifiesto, proclama: “El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente 78
de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y que los eunucos bufen”. A veces cubría su exigida cronica diaria con crímenes horribles o fantásticos que había imaginado pocos minutos antes de que el diario entrara en máquinas. Por entonces, era normal ilustrar estas crónicas con dibujos realistas. Roberto Arlt fue de los escasos periodistas autorizados para asistir, el primero de febrero de 1931, al fusilamiento del militante anarquista Severino Di Giovanni. Al día siguiente, ésta era su columna:
de cabezas. Es Severino Di Giovanni. Mandíbula prominente. Frente huida hacia las sienes como la de las panteras. Labios finos y extraordinariamente rojos. Frente roja. Mejillas rojas. Ojos renegridos por el efecto de luz. Grueso cuello desnudo. Pecho ribeteado por las solapas azules de la blusa. Los labios parecen llagas pulimentadas. Se entreabren lentamente y la lengua, más roja que un pimiento, lame los labios, los humedece. Ese cuerpo arde en temperatura. Paladea la muerte. “... artículo número... ley de estado de sitio... superior tribunal... visto... pásese al superior tribunal... de guerra, tropa y suboficiales...” Di Giovanni mira el rostro del oficial. Proyecta sobre ese rostro la fuerza tremenda de su mirada y de la voluntad que lo mantiene sereno. “... estamos probando... apercíbase al teniente... Rizzo Patrón, vocales... tenientes coroneles... bando... dése copia... fija número...” Di Giovanni se humedece los labios con la lengua. Escucha con atención, parece que analizara las cláusulas de un contrato cuyas estipulaciones son importantísimas. Mueve la cabeza con asentimiento, frente a la propiedad de los términos con que está redactada la sentencia. “... Dése vista al ministro de Guerra... sea fusilado... firmado, secretario...”
He visto morir Las cinco menos tres minutos. Rostros afanosos tras de las rejas. Cinco menos dos. Rechina el cerrojo y la puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos de culatas. Más sombras que galopan. Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir. La letanía Espacio de cielo azul. Adoquinado rústico. Prado verde. Una como silla de comedor en medio del prado. Tropa. Máuseres. Lámparas cuya luz castiga la obscuridad. Un rectángulo. Parece un ring. El ring de la muerte. Un oficial. “... de acuerdo a las disposiciones... por violación del bando... ley número...” El oficial bajo la pantalla enlozada. Frente a él, una cabeza. Un rostro que parece embadurnado en aceite rojo. Unos ojos terribles y fijos, barnizados de fiebre. Negro círculo
Habla el reo –Quisiera pedirle perdón al teniente defensor... Una voz: –No puede hablar. Llévenlo. El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. 79
perpendicular al pelotón fusilero, retirarse unos pasos. Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas? –Pelotón, firme. Apunten. La voz del reo estalla metálica, vibrante: –¡Evviva l’anarchia. –¡Fuego! Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia. Muerto Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra. Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez, de Última Hora, Enrique Gonzáles Tuñón, de Crítica, y Gómez, de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara: –Está prohibido reírse. –Está prohibido concurrir con zapatos de baile.
Algunos espectadores se ríen. ¿Soncera? ¿Nerviosidad? ¡Quién sabe! El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate. Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar. Ha formado el blanco pelotón de fusileros. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita: –Venda no. Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso. Surge una dificultad. El temor al rebote de las balas hace que se ordena a la tropa, 80
Pobreza “energética” Vivo, desde que llegué a Barcelona, en la “Esquerra de l’Eixample”, en lo que ahora se está dando en llamar “Nova Esquerra de l’Eixample” o “Eixample Alt”; en cuarenta años no he movido mi residencia más de unos trescientos metros. Según las estadísticas municipales y la simple visita a sus calles y plazas, queda certificado que aquí vivimos muchos viejos. Una de nuestras tendencias es hacernos clientes habituales de los comercios de la zona. Como los viejos somos de natural desconfiados, buscamos la complicidad de los tenderos para atenuar nuestra insegruidad a la hora de detectar un buen fruto en sazón o un pescado fresco. No sé cómo se generan ciertas sinergias etno-comerciales; pero en mi barrio una de ellas es la de los chinos con su habilidad para hacerse con los bares tradicionales del barrio sin perder los parroquianos de años e incluso ofrecer un pa tomàquet* de una calidad que ya se estaba perdiendo. Otra sinergia es la de los paquis*, capaces de velar sus mercancías durante las veinticuatro horas y convertirse en un servicio de urgencia; también la de los sudamericanos de la costa atlántica contratados como expertos pescateros en supermercados o al frente de tiendas de frutas y verduras. Yo soy habitual de una de estas últimas que atienden dos ecuatorianas que se han dejado ganar por la guasa propia de las verduleras de antaño; allí estaba yo trajinando una mañana por unos brócolis cuando una pareja de ancianos se detuvo en la puerta. Ella se quedó apoyada en su carrito de
la compra, mientras él se dirigía al interior. Con una fugaz mirada de complicidad la más gordita de las fruteras le marcó el fondo de la tienda y se dirigió hacia allí. El hombre había sacado una bolsa de compras de manufactura casera y ofrecía su boca abierta a la dependienta que estaba ya aplicada a meter en ella algunas verduras que ya tenía apartadas. –Hola, maca… Si us plau, no me pongas nada para cocinar… Es que… ens han tallat el gas...* –dijo, bajando un poco más la voz. Como si no le diera importancia al tema, que sin duda era grave para el anciano, la gordita le sonrió; aunque la notaba más preocupada por evitar que yo oyera la conversación. Luego acompañó al viejo hasta la puerta y se asomó para saludar a la anciana. –¿Cómo vamos, seña Tresina…? ¿Paseando un poco? Hay que aprovechar que hoy hace bueno… La anciana farfulló algo que, fuera lo que fuere, no destilaba optimismo. –Bueno, poco a poco… Cada día hay que salir un poco, si no… malament*. –Es lo que yo le digo –terció el marido, mientras la frutera, saludando con la mano, ya volvía hacia adentro. Cierto; ese enero de 2015 había que aprovechar los días de sol. Un frío de rigor se venía imponiendo desde noviembre. Diciembre había sido muy duro, y los vientos gélidos no nos dejarían hasta bien entrado marzo. De perros. Salí detrás de la pareja de ancianos; mientras pensaba en eso que llaman “pobreza energética”, y que no es otra cosa que la 81
condena de los pobres a vivir a oscuras y a pasar frío. A estos que iban delante de mí, tampoco les dejaban comer caliente. Un par de meses después, el barrio vivió una mañana agitada: una pareja de ancianos de la calle Calabria habían aparecido muertos en su piso de toda la vida. Nada de violencia física, simplemente un suicidio de cansancio. Según decían en el quiosco de diarios de Marina, ya se sabe que siempre se dicen muchas cosas en estos casos, la pareja sabía que los iban a desalojar y esperaban para esa mañana el desahucio. Pero esto sólo se supo esa mañana, cuando los funcionarios se presentaron en la vivienda, los viejos no lo habían dicho a nadie. Un par de días antes le habían confiado al conserje que como tenían el interfono desconectado (¿tendrían electricidad?): si alguien preguntaba por ellos que les hiciera subir. Cuando llegaron los del juzgado, como se oía la televisión dedujeron que estaban en
el piso y el conserje abrió. Abundaron las versiones: que si habían tenido un hijo, que se habrían tomado unas pastillas, que él estaba en el salón y ella en la cama… Pude aclararme de que estos dos no eran los ancianos que había visto en la frutería, ya que no era la misma vivienda. Marina dijo que los veía pasar casi cada día, pero que no compraban el diario. Me pregunté por qué no habrían recurrido a la PAH* o a alguna otra forma de asistencia social para parar el desalojo. Eso era lo que yo hubiera hecho, pero no ellos. Finalmente todos respondemos, hasta el final, a los signos que nos han ido diseñado la vida. Dijeron que el viejo había sido muchos años comercial de una empresa textil del Vallès que había cerrado y reconvertido en importadora, que él había seguido trabajando para ellos, pero como autónomo; hasta que se jubiló. Imagino que allí habrán comenzado las penurias y el empeño de ambos para
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ocultarlas. Luego habrá llegado la angustia cotidiana de ver cómo los ahorros iban desapareciendo mientras la pensión se hacía cada vez más flaca. Tras ello, la progresión en los sacrificios para cumplir con el alquiler o con los gastos de la escalera a costa de minimizar los gastos de subsistencia. Una amiga uruguaya, que es asistente social, me decía que el deterioro de las condiciones de vida de estas gentes se va produciendo como con cuentagotas. Tanto que apenas se comenta entre ellos, que es como si no se dieran cuenta de las cosas de su entorno de las que van prescindiendo. Comienzan por cerrar una habitación y quitar algunas bombillas, suprimen el pescado de la dieta, dicen adiós a la asistenta, desaparece el gel de baño, y así, hasta llegar al final. ¿Quién de los dos habrá tomado la decisión de terminar con la angustia de cada día? O, ¿quién fue el que tuvo la idea? ¿Cuántos habrán sido los circunloquios antes de plantear al otro esa salida definitiva a sus problemas? Quizá sólo fue un impensado “para vivir así, prefiero morir” que lanzó uno de ellos, que el otro recogió pero que ya había rumiado y que nunca antes se había planteado expresar como una salida. Aunque quizá no hubo propuesta, sólo una suprema infidelidad decidida por uno de ellos. Tal vez, él no habrá resistido más esa esterilización de su capacidad de mantener a su mujer; una cuestión de hombría. Aunque, también podría ser que fuera ella la que entendió que eso no era vida, que no aguantaba que ya no hubiera cariño en la mirada de él y que le invadiera una pena inaguantable verlo cada noche mirando el
techo sin hablar. Tal vez, simplemente, fue cuestión de no pasar más hambre ni frío o de sentir que no podrían soportar la vergüenza de verse con los muebles en la calle ante las miradas de los vecinos de tantos años. Esto último no es tontería. Ese año, los datos del INE decían que el 21,6 por ciento de los españoles vivían al borde de la pobreza. Hoy, gran parte de los europeos ya se ha sumergido en ella. Pero, me pregunto: ¿cuántos de ellos habrán superado la vergüenza de ser pobres? Puede ser que muchos hayan sentido que por ser pobres han traicionado las ilusiones que sus padres habían depositado en ellos; tal vez sientan que le han negado a sus hijos las esperanzas a las que tenían derecho, o han caído en la depresión de sentir que han fracasado frente a sus parejas en toda su masculinidad. Uno años antes de esta historia de suicidio en mi vecindario, cuando la tragedia griega se convirtió en económica, había sido noticia un jubilado heleno de setenta siete años que se levantó la cabeza de un tiro en la plaza de Sintagma, frente al Parlamento. Se llamaba Dimitris Christoulas. En la carta manuscrita que le encontraron encima, Dimitris decía que el Gobierno había “aniquilado toda posibilidad de supervivencia para mí, que se basaba en una pensión muy digna que yo había pagado por mi cuenta sin ninguna ayuda del Estado durante treinta y cinco años. Y dado que mi avanzada edad no me permite reaccionar de otra forma (aunque si un compatriota griego cogiera un kalashnikov, yo le apoyaría) no veo otra solución que poner fin a mi vida de esta forma digna para no tener que terminar hurgando en los contenedores de basura 83
para poder subsistir. Creo que los jóvenes sin futuro cogerán algún día las armas y colgarán boca abajo a los traidores de este país en la plaza Sintagma, como los italianos hicieron con Mussollini en 1945”. Puede que sea cierto aquello de que “un bel morir tutta una vita onora”, pero mi vecino ni su mujer nunca podrían haber imaginado para ellos un final épico como el de su colega griego de infortunio. Como tantas personas que conozco, puede que nunca hayan pensado que podía haber algún otro culpable de su desdicha más que la mera fatalidad o la simple mala suerte. Hasta puede que se hayan sentido culpables de haber difrutado de aquel veraneo en San Sebastián o esa Nochevieja en Mallorca que pueden haber identificado como sus pecados de vivir “por encima de sus posibilidades” como había señalado con impudicia, en la tele, un tertuliano que se decía experto en economía. Este invierno de 2016 no está siendo demasiado frío; pero, ya han muerto varios viejos tratando de calentarse con recursos “alternativos” tan peligrosos como puede serlo un brasero o una vieja estufa de queroseno en las inseguras manos de unos octogenarios. Sin embargo, la Comisión Europea no permite que las empresas energéticas sean obligadas a contribuir con el “bono social”. Los funcionarios demócratas de Bruselas entienden que esto es injusto ya que afecta el derecho a las legítimas ganancias de las empresas y “modifica las condiciones del mercado”. Ellos defienden que las tarifas deben ser iguales para todos. Criterio muy objetivo; pero, sucede que los viejos mueren de subjetividad.
Seré curioso, señor ministro En una exacta foto del diario, señor ministro del imposible, vi, en pleno gozo y en plena euforia y en plena risa, su rostro simple. Seré curioso, señor ministro, de qué se ríe, de qué se ríe. De su ventana se ve la playa pero se ignoran los cantegriles*, tienen sus hijos ojos de mando pero otros tienen mirada triste. Aquí en la calle suceden cosas que ni siquiera pueden decirse; los estudiantes y los obreros ponen los puntos sobre las íes. Por eso digo, señor ministro, de qué se ríe, de qué se ríe. Usté conoce, mejor que nadie, la ley amarga de estos países. Ustedes duros con nuestra gente, por qué con otros son tan serviles. Cómo traicionan el patrimonio mientras el gringo nos cobra el triple. Cómo traicionan usté y los otros los adulones y los seniles. Por eso digo, señor ministro, de qué se ríe, de qué se ríe. Aquí en la calle sus guardias matan y los que mueren son gente humilde, y los que quedan llorando rabia seguro piensan en el desquite. Allá en la celda sus hombres hacen sufrir al hombre y eso no sirve. Después de todo, usté es el palo mayor de un barco que se va a pique. Seré curioso, señor ministro, de qué se ríe, de qué se ríe. Mario Benedetti
https://vimeo.com/58957557
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15M-2011: El regreso Cuando en la noche del jueves 9 de noviembre de 1989 las piedras del llamado “Muro de Berlín” comenzaron a convertirse en souvenirs hacía tiempo -por lo menos varios años- que yo venía tratando de amortiguar la empecinada caída hacia la depresión de los amigos que durante largos años se habían volcado en las militancias socialistas o comunistas en sus más variadas versiones. Como la derrota es huérfana, tal dijo Bonaparte, a lo largo de los noventa muchos marxistas se sintieron en la orfandad ideológica y fueron reservando sus ideas para las catacumbas de los iniciados. Pocos, muy pocos, seguimos explicando nuestro marxismo en público. Además, en mi caso, casi con recochineo. Mi amigo Horacio López Batista era un trabajador del periodismo que se hizo brillante profesional a base de hectolitros de
whisky y de noches para degustarlo. Aunque antes había aportado a este oficio su puro talento, cultura enciclopédica, fino humor y una mente capaz de los análisis más lúcidos. Si Horacito pudiera leer esto último, me escupiría una carcajada de desprecio y me mandaría a la mierda. El caso es que a finales de los noventa él ya se había retirado, quizá asqueado de las redacciones que había conocido, y dedicaba sus muchos ratos perdidos a hacer un revista –todavía eran en papel– que se llamaba Minerva*. Dedicada al mundo del pensamiento, creo que ponía. La oferta o desafío de Horacito me llegó una noche en que él estaba a punto de superar el equinoccio diario entre el alcoholismo respetable y la pura borrachera. Un punto que él sabía preservar con gran dignidad y que muy pocos sabíamos
Mayo de 2011: los “indignados” acampan en el centro de Madrid. Vista de Sol.
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Mayo de 2011: los “indignados” acampan en Barcelona. Plaça de Catalunya.
Y del socialismo... ¿qué?
detectar. Era un campeón. –Me tenés que escribir algo… Te doy el título: “Marx, hoy”. ¿A qué otro loco, que diga que sigue siendo marxista, se lo voy a pedir? Casi cinco años después, justo el 5 de junio de 2003, Horacito se durmió y decidió no volver a despertar; una pena. Unos tres años antes había publicado en Minerva el artículo que aquella noche de 1998 me había impuesto mientras se reía. Un rato largo después, el 15 de mayo de 2011, las plazas españolas y de otras partes del mundo comenzaron a llenarse de mujeres y hombres de todas las edades dispuestos a manifestar su indignación ante la inmundicia social. Salí de mi largo letargo político de años y fui a encontrarme con ellos en la plaza Catalunya de Barcelona. Hoy, sigo junto a ellos. Lo que sigue es lo que me había publicado Horacio en Minerva dos años antes de que llegara el siglo actual:
Para los mortales que nos ha tocado transcurrir gran parte de nuestro presumible paso por la vida durante el siglo XX, los cambios producidos en el último cuarto de ese siglo nos han desbordado. Un desborde que ha dejado a muchos sin respuestas para explicar lo sucedido, y que ha sido ágilmente aprovechado por otros para darnos una versión fatalista de la humanidad que coloca a la sociedad inspirada en el capitalismo como el paradigma del sistema de vida al que podemos aspirar. De cara al muro El “telón de acero” acuñado por Winston Churchill hacía ya muchos años que era el “muro de la vergüenza”, aunque de verdad lo era sólo de la torpeza de los gobernantes de la Europa del Este. Las fugas ya no tenían la difusión de los años de la “guerra fria” y su fiero aspecto 86
se había trastocado en un kilométrico graffitti adornado por guardias engordados de mercado negro. Por fin, una tarde cayó como si fuera de cartón piedra, aunque con la inmensa resonancia que le otorgó la ya percibible reunión germánica promocionada desde Bonn y las bengalas disparadas desde Moscú para iluminar un “cambio y transparencia” que, un año más tarde, habría de convertirse en el derribo de más de setenta años de intento de comunismo en Europa. Después de eso, el factótum de tanta claridad sería a su vez derribado por el mercado libérrimo anunciado por Yeltsin. Aunque todo anunciaba la proximidad del derrumbe soviético, su onda expansiva congeló las ideas de media humanidad europea y elevó por los aires de la euforia a la mitad restante. Conviene recalcar lo de “europea”, ya que por inercia histórica los ciudadanos de este continente senil, pero no acabado, solemos entender que todo termina en Algeciras y que nuestras pasiones o razones son las del ancho mundo. Obviamente, no es cierto. Para los que sufrieron ese derrumbe como una pérdida, el golpe ha sido tan brutal que los más tocados, como algunos oficiales del ejército soviético, optaron por la huida terminal. Otros, más encariñados con su supervivencia física y política, han optado por eliminar de sus partidos la mención “comunista” y suplantarla por otras menos cercanas al fracaso. Sus ensayos de socialistas light (bajos en marxismo), les ha deparado variada fortuna; algunos incluso han retornado al poder. Aunque en sus triunfos haya pesado más la avaricia liberal que los pro-
pios méritos. Naturaleza perversa Tanto desconcierto se ha alimentado en distintas fuentes y una de ellas es la incapacidad de muchos comunistas ortodoxos para responder a las circunstancias por medio de una reflexión propia. Tantos años de disciplina, quizá obsecuencia, producen pereza mental. En medio de esa búsqueda de respuestas, para mayor castigo, llueve sobre la izquierda purista una avalancha de analistas de nuevo cuño, pero vieja escuela, empeñados en demostrar al mundo que no sólo ha fracasado un ensayo de sistema, sino que el socialismo estuvo y estará condenado al fracaso por su intrínseca perversión. Su razón expuesta es contundente y definitiva: afirman que la utopía de justicia social contradice la naturaleza propia de los individuos. Los neoliberales no dan cuartel. Así las cosas, no quedaría otra cosa que enterrar la memoria de Marx junto con su literatura. Ahí es nada... Si la razón no recupera posiciones, no será extraño que al pensador alemán pronto no se lo halle ni en los textos de historia. Exceso de velocidad Sin embargo, tanto los que lloran la muerte del marxismo como los que festejan su fin han cavado una fosa en la que el muerto no quiere caber y se han apresurado en expedir el certificado de defunción de un cadáver inexistente. Fedatarios de un documento que, entre decepción y euforia repartidas, puede hacer buena una falsedad. Nunca existieron tantas facilidades para hacer verdad de la mentira como en este 87
punto del siglo de la comunicación, donde los medios de comunicar son cada vez más potentes, pero también más controlados por unos pocos. Precisamente, por quienes creen o quieren hacernos creer que la economía de mercado, el libremercantilismo o el capitalismo más o menos salvaje, son el paradigma de nuestra civilización.
tienen las mismas oportunidades de desarrollo individual en un sistema competitivo. Aunque está muy de moda olvidar el pasado, aún a riesgo de convertirnos en una sociedad amnésica, les pido soporten un breve ejercicio de memoria. No será muy largo, lo prometo. Tomando como referencias límites La República de Platón y el levantamiento de los indígenas de Chiapas, tenemos dos mil quinientos años en los que hombres de todas las culturas han planteado repetidamente a sus semejantes la posibilidad o la necesidad de utopías socialistas. Algunas no fueron más allá de la letra; otras encontraron hombres y mujeres ilusionados por la idea que, comprometidos con ella, iniciaron el camino de llevarla a la práctica. Es decir, plasmarla en una sociedad cuya organización asegurara a los hombres una justa distribución de los bienes que
La naturaleza del hombre Ni las torpes planes de desarrollo, ni las barbaridades de Stalin ni de otros gobernantes comunistas aparecen en esos análisis como causantes del fracaso de los soviéticos. Lo que pretenden es demostrar que el socialismo ha sido superado como ideología de cambio social, que no existe una lucha de clases, que el capitalismo es el sistema natural del hombre, que la búsqueda de la riqueza material es el motor necesario del desarrollo social y que todos
Los “indignados” también acampamos en París. Place de la République.
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esos mismos hombres son capaces de arrancarle a la naturaleza, el disfrute de la libertad, el derecho al conocimiento, la igualdad de derechos civiles y el sosiego de la paz dada por la justicia. De verdad, no se me ocurre que ninguno de estos propósitos ni su conjunto sea contrario a la naturaleza del hombre.
alienta, porque es una bendición para el sistema que los disconformes se recluyan en sus propios territorios y no traten de exportar sus razones. Los revolucionarios El problema siempre han sido los otros; los que quieren hacer proselitismo de esas ideas. Por eso sus ensayos siempre han sido reprimidos a sangre y fuego: de Espartaco a Savonarola y de Tupac Amaru* a los comuneros, las ideas socializantes nunca fueron admitidas por el poder como una fórmula política más a discutir. Hasta no hace muchos años en la culta Europa y hasta hace muy pocos en la España que dicen que hay que olvidar, ser “de izquierdas” era un delito penado por la ley y hoy en algunos países del Tercer Mundo es casi un seguro de muerte. Lo cierto es que cada uno de los ensayos socialistas producidos han durado más que el anterior. Una insistencia histórica que contradice esa supuesta naturaleza humana contraria a la socialización. Además, resulta harto difícil creer –si uno tiene cierto apego a la razón– que todos los hombres que a lo largo de la humanidad han discurrido sobre el espíritu gregario del individuo y sobre su necesaria solidaridad hayan sido simples necios dotados con algún arte de retórica. Menos se entiende que a algunos se los considere pensadores privilegiados si lo que predicaban eran adefesios contra la naturaleza del ser humano. El listado de los supuestos imbéciles, fracasados, utópicos o gilipollas que han creído en esa capacidad social que ahora se presenta contra natura no cabría en estas páginas pero, con seguridad, incluiría nombres como los de Platón, Jesús
Alcanzar un mundo mejor Esos distintos ensayos se produjeron en una cantidad muy superior a lo que la mayoría de nuestra opinión pública conoce, fueron diversos tanto en sus orígenes como en la forma de articular la sociedad que pretendían, pero todas fueron impulsados por el mismo deseo de alcanzar un mundo mejor y el convencimiento de que para alcanzarlo era necesario modificar el modo social de las relaciones de los hombres con el trabajo y su producido. Algunos de estos intentos duraron horas, otros sobrevivieron pocos días y algunos alcanzaron años de vida. Hubo quienes encaminaron el intento arropados por la fe de una religión y otros optaron por el sendero de la razón. Algunos intentos socializantes se realizaron construyendo comunidades cerradas, mientras que otros eligieron intentar esa revolución para todos los hombres. De los primeros no se ha hecho mucha historia, pero fueron abundantes y algunos de ellos aun subsisten. Se han resguardado dentro de normas rígidas de convivencia y no pocos han optado por habitar en parajes aislados para preservarse de la cultura oficial que contaminaría sus aspiraciones. Aunque, en realidad, no tienen por qué preocuparse: el poder no se inquieta por ellos y hay quienes dicen que hasta los 89
de Nazaret, Francisco de Asís, JeanPaul Sartre, Albert Schweitzer, Mahatma Gandhi, Albert Einstein, Juan XXIII, Adolf Palmer, Casaldáliga o el obispo Romero. Ante el pensamiento de cualquiera de ellos no resiste la comparación ni uno sólo de los temerarios sabelotodo que en las tertulias radiofónicas o televisivas o en las columnas de la prensa actual repiten que el pensamiento socialista está necesariamente muerto por contradecir la esencia del ser humano. Vaya a saber uno por mandato de quién lo hacen...
Oído en las plazas El 15M, además de indignación hubo ingenio; aquellos lemas siguen reflejando nuestra realidad social. No hay pan para tanto chorizo. Que no, que no nos representan. Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir. Cuando se apagan las farolas brilla Sol. Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo. Los políticos nos mean y los medios dicen que llueve.
El socialismo que viene El escritor mexicano Octavio Paz, no precisamente sospechoso de marxismo, festejaba el ocaso de las dictaduras soviéticas, pero recordaba que las preguntas sociales que habían dado lugar a ese intento de praxis del comunismo, seguían sin recibir respuesta. Es decir, que el sistema capitalista sigue ofreciendo el mismo perfil de alienación de los individuos analizado por Marx (va para dos siglos) y que los hombres siguen aguardando y reclamando un sistema social que satisfaga sus ansias de justicia y les permita desarrollar sus vidas en felicidad. En esto sí que podemos decir que el capitalismo ha fracasado rotundamente, porque ni siquiera considera la necesidad de esos objetivos, y esto sí que va contra la esencia de la humanidad. Veremos cuál es el socialismo que viene… Dardo Gómez Septiembre de 1998
Error 404. Democracy not found. No somos antisistema, el sistema es antinosotros. “Me gustas democracia, pero estás como ausente...” Vamos despacio porque vamos lejos. Tu banco y cada día el de más gente. (en un banco de la plaza). Tu pasividad es tu complicidad. Apaga la tele. Enciente tu mente. El voto más inútil es el voto útil. Nuestros sueños no caben en vuestras urnas. No es una crisis, es el sistema. Ya tenemos Sol. Ahora ¡La luna! Pienso, luego estorbo. Error de sistema. Reinicie, por favor. Ni cara A, ni cara B, queremos cambiar de disco. Esto no es cuestión de izquierdas contra derechas, es una cuestión de los de abajo contra los de arriba. 90
La peste está ahí... Hoy no siento por la literatura la misma pasión que cuando leí por primera vez El moro de Venecia; pero el tremendo dibujo de Yago puede volver a sobrecogerme, según me encuentre ese día. No es fácil encontrar en toda la literatura una personalidad como la de Yago, es como el poso y la síntesis de las peores felonías de las que somos capaces los seres humanos. Muchas veces he pensado que todos, en algún lugar de nuestra personalidad o en algún momento de nuestra existencia, podríamos ejercitar algunas de sus artes perversas. Digo algunas y en algún momento porque creo que sólo el tremendo ingenio de Shakespeare ha sido capaz de poner en una sola persona a todas ellas, todo el tiempo. Ya digo que, por entonces, yo no leía; vivía la lectura. La cascada de envidia, codicia, calumnia, traición que rebosaba Yago me descentraba; lo repudiaba y le temía como si me lo pudiera encontrar y tuviera capacidad de hacerme daño. Así se lo referí a uno de los maestros con que la humanidad me ha regalado, uno de los que me fueron haciendo y que me enseñó a ver vida donde yo sólo leía. “Yago es la maldad –me explicó–, la que no necesita de ningún pretexto para hacer daño y que quiere hacerlo sin que eso le reporte ninguna ventaja.” Así como la luz hace que existan los colores y la penumbra sólo es su mera ausencia, decía Platón que todos las mezquindades provienen de la ignorancia de los humanos para el disfrute de la ética. Esa ignorancia es la cómplice necesaria
tanto de los pequeños asesinatos diarios, que cometemos cuando nos sentimos amenazados, como de los tremendos crímenes de lesa humanidad. Una ignorancia profunda que es insensible al amor, que es capaz de dudar de los derechos de los otros humanos, una ignorancia que está oculta en todos y que nos hace creer que no somos capaces de impulsar, generar y hasta defender a nuestros semejantes de la comisión del daño gratuito. Está ahí, esperando un despiste de la razón; es un monstruo dispuesto a apoderarse de nosotros: la ignorancia es el mal. Servir a una patria La etapa más penosa de mi vida comenzó en el momento que crucé el portal del Regimiento 3 de Infantería Mecanizada en un lugar llamado La Tablada, al oeste de Buenos Aires. Ese lugar llegó a ganar los titulares de los periódicos argentinos cuando veintiocho jóvenes con alma de justicieros cayeron muertos allí, frente a ese portal que yo había cruzado unos treinta años antes. Conmigo lo cruzaron, ese día, más de un centenar de veinteañeros que teníamos en común esa edad, que en el documento cívico, dos años antes, habíamos sido calificados como “estudiantes” y el infortunio de no haber podido evadir la obligación de estar allí para “servir a la patria”. Muchos años después, ya en Barcelona, mi amigo Enric Bastardes -un tio entrañable, para mi- me regaló una máxima de su abuelo: “Siempre se puede militarizar a un civil, pero nunca civilizar a un militar”. Los mediocres pueden ser muy crueles 91
un penoso tambor. Por fin, una mañana en que tocaba hacer ese mismo ridículo pero con banda, a uno de nuestros torturadores cotidianos se le ocurrió que el ritmo se le podía imponer a Gustavo por proximidad al bombo. Sin más, dispuso que el soldado se arrodillara junto al instrumento y pegara el oído al parche. Así estuvo no se cuanto tiempo, hasta que cayó desmayado… Nadie rindió cuentas por esa atrocidad.
con aquellos que suponen que tienen un talento o una formación superior a la suya. Esa calificación de estudiantes con las que nos habían etiquetado, no significaba privilegio alguno. Todo lo contrario. Los suboficiales suponían que pensábamos de ellos que eran analfabetos y los oficiales creían que hallábamos ridícula su profesión. No se equivocaban; nosotros tampoco. El pelirrojo Gustavo era de los más altos de la compañía, aunque también era desgarbado y la ropa parecía deslizarse de su cuerpo. Ser alto fue parte de su condena, eso lo obligaba a estar en la primera fila de la formación y a ser muy visible en los desfiles. Además, era judío, lo que ya era una desventaja ante a los militares. Estaba a nada de graduarse como abogado, que lo haría con matrícula de honor y llegaría a dirigir uno de los bufetes más cotizados de Buenos Aires. Además, era un notable ajedrecista juvenil. Todo un talento pero, claro, nadie lo tiene todo. Gustavo era de motricidad y resistencia física escasas. Una tarde que a los militares se les ocurrió divertirse haciéndonos correr arriba y abajo durante un rato largo, cayó desfallecido y no pudo levantarse. Una barbaridad… Además, no tenía idea del compás; algo que no pasaría de ser una mera anécdota en la vida de cualquier humano pero que se convirtió en su tormento en el cuartel. Eso le impedía llevar el paso al ritmo del resto de la compañía; se trababa, perdía el paso, no lo sabía recuperar y terminaba toda la primera fila hecha un lío entre las risas del resto… Cuando terminaba el casi diario ridículo ejercicio de desfilar, solían dejar a Gustavo solo, dando vueltas por el inmenso playón del cuartel al compás que marcaba
Matar al maestro “Los niños y las niñas tendrán una insólita libertad: se realizarán ejercicios, juegos y esparcimientos al aire libre, se insistirá en el equilibrio con el entorno natural y con el medio, en la higiene personal y social, desaparecerán los exámenes y los premios y los castigos. Se hace especial atención al tema de la enseñanza de la higiene y al cuidado de la salud. Los alumnos visitarán centros de trabajo y harán excursiones de exploración. Las redacciones y los comentarios de estas vivencias por parte de sus mismos protagonistas se convertirán en uno de los ejes del aprendizaje. Y esto se hará extensivo a las familias de los alumnos, mediante la organización de conferencias y charlas dominicales.” Esto sostenía el catalán Francesc Ferrer i Guardia a finales del siglo XIX y con ese pensamiento plasmó lo que sería su “Escuela Moderna”, que abrió en 1901 en la calle Bailén, 56, en la Dreta de l’Eixample* de Barcelona. Las crónicas señalan que se apuntaron treinta alumnos, doce eran niñas. Esa primera experiencia fue pronto repetida en distintos lugares del mundo y dos años después, ya había abiertas 147 escuelas modernas. 92
Una reproducción de esta alegoría del fusilamiento de Ferrer i Guardia, en mayólicas, se halla a la entrada de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona.
Aquellas orientaciones del maestro hoy no son siquiera opinables, pero él moriría fusilado ocho años más tarde por haberlas formulado y llevado a la práctica. Detrás de las balas que terminaron con su vida, se conjugaron centenares, quizá miles, de actuaciones personales para tejer una trama de calumnias destinadas a desacreditarlo y a confundir la persona del martirizado con la de un ser perverso. Desde los púlpitos al parlamento y con la necesaria complicidad de la prensa se urdió el proceso que lo llevó al paredón. No hubo prueba alguna de las supuestas iniquidades que hubiera cometido, pero tampoco hubo un solo testimonio favorable al acusado y ni a sus familiares se les permitió intervenir en su descargo. Aunque tampoco le hubiera servido, el reo conoció al abogado que iba a defenderlo un día antes de ser condenado. Los diarios de Barcelona –La Vanguardia, El Correo Catalán o El Noticiero Univer-
sal– difundieron las acusaciones de la fiscalía como si fueran hechos probados y les agregaron, elaborados por la inventiva de sus escribas, detalles escabrosos de hechos nunca sucedidos. Su burdo juicio y posterior sacrificio conmovió al mundo; por lo que no fue extraño que pocos años después, en 1911, Bruselas levantara, en la Plaza de Santa Caterina, un monumento al pensador. Duele leer que el diario La Vanguardia señalara entonces que ese homenaje provenía de “Un país pequeñito pero aficionadísimo a meterse donde no le llaman. Bruselas, una ciudad sin cultura”. El propio monarca español Alfonso XIII no puedo soportar ese humilde homenaje y solicitó que la estatua fuera retirada, lo que sería satisfecho en 1915 por el invasor alemán, que la desmontó. Con la llega de la paz fue repuesta y hoy está frente al paraninfo de la Universidad Libre de Bruselas. En su pie se lee: 93
“Francisco Ferrer fusillé à Montjuich le 13 octobre 1909, martyr de la Liberté de Conscience”. Sin embargo, la alargada sombra de la maldad se siguió proyectando sobre él a través de los años. Cuando la posguerra franquista el nombre de Ferrer i Guardia le fue retirado a la plaza Urquinaona y al Teatro Borràs y durante el debate previo a la implantación de la estatua que hoy está en la barcelonesa montaña de Montjuïc, se oyeron en el Ayuntamiento de Barcelona argumentos en su contra que deberían avergonzar a quienes los pronunciaron. Hace no mucho, en octubre de 2016, un periódico español se hacía eco de un homenaje en Bruselas con este texto: “La Avenida Franklin Roosevelt de Bruselas acogió un homenaje a un anarquista catalán, Francesc Ferrer i Guàrdia, fusilado en 1909 bajo la acusación de haber instigado los disturbios de la llamada Semana Trágica de Barcelona”. Quizá el pensamiento de Platón también haya inspirado al escritor y filósofo argelino Albert Camus que dijo del infortunado pensador catalán que “él pensaba que nadie es malo por voluntad propia y que todo el mal que hay en el mundo proviene de la ignorancia. Por eso lo asesinaron los ignorantes y la ignorancia se perpetua hasta hoy por medio de nuevas e incansables inquisiciones. A pesar de ellas, algunas víctimas como Ferrer vivirán eternamente”.
mi barrio de Barracas y le llamábamos pan árabe; solía comprarlo en una panadería que estaba en la esquina de las calles Brandsen y Patricios. En mi barrio vivían muchos libaneses, la mayoría de ellos judíos; supongo que habrían llegado inmediatamente después de la guerra. No lo se, yo me los encontré allí. Uno de ellos era Besalel Camjayi, no se si se escribe así, era el zapatero remendón del barrio; lo conocíamos como don Basilio y siempre confiamos en que esa fuera la traducción de Besalel. Él me descubrió el sabor del pan árabe y sus infinitas posibilidades; su corteza blanda y la escasa miga permiten resaltar los sabores de cualquier alimento con que se combine. Yo prefería abrirlo por el medio con cuidado de no agujerearlo, haciendo dos capas, y fabricarme los bocadillos más diversos; aunque mi preferido era el primero que me había enseñado don Basilio: Calentar el pan sin llegar a tostarlo y regar el interior con aceite, espolvorear con orégano, estrujandolo entre los dedos, y sal a gusto… Era un regalo para el paladar. Basilio era paisano del panadero, que era quien horneaba mientras su mujer se ocupaba del despacho; los panes se amontonaban en un cesto de mimbre de donde ella los iba sacando. Ella era rubia casi pelirroja, de piel muy blanca, no era muy agraciada y parecía bastante más joven que su marido. No había reparado mucho en ella hasta que un día la mirada se me fue al interior de su brazo, creo que el derecho. La alta temperatura del horno suele obligar a que sus dependientes lleven mangas cortas; pero nunca había reparado en que ella llevaba una corta inscripción en el antebrazo; algo por encima del interior de
Pan, orégano y aceite En Barcelona se le suele llamar pita a un plan blando que suelen servir en los restaurantes griegos y que se consume en todos los países del Oriente cercano a Europa. Yo lo conocí desde pequeño en 94
la muñeca. Era de un color azulado y no muy legible, pero claramente visible sobre su piel blanca. Más de una vez, de forma disimulada, intenté descifrar ese mensaje, pero no atiné. Una tarde se lo comenté a Basilio mientras le daba clases prácticas de truco, juego al que se aficionó hasta el fanatismo. Él me explicó el origen de ese tatuje mientras barajaba: la señora de la panadería era polaca y de pequeña, durante la guerra, había ido a parar con su familia a un campo de concentración. La niña sobrevivió al exterminio, aunque lo único que se llevó de ese espacio de horror fue el número con que los nazis la habían marcado. En ese brazo con el que me servía el pan árabe. Otros judíos la rescataron de la orfandad que encontró al ser liberada y localizaron unos familiares lejanos que estaban en Beirut. Hacia alli la enviaron, allí cono-
ció a su marido y ambos terminaron buscando una nueva vida en mi barrio. Seguimos tratando de jugar al truco; Basilio era un mal alumno. Los putos inmigrantes La ministra del Interior británica Amber Rudd anunció, en 2016, que tiene un plan para forzar a las empresas a publicar el número de trabajadores extranjeros que emplean. Una razón de náusea, pero que ella supo explicar sin remilgos: “Nos tenemos que asegurar de que la gente que viene cubre huecos en el mercado laboral, en lugar de quitar trabajos que pueden hacer los británicos”. No está sola en esa idea: algunos de los inmigrantes antiguos o sus hijos, vecinos a mí, opinan lo mismo, salvo que tengan hijos que estén por emigrar acuciados por la necesidad. Muchos autoridades europeas no se cortaron y tacharon de xenófoba esa iniciativa pero, sin embargo, no tuvieron empacho (octubre de 2016) en aprobar dentro del Consejo de Europa la creación de la nueva Guardia Europea de Fronteras y Costas integrada con fuerzas de los estados miembro. Alemania, Francia, Italia y España aportaron sus guerreros para la primera misión, en la frontera entre Bulgaria y Turquía, y éstos pueden practicar devoluciones de migrantes en caliente, sin respetar el derecho de éstos a solicitar un estatuto de refugiado. ”Sólo gestionando de manera efectiva nuestras fronteras exteriores podremos volver a la normalidad en el marco de Schengen. No hay otra solución”, se dijo. Se aportaron 322 millones de euros para poder disponer de hasta 1.500 efectivos de intervención inmediata en las fronteras 95
La peste negra en Italia en el S.XIV; retratada por Marcello.
de cualquier miembro de la UE, aun en contra de su voluntad e, incluso, en las de aquellos que no sean miembros. Una de las cosas que torturan almas y presupuestos, según diarios como The Daily Mail o The Sun, y que se pretende frenar es un supuesto turismo de salud y como ya se intentó en España, tratar que los médicos no cumplan con su deber de curar al enfermo cuando éste es extranjero o sin papeles; sobretodo, si es pobre. Aunque crueles, todas las personas europeas nombradas no son imaginativas ni proponen una perversión distinta de otras ya ejecutadas contra otros seres humanos en las mismas circunstancias. Hace más de un siglo, en 1902, el Congreso argentino aprobó la ley 4.144 –Ley de Residencia–, que estuvo en vigencia durante cincuenta y seis años. Esa odiada ley facultaba al gobierno rioplatense a expulsar a los inmigrantes extranjeros sin juicio previo y fue utilizada para reprimir la organización sindical de los trabajadores.
Redactada al gusto de la patronal Unión Industrial Argentina* –que no quería más huelgas ni protestas de los trabajadores explotados– la ley decía que se “podrá ordenar la salida de todo extranjero cuya conducta comprometa la seguridad nacional o perturbe el orden público”. Bajo este supuesto abierto a toda arbitrariedad, centenares de obreros italianos, españoles, polacos, alemanes y de otras nacionalidades, que eran reivindicativos de sus derechos, fueron detenidos y, en tres días, expulsados al hambre o la persecución de la que habían huido. Nada nuevo bajo el sol... La peste y las buenas gentes “La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera...” Así, con apenas una rata comienza la peste que arrasa a los ciudadanos de Orán en la novela de Albert Camus*. Algunas gentes, en principio, niegan la 96
existencia de las ratas en su proximidad; otras las consideran una anécdota o una excepción que no puede inquietar. Sin embargo, las ratas –que no se creen una excepción– siguen apareciendo por todas partes hasta que la muerte se apropia de la ciudad. El doctor Rieux, álter ego de Camus, razona: “Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido”. Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo: pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones.” Así la peste fue creciendo y el doctor Rieux, que junto con otros se dedica a luchar contra ella y a salvar vidas, comprueba en el día a día como las buenas gentes “continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas.”
¿Qué les queda a los jóvenes? ¿Qué les queda por probar a los jóvenes en este mundo de paciencia y asco? ¿Sólo grafitti? ¿Rock? ¿Escepticismo? También les queda no decir amén, no dejar que les maten el amor, recuperar el habla y la utopía, ser jóvenes sin prisa y con memoria, situarse en una historia que es la suya, no convertirse en viejos prematuros. ¿Qué les queda por probar a los jóvenes en este mundo de rutina y ruina? ¿Cocaína? ¿Cerveza? ¿Barras bravas? Les queda respirar, abrir los ojos, descubrir las raíces del horror, inventar paz, así sea a ponchazos*, entenderse con la naturaleza y con la lluvia y los relámpagos, y con el sentimiento y con la muerte, esa loca de atar y desatar. ¿Qué les queda por probar a los jóvenes en este mundo de consumo y humo? ¿Vértigo? ¿Asaltos? ¿Discotecas? También les queda discutir con Dios, tanto si existe como si no existe, tender manos que ayudan, abrir puertas entre el corazón propio y el ajeno. Sobre todo les queda hacer futuro a pesar de los ruines del pasado y los sabios granujas del presente. Mario Benedetti 97
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Bodas de perlas De Mario Benedetti Después de todo qué complicado es el amor breve y en cambio qué sencillo el lwargo amor digamos que éste no precisa barricadas contra el tiempo ni contra el destiempo ni se enreda en fervores a plazo fijo
calculé mentalmente futuro y arrecifes y supe que me estaba destinada mejor dicho que yo era el destinado todavía no sé cuál es la diferencia así y todo tardé seis años en decírselo y ella un minuto y medio en aceptarlo
el amor breve aún en aquellos tramos en que ignora su proverbial urgencia siempre guarda o esconde o disimula semiadioses que anuncian la invasión del olvido en cambio el largo amor no tiene cismas ni soluciones de continuidad más bien continuidad de soluciones
para colmo comí abundantísima lechuga que nadie había desinfectado con carrel* en resumidas cuentas contraje el tifus no exactamente el exantemático pero igual de alarmante y podrido me daban agua de apio y jugo de sandía yo por las dudas me dejé la barba e impresionaba mucho a las visitas
esto viene ligado a una historia la nuestra quiero decir de mi mujer y mía historia que hizo escala en treinta marzos que a esta altura son como treinta puentes como treinta provincias de la misma memoria porque cada época de un largo amor cada capítulo de una consecuente pareja es una región con sus propios árboles y ecos sus propios descampados sus tibias contraseñas
una tarde ella vino hasta mi casa y tuvo un proceder no tradicional casi diría prohibido y antihigiénico que a mí me pareció conmovedor besó mis labios tíficos y cuarteados conquistándome entonces para siempre ya que hasta ese momento no creía que ella fuese tierna inconsciente y osada
he aquí que mi mujer y yo somos lo que se llama una pareja corriente y por tanto despareja treinta años incluidos los ocho bisiestos de vida en común y en extraordinario alguien me informa que son bodas de perlas y acaso lo sean ya que perla es secreto y es brillo llanto fiesta hondura y otras alegorías que aquí vienen de perlas
de modo que no bien logré recuperar los catorce kilos perdidos en la fiebre me afeité la barba que no era de apóstol sino de bichicome o de ciruja* me dediqué a ahorrar y junté dos mil mangos cuando el dólar estaba me parece a uno ochenta
cuando la conocí tenía apenas doce años y negras trenzas y un perro atorrante* que a todos nos servía de felpudo yo tenía catorce y ni siquiera pero
además decidimos nuestras vocaciones quiero decir vocaciones rentables ella se hizo aduanera y yo taquígrafo íbamos a casarnos por la iglesia 99
Esta sigue siendo Juana María, mi mujer -la miadesde que yo tenía veintinueve años. Esta foto suya es la que más me gusta, la registré en el Parc de la Ciutadella, a poco de llegar a Barcelona. Vaya uno a saber qué hubiera sido de mi vida sin ella; pero sí se lo que ha sido a partir de ella. Y eso, me gusta...
y yo con tres camisas blancas y no tanto por dios padre y mayúsculo como por el minúsculo jesús entre ladrones con quien siempre me sentí solidario pero el cura además de católico apostólico era también romano y algo tronco* de ahí que exigiera no sé qué boleta de bautismo o tal vez de nacimiento si de algo estoy seguro es que he nacido por lo tanto nos mudamos a otra iglesia donde un simpático pastor luterano que no jodía con los documentos sucintamente nos casó y nosotros dijimos sí como dándonos ánimo y en la foto salimos espantosos
en fin después hubo que trabajar y trabajamos treinta años al principio éramos jóvenes pero no lo sabíamos cuando nos dimos cuenta ya no éramos jóvenes si ahora todo parece tan remoto será porque allí una familia era algo importante y hoy es de una importancia reventada ahora nuestro amor tiene como el de todos inevitables zonas de tristeza y presagios paréntesis de miedo incorregibles lejanías culpas que quisiéramos inventar de una vez para liquidarlas definitivamente la conocida sombra de nuestros cuerpos ya no acaba en nosotros sigue por cualquier suelo cualquier orilla hasta alcanzar lo real escandaloso y lamer con lealtad los restos de silencio que también integran nuestro largo amor estábamos estamos estaremos juntos a pedazos a ratos a párpados a sueños soledad norte más soledad sur
nuestra luna y su miel se llevaron a cabo con una praxis semejante a la de hoy ya que la humanidad ha innovado poco en este punto realmente cardinal nosotros dos nos fuimos a colonia suiza ajenos al destino que se incubaba ella con un chaleco verde que siempre me gustó 100
para tomarle una mano nada más ese primario gesto de la pareja debí extender mi brazo por encima de un continente intrincado y vastísimo y es difícil no sólo porque mi brazo es corto siempre tienen que ajustarme las mangas sino porque debo pasar estirándome sobre las torres de petróleo en maracaibo los inocentes cocodrilos del amazonas los tiras orientales de livramento
aeropuertos camas recompensas condenas pero siempre hay un llanto finísimo casi un hilo que nos atraviesa y va enhebrando una estación con otra borda aplazamientos y triunfos le cose los botones al desorden y hasta recomienda melancolías siempre hay un finísimo llanto un placer que a veces ni siquiera tiene lágrimas y es la parábola de esta historia mixta la vida a cuatro manos el desvelo o la alegría en que nos apoyamos cada vez más seguros casi como dos equilibristas sobre su alambre
es cierto que treinta años de oleaje nos dan un inconfundible aire salitroso y gracias a él nos reconocemos por encima de acechanzas y destrucciones la vida íntima de dos esa historia mundial en livre de poche es tal vez un cantar de los cantares más el eclesiastés y sin apocalipsis una extraña geografía con torrentes ensenadas praderas y calmas chichas
de otro modo no habríamos llegado a saber qué significa el brindis que ahora sigue y que lógicamente no vamos a hacer público
no podemos quejarnos en treinta años la vida nos ha llevado recio y traído suave nos ha tenido tan pero tan ocupados que siempre nos deja algo para descubrirnos a veces nos separa y nos necesitamos cuando uno necesita se siente vivo entonces nos acerca y nos necesitamos
Alguna vez me pareció que quería ser escritor, pero a fuerza de leer me convencí de que no pasaría de escribidor, algo que hacía con facilidad. He vivido de ello más de cincuenta años sin darme cuenta, apenas, que estaba trabajando. Mientras, he aprendido y crecido, creo, gracias a mundos que otros creaban y que yo podía reimaginar. No he conocido mayor fortuna que la de que me enseñaran a leer. Así conocí congéneres que me descubrían mis sentimientos sin consultarme; quizá, yo sentía lo que ellos me enseñaban a sentir. El oriental* Mario Benedetti se me presenta, muchas veces, como si fuera mi álter ego o el tutor de mis sentimientos. Una maravillosa complicidad entre su generoso talento y mi curiosidad.
es bueno tener a mi mujer aquí aunque estemos silenciosos y sin mirarnos ella leyendo su séptimo círculo y adivinando siempre quién es el asesino yo escuchando noticias de onda corta con el auricular para no molestarla y sabiendo también quién es el asesino la vida de pareja en treinta años es una colección inimitable de tangos diccionarios angustias mejorías 101
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Una oportunidad perdida Estábamos con un colega en Lima, era 1969 e iba a estar un par de días para luego continuar hacia Quito; se cumplía el primer aniversario de “los Velasco” en las presidencias de Perú y Ecuador. El peruano era Juan Velazco Alvarado, mientras que el ecuatoriano era José María Velasco Ibarra; la diferencia no sólo estaba en la “z/s”. El primero era un militar golpista que se reconvirtió en revolucionario, en la línea de recuperación nacional que comenzaría a marcarse en varios países sudamericanos. En cambio, Velasco Ibarra era uno de esos que llaman “político de casta”, no en vano fue cinco veces presidente del Ecuador. Ésta sería la última, ya estaba cerca de los ochenta años y tras esto renunció a que lo siguieran echando. Aunque sus orígenes fueran así de diversos y yo, en ese momento, no les viera parentesco ideológico, terminaron teniendo un motivo común que les dio los mismos enemigos: la defensa de los recursos naturales y, sobre todo, la minería y el petróleo. El año anterior Velasco Ibarra había vuelto a su país para radicalizarse y, aunque había ganado las elecciones, esta vez entendió que para que lo dejaran gobernar debía asumir todos los poderes. Los militares lo derrocaron en febrero de 1972. Philip Agee, ex agente de la CIA*, cuenta en su libro Inside the Company: A CIA Diary cómo se fraguó el golpe. El hecho de tener el respaldo de gran parte del ejército que le había facilitado llegar al poder, hizo que Velazco Alva-
rado durara hasta agosto de 1975. Mientras tanto, se dio el gusto de nacionalizar la banca, expropiar los yacimientos petrolíferos y las minas metalúrgicas. La noche anterior de la que hablo se celebró una de esas recuperaciones; los camiones cisterna desfilaron por la plaza Mayor y la Casa de Pizarro, sede del Gobierno, se abrió a los manifestantes. Entré con ellos. Dos días después entraría en el Palacio de Carondelet para entrevistar a la poetisa argentina Corina del Parral, esposa de Velasco Ibarra. Nada glorioso, pero este servicio para una revista femenina me pagó el viaje. Volviendo al principio, el colega con el que estaba esa noche en Lima era el típico “conseguidor”, el que siempre sabía con quién había que hablar para obtener algo de la burocracia. Nos habíamos licenciado juntos, pero él no
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mostraba demasiado interés por hacer de periodista. Durante la cena también había un par de catedráticos y yo me había despachado, con total impruedencia, sobre los defectos que veía en la enseñanza del periodismo y mis ideas “geniales” sobre qué y cómo era necesario formar al personal de los medios de comunicación. Cuando llegamos al café, mi colega me soltó por lo bajo: “Cuando volvamos a Buenos Aires nos vamos a juntar para hacer un programa de estudios, porque yo voy a abrir una escuela”. Me sonó a fanfarronada, que no eran extrañas en él. Sin embargo, cumplió con ambas cosas, y dos años después me encontré, sin pedirlo ni pensarlo, haciendo de profesor de las sesiones de Técnicas periodísticas y Técnicas gráficas en la inaugurada Escuela Superior de Periodismo que él me había anunciado y que estaba oficialmente avalada por un programa de la UNESCO. Él era el director. Él me recordó que, según constaba en mi título, estábamos facultados oficialmente –tanto él como yo– para la enseñanza de ciertas materias en todo instituto oficial de enseñanza. Esa es otra historia del “conseguidor” que siempre recuerdo. Medio año después de habernos diplomado, comenzó a llamar a todos los compañeros para decirnos que teníamos un tiempo límite para conseguir esa licencia. “Sólo tienen que homologarnos unas materias, pero hay que hacerlo antes de que cambien los planes”, dijo. Unos cuantos le seguimos ese rollo y una tarde nos convocó en una oficina del Ministerio de Educación y en algo 104
más de media hora estábamos tomando unas cervezas en un bar cercano con un par de sellos y una firma en el reverso de nuestros respectivos diplomas que nos convertían en profesores. Aunque con límites, pero profesores, y además, era legal. Una vez más había sido premiado por la casualidad. El caso es que la escuela tuvo su éxito, si por eso se entiende tener alumnos y dibujar su continuidad. De las ideas que había perfilado aquella noche en Quito se habían concretado muy pocas, casi nada; pero en unos años había ampliado mis horas lectivas incluyendo materias de segundo y tercero. En mis materias había introducido alguna de mis ideas, pero se perdían en el marasmo de la burocracia del resto. Un año, tuve en primero una alumna rubiecita que aparentaba menos edad de la que tenía; delgada, muy leve y, además, estudiosa y participativa con ahínco. Varias veces, durante los primeros meses la rubita me había consultado cosas al terminar la clase. Aunque yo percibía que nuestras conversaciones no tenían un punto final cierto, como si siempre hubiera algo que quedaba colgado, sin terminar; una pregunta que no se formulaba... Es cierto que me intrigaba, pero sólo unos segundos; mis intrigas sobre las personas solían ser así de breves. Durante los exámenes previos a las vacaciones de invierno se disipó la intriga: la jovencita fue de las primeras en entregar el trabajo; le dije que tenía tiempo y que le convenía repasarlo. Con suficiencia, me respondió que ya lo había hecho. Se sentó a mi lado y como sin quererlo
me preguntó: “Profesor, ¿usted por qué decidió ser periodista?”. Para entonces ya tenía madurada la respuesta y no hice más que repetirla. –Porque no me gustaba trabajar, pero me equivoqué… –Es verdad… –dijo riendo–. Mi papá me contó que usted le había dicho eso. –¿Quién es tu padre? –Fue profesor suyo… Antonio Hurtado. Era cierto, había sido mi profe de redacción en primero de periodismo. Aunque había nacido en Buenos Aires, sus padres eran españoles y había estudiado en España. Era una suerte de diccionario del castellano andante. De hecho, trabajaba para el editorial Ateneo corrigiendo sus diccionarios y acostumbraba remitir a la Real Academia Española de la Lengua una última edición de su diccionario con gruesas advertencias en rojo de los fallos que debían corregir. Esto le divertúa yo me lo solía contar con una sonrisa burlona. Desde que me había diplomado habíamos mantenido numerosos encuentros de café; él trabajaba en la calle Florida, a pocas calles de donde lo hacía yo. Aunque, no me acordaba cuándo había sido la última vez que compartimos el cortado. Le tenía un gran respeto intelectual y también le agradecía haberme enseñado cosas tan lógicas como que “ante la duda, ponga una coma; nunca molesta” o “no ponga ‘extraordinario’ en la primera línea; porque, entonces, ¿después que podrá poner..?” y, sobre todo, haberme hecho ver que leer el diccionario era divertido y mucho más útil y entretenido que jugar al solitario. –Huuuyyy… Hace un montón de tiempo que no nos vemos, ¿cómo está
tu padre? –Murió el verano pasado… Me explicó que había sido una dolencia coronaria que venía arrastrada en el tiempo, pero que se precipitó y lo había llevado al punto final. Hubo algún detalle más, pero el timbre de la hora apuró la avalancha de entregas de trabajos y me quedé colgado de la muerte de Hurtado. Cuando llegué a mi casa, se lo conté a mi mujer, aunque Juana María no lo conocía y tampoco me había oído hablar mucho de él. Esa noche, hasta la llegada del sueño, hice un duelo solitario; pensaba que sería un duelo más en la cadena de silencios que te va dejando la vida y que, en algún momento, se pierden en la memoria. No sería así. –Ustedes se veían con frecuencia… –Solíamos quedar para tomar café y, a veces, me pasaba por el Ateneo a charlar un rato o si tenía alguna consulta… –Pues, mi padre se acordaba mucho de usted. Decía que con usted había conseguido una de sus mayores satisfacciones como profesor, que usted era como una esponja, que todo lo que él enseñaba usted lo incorporaba de inmediato… Estábamos en el bar que estaba al lado de la escuela y no podía creer ni sabía responder a lo que estaba oyendo: –En casa, nos hablaba mucho de usted. Yo estoy estudiando en esta escuela porque él me dijo que debía tenerlo de profesor… Supongo que habré salido con una nadería. ¿Qué puede uno responder ante una muestra de afecto que no supo reconocer? Mi relación con ella duró un par de años más; luego llegó mi abandono forzado 105
de la escuela y nuestra huida familiar a Barcelona; como me suele ocurrir no supe más nada de ella, ni tampoco me ocupé de saberlo. Casi cuarenta años después me sigue lastimando, como me hirió aquella tarde en Buenos Aires, mi ingratitud manifestada en mi incapacidad para no apreciar el afecto que el profesor Hurtado me había brindado. El amor, en cualquiera de sus formas, sigue siendo un bien fugitivo: haber tenido una muestra de cariño a mi lado
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y no haber llegado a valorarla siento que me ha cercenado una parcela de la felicidad que, seguramente, me tocaba. Y también me ha impedido proyectar mi afecto hacia otro congénere que, se me ocurre, lo estaba demandando. No me lo puedo perdonar. Tras aquello, me prometí repararlo a futuro y no permitir que eso me volvería a ocurrir con algún otro prójimo. No estoy seguro, en absoluto, de haber sabido cumplir con ese propósito.
El oficio Esta parte no estaba prevista y ni siquiera había considerado su necesidad; seguro que por esas trampas que el llamado subconsciente nos suele tender. No me preocupa la razón de ese “olvido”. Lo cierto es que un familiar me hizo ver que sería muy extraño que, en esta suerte de “recuerdos”, no dedicara espacio alguno al trabajo, casi único, con el cual me gané la vida durante cincuenta años. Cuando ya estaba convencido de que debía incluirlo, le comenté al colega Xavier Arkotxa que iba a hablar de este oficio y él me señaló que, en realidad, se trataba de una profesión. Cosa que nunca había hecho –por lo menos, no lo recuerdo– me averigüé que lo de la profesión “es la acción y efecto de profesar”, cosa que ya me había señalado el colega de marras. También leí que los profesionales son los que han alcanzado “un conocimiento especializado y formal, que suele adquirirse tras una formación terciaria o universitaria. Los oficios, en cambio, suelen consistir en actividades informales o cuyo aprendizaje consiste en la práctica”. Profesar creo que no estuvo hecho para mí; así que, desoyendo a mi apreciado Xavier, este tramo quedó titulado El oficio, mi oficio. El que yo he utilizado para trabajar y que, se me ocurre, no es lo que se entiende como profesión. Quizá por esta variante, puede que nunca haya sido lo que llaman “un buen profesional”. Si no soy lo segundo, ya no cabe el adjetivo. Cuentan que Félix Laíño, durante dece-
nios redactor jefe del vespertino “La Razón” de Buenos Aires, un día recibía las quejas de un redactor que decía que le habían cortado “algo importante”. El jefe lo semblanteó durante un segundo y le dijo: “Mire, m’hijito: si tiene algo importante que decir, escriba un libro… Aquí, se viene a trabajar…”. Puede que esto resulte insultante para las vocaciones, pero a mí siempre me pareció de las mejores definiciones para perfilar mi tránsito de medio siglo por redacciones. Nunca tuve problemas para juntar palabras y construir frases: una hoja en blanco siempre fue para mi un espacio delimitado que había que llenar con letras. Esto del límite es de importancia extrema, tanto que el oficio hizo que mi objetivo diario haya sido, la mayoría de las veces, colocar el punto final en el párrafo y tiempo ya determinado. El contenido es otra cosa. Escribir es lo primero que recuerdo haber visto hacer en mi familia y -como comento en otro lado- lo tenía asociado al acto de trabajar. Puede que, por lo mismo, se me ocurriera que era fácil. Además, en la escuela pronto me había dado cuenta que mis compañeros las pasaban canutas* para hilvanar cuatro líneas. Eso tenía que ser una ventaja para mi. Esta facilidad también puede ser consecuencia de mi pronta afición a la lectura. Desde muy pequeño machacaba a mi hermana Guillerma para que me leyera las historietas. Me divertía mucho una costumbrista que se llamaba El conventillo de don Nicola. Este personaje, italiano, era el encargado de una casa de 107
El “Conventillo de Don Nicola”; sus personajes me fascinaban y me enseñaron a leer .
inquilinato (corrala) donde habitaban familias de distintas nacionalidades. El cocoliche* del italiano se mezclaba con las distintas jergas que conformaban el audio de la Buenos Aires inmigrante; todos revueltos en una convivencia accidentada y nutrida de la picaresca porteña. Algo muy parecido a la 13 rue del Percebe creada por Francisco Ibáñez en España, pero en porteño. Mi afán por esas tiras me impulsó a acelerar el proceso para liberarme de mis lectores y autoabastecerme. Así amplié el espectro de mis lecturas; aunque hoy piense que me indigesté un poquito. Como tantos, deambulé por la rambla de la orientación vocacional pero no con108
seguí orientarme. Durante varios años navegué a la deriva entre mis aficiones cambiantes y alentadas, cada vez, por una madre que creía que yo tenía un talento polifacético. Me interesaba y me sigo interesando casi por todo. El futuro parecía posible, pero totalmente inasible y poco perfilable. Mientras tanto, fui dejando el teatro que transitaba desde los cinco años y ocupaba mi tiempo entre el estudio, la biblioteca y el deporte. Se me ocurrió lo del periodismo luego de hacer la mili, cuando regresé a Buenos Aires y tenía casi veintidós años; acababa de renunciar a entrar en Filosofía tras haber superado las pruebas de acceso de forma brillante. Mientras tonteaba con la escritura aquí y allá, había llegado al convencimiento de que lo menos parecido a trabajar era hacer de periodista, y eso era muy tentador. La amistad con una estudiante de periodismo me llevó a apuntarme a su escuela. Ella luego lo dejó y yo me enganché. Además, eso era divertido. Por ejemplo, se me ocurrió editar un periódico mural que llamamos “El Zángano”, para dar respuesta a “La Avispa”, que era una iniciativa anterior, plural y paraoficial del curso, algo muy decentito. Lo que hacíamos con un secuaz del cual ya no recuerdo el nombre, en cambio, era un pasquín ferozmente burlón y anónimo que se metía con profesores y colegas. Lo colgaba en la pizarra horas antes del comienzo de las clases; nunca me pescaron. Creo que es la primera vez que comento que ese engendro lo hacía yo: he guardado el secreto durante decenios. Luego, como siempre me ha ocurrido, se encadenaron las casualidades. En
tres años alcancé la diplomatura y tras ella llegó una beca para convertirme en algo tan raro como “técnico en información de extensión agraria”. No es broma: tengo diploma oficial de esto y trabajé de ello, lo que me sirvió para estar durante más de un año lejos de Buenos Aires y conocer el mundo rural desde dentro. Gracias a eso fui –tiempo después– redactor jefe del semanario de la Asociación de Cooperativas Agrarias Argentinas y, ya en Barcelona –muchos años después– elaboré publicaciones sobre temas agrarios para una multinacional del sector de los fitosanitarios. Espero no haber contribuido demasiado a la destrucción del planeta. Cuando regresé al ámbito porteño busqué que el periodismo diera cierta continuidad a mi economía, aunque sin caer en el agobio diario de las redacciones. Siempre las mujeres me han dado suerte. Una amiga me presentó a una amiga suya que era la redactora jefe de un grupo de revistas femeninas en la ascendente Editorial Abril. Leyó algunos relatos que le llevé y dio la casualidad que estaba necesitando alguien de pluma fácil. Aunque, de momento, sólo para hacer traducciones de artículos y fotonovelas que compraban a editoras italianas. Dije que sí, claro, y salí con varias revistas italianas bajo el brazo en busca de un diccionario “italiano-castellano”. Las finanzas sólo dieron para uno de la colección “Lilliput”. Se vendían en los quioscos de periódicos por monedas, medían unos cinco por tres centímetros y un grueso de casi dos; no cabían muchas palabras. La suerte me acompañó. Los italianos escribían largo y en la editorial querían versiones más cortas, razón por la cual traducía poco, pero mejoraba todo lo que
Una de las tantas caricaturas que me han hecho los compañeros dibujantes. Aquí, junto al fotógrafo Jorge Díaz.
me pasaban. Pronto le cogí el tranquillo a este trabajo y gané prestigio por mi rapidez para convertir, por ejemplo, un artículo de cinco páginas en otro de dos, o una fotonovela de trescientas imágenes en otra de ciento veinte. Hacía desaparecer personajes, recreaba otros, inventaba finales nuevos... Intenten hacerlo; luego me cuentan. Mi atrevimiento era tal que en uno de esos años acepté la propuesta de reemplazar a la “bruja oficial” que elaboraba el Gran horóscopo anual y que había tenido que someterse a una inesperada intervención quirúrgica. 109
Este magno horóscopo era un producto editorial de gran venta: centenares de miles de ejemplares que, cada diciembre, desvelaban el futuro de los próximos doce meses signo a signo. La suma que me iban a pagar -y me pagaron- eliminó todo posible prejuicio; aunque también lo hubiera hecho por algo menos. Recuerdo que sólo pedí los ejemplares de los dos años anteriores como referentes para mi atrevimiento. Esa edición se cerró antes que ninguna anterior, algo que siempre agradecen los editores; no consta que ningún lector reclamara y con gran discreción mi compañera nunca me reprochó este intrusismo esporádico, ni quiso saber cómo lo había hecho. Como había dicho Laíño, ella era consciente de que allí se iba a trabajar. Superada la etapa de la traducción fueron cayendo entrevistas a artistas, a escritores o a futbolistas, reportajes varios, algo de miniturismo, artículos estacionales sobre salud, enseñanza, alimentación, deportes o lo que se terciara. Siempre desde fuera de la redacción, sin horario y con mucho tiempo libre; aunque esa libertad a veces atentara contra mi bienestar económico. Esto no importaba demasiado; me interesaban más la noche en los bares, el río, la barca y el tiempo para enamorarme. Todo al mismo tiempo, con variada fortuna, pero con especial empeño. Hasta que me enamoré de Juana María, mi mujer desde entonces, que me dio la oportunidad de cambiar esa forma de libertad por la felicidad de tener una familia –toda una sorpresa– y fui ganado por la responsabilidad de mantenerla. De pronto, una redacción ya no me pareció tan terrible y me introdujo en una nueva fauna: los periodistas.
Por lo menos en Buenos Aires, los colegas no eran afectos a la vida sana como ocurre ahora: se fumaba y bebía a voluntad y se ponía voluntad en hacerlo. Era una suerte de “legión extranjera” donde recalaban gentes de las más variadas disciplinas y cataduras. Los pocos que habíamos pasado por alguna escuela de periodismo éramos mirados con cierta conmiseración; el resto conformaba un catálogo de ex alguna cosa o de eternos diletantes de otras artesanías a los que había tocado ganarse la vida como periodistas. Había pintores, militares, abogados, filólogos, maestros, militares, curas… Respetaba los veteranos que habían recalado en el periodismo por circunstancias diversas y que se habían convertido en los campeones del oficio. Recuerdo al veterano Carlos Llosa, quien me contó que fue contratado en la barra de un bar: le había dicho al dueño que estaba buscando trabajo, y éste le comentó que solía venir a tomarse una copa el editor Julio Korn y que se lo podía presentar. Korn era el dueño de la revista Radiolandia, la de mayor venta en los años cincuenta; también editaba otros títulos de gran éxito como Antena, Goles, Vosotras, TV Guía y Anteojito. Dicen que Korn disparó la tirada de Radiolandia y la encumbró cuando, a pocos meses de la muerte de Carlos Gardel (1936), publicó en entregas semanales la vida del cantor narrada por su madre, que le había cedido todos los derechos de reproducción. Korn le dijo a Llosa que sólo tenía trabajo para periodistas, y él aceptó. Cuando nos conocimos ya no era un muchacho, tenía en su agenda a todos los personajes de la farándula, hacía entrevistas sin levan110
tar el teléfono o llamaba al entrevistado o a su representante sólo para avisarle lo que iba a publicar. Me fascinaba su velocidad: sus dedos volaban sobre la Olivetti Lexikon, un noble y pesado artefacto de hierro que cuando se terminaba de escribir uno podía elevar sobre su trasero para liberar el escritorio; la máquina de Carlos casi siempre estaba en esa posición. Él era uno de las tantas víctimas del alcoholismo endémico, por entonces, en este oficio y la causa de haber recalado en una redacción de novicios donde se ahogaba. Aunque también lo había tentado el sueldo. “Negro, está bajando…” me decía mirando el techo, agobiado por la disciplina horaria que habían impuesto las grandes editoriales modernas. Eran auténticas fábricas de publicaciones y sus suplementos derivados, pero elegían a los mejores y, en compensación, pagaban más del doble que cualquier diario. En la tercera planta hacíamos tres o cuatro revistas semanales, más una quincenal, y los suplementos que cayeran. Yo entregaba unas cinco entrevistas por semana más algunos artículos y los maravillosos “recursos”, para rellenar los huecos que dejaba la publicidad de formatos raros. Me convertí en menos de dos años en un auténtico “todoterreno”. Luego todo fue acumular faenas. Por la mañana me dedicaba a hacer, casi en solitario, un semanario agrario de doce páginas tamaño tabloide. Al mediodía iba al mencionado Editorial Abril*. A escapadas hacía publicaciones de empresa para la editora de un amigo: Prensa Institucional; a la tarde/noche daba clases en la Escuela Superior de Periodismo tres veces por semana. A esto, solía sumar
colaboraciones sobre teatro infantil en radio. Además, había reencontrado el teatro – que había abandonado unos quince años atrás– y descubierto las posibilidades de los títeres; con ellos hice un par de temporadas en televisión. Como la política siempre estuvo allí, los títeres también daban su mensaje en las escuelas de los barrios de chabolas, que allí llaman “villas miseria”, acompañado de Juana María. Tenía un carné forrado en cuerina marrón que renovaba cada dos años, que nunca nadie me requirió y que en su portada anunciaba: República Argentina – Periodista Profesional – Ley 12.098; en su interior estaba mi foto. Había elegido el periodismo para no trabajar y me había equivocado; pero, no estaba nada mal. Me asumí como trabajador de los medios de comunicación, aunque muchos de mis bienhallados colegas no lo observaban tan así. Los editores tenían una actitud paternalista con sus empleados, y a éstos les gustaba sentirse arropados por ese favor. La mayoría de los periodistas tenían una relación de fidelidad con sus patronos. Yo, en cambio, ya diferenciaba lealtad de fidelidad y compromiso de obsecuencia; me lo había enseñado mi madre. Sin embargo, ese tipo de relaciones laborales iban a cambiar de forma rápida. La concentración de medios aumentaban el tamaño de las empresas y, a la vez, las distancias con el “patrón protector”. Comenzaron a aparecer los gestores, que suelen tener como primera misión evitarle al “Gran Jefe” los encuentros con sus trabajadores por los pasillos, a distanciarlo de las decisiones molestas para hacer creer a los trabajadores inocentes 111
que no es él quien las ha autorizado. Los gestores también se preocupan de que el “Gran Jefe” visualice su eficacia para hacer que la empresa gane más dinero del que ya gana; el ahorro se convierte en una premisa que suele llevar a los gestos más absurdos, despreciables y menos eficaces. Por ejemplo, recuerdo un gestor –ya en Barcelona– muy preocupado por el excesivo consumo de compresas de higiene intima que, según él, hacía el personal femenino. Muchos periodistas accedieron a reconvertirse en gestores y muchos directores en agentes administrativos del descontento de sus redactores. Por ejemplo, yo tuve que resistir la extorsión de un “mediador” laboral que había sido años atrás un brillante periodista de cine. Durante más de media hora utilizó métodos infames para que accediera a abandonar la editorial con una indemnización menor a la que me correspondía, bajo la velada amenaza de pasarme a otra publicación de menor prestigio. Esta extorsión estaba destinada a arrebatarme y ahorrarle a la empresa la indemnización de más de veinticinco salarios que marcaba el Estatuto*. No consiguió mi dimisión, pero pasé a escribir de decoración y sistemas de calefacción y me dejó una profunda pena la triste claudicación de alguien que había admirado. Pocos años después nos reencontramos, ambos en el exilio barcelonés: nuestras posiciones en el escritorio se habían invertido. Fui incapaz de recordarle su flaqueza y le publiqué, a buen precio, algunos artículos. Mi madre también me había enseñado que cuando las empresas llegan a este punto en las relaciones con sus trabaja112
dores no hay otro recurso que la organización para defender tus derechos. Le hice caso. Estaba afiliado a la Asociación de Periodistas de Buenos Aires, y junto con unos quince periodistas decidimos acudir al sindicato para promover elecciones a “comisión interna” (comité de empresa). Antes de volver a la empresa ya los directivos lo sabían, muchos de los viejos trabajadores lo sintieron como una afrenta al dueño y los gestores se movieron con propuestas diversas para abortar la intención de organizarnos sindicalmente. A la tarde siguiente debíamos volver al sindicato para formalizar la solicitud de elecciones. Sólo aparecimos dos: el fotógrafo Eduardo Comesaña y yo. Era significarse mucho, pero esos son los momentos en que la voz de mi madre suele taladrarme: Si estás donde debes estar, terminas haciendo lo que tienes que hacer. Como bastaba con dos firmas; hubo elecciones, hubo comisión interna, hubo negociaciones, hubo convenio de empresa y hubo colegas que me retiraron el saludo. Cometí el error de no blindarme como delegado; mientras, crecía mi batalla sorda con mi nuevo director que no entendía que entregara con tanto retraso mis artículos. Es cierto que le había explicado mi situación y pedido que me despidiera, pero no quería entenderlo. Mientras tanto, los militares habían decidido implantar la dictadura más feroz que habíamos conocido y la mayor parte de los miembros de la comisión interna huyeron del país. Sentía que el agua me llegaba al cuello cuando, una vez más, la suerte me puso la mano encima. Con Graciela, que era
la jefa de personal, nos conocíamos de cuando ella era recepcionista y yo comenzaba como colaborador en el grupo y nos teníamos cierto afecto. Era muy guapa, pero con gesto de pocos amigos para espantar moscardones. Pudiera ser que fuera el único que no había intentado meterle mano. Una tarde estaba tomando un café en “Bar Baro” cuando ella entró con la misma intención. Acodados en la barra se interesó por mi estado laboral; algo le sonaría... Un rato después estábamos en su despacho planeando mi salida: quedamos en no levantar el avispero. Aunque nunca me contó cómo lo hizo, supongo que se saltó la valla de los gerentes para conseguirlo; seis días después firmaba el despido e ingresaba en mi cuenta una suma considerable. Esta, junto con la venta de todo lo que teníamos, nos permitió meses más tarde, salir de la Argentina rumbo a Barcelona con la supuesta seguridad del respaldo económico. Mientras tanto, en mis otros trabajos las cosas no habian ido mejor. Me recomendaron dejar la cátedra en la escuela de periodismo; el director –que era un viejo amigo– me advirtió que un alumno espía me grababa las clases y que la cosa podía no acabar allí. Me había enfrentado con un profesor que era cura castrense en la Policía Federal, y parece que me había señalado como “peligroso”. La escuela cooperativa, con la que había recorrido durante más dos años decenas de cooperativas de medio país explicando temas de comunicación social, también selló sus actividades. De común acuerdo consideramos que era prudente “dormirla”, para nuestra seguridad. Todos estos sobrevenidos, más algu-
Últimos minutos en la Argentina. Pasaportes en alto y mi hijo Pedro en brazos; a la derecha mi hijo Pablo. También estaba el mayor, Carlos, por supuesto...
nos encuentros “casuales” con policías o militares hasta en la propia puerta de mi casa (vaya uno a saber qué eran), decidieron que la Argentina ya no era espacio para nosotros. Con todo, estuve trabajando en el semanario agrario hasta cuatro días antes de que saliéramos para Barcelona. Así se cerró mi ciclo en Buenos Aires. Era el treinta de junio de 1977, un día muy nublado, y mientas el avión carreteaba para decolar se me hizo que ese adios sería definitivo. Así fue.
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Olivetti Lexicon-80 Más de una vez reparaba mis trasnochadas sobre ella y esas siestas irritaron a más de un jefe. Hace algunos años me reencontré con la lexicon al visitar la colección permanente del MOMA de New York. Fue todo un reencuentro. Allí me asaltó la idea de hacerme con una de las tantas que subastan por Internet; deben estar perfectas, su solidez era indestructible. Recuerdo que el ya desaparecido actor y cantante Leonardo Fabio utilizó la lexicon de un colega de cotilleos para aplicarle un castigo por una felonía que publicó contra sus hijos. Sólo fue un brazo roto y la máquina cayó al suelo, pero quedó intacta. No, no la he comprado; mi actual amor por la computadora y la gestión automatizada de los textos sería como refregarle, cada día, que es un viejo hierro. Entre viejos no nos merecemos esas canalladas…
Sobre una Olivetti Lexicon 80 como esta fui forjando mi oficio; hasta que llegó la computadora que incorporaba la idea del “procesador de textos”. Tengo un cruce nostálgico con la lexicon, pero debo confesar que nunca le tuve un cariño real. Escribo rápido, pero nunca llegué a ser un dactilógrafo como se decía por entonces; aunque concurrí a algunas sesiones de unas populares Academias Pitman que aplicaban el sistema ideado por el tal Pitman en Inglaterra. Qué pereza… El mayor tormento que me producían las máquinas de escribir era tener que hacer las correcciones con una tinta blanca llamada tipp-ex que se aplicaba con un pincel sobre el texto a corregir, había que dejarlas secar y luego repicar encima. Además, era imposible cambiar el orden de lo escrito y si lo querías hacer debías cortar y pegar papel. La versión troglodita del actual “copy-paste”. Estos textos pegoteados cabreaban a los linotipistas, que eran los que se ocupaban de transcribir y adaptar los textos de los escribas al sistema de impresión. A pesar esas fatigas, se fue tejiendo una relación amor-odio entre la lexicon y yo; que se enriqueció con algunas siestas reparadoras soportadas sobre sus veinte kilos de puro hierro.
Mis siestas con la Lexicon dieron lugar a alguna cartcatura...
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El oficio era algo más... El 30 de junio de 1977, sobre las cinco de la tarde, pisamos Barcelona. Hasta poco días antes de cerrar los billetes del viaje barajé la posibilidad de exiliarnos a México, ya que varios huidos de la comisión interna –vinculados a la Juventud Peronista*– estaban allí. Sin embargo, algunos amigos que ya estaban en Cataluña, me convencieron de que en Barcelona no tendría problemas en conseguir trabajo; tuvieron razón. En menos de veinticuatro horas, a las once de la mañana del día siguiente a mi llegada, estaba sentado ante una máquina de escribir en la pluri redacción del Grupo Zeta*. La suerte me precedía, otra vez; estaba en una editorial que, en nada, entraría en pleno ascenso y que era la que mejor pagaba. Un par de años después dirigía para esta editorial un par de revistas pseudo eróticas (más bien eran de humor), una revista de salud, el conocido Penthouse y los suplementos “especiales” de Interviú. Tan especiales que no se parecían en casi nada a la revista madre. La fauna periodística que me encontré no era tan variada como la que conocí en la Argentina, pero algo distinta; entre los mayores había un tufillo conservador que se difuminaba en Barcelona, pero que atufaba en Madrid. Entre los jóvenes, había cierta ilusión inocente por el periodismo, en algunos, y en otros una suerte de prepotencia irresponsable. También estaban los profesionalistas presumidos que se prometían hacer el gran periodismo tras la supuesta desaparición del franquismo. Es cierto que se hizo buen y atrevido
periodismo, pero también es verdad que abundaron los reportajes apócrifos y las mentiras que destrozaron la honra e incluso la vida de alguna persona. Muchos periodistas prestigiados no tardaron en convertirse en escribas de confianza de los poderes o en gestores de medios al servicio de esos poderes. No merece la pena detenerme en esto. Hay un libro de Josep Maria Huertas Claveria llamado El plat de llenties: periodisme i transició a Catalunya (19751985)*; un título preciso para una obra que describe los precios alcanzados en la subasta ideológica de la prensa catalana y española entre 1975 y 1985. No lo podría hacer mejor que él; lo recomiendo. Tardé algo en darme cuenta que la Transición española, por lo menos en la comunicación, no siquiera llevaba maquillaje. La editorial donde trabajaba presumía de ser muy progre pero no lo era, y como publicaba algunas señoras desnudas era despreciada por el resto de los colegas de la prensa seria que había servido durante años al franquismo y que ya había entrado en la deriva de la manipulación informativa. Me resultó curioso que editores –históricos y sobrevenidos– solían poner a algunos de sus escribas de confianza a escarbar en las tripas de personas, empresas u organizaciones y a fabricar “dossieres” sobre ellas. No para informar, sino para saber con qué podían llegar a extorsionarlos, llegado el caso. Esta impudicia también sirvió para llenar los bolsillos de algunos listos que sin verificar o averiguando muy poco los fabricaban a gusto del comprador. Yo mismo fui 117
Este era mi primer invierno en Barcelona y debíamos estar inventando algún reportaje en Las Ramblas; estaba con Xavier Gassió, que es quien hizo la foto. Un par de años después llegué a ser su director, cuarenta años después seguimos siendo amigos; lo que no es poco en este perro oficio.
víctima de uno de esos engendros. Cuando en 1981 me echaron de este grupo editor me llevé el prestigio de que era un buen revistero: mis suplementos “especiales” de Interviú (1.200.000 ejemplares al año más la apertura al mercado publicitario de una publicación vetada por la caspa) provocaron que otra editorial me quisiera confiar un proyecto de gran calado que, en aquel momento, hubiera sido la alternativa en papel a la televisión. Hablo de una tirada que podía alcanzar el millón de ejemplares con un gran espectro publicitario y soportada por la distribución conjunta de tres diarios históricos de Barcelona, Madrid y Bilbao. Uno de esos socios -el madrileño- se negó a que yo dirigiera el proyecto. Disponía de un informe donde me hacían aparecer como un jefe montonero que había participado en el sonado secuestro del presidente de una multinacional. Al margen de la falsedad de lo que me atribuían, el “dossier” no acertaba en la fecha ni en la organización que había cometido ese secuestro. De Mortadelo y Filemón… A mi anterior patrón ya le habían hecho 118
llegar ese adefesio, pero pasó de él, y un “figura” de TVE fue tan tonto como para preguntarme si era cierto que yo estaba en España para controlar el dinero de la recompensa de aquel secuestro que “Montoneros” habría invertido en la editorial donde estaba trabajando. Le expliqué que nunca había estado en esa organización, que de haberlo estado nunca se lo diría y que, además, no habían sido ellos los autores de esa operación. Al margen de la manía por los “dossieres”, también influía en esas decisiones y desconfianzas el tufillo xenófobo heredado del fascismo; fastidiaban los sudamericanos que no eran guitarreros o tanguistas, y algunos “respetados” informadores no entendían que los sudacas* pudieran acceder a cargos de responsabilidad en un medio español. Precisamente, en 1978 o 1979 un grupo de hiperventilados progres del Grupo Zeta promovieron una asamblea para pedirle a los dueños que echaran a los sudacas de la editorial. El viejo militante anarquista Cipriano Damiano y el periodista Pedro Costa Musté, que luego deviniera
cineasta, fueron quienes les abochornaron su actitud y les abortaron el delirio xenófobo. Mi tránsito por ese primer trabajo en Barcelona culminó a finales de 1981 y como otros echados del grupo fui llamado varias veces de otras editoras, Diario 16 entre ellas, para que contara “cosas” pudendas de sus dueños. No consiguieron que lo hiciera, pero se que otros colaboraron en esa miseria; periodistas incautos que habían creído que el dueño era su amigo y se sentían traicionados. Yo nunca aspiré a su amistad ni tampoco nos respetamos intelectualmente, pero él me había pagado puntualmente lo que habíamos pactado por mi trabajo y cuando decidió que ya no me necesitaba me pagó hasta el último centavo que me correspondía. Aunque antes de despedirme, estuvo buscando alguna causa para no indemnizarme; aunque quiza, la idea fuera de algún gestor afanoso de hacer méritos. Ya no teníamos nada que decirnos… Por entonces, ya estaba incubando la idea de aprovechar mis habilidades en el oficio para ganar la libertad de ser yo quien jugara con mi futuro. Sin embargo, tardé un par de años en madurarlo y, sobre todo, en comprobar que podía hacerlo. Como siempre, ayudó la casualidad. El camino de la autogestión Mientras iba trabajando aquí y allá, a mediados de 1983 me encontré con un antiguo colaborador que llevaba varios días telefoneándome. Tenía una propuesta: Un diario ya desaparecido, El Correo Catalán, quería sacar un suplemento sobre televisión para potenciar el lanzamiento del canal autonómico.
1983. “Catalunya TV” fue mi banco de pruebas y me dio la confianza necesaria para lanzarme, sin tutelas, a ediciones “bajo demanda” pero por mi cuenta y libertad
Hasta entonces venían distribuyendo cada viernes, junto con el diario, el TP; que era la revista líder en programación semanal televisiva, pero por hacer una edición catalana les pedía un dinero importante. Mario, así se llama mi amigo y ex colaborador, había recibido el encargo de buscar alguien que lo pudiera hacer. Yo había llevado una sección de televisión en Buenos Aires y bastaron un par de entrevistas para redondear el proyecto. El 11 de septiembre de 1983, TV3 había hecho su primera emisión y el 16 de enero del año siguiente debía comenzar sus emisiones regulares. La primera edición de nuestra Cataluña TV salió el jueves 22 de diciembre. Para no perder el tirón de las teles españolas la información sobre ellas estaba en español y en catalán el resto. Esto incluía entrevistas, reportajes sobre los programas, etc. El jueves salía a los quioscos en solitario y el sábado se vendía a precio reducido con El Correo Catalán. La última edición fue en diciembre de 1985 ya que fuimos arrastrados por la debacle del diario -abandonado por sus padrinos políticos que ya tenían la tele para sus fines-, pero llegamos a tirar cien mil ejem119
2001 Fira de Barcelona: Hicimos la primera experiencia en España de impresión digital remota; desde nuestro stand sobre nueve terminales. Las tres ediciones diarias eran personalizadas.
plares semanales y pusimos el pico de ventas en 87.000 ejemplares (OJD). Esa fue la prueba para comprobar que no me hacía falta el respaldo de una empresa editorial para vender mis capacidades de hacer publicaciones. Solo era encontrar quienes tuvieran necesidad de ellas, demostrarles que no tenían por qué ser editores para tener un medio y mostrarles que éramos capaces de satisfacer sus necesidades. Con un par de colegas que tenían la misma idea nos lanzamos al proyecto. La travesía del desierto duró un par de años, hasta que pudimos mostrar productos acabados y de calidad que no requerían más esfuerzo que pagarlos. Mientras, nos dedicamos a consolidar una estructura técnica, pero mínima, que nos permitiera acudir a cualquier tipo de demanda. Y lo conseguimos. Distintas publicaciones de empresa al uso, especializadas, tecnológicas, deportivas… fueron cayendo. Un día nos convencimos de que hasta podíamos hacer un diario “bajo demanda” y lo hicimos durante varios años para el torneo de tenis “Conde de Godó”, como por consecuencia nos cayó la propuesta de hacer120
nos cargo de la edición del diario oficial de los Juegos Olímpicos de Barcelona ’92. Esta última experiencia nos permitió introducirnos en lo último en tecnología de edición y adoptarlas sin ninguna duda; nuestra capacidad quedó consolidada. No digo que de ahí en más fuera cocer y cantar, nunca lo fue, pero no nos habíamos equivocado: se podía vivir del periodismo al margen de los caprichos arbitrarios de los grandes editores y sus gestores de turno. Hasta que la digitalización comenzó a cercar el futuro de las ediciones en papel este campo no tuvo secretos para nosotros; luego hubo que aprender, de nuevo, y pasarse al “digital”. No lo viví como una amenaza. Había entrado en este mundo para trabajar con el menor esfuerzo posible y asegurar mi libertad. La digitalización de los procesos de producción hacía el trabajo más fácil y daba más libertad para inventar y recrear. Cuando la tecnología me liberó del papel fue parecido a lo que había vivido cuando me liberó de la máquina de escribir: Sentí que cada vez iba a ser más sencillo editar sin depender de los poderes tradicionales. Y esto no es tontería. Todo equivocado, como suele ser Una de las primeras inquietudes cuando comencé a trabajar en Barcelona fue averiguar dónde estaba el sindicato de periodistas. No lo había. Sin embargo, sí existía un carné profesional que, cosa singular, no era requerido para trabajar de periodista y que, por lo mismo, no gestioné. Un par de años después, cuando tuve que dirigir algunas publicaciones sí me lo exigieron; porque así lo marcaba la “ley Fraga”, aun vigente. Cosa que la editorial solucionó -como
era común- alquilando el carné de algún “profesional”. Tuve hasta tres directores “nominales” en el staff que cobraban por ese alquiler. Aunque uno de ellos tuvo que acudir por mí a varios juicios interpuestos contra dos de las revistas por algunos “defensores de la moral”. Cuando intenté convencer a algunos colegas de la necesidad de un sindicato de periodistas, la mayoría me respondió que lo correcto era afiliarse a un sindicato de clase, que no éramos distintos al resto de los trabajadores, que debíamos estar junto a ellos, que lo contrario era creernos mejores que el resto... Alegué que en el resto del mundo los periodistas habían preferido el sindicato propio y que por eso no se sentían ni los apreciaban como traidores a la clase obrera. No hubo forma, estaban descubriendo el Mediterráneo. No caían en la cuenta que si bien los trabajadores éramos iguales, nuestras empresas no lo eran. También expliqué que las grandes centrales sindicales son y deben ser proyectos políticos –muy legítimos– que necesitan de los medios de comunicación para su propaganda y que nunca se atreverían a enfrentarse frontalmente a esas empresas o a luchar por la libertad profesional de los periodistas. Había aprendido que los periodistas, además de la lucha por sus derechos laborales, debían librar la lucha por apoderarse de la información. Un profesor en el primer curso de periodismo había explicado: la libertad de prensa es la libertad de la empresa... Sigue siendo así. Con respecto a los derechos laborales descubrí que, aquí también, había quienes se creían “profesional independiente”. En cuanto a la importancia real de la infor-
mación, pocos lo tenían claro y la mayoría creía que la custodia de ese derecho constitucional podía confiarse a sus patronos; que tenían como límite, ante cualquier tentación al exceso, su “autorregulación”. Son muchos los que aún lo creen. No haber sabido defender nuestros derechos laborales lo estamos pagando y no se ve que la deuda vaya a prescribir; en plena Transición y sin el menor resquemor admitimos que casi la mitad de los trabajadores de la información no tuvieran contrato laboral. Mientras que en la misma empresa los obreros gráficos no lo permitían, en las redacciones a nadie le importaba que la empresa hiciera con los “colaboradores” lo que le viniera en gana. Como se ganaba buen dinero, no entendían que eso ya era precariedad laboral. Recién en las postrimerías de 1992 un grupo de informadores, a los que me apunté, consideraron la necesidad de organizarse en un sindicato. Mientras tanto, ya hacía varios años que la mayoría había decidido reconvertir la herencia franquista de la Associació de la Premsa de Barcelona en un engendro llamado “colegio profesional”. En otros países europeos, esto no hubiera pasado de un honroso “pen club”; aquí se aprobó con pompas mediante una ley y se autoasumió como representante de los periodistas, aunque no puede representarlos ante sus patronos. Un despropósito provinciano; pero que nos vestía como “profesionales” y mantenía intacta la falacia franquista de que patronos y currantes* de la prensa teníamos los mismos intereses. Por fin, con fatigas y entre la tenaz incompresión de muchos colegas, en 1993 se creó el Sindicat de Periodistes de Cata121
1º de Mayo de 2013; así nos manifestamos con los compañeros del Sindicat de Periodistes de Catalunya en la Ronda de Sant Pere. El niño que está sobre mis hombros es mi nieto Mario Camilo. No recuerdo quien es el colega que hizo la foto. ¿Alguien me lo puede decir..?
lunya (SPC). Con fervor milité y milito en él; mis fervores no significan éxito, simplemente, estoy donde creo que debo estar. Y resultó más que un trabajo... Durante muchos años me había sentido próximo y solidario a los periodistas en tanto compañeros de trabajo; he hecho amigos entrañables entre ellos a ambos lados del Atántico, pero valoraba al periodismo solo como mi modus vivendi. Sin embargo, la actuación perversa de la prensa en mis últimos años en Argentina me hicieron ver que la información confiada a los grupos mediáticos, sin ningún tipo de exigencia sobre su responsabilidad, exponía el destino de los individuos a los caprichos de los peores del barrio. Comprobé que en España no era distinto y 122
que en otras partes del mundo tampoco. Mi precipitado exilio, la reubicación física y las ansiedades propias del inmigrante me habían mantenido al pairo de esas inquietudes, pero debía estar escrito que no habría de ser por mucho tiempo. Cuando en 1985, a causa del informe de Sean MacBride “Un sólo mundo, voces múltiples”*, Estados Unidos y Gran Bretaña -Reagan y Thatcher- fueron obligados por las grandes multinacionales a abandonar la UNESCO, vi con diáfana claridad toda la dimensión del problema. Si las que eran las mayores potencias de Occidente en ese momento, se veían tan conmovidas por un simple informe sobre las libertades y los medios de comunicación como para llegar a esa beligerancia, estaba claro que detrás de eso había enemigos muy peligrosos para el bienestar de
la humanidad que contaban para sus fines con los agentes de la desinformación. La mayoría de nuestros periodistas estaban, en ese momento, en el cenit de la tontería y asumieron con fervor el editorial de El País –el diario de referencia para la progresía de entonces– que denunciaba que dicho informe atentaba contra la libertad de expresión y la libertad de información en nuestra civilización. Toda la prensa española repicó esas barbaridades. Muy pocos nos preocupamos por conseguir, leer e interpretar ese informe tan denostado por los colegas. Quizá, haber vivido en la realidad sudamericana cerca de cuarenta años y haber comprobado que la prensa siempre había sido el aliado necesario de las más feroces dictaduras del continente, que había alentado o justificado a lo largo de su historia la represión de los más débiles y que había estado al servicio de los poderes que habían postergado la cultura de los pueblos, me haya facilitado su comprensión. Parafraseando al Calígula de Camus: “Si el dinero es lo importante, la información no es importante” y peligrosa para ellos, añadiría. Un sólo mundo. Voces múltiples El recuperado “informe MacBride” me reveló hasta donde era importante que los pueblos dispusieran de medios de comunicación que no sirvieran a los intereses más perversos del planeta. Sobre todo, me certificó que los grandes medios habían facilitado, cuando no amparado y promovido, la opresión, la tortura, la enfermedad y el hambre de mujeres, niños y hombres de todas las etnias del planeta. Los periodistas independientes han pagado con el ostrasismo o la persecu-
ción profesional su voluntad de impedir esos desmanes contra la humanidad. También comprendí que mi perseguida libertad de pensamiento se fundamenta en el derecho de todo ser humano a saber y trasladar a otro ser humano lo que sabe. Somos herederos, depositarios, transformadores y transmisores de información. Denegar o limitar esta natural aspiración a saber más supondría haber llegado al final de nuestra historia y renunciar a la posibilidad de avanzar hacia nuevos derechos humanos. Estaríamos muertos. En los últimos veinte años el estudio y la defensa del derecho universal a la información se ha convertido en mi manía rectora. Soy un lunático empeñado en que sólo el saber -como creía Platón- salva a los seres humanos de la ignominia. Compruebo que los que padecemos esta manía vamos creciendo en número y hacemos músculo intelectual con los dictámenes y las recomendaciones de los organismos internacionales de Derechos Humanos, que reafirman que la información y la comunicación son bienes fundamentales de la humanidad. Es verdad que cada día me asaltan nuevas dudas sobre las causalidad de las cosas y sobre las razones de nuestra debilidad social ante la injusticia; pero no tengo incerteza sobre que sólo hay futuro civilizado si alcanzamos una ciudadanía universal organizada que se exalte en la defensa de la libertad de expresión y exija su derecho a estar informado de todo. Solo si sabemos cómo son las cosas, cada uno de nosotros podrá elegir si quiere cambiarlas y porqué y, tal vez, elegir con alguna certeza la vida que lo lleve a la felicidad o a equivocarse en conciencia...
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Sólo palabras, ¿sólo...? Alguna vez, también fueron nuevas para mi, pero no recuerdo cuando. Pensamos que están en uno desde siempre y no es verdad; uno estuvo antes que ellas. Las hicimos códigos para comunicarnos. Alguna gente - Pag. 3 - Unión Americana: A mediados del S.XIX el presidente de la República del Paraguay -por entonces el país más moderno de América- lanzó la idea de crear esta Unión para librar al continente de las intervenciones europeas. Argentina, Brasil y Uruguay, instigados por Inglaterra aniquilaron al pueblo paraguayo. - Colonia Esperanza: Colonia de la Esperanza, en la provincia argentina de Santa Fe, fue poblada a principios de 1856 por unas 102 familias suizas, 54 alemanas, 28 francesas y seis belgo-luxemburguesas. Don Mercedes - Pag. 11 - Galleta de campo: galleta abultada que se usa en lugar del pan, de poca miga. Se corta a mano y cuando está dura a golpes. - Gurí: niño o muchachito, en Uruguay y en la provincias argentinas del litoral. - Mezquinar: en este caso, es cuidar, preservar con especial atención. - Yeguarizo: Grupo de equinos en el que predominan las yeguas. - Mate cocido: Infusión de yerba mate para beber en taza. El síndrome del dulce de leche - Pag. 15 - Fiestas mayas: Eran las festividades celebratorias de los 22 y 25 de mayo (1810) en que las provincias del Río de la
Plata rompieron con la corona española. - Choripán: Bocadillo de pan y chorizo criollo de carne vacuna condimentado con ají. Se acompaña de la salsa chimichurri. - Fausto argentino: “Fausto, Impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación de esta Ópera”. Obra poética de Estanislao del Campo - Guita dulce: Dinero fácil, “pasta gansa”. El Chino- Pag. 21 - Truco: Juego de naipes de baraja española que se basa en el envite y combina bazas y apuestas. La clave está en la habilidad para el engaño del contricante. - Plata: Sinónimo de dinero; l’argent dicen en francés. - Achicarse: No animarse, amilanarse ante el riesgo. - Pucho: Colilla; por extensión, también se le dice al cigarrillo. - Vieytes: Hospital psiquiátrico de Buenos Aires que estaba en la calle Vieytes del barrio de Barracas. - Chancletas: Chanclas. Excéntrico musical - Pag. 25 - Canaro en París: Tango de ese nombre de Scarpino y Caldarella en homenaje del músico Francisco Canaro. Un clásico de la música porteña. - Avellaneda: Barrio de Avellaneda; separado de Buenos Aires por el Riachuelo. - Milanesa: Fina carne rebosada y frita, que se puede comer fria. -Verdulera: Pequeño acordeón de origen europeo. Su sonido me desagrada... - Avanti puopolo: Primera estrofa de la canción popular Bandiera Rossa; era 125
una suerte de himno de los comunistas y socialistas italianos. - Nuestra palabra: Periódico histórico del Partido Comunista Argentino. - CGT: Confederación General del Trabajo de la República Argentina. Fundada en 1930 por acuerdo de todas las fuerzas de izquierda. - Sandwiches de miga: Emparedado argentino que alterna hasta tres finas capas de pan de miga junto a ingredientes diversos. Inspirado en el bocadillo tramezzino de Turín. La Estrella del Sud - Pag. 29 - Boedo: Barrio de Buenos Aires - Porotos: Alubias o judías. - Boletear: También hacer la boleta; matar, quitar la vida. - Afanar: Robar, atracar. - Gil: Tonto. Variantes son gil a cuadros, perejil, etc. - Madrugar: Sorprender al adversario o contricante. Ser el primero en atacar. - Espichar: Morir. - Choreo: Robo, vinculado a la delincuencia. Choro es ladrón. - La pesada: Delincuentes que utilizan armas de fuego o fierros. - Pibe: Niño, muchachito. - Tute: Juego de naipes de baraja española, también tute cabrero en su variante más conocida en Argentina y Uruguay. L’avara povertà dei catalani - Pag. 33 - Chuparse: Secuestro de un ciudadano practicado por las fuerzas de seguridad argentinas durante la última dictadura. - Maquina de escribir: Suerte de procesador mecánico de textos que no procesaba nada, solo imprimía letras una a una por medio de un teclado. Mecanógrafos eran 126
los expertos en su uso; alcanzaban más de 200 pulsaciones/minuto; aunque parecían imprescindibles nadie los recuerda. Noche interminable - Pag. 35 - Contra: Opositores o refractarios a Perón; era despectivo. - Revolución Libertadora: Golpe de estado cívico-militar que derrocó a Juan Domingo Perón en 1955. Se autodenominaron así, pero fueron rebautizados como Revolución Fusiladora por las muertes de 32 personas sin juicio en junio de 1956. Recomiendo el libro Operación Masacre, de Rodolfo Walsh. - Comisión interna: En España, se llama comité de empresa. - Avalancha antropológica: Así denominó a los peronistas Miguel Ángel Zavala Ortiz en el Congreso argentino. Fue diputado de la Unión Cívica Radical y un destacado golpista; prototipo del gorila, instigó la conocida Masacre de Plaza de Mayo . - Punta del Este: También “Punta”. Ciudad veraniega uruguaya que da sobre el Río de la Plata y el océano Atlántico. Luz, más luz..! - Pag. 39 - Conventillo: Edificio donde se alquilaban habitaciones a las clases menos favorecidas por el sistema. Similar a la corrala madrileña albergó a la inmigración. - Xeneize: Genovés, oriundo de Xena, en dialecto genovés. - Riachuelo: Es la desembocadura del río Matanzas, al sur de Buenos Aires. Cuando sopla la sudestada inunda los barrios cercanos con su inmundicia. Ananké - Pag. 43 - Ananké: En la mitología griega, era la madre de las Moiras y la personificación
de la inevitable, la necesidad, la compulsión y la ineludible. - Buchón: Delator, que denuncia o llama a la policía. Se usa en Uruguay - Botón: Agente de policía, también se le dice cana o tira. - Cagón: Cobarde. - Yuta: El cuerpo de policía. - Funcional: Aquí identifica a un criminal irrecuperable que ha convertido el delito en su forma de vida. - Fisurado: En lenguaje carcelario, preso que ha sido violado. - Misiadura: Pobreza. Sobre todo, la larga permanencia en ella. - Gamba: Pierna. Las fotos - Pag. 47 - Chacarero: Campesino dedicado al cultivo o la crianza agraria en pequeñas parcelas. Chacra es palabra de origen quechua que designa una medida de los predios de cultivo. - Guaraní: Idioma originario que se habló desde la cuenca del Amazonas hasta el Río de la Plata. Hoy todavía lo hablan cerca de ocho millones de personas y es lengua cooficial en el Paraguay. - Betinotti: José Luis Bettinotti, mítico payador argentino. También autor de tangos muy conocidos de los primeros tiempos de ese ritmo. - Che ru: Mi padre, en idioma guaraní. - Mancha mongólica: mancha gris del tamaño de una moneda que tienen algunos humanos en el coxis al nacer. Las mayorias de ellos son asiáticos o amerindios; aunque también hay gitanos. Caballería rusticana - Pag. 51 - Funiculí, funiculá: Popular canción napolitana de Luigi Denza y Peppino Turco; se
refiere con humor a la inauguración del primer funicular del Vesubio en 1880. Destruido repetidas veces por las erupciones. - Gallinero: La parte más alta del interior los teatros dedicada a espectadores, de menor visibilidad y precio; a veces, de pie. También cazuela y general. Los putos - Pag. 55 - Onganiazo: Golpe de estado dirigido por el general Juan Carlos Onganía que en 1966 derrocó al presidente electo Arturo Illia. Inauguró el exilio de los intelectuales argentinos. - Yirar: Dar vueltas, aquí es sinónimo de buscar por la vía pública alguien para emparejarse. - Levante: Ligar; seducir a alguien que se acaba de conocer. - Falopero: Drogadicto. En su origen, consumidor de farlopa o cocaina. - Pelotudo: Superlativo de tonto, ingenuo, cargante, etc. - Subte: Apócope del tren subterráneo metropolitano. En España: metro. - Tano: No confundir con gitano; se refiere al italiano. Deben ser los gorilas - Pag. 63 - Garúa: Fina llovizna propia de Buenos Aires en el mes de junio. En España: xirimiri, orballo, calabobos, etc. - Libro mayor: Libro de contabilidad en el cual se registran las partidas importantes o globales. - San Martín: General José de San Martín, uno de los artífices de la independencia de la corona española de varios países americanos. - Colectivo: Popular micro bus porteño. Proviene de “transporte colectivo”.
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Yagua pytá - Pag. 67 -Yagua pytá: El puma en lengua guaraní. La hembra oscila entre metro y medio y dos metros de largo. Su peso no alcanza los 80 kilos. También se le conoce como “león americano”. Es de color rojizo. - Picada: Sendero abierto por el hombre en el monte o selva; caminos rurales que transcurren entre la fronda. -Tala: Arbóreo americano que crece según la humedad del clima, de tronco fino y madura dura. Fuertes y largas espinas. - Tereré: Infusión de yerba mate que, a diferencia del mate se consume con agua fría enriquecida con raíces aromáticas machacadas. - Pava: Suerte de tetera con un pico por el cual se verte el agua en la operación de cebar mate o tereré. - Bombilla: Caña que se utiliza para sorber el agua del mate o tereré y que impide el paso de la yerba mate molida. - Facón: Faca o daga de gran tamaño; con punta y filo o doble filo. Puede tener treinta o más centímetros. Suele ajustarse al cinturón o la faja por la espalda. - Boleadora: Herramienta arrojadiza de caza o de ataque y defensa que consta de uno o más pesos redondos de unos 10 cm de diámetro que penden de sendas cuerdas reunidas como en una estrella. - Soyo: Apócope de “so’o yosopy” (so’ó: carne, y josopy: pisado/machacado). Guiso espeso que suele servirse a media mañana a los peones de campo. Lleva carne pisada a mortero, arroz, y verduras con un poco de harina, para espesar. - Olla cuartelera: Olla de grandes dimensiones, propia de los cuarteles. - Caña “Aristócrata”: Aguardiente de caña de esa marca, muy apreciado por los bebedores en el Paraguay y norte del
Litoral argentino. - Cirenaica: Región historica de lo que hoy es Libia. Desde 1911 y durante cuarenta años sufrió la feroz colonización de Italia. La Coneja - Pag. 71 - Radical: Perteneciente a la Unión Cívica Radical; un partido burgués que no tiene nada de radical. - Asistencia pública: Centro de asistencia sanitaria pública para urgencias. - Fajar: Pegar, castigar con empeño. - Cinto: Cinturón. - Correntina: Oriunda de la provincia argentina de Corrientes; aquí, se trata de una conocida curandera a la que concurrían las más pobres. A todo riesgo, claro. - Apretar: Someter a presión física o de palabra a alguien para amedrentarla. - Crítica: Vespertino histórico de Buenos Aires que llegó a editar, en sus grandes momentos, hasta siete ediciones diarias. - Sidra y pan dulce: Clásica bebida y postre de las fiestas navideñas en la Argentina. La sidra es gasificada y de distinto dulzor; el pan dulce es la versión porteña del panetone. Unas cartas de amor - Pag. 75 - Simón Radowitzky: Joven anarquista ucraniano; el 14 de noviembre 1909 voló con una bomba al coronel Ramón Falcón, jefe de la Policía Federal, que el 1º de Mayo de ese mismo año había ordenado una carga que se saldó con ocho obreros muertos y más de cuarenta heridos. - Carnero: Esquirol, rompe huelga. - Osvaldo Bayer: Periodista e historiador especializado en el anarquismo en el Río de la Plata. Recomiendo Los vengadores de la Patagonia trágica; llevada al cine como La Patagonia rebelde. 128
- Casa Rosada: Casa de gobierno de la Argentina, en Buenos Aires frente a la Plaza de Mayo. Está pintada de rosa... - Uriburu: General José Félix Uriburu; ejecutor del golpe de estado que terminó con el mandato legal de Hipólito Yrigoyen en 1930. Estableció la tortura sistemática contra los obreros anarquistas y ordenó el fusilamiento de varios de ellos. Pobreza energética - Pag. 81 - Pa tomàquet: Rodaja de pan untada con tomate y aceite. Humilde manjar catalán que debería ser patrimonio cultural. - Paquis: Paquistaníes - Ens han tallat el gas: “Nos han cortado el gas…” en catalán. - Malament: Está mal; eso no es bueno. - PAH: Plataforma de Afectados por la Hipoteca; movimiento ciudadano nacido en Barcelona y extendido a toda España para la defensa de los propietarios a los que los bancos pretendían desalojar de sus casas por deudas hipotecarias. - Cantegril: Así se designan los barrios de chavolas en Uruguay. Villas miserias en Argentina o callampas en Chile. El regreso (15M-2011) - Pag. 85 - Minerva: Diosa de la sabiduría en la mitología romana. También es una impresora tipográfica de reducidas dimensiones y sencillo manejo, histórica entre los movimientos de resistencia de los siglos XIX y principios del XX. - Tupac Amaru: José Gabriel Condorcanqui tomó ese nombre del último inca para encabezar en el S. XVII la revuelta indígena contra los ocupantes españoles. Fue condenado a morir descuartizado por cuartro caballos tirando de cada una de sus extremidades.
El grupo guerrillero uruguayo Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros recuperó, en 1960, ese nombre. - Barra brava: Grupo de jóvenes organizados para la violencia; especialmente en campos de fútbol. - Ponchazo: Golpe dado con el poncho doblado; demuestra que el contricante no tiene mayor valía y no se merece la categoría de un arma. Salir a los ponchazos es hacerlo librado a la suerte. La peste está ahí - Pag. 91 - Dreta de l’Eixample: La zona derecha de la zona del Ensanche barcelonés que ocupa la parte central de la ciudad. Organizada en manzanas o islas cuadradas. - Unión Industrial Argentina: La UIA agrupa a empresarios y cámaras patronales argentinas. A principios del S.XX financió bandas de pistoleros que baleaban a los obreros en huelga. - Albert Camus: La primera edición de La peste (Albert Camus, 1913-1960) fue publicada en junio de 1947. Bodas de perlas - Pag. 99 - Atorrante: Vagabundo, indigente sin domicilio. Así se designó a quienes, faltos de vivienda, pernoctaban en los caños de cerámica que servirían para la red cloacal de Buenos Aires. Llevaban grabada la marca del fabricante: A. Torrant. - Desinfectar con carrel: Solución antiséptica muy popular en los cuarenta y que fue creado por un científico de ese nombre. - Bichicome o ciruja: Vagabundo en el Uruguay. -Tronco: De escaso entendimiento. - Oriental: Oriundo de la República Oriental del Uruguay; precisamente, en la banda oriental del Río de la Plata. 129
Oportunidad perdida - Pag. 103 - CIA: Central Intelligence Agenci de Estados Unidos. Esta agencia ha participado activamente a lo largo del S.XX en actos para desestabilizar los gobiernos democráticos del sud y centro de América Latina. Se ha demostrado su complicidad necesaria en el golpe sangriento que terminó con el gobierno de Salvador Allende en Chile y en la posterior represión del pueblo. El oficio - Pag. 107 - Pasarla canutas: Pasar por un mal momento o situación difícil. - Cocoliche: Así se designaba la jerga de los inmigrantes italianos; era despectivo y utilizada para hacer humor por los autores de sainetes porteños. - Información de extensión agraria: Disciplina creada en Estados Unidos con el fin de facilitar in situ a los agricultores los avances técnicos que generaban los investigadores. - Editorial Abril: Fundada por el empresario italiano Cesare Civita a principios de los cuarenta llegó a finales de los setenta convertida en un emporio editor por el que pasaron muchos de los mejores periodistas rioplatenses. La Triple A terminó con ella; aunque Civita era un liberal había contratado a muchos periodistas que militaban en la izquierda. - Estatuto: El Estatuto de los Periodistas Argentinos (1946) establecía la “indemnización agravada” para proteger al informador de los devaneos de los directores. Ante un despido sin causa la empresa debía abonar cuatro meses de sueldo como preaviso, un mes por cada año trabajado, más un adicional de seis sueldos. -Villas miseria: Barrios de chavolas. 130
Olivetti Lexicon 80 - Pa.115 El oficio era algo más - Pag. 117 - Juventud Peronista: O “JP” era el sector joven del Movimiento Nacional Justicialista. A lo largo del tiempo muchos de sus miembros integraron los distintos grupos armados de resistencia a distintas dictaduras y fueron base de la guerrilla “Montoneros”. - Grupo Zeta: Editorial fundado por Antonio Asensio, Gerónimo Terrés y Javier Salvadó, tuvo en el primero a su gran inspirador y quien la convirtió en un emporio. En pocos años le quitó la telaraña a la prensa española, pero no la mejoró. - El plat de llenties: El plato de lentejas... Josep Maria Huertas Claveria, periodista vinculado a los movimientos sociales y vecinales de Barcelona, es poco recordado por este libro en el que analiza las miserias de las empresas de comunicación, la genuflexión de los directores frente a los dueños y los poderes fácticos y la dejación de sus derechos por buena parte de los profesionales de la información durante la Transición española. - Sudacas: Despectivo de sudamericano en España; ha sido amortizado de sentido por su uso. - Currantes: Los que curran o trabajan; los trabajadores. - Un sólo mundo, voces múltiples: Estudio conocido, también, como Informe MacBride; analiza los problemas de la comunicación en el mundo y las sociedades modernas y recomienda un nuevo orden comunicacional para resolverlos y promover la paz y el desarrollo humano.
That’s all folks... Aunque quedan mås cosas en la memoria; ya veremos.
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Dardo Gómez Ruíz-Diaz (Argentina -1937) Diplomado en periodismo por la Escuela Superior de Periodismo del Instituto Grafotécnico de Buenos Aires y técnico en información de extensión agraria por el Instituto Nacional de Tecnología Agraria. Ejerció el periodismo en la Argentina desde 1965. Desde 1977 reside en Barcelona, donde ha colaborado en distintas publicaciones y dirigido medios del Grupo Zeta, los suplementos especiales Catalunya TV y Stadium del desaparecido Correo Catalán, el diario oficial de los Juegos Olímpicos Barcelona’92, la revista bimestral ReproPres y el boletín quincenal Repro Online, especializadas en sistemas de impresión digital y gestión del documento. Ha sido coordinador de la agencia de reportajes Prensa 2000, de la Consultoría de Comunicación Ofri SL y del Foro DocuMens, para el desarrollo de la gestión documental. También ha sido comentarista de actualidad del programa “Más que palabras” de Radio Euzkadi y es columnista del diario electrónico “El Observador” de Málaga Profesor de distintos temarios en masters de comunicación del IDEC de la Universidad Pompeu Fabra-, del IL3 de la Universidad de Barcelona y de la UOC. Ha sido presidente del Sindicat de Periodistes de Catalunya y secretario general de la Federación de Sindicatos de Periodistas (FeSP) a la que representó ante el Foro de Organizaciones de Periodistas, la Federación Internacional de Periodistas y la Federación Europea de Periodistas. Autor del libro ‘La democratización de la información. Un derecho secuestrado en España’. (Editorial Academia Española – 2016)