HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ
SOBRE LAS CENIZAS Y LAS COSAS
CARLOS VELÁZQUEZ
EL VIEJO NUEVO PERIODISMO
ESGRIMA
FEDRO CARLOS GUILLÉN
El Cultural N Ú M . 1 5 9
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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]
FABIÁN CASAS VETERANO DEL PÁNICO UNA SEMBLANZA POR LEILA GUERRIERO
EL ROSTRO DEL DESEO INGMAR BERGMAN (1918-2007)
DIEGO JOSÉ
Escena de Ingmar Bergman, Persona (1966) > Foto > Especial
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Presentamos una semblanza del ensayista, narrador y poeta argentino Fabián Casas, figura central en la literatura hispanoamericana de los años recientes. En este capítulo de su nuevo libro, Plano americano —que la editorial Anagrama comparte con nuestros lectores y en breve comienza a circular en México—, Leila Guerriero se adentra en los intersticios de la historia tanto personal como creativa del escritor. Complementamos el perfil con cinco poemas emblemáticos de Casas, quien tal vez no ha recibido en nuestro medio la difusión que sería deseable.
Fabián Casas
UN VETERANO DEL PÁNICO LEILA GUERRIERO
L
a casa de Fabián Casas era un hotel pero ya no. Ahora es un departamento antiguo, en el cuarto piso de un edificio de la calle Chile, con un recibidor que se ramifica en un living donde hay una mesa chippendale rodeada de sillas de estilo cubiertas por telas a rayas rojas y blancas, y una sala de estar con un sofá color crema y otro color azul frente a una mesa baja de vidrio y acero. A espaldas del living, en otro ambiente, hay una biblioteca y una pequeña mesa donde Fabián Casas escribe, separada por un muro del sitio donde trabaja su mujer, Guadalupe Gaona, fotógrafa, madre de Ana, la primera hija de ambos nacida hace pocos meses. Más allá están el cuarto matrimonial, el baño de visitas —coqueto, con una bacha apoyada sobre un tálamo de cemento— y la habitación de Ana. Cuando Guadalupe Gaona y Fabián Casas compraron este piso a precio irrisorio, el resto del edificio era un hotel en el que las mujeres vendían carne en porciones de quince minutos. Y aunque Fabián Casas estaba espantado —les tocaban el timbre diez veces por noche, se dormían erizados por peleas de borrachos—, Guadalupe Gaona tenía fe y logró que conocidos y amigos compraran los demás departamentos. Hoy, el lugar sólo conserva, de su
época de hotel, los números de los cuartos sobre las puertas. Por todo lo demás, es una de esas casas que aparecen en las revistas de decoración: una casa hermosa. —Tenemos café, té, compramos medialunas. Sentate, por favor. Salí, Rita.
R ITA ES UNA PERRA joven, collie, negra, blanca. La casa de Fabián Casas, donde viven él, una mujer, un bebé, un perro, es una casa hermosa y es, también, la casa de un hombre que, en 1990, en un libro llamado Tuca, escribió este verso: “Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”. FABIÁN CASAS, nacido el 7 de abril de 1965 en el
barrio de Boedo, Buenos Aires, es escritor, periodista, autor de varios libros de poemas —Tuca, El salmón, El Spleen de Boedo— recopilados en Horla City (Emecé, 2010), que vendió tres mil ejemplares en dos meses y va por su segunda edición. Escribió, además, la nouvelle Ocio (publicada en Tierra Firme en 2000, reeditada por Santiago Arcos en 2006), los cuentos de Los Lemmings (cuatro ediciones en Santiago Arcos desde 2005, y una en 2011 en Alpha Decay, España), los Ensayos
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bonsái (Emecé, 2007) y Breves apuntes de autoayuda (Santiago Arcos, 2011). Está traducido al inglés, el francés, el portugués y el alemán, ganó la beca Fullbright y el premio de la Fundación Anna Seghers, se lo menciona como una de las voces destacadas de la generación del 90 —entre los que están Laura Wittner, Damián Ríos, Washington Cucurto— y es venerado por lectores que ven, en lo que hace, un nihilismo sin poses. Es, además, un hombre de aspecto blindado, con la piel de un color trigueño antiguo y montaraz, una persona verborrágica con tendencia a la melancolía, un escritor de producción lenta, un karateca aficionado, un obsesivo del orden y alguien que, a los treinta años, se hundió en una depresión tan terminal que no pudo escribir durante meses, ocupado como estaba en tratar de no suicidarse. Eso, a grandes rasgos.
—FABIÁN ES MÁS BIEN conservador, obsesivo del orden. Llega a casa y se saca el reloj, el anillo, la billetera, deja todo en la mesa de luz, se saca la ropa, la cuelga, se baña. En la casa cocinamos los dos, hacemos las compras los dos, pero la plomería o la electricidad las hago yo. Él no sabe. Una vez, cuando vivíamos en otro departamento, llamó al portero para que le ponga un clavo para colgar un cuadro —dice Guadalupe Gaona, su mujer. —TOLSTÓI. ¿VISTE TOLSTÓI? Yo soy fanático de Tolstói. Cuando ves cómo maneja todos esos personajes. O John Irving. A mí me encantaría poder escribir así. Rita, salí de ahí. —¿Vos querías ser escritor y no sabías cómo ganarte la vida con la escritura, o...? —No. Lo que no sabía era cómo iba a hacer para ser escritor. Me decía: “No sé cómo voy a hacer porque voy para atrás. No escribo bien”. Mi vida es la historia de hacer cosas para las que no estoy dotado. Todo lo hice sin tener capacidad. El boxeo, el karate, la escritura. Rita, salí. Fabián Casas quiere mucho a su perra pero no puede dejar de pensar que algún día ella va a morir y que él, entonces, va a querer morir con ella. VIVÍAN ASÍ: en la calle Estados Unidos 3552, en una casa enorme. Vivían él, su madre, su padre, sus dos hermanos menores —Juan Carlos, ahora fotógrafo, y Gabriel, ahora periodista deportivo—, su tía Teresa con su hijo Carlos Apaolaza, y su padrino, Bruno Edgardo Viganó. —Mi padrino fue la persona que yo más quise en mi vida. Era un tallista, trabajaba la madera, había estado en la guerra, en Italia. No hay un día en que yo no hable con él. “NO HAY DÍA que yo no piense en mi padrino Bruno. Que no bese antes de salir su foto que está enmarcada en la repisa del living. Creo realmente que tuvo y tiene un poder benefactor sobre mi vida y vivo pendiente del momento en que va a reencarnar. Ese instante preciso en que va a salir
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Foto > Magdalena Siedlecki
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al lado tuyo bajo un estado de seducción mutua. Sobre todo cuando uno de ellos, mamá, se convirtió, por su gordura, en un electrodoméstico de carne que se resistía a salir de casa. Y papá, en un tipo que se paseaba por el patio como un sonámbulo, con la escupidera chorreando pis caliente”, escribió Fabián Casas en “Los veteranos del pánico”, el relato largo incluido en Ocio.
“E L TRAZO DE UNIÓN es la familia
implosionada, vigorosa y atacada (...). Y, por otra, el barrio de Boedo, áspero, ‘pesado’, y a la vez tan fascinante para el que lo vivió y escribe como un buen relato de Jack London”, dijo el crítico y escritor Elvio Gandolfo en la revista Noticias. En relatos como “Los Lemmings” o “El bosque Pulenta” hay niños que viven una infancia callejera adornada por el consumo del jarabe Talasa; en la novela corta Ocio, un posadolescente drogón pierde a su madre y vive con su hermano y su padre en una casa sórdida en la que todos se mueven en la espesa irrealidad de los malos sueños. Alguna vez, cuando le preguntaron si escribía sobre personajes reales o imaginarios, Fabián Casas respondió: “No tengo imaginación.”
de la multitud de rostros que forman nuestra ciudad y va a caminar hacia mí con mi cara en sus manos”, escribió Fabián Casas en “Reencarnación”, un ensayo incluido en Breves ensayos de autoayuda. —El día en que él murió, a los noventa años, me llamó mi viejo por teléfono para avisarme que estaba mal. Eran las tres de la mañana. Salimos con Guadalupe, tomamos un taxi. Y cuando el taxi arrancó se apagó todo. Un corte de luz en todo el barrio. Al punto que el tachero se asustó y dijo: “¿Qué hacemos?” Y yo le dije: “No, es que hoy se va a morir mi padrino”. Y ese día, a la tarde, se murió.
—MI INFANCIA FUE una infancia muy feliz. Mi familia era como la familia Ingalls. Pero eso no quita que yo tuviera un grado de depresión. Había noches que estaba en el cuarto con mis hermanos y no podía dormir del terror a morirme. De empezar a pensar en la finitud. Ese temor y ese terror. Saber que no hay nadie que cuide de vos, que no hay ninguna buena estrella. “Un día voy a morir, mis viejos van a morir, mi hermano se va a morir, y nunca, pero nunca más vamos a volver a estar vivos”, escribió en “Los veteranos del pánico”, y ese pensamiento no lo ha abandonado nunca.
—C UANDO SE ENFERMÓ su padrino se hizo cargo con un amor tan profundo. Si había que cambiar pañales los cambiaba. Si había que darle de comer, iba. Lo mismo con su tía, que murió un año después. Ahora se preocupa mucho por sus hermanos, por su papá. Él se carga la familia al hombro —dice Guadalupe Gaona, su mujer. —M I VIEJO, JUAN CARLOS, era actor independiente. Trabajó como boletero, vendió libros, fue secretario de Juan Carlos Altavista y después de Alberto Olmedo.1 Con mi hermano nos íbamos al colegio a las siete de la mañana, y en el living estaba el elenco completo de No toca botón, el programa de televisión de Olmedo que en ese momento miraba todo el mundo. Mi viejo no era particularmente culto, pero había armado una biblioteca para cuando yo naciera, con libros de Nabokov, de Henry James. Yo lo idolatraba. Con mi vieja, Julia, mi relación era muy fuerte, pero cuando empecé a crecer se puso en contra de mi instrucción. No quería que estudiara, que escribiera. Consideraba que la instrucción me iba a transformar en una persona depresiva. A partir de cierta edad se convirtió en una mujer gorda, indeseable. En pura madre. —¿Leía, escribía? —No podía escribir ni el nombre. Podía leer muy poco. Pero te contaba las mejores historias del mundo. “Es raro imaginarse a esos tipos que dormían, comían e iban al baño
—M I MAMÁ UNÍA a toda la familia
LEILA GUERRIERO (Junín, provincia de Buenos Aires, 1967), periodista conocida por sus textos en publicaciones hispanoamericanas como El País, Gatopardo, Malpensante, La Nación y SoHo. Entre sus libros: Los suicidas del fin del mundo (2005), Frutos extraños (2009) y Una historia sencilla (2005).
—dice Juan Carlos Casas hijo—. La relación con Fabián siempre fue muy buena. Ella era conciliadora, protectora. Era una familia a la antigua. Ella estaba muy pendiente de mi papá y de sus hijos. —La infancia que tu hermano cuenta es un poco más sórdida. —Sí, pero a mi hermano le gusta agrandar las cosas. Siempre le gustó. Y eso también lo tiene su escritura. “No todo es tan duro, ya lo sé; / pero convengamos que esta falsedad / de tensar los poemas con una catástrofe / se ha convertido ahora en mi segunda naturaleza”, escribió Fabián Casas en el poema “Final”, incluido en Tuca.
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LOS DOCE AÑOS tomaba Talasa, Rohypnol, tenía pánico de morirse, leía como un poseso, era un pésimo alumno y un futuro escritor a quien la posibilidad de escribir no se le había ocurrido nunca. —En séptimo grado tuve un maestro, Alfredo Chitarroni, hermano de Luis Chitarroni. Un día me dice: “No te interesa nada, vas a repetir”. Y yo
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Lo identifico todo el tiempo con una sensación extraña en la espalda. Tenía como la espalda mojada, fría. Chocaba con mi viejo, no podía retomar los vínculos con mis amigos, mi exnovia estaba saliendo con otro, embarazada. Yo tomaba de todo, tomaba un ácido por día.
le dije: “Sí, me interesa algo. Escribir”. En mi vida había escrito nada. Entonces me dijo: “Escribite algo”. Dije: “Voy a escribir, si no soy boleta”. Y escribí mi historia con mi mejor amigo y le puse: “Pomelo”. Se la llevé y a la semana viene y me dijo: “Me gustó mucho. Te hice un libro”. Lo había pasado a máquina, le había puesto tapa. Me empezó a dar clases de apoyo, me llevaba libros que le daba el hermano, que trabajaba en Sudamericana. Así me leí todo el boom latinoamericano.
FABIÁN CASAS fue limpiavidrios
de negocios, apredió inglés y francés con diccionario, practicó boxeo, es cinturón azul de karate, tuvo un puesto de artesanías en un parque —Parque Centenario—, y militó, entre los dieciséis y los diecisiete, en el Partido Comunista. Es hincha genético de San Lorenzo y amigo del actor Viggo Mortensen. Publicó ocho libros en veinte años. A veces siente que todo lo que escribe es basura.
A L TERMINAR el secundario empezó a estudiar Filosofía. A los veintiún años escribía poemas, trabajaba como cadete2 del Centro de Empresas de Estibaje, tenía una novia. —Entonces unos compañeros de la Facultad, que se iban a dedo a Canadá, hicieron una despedida. Los vi tan felices que no pude dormir. Me dije: “Me voy con ellos”. Pero en dos semanas me iba a casar. Cuando dije que me iba me querían matar mi papá, el papá de mi novia, mi novia, el hermano de mi novia. Pero fue algo que me tomó. Como la depresión me toma ahora: estoy acá deprimido y no puedo bañar a mi hija Anita. Viajó durante dos años por Latinoamérica, incluyendo una estadía de seis meses en el Amazonas donde tomó todo tipo de drogas (menos inyectables: es hipocondriaco), hasta que decidió regresar y terminó varado en La Paz, pidiendo limosna. —Olmedo me mandó el pasaje de vuelta. Volver a mi casa fue tremendo.
A FINES de los ochenta, durante unas jornadas de poesía en el Teatro San Martín, conoció a Juan Gelman, que leyó su trabajo y lo recomendó a José Luis Mangieri, editor de Tierra Firme. Mangieri le publicó Tuca, en 1990, que fue elegido libro del año por la prestigiosa publicación Diario de Poesía. Mientras tanto, él no tenía trabajo, se drogaba profusamente, formaba parte del grupo que hizo la revista 18 Whiskys y, entre una cosa y otra, había perdido a su madre. —Ella tenía cuarenta y seis años. Tuvo un pico de hipertensión. Cayó en coma. Mi viejo me dijo que era por culpa mía. “Esto es porque vos la volviste loca con tus viajes”. Y ahí empezó a romperse la relación con
mi papá. Ahora me amigué. Tiene ochenta y cuatro años, va a bailar el tango. A veces pensás que está muerto y aparece. Te dice que estuvo con una señora y resulta que la señora es telépata y nos lee la mente a todos. Ese es mi viejo. En 1996 publiqué El Salmón. Pero tenía treinta años y no sabía hacer nada. Fui a ver a Jorge Aulicino, a Clarín. Lo había conocido en Diario de Poesía y me dijo: “Bueno, empezá a escribir acá”. Así me hice periodista. A los siete meses me pasaron a Olé. Entonces llegó la depresión. El primer zarpazo fue en el subterráneo de la línea A, camino a una entrevista: mareos, falta de aire. Durante la entrevista, sintió que se moría. —Y todo se puso peor. Me despertaba llorando, tomaba una pila de pastillas. No podía escribir. Estaba solo tratando de no suicidarme. Hasta que un día vino a verme Ricardo Zelarayán, el poeta. Me dijo: “Te atacó el Horla”. Y me trajo el libro de Maupassant, El Horla. Habla de un tipo que ve pasar un barco con bandera brasileña y a la noche se empiezan a sentir mal, inquieto. Termina el relato contando que en el barco había llegado un ser, el Horla, que provocaba esos comportamientos extraños. Y yo sentí que, al identificarlo, mi enemigo se había convertido en un maestro. Después hice terapia con un jungiano, pero sé que el Horla va a estar siempre. Yo soy una persona con una gran tendencia a la soledad y puedo pasar mucho tiempo solo: sin mi mujer, sin Anita, sin amigos.
EL PEQUEÑO MECANISMO DE LOS ACONTECIMIENTOS FABIÁN CASAS
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Mientras me lavo la cara
Despertarte
Darío, parado, grita y gesticula. Bajo una frazada marrón Daniel se ríe y habla de sus novias. Están borrachos y los que gritan en la cocina, como diputados, también. Mi vieja, resucitada, golpea las ventanas, pidiendo entrar. Al amanecer, bajo una claridad despiadada; cigarrillos, libros desperdigados, platos con comida. Camino, despacio, hasta el baño; sé que la desgracia está sobre nosotros, no ahora, tampoco el año próximo, todavía somos jóvenes, pero eso se pierde enseguida. No tenemos nada, pienso, mientras me lavo la cara, ni un oficio, ni una herencia, ni una casa de sólida piedra.
Despertarte a mitad de la noche y ver en el otro lado de tu cama a tu mujer llorando es una experiencia importante. Quiere decir, entre otras cosas, que mientras paseabas por los cuartos iluminados de tu cerebro algo se estaba gestando cerca tuyo. Un error con el cual mantenés una particular relación de intimidad. Porque aunque no firmemos nada, ni corramos apurados bajo la lluvia de arroz pensamos que es para toda la vida y así seguimos. Botes, que durante la noche, quedan amarrados al muelle, golpeándose entre sí, según el viento.
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Y cuando estoy mal, esa persona solitaria crece mucho.
—C UANDO SE EMPIEZA a deprimir, me doy cuenta por la música. Si entra a poner Serrat y Julio Iglesias, está melanco. Y si me asomo al living y está tomando whisky, sí, en efecto. Se pone hosco, no le dan ganas de hacer nada. Se pone un poco intratable. Es mejor dejarlo solo. Hay veces que lo quiero tirar por la ventana —dice Guadalupe Gaona. EN SUS RELATOS, en su poesía, en sus ensayos, la materia prima con la que trabaja es la de su propia vida. Allí están el barrio, sus tías, su hermano, la noche y los bares, su madre, su padre, el karate, el fútbol, el miedo: todo a dos pasos de todo lo demás. —Siempre escribo sobre lo mismo. Pero tengo que tener cierta distancia de lo que escribo. Hay un poema que se llama “Paso a nivel en Chacarita”. Era un poema de siete páginas, muy emotivo, porque fuimos a visitar la tumba de mi mamá y yo me regodeaba en todo eso. Después me di cuenta de que no funcionaba. Y empecé a trabajar como una máquina. No me importaba que se había muerto mi mamá. Quería escribir un poema. Cuando escribo, hay una voz mía y una voz extraña, incómoda. Y yo trato que quede siempre esa voz extraña. Mi decisión, cuando escribo, es no mear más alto de lo que uno puede mear. Pero sí mear fuera del tarro. Me gusta mear fuera del tarro.
—Casi no escribiste sobre tu padrino Bruno. —Es verdad. Quizás es una estrategia. Como si no necesitara narrar la felicidad. dacciones de los diarios, en las revistas independientes, en las bandas de rock. Le gusta la obra de un escritor argentino llamado Javier Ragaut de quien no sabe nada excepto que no responde mails y que no está interesado en publicar ninguna otra cosa. Eso le hace pensar que Javier Ragaut entendió algo. Que todos los demás son esclavos menos ese hombre llamado Javier Ragaut.
DURANTE EL AÑO que duró la depre-
Carta abierta a tres personas del Perú Rodolfo Hinostroza, José Watanabe, Antonio Cisneros: le estuve recitando sus poemas a la botella de Johnny Walker, mi psicólogo rubio, quien se veía visiblemente emocionado. Hinostroza, Watanabe, Cisneros: se repudiaban también Eliot y Williams pero ambos descansan, uno al lado de otro, en los estantes de esta biblioteca. Tal es el destino de los buenos poetas una vez que han muerto: no rechazarse como polos opuestos de un imán sino mezclarse bajo los ojos de un mestizo borracho a altas horas de la madrugada.
Brasas Toda la noche caminando sobre brasas y a lo lejos las puertas de los autos que se cierran de un golpe. Estás harto de la comida seriada de los aviones y del doble que crece a costa de tus nervios tratando de conquistar el mundo o metabolizar el día. Que está extraviado. La buena onda
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En 2003 publicó Oda y El Spleen de Boedo. En 2005, Los Lemmings. En 2006 reeditó Ocio. Siguieron los Ensayos bonsai, la poesía completa en Horla City, y Breves apuntes de autoayuda. —Por suerte, solucioné la vida económica por el lado del periodismo, porque entre libro de poema y libro de poema tardé siete años. En Los Lemmings tardé diez. En Ocio, cuatro. Puedo estar cinco meses sin escribir. A mí me gusta publicar y que me lean, pero puedo escribir sin tener un lector. No tengo el ego de la obra. Ese es el lado bueno mío. —¿Y el lado malo? —El lado malo es el miedo. Un día me despierto y veo lo horrible que es el mundo y digo: “Esto es una comida espesa y me dieron una cuchara de delivery de plástico de avión para revolver un guiso espesísimo”. Contra eso, karate, whisky, tranquilizantes. La gente lee libros míos y me escriben y creen que soy el Buda. Y yo les digo: “Sí, el Buda del Rivotril”. El mundo de Casas. Un mundo que bascula entre la epifanía y el abismo. Donde se puede ir a la cancha y escribir poemas y cenar felices y, después, querer morir a mediodía. Eso, a grandes rasgos.
FABIÁN CASAS tiene amigos en las re-
sión no escribió nada. Después, tradujo lentamente The Waste Land, de T. S. Eliot, ganó la beca Fullbright. La escritura volvió de a poco y él empezó a trabajar en TyC, donde conoció a Guadalupe. —Pero en 2001 despidieron de TyC a un amigo y me dijeron que tenía que reemplazarlo. Dije que no, renuncié y Guadalupe también. Estuvimos dos años sin trabajo. Para sobrevivir empezamos a vender ropa, libros y discos en Parque Rivadavia. La mamá de Guadalupe tenía una fábrica de toallas y yo le dije “¿Puedo ser tu cadete?” Laburaba de cadete. Al final salió este trabajo que tengo ahora, como director de la revista El Federal, y Guada compró esta casa. Ahora todo está bien, pero estoy muy atento a las cosas que te producen confort y que te debilitan.
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Notas
Juan Carlos Altavista: actor cómico argentino cuyo personaje más conocido fue Minguito Tinguitella, fallecido en 1989. Alberto Olmedo: actor cómico argentino muy popular, fallecido en 1988. 2 Mensajero o aprendiz. 1
se echó a perder hace una semana. A los jeans mojados les crecieron hongos. Y las palabras que elaboraste de disculpa son las migas que deja un paranoico para saber cómo volver a casa.
Final Éste es el patio donde fui chico. Las baldosas se han gastado un poco y las plantas han crecido por las rendijas de las paredes. En esta soledad de la casa deshabitada tengo la terrible certeza de estar parado sobre una [equivocación. No todo es tan duro, ya lo sé; pero convengamos que esta falsedad de tensar los poemas con una catástrofe se ha convertido ahora en mi segunda naturaleza. Cuando veo a la gente besándose en las plazas no puedo dejar de creer en un futuro donde los únicos vestigios del amor serán videos pornográficos.
Estos poemas pertenecen al libro de Fabián Casas, El pequeño mecanismo de los acontecimientos (Almadía, México, 2012). Por cortesía de sus editores los recuperamos de ese volumen, hoy agotado y convertido en un clásico.
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El cine posee, entre las artes, un sello que lo distingue: la posibilidad de acercarse al rostro humano, leerlo en esa indefensa inmediatez, cargarlo de sentidos. El director sueco Ingmar Bergman —en este mes de julio se ha cumplido el centenario de su nacimiento— no sólo exploró esa hondura expresiva: también le interesó meter el dedo en la llaga donde el rostro humano es capaz de reflejar lo consciente y lo inconsciente. Por eso el cine de Bergman es inquietante, señala este ensayo: porque al desdoblarnos revela traumas, grietas, vacíos que no siempre queremos reconocer.
EL ROSTRO DEL DESEO EN EL CINE DE BERGMAN DIEGO JOSÉ
En Persona, es inútil preguntarse si se trata de dos personas que se parecían desde antes, o que se ponen a parecerse, o por el contrario, es una sola persona desdoblándose. Es otra cosa. El primer plano no ha hecho más que llevar el rostro hasta esas regiones donde el principio de individuación deja de reinar.1 El rostro y la mirada contienen la posibilidad de mostrarnos al otro, su narrativa constituye una apertura que nos ofrece exteriorizándonos, a través del gesto que oculta o evidencia nuestras intenciones, o en la exposición engañosa de lo hablado. El arte de Ingmar Bergman se centra considerablemente en el lenguaje del rostro y en la evolución discursiva de la mirada, de ahí la fijeza pictórica de sus planos. Se trata de una cinematografía que acentuó la densidad psicológica sobre el dinamismo, a través de una aproximación obsesiva a la gramática del rostro, en perfecta sincronía con el recurso
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Fuente > IMDB
I
nterior. Primer plano. Elisabet Vogler (Liv Ullman) rodea con su brazo la cabeza de la enfermera Alma (Bibi Andersson). Su mano aparta con determinación el flequillo dorado, obligándola a mirarse en el rostro ajeno, o al revés: a observar la otredad en el propio. Alma se entrega sin recato al dominio de la presión ejercida por el abrazo de Elisabet, pero sobre todo por la imposición que ejerce su mirada. Las dos mujeres se contemplan por un solo instante, y al contemplarse nos miran anulando de manera ficticia la barrera entre la imagen y el espectador. Alma sostiene el juego de las miradas venciendo a su opresora, quien entrecierra los ojos para entregarse al roce de la piel de su adversaria. Alma y Elisabet clausuran la mirada y al hacerlo cierran toda posibilidad de diálogo, ceden a la sugestión del deseo inmersas en la duplicidad de su apariencia. Respecto a esta iconográfica escena concebida por Ingmar Bergman en 1966, Gilles Deleuze comentó:
dramático del alto contraste, tan común en sus películas, pensemos en secuencia de El séptimo sello (1957), La hora del lobo (1968) o El huevo de la serpiente (1977). El efecto de esta intensificación va más allá del argumento. La complejidad de sus personajes radica en la dialéctica entre lo oculto y lo revelado, que de manera paradójica se muestra en la acción opuesta: los dilatados silencios de sus personajes —enmarcados por el primer plano— suelen revelar el sentido que las palabras ocultan, o bien, el gesto concreta la inconsistencia del decir. El conflicto interior es captado, reproducido y acentuado por las técnicas e intenciones cinematográficas de su autor. Deleuze cita a Bergman: “Nuestro trabajo empieza con el rostro humano [...]. La posibilidad de acercarse al rostro humano es la originalidad primera y la cualidad distintiva del cine”. 2 La mirada implica el deseo; el gesto, las formas de rendición o resistencia frente a su voracidad. Mirada y gesto constituyen la trama subjetiva de los afectos. El rostro intenta transferir el deseo a través de su expresión o inexpresividad: entre la imagen del rostro y la percepción que elabora el otro de dicha imagen, se abre un vacío fantasmal desde donde se posicionan los personajes de Bergman, unas veces frente a sus condicionamientos morales, otras en pugna con las creencias que los someten, o bien de cara a una individualización en crisis o ante las grietas perennes de la memoria. De ahí la importancia que le otorgó al manejo del primer plano en su filmografía, como una manera de aludir a ese
Liv Ullman y Bibi Andersson en Persona,1966.
vacío existencial frente a las pulsiones de vida y de muerte. En Bergman, el deseo es captado como tentativa por tratarse de una disposición inconsciente del sujeto ante lo irrealizable e incompleto de su existir. La sensación de vacío está presente en la mayoría de sus filmes, en cuyas historias atestiguamos el desmoronamiento, la despersonalización, el extravío. Sus personajes no son movidos por la urgencia de satisfacerse sino por la necesidad de comprender la naturaleza de sus propios deseos. Deleuze afirma que “Bergman llevó hasta su extremo el nihilismo del rostro, es decir, su relación en el miedo con el vacío o con la ausencia, el miedo del rostro frente a su nada”. 3 Revisando distintas escenas que detienen la imagen adentrándose en el primer plano, resulta palpable el peso de la soledad que Bergman le atribuye a sus personajes: más allá del gesto —que de por sí es el resultado de una fragmentación del sujeto— aparece la soledad con su fantasmática envoltura: soledad que remite y patentiza la sensación de la muerte. En el documental Bergman Island (2004) de Marie Nyreröd, el cineasta confiesa: “No ha habido un solo día en mi vida en que no pensara en la muerte, o que el pensamiento de la muerte no me afectara de algún modo”.
I NTERIOR. HABITACIÓN de Elisabet Vogler. Desde la cama, en segundo plano, la actriz enmudecida escucha con expectación el relato de la enfermera Alma sobre un viaje a la playa. Cambios continuos pero pausados de encuadre conducen nuestra visión, enfatizando la escucha de Elisabet. La actriz se ha transformado en espectadora ante el monólogo de Alma, quien recuerda un pasaje erótico en que se vio involucrada con una mujer y dos hombres desconocidos. Rigidez muscular, fruición. Alma se posiciona del relato. Voz y cuerpo se funden en la evocación para constituir una trama dentro de la historia y un acto de seducción en la escena. La confesión de Alma es posible gracias al silente testimonio de Elisabet,
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pero su escucha implica un encuentro con el deseo que la voz materializa. Alma se mueve a la ventana donde se ve la humedad de la lluvia recorrer los vidrios. Luego, aparece tendida junto a Elisabet que la acoge. Hay un impasse de arrepentimiento, acompañado de mimos y un sordo balbuceo imperceptible de Elisabet. Y una declaración de Alma que revela el sentido oculto de la cinta: “Me pregunto si se puede ser una y la misma y al mismo tiempo ser dos personas”. De alguna manera, el lenguaje del cine recuerda la asociación de la memoria y la elaboración onírica, debido a que la sucesión de imágenes produce una impresión distinta del orden literario, que si bien alude a la imaginación y puede resultar inquietante, su impronta pasa, casi siempre, por el tamiz de la comprensión de la lectura como secuencia; en cambio, el cine parte de la simultaneidad de la imagen cuyo impacto va directo a la percepción y, por ende, a configurar lo que Freud denominó representaciones conscientes e inconscientes.4 La imagen cinematográfica, además, responde a una lógica de la fragmentación que se asimila de manera semejante al contenido de los sueños (“El sueño reconoce, en primer lugar, la innegable conexión entre todos los elementos de las ideas latentes por el hecho mismo de reunir dicho material para formar una situación”), 5 como lo prueba la gramática del montaje: “El montaje es esa operación que recae sobre imágenes-movimiento para desprender de ellas el todo, la idea, es decir, la imagen del tiempo”.6 Por lo tanto, el cine resulta fructífero para proyectar y elaborar fantasías, sean aquellas abierta o secretamente compartidas por una sociedad determinada en una época específica, o las que, a su vez, constituyen combinaciones nuevas que inauguran o implantan componentes del imaginario. Este juego de aparición y desaparición
Pernilla Allwin, Ewa Fröling y Bertil Guve en Fanny y Alexander, 1982.
“ES “ COMÚN ASOCIAR E IDENTIFICAR PASAJES ESPECÍFICOS DE SU VIDA CON EL ORIGEN Y DESARROLLO DE LAS TRAMAS DE BERGMAN. POR EJEMPLO, LA SEVERIDAD PURITANA EN LA QUE CRECIÓ .
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propio de la magia del cine permite acceder al inconsciente. Pero dudo que haya una lección explícita en la obra de Bergman: me parece que se trata de una exploración personalísima de los miedos y las angustias experimentados por el autor presentados de manera analógica. Las técnicas cinematográficas elegidas por Bergman —principalmente, en cuanto a fotografía y montaje se refiere— sirven para provocar esa tensión entre aquello que se nos muestra de lo que apenas puede vislumbrarse, dejándonos a merced de las intenciones antes que de las acciones propiamente ocurridas. En cierto sentido, se trata de un cine que apela a la indefinición o ambigüedad propias del deseo, sobre todo, en cuanto a las tentativas de aquello que mueve o detiene al ser humano a actuar. Pocos directores de cine han profundizado como Bergman en la intuición del deseo, esa zona incierta de las pulsiones que a decir de Freud no puede devenir nunca objeto de la conciencia. Únicamente puede serlo la idea que la representa. Pero tampoco en lo consciente puede hallarse representada más que por una idea. Si la pulsión no se enlazara a una idea ni se manifestase como un estado afectivo, nada podríamos saber de ella.7 El primer plano, para Bergman, representó la posibilidad de congelar el instante en que la pulsión se exhibe más allá del decir contenido en los parlamentos. Para el director sueco, el cine es el medio que mejor se aproxima a lo inconsciente. Él mismo declaró en distintas entrevistas, así como en su biografía Linterna mágica, el papel que desempeñaron sus propios temores para la ideación de los conflictos de sus personajes. Sin tratarse de una obra autobiográfica, el cine de Bergman es intensamente personal, en el sentido de que la ficción le permitió realizar una exploración de sí mismo capaz de representar las más profundas contradicciones de la condición humana. Es común asociar e identificar pasajes específicos de su vida con el origen y desarrollo de sus tramas, por ejemplo, la severidad puritana en la que creció y cómo el teatro de títeres le ayudó a fugarse de la opresión paterna, su condición enfermiza y su fragilidad emocional, su temperamento explosivo y su ascetismo. Esta forma de implicar y transformar su propia experiencia representó el componente idóneo para otorgarle la desnuda autenticidad a sus personajes. Por decirlo en términos no ajenos al psicoanálisis: trauma es trama, o al menos, posibilidad para elaborar una trama que reconfigure la impronta de los recuerdos. El mejor ejemplo, en este caso, sería la extraordinaria Fanny y Alexander (1982), por tratarse de la reelaboración de su propia infancia. La memoria se encuentra en el centro de la trama, ya porque funciona como un pretexto o porque
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la misma trama forma parte de la memoria. Los personajes de Bergman permanentemente recuerdan o son objeto de evocación, no tanto desde una postura nostálgica —en general, hay poco espacio para las formas idílicas del sentimiento— sino desde la inevitable confrontación del pasado y su huella en la conciencia del individuo, como sucede de manera magistral en Fresas salvajes (1957) que contiene una clara configuración de las obsesiones de Bergman: los sueños, la muerte, los secretos, el arte, la pulsión sexual, las grietas existenciales, la ausencia de respuestas, la complejidad familiar. Desde esta perspectiva, resulta recurrente el tema de lo inconsciente como motor de sus argumentos, pero también como motivo para la elección de las técnicas cinematográficas que intensifican la relación entre lo oculto y lo revelado: pensamiento, deseo y memoria constituyen la triada en la que se desarrollan gran parte de sus conflictos: ¿qué piensan los personajes de Bergman suspendidos en la proximidad del primer plano? ¿El pensamiento de sus personajes se mezcla con los recuerdos de los actores, con sus vidas, atraviesa el inconsciente del espectador?
INTERIOR. Plano escorzo. Alma mira a Elisabet. Comprende su debilidad. Reconstruye la trama del trauma de la actriz, o dilucida el trasfondo del síntoma. El rostro de Elisabet se contrae en un gesto de angustia. Alma es por momentos una voz que descorre los velos de aquella mujer que lucha contra la sensación de repugnancia que le genera el ser madre. Alma es la voz que construye el relato, echándole en cara a Elisabet todo el horror de su rechazo. Aparece la negación, la necesidad de huir, la toma de conciencia. Corte a primerísimo plano del rostro de Alma, quien pone ante los ojos de la actriz la verdad, su verdad... la verdad del relato. El plano se divide superponiendo la mitad del rostro de Elisabet sobre el rostro de Alma. Sólo un instante. Alma a su vez toma consciencia de la perversidad del juego. Sentencia: “No... yo no soy como tú”. Uno de los aspectos inquietantes frente a la filmografía de Ingmar Bergman radica, precisamente, en otorgarle un rostro a las pulsiones, y hacerlo desde la compleja y contradictoria belleza que implica nuestra condición humana. Notas Gilles Deleuze, La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, traducción de Irene Agoff, Paidós, Barcelona, 1984, pp. 147-148. 2 Ibid., p. 147. 3 Sigmund Freud, Lo inconsciente (1915), en Los textos fundamentales del psicoanálisis, traducción de Luis López Bellesteros, Ramón Rey y Gustavo Dessal, Altaya, Barcelona, 1993. 4 Sigmund Freud, Los sueños (1901), en op. cit., pp. 141-142. 5 Gilles Deleuze, op. cit., p. 51. 6 Sigmund Freud, Lo inconsciente (1915), op. cit., p. 198. 1
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CARTOGRAFÍA NARRATIVA DE UN PAÍS EN PEDAZOS · 15 Dilecto lector: nos acercamos a ti en mitad de esta selva de textos, librerías, editoriales, narradores, poetas, editores y libros, para decirte bajito que entendemos que la exuberancia vegetal puede ocultarnos el bosque; pero que nosotros, desde estas páginas, intentamos desbrozar el terreno y señalar el movimiento cuentístico que late por debajo de la
piel de esta tierra letrada, letra herida y proponemos esta Cartografía narrativa de un país en pedazos donde recogemos voces y texturas con la idea de obtener una muestra de lo que se cuece a lo largo y ancho de este país nuestro. —Edson Lechuga, coordinador
DAMIÁN / DAVID ALEJANDRO PANIAGUA
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Fuente > es.kisspng.com
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i hijo murió. Tenía siete años. Se llamaba Damián, pero siempre me dijo que no le gustaba su nombre. Un tipo le disparó a quemarropa a mi pequeño, luego de asaltar la ferretería. Antes de que se llevaran el cuerpo de Damián, le limpié la nariz y le amarré las agujetas. Esto pasó un día antes de que yo cumpliera dieciséis años sin tomar una sola gota de alcohol. Mi mujer no tuvo la templanza suficiente para asistir al funeral. Yo vomité varias veces antes de llegar al crematorio. Pusimos las cenizas en la sala, dentro de la vitrina de pino. Seis días después del robo, abrí de nuevo la tienda. Tenía que hacerlo. Mientras cortaba cinco metros de cable de uso rudo, rememoré con absoluta nitidez a mi niño. Recordé que debido a los documentales cultos o científicos que mi mujer nos obligaba a ver, Damián tenía una percepción ideológica que me parecía fascinante. Una vez le pregunté por qué aquel día su maestra no le puso una estrella en la frente. Con toda seguridad me respondió que sí lo hizo, pero que se trataba de una supernova; entonces, para la hora de la salida el astro no existía más. Me contó que durante el recreo, la estrella había brillado con toda intensidad, que pudo ser vista desde los salones y las oficinas, pero luego se enfrió y ya no se distinguía a simple vista. Su explicación me pareció tan conmovedora que no sentí ánimo de corregir sus imprecisiones. La voz del cliente me regresó a la realidad. Tuve que cerrar temprano la ferretería porque después de la comida el cuerpo me temblaba y tenía un severo dolor en la frente. Dormí unas cuantas horas esa noche. A las tres de la mañana, una luz cerca de mis párpados me despertó. Vi de reojo mi cara en el espejo de la cómoda. Noté un objeto centelleante sobre mi frente. Entré al baño para inspeccionarlo. Era una estrella amarilla de cinco picos que al verla me deslumbraba. Intenté tocarla, me quemó los dedos. Supe de inmediato que el suceso estaba relacionado con el recuerdo que me obsesionó el día anterior. Si he de ser honesto, no me inquieté demasiado ni sentí miedo, lo único que me preocupó
ALEJANDRO PANIAGUA ANGUIANO (Ciudad de México, 1977). Narrador y poeta. Obtuvo mención honorífica del Premio Lipp con su novela Los demonios de la sangre (2016). Su libro Tatuajes de un mexicano herido (2018) fue publicado por Fá Editorial.
de verdad fue mi mujer. No quería que me viera con el estigma en la cara. Ella no hacía otra cosa más que llorar en silencio o dormitar durante horas con el ceño fruncido. Yo no quería asustarla y angustiarla aún más con la figura en mi frente. Decidí esconderme durante el día en el taller del patio. Con una estrella muriente clavada en mi rostro, ordené mis facturas, hojeé una revista de materiales de construcción, arreglé un baúl roto de Olinalá donde guardábamos fotos y comí con desánimo unos chilaquiles fríos. Siempre creí que un suceso paranormal o prodigioso resultaría imposible de sobrellevar. Pero el que yo estaba viviendo ni siquiera pudo competir con la tribulación que todavía me provocaba la muerte de mi niño. Incluso olvidé por entero la estrella durante un momento y salí a la calle para sacar del coche mi desarmador de cruz. La hija del vecino me vio, señaló mi frente y corrió hacia mí. Yo me metí a la casa a toda prisa. Gracias a mi descuido me deshice de la teoría de que solamente yo podía ver el objeto fuera de lugar en mi cuerpo. Pensar en la mirada de la niña cuando descubrió mi secreto me hizo sentir deseos de tomar un tequila añejo. No había tenido un antojo así en varios años. Comencé a caminar hacia la puerta, pensaba dirigirme al bar de la sala, pero logré interrumpir mis pasos. Me quedé dormido en el taller. Por la mañana, el astro ya no estaba. Luego de un par de meses de duelo, pude dormir con regularidad. Una mañana intenté besar a mi mujer antes de irme a la tienda. Ella no lo permitió, se cubrió la boca con la manga de su piyama. Yo permanecí en silencio. La piyama de mi esposa olía constantemente a sudor frío, a orines, a pesadez. Antes tenía estampadas miles de estrellas y de cometas. Para entonces era sólo materia negra, un cosmos
grasiento y descarapelado. Aquella piyama era el uniforme con el que mi mujer había llorado la muerte de nuestro hijo. A veces, cuando el olor era más grande que la aflicción, mi mujer lavaba la prenda. Mientras esperaba el final del ciclo pesado, mi esposa leía y releía el libro preferido de mi niño. Ese libro era el objeto que Damián más amaba. Lo llevaba a todas partes como un juguete. Lo único que no le gustaba era el nombre del protagonista de la historia. En ocasiones, metía su libro dentro de un carrito amarillento y lo hacía andar por las alfombras, los azulejos, los muros, por las cortinas y hasta por las tuberías del lavabo. La ira del libro era extraordinaria. Insultaba sin cesar a los conductores imaginarios que circulaban a su alrededor, los urgía a cambiar de carril, los ofendía por su torpeza para manejar, les deseaba incluso que chocaran contra un árbol o que un ferrocarril los hiciera tortilla. Casi a diario, nuestro hijo sentaba su libro a la mesa y le daba de comer con una cucharita de abedul. El tomo siempre quería más berenjenas, sentía repulsión por la paella valenciana y prefería la pizza sin piña. Mi hijo regañaba a su libro de forma recurrente, lo reprendía a gritos, lo amenazaba con castigarlo. ¿Qué debía hacer un libro para ganarse un sermón? Nunca lo supe, ya no podré saberlo. Imagino que dejaba el separador tirado por ahí y olvidaba la hoja donde se había quedado. O les quitaba los puntos a todas las íes, a las jotas, a los signos de admiración y a los de las preguntas, sólo para reacomodarlos y terminar todas sus frases con puntos suspensivos. Seguro así el libro se sentía más enigmático, más abierto, cercano a lo infinito, se disfrazaba por un rato de texto sagrado. Tal vez el libro era reprendido sólo por haber cometido una travesura: como cambiarse la sinopsis de la contraportada y sustituirla por la de una obra de Dostoyevsky o de Alfonso Reyes, quizás una de Hemingway. Yo jamás leí el libro de mi hijo. Pensaba que era invadir su intimidad. Pero sí debo admitir que los cinco ojos del monstruo en la portada me intrigaban. Luego de un momento, caí en la cuenta de que otra vez me había hundido en un recuerdo muy intenso de mi hijo. Tuve miedo de que la evocación disparara un nuevo cambio. Lo hizo, de hecho,
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provocó dos alteraciones. La primera tuvo lugar fuera de mí, se manifestó en el conjunto de libros que tenemos en la sala. Cuando tomé mi ejemplar de El libro tibetano de los muertos vi que apareció, debajo del nombre, un paréntesis que encerraba la frase: No me gusta mi título. Lo mismo había ocurrido con el resto de libros. Mis ediciones de El Principito, La Odisea, Cosmos y Los cuatro acuerdos detestaban su nombre, igual que mi pequeño Damián. Corrí a mirar el libro con el monstruo en la portada, de inmediato me desplegó su inconformidad respecto al título. Tuve que esconderlo para que mi mujer no lo viera. Entonces noté que mi cara también se había distorsionado: tenía cinco ojos como el monstruo de la portada. Me encerré de nuevo en mi taller. Miré las fotos que guardaba en el cofre de Olinalá. Al observar las imágenes de Damián, lloré con mis cinco ojos. Las lágrimas mojaron partes inauditas de mi cara, me empaparon. El mensaje apócrifo de los libros y mis ojos monstruosos desaparecieron al día siguiente. Cuatro meses después del evento de los libros, me despertó una terrible acidez estomacal. Me tallé la cara con fuerza. Enseguida vi a mi mujer y se me contrajo el estómago. Se encontraba en un estado catatónico, los huesos de los pómulos, del pecho y de las manos se le marcaban en demasía, apenas respiraba, su cara estaba cubierta de rastros de resequedad, su pelo había encanecido casi por entero, mantenía la vista fija hacia sus pies. Entonces recordé uno de los juegos favoritos de Damián: yo estiraba los dedos de mis manos y se los ponía enfrente, sobre la mesa. Él me miraba y sonreía, entonces tocaba en un orden fortuito mis dedos y yo reproducía, con la boca, el sonido de unas teclas de piano. Mi hijo tocaba en mis dedos piezas simples como “Las Mañanitas” o “El ratón vaquero”, pero también algunas complejas como la Sinfonía 3 de Mahler. Podíamos jugar así durante horas, hasta que él se cansaba o se me entumían los dedos. La acidez subió por mi garganta. Supe de inmediato que el recuerdo de mi hijo desencadenaría algún efecto indeseable. Cuando me tapé la cara con las manos, noté que mis dedos se habían convertido en teclas y bemoles de piano y que emanaban sonidos musicales. Me pareció algo de verdad enojoso. Tal vez en otras circunstancias me hubiera resultado divertido, quizás hasta bello, pero en ese momento me pareció un castigo. Fui a mi taller por un marcador indeleble. Tomé después la urna con los restos de mi hijo. Taché el nombre y enseguida escribí otro por encima. Anoté el más simple que se me ocurrió: David. La tarea fue intrincada debido a la rigidez de mis dedos. Cada una de mis acciones iba acompañada de una música sin lógica, sin cadencia. Regresé a mi habitación para recostarme, entonces vi que los dedos de mi mujer también se habían convertido en teclas de piano. Ella ni siquiera lo notó o, si lo hizo, no le dio ninguna importancia. Seguía
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inmersa en su inmovilidad. Negué con la cabeza. Con los dedos apretados, caminé hacia el bar de la sala. Tuve que hacer demasiadas maniobras, pero al final logré destapar la botella de Tequila Herradura. Durante el proceso mis dedos emitieron sus angustiantes
sonidos. Di un gran sorbo que lastimó mi garganta. Enseguida di un segundo trago que también me estropeó el estómago. Limpié mi boca. Apreté los párpados con las manos provocando un estruendo sobre mi cara. Pensé que la serie de sucesos extraordinarios a los que me había enfrentado,
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aunque molestos, eran tolerables. Por otro lado, un niño rebautizado de manera póstuma, una mujer convertida en un famélico monigote y una recaída en el alcohol: esos sí eran eventos que iban a descomponer completamente la realidad. Bebí hasta que la borrachera hizo que me quedara dormido.
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Las cenizas y las cosas, de Naief Yehya (Literatura Random House).
LA FUNCIÓN DE LOS ELEMENTOS NARR ATIVOS HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ
A
la manera de una serie de cuentas de cristal, el escritor mexicoiraní Niarf Yahamadi relata varias anécdotas, episodios ominosos y circunstancias por las que ha debido pasar mientras vive en Nueva York. Con el suspense desencadenado por un correo que le solicita autorización para poner su nombre al auditorio de una academia desconocida, en un lugar igualmente ignoto, y que imparta una “conferencia magistral”, los episodios nos muestran a un Yahamadi que duda a cada paso de la realidad que vive. Sin embargo, esta no es una novela que narre los gajes de la escritura o el absurdo que rodea el oficio de escritor... o sí. En realidad el centro es el absurdo cotidiano que tiene que enfrentar un hombre con sentido común. Pues si, como decía Voltaire contradiciendo a Descartes, “el sentido común es el menos común de los sentidos”, podremos ver en Las cenizas y las cosas una serie de personajes obsesionados por quimeras que no les dejan ver más allá de sus narices. Pero no se trata de que Yahamadi se exima de actuar absurdamente, por el contrario, en ocasiones cede y participa en las condiciones que se le imponen: Continuamente teníamos peleas brutales. Más noches de las que puedo recordar, ella se acostaba llorando o bien insultándome con furia. Hablaba y maldecía entre sueños; se despertaba a mitad de la noche y salía semidesnuda a correr por las calles [...] Pero, por inverosímil que parezca, un 25 de febrero le propuse que nos casáramos. Fue simplemente un arranque, una de esas cosas que uno dice cuando una discusión ya ha recorrido diversas fases y sigue sin llegar a un punto de estabilidad, a una reconciliación o a una ruptura.
“YAHAMADI “ —COMO SWANN DE LA CLASE BURGUESA— ES CAUTIVO DE UNA SERIE DE PREJUICIOS ABSURDOS DE LA SOCIEDAD ESTADUNIDENSE .
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Dentro de los varios temas, Niarf cuenta la historia con Pris, su exmujer, con quien entabla una relación que va cediendo espacio a sus incoherentes exigencias (valga la redundancia), al punto que el protagonista se cuestiona si ha continuado con ella porque la ama o simplemente porque no quiere lastimar sus sentimientos al abandonarla. Estas exigencias los llevarán hasta la geografía más inesperada, donde llegan a poner en riesgo sus vidas con tal de cumplir algo irracional a los ojos de él, pero no a los de ella. Por otra parte, en varias circunstancias en las que se ve envuelto Niarf Yahamadi subyace la pregunta de hasta dónde lo llevará su incapacidad para decir que no, y llegar, por sus propios medios, a una conclusión que tarde o temprano algunos hemos alcanzado: “No hay nada más inquietante que ver a alguien, que uno cree conocer, transformarse en un desconocido”. En medio de las numerosas coincidencias de la novela, Niarf conoce a Saskia, una amante ocasional, de esas que le abren a uno los ojos con una sola frase: “En realidad no somos más que las memorias que otros tienen de nosotros”. Esto deja girando al protagonista durante varios capítulos mientras la invitación al instituto que lo quiere homenajear se materializa: En ese momento las palabras de Saskia adquirieron sentido, había citado a Proust, quien había escrito en Por el camino de Swann: “Nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los otros”.1 Y es cierto. Vivimos seccionados en nuestra realidad por una suerte de paradigmas que nos imponen los demás, como si de un vistazo fuera posible encontrar todo lo que somos y todo lo que son los otros, lo cual es una pura reducción de nuestro sistema y del imaginario en el que se sostiene. Por eso es atinada la cita de Proust, porque Yahamadi —como Swann de la clase burguesa— es cautivo de una serie de prejuicios absurdos de la sociedad estadunidense. Desconozco si el crítico y narrador Naief Yehya haya vivido este tipo de experiencias en carne propia, sin embargo, lo que salta a la vista es la fijación que tiene para él
la forma en que la mirada de los otros busca determinarnos y nuestra tarea es escapar una y otra vez de estas casillas. Simultáneamente, una serie de coincidencias empieza a cernirse sobre él y su obra, un cuento publicado en The New Yorker, así como la falta de organización de sus anfitriones de San Ismael enrarece los acontecimientos: de origen, el ambiente es tan ominoso que nos tendríamos que preguntar si realmente podría existir un santo “Ismael”. En el ínterin Yahamadi escribe un mecanuscrito debrayante sobre terroristas musulmanes, así que el reclamo de su editor de que una película ya ha tratado ese tema nos muestra la forma en que la realidad es cada vez más predecible. En la era de la superinformación y la guerra contra el terrorismo, la vida en Estados Uunidos cada vez se reduce a más clichés. Y Yahamadi, como mexicoiraní, resulta doble enemigo del régimen americano, estigma que experimentará hasta las últimas consecuencias. Tal vez el ritmo narrativo al inicio se sienta un poco aletargado por algunas explicaciones del narrador en las transiciones de anécdotas, pues el lector contemporáneo puede prescindir de aclaraciones como ésas. Más allá de esto, he empezado estas líneas hablando de un collar de cuentas, pues así resulta llegar al último tramo de la novela y ver cómo cada uno de los elementos (el viaje, los amores perdidos, las ascendencias mexicoiraní, el cuento publicado en The New Yorker y el 11/09/11) tendrán un peso, una función precisa, que amarre la novela. Las cenizas y las cosas propone una serie de temas atractivos para las sensibilidades que encuentran gente enajenada o automatizada en nuestras sociedades. Sólo el lector sabrá de qué lado de la trinchera se encuentra. Nota Es interesante que Proust compartiera esta fijación, tal como la tuvo el existencialismo inicial de Sartre, pues ambos fueron lectores atentos de Henry Bergson. No hay que descartar que haya una raíz común en esta fenomenología francesa, ya que ambos autores concebían el conocimiento como un ejercicio activo de la conciencia, la cual a su vez complementa el fenómeno observado. 1
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LOS LECTORES asiduos del escorpión (donde los haya), sabrán de su gusto por el ejercicio crítico del pastiche, la apropiación creativa y el tono paródico; así pues, comprenderán su debilidad por trastocar la letra de una canción de Rigo Tovar y, desde el fondo de su nido, entonar: “De qué sirve leer, si la luz ya perdí y no encuentro la paz”. Los fans del cantante notarán la sustitución de la palabra querer, de la pieza original, por la palabra leer, lo cual revela el estado de ansiedad del alacrán ante las innumerables lecturas pendientes (libros y libros amontonándose día con día en los estantes, la mesa y la banca de la entrada), más la angustiosa sensación de que el tiempo se agota. En síntesis: lo dicho por Platón sobre Sócrates, simplificado en el lugar común “Yo sólo sé que no sé nada”, en la versión del arácnido dice: “Yo sólo leo que no leo nada”, o bien, “Mientras más leo, más me percato de mi falta de lecturas”. El tormento del venenoso sobre la utilidad de la lectura viene a cuento alentado por un incidente menor pero emblemático y por personajes orgullosos de su falta de lecturas. El reciente affaire marxiano de Chumel Torres simplifica la demostración: 1) El muy seguido “youtuber” cita mal a Marx; 2) Las redes lo hacen pedazos; 3) En respuesta, el “influencer” se mofa del filósofo alemán y tira uno de sus libros a la basura... A pesar de todo, el escorpión no generaliza ni asume el desprecio a los libros y la lectura como algo común y extendido a la mayoría de los jóvenes, pero el caso es sintomático: ¿Para qué le serviría a Chumel leer a Marx? Las distopías literarias más conocidas proponen sistemas opresivos en los cuales se prohíbe la lectura por su carácter subversivo y disidente. Orwell, por ejemplo, en su célebre novela 1984 describe al personaje de Winston Smith, inmerso en un sistema de control de las conductas y las ideas de
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TODAVÍA FALTABAN UN PAR DE DÉCADAS
EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO Por
DESCARO DE
CARLOS VELÁZQUEZ
LOS AÑOS SESENTA
@charfornication
PARA QUE EL
IRRUMPIERA . No existe desperdicio en ninguna de las piezas. No hay textos de relleno. Cada una es una lección de cómo se debe escribir una historia. Independientemente del género al que pertenezca. Pero por supuesto que existe la estrella: “El profesor gaviota”. La circunstancia de un homeless, del que luego Mitchell escribiría una segunda parte y se publicaría con el título de El secreto de Joe Gould (Anagrama, 2014). Joe era un mendicante que se preciaba de jamás haber trabajado y mendigaba por el Village. No era un limosnero cualquiera. Era escritor. Llegó a publicar en un periódico. Y su principal tarea era la escritura de historia oral de nuestro tiempo, un trabajo once veces más extenso que la Biblia, y en el que al momento de publicado el perfil sobre su persona le había invertido veintisiete años. Fue amigo de Saroyan, en quien despertó una fascinación y no dudaría en calificarlo como el mejor escritor vivo de Estados Unidos. Esta pequeña obra maestra de veinte páginas, Mitchell la concluye poniendo en acción a su personaje. Lo apodaban Profesor Gaviota por su imitación del ave. “En un paseo de un lado a otro, de vez en cuando daba un salto, hacía una finta y le decía a un paseante: ‘¿Le gustaría oír qué piensa Joe Gould de este mundo y de todo lo que contiene? Scriiiic. Scriiiic. Scriiiic’”. “Mazie”, sobre una taquillera de cine del Bowery, es otro de los textos que se le quedan a uno tatuados en la mente. La segunda parte del libro son relatos autobiográficos (en los que más se acerca al Nuevo Periodismo) y la tercera son relatos de ficción. Son 460 páginas del mejor periodismo. Puro y duro. Salvaje y conmovedor. Un libro que ha resistido el paso del tiempo con astucia. Lejos de ser considerado una curiosidad de otra época, La fabulosa taberna de McSorley es la olla al final del tesoro para todo aquel que se regodea saboreando una historia bien contada. Si Joseph Mitchell no hubiera dejado de escribir hoy tendría la misma relevancia cultural que Gay Talese.
Gujjarappa B. G., Man Reading > Fuente > mojarto.com
SEPA DIOS lo que convierte a un hombre en cronista, pero pocos han hecho del oficio un templo como Joseph Mitchell. La historia del Nuevo Periodismo estaría incompleta sin su figura. Mucho antes que Tom Wolfe hiciera saltar por los aires las redacciones, Mitchell escribía las mejores crónicas en su país. Cuando la famosa disputa entre el Herald y el New Yorker, el único que no encarnaba ese periodismo rancio que atacaba Wolfe era Mitchell. Por una sencilla razón, sin manierismos, sin posturas políticas y sin pátina idealista, Joseph se convirtió en la voz de los desposeídos. Su mejor producción tiene como protagonistas a puros desclasados. Mitchell pertenecía a la estirpe de los barteblys. Esos seres que en un determinado punto de su vida dejan de escribir. Vila-Matas dedicó un libro completo al fenómeno. Hasta su muerte en mayo del 96, Mitchell acudió a diario a su oficina, sin importar que llevara tres décadas sin publicar una sola palabra. Era una súper estrella de los manuales de periodismo. Su trabajo era materia de estudio en las universidades. Le profesaban admiración los redactores más jóvenes. Sin embargo, nadie se atrevía a cuestionarlo por su prolongado silencio. Con su trabajo previo había conseguido convertirse en toda una leyenda. Pero antes del mutismo, Mitchell publicó sus abultadas crónicas, que serían luego reunidas en varios libros. La fabulosa taberna de McSorley (Jus, 2017) es una colección de historias ubicadas en el objeto de su amor más grande: la ciudad de Nueva York. Sus protagonistas son clochards, gitanos y predicadores. La comparación con Chaucer es ineludible. Son Los cuentos de Canterbury del siglo xx. Sin el poder de observación esgrimido por Mitchell, Wolfe no habría desarrollado su estilo, dicho esto sin restarle mérito al padre de El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron. Desde Mitchell se venía gestando una transformación periodística de la que Wolfe fue uno de los mayores beneficiados. Si bien es cierto que Mitchell aparece en algunas de sus historias, no se situaría al frente de la acción como luego ocurriría con el Nuevo Periodismo o el Periodismo Gonzo, todavía faltaban un par de décadas para que el descaro de los años sesenta irrumpiera. Pese a ello, Mitchell era ya un ejecutor del Nuevo Periodismo. Pero si esta corriente comenzó a gestarse con él o no es secundario. Su obra es tan portentosa que eclipsa todo: incluido su bloqueo de escritor. La fabulosa taberna de McSorley está compuesta por tres partes. La primera está conformada por veinte crónicas.
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EL TORMENTO DEL VENENOSO SOBRE LA UTILIDAD DE LA LECTURA VIENE A CUENTO
EL VIEJO NUEVO PERIODISMO EL SINO DEL ESCORPIÓN Por
ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza
ALENTADO POR UN INCIDENTE MENOR PERO EMBLEMÁTICO .
sus ciudadanos. No obstante, Smith descubre los libros a escondidas de la omnipresente telepantalla y se inicia en la libertad de la lectura ocultándose en un clóset (¡!). Ray Bradbury, en su novela Fahrenheit 451, lleva a su protagonista, el bombero quemalibros Montag, a descubrir por accidente la lectura y convertirse en un disidente, un revolucionario encargado de preservar los libros por la vía de aprendérselos de memoria. Estas novelas han sido rebasadas por las postdisopías. Si bien aún hay gobiernos censores de libros, lo preocupante es la no-necesidad de la lectura. Cuando las muchachas y muchachos se preguntan “¿De qué sirve leer?” y, como en la canción de Rigo, no hallan la luz ni la paz, algo ha cambiado en nuestros procesos de aprendizaje y conocimiento. El alacrán se retira con la vista cansada.
¿DE QUÉ SIRVE LEER?
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SÁBADO 28.07.2018
ESGRIMA Por
ALICIA QUIÑONES F E D R O C A R LO S G U I L L É N
FAKE N E W S VS. CIENCIA
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as herramientas científicas, comenta Fedro Carlos Guillén, resaltan valores esenciales en la formación de cualquier ser humano: escepticismo razonado, diligencia, honestidad y, sobre todo, curiosidad para comprender los procesos naturales. Esto, a simple vista, suena muy bien, pero la realidad es que la ciencia ha quedado relegada del interés general; de ahí que la divulgación científica tenga un papel fundamental en el entendimiento de la vida cotidiana. A su vez, la expansión de las fake news en redes sociales forma parte de ese desinterés, y aquí lo explica el investigador y divulgador Fedro Carlos Guillén, doctor por la Facultad de Ciencias de la UNAM y egresado del Programa de Estudios Avanzados en Desarrollo Sustentable y Medio Ambiente de El Colegio de México. Guillén es responsable de la sección de ciencia en el Instituto Mexicano de la Radio y autor de, al menos, treinta libros publicados de diversos géneros. De ese mundo que cabalga entre el método y la invención, la ficción y la ciencia, habla en esta entrevista y en su más reciente libro, Ciencia, anticiencia y sus alrededores. Ensayos para alimentar la curiosidad (Debate, 2018). ¿Qué sucede con la ciencia y su divulgación en el México actual? Creo que vivimos tiempos de riesgo, de peligro, de una cantidad de información apabullante y en muchos casos falsa. Creo que la gente no ha generado el hábito de ir a las fuentes, de usar algo que yo defiendo mucho: el escepticismo razonado, es decir, que uno tenga dudas acerca de las cosas. La ciencia es justo eso, la respuesta a las dudas que tenemos los seres humanos y, en ese sentido, lo que me interesa es ofrecer un trabajo documentado con hechos y en el que también doy muestras de lo que no son hechos pero que la gente tiende a creer como tales. ¿Cuál es la verdad científica en la que se siente cómodo? Me interesa la agenda ambiental y he sido ecólogo de la conducta. La agenda ambiental me parece de lo más vigente que tenemos en ciencia; sin ella, el siglo XXI no tiene futuro, pero es algo que afortunadamente ya está en boca de todos. En un estudio que desarrollé se veía que la generación de los baby boomers y la generación X no cultivaron esta conciencia ambiental, mientras que los milenials sí, lo cual es una de las pocas cosas que se les reconoce. ¿Es ésta una consecuencia de la desinformación o el desinterés por la ciencia? Tenemos ahí un problema de comunicación, de hacer legible la información y hacer despertar cosas que la ciudadanía no conoce. Por ejemplo: el 58 por ciento de la Ciudad de México es suelo de conservación, milpa, bosque, humedad, zona de cultivo. Prácticamente nadie en la ciudad lo sabe, pero ese suelo de conservación que está al sur de la ciudad provee servicios ambientales invaluables al resto de los capitalinos, que suma el 42 por ciento. Me parece muy importante hacer un esfuerzo para cuidar y difundir este hecho: no sólo somos una ciudad de concreto, contaminación y ruido.
“ALGO “ QUE YO DEFIENDO MUCHO ES EL ESCEPTICISMO RAZONADO, ES DECIR, QUE UNO TENGA DUDAS ACERCA DE LAS COSAS .
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¿Cómo se puede divulgar la ciencia, en medio de la confusión que generan las redes sociales? Vuelvo al tema del escepticismo razonado. Umberto Eco lo dijo con cierta rabia, pero lo dijo: “Las redes sociales le han dado voz a la idiotez humana”, y es una generalización quizá peligrosa, pero, ¿qué pasa? Que si alguien lee: “Enrique Peña Nieto privatizó el agua mientras la selección de México jugaba” puede creerlo o no, pero lo mejor es no creerlo e ir a la fuente original. Ese hábito lo tenemos y permite que existan espacios dedicados a propagar noticias falsas, porque la gente está dispuesta a creer pero poco dispuesta a investigar o a determinar si lo que se dice es o no correcto. Uno de los atributos de
Foto > Cortesía de Penguin Random House
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El Cultural
la ciencia es dudar. De eso trata Ciencia, anticiencia y sus alrededores: de dar un contexto de limitantes más humano y evidencial. ¿Cuál es la relación entre ciencia y creación, entre método, verdad y ficción? Me parece que uno de los atributos más importantes del ser humano es la creatividad, y ésta se forma entre la mente familiar —es decir, hay gente que nace dotada— y la otra mente, aquella que ayuda a pensar la ciencia. Pensar es la clave de todo y los científicos deben ser creativos. Uno de los avances más importantes en la ciencia del siglo XX fue el descubrimiento de la estructura del ADN, y los científicos tuvieron que ser muy creativos para lograrlo. Así que la ciencia no es una cosa mecánica, como pensaba Newton, sino un asunto donde la creatividad, el ingenio, la curiosidad, la honestidad, son también atributos muy importantes. ¿En qué momento la ciencia y la ficción le juegan una trampa a la verdad? Los científicos tienen una dosis de vanidad, como todos los seres humanos. Quieren ser los primeros en hacer algo o recibir un reconocimiento y eso, en algunos casos, los lleva a cometer fraude científico; se han documentado algunos que son peligrosísimos. Por ejemplo, el fraude del hombre de Tildan provocó que un cráneo que era una composición de un simio y un ser humano pasara por un fósil humano, y esa información perduró en los libros de texto durante unos incómodos cuarenta años. Los científicos son seres humanos, algunos son buenos y otros no tan buenos. Afortunadamente, los que no cometen fraudes son mayoría. ¿Cómo articula la creación y la ciencia? Soy enemigo del especialismo. Uno de los grandes males de nuestro tiempo es esta gente que se dedica a investigar la partícula de la partícula de la partícula, y carece de un contexto cultural, social. Me considero un generalista, es decir, tengo muchos intereses, muchas historias e intento producir historias de ficción desde la ciencia. ¿Qué sucede con la ciencia ficción del siglo XXI? En este caso, me parece que se mezclan dos elementos a veces difíciles de combinar: una narrativa correcta y una ficción correcta. Ambas deben contener deben contener el bagaje intelectual suficiente para que los datos que ahí aparezcan sean, por lo menos, plausibles, y no son ciertos sino plausibles porque tienen una sólida formación en ese sentido.
27/07/18 8:35 p.m.