CARLOS VELÁZQUEZ PERROS CALLEJEROS
JESÚS RAMÍREZ-BERMÚDEZ
ALEJANDRO DE LA GARZA
PAUL RICOEUR Y LA LIBERTAD
CULTURA POR HONORARIOS
El Cultural N Ú M . 1 8 6
S Á B A D O
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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]
EMIL CIORAN TRES ENSAYOS DESCONOCIDOS
NARRATIVA EN AMÉRICA LATINA FEDERICO GUZMÁN RUBIO HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ
POEMAS INÉDITOS ANTONIO RIVERO TARAVILLO Arte digital > A partir de un retrato en topsimages.com > Gerardo Núñez y Luis de la Fuente > La Razón
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En esta edición de El Cultural publicamos tres ensayos poco difundidos del escritor y filósofo de origen rumano Emil Cioran. Un nuevo encuentro con el asombro, la vehemencia radical de su nihilismo y la potencia de su estilo en la lengua francesa que adoptó para llevarla a registros inusitados; también con la fuerza
de la provocación y el fulgor del aforismo que fueron señas de identidad en su obra. Los libros de Cioran desplegaron para sus lectores una expresión capaz de socavar cualquier asomo de optimismo o confianza en la historia y la especie humana. Aquí, de nuevo, esa amalgama de pasión, lucidez, pensamiento y poesía.
Emil Cioran
TRES ENSAYOS DESCONOCIDOS NOTA Y TRADUCCIÓN GUILLERMO DE LA MORA IRIGOYEN
E
mil Cioran (1911-1995) fue un filósofo rumano de expresión mayoritariamente francesa y a quien podría describirse como la encarnación del escepticismo respecto al destino del hombre. También podríamos decir que no se consideraba a sí mismo un filósofo (le parecía de mal gusto hacerlo) ni se empeñaba en esgrimir argumentos irrefutables. Le horrorizaban las certezas ideológicas, casi tanto como los escritos solemnes o, peor aún, sin preocupaciones estilísticas. Este refinamiento estético también conforma una ética, pues prefiere atender a la complejidad de las situaciones humanas que dictaminarlas, encuentra más sabiduría en la contradicción que en el silogismo. Por esta condición, y al carecer de un sistema filosófico explicativo (regalo envenenado del siglo XIX alemán) es más frecuentado y leído por escritores y artistas que por círculos académicos, condición más favorable en cualquier sentido. Ha gozado de cierta fama y presencia en el mundo hispanoamericano debido al contacto que tuvo con Esther Seligson (quien lo tradujo por vez primera al español) y Octavio Paz (con quien se carteaba), así como con la poeta y pensadora María Zambrano y el filósofo Fernando Savater (quien tradujo varias de sus obras a nuestro idioma).
Los textos aquí presentados: Mi país (de los años cincuenta), El sentimiento de que todo va mal (1982) y Una profecía breve (1987), fueron publicados de manera póstuma y se imprimen por primera vez en nuestro idioma. Los dos últimos son cercanos al final de su obra, antes de que el Alzheimer lo habitara, y pueden leerse como breves síntesis de su diagnóstico del mundo, luego de haberlo sobrevivido (nació con el derrumbe del imperio austro-húngaro, su juventud fue marcada por la Segunda Guerra Mundial y su edad madura, por la Guerra Fría). El sentimiento de que todo va mal manifiesta su desapego a las ideologías, su gran desconfianza ante toda noción de progreso histórico. Señala la tragedia que acompaña el hecho de imponerse misiones como especie, de albergar esperanzas metafísicas en el sino humano. Sin embargo, Una profecía breve mantiene una ligera esperanza en cierta continuidad del saber humano occidental, depositándola nada más y nada menos que en América Latina. Una mirada poco explorada de este filósofo. El más antiguo de los textos, y el central en esta breve recopilación, Mi país, resulta clave para comprender a Cioran en su complejidad humana e intelectual. Se trata de un ajuste de cuentas consigo mismo, pues el célebre escéptico tuvo una juventud que coqueteaba con
cierto fanatismo, y tuvo acercamientos con la extrema derecha rumana de entreguerras que como adulto le causaron muchos dolores de cabeza. El interés de publicar este breve ensayo (y el comentario de su pareja de vida, la francesa Simone Boué) sirve a un doble propósito. Rescata uno de los escritos más depurados de Cioran (podría competir con la primera parte de su Historia y utopía) que además ofrece un poco de luz a un periodo más bien oscuro de su vida. Como veinteañero brillante, obtuvo la beca Humboldt en la Alemania de los años treinta. El surgimiento del fascismo le ofreció la tentación de un cambio radical en todos los órdenes de la vida social y personal. Orden, progreso, fuerza, represión absoluta de los múltiples enemigos, palabras que pueden erizar los cabellos a cualquier humanista, pero que explican una época de la vida europea que marcó el resto del siglo. Siendo rumano, Cioran nunca albergó gran esperanza en su país: lo veía demasiado modesto y subyugado, algo que como mexicanos podemos entender sin mayores explicaciones. Pero cuando tuvo esperanza de cambios espectaculares fue testigo de un mar de tragedias y barbarie que lo llevó a un abismo de la decepción: fue la fuente primigenia de su escepticismo total ante los grandes proyectos de la humanidad, es decir, el origen de su sabiduría.
Foto > curentul.info
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MI PAÍS
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oy un conocedor de obsesiones. Las he sufrido más que cualquiera. Sé qué influencia puede ejercer una idea sobre nosotros, hasta qué punto puede conducirnos, arrastrarnos, abatirnos; los peligros de locura ante los cuales nos expone, la intolerancia y la idolatría que implica, el descaro sublime al cual nos somete... También sé que la obsesión es el trasfondo de una pasión, la fuente que la alimenta y la mantiene, el secreto que la hace perdurar. Así me ocurrió que mucho antes de cumplir treinta años padecí una pasión por mi país. Una pasión desesperada, agresiva, sin salida, que me atormentó durante años. ¡Mi país! Buscaba a cualquier precio aferrarme a él, pero no tenía a qué. No le otorgaba ninguna realidad en el presente, ni en el pasado. Por rabia le atribuía un futuro, lo inventaba de retazos, lo embellecía sin creer en él. Y terminé por atacar ese futuro, odiarlo: escupir sobre mi utopía. Mi rabia amorosa y delirante no tenía, por así decirlo, objeto alguno, puesto que mi país se desmoronaba ante mis ojos. Yo lo deseaba poderoso, desmesurado y demencial, como una fuerza feroz, una fatalidad que haría temblar al mundo. Pero él era pequeño, modesto, sin ninguno de los atributos que constituyen un destino. Cuando me asomaba a su pasado, no descubría más que servidumbre, resignación y humildad. Al voltear a su presente, reconocía aquellos mismos defectos, algunos deformes, otros intactos. Lo examinaba sin piedad, con un malsano frenesí por descubrir en él otra cosa. Mi clarividencia era tal que me hacía infeliz. En aquella época llegué a comprender que el país no se encontraba a la altura de mi orgullo, que era demasiado insignificante para cumplir mis exigencias. ¿No escribí acaso en aquella época que quería que mi país encarnara “el destino de Francia y la población de China”?1 Pura locura todo aquello. Locura que me hacía sufrir, un delirio de ninguna forma gratuito, puesto que mi salud lo resentía. En lugar de dirigir mis pensamientos bajo una apariencia más real, me ligaba a mi país porque presentía que me ofrecería el pretexto de mil tormentos, y en cuanto pensara en él, tendría a mi disposición
Fuente > diariodesevilla.es
EMIL CIORAN
Cioran con Fernando Savater, su traductor y divulgador en español.
una mina de sufrimientos. Había encontrado un infierno inacabable donde mi orgullo podía desesperarse a costa mía. Y mi amor era un castigo que exigía de mí un donquijotismo feroz. Discutía sin cesar el destino de un país sin destino: me convertí, literalmente, en un profeta en el desierto. De cualquier manera, yo no era el único en divagar ni en sufrir. Otros tenían un futuro a la vista, en el cual creían a pesar de que en ocasiones las dudas nos invadían respecto de su legitimidad. Éramos una banda de desesperados en el corazón de los Balcanes, nos encontrábamos condenados a la derrota, y nuestra derrota era nuestra única excusa. Que nuestro país no existiera ya era para nosotros una certeza. Sabíamos que no tenía realidad alguna más que para nuestra desesperación. Una especie de movimiento se constituyó en aquel tiempo —que buscaba reformarlo todo, incluso el pasado. No creí sinceramente en ello ni un solo instante, pero ese movimiento era el único indicio de que nuestro país pudiera ser otra cosa que una ficción. Y fue aquel un movimiento cruel, mezcla de prehistoria y de profecía, de mística de la plegaria y del revólver, que todas las autoridades perseguían y que buscaba ser perseguido, pues había cometido la imperdonable afrenta de concebir un futuro para aquello que no lo tenía. Todos los jefes fueron decapitados y sus cadáveres arrojados a la calle: ellos tuvieron un destino, dispensando al país de tener alguno. Ellos redimían al país con su demencia, pues fueron mártires sanguinarios. Creían en la muerte: así que fueron asesinados. Se llevaron con su muerte el futuro que
“NOSOTROS, “ LOS JÓVENES DE MI PAÍS, VIVÍAMOS DE LO INSENSATO. ERA NUESTRO PAN COTIDIANO. UBICADOS EN UNA ESQUINA DE EUROPA, DESPRECIADOS O IGNORADOS POR EL UNIVERSO, QUERÍAMOS QUE SE HABLARA DE NOSOTROS .
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habían concebido, en contra de todo sentido común, de la evidencia, de la historia misma. El movimiento fue vilipendiado, dispersado y aniquilado a medias. Tuvo el destino de un PortRoyal sangriento. Fue fundado sobre ideas feroces, así que desapareció ante la ferocidad. En el momento en que tenía cierta atracción por estos soñadores sanguinarios, presentía indistintamente que no podrían, ni debían llegar a buen término. Puesto que ellos debían encarnar el fracaso de mi país bajo una forma ideal, perfecta, su destino era, precisamente, darle a esa derrota una intensidad y una presencia nunca antes vistas. En el fondo yo me apasionaba por esta doble capitulación. Necesitaba, sin embargo, un mínimo de exaltación y este movimiento me lo daba. Aquel que entre la veintena y la treintena no sucumbe ante el fanatismo, el furor y la demencia, es un imbécil. Uno sólo se convierte en un liberal por fatiga, en demócrata por razón. La desgracia es el producto de la juventud. Son ellos quienes promueven las doctrinas de intolerancia y las llevan a práctica; son ellos quienes tienen necesidad de sangre, de gritos, de tumulto y de barbarie. En aquella época, cuando yo era joven, toda Europa creía en la juventud, toda Europa la empujaba hacia la política, a los temas de Estado. A este fenómeno añadamos el hecho de que la juventud es teórica, medio filosófica, y le hace falta a cualquier costo un ideal irrazonable. No se contenta con una filosofía modesta: es fanática, cuenta con lo irracional y está a la espera de todo. Nosotros, los jóvenes de mi país, vivíamos de lo insensato. Era nuestro pan cotidiano. Ubicados en una esquina de Europa, despreciados o ignorados por el universo, queríamos que se hablara de nosotros. Algunos, para lograrlo, usaban el revólver, otros repetían los peores absurdos, las teorías más sanguinarias. Queríamos surgir a la superficie de la historia: venerábamos los escándalos, único medio, pensábamos, de vengar nuestra oscura condición, nuestra sub-historia, nuestro pasado inexistente y nuestra humillación en el presente. “Hacer historia” era la frase que regresaba sin cesar a nuestros labios: era la palabra clave. Improvisábamos nuestro destino, nos encontrábamos en abierta rebeldía en contra de nuestra insignificancia. No teníamos miedo al ridículo. Puesto que nuestro saber era insuficiente y nuestra experiencia ilusoria, nuestra decepción debía ser sólida, inquebrantable. Terminó por convertirse en nuestra ley... Caímos al nivel de nuestro país. En cuanto a mí, debía perder el gusto por apostarle al frenesí, a la
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convulsión, a la locura. Mis extravagancias de entonces me parecen inconcebibles; no podía incluso imaginar mi pasado; y cuando pienso en él ahora, me parece recordar los años de otro. Y es de aquel otro de quien abjuro, de todo ese yo que fui entonces y del que nos separa una infinita distancia. Y cuando pienso en todas las pasiones, en el delirio de mi yo de aquel entonces, en mis errores y mis arrebatos, en mis sueños de intolerancia, de poder y de sangre, en el cinismo sobrenatural que se apoderó de mí, en mis torturas sobre la Nada, mis vigilias violentas, me parece asomar a las obsesiones de un extranjero. Me deja estupefacto darme cuenta de que aquel extranjero era yo mismo. Debería añadir que en aquel tiempo yo era un novato ante la duda, que apenas aprendía sobre ella; que me hundía en certezas que negaban y afirmaban con desmesura. Escribía en aquella época un libro sobre mi país. Tal vez nadie ha atacado al suyo con semejante violencia. Fue la elucubración de un loco enfurecido, pero en mis negaciones habitaba una llama tal, que a distancia no me es posible creer que no fuera un amor invertido, una idolatría negativa. Era como el himno de un asesino, o la teoría escandalosa de un patriota sin patria. Páginas excesivas que permitirían a otro país, enemigo del mío, emplearlas en una campaña como calumnias y posiblemente como verdades. ¡Qué importancia! Tenía sed de inexorable. Hasta cierto punto otorgaba a mi país un reconocimiento por darme tan grandiosa ocasión para el desgarramiento. Lo amaba porque no podía responder a mis expectativas. Era el momento apropiado, creía en el prestigio de las
“ME “ DEJA ESTUPEFACTO DARME CUENTA DE QUE AQUEL EXTRANJERO ERA YO MISMO. DEBERÍA AÑADIR QUE EN AQUEL TIEMPO YO ERA UN NOVATO ANTE LA DUDA .
Fuente > en.turism-transilvania.ro
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La casa donde vivió Cioran en Rasinari, Rumanía.
pasiones desafortunadas y adoraba la prueba: y la más grande me parecía aquella de haber nacido precisamente en mi país. Pero el hecho es que en aquel tiempo tenía una insaciable necesidad de locura, de locura activa. Me era necesario destruir y pasaba mis días concibiendo imágenes de exterminio. ¿Destruir a quién? No odiaba a nadie en particular. En mi país no había más que dos categorías de ciudadanos: los miserables que conformaban casi la totalidad del país, y algunos charlatanes, parásitos que explotaban su miseria. Destruir a estos últimos me parecía demasiado fácil, era una tarea posible, demasiado posible; no correspondía por lo tanto a mis ambiciones. Habría sido comprometerme en una tarea sin envergadura, desvanecerme ante la evidencia, satisfacer una exigencia general. Mi odio en busca de un objeto creyó súbitamente encontrar uno; eran los cementerios... Lleno de rabia contra mis ancestros, no sabía cómo matarlos definitivamente. Odiaba su mutismo, su ineficacia en todos los siglos que habían poblado de renuncias. Mi idea era que había que volar sus tumbas, explotar por los aires sus huesos, profanar su silencio, vengarnos de ellos, insultar sus derrotas, pulverizar nuestro antaño, nuestra nada eterna... Mi idea, es inútil decirlo, no desencadenó ninguna cruzada. Me otorgó satisfacción acaso por un tiempo. Posteriormente, abandoné el odio vano, y me embarqué en uno tan vasto que abarcaba a todo el mundo, se extendía desde el desprecio por el
prójimo hasta una anarquía cósmica. Tenía, en efecto, necesidad de locura como otros la tenían de sabiduría o de dinero. La idea de que cualquier cosa existiera y pudiera existir sin preocuparse de mi voluntad de destrucción me provocaba crisis de rabia, me hacía temblar noches enteras. Y fue en ese momento cuando al fin pude comprender porqué la maldad del hombre sobrepasa por mucho a la del animal. En nuestro caso, no pudiendo pasar al acto inmediato y satisfacerse, la maldad se acumula, se intensifica, se hincha y se desborda. A fuerza de esperar, se apoya en la reflexión, volviéndola feroz. Lo odia todo, mientras que la maldad de la bestia no dura más que un instante y no se aplica más que al objeto inmediato; no se vuelve tampoco en contra de sí misma. Pero la nuestra llega a tales proporciones que no sabiendo bien a quién destruir, se vuelca en nosotros mismos. De esta forma me convertí en el centro de mi odio: odiaba a mi país, a todos los hombres y al universo, no me quedaba más que hacerlo también conmigo mismo. Y eso hice, mediante el¡' circunloquio de la desesperación. Nota Esta frase se encuentra en el capítulo “La espiral histórica de la Rumanía”, de un texto de juventud de Cioran, Transfiguración de la Rumanía, escrito en 1936. (N. del T.)
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Fuente Emil Cioran, Transfiguration de la Roumanie, Ediciones L’Herne, París, 2009.
EL SENTIMIENTO DE QUE TODO VA MAL
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l sentimiento de que todo va mal ha existido en todas las épocas. Esto se justifica, puesto que desde tiempos inmemoriales los hombres no han encontrado mayor placer que el de innovar en el arte de volverse infelices los unos a los otros. Cuando los conservadores afirman que la sociedad actual está corrompida pero que la próxima será aún peor, uno se puede irritar e incluso exasperarse. Sin embargo, la
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historia confirma este diagnóstico sin matiz alguno. ¿Qué se puede hacer entonces? ¿Volverse budista? ¿Cegarse y consentir a la idea de progreso? El papel de esta superstición que se remonta a Condorcet ha sido desmesurado. La idea del Progreso es una forma atenuada de la utopía, un delirio en apariencia sensato, sin el cual las ideas del siglo pasado, como las del nuestro, no hubieran sido posibles. La originalidad del camino
histórico del cual somos testigos consiste en la confrontación de este delirio, de una lucidez fatal, despertar liberador y desesperante a la vez. Las antiguas categorías de derecha y de izquierda nos parecen superadas. Podemos aún servirnos de ellas para fines prácticos, pero en el fondo no harían más que eludir lo esencial. ¿Por qué suscribirse a quimeras al punto de proclamarlas, de organizarlas en cuerpos de doctrina?
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No es posible encontrar hoy en día individuo alguno que crea verdaderamente en el futuro, si me refiero a personas normales. Locos, hay algunos. El optimismo de Hegel, de Augusto Compte, de Lenin y de Ernest Bloch ahora nos parece anticuado e inconcebible. Cité a Hegel porque éste le otorgó a la historia una importancia extraordinaria, y por lo tanto justificó de antemano toda tentativa de gigantismo ideológico. Quiero decir con esto que nos hemos inspirado en él no tanto por su sistema, sino por su megalomanía. Ver en grande fue el ejemplo que dio, y por ello fue que Marx triunfó, y luego fracasó, o fracasará. Si la Historia tiene un sentido, no puede ser otro más que aquél de invalidar todas las visiones monumentales que han intentado interpretarla, reconstruirla o hacerla... La idea de catástrofe es posiblemente menos importante que aquella del callejón sin salida. Pues es éste el devenir histórico: un desfile de atolladeros, una sucesión de situaciones bloqueadas, una inmovilidad en marcha. Es por esto que los hombres han pensado siempre que todo va mal. La historia, como la vida en general, se desarrolla, pero no progresa. Es que acaso se puede decir razonablemente: ¿yo progreso hacia la vejez? ¿Progreso hacia la muerte? Nos dirigimos hacia ella, eso es todo. La historia universal es así, y pasa lo mismo con el espíritu absoluto de Hegel. Paradójicamente, desde antaño se les ha llamado iluminados a los espíritus encaprichados de ilusiones, aquellos que, obnubilados por el entusiasmo, creen en el hombre, en su capacidad de triunfar sobre el mal en él y fuera de él. La civilización moderna (abordaremos aquí la raíz de su éxito y su fracaso) ha sido creada por los detractores del Pecado original, por los discípulos de Rousseau, por todos aquellos que se han rehusado a admitir que el hombre se encuentra viciado en su esencia y que se encuentra maldito desde siempre, sean cuales sean sus condiciones exteriores, sociales u otras, en las cuales vive. El autor del Génesis y aquél del Apocalipsis han percibido mejor la miseria sin remedio de nuestro sino que los apóstoles modernos de la ciencia, quienes nos han mostrado que conocer es ceder a una tentación peligrosa, que uno no se apasiona impunemente por el saber, y que el árbol de la ciencia es la antípoda del árbol de la vida. La curiosidad de nuestro primer ancestro nos ha resultado fatal. El hombre comenzó por una transgresión, por una elección peligrosa, puesto que también Ello (es decir, Dios) lo había prevenido claramente del riesgo que esto conllevaba. Conocer es arriesgarse a ver dentro, es violar el secreto de las cosas. La historia es la consecuencia de esta narración nefasta, de esta indiscreción inicial. Cada uno de nosotros, por medio de nuestras iniciativas y búsquedas, de una incursión ávida, concluirá en un acto de desmantelamiento; como la subversión apasionada que hizo de un chimpancé un aventurero, y que a través de milenios debía concluir
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“LA “ IDEA DE CATÁSTROFE ES POSIBLEMENTE MENOS IMPORTANTE QUE AQUELLA DEL CALLEJÓN SIN SALIDA. PUES ES ÉSTE EL DEVENIR HISTÓRICO: UN DESFILE DE ATOLLADEROS, UNA SUCESIÓN DE SITUACIONES BLOQUEADAS .
GUILLERMO DE LA MORA IRIGOYEN (Guadalajara, 1989) es traductor y filósofo por la Universidad de Guadalajara y la Sorbona de París. Tradujo por primera vez en México al filósofo franco-suizo Roland Jaccard y su libro Retorno a Viena (Moho, 2016).
con el desmontaje de la Creación. Agresión suprema de consecuencias conocidas. Se nos dice y repite que seremos salvados por la ciencia, que ésta nos volverá poderosos. Pues bien, poderosos lo somos a tal punto que aceptaríamos cualquier cosa para deshacernos de nuestra mellada supremacía. ¡El saber como flagelo! Esto era claro desde nuestros orígenes, pero hemos esperado demasiado para darnos cuenta. El mal ya está hecho y no nos encontramos en la medida de poderlo remediar. Siendo una excepción extraordinaria, el hombre mismo no puede terminar bien. Tal como un héroe trágico, tiene el privilegio de hundirse, de poder capotear su caída. El desastre ya estaba inscrito en su naturaleza. Su desdicha proviene de su deseo de hacerse notar, de existir, de salir del anonimato donde debería haberse mantenido como el resto de las criaturas. Su voluntad de afirmarse, de ser conocido, ha provocado la ruina del paraíso y se puede decir que quien encarne el deseo de volverse singular, de distinguirse de los demás, se encamina a la perdición. Tan poco modesto como Lucifer, el hombre ha imitado las formas cual epígono hábil, ambicioso de ilustrarse para su decadencia. Se puede soportar en él su apetito inconsciente de destruirse, pues de lo contrario no se sabría explicar cómo ha llegado a acumular catástrofe sobre catástrofe, cómo ha logrado situarse delante de la catástrofe. Un fin brutal, esto es lo que todo el mundo espera y teme a la vez. Pero es posible, al mismo tiempo, imaginarse un fin por cansancio a lo largo de los milenios. En un terruño argentino no se encontraban antes de la guerra más que una cuarentena de representantes de una tribu indígena. Sin ninguna intención de trabajar, se hundieron en una apatía completa y respondieron a quienes intentaron reanimarlos: “Somos los últimos, somos los últimos”. Esta cantinela fue la justificación de su pereza extrema, de su incapacidad de aferrarse a otra cosa que a la nada. La visión del último hombre, aquella podredumbre
moral y física, siempre ha acosado a los individuos: ¿cómo admitir que un animal que se quiso dueño del universo no subsiste más que en la forma de una caricatura de sí mismo? Todo ser viviente, estimulado por sus carencias, aspira necesariamente a la conquista. El microbio mismo es un conquistador. El hombre, que lo ha sido más que cualquier otro ser vivo, inspira dos sentimientos contradictorios: la admiración y el horror. Más bien: inspiraba estos sentimientos, puesto que ha entrado en una fase en la cual, si debe hundirse lentamente, se convertirá en un objeto de aversión, y si debe desaparecer inmediatamente, de estupor fulgurante. En el punto donde estamos, nosotros no podemos salvarnos más que si lográramos frenar el proceso histórico, y si reconocemos que nos hemos equivocado de camino; si, por decirlo en pocas palabras, aceptáramos todos la abdicación. Esta capitulación universal sería al mismo tiempo un acto de sabiduría sin precedentes, una victoria interior sobre nuestro pasado, sobre todos los siglos que nos han precedido. Pero es una hermosa excentricidad, una utopía extrema. ¿Qué nos queda? Inútil sería entrar en detalles. Aquello que de todas formas podríamos precisar es que muy probablemente quienes llevan la responsabilidad de haber forzado la intimidad de la materia, los discípulos de Prometeo, responsables de inauditas desbandadas cósmicas, los civilizados, en suma, serán los primeros en sufrir las consecuencias. Uno desearía en ocasiones que no sólo ellos sino el género humano en general sea aniquilado, sólo para poder lamentarlo. ¡Qué voluptuosidad apareja la locura de verse como sobreviviente! Abandonemos un instante estas fantasías, estas certezas y sus alarmas, seamos escépticos y, por primera vez, confiados. Después de todo, nada es seguro en este'¡ mundo, ni siquiera el fin del mundo. Fuente Texto de 1982, Bibliothèque Littèraire JacquesDoucet, CRN. Ms 706. En Magazine Littéraire, “Dossier Cioran”, número 508, mayo de 2011.
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UNA PROFECÍA BREVE Fuente > pointtwodesign.com
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nevitablemente, cada quien posee sus obsesiones, más o menos bien fundadas... Como estudiante, hace más de sesenta años leí el libro de Spengler acerca de la decadencia de Occidente. El tono vibrante y apasionado me conquistó en aquel momento, y me dediqué a esperar que su profecía se cumpliera. Se cumplió, en parte, pero se requiere un poco de paciencia para que una civilización vieja acepte su desaparición. Incluso sin Spengler, yo no podía, como amante de las catástrofes, no haber presentido aquel monumental desastre histórico, comparable a los del mundo antiguo, precisamente el de Roma. Hablé bastante con mis amigos, antes incluso de llegar a Occidente, del papel al que está llamado América Latina:1 asegurar el relevo de nuestro continente en decadencia. Curiosamente, esta esperanza, o mejor dicho este capricho, no me ha abandonado.
derribar mi esperanza. Un instinto misterioso me hace pensar que tengo razón y que mis detractores se equivocan. Intuyo que estos pueblos poseen todavía instintos que no se encuentran desgastados, y que al darse cuenta de la decadencia de Europa, tendrán la obligación de ayudar a los agonizantes llevando a cabo una misión de la cual un continente agonizante ya no es capaz. Repito de nuevo, no estoy divagando al respecto. Fuera de América Latina, no veo quién podrá perpetuar los singulares ' logros del delirio europeo. Nota
Nadie hasta ahora ha logrado desterrarlo de mi espíritu. En vano me han contado con detalle las insuficiencias de aquellos pueblos. Aquellos argumentos, a pesar de ser razonables, tan bien fundados, no han logrado
América del Sur en el original. En la comunidad francófona es común confundir América del Sur con América Latina. Es el caso aquí. (N. del T.) 1
Fuente Emil Cioran, Les Cahiers de L’Herne. Francia, 2009.
A MANER A DE DESPEDIDA Fuente > commons.wikimedia.com
SIMONE BOUÉ
Cementerio de Montparnasse.
E
ncontré Mi país en la primavera de 1994, mientras mucho después de la aparición de las primeras plumas atómiintentaba arreglar la pequeña alcoba de Cioran, hacas—, la caligrafía, así como el vocabulario y el estilo evocaban bitación singular en la que reinaba un desorden esun periodo antiguo. Evidentemente, Cioran no escribió este candaloso, en donde sólo él podía orientarse. De su texto en el cuartito de la rue de l’Odéon, donde se instaló en original y minúsculo reino, él manifestaba un cierto orgullo. octubre de 1960, sino en el hotel Majory, rue Monsieur-LeEn algunas fotos, se le ve de pie en un espacio muy limitado, Prince. Allí ocupaba una pequeña buhardilla luminosa que paposando con aire gallardo, sonrisa cínica y provocadora hacia recía más un camarote de barco que una habitación de hotel de el fotógrafo que uno imagina apretujado y desconcertado tras donde se veía el cielo. Abajo había un patio de muros amarillos, su aparato fotográfico. con un árbol circular al centro, en cuyo alrededor se abrían venEl caos de esta habitación, el extraordinario amontonamientanas altas, azules y curvas como en la escenografía de un teatro. to no sólo de libros, sino de papeles y de los objetos más heteFue delante de este paisaje bastante civilizado que fue esróclitos y disparatados. [...] La buhardilla se prolonga sobre el crito Mi país. Por Rumanía, Cioran fue atormentado, rumiando techo por un ático al cual se accede a gatas, y donde se encuenconstantemente su pasado. En estas páginas amarillentas se tran bolsas, cajas, maletas: una inmensa y vieja en particular, encuentra una suerte de despedida. No sólo una despedida de que Cioran portaba cuando llegó a Francia al inicio de 1941, un pasado muy agitado, sino de su lengua natal, con la que después de haber abandonado Rumanía rompió. El primer libro en francés para siempre (huía con tanta presteza, conde su autoría, Breviario de podretaba con regularidad, que no tuvo tiempo de dumbre, apareció en 1949, y aquella “POR “ RUMANÍA FUE comprar cordones para los zapatos que traía decisión que tomó Cioran no tenía ATORMENTADO, RUMIANDO vuelta atrás. Si se quiere situar este puestos). En esa maleta encontré muchos manustexto de manera precisa, habría que CONSTANTEMENTE critos, algunos envueltos en camisas, otros localizarlo al principio de los años SU PASADO. EN ESTAS atados con cordeles, otros sueltos y... un cincuenta. Cioran tenía entonces cuagran sobre beige que llevaba la inscripción renta años y decía de sí mismo: “Soy PÁGINAS AMARILLENTAS Mi país, en una caligrafía cerrada de color como algunas mujeres de las ¡' que se azul de pluma atómica. En su interior, cuidadice que tienen un pasado”. SE ENCUENTRA UNA dosamente dobladas, se encontraban once SUERTE DE DESPEDIDA . páginas escritas con pluma fuente. La tinta Fuente Emil Cioran, Les Cahiers de L’Herne, op. cit. china —Cioran renunció a su pluma fuente
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La poesía intensifica el lenguaje en sus distintas posibilidades de sonido y sentido, de significante y de significado. Implica el desbordamiento de las voces. En ese sentido, cada palabra funciona como una ventana: vale por las texturas que el propio marco posee, pero también por los paisajes que permite observar a través del vidrio. Los versos que ofrecemos a continuación se asoman a la geografía corporal y así proponen nuevas vías de acceso al asombro.
“TU TATUAJE” Y OTROS POEMAS ANTONIO RIVERO TARAVILLO TU NARIZ
Los ojos palpan
DURAZNOS
atracción y rechazo en esas líneas Respingona, se asoma a saludarme
que como marca de agua trasparentan
A quemarropa vienen tus duraznos,
en todos tus retratos. Puja arriba
sombras sin fondo.
a quemarropa:
como diciendo “Mírame a los ojos”.
Un cieno irrumpe
los médanos del río de tu risa
Los miro, agradecido a la nariz
y, tirando de mí para el ahogo,
que desmenuza
que, por burlarme, digo que me miente,
me deja en tus regiones subcutáneas.
el primoroso encaje de tus manos
pues no existe verdad más meridiana
en el granero lleno de mi mirada impávida
que su perfecta forma y su tamaño,
que no deja ni un siglo de mirarte.
frustración de Quevedo y su soneto,
TU VOZ
que en ti enmudece encima de los labios
Me alimentan con uvas y manzanas:
de frente, de perfil, como te vea.
Es la llave que abre
si no ellos mismos, la metamorfosis
Amo la ortografía de tu rostro,
la cerradura de mi oído,
del fruto en su simiente fugitiva.
la tilde en el acento de tu cara.
el arcaduz
Me acribilla su piel, y con sus huesos
de agua al cangilón de quien es sordo
liman la soledad, le ponen puertas
a todo cuanto no es lo que tú dices.
donde rejas había cuyo óxido
TU TATUAJE
era parecido a mi memoria. Es aire hecho de aire y de desaires,
Entintada la carne como un vino
y su respiración
Da tus duraznos,
por las mejillas o esas venas
es la que inhala en mis pulmones
un regalo que llueve
de la nariz que indican la embriaguez
antídoto de asfixia
desde tus cestas cálidas,
acostumbrada,
viniendo de los tuyos por tus labios.
al lecho de mis lúbricas y hurañas
o cicatrices
profundidades.
de futuras heridas a tu lado,
Son los sonidos, las palabras,
un nombre te rotura la piel
cristales de colores: la vidriera
con un arado infértil por mis ojos.
que transforma tu luz.
Abominables me parecen las manchas, y un enigma
Y gira, y no chirría, y mueve el gozne,
que quiero resolver, un acertijo
la bisagra, el amor, mi entendimiento
con la piedra Rosetta de tu cuerpo,
que pierde la razón bajo tu ensalmo.
ANTONIO RIVERO TARAVILLO (Melilla, 1963) ha publicado siete libros de poemas. Son reconocidas sus traducciones de William Shakespeare, John Donne, Ezra Pound, Edgar Allan Poe y Harold Bloom. Dirige en Sevilla la revista Estación Poesía.
descorrido el telón de su escenario.
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Adentrarse en los pasillos menos favorables e incluso más vergonzantes de una persona o un país es una búsqueda de la literatura que no pretende enarbolar teoremas ni ofrecer moralejas simplistas, sino lo contrario. A partir de ese planteamiento, el autor de este ensayo desmenuza el trabajo de dos autores salvadoreños relevantes: Claudia Hernández y Horacio Castellanos Moya. Cada quien desde su óptica y su voz construye narraciones en las que el lector mexicano encontrará espejos inescapables.
DOS MIRADAS SOBRE EL SALVADOR FEDERICO GUZMÁN RUBIO
L
eer sobre El Salvador es leer sobre nosotros mismos, lo que dista mucho de ser un elogio. Leer sobre El Salvador es leer sobre nosotros mismos pero desde otro punto de vista, lo que es uno de los objetivos muchas veces abstractos de la literatura que, en este caso, adopta una concreción espeluznante. Quizás por eso, salvo por los tres o cuatro autores en que resulta imposible no hacerlo, preferimos dar la espalda a la literatura centroamericana: para no vernos en ese espejo que acentúa nuestros defectos y resalta nuestras carencias. Si queremos entender mejor el momento por el que atraviesa México, es indispensable esforzarse por entender a los países centroamericanos, y no hay mejor forma de hacerlo que a través de su literatura. Sin embargo, aunque leer para entender nuestro presente es una opción válida, finalmente resulta pobre en su utilitarismo. En realidad, la literatura centroamericana en general, y la salvadoreña, en este caso, no requieren de excusas biempensantes o de justificaciones contingentes para ser leídas. Es más: aunque lo hagan, su objetivo no es explicar nada. Lo único que se le puede exigir a la literatura, sea la salvadoreña o la francesa, es ser literatura, y las novelas aquí reseñadas, de Claudia Hernández y de Horacio Castellanos Moya, lo son con todas las letras. Hacer una lectura cruzada de ellos, los dos autores salvadoreños con mayor proyección en México, es un ejercicio riquísimo e incómodo. Por supuesto que hay coincidencias en los temas, en la denuncia —aunque resulte imposible describir la realidad de El Salvador sin que la denuncia vaya implícita—, en la relación conflictiva que los autores mantienen con su país y, sobre todo y no podría ser de otra forma, en la creación de personajes destruidos por la historia y la identidad de ese rincón del mundo. No obstante, las divergencias son mayores, y esto es una prueba de que el acercamiento que ambos autores proponen a su país dista mucho de la ecuanimidad y de la denuncia
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desganada y escandalizada del periodismo, o de una folclorización de la violencia latinoamericana, ideal para leer un domingo por la tarde para concluir que tener suerte en el México del siglo XXI consiste en parecerse más a un personaje de Houellebecq que a uno de narconovela.
A LGUNAS DE LAS DIFERENCIAS entre ambos escritores son muy notorias: mientras que los personajes de Hernández son pobres y viven en el campo, los de Castellanos Moya pertenecen a una élite intelectual urbana que coqueteó con la guerrilla. Mientras que los de Hernández migran para escapar de la pobreza o porque fueron vendidos por monjas a familias europeas, los de Castellanos Moya son exiliados políticos que aspiran a un trabajo en la universidad o en el periodismo, o incluso a volver a su país de origen si los vientos políticos soplan a su favor. Mientras que los de Hernández son mujeres que sacan fuerza quién sabe de dónde para sobrevivir a todas las guerras latinoamericanas y siempre imaginan un futuro que les acaba quedando mal, los de Castellanos Moya viven obsesionados con un pasado que, para ellos, no es sino una sucesión de traiciones. Pero estas diferencias son las menos significativas si se las compara con puntos de vista irreconciliables y que exceden las preocupaciones por El Salvador; de hecho, podríamos ponerlos a dialogar, pues resumen, en buena medida, algunos de los debates sociales, artísticos y políticos más ruidosos, a veces, pero también más necesarios de
nuestro tiempo, dentro o fuera del pequeño país centroamericano. Dicho esto, habría que aceptar que la comparación entre ambos autores resulta injusta, pues Claudia Hernández (San Salvador, 1975), si bien tiene ya un historial como cuentista, es una novelista nueva, autora de dos novelas, Roza tumba quema y El verbo J, ambas publicadas en 2018. Por su parte, la obra literaria de Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957) es ya extensa y está compuesta por una decena de novelas, varias de las cuales comparten personajes y forman, así, una especie de saga alrededor de la familia Aragón, cuyos integrantes, cada uno a su manera, padecen alguna de las muchísimas variantes desgraciadas de ser salvadoreño. Sin embargo, la unidad estética de sus respectivas obras permite y propicia el contraste, gracias a que ambos autores tienen claro lo que buscan.
FEMINISMO DE SUPERVIVENCIA La obra de Claudia Hernández puede leerse, entre otras muchas posibilidades, como un alegato feminista que, más allá de una reivindicación necesaria y urgente, para las mujeres salvadoreñas representa la única esperanza de supervivencia. En Roza tumba quema, la protagonista es una exguerrillera, que lucha porque sus hijas y ella sobrevivan a la violencia que llegó con la firma de los acuerdos de paz; en El verbo J, el protagonista es un muchacho al que su orientación homosexual lo obliga a emigrar con la esperanza de poder ser él mismo. Con sutileza admirable, Hernández nos presenta la violencia política, delincuencial y migratoria (un buen resumen de los últimos cincuenta años latinoamericanos) como una anomalía y como una sucesión de acontecimientos estrechamente relacionados entre sí, tras los cuales se mantiene estable la normalidad homicida de la violencia machista: todas las violencias se transforman, se ganan y se pierden guerras, se huye
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y se regresa, todo cambia, salvo la violencia machista, que es siempre la misma, igual en cualquier bando e indiferente a las supuestas grandes transformaciones de la historia. De esta forma, el único consenso que parece haber existido en El Salvador durante las últimas décadas es el odio a la mujer, el cual se manifiesta de múltiples formas: vender al hijo de una guerrillera para castigar al padre, al que parece no afectarle mucho el castigo; la violación como una forma de pasatiempo extremo casi aceptado socialmente, y la sumisión impuesta a toda madre y esposa, quien, de rebelarse, se expone a ser golpeada y asesinada con la anuencia de su círculo cercano.
EN EL CASO de Horacio Castellanos
Moya, en principio, sería descabellado afirmar que la denuncia del machismo es una de las constantes de su obra: no hay muchos personajes más grotescamente machistas que los suyos en la literatura latinoamericana, lo que es decir mucho. La corrección política no es el fuerte de estos personajes masculinos, quienes, por adversas que sean las circunstancias que atraviesan, sólo piensan en cogerse a cualquier mujer que se les atraviese. Por supuesto, pocos escritores como el salvadoreño han reflexionado no sólo sobre su identidad nacional, concediendo que tal cosa exista, sino aborrecido de ella, a grado tal que tuvo que exiliarse de su país tras la publicación de El asco, donde a la Thomas Bernhard, se burlaba de la idiosincrasia salvadoreña (así como del gesto esnob que implica burlarse de ella), machismo incluido. Tomando esto en cuenta, la virilidad desbordante de sus personajes —por llamarla de alguna manera— puede verse como una caricatura y como la evidencia de una catástrofe: los guerrilleros del FMLN podrán haber sido soñadores, valientes, épicos, pero, antes que cualquier otra cosa, seguían siendo salvadoreños (o latinoamericanos). Esta circunstancia explicaría en parte un suceso clave en la historia de El Salvador y un episodio al que Castellanos Moya regresa una y otra vez, casi como un leitmotiv: el asesinato, cometido por sus compañeros de armas, del poeta Roque Dalton. Si los montoneros argentinos no soportaron tener a un homosexual en sus filas y expulsaron a Perlongher con todo y su Frente de Liberación Homosexual, los combatientes del FMLN fueron un paso más allá y no toleraron tener a un buen poeta en la guerrilla. Sin embargo, en su última novela, Moronga (cuya traducción al español mexicano sería verga), Castellanos Moya plantea el cuestionable conflicto que padecen los viejos machos latinoamericanos por no hallarse a sus anchas en la sociedad de la hipercorrección política. Uno de los protagonistas (exguerrillero, mercenario, inmigrante ilegal en Estados Unidos que aspira a ser narcotraficante), por ejemplo, pierde injustamente su trabajo como chofer de autobús por una
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“POCOS “ ESCRITORES COMO CASTELLANOS MOYA HAN REFLEXIONADO NO SÓLO SOBRE SU IDENTIDAD NACIONAL, CONCEDIENDO QUE TAL COSA EXISTA, SINO ABORRECIDO DE ELLA A GRADO TAL QUE TUVO QUE EXILIARSE DE SU PAÍS TRAS LA PUBLICACIÓN DE EL ASCO . falsa acusación de acoso. A pesar de que, en un descuido, la novela podría leerse como una queja más de que ya no se pueden hacer chistes de nada, el planteo de Castellanos Moya es más incisivo. La novela en realidad aborda, en otro escenario, uno de sus temas preferidos: la paranoia. Todos sus personajes —del corrector de estilo de Insensatez al exembajador de Donde no estén ustedes (su mejor novela) y al exiliado perdido en la Ciudad de México de La diáspora— siempre están convencidos de que alguien los persigue, y siempre acaban por tener razón. Pero en Moronga esta circunstancia se enfatiza, pues dicho personaje acaba encargándose, primero, del sistema de espionaje electrónico de una universidad y, después, del sistema de vigilancia de videocámaras de una pequeña ciudad. La paranoia, que en otras novelas era fruto del desorden mental de los personajes y de una cruda y sed de alcohol permanentes, ahora se profesionaliza, y el vigilar y ser vigilado se convierten en una ocupación remunerada de tiempo completo.
DOS PROYECTOS ESTÉTICOS En una lectura simplista, a Claudia Hernández cabría reprocharle (o elogiarle, lo mismo da) su corrección política, y a Castellanos Moya, su incorrección. Ambos, felizmente, se desmarcan de este reproche (o elogio) fácil gracias a su respectivo planteamiento literario, que no puede ser más diferente. La prosa de Hernández es sencilla y funcional: desea narrar las atrocidades que padecen sus personajes con naturalidad, porque el horror ha sido y continúa siendo una parte de la vida cotidiana de El Salvador. El hecho de que ni sus personajes ni sus escenarios tengan nombre, si bien en algunos momentos puede crear confusión, acentúa, una vez más, que las circunstancias que atraviesan sus personajes no son excepcionales, sino, tristemente, el pan de cada día
de la mayoría de salvadoreños. Esto no significa que los personajes sean esquemáticos o intercambiables: su tragedia es compartida nacionalmente, pero ellos la sobreviven a su manera. La estructura de El verbo J es significativa en este sentido: cada capítulo corresponde a una persona gramatical, lo que, lejos de formar una novela coral, permite estudiar al personaje desde diferentes puntos de vista, de una forma natural, siempre con un lenguaje cotidiano, lejos del esquematismo, por ejemplo, de La muerte de Artemio Cruz. En cambio, aunque hay cambios de registro en sus libros, la prosa de Castellanos Moya es potente y siempre está abierta a un sentido del humor muy particular; las oraciones suelen ser muy extensas y no es raro que acaben en un monólogo interior desquiciado, mezcla de resentimiento y derrota. Porque todos sus personajes son grandes derrotados, sobre todo por la revolución que no fue y que se traicionó a sí misma. Ningún escritor de ninguna parte ha narrado mejor la cruda que Castellanos Moya porque, bien vista, la cruda es el gran símbolo de su obra: sus personajes andan a la deriva, padeciendo la salvaje cruda tras la borrachera de utopías y revoluciones de los años setenta y ochenta latinoamericanos, cruda que no se cura ni con un clamato ni con la llegada de la democracia. Siempre de paso, tramitando una visa de refugiado, esperando un trabajo que nunca llega, planeando un retorno imposible, aspirando a cursar un doctorado para cobrar la beca por escribir una tesis sobre poesía y revolución, buscando una cerveza para curarse el malestar o un tequila para mejorar el ánimo, los personajes del salvadoreño ya no viven en ningún tiempo porque su tiempo definitivamente pasó, y no puede haber futuro porque todo en ellos es, tras tanta muerte, un pasado demasiado vivo. Si los personajes de Horacio Castellanos Moya no pueden salir del pasado, los de Claudia Hernández, por el contrario, siempre están viendo al futuro. Paradójicamente, esto permite que en Roza tumba quema y, en especial, en El verbo J, la reconciliación y, por tanto, la esperanza sean posibles. Ésta sería, para concluir, la gran diferencia entre ambos proyectos: que uno marca la certificación de un fracaso, el de las generaciones latinoamericanas que quisieron hacer la revolución, mientras que el otro exalta la improbable supervivencia y el amor a la vida en un contexto de desesperanza. Estas visiones opuestas se conjugan y resumen la realidad de El Salvador.
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Una revelación de la literatura actual se halla en los cuentos de la escritora ecuatoriana María Fernanda Ampuero, reunidos bajo el título de Pelea de gallos. Reflejo de una realidad con demasiados rasgos atroces —la violencia contra las mujeres pero también los contrastes que dividen a las clases sociales y, en última instancia, el desprecio del otro—, es a la vez un despliegue de enorme poder narrativo que enriquece el paisaje literario de América Latina.
“LO HORROROSO VA A PASAR” HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ
C
on una serie de temáticas variadas, María Fernanda Ampuero (Ecuador, 1976) publica su primer libro de relatos, Pelea de gallos (Páginas de Espuma-Colofón, 2018). En él encontramos escenarios donde lo ominoso ejerce una fuerza apabullante y la violencia sexual acecha a los personajes femeninos. Es latente la sensación de estar en un ambiente ajeno donde el peligro, un hedor, la sonrisa de unos secuestradores, el relato de una sirvienta, o una reunión de señoras acaudaladas tiene un final impredecible. Heredera de cuentistas como Maupassant o Villiers de l’Isle-Adam, Ampuero integra al abanico del horror o de la crueldad la violencia a la que están expuestas las mujeres. Pelea de gallos reúne trece piezas; me gustaría comentar algunas, pues la crítica o la celebración sin argumentos es propaganda. Creo que “Persianas” deja un poco a medias la historia, a pesar de que los personajes están bien delineados y de que la violencia de la madre hacia la hija es una forma coercitiva que padece la protagonista por sentir deseo. A su vez, este relato repite la imagen de un beso à trois que aparece en “Nam”, el que quizá sea el más forzado, por inverosímil y débil. Aunque la escena lésbica exhibe una escritura potente, resulta un tanto autocomplaciente la figura del monstruo que aparece: ¿es el padre después de recibir napalm o fósforo blanco o algún gas vesicante? Igual que en “Griselda”, el final queda tan abierto que el desenlace parece, más que concluido, abandonado. Por su parte, “Crías” es uno de los más fuertes, la imagen del hámster devorando a sus ratoncitos es de las más inquietantes: La madre, peluda y cachetona, miraba hacia el frente con sus ojillos negros y sus bigotes de caricatura. Era tan difícil imaginarla comiéndose a sus criaturas, pero por otro lado estaba él allí, con las palmas abiertas, mostrándome pedazos de bebés hámsteres, pata y rabo en la derecha, cabecita en la izquierda, y contándome que lo había visto todo, desde el parto hasta el canibalismo. El primero del libro, “Subasta”, es ambicioso en su búsqueda de captar varios
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planos espacio temporales simultáneamente, aunque también un poco efectista. Asimismo está presente la escatología, a la cual Ampuero no rehúye y en cambio logra darle un matiz interesante, aunque considero que la podredumbre resulta más mencionada que transmitida: alude a ella, pero no la hace presente en la mayoría de los casos. Sin embargo, el libro cambia a partir del relato “Cristo”, un gran ejercicio que ya nos deja ver la forma en que la autora logra finas piezas de caballete. Dentro de estos cuentos, no sé si más trabajados o preparados con más agudeza, se encuentran “Cristo”, “Pasión”, “Luto”, “Coro” y “Ali”, estos dos quizá los mejores de todo el volumen. Sin dejar de lado la forma en que nuestros países viven lo secular y la religiosidad, María Fernanda Ampuero retrata la lógica que subsiste e influye en las mentalidades en “Duelo”, “Cristo” y “Coro”. Bendecir una casa, ponerle sábila y un listón rojo, lo mismo que ponerle agua bendita a un enfermo, juzgar a la mujer como puta o mística, son prácticas comunes aunque nuestras sociedades se autodenominen modernas. Por su parte, “Pasión” recuerda uno de los relatos de Fuegos, de Marguerite Yourcenar, donde la protagonista encarna la voz diezmada, herida y después vencedora, de una de las amantes del mesías. También recuerda La enciclopedia de los muertos, de Danilo Kis, en su forma de reescribir el mito religioso y aportar una nueva versión. “Luto” aborda una de las tragedias vitales de nuestro tiempo, la familiar: dos hermanas, Marta y María, viven bajo la dictadura del hermano, quien idolatra a una y tortura a la otra porque ha descubierto que quiere vivir su sexualidad, “gustar del gusto”, como dice la narradora. María era memoriosa. Recordaba el día en el que su hermano la echó de la casa principal y la puso a dormir más allá de los esclavos y de las cuadras, no merecía dormir en lino ni en seda bordada como Marta, la hermana buena, la hermana mística. La puta merecía dormir entre ratas y sobre jergones hediondos. La
puta, aliada del maligno, se tocaba entre las piernas y gemía. En eso consistía ser puta: en gustar del gusto. Hay en “Luto” una contundencia, una precisión, una postura ética y una mirada magistrales. Es un cuento de una fuerza que toca y dice cosas esenciales. Machismo, violencia, incesto, religiosidad, atavismos aún presentes en las familias son retratados aquí con acierto. Me parece que el único problema es el final, pues al ser un espléndido cuento de costumbres y violencia contra la mujer, Ampuero mete un rasgo fantástico que impide que las inercias geniales del cuento lleguen a su cauce natural: las hermanas celebrarían el duelo, cometerían un pecado final, se solazarían con la muerte del engendro que tenían por hermano. ¿Para qué meter el mundo de ultratumba si con el infierno de los vivos basta y sobra? Finalmente, “Ali” y “Coro” son dos piezas ejemplares. “Ali” es una clase entre la tensión psicológica y el horror, el retrato de una psique obcecada con autodestruirse (algo que, por lo menos a mí, me deja impávido), y con imágenes estremecedoras donde “lo horroroso va a pasar”: “Fue rapidísimo: cogió la tijera y se rajó desde el pelo hasta la quijada. Nunca habíamos visto tanta sangre. La carita de nuestra niña abierta como carne fileteada”. Sin duda es un cuento al que habrá que volver para desentrañar todos sus aciertos. Y “Coro”, desde la voz omnisciente pero solidaria con la sirvienta, narra la reunión de unas auténticas arpías que critican, destruyen, calumnian a toda la gente en su ausencia, pues “dejar de hablar de las demás es hablar de uno mismo”. Al mismo tiempo, este relato cumple perfectamente con la solicitud cortazariana de que el cuento venza la pelea por knock out, el cual el lector encontrará de la manera más inesperada. En éste, Ampuero continúa con una tradición de narrar desde la mirada de la servidumbre, que comparten autores como Flaubert, Anton Chéjov, Lucia Berlin o Margaret Atwood, y además le añade un tono hispanoamericano en donde nos podremos ver reflejados de cabo a rabo.
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HASTA LA GRIETA en el muro donde habita el escorpión llegan los reclamos por la decisión del gobierno federal de eliminar de la nómina a sus muchos empleados por honorarios. “No son despidos —se insiste—, sólo no van a ser recontratados”, lo cual es peor, pues además de no contar con derechos laborales, estos trabajadores tampoco recibirán liquidación. En el sector de la cultura la afectación es bárbara. El INAH, el FONCA, Bellas Artes, la Dirección de Bibliotecas y demás oficinas se sacuden. El director de la Biblioteca Vasconcelos, Daniel Goldin, fue ratificado tras más de cinco años de trabajo, pero decidió renunciar por el despido masivo de su personal. Por ello, fue sacado con patanería de su oficina. Las credenciales de Goldin son muchas y bien reconocidas. Como detalle personal, el escorpión revive la generosidad de Goldin al recibir el envío de unos ejemplares del libro de ensayos literarios del venenoso, y proceder a incorporarlos gustoso al acervo de la biblioteca. El presidente López Obrador ha pedido tiempo: “El gobierno es un elefante, y un elefante reumático, se mueve con lentitud o de plano no se mueve”, comentó, y vislumbró unos seis meses más de trabajo de “alineamiento” para poder echar a andar al aparatoso paquidermo. ¿Y en tanto? Hace siglos, el arácnido trabajó en diversas oficinas culturales, pero lleva casi treinta años laborando por honorarios. Estas contrataciones se iniciaron en el régimen de Carlos Salinas y cobraron auge en sexenios posteriores, aun con los recambios de grupos en el poder: panistas por priistas y viceversa. Al parecer nunca se confió en el personal burocrático con plaza para realizar tareas estratégicas en esas administraciones. Hoy, la austeridad republicana tiene en un brete a trabajadores de la cultura urgidos de pagar la renta.
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MI RELACIÓN CON LOS PERROS INCLUSO
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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO Por
NIVELES IRRACIONALES.
CARLOS VELÁZQUEZ
SUFRO DE UN TERRIBLE
@charfornication
SE HA ENFRIADO A
DOLOR A ENCARIÑARME . allá. Recuerdo con emoción cómo me alejaba cada vez más del territorio seguro de mi colonia en expediciones por el poniente de Torreón. No me imagino a un perro no haciendo lo mismo, todo el día mirando por la ventana. Hace unos días me llegó un mensaje por whatsapp. Contaba una historia de una riña que condujo a un matadero de perros. Incluía una lista bastante larga de taquerías de Torreón que eran surtidas con carne de can. Por fortuna la noticia era falsa. No dudo que existan cabrones que cacen perros, pero siguen siendo una plaga. Y qué bueno que así sea. Prefiero un panorama repleto de perros que una ciudad desierta. Hace mucho que no me sentía orgulloso de este sitio como ahora. Los hay solitarios, en grupos de hasta quince, hambrientos, famélicos, dándose la gran vida en la calle. Esa gran vida que me di en la juventud y hoy mi aburguesamiento me impide. Son alumnos de Pito Pérez, hallan cobijo donde no lo hay. Dos noches después iba saliendo de un Walmart y vi a un perro cruzando la calle con una bolsa de basura en el hocico. La portaba como un motín. Buscaba un lugar para destriparla y ver qué encontraba. Sentí un poco de vergüenza de mí mismo. En ocasiones lloriqueo por cualquier pendejada y me creo que me lo merezco todo y que tengo derecho a esto o aquello. Y se me olvida que la supervivencia está en mí desde antes de convertirme en el maltrecho ser humano que soy. Que antes de gimotear debo apelar a mi perro interior. Recordar que llegué a este mundo sin nada. Mi admiración por los perros callejeros aumenta cada día. No se quejan por nada. Les vale madre si hay gasolina o no. Si el Peje viaja en metro. Sólo se ocupan de recorrer la ciudad. Y son felices los hijos de puta. No van a terapia. No toman ansiolíticos. No van a clases de meditación. Todos los días dan una pelea. Contra otro perro, una escoba o un taquero. Y ah, cómo salen airosos. Yo tenía eso y en algún momento lo perdí.
Foto > Anna von Brömssen / mynewsdesk.com
EL ESCÁNDALO ME DESPERTÓ. Eran las tres de la madrugada. Me asomé por la ventana. En la esquina de mi edificio una gavilla de perros se peleaba por una hembra. Vivo en una ciudad dominada por los canes. Se estima que en Torreón hay de 150 a 300 mil perros callejeros. Mi primer tatuaje fueron dos perros. La ilustración que aparece en una de las ediciones del Fondo de Pedro Páramo. Hice un viaje muy largo por ese tatuaje. Me fui de polizonte en un tren desde Torreón hasta Ciudad Juárez. Mi propósito era rendirle un homenaje a Juan Rulfo, pero lo que ignoraba es que con aquel trayecto estaba sellando mi compromiso con la literatura. Fue mi rito de iniciación. Una época de mi vida me apodaron El Perro. Mi vida era la calle. Al final del día regresaba a casa. Hasta que un día no volví. Desde entonces me he sentido un rain dog. Hoy vivo cuatro días a la semana con mi hija y la sensación no desaparece. Quizá eso explique por qué siempre fracaso en mis relaciones sentimentales. Las mujeres ansían rescatarme pero yo no deseo ser rescatado. Por eso cuando salgo al coche y observo esta ciudad sitiada por los perros callejeros me siento verdaderamente en casa. De niño tuve varios perros. A los diecisiete decidí que no tendría ni uno más. Aquel que haya sentido el dolor de perder a un perro me entenderá. Además, llega un punto en que son irremplazables. Existen personas que tienen tres y que cuando alguno muere de inmediato compran otro. Yo no puedo. El perro no es una mascota. Es un compañero. ¿El día que se te muere un hermano qué, vas a una tienda y te compras otro? Mi relación con los perros incluso se ha enfriado a niveles irracionales. Sufro de un terrible dolor a encariñarme con los perros. He tenido algunas parejas que tienen perros y he preferido mantenerme distante. No involucrarme. Y creo que no me ha faltado razón. Cuando una relación se rompe, el perro tiene que quedarse con alguna de las partes. Y ya no quiero que se me rompa el corazón. Pero hace unos meses me ocurrió algo que me ha hecho reconsiderar mi posición. Me enfermé de Giardia Lamblia. Un parásito que sólo infecta a humanos y perros. Pude haber contraído otro, una solitaria, por ejemplo. Pero fue precisamente la giardia. Si me atacó fue porque soy un perro. Si hasta mi propia madre me lo gritó una noche después de no haber pisado la casa en una semana. Otra de las razones por las que me resisto a tener un perro es porque no soy capaz de tenerlo en un departamento. El animal debe tener la posibilidad de correr, tal y como yo lo hice desde mi primera infancia por los linderos del barrio y más
Fuente > Twitter
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EL DIRECTOR DE LA BIBLIOTECA
PERROS CALLEJEROS EL SINO DEL ESCORPIÓN Por
DANIEL GOLDIN,
ALEJANDRO DE LA GARZA
FUE RATIFICADO TRAS
@Aladelagarza
VASCONCELOS,
MÁS DE CINCO AÑOS DE TRABAJO, PERO DECIDIÓ RENUNCIAR .
Para ahondar la reflexión, el arácnido leyó con interés un tuit del original y potente escritor Emiliano Monge sobre la situación: “Es contradictorio el deseo de que todo cambie, a menos que el cambio afecte los espacios que —según uno— consideramos que no deben cambiar. Hay algo, más bien, bastante conservador en ese progresismo reconvertido en conveniencia. ¡Todo estaba mal menos lo mío y lo de los míos!”, escribió el autor de No contar todo. Los “no-recontratados” se suman a los cientos de despedidos de periódicos, portales digitales, televisoras, radiodifusoras y corporativos mediáticos. El venenoso expone los hechos (padecidos en carne propia) mientras se anuncia para marzo el programa de comunicación social 2019 del gobierno, con cuatro mil doscientos millones de pesos de gasto publicitario. El escorpión promete hincar su aguijón en ese documento (y pagar pronto la renta).
C U LT U R A POR HONORARIOS
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REDES NEURALES Por
JESÚS RAMÍREZ-BERMÚDEZ
UN FILÓSOFO CAUTIVO DE LA L I B E R TA D
“EXPLORÓ “ DE MANERA OBSESIVA LA FENOMENOLOGÍA DE LA VOLUNTAD, HASTA LLEGAR A LA PREGUNTA: ¿CÓMO ENTENDER LA VOLUNTAD DE HACER EL MAL?”.
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P
aul Ricoeur nació en 1913, en la ciudad de Valence, en el seno de una familia que pertenecía a la minoría protestante de Francia. Su padre murió en la Primera Guerra Mundial, cuando el niño tenía dos años; fue educado por su tía con una pequeña pensión asignada a los huérfanos de la guerra. Paul mostró una notable afición por los libros y alcanzó grandes niveles académicos en la Universidad de la Sorbona, en los años de entreguerras. Sus posturas filosóficas reunían muchos intereses, pero podemos entenderlas como la búsqueda de una tesis pacifista dentro del espectro que va del cristianismo revolucionario a la izquierda anárquico-sindicalista. Ricoeur buscaba una filosofía interesada en saber cómo construimos la convicción de ser personas conscientes, capaces de elegir entre diferentes escenarios frente a un dilema moral. Tal y como sucedió con otros pensadores europeos, la Segunda Guerra Mundial conmocionó la vida y el pensamiento de Ricoeur. En 1939 se unió al ejército francés para luchar contra los nazis. Durante la invasión alemana, en 1940, su unidad fue capturada, y debió pasar cinco años en un campo de detención. Aunque Ricoeur no dejó testimonios extensos sobre esta etapa de su vida (como resultado de un pudor autobiográfico), sabemos que, junto a otros intelectuales detenidos en el campo, organizó actividades académicas de gran rigor, a tal grado, que el gobierno francés interino acreditó al campo de detención como una institución capaz de emitir títulos universitarios. Tras su experiencia en el campo de concentración, Ricoeur escribió un libro, Lo voluntario y lo involuntario, que hace un abordaje inicial del problema del libre albedrío. Exploró de manera obsesiva la fenomenología de la voluntad, hasta llegar a la pregunta: ¿cómo entender la voluntad de hacer el mal? Este problema fue el punto de partida para su siguiente proyecto filosófico: Finitud y culpabilidad. Allí estudió con mayor detalle la simbología del mal: el problema del pecado y la culpa, tal y como llega a nosotros desde las antiguas tradiciones mitológicas que dan origen a la cultura occidental. En algún sentido, se trata de una tentativa filosófica para reconocer la historia cultural detrás de nuestro concepto occidental de libertad moral. ¿Cómo nos comportamos al estar frente a un dilema moral? ¿Hasta qué grado somos libres de elegir un camino frente a un conflicto, en el cual nos vemos obligados a tolerar el displacer, o a posponer el placer para evitar el mal? Desde el punto de partida de Ricoeur, el ser humano es capaz de alcanzar un conocimiento auténtico de sí mismo, y sólo entonces accede a una experiencia de libertad; ésta no surge como un don gratuito o como el resultado automático de su constitución biológica o social. Se requiere un trabajo de reflexión para analizar la trayectoria del individuo, para rastrear las huellas o los signos dispersos que ha dejado por el mundo: en la vida de los otros, en su paso por instituciones y ambientes sociales. Solamente la responsabilidad frente a la evidencia de nuestros actos, creativos o destructivos, nos da conciencia de la libertad, a través de una distancia temporal donde ya no somos simplemente lo que creemos ser, sino lo que revelan las marcas que hemos dejado en el mundo. Los condicionamientos sociales y biológicos generan autómatas. El albedrío, a este nivel, no es realmente libre: se trata, según Ricoeur, de un “siervo arbitrio”. La conciencia de sí es capaz de hacernos pasar de la esclavitud psicológica a la libertad, pero esto sólo sucede con el desarrollo de una conciencia reflexiva. La conciencia, dice Ricoeur, no es algo dado: se trata de una tarea. La tarea de buscar los signos que hemos
Fuente > modernism.hypotheses.org
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El Cultural
Paul Ricoeur, teórico del esfuerzo, el deseo y la conciencia.
dejado inscritos en el mundo, para evaluarlos en correspondencia con nuestro autoconcepto y nuestros valores. Ricoeur nos dice que las fuentes del conocimiento y la libertad se configuran mediante una tríada: en primer lugar, la conducta voluntaria requiere el Eros; el filósofo recurre a la figura mitológica del amor para referirse al deseo: por ejemplo, nuestros deseos sexuales, económicos, de status social, de una mejor jerarquía en las relaciones de poder, pero también el deseo de juego: el gozo del autoconocimiento, pero sobre todo el gozo de las relaciones interpersonales creativas, construidas con un espíritu lúdico. De acuerdo con Roger Bartra, en su ensayo Cerebro y libertad, la superación de la conducta automatizada y la gestión del libre albedrío se funda en el ejercicio del juego. Pero el deseo es insuficiente para darnos una experiencia auténtica de conciencia y libertad. Se requiere otro concepto, tomado del trabajo filosófico de Baruch Spinoza: es el conatus, el esfuerzo. En palabras de Ricoeur: “esfuerzo y deseo son las dos caras de la posición del Sí en la primera verdad: Yo soy”. En nuestras propias palabras: la conquista de la autonomía no sucede solamente como resultado del anhelo; el deseo es necesario, pero se requiere esfuerzo, y la identidad personal se construye mediante la retroalimentación de estos dos atributos de la personalidad. “Este esfuerzo es un deseo, porque jamás se satisface; pero este deseo es un esfuerzo, porque es la posición afirmativa de un ser singular y no simplemente una falta de ser”. El esfuerzo nos da un lugar en el mundo. El mundo no nos ofrece en forma automática la gratificación de nuestros anhelos y apetitos. La frustración anticipada de nuestro deseo sucede porque hay, en todo momento, una tercera figura filosófica: se trata del asunto al que Sigmund Freud llamó “principio de realidad”. Ricoeur le llama Ananké, a partir de la mitología griega, en donde Lo Real era concebido como una diosa. Entre los griegos, Ananké era la personificación de lo inevitable. Escribe Ricoeur: “Ananké vendría a ser el símbolo de la desilusión. Es la ausencia de relaciones entre las leyes de la naturaleza y nuestros deseos”. En efecto, lo Real es la muralla recalcitrante contra la cual se enfrenta nuestro deseo, y que nos obliga a desarrollar el esfuerzo y la inteligencia: el examen permanente de cualquier tentativa de libertad.
08/02/19 18:02