El Cultural 149

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CARLOS VELÁZQUEZ

TOM WOLFE, EL CANALLA ELEGANTE

ALEJANDRO DE LA GARZA

CASA PROPIA PARA LA CULTURA

ESGRIMA

MARUJA DAGNINO

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S Á B A D O

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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

MARIHUANA EN MONTEVIDEO R AMIRO SANCHIZ

TERCIA DE

WILD WILD COUNTRY

RELIGIONES QUE DESTRUYEN ROGELIO GARZA

Arte digital > Staff > La Razón

CRÓNICAS

CIUDAD DE MÉXICO

TERMINAL PANDEMONIO EDUARDO H. G.


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Género privilegiado por su capacidad de adoptar voces y visiones múltiples, de incluir a su paso el caudal de acontecimientos, situaciones, perspectivas de las sociedades y sus individuos en acción, la crónica narra los hechos y los filtra desde una mirada personal que acude a todos los recursos y a la vez disuelve las fronteras entre literatura y periodismo. Tres ejemplos inician esta edición de El Cultural: testimonios que evidencian tanto la diversidad como los contrastes de la sociedad humana en la segunda década del siglo XXI.

Marihuana en Montevideo

CU EN TOS DE V IE JOS U RUGUAYOS RAMIRO SANCHIZ

A

mediados de los años noventa el poeta y académico Hugo Achugar publicó un ensayo titulado La balsa de la Medusa. Más allá del título apocalíptico —tomado del célebre cuadro de Géricault (y los infortunados marineros representados)—, el libro de Achugar buscaba, en la tradición de Carlos Real de Azúa en El impulso y su freno y de Mario Benedetti en El país de la cola de paja, ofrecer algo así como una radiografía de la manera en que los uruguayos venimos construyendo nuestra identidad en los últimos dos siglos. Y junto a la idea del “país petiso” (como se refiere Achugar al país pequeño y al “paisito” de los lugares comunes uruguayos), permanentemente acomplejado por su tamaño en comparación al de los vecinos Argentina y Brasil, aparece también ese extraño orgullo uruguayo de creerse más civilizado, más “europeo” (“la Suiza de América”, como se decía a mediados del siglo pasado) e incluso más progresista. Mejor, en una palabra, que el resto de América Latina. Delirios (y delirios racistas en muchos casos), pero, a la vez, algo de cierto hay. Y lo digo desde mi rechazo visceral al nacionalismo uruguayo o a todo nacionalismo. Es decir: está claro que cada cultura y cada nación se representa a sí misma como puede y como quiere, y que hasta cierto punto ahí se queda atrapada, pero sería una tontería pasar por alto algunos hechos históricos: así, en el periodo conocido como la “era batllista” (1903-1919) cristalizó en el territorio uruguayo un estado de bienestar integrador y laico, cercano al socialismo, entre cuyos hitos hay que recordar la ley que limitó la jornada laboral a ocho

horas, prohibió el trabajo de los menores de trece años e implementó un día de descanso obligatorio a la semana (1911), la ley de divorcio que incluyó la posibilidad de disolver un matrimonio por la sola voluntad de la mujer (1912) y la separación de la Iglesia y el Estado (1917). Estos logros pusieron a Uruguay a la vanguardia de América Latina en cuanto a derechos civiles y, para bien y para mal, forjaron el carácter esencial del estado uruguayo (democrático, republicano, tolerante, conservador y mesocrático) de manera todavía vigente hoy en día. Entonces, más o menos cien años después, los primeros gobiernos de la izquierda reunida bajo el Frente Amplio (partido que en su creación en 1971 reunió a no pocos políticos que sentían que el partido tradicional de Batlle y Ordóñez, el Colorado, ya no respondía a los códigos progresistas de comienzos del siglo XX y, por tanto, buscaron proseguir el legado batllista en alianza con el socialismo y otras fuerzas de izquierda) aportaron nuevos avances: la despenalización y regulación del aborto (2012), la legalización del matrimonio homosexual (también 2012) y, de manera quizá más espectacular en un contexto ya global, la legalización y regulación de la producción y venta de marihuana. La ley se aprobó el 20 de diciembre de 2013 y tardó más o menos cuatro años en llevarse a la práctica, de modo que fue en julio de 2017 que los uruguayos vivimos ese momento acaso histórico en que fue posible por primera vez entrar a una farmacia y comprar (por aproximadamente seis dólares) una bolsita con diez gramos de marihuana cultivada y vendida por el Estado.

A HORA UN FLASHBACK. Corte a algún momento de mediados de 1997. Yo tenía dieciocho años y estudiaba filosofía en la Universidad de la República. Una noche, uno de mis grandes amigos de toda la vida, Adrián, me invitó a ver la recién estrenada Trainspotting. Cuando salimos del cine, completamente enloquecidos con la película, manejamos hasta la rambla (como llamamos los montevideanos a la costanera o malecón de la ciudad) y nos pusimos a tomar unas cervezas y escuchar música. Entonces, a la mitad de la segunda cerveza, apareció un porro, como si Adrián hubiese hecho un pase de magia. No podía negarme. Claro que no. Salimos del auto y bajamos a fumar entre las rocas, lejos de la gente que pasaba por la rambla; Adrián ya había fumado un par de veces días atrás, pero para mí era algo nuevo y, quizá en la estela de la película que habíamos visto, lo sentí como una provocación. Me tenía que animar. Así que fumamos y volvimos al auto, donde nos quedamos más o menos encerrados, fagocitados por la música, hasta que a Adrián se le pasó el efecto lo suficiente como para manejar más confiado. Esa noche fue un punto de inflexión en mi vida. Es cierto que reescribimos nuestra historia personal todo el tiempo y que nos contamos el pasado —una vez más, como los países, como las naciones— de la manera que más nos conviene, pero aquellas sensaciones despertadas por la música y cierta revolución en la manera de percibir el tiempo abrieron, qué duda cabe, una grieta en mi cráneo; tan es así que todo lo que vino después, en los cuatro o cinco años siguientes en términos de descubrimiento de arte y de experiencias

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de vida podría ser de alguna manera u otra rastreado o conectado a ese momento. Con Adrián nos hicimos usuarios asiduos de la marihuana. Como el que la compraba era él, yo, en esa primera instancia, fumaba solamente cuando salíamos por ahí. Y eso, por cierto, empezó a volverse regular. Todos los viernes nos tomábamos un ómnibus hasta el barrio de Pocitos y allí, por sus callecitas a menudo desiertas a esa hora, fumábamos y conversábamos sin parar. En esos momentos pensé, concebí y articulé en voz alta no hay manera de saber cuántos cuentos y novelas; ahí urdimos teorías conspiranoicas y comentamos interminablemente los discos y libros y películas que nos fascinaban. Era cuestión de caminar y hablar, sin parar; era mi monólogo y luego el suyo, y luego de nuevo el mío, pero la escucha del otro, en virtud de quién sabe qué telepatía cannábica, era una forma de combustible. En mi caso podía pasarme el resto de la semana anotando aquellas ideas (y las percepciones: los grandes árboles en la noche serena, la presencia abrumadora y majestuosa de las aguas del estuario, el muro de edificios de la rambla, las luces, las pequeñas escenas domésticas entrevistas en las ventanas) y escribiendo lo que había creído vislumbrar, tanto que a veces, al viernes siguiente, retomábamos la conversación en el lugar donde la habíamos dejado la semana anterior. Y yo, a todo momento, percibía a Adrián como un roedor. No porque tuviera una idea negativa de mi amigo: por el contrario, en pocas personas he confiado tanto como confío en él todavía hoy, pero había algo en la manera en que se movía Adrián por aquellas calles que me activaba la visión de una paranoia ratonil, del movimiento de un animal que se sabe perseguido y aprovecha los vericuetos del espacio para incorporarlos a las costumbres de su cuerpo. Yo, en cambio, que siempre he sido ingenuo o estúpido para tantas cosas, caminaba derecho, moviendo los brazos, gesticulando, casi gritando a veces, en entusiasmo; él, mientras, me pedía bajá la voz, no te muevas tanto, ojo que nos van a ver. La rutina era, ante ciertos signos (autos, gente que Adrián calificaba de “sospechosa”, esquinas especialmente iluminadas), soltar en algún lugar reconocible la bolsita con la marihuana, dar una vuelta por aquellas calles (en las que yo no podía sino perderme y mi amigo se orientaba a la perfección) y volver a recogerla, ya a salvo por un rato. Yo le creía toda la paranoia, porque sabía que Adrián era más street wise que yo, pero a veces dudaba de sus historias de policías de narcóticos,

aquellos agentes de la ley hipercamuflados con trajes como los que describió Philip K. Dick en Una mirada a la oscuridad. Y cada vez que sentía de alguna manera tocar el mundo mental de mi roedor, esa era la sensación: un mundo de vigilancia, de camuflaje, de maquinarias represoras que esperaban en cada esquina. ¿De dónde había sacado Adrián esa idea, ese estado? En rigor, no era difícil fumar un porro en Montevideo a fines de los años noventa. Era ilegal comprar y vender, por supuesto, pero el estatus legal del consumo nunca estuvo claro. Y debo añadir que la marihuana no tuvo nada que ver en todas las ocasiones en que fui detenido por la policía —oh, bueno, no fueron tantas. Es cierto, a la vez, que no viví los ochenta. Tampoco viví la oscurísima época de la dictadura cívico-militar (1973-1985), pero si hubiese escarbado un poco en el punk posdictadura (y digo hubiese porque entonces no me importaba para nada lo que había pasado por rock en Uruguay antes de 1995), tan marcado o arrasado por el pospunk más monocromático y manchesteriano, ese mundo que yo percibía en los movimientos de mi amigo Adrián se hubiese desplegado ante mis ojos como en un libro pop-up kafkiano o, mejor, ballardiano. Claro que sí. Y algunas cosas llegaban: aquellas extrañas leyendas de los que habían sido detenidos durante la dictadura por fumar marihuana y arrojados a los peores manicomios de la ciudad, verdaderos infiernos en la sabiduría urbana pop, pozos de los que emergieron rotísimos para después arrastrar sus osamentas por las calles de Montevideo —entonces te los señalaban, ahí pasaban fulano o mengano, invariablemente vestidos de gris ratonil, ya carcomidos por el roedor interior, y daban miedo. Estaban también las historias de las razzias de los años ochenta, cuando cualquiera (cualquier joven, mejor dicho) podía ser detenido porque sí, llevado a alguna seccional de policía y arrojado a un calabozo para pasar una noche de humillación y golpizas, todo agravado si llevaba el pelo largo, si usaba ropa llamativa (Uruguay te impone el gris percudido, gastado por los milenios) y, por supuesto, si olía a marihuana. También fue fácil comprender que había operado, como una amenaza persistente, una gerontización de la sociedad, una marea imparable de conservadurismo exacerbado en el arte y la cultura en general, desde la que muy pocos (Gustavo Escanlar, Gabriel Peveroni, bandas como Los Estómagos, Los Tontos y Los Traidores, el movimiento under de ciencia ficción y fantasía, la movida alternativa de la poesía) lograron despegarse. Pero, incluso como cosa sabida, nada

“EN “ RIGOR, NO ERA DIFÍCIL FUMAR UN PORRO EN MONTEVIDEO A FINES DE LOS AÑOS NOVENTA. ERA ILEGAL COMPRAR Y VENDER, POR SUPUESTO, PERO EL ESTATUS LEGAL DEL CONSUMO NUNCA ESTUVO CLARO.”

03 Foto > lamarihuana.com

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de eso sostuvo relación alguna con mi vida a fines de los noventa. Quizá porque yo respondía a otros códigos. El neoliberalismo que marcó esa década en el Río de la Plata terminaba de organizar un paisaje montevideano diferente: habíamos heredado —de ahí le vendrían las paranoias a mi amigo— cierta sensibilidad de la generación anterior, esa que sí sufrió los ochentas, pero en nuestro individualismo y desdén por todo lo “uruguayo” —en especial la detestable cultura oficial: el carnaval y el folclore más rancios y el llamado “canto popular”, contra lo que oponíamos la cultura under: la ciencia ficción, la fantasía, una mezcla algo extraña de rock clásico y reciente, la entonces apenas explorada música electrónica, los videojuegos— encontramos sin saberlo una manera de esquivar los influjos más negativos, las miasmas uruguayas, porque creíamos que esas cosas que contaban los “viejos” no iban a tocarnos. Y, por tanto, terminaban como no otra cosa que eso tan pintoresco y patético de los cuentos de viejos, por más que eran viejos de treinta y nosotros teníamos dieciocho o diecinueve. Eran leyendas ya resecas, cuentos del folclore. Y nosotros creíamos estar en posesión de un futuro: no ya parados en ese futuro, pero sí en camino. Sí en presencia de su visión. Little did we know.

Por cierto, había muy poca variedad RAMIRO SANCHIZ (Montevideo, Uruguay, 1978) es periodista, crítico cultural y narrador. Ha escrito las novelas La vista desde el puente (2011), El orden del mundo (2014, Premio Nacional de Literatura 2016), El gato y la entropía #12&35 (2015), Las imitaciones y Verde (ambas de 2016). También ha participado en varias antologías de cuento como Buenos Aires próxima (2014) y Lima imaginada (2016).

en la experiencia psicodélica montevideana. En cuanto a la marihuana, al menos, porque los neohippies tenían sus hongos en la utopía del remoto este atlántico y todos los hijos culposos de la clase media alta habían viajado a México y vuelto con historias más o menos verosímiles de experiencias con el desierto y el peyote; el ácido (la tripa, decíamos) pasaba por una etapa —en su evolución química— dominada por un porcentaje demasiado alto de anfetaminas, y esa conciencia neohippie un poco a la moda insistía, intransigente, con que había que volver a lo natural. Yo, como buen remanente del ciberpunk rioplatense de mediados de los noventa, amaba todo lo sintético y la poesía neuroquímica de cromo ardiente, pero lo mío, ya para entonces, no era el signo de los tiempos. Estaba la merca, por supuesto, pero ahí no participaba la cosa psicotrópica, o lo hacía de un modo más retorcido, y muchos no pasamos —en ese momento— de fumar un par de nevados (marihuana con un poco de cocaína) y andar por ahí con la boca


“EL “ PRENSADO PARAGUAYO ERA UNA COSA MACIZA Y SECA HECHA DE HEBRAS COMPACTADAS QUE EN ALGÚN MOMENTO DE LA EVOLUCIÓN DEL PLANETA TIERRA Y SU BIÓSFERA DEBIERON PERTENECER AL MUNDO VEGETAL.” entumecida y una dureza resquebrajada en el sistema nervioso. Quiero decir que en la Montevideo de 1997, 1998 o 1999 sólo había una variedad de marihuana. Y era espantosa. Lo llamábamos (y lo seguimos llamando) el prensado paraguayo, porque... bueno, porque venía de Paraguay, se decía, y era una cosa maciza y seca hecha de hebras compactadas que en algún momento de la evolución del planeta Tierra y su biósfera debieron pertenecer al mundo vegetal. Era, supongo, como fumarse un fósil: los usuarios más experimentados, que habían sabido de cogollos (así llamamos en Uruguay a la flor de la cannabis) y hojas frescas, porque tenían amigos que cultivaban en secreto, insistían con el gusto, pero para los que sólo teníamos el prensado, el gusto era lo que había que olvidar. Muchas veces incluso te vendían algo que simplemente no era marihuana, o tenía un 10 o 15 por ciento de marihuana. Y se multiplicaban los rumores acerca del proceso de “curado”, de las técnicas y las sustancias involucradas, desde queroseno hasta orina y cosas peores que, decía el neohippie de turno, se te metían en la mente. Curiosamente, nadie decía que aquello también se te metía en el cuerpo. Cuestión de prioridades, supongo. La literatura y el cine nos hablaban y siguieron hablando de las variedades de la planta: Black Widow, Neville’s Haze, Niña, Critical Mass, Organge Bud, Jack the Ripper... pero en cuanto a nosotros, apenas el prensado paraguayo. Y no es que tenga algo contra Paraguay, pero aquello era básicamente horrible. Después llegó el nuevo milenio y las cosas empezaron a cambiar. Por ejemplo, fue haciéndose oír más y mejor la acción colectiva de distintos grupos que reclamaban formas de despenalización del cultivo y regulación del consumo; poco a poco, incluso, parecía que aquellas viejas actitudes ochenteras o noventeras estaban relajándose, y pronto se volvió común caminar por 18 de Julio o Bulevar Artigas (calles emblemáticas de la ciudad) y cruzarse con pibes que andaban por ahí fumando o incluso pasaban el rato en algún banco de plaza. Hasta mi madre aprendió a reconocer el perfume, vamos. Un momento de especial importancia sucedió el 3 de mayo de 2008, cuando se celebró la edición local del Día Mundial por la despenalización de la marihuana. En algún momento de la noche subió a escena el escritor Jorge Alfonso a leer algunos de sus textos y, de paso, presentar su recién publicado Porrovideo, un compilado de cuentos que cambió la narrativa uruguaya o, si nos queremos poner más cuidadosos o conservadores, se colocó a la vanguardia

de un proceso de renovación que afectaría tanto a la literatura como a la crítica. Porrovideo configuraba una nueva representación de la ciudad, alejada tanto de los tópicos clásicos del viejo Canto Popular de los ochenta como del marasmo gris sesentoso a la Mario Benedetti, a la vez que aprovechaba y resignificaba lugares comunes de lo montevideano como el candombe; en rigor, entonces, tenía más que ver con eso —o al menos pronto adoptó ese lugar en un proceso posible de la literatura uruguaya— que con la primera parte del título, pero fue el porro lo que llenó los pulmones de la escena cultural uruguaya, y Alfonso se convirtió en algo así como la primera estrella literaria pop de su generación. El propio Jorge (ahora melómano, budista, vegetariano dedicado a su propio jardín, parcialmente ágrafo para disgusto de quienes apreciamos su literatura) cuenta en una nota que publicó en el número 54 (septiembre 2017) de la revista Lento cómo, contra lo que podía haber esperado, se convirtió en una cara visible —al menos desde la cultura, desde la literatura en particular— de ese movimiento entonces no del todo coagulado ni organizado pero cuya gravitación ya podía sentirse. Y su experiencia, que cuenta en el artículo mencionado (“Están hablando del faso”; se puede encontrar en Flickr), termina concluyendo la necesidad de la regulación o postulando eso que tantos decíamos y repetíamos: que la legalización iba a terminar con los problemas de la distribución ilegal, de la mala o malísima calidad del producto, de la criminalidad vinculada. Otra fecha de importancia es el 19 de junio de 2012, cuando se anunció que el gobierno impulsaría el debate por una ley de legalización y regulación de la marihuana, en gran medida como manera de combatir el consumo y tráfico de drogas duras, en particular la pasta base de cocaína. Los colectivos que venían trabajando por la legalización respondieron de inmediato con la propuesta del autocultivo, que veían como la mejor opción disponible. El debate siguió hasta el 4 de julio del año siguiente, cuando la Comisión de Adicciones de la Cámara de Diputados aprobó un proyecto de ley primario en el que ya se estipulaban cuotas máximas de consumo y la posibilidad del cultivo personal o en el contexto de un club; esto permitió que la cámara completa aprobara el proyecto el 31 de julio (50 votos a favor, 46 en contra y tres

ausencias) y lo enviara a la Cámara de Senadores. Finalmente, el 10 de diciembre el proyecto quedó aprobado en el Senado (16 votos a favor, 13 en contra) y la ley fue promulgada por el Poder Ejecutivo el 24 de diciembre, con el consiguiente “decreto de implementación” publicado en mayo de 2014.

Después de aquel primer día de venta en las farmacias, han aparecido por todos los rincones de la Montevideo más céntrica comercios dedicados a la parafernalia hemp y a las técnicas del cultivo, a la vez que se mantiene parejo el nivel de consumo en las (lamentablemente todavía pocas) farmacias que venden la planta. Conviene, entonces, aclarar algunos puntos: Primero: No todas las farmacias venden marihuana en Uruguay. Son hasta la fecha apenas doce en todo el país, cinco de ellas en Montevideo. Por tanto, las compras implican filas larguísimas y esperas de no pocas horas. Segundo: Para comprar hay que ser ciudadano uruguayo y estar anotado en el registro nacional de usuarios de cannabis. Esto, que para muchos fue al principio algo así como el lado oscuro —¡Orwell! ¡distopía! ¡control!— de la ley de legalización y regulación complica las cosas para los turistas, y no son pocas las voces que han sonado por ahí en un intento de modificar la legislación en un futuro cercano. En cuanto a la información del registro, después se estableció que es virtualmente inaccesible y que el registro obedece apenas a la necesidad de regular la cantidad máxima disponible para cada usuario: en una semana, diez gramos. Por supuesto, no faltan los conspiranoicos, esa región de la mente colectiva por la que todos pasamos tarde o temprano; después de todo, ¿quién puede confiar en el Estado? Tercero: Hay cuatro variedades disponibles, y ninguna de ellas podría competir en un posible certamen de intensidad del efecto. Las primeras a la venta, Alfa I y Beta I, tienen apenas 2 por ciento de THC (el componente más psicoactivo de la química del cannabis) y se sumaron hace poco Alfa II y Beta II, con 9 por ciento. Las alfa (I y II) son clones de un híbrido con 65 por ciento de la variedad índica y un 35 por ciento de sativa, mientras que las beta (también I y II) invierten la proporción. En otras palabras: como decimos acá en Uruguay, pega poco. Es, en cualquier caso, una mejora más que notoria en cuanto a calidad si lo pensamos en relación al prensado paraguayo: las bolsitas Foto > primicias24.com

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Foto > puntoapunto.com.ar

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ziploc que venden en las farmacias son ante todo cogollo o flor; ya no fósiles sino, bueno, eso, plantas. Cuarto: Además del circuito de las farmacias es posible cultivar (previo registro como autocultivador en el Instituto de Regulación y Control del Cannabis) hasta seis plantas por persona registrada, de lo que se supone una producción de 480 gramos anuales. Lo cual es bastante poco, pues lo que se obtiene suele rondar fácilmente los dos kilogramos. De hecho ya se han escuchado casos de allanamientos policiales, que parten de una supuesta denuncia y confiscan todo el “excedente” de esos 480 gramos, y quienes han recurrido al mencionado Instituto de Regulación para saber qué hacer con lo que “sobra” no han salido con respuestas claras. Otra opción para consumir son los “clubes de cannabis”, donde hasta cuenta y cinco miembros pueden reunirse para plantar y cosechar (una vez más, el tope son 480 gramos anuales por socio del club). Quinto: Toda vía de compraventa distinta a las tres aceptadas (farmacias, autocultivo, clubes) es ilegal. Sexto: Es ilegal consumir (fumar, ingerir, etcétera) en espacios cerrados para uso público y de trabajo (incluyendo taxis, autobuses, uber, así como espacios de enseñanza y del área de la salud), durante la jornada laboral (se especifica: durante todo el tiempo en que el trabajador se encuentre a la orden del empleador). Séptimo: Las semillas para el autocultivo (y los clubes) han de provenir de las dependencias del Instituto de regulación. Por ejemplo, no es legal la iniciativa personal de viajes al exterior (o experimentos de hibridación) en busca de nuevas variedades y el ingreso a territorio uruguayo con semillas. Octavo: Está prohibido publicitar la venta de marihuana; el Estado uruguayo regula y legaliza, pero notoriamente no fomenta el consumo.

El panorama es, entonces, un poco más complejo que decir la marihuana es legal en Uruguay. Lo es, en líneas

“EL “ GOBIERNO PARECE VACILAR ENTRE UNA LEY APROBADA EN EL PARLAMENTO Y PROMULGADA POR EL PODER EJECUTIVO, EN PLENA SOBERANÍA DEL ESTADO URUGUAYO, Y UNA SERIE DE IMPOSICIONES DE ORIGEN EXTRANJERO.”

generales, pero esa otra parte de la ley —la “regulación”— es la clave. Quiero hablar claro: entiendo, como muchos uruguayos, que esta ley es un paso adelante y que, por supuesto, mejora notoriamente todos los aspectos de la situación anterior. Pero esto no quiere decir que no haya todavía esquinas incómodas y, sobre todo, asuntos a resolver con más y mejor legislación. Depende de todos los uruguayos interesados en el tema (consumamos o no: yo hace ya algunos años que he reducido mi consumo de marihuana a casi cero) hacernos oír y accionar nuestras inquietudes. En su momento las objeciones se centraron en el registro de usuarios. Leamos el ya mencionado artículo de Jorge Alfonso: ¿Acaso hay que registrarse para comprar una botella de whisky en el supermercado, una caja de cigarrillos en el kiosco? [...] En fin, aunque no me gustaba para nada el tema del registro, acepté esa imposición. ¿Por qué? Porque los beneficios de adquirir la marihuana estatal son incontables si se los compara con la imprevisible experiencia de comprar en el mercado negro. Un problema más a todas luces “real” fue el de las farmacias con cuentas bancarias internacionales. En línea con las políticas antidroga de Estados Unidos, esos bancos amenazaron con cerrar las cuentas de los establecimientos que vendieran marihuana, y el resultado fue que cuatro de las dieciséis farmacias originalmente autorizadas para la venta renunciaron a esa distinción. El tema entromete sensiblemente al gobierno, que parece vacilar entre una ley aprobada en el parlamento y promulgada por el Poder Ejecutivo, en plena soberanía del Estado uruguayo, y una serie de imposiciones de origen extranjero. De todas formas, se prevé para 2018 un llamado a más farmacias que se muestren interesadas en vender marihuana. Si esto efectivamente se produce y aumenta el número de puestos de venta, sin duda empezarán a resolverse los problemas de espera y desabastecimiento, que hasta la fecha han significado una molestia (por no decir una traba) para nada deleznable. Estas molestias, entonces, más el hecho de que los turistas no puedan comprar y la complicada cuestión del excedente de producción de aquellos que se anotaron como autocultivadores, empiezan a facilitar la aparición de un nuevo mercado alternativo (por no decir “negro”, pero evidentemente ilegal) que vuelve sin duda más compleja la relación de los uruguayos con la marihuana.

Queda por investigar el efecto de la legalización y la regulación en la sociedad, cosa que por supuesto excede tanto el objetivo de este artículo como mis capacidades. Jorge Alfonso contó en su crónica citada que el día de la apertura de la venta, apenas regresó con su bolsita de marihuana legal y comprobó que efectivamente pegaba, escribió un post en su muro de Facebook para comentar el aconteci-

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miento y su entusiasmo al respecto. La publicación no tardó en viralizarse, hasta el punto que pronto se convirtió en algo así como un foro tanto sobre la legalización y sus detalles concretos como sobre el tema más amplio del consumo de marihuana y las drogas en general. No sorprendió a nadie que buena parte de las voces que se sumaban eran extremadamente críticas y no menos ignorantes, casi todas entonando variaciones de la idea de que es lo mismo fumarse un porro que estar al borde de la muerte por una sobredosis de heroína. Parece una perogrullada, pero la sociedad uruguaya está dividida en dos mitades también en este aspecto, y las posturas empiezan a radicalizarse. Quienes están “en contra” de la legalización y del consumo de marihuana recurren a argumentos cada vez más tremendistas y desinformados tanto cultural como científicamente, a la vez que la visión de la marihuana como panacea para todos los problemas de la humanidad parece alinearse a las subculturas veganas o vegetarianas y a una suerte de brote de espiritualidad y religiones no organizadas. El propio ex presidente José Mujica se ha sumado a esta polarización; pese a que fue durante su administración que empezó a caminar la ley de legalización y regulación, el antiguo guerrillero devenido filósofo pop declaró que aquel primer día de venta más que una jornada para la historia fue una “para la historieta” y que había que “avivar” (en jerga uruguaya “hacer entender”) a los posibles consumidores que no se dejen “tragar” por el hábito (la “adicción”, en términos de Mujica). ¿Somos los uruguayos, entonces, tan progresistas, abiertos y civilizados, al menos tanto como nos creemos? Quizá la legalización y regulación de la marihuana termine por hacernos enfrentar algunas verdades incómodas, pero mientras tanto podemos fumar un producto de mejor calidad y olvidar aquellas paranoias ratoniles de mi querido amigo Adrián. O, mejor dicho, no sé si cambiará la cabeza de mi generación, pero está claro que los más jóvenes empiezan a acceder de manera más cómoda a formas de cultura alternativa tradicionalmente difíciles o incluso inaccesibles en Uruguay, y que muchas de nuestras viejas historias pronto tendrán un sentido muy distinto, más generacional, más remoto, el de las leyendas y la picaresca del folclore urbano y los cuentos de los viejos, que ahora somos nosotros: casi tanto como si le contara a mi hija acerca de rebobinar un casete con un bolígrafo o esperar hasta los domingos para que uno de los cuatro canales de televisión pasara la película que estamos esperando con el VHS listo para grabar. ¿Es ésta una trémula visión de futuro que Uruguay, como es su costumbre, se encargará de negar a su progenie? ¿O vivimos, por suerte, en un mundo radicalmente distinto al de los ochenta y noventa, tanto que ya no importa lo que quiere imponerse desde ese pliegue incómodo que llamamos Uruguay? Veremos. Para repetir un cliché: sólo el tiempo lo dirá. C


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A partir de la teleserie Wild Wild Country, estas páginas despliegan una crónica familiar en retrospectiva y un registro de la manera en que se encumbran algunos falsos líderes espirituales. Con ellos proliferan sectas y seguidores no sólo engañados sino también estafados o explotados en función de su fe y consecuente obediencia. Un fenómeno que dibuja con claridad una época de incertidumbre, bajo un estado de ánimo dispuesto a la devoción en busca de soluciones milagrosas, o bien de respuestas que confieran sentido a la propia existencia.

R ELIGION ES QU E DEST RU Y EN ROGELIO GARZA

W

ENTRE EL OPUS DEI, SAI BABA Y LOS TESTIGOS DE JEHOVÁ Durante las décadas de 1970 a 1990 la configuración religiosa de mi familia paterna y materna era más o menos así: 35 por ciento de católicos radicales del Opus Dei, 30 por ciento de seguidores de Sai Baba, 30 por ciento de fanáticos Testigos de Jehová y 5 por ciento de rockeros e independientes, quienes encima tuvimos que enfrentar a la Iglesia Cristiana Maranatha y su cruzada contra los mensajes ocultos en nuestros discos favoritos. Hermanos y primos crecimos en medio de esta guerra santa por nuestras almas en el interior de ambas familias, tan unidas porque somos del mismo pueblo. Una locura. Los dos clanes se fracturaron desde sus núcleos y algunas relaciones se perdieron. Desde entonces supe que lejos de contribuir a la unión y respeto entre las personas, las religiones destruyen familias y comunidades y sociedades y países. Así fue la irrupción de la secta de

chocolates, con eso se iba la otra mitad del año a meditar. En ese tiempo, tíos y tías, primos y primas, fueron con ella a conocer al swami [amo, señor, dueño]. De pronto hubo un éxodo de ambas familias y algunos se quedaron definitivamente a vivir con Sai Baba durante diez, quince, veinte años. Hubo parientes que tuvieron familia allá con otros seguidores o que compraron propiedades. A veces venían con las maletas cargadas de mercancía para vender (ropa, telas, artesanías, madera aromática, joyas, maquillajes) e historias extrañas sobre la vida en la comunidad y sus encuentros con el swami. Allá todos vivían con la esperanza de tener un encuentro privado y estar en presencia del santo viviente. Después de soplarles un polvo que se despachaba en la palma de la mano (vibhuti o ceniza sagrada), les “materializaba” joyas de oro ante sus ojos azorados. Las presumían orgullosos: esta medalla es sagrada, la materializó swami para mí con la materia prima del Universo, el amor. Y se iban de nuevo a buscarse y a reencontrarse a Puttaparthi, al santuario de Sai Baba. No había conflicto religioso porque el gurú no condicionaba que cambiaras ni que abandonaras tu religión para seguirlo, entonces podían venerar a la Guadalupana y al Baba por igual. Tampoco se cansaban de invitarnos. Pero nunca nos cuadró su onda, a mi madre menos porque ella en esos años se metió al Opus Dei y todo aquello le parecía condenable. Sai Baba se mostraba como un santo en sandalias y túnica naranja, con afro y expresión de beatitud, pero estaba hundido en una fortuna incalculable. Puros donativos en dinero, joyas, oro y coches como el Rolls Royce que un árabe le regaló. Era un hombre santo, intocable para cualquier autoridad terrenal o Foto > Especial

ild Wild Country, la serie documental en Netflix dirigida por Chapman Way y Maclain Way sobre la secta fundada en los ochenta por Bhagwan Shri Rajneesh, conocido como Osho, y su asistente Ma Anand Sheela, es una historia de manipulación y fanatismo religioso-sexual, enriquecimiento, crímenes y traición en el pueblo gringo de Antelope, Oregon, convertido en la ciudad de Rajnishpuram por designio divino del líder espiritual.

los sannyasin en Antelope, hordas fanáticas con sus túnicas naranjas postradas ante “el gurú del sexo”. Por más new age que sean, los fanáticos religiosos pueden llegar a ser un peligro en nombre del amor, porque al final de esa inocencia se les suele pasar la mano como a Osho, su secre y sus seguidores. Un pobre multimillonario gracias a sus fans. Los sannyasin también eran dueños de la verdad y estaban despojados de la capacidad de reflexionar, de escuchar y respetar: estaban dispuestos a matar y a morir por su creencia y sus líderes.

ENTRE SAI BABA Y LA GUADALUPANA A principios de los setenta mi abuela paterna, llevada por una amiga, viajó a la India para visitar a Sathya Sai Baba. Después iba cada año a Puttaparthi, pasaba seis meses allá y seis acá. Medio año producía y vendía sus famosos

“POR “ MÁS NEW AGE QUE SEAN, LOS FANÁTICOS RELIGIOSOS PUEDEN LLEGAR A SER UN PELIGRO EN NOMBRE DEL AMOR, PORQUE AL FINAL DE ESA INOCENCIA SE LES SUELE PASAR LA MANO COMO A OSHO, SU SECRE Y SUS SEGUIDORES.”


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celestial. Jamás pagó impuestos. Y los gobiernos de la India lo adoraban porque construía escuelas, hospitales, museos, santuarios y llevó agua potable a miles de personas. Las acusaciones empezaron al final de los ochenta y le llovió de todo: lavado de dinero, fraude, asesinato y una montaña de denuncias por abuso sexual. Se hicieron reportajes y documentales durante los noventa, como The Secret Swami y Seduced by Sai Baba. En su defensa salieron el primer ministro de la India, quien además era su seguidor, el jefe de la Suprema Corte de Justicia, el comisionado nacional de los derechos humanos y el presidente del Parlamento. Firmaron un documento afirmando que era “la encarnación del amor al servicio de la humanidad.” Antes de eso, unos mexicanos entusiastas entre los que se encontraban algunas tías, regresaron con la misión de abrir un Centro Om Sai Ram en la Ciudad de México. Con los años cobré conciencia sobre estos farsantes y las inmensas fortunas que amasaban. Nunca me cuadró Sai Baba y siempre me inspiró una profunda hueva. Eso de ser guía espiritual me parecía una estafa. Los espíritus no tienen líderes. Y por una idea personal respecto al movimiento físico y mental como condición esencial de la vida. El movimiento es equilibrio, diría Einstein. Allá les inculcaban lo otro, la inmovilidad y la contemplación. Que Osho tenía veinte Rolls Royce blindados para moverse en Rajnishpuram. Son tantas las similitudes con Sai Baba, excepto que uno se fue de la India y el otro no. Los miles que llegaron a Oregon hicieron sus debidas aportaciones, pero de dónde salió la millonada para construir la ciudad sigue siendo un misterio porque no se mencionan las fuentes de su fortuna original. Exhiben cómo lograron apropiarse “legalmente” de una extensión territorial, construir una ciudad y

adueñarse del pueblo aledaño, tener su aeropuerto, su hospital y su laboratorio bioterrorista (crearon cepas para infectar el agua y los alimentos de los pueblos vecinos), crear sus leyes, designar a su gobierno y a su autoridad, enriquecerse monumentalmente, infringir las leyes de migración y uso del suelo, evadir impuestos y armarse hasta los dientes sin que nadie los molestara, salvo unos cincuenta habitantes de Antelope y un político loco. Corrupción. O Estados Unidos es un país verdaderamente libre donde cualquier David Koresh puede establecer su coto de poder, inventar su religión, proclamar un territorio independiente, expulsar a los oriundos y erigirse como líder de una fanaticada en armas que se traduce en millones de dólares para su bolsillo.

TODO ES PECADO Mientras unas células de mis familias paterna y materna se orientalizaban, otro segmento materno se enrolló con los Testigos de Jehová. ¿Quién no conoce al menos a una persona que, por iluminación o desesperación, se convierte a tal o cual religión y trata de obrar milagros? Fue como un virus que se extendió gracias a una tía convertida cuya misión era reclutar el mayor número posible de almas valiéndose de cualquier artimaña. Una agresión para el Frente Opus Guadalupano. La infección contagió a tías, sobrinos, cuñados, primas, esposos, hermanas, hijos, novias y mascotas, envueltos en un santo conflicto entre los seguidores del pastor Russell y las Defensoras de la Fe Católica encabezadas por mi madre, más papista que el papa, y mi abuelita materna, quien insistía en echarle la culpa de todo a los Beatles. Separaciones, distanciamientos, planes evangélicos y fuga de parientes que, como víctimas de la

“LA “ INFECCIÓN CONTAGIÓ A TÍAS, SOBRINOS, CUÑADOS, PRIMAS, ESPOSOS, HERMANAS, HIJOS, NOVIAS Y MASCOTAS, ENVUELTOS EN UN SANTO CONFLICTO ENTRE LOS SEGUIDORES DEL PASTOR RUSSELL Y LAS DEFENSORAS DE LA FE CATÓLICA.”

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guerra, prefirieron huir a otros países. En ese panorama habíamos algunos independientes, como mi primo El Rocker y yo. Desde entonces abracé al rock como mi única religión y vehículo 4x4 para atravesar el pantano. Creo que me sirvió como un escudo para protegerme de tanta pendejada, por eso es tan importante en mi vida. In Glow We Trust. Pero también tuvimos que sortear todo tipo de acosos y trampas, como las pláticas y videos de los maranathanos quienes demostraban, con audios y videos, que el rock tocado al revés escondía mensajes satánicos. Mis padres nos acosaron con esto, les urgía desconectarnos de la influencia maligna. Otra de las trampas era el christian rock. Así fue como atraparon a El Rocker, una fanática bien buena y guapa lo invitó a un concierto. Ya dentro le echó las altas y le aclaró que era rock cristiano. Se casaron y El Rocker se volvió pastor de los Testigos. Éramos el núcleo de resistencia a los desvaríos religiosos de nuestras familias. Y lo perdí. Lo abdujeron esos cristianos. Tuve que seguir solo en la resistencia rockera. Pero unos primos no podíamos vernos con otros porque nuestros padres no lograban ponerse de acuerdo sobre cuál religión era la mejor. Por eso empezamos a organizar reuniones secretas. No había motivo para distanciarnos por una Biblia, el papa o una playera guadalupana. Así que las reuniones se convirtieron en desayunos donde la única religión eran los chilaquiles con frijoles.

AMÉN Detenidos Osho y Sheela en 1985, la comuna de Rajnishpuram fue desmantelada como una organización criminal disfrazada de buena ondita. Bhagwan Shri Rajneesh murió en 1990 a la edad de 58 años, supuestamente envenenado por el gobierno gringo durante su arresto. Es posible que haya muerto por la diabetes que padecía. Por su parte, Sai Baba murió en 2011 a los 84 años. A raíz de su muerte hubo una desbandada de seguidores, muchos de los cuales regresaron a sus países de origen con problemas para readaptarse a la vida occidental. Lo increíble de todo esto, lo inverosímil, no es que tanta gente les haya creído hace décadas, sino que hoy todavía tengan seguidores. Los libros de Osho y los de Sai Baba se venden en Sanborns y en librerías esotéricas con la promesa de la trascendencia espiritual. Además existe un centro de meditación Osho en la colonia Roma y hace poco tiempo cerró uno dedicado a Sai Baba en la misma colonia, pero su Organización Internacional Sathya Sai México continúa activa. Sin embargo, mis familias quedaron separadas después de todo eso y las relaciones entre algunos de nosotros se difuminaron. Siempre habrá fanáticos que endiosen a farsantes y engrosen sus cuentas de banco en nombre del amor. La gente es libre de elegir y practicar su creencia favorita mientras no salpiquen al hacerlo. Yo seguiré firme en mi religión, rockeando chingón. C


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Bomba de tiempo en amenaza y estallido continuos, las condiciones de vida que caracterizan a tantas unidades habitacionales de la Ciudad de México y su periferia ilustran, con relieves infernales, un entorno de marginalidad extensa y compartida. Esta crónica registra con puntual actualidad esa experiencia: el enorme compás de la desigualdad que aparta o recluye a una franja multitudinaria de la sociedad capitalina en espacios explosivos, bajo el imperio y la ley de la jungla urbana.

T ER M INA L PA N DEMON IO EDUARDO H. G.

H

I

abito un departamento de 65 metros cuadrados en el edificio 09 de una Unidad Habitacional que se compone de 38 edificios. Del 1 al 26 cada rectángulo de tabique rojo y hierro negro tiene 72 departamentos; del 27 al 38, 96. Son 3 mil 24 departamentos en total. El conglomerado se extiende de una gran avenida a otra. Oriente a Poniente. Dos calles paralelas con un solo sentido. Seis pisos se elevan en cada bloque desde el suelo infernal de chapopote hacia el aire descompuesto. Vista desde un satélite, es una fila de haches rojizas estampada en la tierra. Terminal Pandemonio: un fractal de violencia, corrupción, basura, drogas y sexo al aire libre en el que pasamos nuestras vidas un ejército periférico de unos 12 mil obreros, policías, ancianos, dealers, criminales, bomberos, junkies, madres solteras, locos, deformes, jubilados y otros beneficiarios de Programas Asistenciales para contener el descontento y exprimir votos. Caos. Delirios del concreto. Vivienda Social. No hay futuro. La ciudad es lo mismo, pero más grande. Contemplo el Tiempo desde Terminal Pandemonio. La modernidad ha encallado en estos rincones. En una urbe donde el hacinamiento es norma, este corral es una de sus sucursales más excéntricas. La noche y el día se atropellan pesarosos en las rutinas de los barrios bajos. Las promesas de campaña han quedado en las bardas cubiertas por grafiti. A nadie le importa nada más allá que pagar el alquiler, llenar el plato, no ser detenido y pasar inadvertido ante el crimen. Como el Saturno de Goya, la metrópoli devora a sus hijos. La Unidad es nuestra casa. Podríamos estar peor. Somos una legión de zombis con un soplo de vitalidad.

II Mi vecina fuma frente a su puerta su cigarrillo número diez del día. Es diabética, hipocondriaca, rechoncha y sufre permanentemente una tos flemática. Su esposo, un policía en bicicleta, trabaja en turnos de 48 horas. Durante su

último descanso le robaron su bicicleta frente a mi puerta, por la madrugada. ¿Quién le roba a un poli frente a su propia casa? ¿El caco sabía a qué de dedicaba su víctima? ¿Ladrón que roba a ladrón? ¿Ojo por ojo? Abajo, por la calle que nos separa del bloque de edificios número par, una señora canosa y delgada que parece un espanto escupido del inframundo pasa gritando “Paaaannnn chiquitttooooooo”. Lo hace diario por cada andador. Pan chiquito. Ahora se ha activado una bomba de agua dos o tres pisos arriba. Se oyen cuetes (o disparos) no muy lejos. Suenan sirenas y un perro aúlla, otro ladra abajo. Alguien ríe, otros miran la televisión con volumen alto, quizá una telenovela. En el último piso se alcanza a escuchar música norteña. Pongo atención en el regaño de una abuela, una puerta se azota, risas de niños, más ladridos. La sinfonía pantagruélica y permanente de Terminal Pandemonio. Al segundo piso, donde vivo, lo invade un olor a ajo y cebolla reventando en aceite. Me asomo por mi cocina. Al frente veo a una mujer de rizos cocinar de espaldas hacia mí. Viste un short negro pequeño y una blusa rosa. Sobre un comal de su pequeña estufa da vuelta a unas tortillitas de masa de colores fosforescentes. Azul, verde, amarillo. ¿Son de nata? Me detengo en su figura: tiene las nalgas firmes, espalda media, delgada. Su piel es apiñonada. Parece nueva inquilina. Se menea con cadencia, quizá escuchando música, absorta en el fuego y el comal. A su espalda, en su pequeña azotehuela —exactamente igual que la mía— ha tendido una toalla azul y un par de bragas blancas. La imagen me excita, quiero masturbarme. Estamos flotando. Me imagino a un gigante mirando desde fuera el movimiento al

interior de todos los departamentos si no tuvieran una pared o ésta fuera de vidrio. El trajín en cada cama, sofá, salas de estar. Gran voyeur. La señora del pan chiquito se oye más cerca. Sus alaridos son imitados por algunos escuincles que esconden sus risotadas en los arbustos de la primera planta. Bajo y le compro unas piezas. Me siento vivo, fresco, tengo hambre, casi subo corriendo las escaleras. La tarde es de un azul oscuro. La noche llega pronto. Con ella vuelven los Otros: obreros, oficinistas, estudiantes, deportistas, trajeados, maleantes, enfermeras, incluso pilotos de avión con sus pulcros uniformes y sus maletillas rodantes. Quizá sólo el diez por ciento de la población de Terminal Pandemonio —incluidos los mismos pilotos— ha subido a un avión. Luego el silencio. Que sólo es interrumpido por la narcosis de la noche, los gritos, las peleas. Motocicletas, autos a más de sesenta kilómetros por hora en una zona de treinta presumiendo sus estrambóticos motores y equipos de sonido. Intuyo el cachondeo en andadores de parejitas risueñas y púberes. La madrugada se embarra en el asfalto, igual que nuestras pesadillas. Dios nos mira y cambia de canal.

III Abro mi Archivo Digital del Crimen en Terminal Pandemonio (ADCTP): Marzo de 2010: Un hombre de diecinueve años camina frente al edificio 18 cuando al menos dos sujetos lo interceptan y sin mediar palabra lo cosen a tiros. Fallece al instante. “Se desconoce el móvil del homicidio, sin embargo, la Policía capitalina lo relaciona con la venta de narcóticos”. Diciembre de ese año, un reporte

“A “ NADIE LE IMPORTA NADA MÁS ALLÁ QUE PAGAR EL ALQUILER, LLENAR EL PLATO, NO SER DETENIDO Y PASAR INADVERTIDO ANTE EL CRIMEN. COMO EL SATURNO DE GOYA, LA METRÓPOLI DEVORA A SUS HIJOS. LA UNIDAD ES NUESTRA CASA. PODRÍAMOS ESTAR PEOR.”


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anónimo al programa de televisión “A quien corresponda”: Se ha convertido en un infierno vivir aquí, donde abundan los robos, abuso de poder, política, drogadicción, vandalismo, corrupción, falta de agua, falta de seguridad y vigilancia, etcétera. Mientras que las banquetas, áreas verdes, pasillos y áreas de circulación se encuentran invadidas por comerciantes ambulantes dentro de la unidad, pedimos que las autoridades hagan algo ya hemos echo quejas y al delegado parece no importarle, protección civil, queremos solución por favor ya. (Sic). 15 de septiembre de 2012. Noche del Grito de la Independencia: luego de desatarse una riña en la que estaban unos seis sujetos, José Luis Tomás Cruz El Hueso, de veinte años de edad y vendedor de fruta en la calle de la Unidad, queda tirado en el piso con el abdomen perforado a puñaladas. Muere desangrado. El reporte del día siguiente en un periódico de nota roja tendrá este cabezal: “¡Destripado!” Cinco meses después, en febrero de 2013, los gritos de una mujer en el 508 del edificio 18 alertan a los vecinos. La Secretaría de Seguridad Pública (SSP) monta un operativo. Rodean el departamento. Dentro, Raymundo Jiménez Álvarez, agente de la Policía de Investigación (PDI), tiene como rehenes a su novia y a los dos hijos de ésta: un niño de cinco años y otro de un año con siete meses. Amenaza con matarlos. La policía habla al Agrupamiento Relámpago, que rodea el edificio y negocia con Raymundo. Dos horas después se entrega. Los agentes revisan el lugar y encuentran un paquete de cocaína envuelto en papel aluminio y cinta canela. Su valor: 280 mil pesos. La novia jura que no sabía lo que era. Raymundo lo escondió allí luego de decomisarlo en Tepito. Mayo de 2014, reporte ciudadano en un diario de circulación nacional: Hago un llamado urgente a las autoridades... para que implementen un operativo de seguridad... ya que desde que hace tres años han sucedido muchos actos delictivos como robos de autos, incendio de departamentos, asesinatos, etcétera. En el lugar hay muchos drogadictos y gente que se asocia para delinquir en contra de ciudadanos honestos. No hay respuesta. Tres meses después, en agosto, Margarita Navarro Reyes, de veintiocho años, es detenida en el Estado de México por agentes antisecuestro. El 10 de junio de 2011 sedujo a un empresario. Lo citó en una plaza comercial, más tarde fueron a un bar. Finalmente le propuso continuar la noche en su departamento de la Unidad. Unos minutos después de que llegaron, sujetos armados se lo llevaron de allí. Margarita era la carnada. Al día siguiente se comunicaron con la familia para pedir el rescate. Mandaron fotos de la víctima maniatada, en ropa interior. El pago se realizó, pero un mes después el cuerpo del sujeto fue encontrado sin vida en el kilómetro 13 de la carretera Marquesa-Tenango del Valle.

Enero de 2015: Seis sujetos son detenidos en un departamento de la Unidad, con 150 envoltorios de cocaína, un arma nueve milímetros con un cargador abastecido de catorce cartuchos y una báscula gramera. Cinco meses después, el domingo 7 de junio, día de elecciones federales “intermedias”, cuando se renovaban las quinientas curules de la Cámara de Diputados, Diego, de diecisiete años, y Christopher Álvarez Quijano, de veintinueve, charlaban en el andador del edificio 31. Cerca de las cinco de la tarde dos sujetos se acercaron a ellos, discutieron brevemente y luego le vaciaron un cargador a Christopher. Diego corrió, pero lo alcanzaron en el edificio 18, donde quedó tendido. Una crónica periodística cierra con las palabras de la madre, frente al cadáver de Diego: “Mi niñito hermoso, ¿por qué te me fuiste así?”. Esa tarde había ley seca y un silencio extraño se estacionó en todos los andadores. Junio de 2017: Patrullas de varios sectores acuden a la Unidad, luego de que reportaron una agresión hacia unos paramédicos que se encontraban atendiendo a un hombre con heridas de bala. Se desconoce la razón por la cual un hombre presentaba heridas de bala, pero los paramédicos estaban realizando su tarea de ayudarlo. Varios sujetos llegaron y comenzaron a agredir física y verbalmente a éstos... los agresores portaban armas de fuego, pero en ningún momento hicieron uso de ellas, después de atacar a los paramédicos los sujetos huyeron sin dejar algún rastro. No hubo ningún detenido. Septiembre de 2017: Operadores del Centro de Comando y Control (C-2) Norte avisan a la policía del sector que una camioneta Honda CVR color gris, que había sido robada en el Estado de

México, se halla estacionada en la Unidad. De ella descienden dos hombres, para subir a un auto Chevrolet Spark blanco. Son interceptados a una calle de distancia. Se les encuentran dos pistolas, una “tipo escuadra” de plástico y otra réplica de revólver. Además de las llaves de la Honda tienen las de dos autos más, también estacionados en la Unidad. Por la ventana veo a mi vecina fumar el cigarrillo veinte del día. Es medianoche. Cierro mi Archivo Digital del Crimen en Terminal Pandemonio (ADCTP).

IV Hay personajes que hacen de la Unidad una tragicomedia o circo de frikis con tintes dantescos, en ocasiones habitado por una generosidad inaudita. Don Juan, del 23: Es un viejo canoso de unos 65 años. Aunque lo parece, no vive del todo solo, comparte su departamento con unos veintitrés gatos y una perrita. Es jubilado y pasa el día alimentando y cuidando a sus mascotas, además de salir a los alrededores a alimentar gatos callejeros que merodean en una estación del Metrobús en busca de comida, o bien que se guarecen en una casa deshabitada cercana. “Son animales indefensos”, me dijo alguna vez, luego de narrarme el recorrido a diario por las afueras. Su tono me dejó helado. No lo cuestioné. Cómo. Don Juan ayuda a todo aquel que vaya a verlo con un perro para ser inyectado o que requiera algunos cuidados básicos. No cobra su trabajo, su ailurofilia no contempla una recompensa monetaria. Viste con viejos trajes bien cuidados cuando su edificio está de fiesta. Buenas noches, Don Juan acá, buenas noches allá. Don Juan sonríe con sus pequeños dientes de gato. La Guayaba: Es una vieja extragorda de rizos y piel blanquecina que habla gritando a través de su boca chimuela. Va de un lado a otro, durante gran parte

“LOS “ AGENTES REVISAN EL LUGAR Y ENCUENTRAN UN PAQUETE DE COCAÍNA ENVUELTO EN PAPEL ALUMINIO Y CINTA CANELA. SU VALOR: 280 MIL PESOS. LA NOVIA JURA QUE NO SABÍA LO QUE ERA. RAYMUNDO LO ESCONDIÓ ALLÍ LUEGO DE DECOMISARLO EN TEPITO.”


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del día, con el único y firme propósito de llevar y traer chismes. Es un periódico de nota amarilla andante. La he seguido de cerca desde hace un tiempo. Se detiene en algún ventanal que funge como pequeña tienda y se apertrecha ahí más de la cuenta, contando cosas de otros edificios. Luego se le puede ver en la fila de la tortillería haciendo lo mismo. En algún puesto de fritangas. En el mercado, a unas calles. De regreso en un grupito de vecinas. Más tarde incluso en alguna taquería cercana. La Guayaba anda con dificultad debido a su sobrepeso. Normalmente viste de pants gigantescos, una blusa y algún tipo de delantal floreado. Siempre lleva una coca-cola de medio litro y chicle en la boca. Parece ser la mujer más feliz del mundo. Su figura me deprime, a veces, o me saca una risa lejana. Quasimodo: Tiene unos treinta años, un ojo desorbitado y una cicatriz que le parte media cara en línea vertical. Aunque he estado a punto, nunca me he atrevido a preguntarle cómo es que quedó así. Me limito a comprarle periódicos el fin de semana. Quasimodo es airoso, su tono de voz es suave, como de un niño en un cuerpo adulto. Además de su deformidad visible y que una de sus piernas es más corta que la otra, no parece que sufra alguna enfermedad mental. Algunas tardes he caminado detrás de él desde la esquina donde atiende su puesto de periódicos y revistas, a unos quinientos metros, hasta el interior de la Unidad. Trato de que no note mi presencia y contemplo su andar disparejo, hipnótico. Él sigue después del 09, donde me quedo yo. Cuando está en su pequeño negocio al aire libre se la pasa abismado en la pantalla de su celular. ¿De dónde ha salido Quasimodo? ¿Tiene familia? ¿Novia? ¿Fornica? La pequeña Annie: Es una solterona que vive con sus tres perros en el 27. Sobrepasa los cuarenta y cinco años, es flaca como una varita de espagueti y desde que la conozco está en espera de que le programen una operación de hernia, para poder volver a trabajar. Es desempleada. Pasa la vida riendo, paseando a sus perros, a los perros de otros, por lo cual cobra, y además funge como niñera de cachorros. Vive de los perros, los ama y procura. Su departamento carece de muebles, excepto por un pequeño comedor, algunas rejas de metal donde alguna vez tuvo unas ratas que salvó de un laboratorio y murieron de cáncer. Jamás he visto que la visite algún familiar, ni que ella se ausente. Cantinflas, el conserje: Es un cuarentón que vive en unos pequeños cuartos de la entrada Poniente, arriba de la cisterna que abastece a la Unidad. Tiene un aspecto cadavérico, pero rechoncho. Es moreno, con cierto tinte rojizo en

la piel. Es un hombre rudo con porte de albañil, pero al que cierto parecido con Cantinflas le da un aspecto afable. Siempre está mugroso y despeinado. Vive con sus dos hijas que son unos pequeños monstruos: descuidadas, sucias, pero juguetonas. Al parecer su esposa o la madre los abandonó o murió. Cantinflas va y viene por los andadores, hace trabajos de plomería, albañilería, pintura. Creo que nunca sale de la Unidad. Cuando el camión de la basura se estaciona en la entrada Oriente, él acude con sus dos hijas y un carrito de metal con ruedas. Separan de la basura lo que les pueda servir: juguetes en desuso, pedazos de madera, muebles vetustos. Sobras de unos, tesoro de otros. Ahí va Cantinflas otra vez empujando su armatoste, de regreso a casa con los dos sonrientes engendros y la cosecha del día.

V Cada mañana salgo a caminar con mis dos perros al camellón frente a la salida Oriente. Una pequeña pero nutrida arboleda entre dos avenidas que surcan de norte a sur con el estrépito suficiente para anunciarle cada alborada a la ciudad que su siniestra carrera hacia la perdición reanuda su marcha. No hay momento de mi desazón cotidiana en que mi imaginación fluya sin prisa como cuando paseo. Caminar es perder el rumbo con la visión fija. A veces me concentro en los elementos más sórdidos a mi paso: gallinas muertas, tiradas entre los arbustos; perros recién enterrados, “ofrendas” extrañas de flores sobre la tierra; patas de gatos, putrefactas; huesos, santería, ropa, basura, cabello, condones... rituales propios de mentes retorcidas en un manicomio: nosotros. Otras me siento en una escenografía. Mientras cruzo la calle veo movimiento, parejas, niños, perros, pero cuando ya camino entre los pinos, granados y eucaliptos, todos se han ido, cediendo a mi presencia. El camellón es un “Pet Sematary”. Como en la canción de Los Ramones, duendes viejos y señores de la guerra salen del suelo sin hacer ruido. Algunas tardes, alrededor de un pequeño arbusto que no rebasa el metro de altura, un hombre de unos cuarenta años y la que parece ser su hija, de unos quince, se yerguen ensimismados, como si rezaran en voz baja. Sobre la tierra, siempre alrededor del arbusto, colocan algunas flores de colores, semienterradas. Lo hacen cada mes. Un señor viejo que me vio observar el extraño rito me escupió su teoría de que además de perros, gatos y gallinas, sobre esta franja de tierra arbolada algunos vecinos han enterrado a fetos, producto de abortos caseros, clandestinos y negados.

“UNA “ PEQUEÑA PERO NUTRIDA ARBOLEDA ENTRE DOS AVENIDAS QUE SURCAN DE NORTE A SUR CON EL ESTRÉPITO SUFICIENTE PARA ANUNCIARLE CADA ALBORADA A LA CIUDAD QUE SU SINIESTRA CARRERA HACIA LA PERDICIÓN REANUDA SU MARCHA.”

“Piense en el precio —me dijo—, a mucha gente le sale más barato esto, pero no es de Dios”. No le contesté y me largué. “Pet Sematary.” La muerte huele a naturaleza podrida. No quiero ser enterrado en un cementerio de mascotas.

VI Por la noche el camellón se torna un bosque oscurísimo. El alumbrado es insuficiente y la mayoría del tiempo no sirve. El aire es frío, denso. En la dirección norte de la avenida, después de las diez de la noche, toman su esquina. Entre dos y tres travestis. Esperan en una bocacalle frente a la arboleda. Morenas entalladas en mezclilla y cuero negro que, socarronas, torean autos y lanzan su oferta. “Qué pasó papito, ¿vamos? 150 el oral, 250 penetración, chulo”. Cuando no las levanta un auto cruzan la calle y se pierden en el camellón con sus fugaces clientes. Sus bizarras siluetas habitan el frío del cementerio. Es madrugada. Algunas sombras salen desde una combi, una jauría que reclama sangre, unas siete travestis que por un momento han perdido el porte de divas y caminan por el camellón como una pandilla. Se escurren hasta la esquina donde esperan dos más, que en un segundo están en el suelo. Sobre ellas los tacones, bolsas y garras de las otras. Parece una disputa de territorio. Truenan los golpes, las advertencias. Las atacadas se hacen concha en el pavimento. Dos minutos son suficientes para molerlas. Mientras corren de regreso, las siete magníficas sueltan risotadas y se agolpan entre ellas. El trabajo está hecho. La justicia travesti ruge con motor de combi de madrugada. Las otras dos siguen en el suelo. El camellón es testigo silencioso. Y yo con él, además de un taxista renuente que me ha traído a casa y mira atónito. El semáforo se pone en verde. Más adelante salgo del taxi y camino ebrio y presuroso a mi andador. Abro la puerta del refrigerador y mientras busco agua fría o una cerveza, veo al otro lado: la luz está encendida pero no se ve a la vecina caminar por ahí. Sobre el tendedero siguen sus bragas. Me acuesto, intento hacerme una paja, pero me quedo dormido. Habito un departamento en Terminal Pandemonio. Estamos flotando, locos y enfermos... La ciudad es lo mismo, pero más grande. C


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TOM WOLFE: EL CANALL A ELEGANTE

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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

Por

CARLOS VELÁZQUEZ

@charfornication

E

n 1965, a los 34 años, Tom Wolfe se convertiría en una celebridad gracias a la artillería pesada que dirigió contra el New Yorker desde el New York Herald Tribune. Cuenta Marc Weingarten en The Gang That Wouldn’t Write Straight, su historia del Nuevo Periodismo, que las transformaciones sociales y culturales de la época (Vietnam, las drogas, los jipis, Nixon) ya no era posible narrarlas desde las viejas y apolilladas instituciones periodísticas. Eran los años del desmadre y Tom Wolfe fue el primer reportero en pensar como novelista. A partir de entonces construiría un personaje que jamás envejecería y nos legaría varios libros (hoy convertidos en clásicos) que junto a los títulos de Gay Talese, Hunter S. Thompson, Joan Didion, Norman Mailer y unos cuantos más constituyeron una era dorada del periodismo. Leonard Cohen manifestó en alguna ocasión que nunca se sintió cómodo en jeans. En este mismo precepto está basado el guardarropa de Wolfe, que siempre lucía trajes, el blanco por excelencia. Lo que lo convirtió en una fotografía viviente. Pero detrás de la rigurosa etiqueta habitaba un hombre que pese a los mocasines fue capaz de infiltrarse en el movimiento de las Panteras Negras y profundizar en la oleada surfer. No sólo fue una figura del Nuevo Periodismo, también su principal teórico. Desde su ópera prima, El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron, Wolfe se erigió como el Warhol de las redacciones. El revolucionario dispuesto a exprimirle todo el salvajismo al pop.

WOLFE SE ERIGIÓ COMO EL WARHOL DE LAS REDACCIONES... DISPUESTO A EXPRIMIRLE TODO EL SALVAJISMO AL POP.

El sino del escorpión

Su primer gran obra fue Ponche de Ácido Lisérgico, con ella demostró que no era un animal de revista, que podía entregar una crónica de largo aliento. Y qué historia. La huida de Ken Kesey, el autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, abanderado de los Merry Pranksters, el responsable de que el mito de Neal Cassady se expandiera hacia el flower power, en resumen, una cultura contenida en un solo hombre. Si bien A sangre fría de Truman Capote era una recreación de los asesinatos cometidos por dos psicópatas, el Ponche… fue un road trip a lo On the road. Cuesta creer que el hombre de inmaculado traje se haya desplazado cientos de miles de kilómetros para investigar las andanzas de Kesey en su huida por Estados Unidos hacia México. Pero ocurrió, algo que jamás habría hecho el New Yorker, Wolfe se atrevió a documentar con un rigor periodístico escalofriante. Además de sus libros de periodismo, su labor como novelista es inestimable. De su pluma surgió nada menos que La hoguera de las vanidades, la educación sentimental de los ochenta. Como explorador de la chatarra social Wolfe siempre fue un adelantado. La reputación obtenida con La hoguera de las vanidades le permitió relajarse en su faceta de novelista. Sólo escribió cuatro novelas. Se consagró en general a su labor como cronista. Su penúltimo título, El periodismo canalla, se publicó en 2001. La posmodernidad ha decretado que la inmortalidad se alcanza una vez que apareces en Los Simpsons. Y por supuesto que Matt Groening no dejó pasar la oportunidad

de cristalizar a Wolfe en amarillo. Elegante y canalla, Wolfe supo posicionarse como un icono del siglo XX. Es la Coca-Cola del mundo periodístico. La popularidad que alcanzó dentro del género lo tornó en un referente ineludible. Siempre que se habla de periodismo a partir de la década de los sesentas su nombre surge como un anuncio de neón. Como todo autor tuvo asociaciones delictuosas a considerar. Como su mancuerna con Jann S. Wanner, a quien dedica Todo un hombre. El director de Rolling Stone también fue el editor de Hunter S. Thompson. Ambos reporteros hicieron escuela. No deja de resultar significativo que las dos figuras más sobresalientes del periodismo de las últimas décadas hayan sido figuras incómodas. Prueba de que su labor era ante todo reivindicar el oficio. “Quizá deberíamos volar por los aires el edificio del New Yorker”, propuso Jimmy Breslin. Y Wolfe encauzó la revolución. El pasado 15 de mayo, a los 88 años, Wolfe abandonó esta tierra. Su influencia es incalculable. No sólo en su país, en el nuestro, por ejemplo, la deuda con su estilo y su manera de arriesgarse son impagables. Su legado consiste en varios de los reportajes mejor escritos del fin de siglo pasado y un guardarropa de lo más extravagante. De esa generación de titanes ya sólo queda Gay Talese. Quien fuera inspiración y a la vez cómplice de ese resquebrajamiento que sufrió el periodismo por parte de una pandilla de visionarios que se amotinaron para cantarle a esa musa envenenada que es el pop. C

Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza

Más dinero y casa propia para la cultura DESDE SU BUTACA en el Auditorio Roberto Cantoral (de bote en bote), el alacrán observó a los asesores culturales de los candidatos a la Grande dialogar durante tres horas. Más allá del diagnóstico de instituciones y políticas, cada uno planteó sus propuestas, muchas coincidentes, como la necesidad de más dinero para la Secretaría de Cultura: tanto como el uno por ciento del presupuesto federal (tres veces su presupuesto actual) más una casa propia para sus oficinas, digamos un edificio histórico y emblemático. Este Diálogo por la Reforma Cultural fue promovido por el Grupo de Reflexión sobre Economía y Cultura (Grecu) de la UAM, y por Editarte Publicaciones, en cuyo libro ¡Es la reforma cultural, Presidente! se basó la conversación, de la cual el arácnido extrae estas instantáneas. Por Morena asistió la promotora cultural Alejandra Frausto, quien trabajó

en Guerrero, Baja California y la Secretaría de Cultura de la capital. Al rastrero le atrajo su plan para desarrollar una cultura de paz “a ras de tierra”, con acciones culturales en las comunidades más violentadas del país. Fue la única en mencionar, de pasada, la transparencia y la rendición de cuentas. Por el Frente (PAN-PRD) asistió su asesor Raúl Padilla (quien bajó del olimpo universitario donde habita, le aseguraron al venenoso) para proponer una Secretaría de las Culturas, en reconocimiento a la diversidad del país. Se quejó además de Hacienda, pues le parece absurdo que esa Secretaría deba autorizar recursos para actividades culturales como la Feria Internacional del Libro y el Festival de Cine, ambos de Guadalajara (y ambos fundados y presididos por él). Por el PRI se anunció a Javier Lozano, pero acaso previendo la rechifla en el tendido de sombra, fue sustituido por

Beatriz Paredes, política de larga carrera y quien regresó desde Brasil, donde fue embajadora los últimos años, para asistir en la campaña priista y recibir una senaduría. La ex gober de Tlaxcala destacó la virtud de la cultura política, capaz de reunir a estos representantes partidarios en un diálogo amable y civilizado. Del grupo de Margarita Zavala asistió Consuelo Sáizar, quien hizo una pausa en sus estudios de doctorado en el Reino Unido (informó al respetable), para unirse a la campaña. La ex presidenta de Conaculta apuntó las bondades del sistema cultural inglés por sobre las del francés y el estadunidense, prometió un salario digno más seguridad social para los trabajadores culturales, creadores y artistas, e insistió en la nueva casa para la Secretaría de las Culturas. El escorpión hizo la ola desde gayola antes de volver a su nido, intrigado por la ausencia del Bronco y sus bragadas propuestas culturales. C

ALEJANDRA FRAUSTO FUE LA ÚNICA EN MENCIONAR, DE PASADA, LA TRANSPARENCIA Y LA RENDICIÓN DE CUENTAS.


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E l Cu lt u ra l S Á B A D O 1 9 . 0 5 . 2 0 1 8

MARUJA DAGNINO LOS ALIMENTOS DEL DESEO Maruja Dagnino (Venezuela, 1964) es periodista y chef por el Instituto Culinario de Caracas. Ha ejercido el periodismo en revistas como Imagen y diarios como El Nacional o El Universal de Venezuela. Dirigió la revista Sexosentido y ha escrito sobre gastronomía en diversas publicaciones. La comida, como una puerta al mundo intelectual, cultural y sensorial, es el tema de su más reciente libro,

Los alimentos del deseo (Lumen / ArtesanoGroup, España, 2018) en el que, a través de la comida y la cocina, Dagnino traza una historia de nuestra cultura y literatura. Todo comienza con una perdiz postrada en la tabla de un cocinero, y termina con el curry, el sésamo, el merey, el coco, la manzana y los héroes de la comida de la Roma antigua, época en la cual el coito estaba relacionado con la

comida. No faltan las palabras de Jorge Luis Borges o las pinturas de Rubens, menos aún las recetas de la mesa del deseo. No hay forma en que el erotismo no esté presente en cada uno de nuestros alimentos, según la chef Dagnino y de esto nos habla en este libro, seleccionado como uno de los veinte mejores títulos de la Feria del Libro de Bogotá 2018.

Por

ESGRIMA

Un libro sobre el erotismo de la comida que aparece en una Venezuela convulsa. ¿Cómo surgió? Yo era reportera de calle de un periódico en Caracas, y de pronto se desató la violencia. Debía salir a hacer cobertura de las marchas con chaleco antibalas, casco y máscara antigás. Eso desencadenó una gran batalla, por llamarlo de alguna manera, desigual, y los periódicos se vinieron a menos porque la industria y el comercio se fueron también a menos; bajó la cantidad de anunciantes y a partir de ahí los medios se vieron obligados a reducir sus páginas. Yo estaba cansada y el periódico ofreció condiciones especiales a los que se quisieran ir. No me quería ir, yo amaba mi periódico, fui privilegiada: escribía lo que quería y pude desarrollar la crónica, el género que más me gustó. A partir de ahí decidí estudiar cocina y empecé a escribir sobre gastronomía en revistas o secciones especializadas. Luego una editorial me pidió que hiciera un libro de gastronomía desde una perspectiva erótica o afrodisiaca, a partir de un texto que yo había publicado. Escribí el libro, pero la editorial cerró por la crisis. Diez años después lo retomé y ahora se publicó. Es un libro escrito con absoluta libertad. Son textos sobre ingredientes, y cada uno tiene una historia maravillosa, historias que trascienden la realidad. ¿La comida es el gran símbolo de nuestra cultura? Este libro aborda el arte culinario como una aproximación cultural a ciertos alimentos desde una escritura y un punto de vista eróticos. Un acento es que diferencia el hecho gastronómico de la cocina, es decir: no es lo mismo cocinar para satisfacer el hambre que cocinar y comer para satisfacer el espíritu. Entonces, erotismo y gastronomía tienen en común que forman parte de una elaboración espiritual e intelectual; hablamos de una elaboración de los sentidos, una sensibilidad, es decir, de los sentidos educados, refinados, preparados para enfrentarse con el mundo mediante el intelecto y la belleza, por el hecho estético.

¿Cómo elegiste los ingredientes? Contienen elementos que me permiten contar una historia y establecer una relación erótica con la escritura, la cultura, para abordarlos desde lo simbólico y lo arquetípico; desde un acercamiento que tiene que ver con la literatura, la historia de las culturas, el cine, las mitologías, incluso con religiones como la cristiana, mitologías judías o musulmanas. Acercamientos muy diversos que me permiten describir la relación de los ingredientes con el erotismo. Revisemos algunos casos. El vino. En el apartado del vino uno consigue ver, sobre todo en el texto que se relaciona con Borges, un poco de metalenguaje, es decir: cómo a través del vino y la literatura encontramos metáforas, o cómo se reflexiona sobre el mito de que el vino más viejo es mejor. El pez globo. Es el ingrediente más fuerte. A través del pez globo abordo con fuerza la relación entre Eros y Tanatos, entre vida y muerte. Cada relación sexual es un ciclo vital, un ciclo que muere con el orgasmo. La vida y el tiempo son eso. Cronos está ahí recordándonos la infinitud y la muerte. El pez globo es singular porque tiene una toxina que puede ocasionar la muerte del comensal si no se prepara con maestría; un cocinero japonés tarda años aprendiendo a tratar el pez globo antes de tener una licencia para cocinarlo: un comensal puede morir envenenado o asfixiado. Este es un pez que llega al plato con vida, incluso la carne aún tiembla cuando se sirve. Algunos cocineros japoneses dejan un poco de esa toxina para que se produzca un cosquilleo en los labios al probarlo, y que el comensal sienta esa proximidad con la muerte. El comensal puede coquetear con esa sensación y creo que es un principio erótico muy importante: tiene que ver con la entrega total del comensal a su cocinero. Hay prácticas eróticas como el bondage, en las que uno de los amantes es amarrado o se recurre a la asfixia en el momento del orgasmo, y esto tiene que ver con esa entrega absoluta entre el

ALICIA QUIÑÓNES comensal y el cocinero. Para mí es un gran símbolo.

EROTISMO Y GASTRONOMÍA TIENEN EN COMÚN QUE FORMAN PARTE DE UNA ELABORACIÓN ESPIRITUAL E INTELECTUAL.”

El curry. Por nuestra cercanía con la Isla Trinidad, que a su vez tiene una enorme influencia de la India, el curry es un elemento popular y se usa mucho en casas y restaurantes venezolanos, forma parte de la dieta diaria. Lo que nosotros entendemos por curry es una mezcla de especias, y hay muchas. Las especias continúan siendo un elemento perfecto para enamorar la nariz: si uno quisiera entrar al corazón del gusto de una persona, los aromas de las especias pueden llegar a ser tan atractivas como un buen perfume. El clavo. El clavo es el ingrediente que sintetiza todo en Los alimentos del deseo.

Arte digital > Staff > La Razón


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