Cuatro apuestas narrativas

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CARLOS VELÁZQUEZ

WILLIAM BURROUGHS Y LA AYAHUASCA

ALEJANDRO DE LA GARZA

LIBERALES = CONSERVADORES

ESGRIMA

BORIS SCHOEMANN

El Cultural N Ú M . 1 3 5

S Á B A D O

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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

CUATRO APUESTAS NARRATIVAS DANIEL ESPARTACO IDALIA SAUTTO GERARDO DE LA CRUZ BIBIANA CAMACHO

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Un fenómeno reciente de la literatura mexicana, en particular de la narrativa y las editoriales que la difunden, apunta a un periodo de auge que se refleja en la enorme diversidad de libros publicados y obras en curso, es decir, en pleno desarrollo. Los autores y sus propuestas que hoy alimentan este escenario, donde coinciden varias generaciones, integran sin duda un tema por indagar, precisar y valorar. En esta edición de El Cultural publicamos a cuatro narradores —dos mujeres, dos hombres— que forman parte de la fertilidad de este paisaje, cuyas futuras apuestas narrativas son tan promisorias como impredecibles. Pero son también, desde un principio, tan proclives a los asombros y sorpresas como lo muestran estas páginas.

M AT IN É DANIEL ESPARTACO

E

l día que cumplí los diez años, mi padre me acompañó durante las tres cuadras de distancia entre nuestra casa y la escuela donde yo cursaba el quinto año de primaria. Cosa rara, pues caminé ese trayecto a solas, por las mañanas, la mayor parte del tiempo desde el primer año, cuando mi padre me dijo que memorizara el camino de regreso. Era una mañana fría y húmeda de noviembre, casi a mitad del semestre. Al despedirse en la puerta sacó del bolsillo un paquetito envuelto como regalo: eran las llaves de la casa. Recuerdo que el llavero tenía la forma de un martillo en miniatura, el mango hecho de plástico color blanco y la cabeza de alguna aleación de estaño. —Pero no se trata de un juguete —me explicó con solemnidad—, sino todo lo contrario: ya eres un niño grande, acabas de cumplir diez años. Podía utilizar las llaves en caso de que mi madre o él estuvieran ausentes cuando yo regresara de la escuela. Era una gran responsabilidad para mí, recalcó, y una prueba de confianza de su parte. Lo más importante era no perder el llavero, no hacer nada malo cuando estuviera solo —acercarme a la estufa, por ejemplo, o hurgar en la recámara de mis padres— y no abrirle la puerta a ningún extraño.

—Entiendo —asentí, honrado, consciente de que, con excepción de abrirle la puerta a un extraño, tarde o temprano cometería alguna de las faltas mencionadas: estaba en mi naturaleza. Lo que el hombre no sabía es que yo muchas veces me había saltado la escuela para regresar a casa cuando mi madre y él estaban en el trabajo. Entraba por una de las ventanas del primer piso, después de quitar el mosquitero, para mirar durante horas los programas de la Telesecundaria, pues era el único contenido en la televisora del estado a esa hora, y hartarme de fruta como un macaco (lo mejor es que nadie parecía darse cuenta de los faltantes en el refrigerador). Así fue como aprendí muchas cosas ausentes en el programa de quinto grado que me parecieron mucho más interesantes. Como la Telesecundaria era un sistema ideado para comunidades rurales, también había programas de ciencias agropecuarias: cualquier cosa antes que estar en la escuela. Poco antes de que mis padres regresaran del trabajo volvía a saltar por la ventana para luego aparecer en la casa con mi mochila, haciéndoles creer que había pasado la mañana en la escuela, no sin antes hacer una visita al local de videojuegos. Por eso cuando tuve la llave, evitar la escuela resultó más

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cómodo y provechoso para lo que ya consideraba mi educación verdadera: la Telesecundaria. Uno de los programas estuvo dedicado a la Revolución Inglesa del siglo XVII. Aquello sí que fue una novedad para mí: en la escuela vimos una Revolución Francesa, pero más de cien años antes, en Inglaterra, le cortaron la cabeza al rey Carlos I. El programa detallaba muy bien el proceso con toda clase de imágenes: la guerra civil, la constitución, la dictadura de Cromwell, etcétera. La señorita Noemí, la maestra de quinto, se limitaba a dictarnos el contenido de los libros de texto que uno podía leer por sí mismo cuando nos los entregaban a principio del año. Otras veces hacía que los alumnos nos turnáramos para leer en voz alta un fragmento de la lección, el resultado era exasperante porque el noventa por ciento de la clase era incapaz de leer con fluidez. Que cualquier error implicara una reprimenda o el escarnio público provocaba que el otro diez por ciento tartamudeara o se equivocara al acentuar las palabras. Durante los dictados yo luchaba para no quedarme dormido; el tedio era algo físico, casi doloroso. En contraste, los programas de la Telesecundaria resultaban interesantes a más no poder. Por ejemplo, en apicultura aprendí sobre el comportamiento de las abejas y las medidas a tomar antes de acercarse a una colmena; el tipo de equipo protector necesario, incluyendo el ahumador con fuelle: información que podía salvarte la vida, sobre todo bajo la amenaza de las abejas africanas, de las que todo el mundo hablaba. Todo era explicado por un hombrecillo simpático, con una tesitura de voz aguda y acento chilango, vestido con pantalón de pechera y sombrero de paja. De alguna manera, incluso las materias más difíciles para mí, como matemáticas, geometría y las naturales, eran más comprensibles. A media mañana, como si fuera el receso, transmitían un programa de interés general llamado Albricias, regalo de buenas noticias que me parecía insoportable ya desde la rima en el nombre; en especial el conductor con vestimenta y actitud juvenil, según el criterio de algún funcionario de Educación. Era el momento para ver la barra de noticias del Canal Dos: Gorbachov, Reagan, Thatcher, Castro y Arafat; el papa Juan Pablo II encerrado en su cajita de cristal, como un muñeco de cera. El mundo era gobernado por viejos que sabían muy bien lo que hacían. Reagan quería llenar el espacio de cabezas nucleares, pero tenía largas entrevistas con Gorbachov para firmar acuerdos de desarme nuclear. El orden existente era precario: portaaviones en el Mediterráneo, Muamar el Gadafi, el ayatolá Jomeini. No entendía muy bien todo ese cuento de la Contra y los Sandinistas. El planeta pudo estallar en cualquier momento, pero nunca sucedió por alguna razón. En cuanto a mí, tenía una fe ciega en el sentido común de

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“LO “ MÁS CERCA QUE ESTUVIMOS DE MORIR FUE CUANDO UN DEPÓSITO DE GASOLINA SE INCENDIÓ EN EL CENTRO DE DISTRIBUCIÓN REGIONAL DE PEMEX. LA COLUMNA DE HUMO NEGRO PUDO VERSE DESDE CUALQUIER PUNTO DE LA CIUDAD.” los políticos en general. A pesar de las opiniones de mi padre sobre Ronald Reagan, me parecía un tipo simpático, también Gorby, como lo llamaba para mis adentros. Nunca fui tan optimista como entonces.

Lo más cerca que estuvimos de morir fue cuando un depósito de gasolina se incendió en el centro de distribución regional de Pemex. La columna de humo negro pudo verse desde cualquier punto de la ciudad. El director de la escuela llegó haciendo rechinar las llantas de su Datsun destartalado, se bajó corriendo, sin cerrar la puerta, y echando mano de toda su ecuanimidad le gritó a una maestra que se estaba incendiando Pemex y que mandara a los niños a casa, pues la explosión podía llegar hasta la escuela. El pánico se expandió por los salones; es decir: entre los adultos, porque la mayoría de los niños nos sentimos felices de salir temprano. Al volver a casa en grupo, muertos de hambre, era obligatoria una parada en la tortillería, donde nos cooperábamos para comprar entre todos varios kilos y comerlos con nuestras manos sucias y uñas negras, en tacos de tres o cuatro tortillas, con la salsa roja del mostrador y sal. El día del incendio tenía mi juego de llaves, el martillo de estaño con mango de plástico, y grandes planes con la Telesecundaria —tal vez esa mañana transmitirían el módulo sobre la Revolución Industrial—, pero dejaron salir a mis padres del trabajo porque comenzó a hablarse de evacuar la zona. El ejército patrulla las calles para evitar que los amantes de lo ajeno se aprovechen de la situación, dijo la radio. Los bomberos ya estaban ahí, intentando apagar el tanque, pero

sobre todo para evitar que el fuego se propagara a los otros depósitos de combustible. Aquello podría convertirse en otro San Juanico, dijeron, la explosión resultante podría tener un radio de diez kilómetros o más. Nosotros estábamos a cinco o seis, calcularon mis padres, así que decidimos trasladarnos a casa de la abuela Josefa, al otro lado de la ciudad, donde en opinión de ellos el peligro era menor. Hicimos un rodeo para evitar la avenida Tecnológico, tan cerca del incendio, y desde el periférico pudimos ver en toda su dimensión la columna de humo negro en el centro del valle, bajo la claridad de un cielo primaveral, sin nubes. A diferencia de los vecinos, que huyeron en medio de una mezcla de histeria y escepticismo, llevando en sus coches algunas de sus pertenencias más preciadas —televisores a color, equipos de sonido, los primeros hornos de microondas y videocaseteras que comenzaron a verse en el barrio, comprados en la fayuca— mi madre se mantuvo en calma (si en la vida cotidiana no era muy ecuánime, en situaciones de emergencia era tan imperturbable como el general MacArthur), pues le parecía que la explosión no podría llegar hasta ahí, aunque no pudo argumentarlo ante el clima general. Decidimos no llevarnos nada (teníamos un reproductor de casetes Sanyo y un televisor en blanco y negro de marca nacional), pero yo me negué a irme sin el gato, pues si una explosión iba a borrar del planeta nuestra casa de interés social, me pareció injusto que él estuviera ahí y nosotros no. La Plasta era un gato maltrecho que no hacía otra cosa sino dormir en el sofá. Su nombre completo, Plasta de Sofá, fue inspirado por un capítulo de Dos perfectos desconocidos en el que Balki se vuelve adicto al televisor. Mi madre insistía en que usáramos el artículo masculino para referirnos a él —es decir: que lo llamáramos el Plasta y no la Plasta para mantener su endeble carácter de macho—, pero el femenino se impuso al masculino desde el primer momento. La Plasta se llevó el susto de su vida al no estar acostubrado a las explosiones del motor de nuestro Safari 1975, más allá de las cinco cuadras hasta el consultorio del veterinario, y tampoco a las muchedumbres huyendo de un incendio, en un pequeño punto de distribución de combustible, como si fuera la Peste Negra que asoló Londres en 1665 (una vez más: gracias, Telesecundaria). A pesar del supuesto

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pánico, los vecinos no pasaron por alto que yo cargara con el gato envuelto en una cobija, para evitar que saliera corriendo entre los bocinazos y los autos aglomerados en la calle. —¿Es un gato fino o qué? —me preguntó Lorena, mi vecina y compañera de escuela: una niña de aspecto hombruno y rostro mofletudo, más alta que yo, a quien durante años consideré como mi mejor amiga por razones que aún desconozco (las amistades muchas veces son como la familia: no se escogen); también era la máxima autoridad en un montón de cosas, lo divino y lo terrenal, a pesar de que éramos de la misma edad. La Plasta era muy feo, y olía tan mal que podías callar a quienes afirman que los gatos son más limpios que otros animales domésticos. Por más que lo cuidáramos, y mi madre era tan inhumana como para bañarlo dos veces al mes, incluso en invierno (me daba pena su carita frente al cañón de la secadora), se las apañaba para tener el aspecto astroso de un gato callejero. Lo escogí de entre una camada en adopción porque me dio lástima, acurrucado junto a su madre, con los ojos cerrados, sin que sus hermanos le cedieran una tetilla. Los demás parecían inquietos e inteligentes, con la excepción de la Plasta, quien no hubiera sobrevivido en un entorno salvaje. Esa era la pauta para escoger mis relaciones humanas: si entraba a una clase nueva, algo más poderoso que yo, cierto instinto de automarginación, me llevaba a sentarme en la parte de atrás, junto a los niños más débiles, víctimas potenciales en la cadena alimenticia, con ejemplares atrasados de El Hombre Araña y Batman en la mochila; incluso los que olían

a orines o, en el peor de los casos, los que profesaban religiones raras como los Testigos de Jehová. Al igual que aquellos amados por los dioses, la Plasta tuvo una vida corta y trágica, aunque sin gloria. Al llegar la época de celo abandonaba el sofá para ser vapuleado por los machos alfa de la cuadra, y por más que lo protegiera se las arreglaba para escaparse durante días y regresar herido, con infecciones cutáneas, las orejas con pedazos arrancados y el pelambre blanco y negro lleno de semillas espinosas muy difíciles de quitar. Un día ya no regresó. Era más nervioso que otros gatos: cuando pasaba el camión de la basura o del gas se metía debajo de la cama, y en Año Nuevo había que dormirlo con el vino blanco del pavo —la jeringa en la boca, sin aguja—, pues de lo contrario saldría despavorido por las bardas de concreto, corriendo entre patios de gente sencilla y honesta que no dudaría en dispararle a un gato que se ofreciera como blanco. Ser gato o ser comunista o ateo o protestante, cualquier cosa fuera de la norma era peligroso en mi vecindario. Y era una costumbre arraigada en la ciudad detonar en Año Nuevo el arsenal ilegal guardado en aquellos hogares pacíficos: todo padre de familia que se jactara de serlo tenía al menos una pistola al alcance de su hijo suicida o de rasgos psicópatas o tan solo curioso e imprudente. En cierta ocasión me encontré a la Plasta a tres cuadras de la casa, su aspecto era inconfundible. Lo vi sortear un auto en movimiento y saltar hasta una barda. —¡Plasta! —grité. El animal giró desde lo alto, me

“ESA “ ERA LA PAUTA PARA ESCOGER MIS RELACIONES HUMANAS: SI ENTRABA A UNA CLASE NUEVA, ALGO MÁS PODEROSO QUE YO, CIERTO INSTINTO DE AUTOMARGINACIÓN, ME LLEVABA A SENTARME EN LA PARTE DE ATRÁS, JUNTO A LOS NIÑOS MÁS DÉBILES.”

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miró por un instante y prosiguió su camino, como si no me conociera. Regresé a casa inquieto porque me parecía un gato de pocas luces y tenía razones para preocuparme. Desde hacía varias semanas alguien en el barrio estuvo matando gatos para colgarlos de los árboles. Recuerdo en especial un ejemplar que apareció a la vuelta de la esquina. Nunca vi uno tan grande: atigrado, de color gris, con la lengua de fuera y rodeado de moscas, el vientre abierto en canal, el revoltijo de sus entrañas sobre la banqueta. Y aunque el cadáver fue retirado, las manchas rojas permanecieron durante días como recordatorio de que alguien en el vecindario no estaba bien de la cabeza. Porque la crueldad con la que el gato fue asesinado destacó entre las formas permitidas sólo por diversión, el envenenamiento la más común. Al menos dos de los gatos que tuve murieron envenenados. Otro método consistía en atrapar uno y obligarlo a que se tragara un AlkaSeltzer para luego soltarlo: el gato huiría espantado y estallaría en medio de la carrera, decían, no sin cierto regocijo. Mis vecinos se mostraban orgullosos de haber participado en uno de estos hechos o haberlo atestiguado; a Lorena sobre todo le gustaba mucho explayarse en toda clase de detalles. El odio asesino a los gatos no era algo que se mantuviera en secreto ni que estuviera mal visto. Desde temprana edad tuve la noción de crecer junto a una frontera invisible, y de que al otro lado la maldad o la violencia era más que latente. Una calle separaba nuestro fraccionamiento de interés social de un asentamiento ilegal llamado Tierra y libertad, habitado por migrantes del campo. En nuestro lado, construido en una época de fervor nacionalista, las calles tenían nombres patrióticos —muchos de ellos prehispánicos— como Chimalpopoca, Teocali, Chaac Mool, Juan Escutia, José María Mata, etcétera, un conjunto semántico que a veces no tenía mucho sentido, y del lado de Tierra y libertad los nombres eran Che Guevara, Sandinistas, Farabundo Martí, Diego Lucero, en honor de un guerrillero local cuya muerte fue trágica como la de todos los guerrilleros. Ahí las calles no estaban pavimentadas, no había drenaje, y las casas construidas con bloques de concreto tardaron años en desarrollarse; incipientes construcciones con los castillos de acero al aire en espera de un segundo o tercer piso. Cada mañana en nuestra calle un porquero tocaba de puerta en puerta con una cubeta para pedir las sobras de comida para sus puercos. A esa mezcla repugnante, muchas veces en descomposición, se le llamaba friego. Por la mañana nos despertaba el canto de los gallos al otro lado de la frontera. Yo algunas veces acompañé a mi madre por las calles de Tierra y libertad en su labor de alfabetización, a visitar mujeres que querían aprender a leer y a escribir. Ella me decía que los habitantes de esas casas eran muy pobres, pero yo no podía entender por qué tenían enormes televisores a color y nosotros uno en

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blanco y negro, y pequeño. En algunos habitáculos se criaban puercos y gallinas. Sobra decir que el olor de los chiqueros me parecía repugnante. En opinión de los vecinos de nuestro fraccionamiento, todo lo malvado y violento provenía de ese lugar. En la colonia también teníamos nuestros delincuentes o semidelincuentes, dependiendo del caso: los cholos, una pandilla de jóvenes delgados, a los que todos conocíamos, que por las tardes se juntaban en una esquina a fumar y a beber caguamas junto a un radio en el suelo. Los niños les temíamos y los reverenciábamos por su manera de vestir —pantalones Dickies, zapatos de charol, camisas muy cuidadas, abiertas al pecho, camisetas de tirantes y redes para el cabello— y por su manera de bailar la música oldie —Buddy Holly, Chuck Berry, Ritchie Valens—, que a las seis de la tarde transmitían por el canal 12.80 de la radio, en un programa llamado Los abuelos del rock. Cada tanto la policía venía por uno de ellos y muchas veces no los volvías a ver. Algunos regresaron luego de una condena, se juntaron con alguna chola —una mujer nervuda y bella, de armas tomar—, tuvieron hijos y se volvieron pilares de la comunidad. Si había alguna clase de problema, ellos eran los primeros en salir de sus casas, con la puerta siempre abierta, a repartir puñetazos y defender al más débil, como si pertenecieran a una orden de justicieros bajo un antiguo código de honor. A los niños nos trataban con consideración y benevolencia, pues qué podíamos saber nosotros de la vida, en comparación con ellos, veteranos de tantas batallas. A veces los podías reconocer en la sección policiaca, atrapados in fraganti, un cuchillo casero en el bolsillo de sus Dickies, robando un tanque de gas, en una nota llena de epítetos al estilo de “amante de lo ajeno” o “rata humana”. Se decía también entre los vecinos que la policía venía por ellos cuando hacía falta un chivo expiatorio al cual cargarle un crimen, como si fueran una especie de recurso natural que finalmente terminó por agotarse. Esos eran nuestros cholos, hijos de la clase obrera, pero en opinión de los vecinos, en Tierra y libertad estaban los psicópatas, y yo raras veces me aventuraba por sus calles.

Al

final de este asentamiento está uno de los cementerios de la ciudad: uno muy grande y vacío, donde mis vecinos van a cazar lagartijas con arpones hechos de pasadores para el cabello, popotes y ligas. Doblas una de las puntas del pasador hasta formar un arpón y lo afilas en la banqueta hasta producir chispas. Luego anudas con una liga el arpón al popote, y lo disparas jalando el gancho en otra liga tensada entre el índice y el pulgar. Son artilugios peligrosos y muchas veces los vi clavados en la mano de un niño chorreando sangre de manera escandalosa. Lorena es muy buena en eso de cruzar Tierra y libertad hasta el cementerio en compañía de otros niños y regresar con una lagartija muerta, atravesada por un arpón. Me dan pena

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“AL “ FINAL DE ESTE ASENTAMIENTO ESTÁ UNO DE LOS CEMENTERIOS DE LA CIUDAD: UNO MUY GRANDE Y VACÍO, DONDE MIS VECINOS VAN A CAZAR LAGARTIJAS CON ARPONES HECHOS DE PASADORES PARA EL CABELLO, POPOTES Y LIGAS.” y repulsión esos pobres animales, aunque admiro la puntería de mi amiga. Por suerte los gorriones y las palomas son más ágiles cuando se trata de evitar armas arrojadizas. Uno de mis recuerdos más tempranos: debo tener tres o cuatro años, acabamos de mudarnos al vecindario, algunas casas todavía están vacías. Es de mañana, presumiblemente un sábado, pues no estoy en el jardín de niños, sino en el pedazo de tierra frente a la casa de Lorena, junto con otros vecinos —hay en cada vivienda un terreno de tamaño idéntico, para que cada familia tenga un jardín pequeño—: hemos construido toda clase de carreteras en miniatura en la tierra yerma, en donde también hay formaciones de caliche, de vetas rosáceas, amarillas y blancas. Jugamos con carritos de metal. Un viejo empuja por la calle una carretilla hecha con tablones sin pulimentar, muelles de automóvil oxidados y neumáticos que crujen en el asfalto, muy parecida a las que usan los vendedores de raspados. Pero en lugar del gran pedazo de hielo bajo un trapo sucio y las botellas de jarabe con diferentes colores hay un bulto cubierto con una sábana percudida y estampada de flores; en medio una mancha ocre que huele a hierro oxidado que me recuerda el sabor de la sangre cuando me he llegado a cortar un dedo. El viejo exuda polvo y sudor, se detiene frente a nosotros, quemado por el sol y con los ojos tan claros que parecen de ciego. Saca un pañuelo rojo del bolsillo trasero de sus panta-

lones de mezclilla y se enjuga la frente y el cuello. —¿Qué es eso? —pregunta Lorena, y señala el bulto sobre la carretilla. —Es un chavalo, ¿quieren verlo? Levanta el extremo de la sábana y vemos una larga cabellera de muchacho, casi rubia, cubierta de tierra y briznas de hierba seca. Tiene los ojos cerrados, las cejas pobladas y una frente morena, tostada. Una frente muy hermosa, pienso, puedo ver sus vellos dorados sobre el granulado de la piel. —¿Qué le pasa? —dice Lorena. —Está dormido. —¿A dónde lo lleva? —Lejos, porque se porta muy mal. ¿Ustedes se portan bien? Asentimos. El hombre se aleja con su carga por la calle alargada, de casas idénticas entre sí, hasta doblar en una esquina y perderse en la niebla luminosa de la infancia; aún puedo escuchar el rechinido de los muelles, y el arrullo de los neumáticos sobre la grava de esa mañana espléndida y silenciosa. Cuando le conté ese recuerdo a mi madre, años después, me dijo de manera tajante que debió tratarse de un sueño, incapaz de soportar la idea de que su hijo hubiera estado a escasos metros de un asesino. DANIEL ESPARTACO SÁNCHEZ (Chihuahua, 1977) es autor de Cosmonauta (2011), Autos usados (2012) y Memorias de un hombre nuevo (2015). El texto que publicamos forma parte de una novela en proceso.

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“Esta ciudad me sacudió y me rompió las esperanzas, rompió una ventana y una tacita de porcelana que había comprado en Tepoztlán. Rompió los edificios. Rompió la cara de las personas que conocía y que se quedaron calladas.”

QU Í TAT E L A ROPA, A M ÉR IC A IDALIA SAUTTO FOTOS ALEX TAPIA

1.

Me encontré con un libro que

no conocía. Se llama “Sucede que soy América”, un poema de Allen Ginsberg traducido, interpretado, recontextualizado, trasladado y transformado por escritores latinoamericanos. La edición reúne poemas que vale la pena leer más de una vez. El libro es hermoso en su edición; impreso en riso a dos tintas, azul y rosa por Cooperativa Cráter Invertido. Manuel Bueno diría que tener el rosa de la riso es como tener una chamarra roja que no puedes usar todos los días. Yo digo que bullshit. Los autores no quieren dar nada pero dan todo. Perdón, los editores no quieren dar nada y no lo dan.

2. Ciudad de México, 14 de noviem-

bre de 2017. El jabón Palmolive cuesta 21 pesos en la recaudería. Es más caro que comprarlo en una Bodega Aurrerá, pero aquí observo la estantería, los plumeros que han teñido de color rosa y amarillo. Estoy sola en la tiendita, no tengo que hacer fila, ni tengo que comprar más, sólo el jabón. La señora me enseña los tipos de jabón que tiene, los saca de una estantería en donde hay jergas azules. Dos gatos duermen en una silla. Belisario Domínguez, en este momento, suena el cincel y la piedra, porque están protegiendo la ciclovía recién marcada. Vengo del “balazo”, así se llama la fonda en donde como casi todos los días. Fue un problema que me cobraran el menú. Nadie quiere cambiarte un billete, será porque tienen la cara de sapo de Diego Rivera. El organillero toca Las mañanitas, no les daré ningún peso, que se muera la tradición. Raúl no ha dejado de gritar “Gol de México”. Raúl lleva viviendo en la calle lo que yo llevo viviendo en el Centro. Siempre que lo veo pienso que el activo no lo matará nunca. Ahora se le metió esa voz de locutor y en el juego que está viendo México siempre mete gol. Prolonga el goooooooool mientras camino en su dirección. Tengo que

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cruzarme la calle porque tiene la banqueta completamente orinada. Pienso en qué diría Clarice Lispector en esta situación. El sol me está quemando los brazos y el aire helado me reseca las mejillas. Aquí nadie se acuerda que tembló. Como cuando se muere una persona. Los primeros meses da amnesia. Hace dos meses se murió sepultada la gente. Ya se siente el invierno de la Ciudad de México. Me he pintado la boca de rojo carmín porque quisiera disfrazar mi cansancio con ese color. La verdad es que estoy harta.

3. Sólo quiero que pasen las seis de la

tarde para sentirme moralmente bien y pueda destapar un vino tinto. Y para mí misma diga: salud, esto es por la publicidad. ¡Salud, esto es por América! Pero por América Pacheco, la única persona en mi agenda de contactos del Skype para la que no he perdido. Cuando la veo en su fotografía de perfil está de pie, el aire mueve su cabello, está cruzando un puente en París, sonríe, cruza eternamente ese puente. Escribo en el chat: Hola, América, y ella responde, invariablemente, hola reina, cómo estás. América, tú eres mi sistema operativo. Tú eres mi Samantha. ¿América, también me lees en estas hojas del periódico? Quiero que cierres tus ojos, por un momento, cuando leas esto yo imaginaré que estás a mi lado y me das un abrazo, largo largo abrazo. —América voy a salir a comer. Tengo hambre y apenas son las 13.30. ¿Cuándo será trending topic América? “Tu puta madre es mi animal mitológico favorito”, es la primera frase que se lee en su cuenta de Twitter. América es madre de dos hijos, uno moreno y uno güero, eso también es el resumen del continente. Ella es metáfora, analogía y persona, tres tazas de café. Lost in translation diría que América es tretår,

palabra en sueco: tår una taza de café; patår, una segunda, tretår es por tanto una tercera. América eres tres tazas de café. Quiero que tu cabello largo huela al mismo champú y que tu sonrisa siempre esté disponible en mi Skype.

4. P ero

la realidad es una triste

noticia. Lo único de lo que habla la gente es sobre cómo los italianos no irán a Rusia 2018 y PJ Harvey toca en México. ¿Ya no se acuerdan del temblor? En la Obrera ya no existe el memorial. En la Juárez la calle de Nápoles sigue cerrada. El Imperial ya está haciendo tocadas y enfrente tienen un cementerio de escombro y personas muertas, esa malla ciclónica no va a levantar todo ese escombro. Unas escaleras derruidas coronan el predio. ¿Quién lo levantará?

5. S upongamos

que yo soy

M éxico .

Otra vez me estoy hablando en voz bajita. Estoy sola y la verdad tengo miedo de mí misma. Seré sincera: podría asomarme por la ventana, tomar aire y aventarme. Porque perdí. Porque sigo perdiendo. Porque cuando escribo no corrijo los gerundios y la gente

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que sabe de letras me critica. También dicen que últimamente estoy más gorda, yo digo que bullshit. Aunque sigo perdiendo. ¿Por qué la gente es tan mierda? La única mentira que he dicho es esta: no me llamo México. Cuando estaba en el metro de París los espectaculares decían Visit Mexico. En inglés y con esa tipografía y colores que usa tanto este gobierno gay friendly. Yo hubiera querido leerlo en francés. Leer Mexique en lugar de México. Nunca se está en el lugar correcto. Llegas a una ciudad para sentir nostalgia de otra, y así y así.

6. M éxico , 2017,

todos los libros

cuestan más de 200 pesos. No pude comprar ninguno, no puedo pagar los impuestos de este mes y dos amigos me pidieron un recibo de honorarios prestado, no puedo decir que no. No puedo decir NO porque me cobran sus impuestos. No puedo cobrarles yo a ellos. Imagino que el SAT viene por mí. Que me da una cifra que no puedo pagar y se mete a mi cuenta de banco y toma todo mi dinero. Imagino que el SAT se quita la máscara de puntos azules y oh sorpresa, su frente dice Visita México. Por favor, que el SAT no se llame SAT. México tiene un brazo en forma de península y una colita también en forma de península. Yo no puedo ser México porque yo no soy el SAT y no tengo penínsulas. Pero sucede que sí soy México, la geografía me hizo mexicana. Y tengo vergüenza.

7. Se me colorean las mejillas cuan-

do me da vergüenza. Tengo pena de confesar que le grito a mi gato. Es el único ser vivo con el que me desquito cuando sé que he perdido. Mi gato es blanco con gris. Se esconde debajo de la cama cuando eso pasa. Le grito groserías que no quiero repetir ahora porque estoy sobria porque debo contenerme, porque debo seguir pensando que este año con su terremoto y sus crisis no ha sido tan horrible como (todos los mexicanos) creemos que ha sido.

8. 2017,

un año por recordar . Esta ciudad me sacudió y me rompió las esperanzas, rompió una ventana y una tacita de porcelana que había comprado

en Tepoztlán. Rompió los edificios. Rompió la cara de las personas que conocía y que se quedaron calladas. Rompió simbólicamente al gobierno pero ese nunca se rompe, es como el video de Fantasía en donde cada astilla se vuelve una escoba nueva. Así surgieron ladrones después del temblor. O ya había pero ahora fue más obvio. O las heridas estaban completamente expuestas y dolió más. Ese día no dije nada, tampoco el siguiente. Después de una semana le escribí a Graciela, ¿puedes rezar por mí? Te pido que reces por mí, porque no me sé de memoria ninguna oración y tengo ganas de rezar o de llorar o de las dos cosas. Hay una pieza dentro de mi ser que se rompió ese 19 de septiembre. México soy yo. Yo también soy México.

9. Estoy obsesionada con este libro

sobre América. Salgo a caminar. Me quedo sentada frente a la capilla octogonal que está en la plaza de la Concepción. Siglo XVIII yuxtapuesto con realidad del siglo XXI. En la revolución apilaron cadáveres en esa misma capilla. Ahora está tomado por indigentes. Sus claraboyas me enloquecen. Leo completo el poema de una puertoriqueña, “América me dan sentimiento los conserjes”. Sigo leyendo: “Hamérica, algo anónimo ya se practica”. Pienso en la edición del libro. Voy a la hoja legal y leo los nombres de los autores. Me costó 120 pesos mexicanos. Debí comprar otro, para darlo de regalo, pero todavía no sabía que me iba a gustar tanto, todavía no sabía que yo soy México “Nuestros recursos naturales consisten en piedras acumuladas con un poco de arte en pocos siglos arte barroco de mediana factura playas de belleza perturbadora millones de genitales para uso moderado millones de poemas impublicables grandes trozos de cielo contaminado drogas de múltiples facturas el terror de los cárteles la música de los cárteles las botas puntiagudas de los cárteles las fosas de los cárteles los cuerpos troceados de los cárteles las montañas de dólares de los cárteles volcanes vomitando humo como calderas al vacío”, escribe Luis Alberto Arellano. América no puede ser que tengas tantos muertos jóvenes. Quiero decir,

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“ME “ QUEDO SENTADA FRENTE A LA CAPILLA OCTOGONAL QUE ESTÁ EN LA PLAZA DE LA CONCEPCIÓN. SIGLO XVIII YUXTAPUESTO CON REALIDAD DEL SIGLO XXI. EN LA REVOLUCIÓN APILARON CADÁVERES EN ESA MISMA CAPILLA”. que se mueran los viejos. Pero todos son muertos jóvenes. América, todos esos muertos, todos esos muertos, todos esos muertos, ¿qué harás con tantos muertos? Un mariachi vestido de negro cruza la plaza. Quiero llorar en este piso. No me importa que existan sólo para el turismo. Quiero ir ahora mismo y pedirle perdón a Raúl por intentar borrar su existencia cuando esquivo su mirada, cuando extiende su mano llena de vendajes y tierra. ¿Pero no es acaso la conmiseración el peor de los sentimientos?, ¿no se murieron todos los hombres en el siglo XIX por eso, por sentir lástima y después matarse entre ellos?

10. América debes saber que ya nadie

lee periódicos impresos. Un indígena como presidente, ¿lo habrá podido pensar Allen Ginsberg? La única revista que leían en mi casa era el Reader’s Digest. Yo también lo llegué a leer y no me pasó nada. Aquí estoy sentada en una plaza leyendo pero en mi mente estoy gritándole a mi gato que se vaya a la chingada. Me siento mal. Soy una mala persona. Perdóname Pavlova, perdóname Phantro, necesito su redención porque yo no creo en ningún Dios. Y ahora sólo tengo en mente buscar el guión de la tercera temporada de Rick & Morty porque quiero copiar aquí unas frases reveladoras sobre la existencia, sólo para comprobar que Nietzsche tenía razón. La historia está enferma de teorías que no superan la modernidad. Necesitamos enfermarnos de locura de nuevo, pero una locura prístina que ningún electroshock o tafil o raya de coca pueda curar. The universe is basically an animal. It grazes on the ordinary. It creates infinite idiots just to eat them. You know, smart people get a chance to climb on top, take reality for a ride, but it›ll never stop trying to throw you. Traducción: México es básicamente un animal. Se roza con lo ordinario. Crea idiotas sólo para comérselos. Y bueno... las personas inteligentes tienen la oportunidad de subir a la cima, toman a México de la mano, salen a dar un paseo, pero recuerda que jamás dejarán de intentar tirarte, pisarte y escupirte. América, esto es un resumen del 2017. México siempre mete gol, aunque sea en la realidad de un indigente. IDALIA SAUTTO (Acapulco, 1984) es escritora e historiadora del arte. Editora en Pitzilein Books. Ha publicado libros de literatura infantil. [idaliasautto.com] TW: @mariedelaos

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“Si bien su nombre había desaparecido del padrón electoral, tampoco había dado con él en alguna lápida de los cementerios y en casa la vida continuaba.”

R EGI NA GERARDO DE LA CRUZ

H

ubiese querido que fuera de a poquito a poco y bajo otras circunstancias si es que debía suceder. Despacito, para que no la tomara por sorpresa; pero Regina era optimista y tenía los pies bien plantados en la tierra. Cierto que a ratos deseaba que mejor no hubiese ocurrido. Pero sucedió como sucedió y debía adaptarse a la nueva situación, buscarle el lado positivo al hecho de no existir aun existiendo, porque sabía que estaba viva y no era ningún fantasma. No hasta ahora, por lo menos, pues si bien su nombre había desaparecido del padrón electoral, tampoco había dado con él en alguna lápida de los cementerios y en casa la vida continuaba como si nunca hubiese existido, como si sus hijos hubiesen nacido por generación espontánea. Quizá lo que más incomodaba a Regina era la forma como descubrió su no existencia un día de quincena en el supermercado. Era muy prosaica, sin

magia, nada digno de recordar, nada excepcional. Al principio —cuando aún se resistía a su nueva realidad—, ya de noche, sola en la tienda, recreaba la escena y volvía a andar los pasos andados ese día, con la esperanza de hallar en qué momento se torció todo. Entonces, lista del mandado en mano, repetía el recorrido. Sin embargo, cuando llegaba a lácteos, donde había dejado el carrito con las compras que no llegó a hacer, todo se volvía confuso. Se recordaba en el departamento de embutidos como en un vagón del metro en horas pico, esperando turno. El 74 y apenas iban en el 62. Soportó más de quince minutos empellones y groserías —que en honor a la verdad, hoy lo reconocía, no eran tales, pues ya había dejado de existir—. Aguardó, pues, en medio de esa horda hasta que el indicador marcó el número correspondiente a su turno. El dependiente, bajo el tapabocas, gritó “¡setenta y cuatro!” dos veces.

“Siento una ola de electricidad que me recorre la espalda. ¿Qué pude haber hecho?”

do por todo el departamento. Jugaba con un llavero en forma de elefantito que le traje de una cantina, de esos que encienden y apagan. Lo traía jodido al pobre llavero, de un rincón al otro. Barritaba lleno de alegría, lo dejaba en un sitio largo tiempo mientras observaba cómo parpadeaban las luces intermitentes azules y rojas. Antes de que me fuera a trabajar se aburrió y dejó el llavero botado en la cocina.

SI MÓN BIBIANA CAMACHO

N

o me deja dormir. Escucho sus sollozos y por más que he intentado abrir la puerta no lo logro. Algo hizo desde dentro. Ya le hablé con cariño, lo amenacé con correrlo de la casa y hasta de aventarlo por el escusado, pero nada. Ahora ni siquiera me dirige la palabra, no tengo idea de lo que me reprocha o de lo que le hice, no entiendo cómo puede durar tanto tiempo disgustado: barrita y grita, grita y barrita; ahora, después de tanto tiempo sé distinguir perfectamente un sonido del otro. El barrito casi siempre es festivo, se prolonga y en su duración tiene diferentes tonos que suben y bajan como si se tratara de una melodía armoniosa y agradable; en cambio los gritos suenan siempre desesperados y urgentes, como si estuviera al borde de la muerte. Ya intenté pasarle un poco de cacahuate fresco y recién pelado, como le gusta, a través de la persiana de la puerta del anaquel inferior del escritorio, pero el muy bruto, aunque sacó la trompa no fue capaz de sostener el alimento.

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—¡Aquí, setenta y cuatro, yo, aquí...! —insistió Regina, también a gritos. Los ojos huidizos e inquietos del empleado buscaban al cliente 74 en el enjambre de salvajes amas de casa y, ante la mirada incrédula de Regina, sin poder abrirse paso, la mano del joven presionó un botón y cambió el turno. Al cabo de un segundo, Regina se hallaba casi de pecho sobre el refrigerador: —¡Óigame, qué le pasa! —protestó a voz en cuello, o quiso protestar (aún tenía dudas), porque para entonces ya tenía a un hombre y a una mujer con su niño en brazos sobre ella, de tal suerte que en breve fue expulsada como Jonás de la ballena. Insultó al tipo aquel y apenas reprimió el impulso de darle un par de bofetadas a la otra mujer, que se había comportado agresiva como pocas. Regresó a lácteos blasfemando, más bien resignada a volver luego o al día siguiente o ¡quién sabe! A estas alturas sólo esperaba que el carro continuara

Acabo de poner una placa para mosquitos. Odia ese

olor y dice que le da náuseas y ganas de vomitar, a ver si así deja de hacer berrinche y decide por fin salir del anaquel de mi escritorio. Lo que más me preocupa y espero no habérselo dicho nunca es que ahí guardo mis recuerdos más preciados. Las fotos familiares, de amigos. Mis diplomas y reconocimientos que sólo sirven para engrosar un CV, cartas de amigos, recortes de periódicos, postales, dibujos. Me da miedo que destruya cosas, que se orine encima. Quito la placa para mosquitos y pongo atención a los sonidos. Nada parece haber cambiado, los barritos siguen igual en intensidad y tono, o al menos eso me parece. Ya no intento consolarlo, ni razonar con él. No tengo idea de lo que pudo haber ocurrido. Hago un recuento: en la mañana amaneció de buen humor. Anduvo corrien-

Durante el día, Simón se conectó al chat del Facebook y platicamos intermitentemente. Me contó que el llaverito lo había fastidiado y ahora estaba debajo de la cama, pero que por favor le llevara otro. Le expliqué la dificultad de encontrar esos objetos. Los vende gente en las cantinas, dije, tendría que ir a una y luego esperar que se apareciera el vendedor, justo con esa figura, porque a veces ofrecen otras. Pero Simón no me tomó en serio, pensaba que era tan fácil como ir a una tienda a comprar un refresco. En la noche, llegué a casa con las manos vacías, Simón no parecía decepcionado, de hecho estaba un poco ebrio y descubrí, mientras nos cocinaba la cena, que le había bajado casi la mitad a la botella de un cognac que me habían regalado en la oficina hacía meses y que aseguró, el día que lo probamos, que no le gustaba. La cena fue amena. Me platicó que pensaba irse al campo, yo no soy una persona de ciudad, dijo. Y al calor del vino nos carcajeamos con su absurda aseveración. Incluso comimos postre, cosa inusual en las cenas, que procurábamos frugales, para poder dormir con tranquilidad, y sobre todo, para evitar las flatulencias de Simón. Como pocas veces, me ayudó; con la trompa más grande que su cuerpo, enjuagó platos y vasos con tanta presión que de inmediato quitaba restos de jabón y alimentos. Ya en la cama, todavía me pidió que le leyera un

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donde lo dejó y, en efecto, ahí continuaba, a escasos centímetros de los quesos. Sonrió y se sintió recompensada. De lo perdido, lo ganado, pensó a un paso del carrito. Sin embargo, el semblante relajado de Regina rápidamente adquirió un matiz de furia. Cuando creyó que nuevamente tomaba posesión del carrito y las viandas requeridas por la familia, una pareja de ancianos se interpuso en su camino y con aprehensiva calma, comenzó a desalojar los productos que no necesitaban. —Disculpen, señores, este carrito es mío —reclamó Regina entre dientes, pero cortés. —Ay Chucho, pues no te desveles hoy —dijo la mujer—. Por eso luego andas con dolor de cabeza todo el día; además mañana vas al doctor, acuérdate. —Y mañana, ¿por qué? ¿Cuál doctor? Regina imaginó, con razón, que quizá la edad había hecho estragos en los ancianos, que estarían medio sordos. Pero ¿ciegos? También era posible, aunque Regina estaba allí asida a la canastilla del carro, ¿cómo no verla? Bufaba, tratando de contenerse para evitar un altercado. Los viejos seguían sacando las futuras compras de Regina. —¡Señor!, ¿qué hace? —protestó enérgicamente—. ¡Les digo que este carro es mío, dejen...! De pronto la vieja se detuvo, preocupada, y Regina se reprochó haber levantado la voz. Quizá sí estaban un poco ciegos, los anteojos del hombre eran más gruesos que el parabrisas de su auto.

cuento, a lo que accedí porque me parecía que habíamos pasado una velada estupenda. Leí “Dumbo”, su cuento favorito, ¿habrá sido eso lo que lo alteró tanto? Tenía mucho tiempo que no me lo pedía y yo misma lo evitaba porque sabía que se ponía mal y duraba varios días triste, sin salir del armario.

Acostumbrada al sonsonete de su llanto, me levan-

to espantada, al escuchar que regurgitaba, ¡se ahoga! Tengo mucho miedo que se muera, ahí, encerrado. Corro a la cocina por la caja de herramientas y saco un desarmador. Al volver todo es silencio, un silencio pesado y pegajoso, falso y traicionero. Pego la oreja a la persiana, de pronto siento una especie de lengüetazo. La trompa de Simón desaparece de inmediato y escucho una carcajada ronca y cristalina, como de un viejo gangoso que aún conserva destellos de una voz clara y hermosa. Enojada y molesta, me siento engañada. Pinche Simón, pienso, ahora que salga verá, si no es que yo lo saco antes, malagradecido. Pero de pronto la carcajada se convierte en un llanto convulso; a través de las persianas, me salpican mocos y lagrimones. No se me ocurre otra cosa que ofrecerle un trago, pero no sólo lo rechaza, además dice: todo es por culpa tuya, todo, te odio, esta no te la perdono jamás. Petrificada, sin la menor idea de lo que dice, hago un recuento del día: fue uno tan monótono como cualquier otro, ni siquiera salí a comer. Me tragué una ensalada desabrida, frente al monitor de la computadora, mientras veía catálogos de cobertores y manteles que desde hace tiempo necesito.

Oye Simón, ¿qué hice?, pregunto confundida, pero en lugar de una respuesta escucho un grito espantoso, profundo y lleno de furia que me puso la piel de gallina, siento una ola de electricidad que me recorre la

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“LOS “ OJOS HUIDIZOS E INQUIETOS DEL EMPLEADO BUSCABAN AL CLIENTE 74 EN EL ENJAMBRE DE SALVAJES AMAS DE CASA Y, ANTE LA MIRADA INCRÉDULA DE REGINA, SIN PODER ABRIRSE PASO, LA MANO DEL JOVEN PRESIONÓ UN BOTÓN Y CAMBIÓ EL TURNO.”

espalda. ¿Qué pude haber hecho? ¿Descubrió algo de mi pasado, allá adentro, que lo enfureció?, pero ¿qué?

Rememoro nuestro encuentro. Quiero recordarle que

él fue el que topó su trompa en mi tobillo aquella noche en la cantina. Quiero que recuerde que tuve la decencia de no anunciarle a nadie su presencia, quiero que no olvide que le estuve pasando tragos de vodka mientras transcurría la velada. Quiero que me agradezca que le tirara cacahuates sin chile como por accidente. Además me urge que refresque su memoria y reconozca que yo lo saqué de la cantina y que pesaba mucho, a pesar de su tamaño; que no hizo nada por levantarse, sostenerse, espabilarse; y que lo sostuve en mis manos antes de depositarlo dentro de mi bolsa favorita que se desgarró. Y que nunca lo dejé solo, aunque no sabía quién era o de dónde había salido. Ebria y tambaleante, lo llevé a casa, le hice una camita con bufandas sobre mi tocador.

Simón, susurro, ¿estás bien? Nada. ¿Estará muerto? Es

tan dramático, pienso, que estoy segura de que el día que deje este mundo, hará todos los aspavientos posibles. Simón, repito, una y otra y otra vez: Simón, Simón, Simón, Simón. Pero no responde. Tomo el desarmador y lo introduzco entre las puertas, luego jalo del lado que no tiene asidero en el mueble, con tal fuerza y desesperación que la puerta da de sí de inmediato. No lo veo. Luego de remover algunas cosas, descubro a Simón, inmóvil, acostado sobre una pila de fotografías. Meto las manos y lo saco. Lo acuesto en su cojín favorito sobre mi cama. Acaricio sus patas gordas y le paso los dedos sobre la trompa. Todo su cuerpo se infla y se desinfla en cada respiración. Quiero despertarlo, pero no quiero despertarlo. Me asomo al anaquel de mi escritorio y percibo olor a alcohol. Saco fotografías y documentos. Al fondo

encuentro la botella del vodka ruso que me trajo una amiga querida hace apenas una semana. Está casi vacía. Ahora escucho ronquidos. Hijo de puta, pienso mientras me tomo el último trago de la botella. Ya que saqué todo, me dispongo a ordenar, hago montones de cosas que se relacionen, pero al abrir los sobres con fotos, me inhibo. Necesito un trago, voy a la cocina y vuelvo con un vaso y una botella de vino. Ahora los ronquidos de Simón son insoportables.

Yo era una niña regordeta, sin mucha gracia. Luego me

transformé en una muchacha espigada sin mucho atractivo y luego en una mujer rellenita, con cara amistosa. Estiro la mano para servirme más vino y descubro la botella vacía. Simón no puede contener la risa, recostado en su cojín favorito. Tiene la trompa púrpura y los ojos brillosos. ¿Qué tenías pues?, pregunto. ¿Por qué tanto drama? En lugar de contestar, llora y barrita. Chingao, le digo. Me siento culpable. Simón vive conmigo desde hace ya un año y por su culpa no tengo novio, ni invito a gente a casa, ¿qué van a decir de que tenga a un paquidermo rosa del tamaño de un ratón viviendo en mi casa? Dramático además, y demandante. Chillón, y por si fuera poco pedorro y con mal aliento. Y a últimas fechas borracho. Decido, una vez más, que mañana mismo lo llevo al campo, al fin que siempre dice que es su lugar natural y que no pertenece a la ciudad. Luego abro otra botella de vino y terminamos la velada a las carcajadas. Hoy me ha regalado una mariposa, dos libélulas y un escarabajo dorado; en señal de paz. BIBIANA CAMACHO (Ciudad de México, 1974) es autora de Tu ropa en mi armario (2010), La sonámbula (2013), Tras las huellas de mi olvido (2010) y Lobo (2017).

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—Hay mucha gente —observó la señora—, sería bueno que fueras haciendo cola mientras yo termino con esto. El hombre, visiblemente mayor que su esposa, devolvió el cereal a donde estaba y se volvió hacia las cajas. No había una sola razonablemente rápida, ni la destinada a los adultos mayores y a embarazadas. —Oye, Mine, deberías formarte mientras yo termino de hacer las compras... ¿Poncho pidió las Zucaritas? La mujer movió la cabeza suavemente, algo que no era ni afirmación ni negativa, y suspiró: —Déjalo —dijo, y enseguida se deshizo de los tres paquetes de papel higiénico que Regina había incluido en su lista del mandado y, apartando a ésta de un manotazo, como quien espanta a un mosquito, se agarró al asidero del carrito. Y se alejaron, no sin antes atropellarla, mientras el viejo insistía en que Mine se formara en tanto él terminaba de reunir las compras de la semana. Regina permaneció unos segundos inmóvil, demudada, con esa misma expresión (la mirada perdida y la boca entreabierta, con un gesto que media entre la cólera y la sorpresa) que aún hoy, de pie frente al espacioso refrigerador del departamento de embutidos del supermercado, se apodera de ella cuando indaga el porqué de su no existencia. Cuando salió de su estupor, Regina cogió uno de los paquetes de papel higiénico y furiosa, verdaderamente indignada, se encaminó a las cajas; pero no se detuvo a pagar, sencillamente se siguió de largo hasta cruzar la salida, sin dejar de maldecir a la pareja, y a la mujer con el niño en brazos y al dependiente y a cuantos habían pasado sobre ella esa noche. No reparó en el pequeño robo sino hasta que se vio en el estacionamiento, a varios metros de la puerta principal del supermercado. Fue como si le hubieran dado un revés o un choque eléctrico. Regina volvió la vista hacia la entrada. Acodado sobre la barra del guardarropa, uno de los dos vigilantes de la tienda examinaba sus uñas; el otro, casi junto a ella, la miraba con ojos acusadores. Oprimió el paquete contra su pecho y contuvo la respiración. Entró en pánico. —Perdón, perdón —tartamudeó y agachó la cabeza tratando de hallar una explicación satisfactoria al hurto—. Discúlpeme, no me di cuenta, yo... Señor oficial, de verdad, se lo juro oficial, no me di cuenta, yo... Era como hablar sola. Sólo Dios sabe qué pasaría por la cabeza del policía, que continuó su recorrido jugando con la porra como una

bastonera. El papel higiénico se deslizó suavemente sobre su pecho y cayó al piso. Regina sentía que estaba parada en una masa amorfa y movediza, ahí, como en una ciénaga en pleno estacionamiento. Las personas y los autos —sin intentar siquiera esquivarla— pasaban frente a ella como si no existiera porque, en efecto, había dejado de existir del todo momentos antes. Al cabo de un rato se dirigió a casa. Necesitaba ordenar sus ideas, estaba muy consternada. Una cuadra antes se detuvo y hurgó en su bolso en busca de las llaves. Entonces alzó la vista y advirtió un discreto recodo, un estrecho callejón del cual emergía una tímida luz anaranjada, el cual llamó violentamente su atención. Según comprobaría un minuto después, se trataba de una pequeña hoguera, en torno a la cual departían una elegante dama de edad madura y una joven gótica. Apenas asomó la nariz, retrocedió. Regina vivía ahí desde los veinte años y nunca había reparado en el espacio que daba abrigo a las dos mujeres, ni siquiera después del atardecer, cuando salió rumbo al supermercado. Para ser indigentes, su facha distaba considerablemente de la de un pordiosero. Aunque percibía cierto halo de tensión, las dos mujeres charlaban animadamente; incluso la más joven, al primer golpe de vista, parecía muy locuaz. Regina prosiguió su camino, excitada. Cuando se halló frente a la puerta del edificio donde vivía, pensó en sus hijos y en Javier, su marido. Clavó los ojos en la cerradura y se mordió los labios. Quizá para entonces ya sospechara —un presentimiento vago, ese sexto sentido femenino que lo dice todo pero no se puede traducir en palabras— y la imagen de las mujeres en la hoguera atravesó de punta a punta su curiosidad. Las llaves no aparecían. Era poco probable que las hubiese olvidado, mas no dejaba de ser una posibilidad. Tocó el timbre, pero nadie respondió. Aguardó largo rato y volvió sobre sus pasos. En la esquina había un teléfono público. Sin embargo, sus pasos se dirigieron hacia el recodo. Titubeó antes de aproximarse a la hoguera que provenía del hasta entonces inadvertido ángulo de la callejuela. —Espero no interrumpir —dijo con un hilillo de voz—, ¿de casualidad han visto a un hombre...? No terminó de formular su pregunta. Apenas sus palabras sorprendieron a las dos mujeres, la de mayor edad atajó a Regina, sin desprender su atención del corazón de la hoguera: —Así que tú también —el tono de su voz era de aflicción.

“REGINA “ VIVÍA AHÍ DESDE LOS VEINTE AÑOS Y NUNCA HABÍA REPARADO EN EL ESPACIO QUE DABA ABRIGO A LAS DOS MUJERES, NI SIQUIERA DESPUÉS DEL ATARDECER, CUANDO SALIÓ RUMBO AL SUPERMERCADO.”

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—Yo también... ¿qué? —replicó Regina, casi a la defensiva. —¡Te lo dije, bebé, te lo dije! —exclamó con ademanes de triunfo. La dama le devolvió una mirada severa y enseguida cambió su actitud—. Lo siento, no era mi intención —repuso la joven. Luego se puso de pie y sonrió con ternura. Cogió del brazo a Regina y la atrajo hacia sí, al filo del fuego. —Pobre niña mía —dijo la mayor, tendiéndole la mano. —Vamos, acércate a la hoguera, debes estar confundida —repuso la chica gótica y, sin soltarla, comenzó a explicarle la naturaleza de su nueva condición. Para mitigar la impresión o darle un sentido de realidad, le dijeron que no era la única, que no era su culpa, que como ella había miles por ahí, que unas tardaban más que otras en darse cuenta. Como si fuera víctima de algo y desconociera, o no quisiese reconocer, de qué. Regina escuchó en silencio, sin interrumpir, la mirada concentrada en el fuego crepitante. Las palabras de sus compañeras entreveradas en su cabeza se precipitaban hacia la nada como las llamas desde el corazón de la hoguera. De pronto dejó de escucharlas y entristeció, la certeza de no ser es demasiado para quien nunca ha sido nada. Al principio, porque luego experimentó una sensación de levedad que le devolvió algo de peso a su existencia, algo que no tenía y las cosas le parecieron más nítidas que un amanecer en altamar, a la deriva. GERARDO DE LA CRUZ (Ciudad de México, 1974) es escritor y editor. Es autor del volumen de cuentos A propósito del autor y de la novela La inacabada vida y obra de J. Chirgo.

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W I L L I A M B U R R O U G H S Y L A AYA H U A S C A

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

11 Por

CARLOS VELÁZQUEZ

@charfornication

W

illiam Burroughs, homosexual y adicto a la heroína, era un hombre que no trabajaba estrictamente con la materia literaria. Sus conocimientos abarcan una variedad de disciplinas tan distintas como impactantes. Su obra abunda en tópicos como la medicina, las adicciones, las relaciones sexuales psíquicas, la manipulación subliminal, el extermino del pensamiento racional, los alienígenas, etcétera, y sobre todo acerca del control que ejerce el gobierno sobre sus ciudadanos. Las cartas de la ayahuasca, o del yagé, es un libro que nace del dolor. Como casi toda la obra primeriza de Burroughs, el dolor aquí presente es intuitivo, primigenio, impulsado por la pérdida. Un entramado maligno que perseguiría al escritor durante toda su vida. No el dolor científico y cerebral que desarrollaría en obras posteriores como La máquina blanda o El ticket que explotó. El dolor original que le produciría asesinar a su esposa, se extendería a la muerte de su hijo por sobredosis, William Burroughs Jr., también escritor y adicto a la heroína como su padre, hasta la pérdida de Allen Ginsberg, el poeta beat del que estuvo enamorado toda la vida. Después de asesinar de manera accidental o no a su esposa Joan, y atravesar un proceso judicial corrupto, burocrático y leonino en la Ciudad de México, del cual escapó impunemente, Burroughs viajó a Sudamérica en busca de la planta alucinógena yagé. Según la mitología del control, a la cual era adepto, la ayahuasca,

AL PARECER SU EPISODIO CON LA MUERTE LE HABÍA RESULTADO ABURRIDO, PARA COMPENSAR, DECIDIÓ QUE NECESITABA UNA EXPERIENCIA TOTAL.

El sino del escorpión

utilizada principalmente por chamanes, producía una experiencia telepática. A su búsqueda la denominó la dosis definitiva. Al parecer su episodio con la muerte le había resultado aburrido, para compensar, decidió que necesitaba una experiencia total, reveladora. Pero si la muerte no te puede proporcionar esa necesidad, posiblemente nada podrá. Para un adicto como William, que lo había probado todo, ¿qué otra cosa podría resultar significativa que no fuera su propia muerte? El proceso que sufrió Burroughs para convertirse en escritor es único en la historia. Comenzó a escribir después de cumplir los cuarenta años. El paso en la conversión de adicto a escritor es el impacto que le causó la muerte de Joan. Tratada abundantemente en su novela Yonqui. Pero esta obra no sería suficiente para que su autor superara el suceso. Después vendría Marica y Las cartas de la ayahuasca. Este último la correspondencia sostenida entre Burroughs y Ginsberg en sus respectivas andanzas sudamericanas para la ubicación del yagé. Aunque el libro está firmado por los dos, el móvil son las obsesiones burroughsianas, al que el poeta llegó por contaminación, con una visión más orientalista y folky que la alegórica y definitoria perseguida por el novelista. De la totalidad de epístolas que incluye el libro, sólo dos son autoría de Ginsberg. Burroughs maneja en Las cartas de la ayahuasca un estilo seco, duro. En contraste con el experimentador del cut-up en que se convertiría después.

La droga, para Burroughs, era una causa. Sin embargo, durante toda su vida luchó por renunciar a ella. Tuvo sus primeros sacudidones con la heroína en 1944 o 1945, para cuando se lanza a la expedición por el yagé había padecido un periodo de yonqui de alrededor de ocho años, indicio de que sus intenciones eran desarrollar una conciencia psíquica más profunda. Toda su vida osciló entre el influjo y el no influjo de la heroína. De alguna manera toda su obra está afectada por la droga. Finalmente se rindió y fue un adicto casi toda su existencia. Quizá eso le garantizó la longevidad, moriría en 1997, a los 83 años de edad. Tal vez acuciado por la depresión que le causó la muerte de Allen Ginsberg unos meses antes. En 1953, año en que arranca de manera oficial su escrutinio de la selva colombiana y peruana en busca de ayahuasca, Burroughs había sobrevivido a dos sobredosis de heroína. Había asesinado a su esposa, sido encarcelado y sostenido más de quinientas relaciones homosexuales. Aún faltaban seis años para que publicara El almuerzo desnudo. Mientras tanto, nos legó estas cartas de la desesperación, del dolor, de la confusión, de la huida. Textos confeccionados desde zonas marginales, hechos por un Burroughs que no cesaba de quejarse de que jamás había tenido un reloj que funcionara. El pasado 5 de febrero se cumplieron 103 años del nacimiento de Burroughs y de sus libros, que se pueden entender como cartas de existencialismo extraterrestre. C

Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza

Liberales = conservadores EL ALACRÁN dejó su nido en la grieta del muro para trasladarse al ornamentado salón de eventos sociales de la Señora Academia —todo terciopelo, coñac y candelabros—, y desde la gayola del decimonónico teatro, observar la renovada retórica desatada por los autonombrados liberales de hoy en su esfuerzo por distanciarse o diferenciarse del conservadurismo. Debate teórico digno del siglo XIX, como si Díaz hubiera vuelto por sus fueros de la mano de sus intelectuales choznos. Discusiones de coctel y pista de baile, toreo de salón, boxeo de sombra, defensa con espíritu de cuerpo de la “comentocracia” poseedora de la verdad en la prensa y los medios, pero no en redes sociales. Estos intelectuales autodefinidos hoy como “liberales”, renovaron su credo a partir de los años noventa del siglo viejo para diferenciarse del “satánico” intelectual neoliberal. Pero el arácnido recuerda

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el viejo dicho: los conservadores van a misa de 7, los liberales a la de 12 y los neoliberales-neoconservadores le besan el anillo al Papa a la primera oportunidad. Unos y otros (con o sin el “neo”) han sido privilegiados tanto por los gobiernos del PRI como los del PAN, y desde hace un siglo son lo mismo. Ni los neoconservadores se diferencian ya de los neoliberales. Sus discusiones son retóricas, académicas o teóricas. No hay diferencias de fondo entre ellos. Tanto los conservadores como los liberales tienen años preservando sus privilegios y oponiéndose al cambio del status quo, reitera el escorpión antes de preguntar: ¿de verdad pensaron en el PAN como un cambio o siempre buscaron que sus privilegios no fueran afectados? Esos intelectuales liberal-conservadores de nuestras sociedades capitalistas dicen apoyar los principios mínimos del “liberalismo del nuevo siglo”: elecciones democráticas (¿no fraudulentas?), libertad de

prensa, reivindicación de los derechos de mujeres, indígenas y minorías; el matrimonio gay y su derecho a la adopción, el libre albedrío para consumir cualquier sustancia sin riesgo para los demás. Acaso también, expandiéndoles un poco la conciencia, acepten a regañadientes el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo. Pero este pseudo liberalismo tiene un límite: apoya y reconoce la posibilidad de cambiarlo todo menos un ápice del sistema económico dominante no obstante sus ineficiencias, estragos sociales y resultados en términos de precariedad económica e inequidad. Dentro del modelo neoliberal capitalista, ser conservador o ser liberal es lo mismo. Es sólo cuestión de matices, le recuerdan al venenoso ya en su nido, pues Obama parecía una palomita cuando en realidad era un halcón magnánimo, mientras Trump parece y es un halcón ruin. C

UNOS Y OTROS HAN SIDO PRIVILEGIADOS TANTO POR LOS GOBIERNOS DEL PRI COMO LOS DEL PAN.

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EL TEATRO DE LAS PALABRAS DE BORIS SCHOEMANN Actor, director, traductor y maestro de teatro, Boris Schoemann es uno de los principales ejes del teatro en México. Nació en París, Francia, en 1964, y llegó a vivir a México desde 1989. Se formó en la Escuela de Creación Teatral del Théâtre du Mantois. Desde 1999 formó su compañía teatral Los Endebles, con el Teatro La Capilla como sede. Schoemann no sólo ha representado a México en Nicaragua, Cuba, Canadá,

Japón, Rusia y Argentina, sino que desde hace quince años comenzó a legar una tradición en la traducción de dramaturgia contemporánea, trayendo a nuestros escenarios a autores franceses, canadienses, alemanes, italianos, marfileños, chinos y mexicanos como Bernard-Marie Koltes, Heiner Müller, Larry Tremblay y Wajdi Mouawad. Entre los reconocimientos que ha recibido se encuentran el premio al

mejor director de teatro de búsqueda de la Asociación Mexicana de Críticos de Teatro y la medalla de la Gobernadora General de Canadá por favorecer el desarrollo cultural entre México y Canadá. Sus montajes más recientes, Mi cena con André (Centro Cultural del Bosque) y La divina ilusión (Teatro Helénico) muestran los intereses estéticos y discursivos de Schoemann: un teatro vigente y moderno desde la tradición.

Por

ESGRIMA

¿Cuál es la apuesta de La divina ilusión? Es el último texto de Michel Marc Bouchard, un dramaturgo que he montado en diversas ocasiones en México, con textos y obras maravillosas como La historia de la oca, Los endebles, El camino de los pasos peligrosos, entre otras piezas muy bellas. De hecho, La divina ilusión fue un éxito en La Capilla el año pasado. Esta historia aborda la llegada de Sarah Bernhardt a Quebec en 1905, y a partir de este acontecimiento histórico el autor hace toda una fábula sobre el arte y el poder, la Iglesia, los grandes ejes del poder, finalmente, en aquella época. La llegada de esta actriz hace que explote todo este caldero: curas pederastas, mujeres y niños que mueren en condiciones insalubres. Es una maravillosa obra clásica, a pesar de que es contemporánea, ya que se estrenó en Canadá hace dos años. Algo importante en la dramaturgia de Michel Marc Bouchard es que sus temáticas siempre tocan mucho a nuestro país. Mi cena con André y La divina ilusión son desafíos del teatro desde el teatro. ¿Por qué interesarse en este juego escénico? Considero que últimamente nos hemos vuelto espectaculares, queremos apantallar en las escenas. Yo monto obras a partir de las poéticas y las temáticas, busco que los autores me gusten, y éste es el caso del dramaturgo quebequense. Mi cena con André parte de una película de culto dirigida por Louis Malle, un director francés que vivió una parte de su vida en Estados Unidos y que con dos actores y dramaturgos norteamericanos realizó esta película. El guión de dicha cinta es tan interesante y tan bello que a más de treinta y cinco años de haberse realizado permanece más vigente que nunca, y por eso se nos antojó: Juan Manuel Ulloa me hizo la propuesta de coactuarla y codirigirla. Ahí se vive lo más antiteatral posible, porque se trata de una cena entre dos amigos que no se han visto en mucho tiempo, y hablan del amor, de la vida, del teatro, de la muerte, de las temáticas

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ALICIA QUIÑÓNES importante en estos días, es parte de lo que abordo en mis trabajos tanto para niños como para adultos.

que podemos tener a la mano, e invitamos al público a tomarse una copa con nosotros. El espacio está instalado como si ellos estuvieran en el centro del restaurante. Parte de la reflexión de esta obra es la de cómo no caer en un teatro obsoleto. ¿Cómo puede evitarse? Uno de los textos maravillosos ahí es cuando se habla de que Grotowski dejó el teatro porque él sentía que la gente representaba su vida tan bien que el teatro se volvía superfluo e incluso, a veces, obsceno; esta es una parte muy violenta y muy divertida porque frente a tanta teatralidad (con los políticos, por ejemplo), te pones a pensar en dónde está la teatralidad ahora, y te cuestionas quién es más teatral, nosotros, los teatristas o ellos. Hacia dónde llevar el teatro es una pregunta de todos los tiempos, y creo que con todos los avances tecnológicos hay que preservar la palabra, y la posibilidad de escuchar, que es lo que estamos reivindicando con esta puesta, porque ahora ya sólo nos comunicamos a través de pantallas, a través de mensajes cortos y no tenemos tiempo de reflexionar. A través de la conversación de otros, de la vivencia de otros, también vemos reflejadas las nuestras, y de eso habla el teatro justamente. Mucho de su teatro se conecta con la tradición y con guiños intelectuales: Chéjov, por ejemplo. Todas las vanguardias se tienen que definir a partir de algo. Sabremos más de nuestras búsquedas si estudiamos las anteriores, y podremos evitar la creencia de que estamos inventando el hilo negro: todo esto se desarrolló hasta el extremo en los años sesenta y setenta, cuando se vivía una crisis de libertad, la cual está absolutamente en riesgo hoy en día. Aunque mis obras tienen referentes históricos me importan más las temáticas y las poéticas mismas, y cómo escriben los autores para tocar las fibras de los espectadores. Toda esa temática que habla de la tolerancia, tan

CON TODOS LOS AVANCES TECNOLÓGICOS HAY QUE PRESERVAR LA PALABRA, Y LA POSIBILIDAD DE ESCUCHAR, QUE ES LO QUE ESTAMOS REIVINDICANDO CON ESTA PUESTA. ”

¿Cómo ha enfrentado el desarrollo de la ahora tradición de la traducción teatral? Es un trabajo de ida y vuelta que me encanta hacer. He traducido a autores extranjeros y mexicanos. Y estar tan cerca de ellos me permite acercarme más. La traducción transforma nuestra relación en algo más cercano, particularmente con los autores canadienses. Me encanta la dramaturgia contemporánea, y gracias a que podemos publicarlos es que ahora los textos son montados en México y América Latina. Ha vivido el teatro desde todas sus áreas. ¿Qué retos tiene ante todo este conocimiento? Que no nos vayamos por el modelo de producción en detrimento de la calidad, o que no favorece el crecimiento de los proyectos culturales asentados en sus comunidades, sino por las obras que aportan algo y benefician al público. Arte digital > Luís de la Fuente > La Razón

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