CARLOS VELÁZQUEZ
AMOR A LAS PASTILLAS (2)
ESGRIMA
ROSSANA FILOMARINO
ALMA DELIA MURILLO CORRE, GRITA, EMPUJA
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S Á B A D O
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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]
ROSARIO CASTELLANOS
SOBRE GABRIELA MISTRAL
UN ENSAYO DESCONOCIDO
DOS CRÓNICAS DE LA VIDA CHILANGA J. M. SERVÍN MEMO BAUTISTA
Arte digital > A partir de un retrato de Rosario Castellanos en notimerica.com > Mónica Pérez > La Razón
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El próximo 7 de agosto se cumplen 45 años de la muerte de Rosario Castellanos (1925-1974), autora fundamental en la literatura mexicana del siglo XX, una influencia que aumenta con el paso de los años y el interés de nuevas generaciones de lectores. El aniversario luctuoso coincide con el rescate que el investigador Alejandro Toledo comparte en estas páginas, donde narra también la azarosa historia de un ensayo cuya concisión asombra por la amplitud, la claridad y el sentido crítico al relacionar la obra de Gabriela Mistral con las dos únicas antecesoras que Castellanos le reconoce: Santa Teresa y Sor Juana.
GABRIELA MISTRAL UNA ESENCIA INASIBLE ROSARIO CASTELLANOS
L
a obra de arte se realiza conforme a reglas, exige un dominio técnico, es producto de un trabajo. Pero este aspecto sórdido permanece, debe permanecer, oculto ante los ojos del espectador, deslumbrados por la contemplación del milagro. Sólo al crítico le es dado el dudoso privilegio de la curiosidad para que busque tras la apariencia la ley y desarme las formas para aprender su mecanismo y sorprenda la fatiga y el jadeo del artífice. Pero hay obras en las que la magia es tan eficaz, el embrujo tan persistente, que nos medimos con ellas, una y otra vez, en un duelo sin tregua y sin desenlace; interrogamos a la esfinge y no entrega su secreto. En esta categoría coloco los libros de Gabriela Mistral. Mucho se ha escrito acerca de ella, pero casi todo en tesitura ditirámbica. La nube de incienso en que se envuelve su figura releva, a los manejadores del incensario, de la obligación de estudiarla, de comprenderla, de explicarla. Otros encuentran méritos en cualidades que no son más que humanas, como el sentimiento maternal o algún rasgo conmovedor de su carácter y no conceden a sus poemas sino la importancia que las anécdotas tienen para ilustrar las biografías. Por último, hay quienes, queriendo hacerse pasar por originales, recurren al vituperio. Ya se sabe que ésta es la máscara más vulgar de la ignorancia. La esencia de Gabriela está allí, inasible. A pesar de la lectura y la relectura de sus libros, algo se escapa, se
hurta, no a la sensibilidad estética, no a la admiración, no a la adhesión entrañable que el arte nos arranca para sus criaturas, sino a la lucidez, a la calificación racional. Es difícil aproximarse con el bisturí del análisis a lo evidente, a lo material de esta obra. Pocos escritores tienen una maestría tan consumada, como la tuvo Gabriela, para hacer que olvidemos el instrumento del que se sirven para expresarse. En sus manos el idioma, el poema, pierden la rigidez, se hacen de fuego como el espíritu o como el espíritu se transmutan en agua. Contradictoriamente, son también poderosos, con esa gravedad de la tierra, de los cuerpos, de los frutos. Y transparentes, para que al través suyo aparezca, resplandezca, la libertad creadora, la gracia. Ya desde los primeros libros —Desolación y Ternura—, se anuncia la grandeza que su autora había de alcanzar. La musicalidad de los versos es fácil y a menudo se rompe en una desacertada combinación de sílabas. Las preferencias (Amado Nervo, por ejemplo), no están muy bien orientadas y no tardarán en ser sustituidas. Pero a cambio de estos defectos, ¡cuánta originalidad en los temas, qué hondura, qué auténtico fervor para interpretarlos! Cualidades que resaltan más al situar a Gabriela dentro del cuadro de la literatura femenina de su época. Hasta entonces la moda reinante entre las mujeres que cultivaban las letras había sido un sentimentalismo ramplón o una impúdica sensualidad. La alternativa era: cursilería o pornografía, y quienes adoptaban cualquiera
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Fuente > americanuestra.com
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Gabriela Mistral (1889-1957).
de los términos del dilema ya podían estar seguras de ingresar a “esa turbamulta de aves de corral”, como las bautizó con frase poco caritativa pero exacta, el padre Gabriel Méndez Plancarte. Para designar a Gabriela fue necesario recurrir a otro vocablo y no al ya desprestigiado de poetisa. Poeta, como Santa Teresa, como Sor Juana. El ejemplo de aquellas volvió a cobrar vigencia, aunque el temperamento y el estilo de Gabriela sea tan distinto del de las únicas antecesoras que pueden, lícitamente, equiparársele. La Mistral no es una mística ni una doctora. Es una “mujer fuerte”, nutrida por esa carne cruda, como Rolland lo llamaba, del Antiguo Testamento. ¡Cómo resuena aquí el lamento de Job! El destino, presencia inminente, alucinante; la trágica seriedad del amor; la naturaleza, viva, sufriente; la religión —no el rito, no el pretexto retórico, el alimento del alma—, todo esto y también lo inefable está escrito en las páginas desgarradas, desgarradoras de Desolación. Humor, el de Santa Teresa que se permitía bromas con su Dios; el discreteo ingenioso que usaba Sor Juana para hablar a los príncipes, no lo encontramos jamás en Gabriela. Sus interlocutores son otros: los niños,
los animales, los objetos que nos rodean, en fin, los seres mínimos. La sonrisa de Gabriela “fue un modo de llorar con bondad”. Jugarretas llama a los poemas en los que sonríe, como queriendo restarles importancia. Pero con la sencillez se entreteje una compasión profunda, el hallazgo de las imágenes afortunadas, el rescate de las tradiciones populares. Por eso Ternura es un libro que, como la aurora, parece siempre nuevo y es siempre inmarcesible. Libro de madurez: Tala. Igual que Desolación y que después Lagar, está dividido en secciones. A la primera la integran, casi exclusivamente, los nocturnos, género que, como el recado, frecuentó Gabriela y con modos tan singulares que se antoja declarar a los dos invenciones suyas.
“HUMOR, “ EL DE SANTA TERESA QUE SE PERMITÍA BROMAS CON SU DIOS; EL DISCRETEO QUE USABA SOR JUANA PARA HABLAR A LOS PRÍNCIPES, NO LO ENCONTRAMOS EN GABRIELA .
UN ENSAYO RECUPERADO
A
ALEJANDRO TOLEDO
ños atrás, entre los papeles del narrador y poeta Efrén Hernández, encontré este ensayo de Rosario Castellanos (1925-1974). Se trata de un original mecanográfico de seis cuartillas sobre Gabriela Mistral, artículo que no aparece en Juicios sumarios (1966), Mujer que sabe latín (1973) o El mar y sus pescaditos (1975), sus colecciones de prosa crítica, ni en el tomo primero de Mujer de palabras: Artículos rescatados de Rosario Castellanos (2005), y que tampoco es registrado por Aurora M. Ocampo en el Diccionario de Escritores Mexicanos, por lo que pude presumir su condición de inédito. Con Marco Antonio Millán, a fines de los años cuarenta y principios de los cincuenta dirigía Efrén Hernández la revista América, y podría ser que el ensayo le haya sido entregado para publicarlo y él lo traspapelara.
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Consultadas al respecto Gabriela Cano y Andrea Reyes, especialistas en la obra de Castellanos, confirmaron entonces la paternidad (o maternidad) del texto y compartieron la sospecha de que el ensayo fuera inédito. Andrea Reyes, incluso, planeó incluirlo en alguno de los dos tomos restantes de Mujer de palabras... pero esto no ocurrió, pues el ensayo volvió a traspapelarse, esta vez en algún lugar de las oficinas de la Dirección General de Publicaciones del Conaculta. Gabriela Cano, que prologó Sobre cultura femenina —editado por el Fondo de Cultura Económica—, situó esa revisión que emprende Rosario Castellanos de la obra de Mistral en el marco de los encuentros y desencuentros entre la escritora mexicana y la poeta chilena, quien recibiera el premio Nobel de Literatura en 1945.
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Oscuridades, esas que aconsejaba el Tentador como la suprema coquetería a quienes quieren causar asombro, en vano las buscaremos aquí. La noche de Gabriela, por ser verdadera, está transida de un fuego de pasión purificadora. Y el sufrimiento tiene tal ímpetu que sobrepasa los límites de este universo de preguntas y se esfuerza por arraigar en una certidumbre definitiva, aunque ésta sea, como en el “Nocturno de la consumación”, el aniquilamiento total. Adelante hallaremos, más que esperanzas por alcanzar la beatitud, nostalgia, “saudade” por haberla perdido. Se pierde al nacer, cuando se abandona el “topus uranos” de las esencias y se entra en la caverna de nuestra individualidad, de nuestros sentidos, del mundo. Pero el aislamiento es una experiencia engañosa de los que no hacen más que flotar en la superficie. Los que bucean más hondo descubren que la soledad no existe, que estamos ligados, unos a otros, por un origen común y por un común destino. Todos. Los hombres, los animales, las materias. Ambas éramos de las olas y sus espejos de salmuera y del mar libre nos trajeron a esta casa profunda y quieta: y el puñado de sal y yo, en beguinas o en prisioneras, las dos llorando, las dos cautivas, atravesamos por la puerta. Gabriela no eludió la tarea del intelectual nuestro, tarea que consiste en plasmar la conciencia de su patria y de su continente. Descifradora de los enigmas de la naturaleza física y metafísica de América, entona himnos porque “suele echarse de menos, cuando se mira a los monumentos indígenas o la Cordillera, una voz entera que tenga el valor de allegarse a estos materiales formidables”. Ahí están sus cantos al sol del trópico, a los Andes, a los maizales mexicanos, para vergüenza o aleccionamientos de los poetas “de flauta y carrizo, ya no sólo de maíz, sino de arroz y cebada”. En los recados “que se escriben sobre el rescoldo de una poesía, sintiendo todavía en el aire el revoloteo de un ritmo sólo a medias roto y algunas rimas de esas que yo llamo entrometidas”, está lo que Gabriela misma reconoce como su dejo rural, ese tono íntimo y doméstico que no es extraño en otras literaturas pero que en la nuestra, donde las musas suelen usar corsé, resulta una innovación llena de encanto y de sorpresas. En Lagar, último libro, las virtudes de Gabriela alcanzan su cifra más excelente y su plenitud. La flecha de las imágenes, de las metáforas, de los conceptos, da siempre en el blanco. Los matices se afinan, las intuiciones se redondean; la facultad de animar lo inerte, de personificar los seres todos, de dialogar con ellos, tiene en los poemas postreros una dimensión que ya no es puramente estética. Las palabras son las mismas con las que Gabriela nombró, desde el principio, la belleza. Pero el misterio late más allá.
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A través de varios títulos, J. M. Servín ha consolidado su oficio de cronista y en particular su vocación por narrar la vida chilanga del siglo XXI, pródiga en rasgos apocalípticos. Exhibe la decadencia de un entorno asediado por la miseria y marginación, el desamparo de indigentes, desempleados y subempleados que subsisten bajo condiciones precarias: la multitud que el autor reconoce, con Jack London, como “la gente del abismo”, y que esta vez se desplaza por la antes glamorosa avenida de Bucareli, arrebatada —como la ciudad en su conjunto— por el abuso y la violencia pero con un calor humano a toda prueba.
MIS ESQUINAS Y LAS DE LA CIUDAD J. M. SERVÍN
N
o me enteré de que unos ladrones intentaron robar un departamento del primer piso del edificio donde vivo. Escalaron una de las vallas de acero que la PFP usaba, antes de la entrada del nuevo gobierno, para impedir el paso de manifestantes y plantonistas, y que ahora dejó abandonadas en la esquina de Ayuntamiento, a sólo un par de metros de mi domicilio. Esas vallas en ambos lados de la calle se han convertido en un escondite para rateros, dormitorio de vagabundos y letrinas. Supongo que fue más de un ladrón quien arrastró la valla para escalar tres metros hasta el toldo de cemento que cubre los locales de la planta baja, e intentar meterse al departamento cuatro del primer piso, donde vive una pareja de ancianos que llevan toda una vida como propietarios. Tienen una hija no fea, no guapa, los padres y ella fuman como chacuacos (por la ventana de mi baño y de la recámara entra el olor a cigarro) y es madre soltera con dos hijas simpáticas que ahora son adolescentes pizpiretas. Hasta hace unos años vivían todos ahí. Vi crecer a esas niñas, que de un día para otro ya tenían pretendientes y novios que atraían o rechazaban de la misma manera en la que lo hacía su madre. De pronto se mudaron y esporádicamente pasan los fines de semana con los viejos y a veces a madre e hijas las cortejan en el zaguán o en el pasillo de la planta baja que conduce a los dos bloques de departamentos. El intento de robo a casa habitación (tal y como lo describen los tabloides siguiendo las definiciones judiciales) ocurrió el domingo 29 de marzo a eso de las seis de la mañana. Carmelita se había parado al baño y al momento de abrir la puerta de su recámara que da al comedor y estancia a través de un pasillo, escuchó ruidos; entre la penumbra vio que alguien agachado forzaba, empujando con la mano, el seguro de una de las dos ventanas de la estancia que dan a la calle. Carmelita prendió la luz del comedor. El presunto zorrero (así se
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Interior del Edificio Castañón González.
Fotos > J. M. Servín
conoce a quien entra robar a domicilios o negocios) huyó por donde había subido al verse descubierto por una anciana de cabellera peinada al estilo a-go-go, teñida de color caoba, quien al final del pasillo que conduce al salón principal gritaba por auxilio a su marido, postrado en cama desde meses atrás por una enfermedad degenerativa que ha menguado la altanería y los malos modos que mostraba con los vecinos. A veces desde mi recámara lo oigo toser y carraspear. Me pregunto por qué se aferra a la vida. A don Roberto aún lo topo muy de vez en cuando al bajar las escaleras de mi domicilio en el último piso y él sale de su departamento ayudado de un bastón y su mujer de camino a una clínica del IMSS ubicada en Indios Verdes. Años atrás nos enemistamos cuando la administradora del edificio nos encargó tramitar un apoyo de diez mil pesos en la delegación Cuauhtémoc para pintar el pasillo de entrada, a cambio de colgar en la parte alta de la fachada del edificio,
justo arriba de mi departamento, una pancarta de agradecimiento a Morena. Me opuse terminantemente, pero a los pocos días el viejo subió a la azotea y sin pedirme permiso colgó la pancarta. Lo increpé, discutimos y acordamos de mal modo colgarla en una parte de la azotea que da a la calle en el lado opuesto. Me hizo pensar en alguna trama de Alfred Hitchcock donde alguien cae misteriosamente desde lo alto de un edificio. Dos días después corté los amarres y dejé caer la lona en la azotea del terreno baldío a un lado. El viejo me acusó con los condóminos, tan agradecidos como él por la dádiva, y durante un buen tiempo nadie me dirigió el saludo.
LA PAREJA de ancianos no llamó a la policía para reportar el intento de robo. Pero activaron la alerta vecinal del edificio que funciona mediante el chisme y el rumor. El intento de zorrazo ocurrió el pasado 5 de abril de 2019, según me informaron durante una junta vespertina de condóminos. Llevo trece años viviendo en el Edificio Castañón González 1940, habitado y controlado por una mayoría de propietarios que nacieron ahí o tienen por lo menos treinta años de antigüedad. El nombre del edificio al parecer lo debe a uno de los socios de una compañía tabaquera en la calle Pugibet. Tiene tres pisos, pero es de techos muy altos y con dos bloques de departamentos separados por un patio principal. Hay familias de cuatro generaciones. Mariquita, la actual administradora, pertenece a una familia
“MARIQUITA, “ LA ADMINISTRADORA, PERTENECE A UNA FAMILIA DE CINCO HERMANOS CUYOS PADRES FUERON CONSERJES DESDE AQUEL AÑO DE INAUGURACIÓN. EL DUEÑO LE REGALÓ UN DEPARTAMENTO A CADA UNO DE LOS HERMANOS EN AGRADECIMIENTO .
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de cinco hermanos cuyos padres fueron conserjes desde aquel año de inauguración. Mucho después el dueño les regaló un departamento a cada uno de los hermanos en agradecimiento a su lealtad y honradez. Para beneficio de todos se apoderaron de la administración y no hay quien respingue ante sus decisiones. Soy el único condómino que suele hacer reuniones que se prolongan hasta la madrugada, pero la noche del intento de robo me fui a dormir poco antes de la medianoche. Debido al flujo constante de toda clase de vehículos que circulan por Bucareli es difícil distinguir otra clase de ruidos callejeros, sobre todo durante la noche. A veces me despierta un camión que transporta cerdos al matadero. El hedor a mierda y los chillidos anuncian su llegada desde la Avenida Morelos, dos calles al norte. Eso me recordó que los ancianos no sólo se salvaron del robo, sino de esa costumbre de los zorreros de cagarse dentro de las casas para dejar huella de su paso por el lugar. Fercito, administrador del fondabar El Cuartel, me había contado en detalle que una semana antes del intento de robo a los ancianos, también durante la madrugada abrieron el local y les robaron buena parte del equipo de sonido. Está ubicado en la planta baja, es amplio y heredó la insipidez de otros antros que fueron tomando el lugar de la cantina Bucareli, tradicional y de buen servicio, cuyo dueño, Lucio, un viejillo jorobado y amigable, tuvo que traspasar por la falta de clientela debido a los continuos cierres de calle que han destruido la actividad comercial de la zona. El Cuartel organiza los fines
de semana tocadas en vivo de ska o rockabilly. A veces de rock pesado. Achispado, si llego temprano a casa o estoy aburrido en ella, voy por un par de cervezas y a recordar que alguna vez en mi juventud hubiera querido emborracharme en un lugar así. Me gusta que a las puertas de mi domicilio haya un bar de ese tipo, le da cierta viveza a una zona desolada por las noches pero que sobre Bucareli, hacia el norte, tiene intensa actividad antrera after hours para parroquianos de economía precaria y dudosa actividad. Ya sólo quedan dos de las cinco piqueras que daban cortinazo para seguir la parranda una vez pasada la hora oficial del cierre. Las otras tres, una tras otra, fueron clausuradas y el edificio amurallado con placas de metal para prevenir invasiones en lo que construyen otro condominio. Antes era común que clausuraran esas piqueras para reabrirlas de inmediato. Supongo que los dueños de La Covachita, en la esquina con Artículo 123, y de El Oso, sobre la misma calle pero casi esquina con Iturbide, deben estar muy apalancados en la alcaldía para que al día de hoy dos de sus locales sigan vendiendo las 24 horas cerveza que sabe a agua. Del Bucardón, ni hablemos. Es otra insípida ocurrencia gentrificadora.
HASTA HACE unos cinco años, en la misma planta baja de mi domicilio pero opuesto a donde está El Cuartel, había un tugurio abierto las 24 horas todos los días del año: El Consorcio, que tenía una de las mejores rocolas del rumbo. Negocio de 24 horas, incombustible. Broncas a golpes entre parroquianos o entre la misma familia, escandalera de borrachos cantando
“EN “ ALGUNA OCASIÓN VIMOS DESDE LA VENTANA CÓMO LE ARRANCABAN UNA PRÓTESIS DE PIERNA A UNA PARROQUIANA BRONCUDA QUE ALGUIEN MÁS ARRASTRABA HACIA LA CALLE, CON POLICÍAS FEDERALES COMO TESTIGOS QUE JAMÁS INTERVENÍAN EN LOS PLEITOS .
Exterior del Edificio Castañón González y, abajo, El Cuartel.
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a todo volumen alguna rola de Led Zeppelin o José José. En fin, lo de siempre en esos refugios de bajo perfil. A veces, desde mi departamento mi mujer y yo nos carcajeábamos de las discusiones y broncas que se armaban en la madrugada. En alguna ocasión vimos desde la ventana cómo le arrancaban una prótesis de pierna a una parroquiana broncuda que alguien más arrastraba hacia la calle, con policías federales como testigos que jamás intervenían en los pleitos. La familia dueña del lugar me tenía bien checado y en alguna ocasión el hijo mayor y administrador de la piquera me reclamó por no pasar nunca a tomarme una cerveza. Era de madrugada y afortunadamente yo venía lúcido. Decidí entrar en ese mismo momento, me tomé dos caguamas observando solitario desde una mesa de plástico, pegada a un rincón cercano a la calle, a la distinguida clientela y su adormecida sonrisilla, haciendo desfiguros o durmiendo la mona: menesterosos, soldados en día franco, judiciales, güilas, burócratas de archivo y algún aspirante a bohemio proveniente de las orillas de la ciudad. Miman su cerveza como si fuera la pareja de su vida. Pero una vez que se la acaban la hacen a un lado cruelmente, como a una cualquiera, despectivos por haber terminado pronto el embrujo del enamoramiento. Piden otra, con esta sí me quedo, mesero, parecen decir una vez que lleva la nueva botella bien fría. No hay mucho que darle vueltas al por qué personas de todo tipo caemos bajo el influjo del alcohol. Hay que saber lo que provoca en nuestro organismo la peor ginebra o bebida de nuestra preferencia. El alcohol es un estupefaciente muy fuerte y un sedante cuyos efectos son imprevisibles aún cuando le tengamos tomada la medida. Es un refuerzo positivo a nuestra necesidad de placer o, por decirlo de otro modo, de nuestra urgente negativa a reconocer nuestro sufrimiento, que es a lo único que conduce la sobriedad. Los dipsómanos vivimos dos vidas, de hecho. Preferimos aquella que repta bajo la insoportable rutina de los días. En fin. Al rato me despedí de los dueños agradeciéndoles su hospitalidad y prometiendo regresar. Así lo hice hasta que en 2009, poco después de la epidemia H1N1, clausuraron definitivamente El Consorcio y tuvo que reabrir semanas después a dos calles, al norte. Reinicié mis visitas de vez en cuando, a veces con mi exmujer; le encantaba meterse ahí, más que a mí. Bailaba y cantaba. Atraía a la clientela y, ahogados todos de borrachos, nosotros poníamos a prueba nuestra suerte conviviendo con maricas atrabancados, soldados lujuriosos y vejetes felices porque mi ex aceptaba que la sacaran a bailar hasta casi infartarlos. Los fascinaba su aspecto de mujer guapa y mundana mientras yo permanecía sentado con aire de Don en una mesa con dos caguamas y dos vasos de un tequila adulterado, alerta para proteger a
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Una acera de Bucareli.
la descocada bailarina, convencido de que ni sobrio podría hacerle frente a una horda de derrotados violentos y rencorosos. Y sin embargo, nos respetaban. A saber si nuestra apariencia de fuereños de la noche ruda nos daba una venia por nuestro atrevimiento de incursionar en los dominios de la hermandad traicionera que te ofrece la crápula.
MIENTRAS FERCITO me ponía al tanto del cortinazo en El Cuartel, en la esquina de Emilio Dondé, unos veinte metros al sur de mi edificio, estaban apostados en la jardinera cinco sujetos menesterosos que yo había visto rondando la manzana desde semanas atrás. Esa esquina curva es parte de las cuatro que forman la glorieta del Reloj Chino. Es un lote baldío inmenso, invadido por la hierba, que puedo ver desde la azotea de mi edificio. Hace unos años había locales comerciales y la esquina era muy transitada por las noches gracias a El Consorcio y a una tienda de abarrotes donde me surtía a deshoras de alcohol y cigarros. Bajaba frecuentemente en las madrugadas y frente a la tienda, en la jardinera de hierro, invariablemente había recargada una banda de jóvenes adictos a los inhalantes que pedían dinero al que pasara por ahí. Era una aduana durísima y peligrosa. A mí no me molestaban porque sabían que era vecino y cliente frecuente. Poco después me di cuenta que uno de los encargados de la tienda les vendía las monas. Un buen día derrumbaron la construcción de un piso que incluía una fonda, una refaccionaria de piezas para coche y una tlapalería que les vendía tíner y pegamento a algunos indigentes y estudiantes de la zona. El ding dong del Reloj de tres campanas que marcan las horas y medias horas
durante día y noche suena más sombrío desde que cerró la miscelánea. Fercito me dijo: estamos seguro de que fueron estos weyes, señalando con la mirada a los menesterosos que caminaban en dirección nuestra de manera culposa y medio desafiante, delatándose, como si siguieran su vagabundeo cotidiano mendigando para comprar alcohol en La Alianza, la vinatería ubicada a una calle de donde vivo, en la esquina de Atenas y Abraham González, enfrente de Gobernación. Le creí a medias a Fercito pues los sujetos no tienen pinta de poder abrir candados, encargarse de un robo a negocio en la madrugada y llevarse equipo profesional de sonido. Se requiere organización, una camioneta y complicidad de la policía que ronda a todas horas la avenida, en bici, patrulla y a pie. Sin embargo, podrían ser los mismos que usaron como escalera la valla de la policía federal para intentar robar el departamento de los ancianos. Aunque también pudieron trepar por la reja en forma de rombo de la bodega de muebles a un lado del edificio. Hasta yo podría hacerlo. El dueño del bar no levantó denuncia. Los ancianos tampoco. Desde entonces no he visto a la pandilla en los alrededores. Tienen pinta de mostros, esa estirpe de desposeídos lumpen, detenidos por delitos insignificantes, que surten la demanda de servidumbre en penales y reclusorios. En la junta de vecinos, diez representantes de los 18 departamentos propusieron instalar alambre de púas en el toldo. Opino, sugiero. Soy figura de autoridad no reconocida luego de trece años de vivir ahí. Mis modos y oralidad les dejan claro que soy un escritor, una persona instruida que no forma parte del montón, así me ubiquen como trasnochador anfitrión
“EL “ JEFE DE CUADRANTE ERA DE APARIENCIA INDÍGENA, CHAPARRÓN Y REGORDETE. HUMILDE EN SU TRATO, APOCADO POR SUS COMPLEJOS RACIALES Y LA AUTORIDAD DENIGRADA QUE REPRESENTA. A VECES ME COMPORTO ASÍ Y NO LLEVO UNIFORME .
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de bacanales que se prolongan hasta altas horas de la madrugada. Alguna vez uno de ellos me vio en la televisión. Mi ego aflora sin darme cuenta con mi actitud ante mis apocados vecinos con muchos más años que yo como propietarios de sus departamentos. Soy un ñero bohemio de economía precaria y sin embargo medio fifí a final de cuentas. Alguien que resiste al Sistema siendo parte de él y también beneficiario. Mi trabajo me ha costado.
EN LA SEMANA posterior a la del robo en el bar, mientras paseaba a Kato temprano, la mañana del domingo 17 de marzo, en la calle de Abraham González por donde se accede a la Secretaría de Gobernación nos topamos con un policía de a pie que se comunicaba a través de un radio. Nos detuvo y amablemente se presentó como jefe de cuadrante, se puso a mis órdenes y luego de preguntarme si vivía en la zona, me informó de su sondeo para conocer las necesidades de los vecinos en cuanto a vigilancia. Apariencia indígena, chaparrón y regordete. Humilde en su trato, apocado por sus complejos raciales y la autoridad denigrada que representa. A veces me comporto así y no llevo uniforme. Me hizo algunas preguntas sobre la seguridad en la zona y le respondí que la presencia de tanto vagabundo en las calles ameritaba atención de la autoridad: están desvalidos y enfermos, dije. Desde hace muchos años llevo un registro con cientos de fotografías en Instagram de indigentes que capto en mis recorridos cotidianos. No sabía lo que es un cuadrante y según el policía es una estrategia de combate a la delincuencia apoyándose en los ciudadanos. Qué bien. Tengo trece años viviendo en Bucareli y jamás me ha pasado nada que lamentar, dije en lo que reiniciaba el paseo de Kato. El policía me pidió mi nombre, la dirección de mi domicilio, apuntó todo en una hoja de su tableta, se comprometió a pasar el reporte y a prestar auxilio en caso necesario. Me agradeció y se despidió dándome la mano. No le iba a contar que en una ocasión, de madrugada en compañía de mi exmujer, mientras abría a duras penas el pesado zaguán de hierro
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del Castañón González vimos a un sujeto armado con una navaja, apostado en la misma esquina donde Fercito identificó a la pandilla de menesterosos bajo sospecha de robo. El sujeto se acercó de prisa a nosotros y al momento en que entramos asustados y cerré de un azotón, mientras caminábamos sin mirar atrás, el sujeto gritó: “Sé quién eres y no te tengo miedo”. Volteé intrigado pensando que me conocía y con el corazón palpitando como la vieja cisterna del edificio. No tengo enemigos, eso le ocurre a los poderosos y a los insolentes. Estaba en los huesos, vestía de traje, astroso, con actitud desafiante y volteaba alerta a sus costados. Empujé a mi mujer (hablo en pasado) suavemente por la espalda para que siguiera su camino, protegiéndola, y me detuve a mitad del pasillo para enfrentar al agresor con la seguridad que me daba la distancia al zaguán cerrado. A ver, tírala, pensé mirando la navaja. ¿Qué quieres?, vete a la mierda, dije sin alzar la voz. No sentía miedo, envalentonado por la embriaguez que además, ante el peligro inesperado luego de una noche donde los lazos de amor parecen indestructibles, te crees capaz de retar al destino y a la muerte. No respondió, permaneció quieto, bufando desafiante pero con el cuchillo colgando de su mano derecha como si el brazo no tuviera vida. Sintiendo una mirada apremiante a mis espaldas regresé mis pasos para alcanzar a mi mujer y seguir el extenuante recorrido de tres pisos y 67 escaleras. Ya en casa tomamos un par de tragos más de ginebra, especulando sobre lo que había ocurrido y luego nos fuimos a dormir abrazados. En la cama nos esperaba para un ménage à trois, común a las parejas que se llegaron a amar apasionadamente, la costumbre que apaga el deseo.
“ES “ EL BARRIO DONDE CAMINO SIN RUTA TODOS LOS DÍAS, APESADUMBRADO POR LA SORDIDEZ DE LAS CALLES DONDE LOS INDIGENTES FORMAN UNA TRIBU DE INVISIBLES QUE PROPAGAN UNA ENFERMEDAD INCURABLE DE LAS CIUDADES: EL ABANDONO . NO APUNTÉ el nombre ni la placa del
Campamento de indigentes.
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jefe de cuadrante. Mi actitud se debió a lo inesperado de la situación y a la desconfianza que hay en la policía de todos los que vivimos en este país. Y sin embargo, le di mis datos y poco después lamenté haberlo hecho, paranoico. En muchas ocasiones y por diversión, sobre todo en recepciones donde te piden dejar nombre sin identificación, doy el de algún personaje: Guillermo Gómez (el Willy Gómez, ídolo setentero de Chivas). Gregorio Cárdenas Hernández. Miguel Inclán. El mentado cuadrante agrupa trece manzanas a ambos lados de Bucareli. Colonia Juárez y Centro. Calles sórdidas sobre todo de noche, donde señorean los campamentos de indigentes. Hiede a orines, basura y excremento humano. En la mustia Ciudadela, la gente pasea sus perros y usa como atajo el gran pasillo central de la Biblioteca México; hay grupos de baile, en su mayoría de viejos con pensiones miserables, otros que dependen del apoyo para adultos mayores y vagabundos en busca de una banca para dormir la mona. De noche, sobre Enrico Martínez hay actividad prostibularia masculina y en una de las calles adyacentes está un bar swinger. Antes de su época de esplendor en el siglo XVIII , Bucareli estaba rodeada de potreros, charcos y lagunas. Hoy parecería que la avenida y sus alrededores quisieran regresar a sus orígenes, antes de convertirse en el Mazarik de su época. Lotes baldíos, edificios en litigio o abandonados, negocios decaídos, las ruinas del cabaret El Patio repelen la gentrificación en marcha. Reconozco que sólo percibo mi inmediatez y que mis vecinos están mucho más al tanto de lo que ocurre en el vecindario. A su manera se protegen y saben medir el pulso de su entorno. Su experiencia e intuición me rebasa. Soy como un extranjero en mi ciudad, en mi propio barrio. Donde de madrugada salgo a comprar bebida en la esquina con Artículo 123, en una tienda de abarrotes abierta las 24 horas atendida por un sujeto idéntico a Osorio Chong; así lo apodo: el Chong. Ahí compro mis Melates para que Chong se burle de mis ilusiones, diciéndome luego de pasar el boleto por la máquina de sorteos: “a seguir trabajando”. En mi esquina espero al díler pese a las cámaras de vigilancia y hasta hace poco frente a las narices de los policías federales que resguardaban la Secretaría de Gobernación. Vivo a una calle del Café La Habana pero rara vez me paro ahí. Me deprime y
el café es malo. Es un lugar muy concurrido debido a su fama de refugio de intelectuales. García Márquez, Carlos Fuentes, quizá Kerouac, Bolaño. Ahí Patti Smith tuvo una presentación para fans VIP hace un par de años. El Che Guevara y Fidel Castro planearon ahí su Revolución. Alguna vez me entrevistaron ahí para un documental sobre un poeta genio que seguro murió de teporocho pero lo pretenden desaparecido, quizá esté en España o en Marruecos, me dijo el director. Pos de dónde, si era un muerto de hambre, murió en la calle, era un alcohólico descontrolado, rebatí. Dije que ese poeta era una monserga, abusivo y ladrón, y me sacaron del documental. Está de moda buscar figuras ilustres en un país de valores gangrenados. Es el barrio donde compro bebida en la Alianza, donde camino sin ruta todos los días, apesadumbrado por la sordidez de las calles donde los indigentes forman una tribu de invisibles e indeseables que propagan una enfermedad incurable de las ciudades: el abandono. Algunos mueren sobre la avenida o bajo el techo de algún edificio. Hace no mucho le regalé cien pesos a uno de los escuadrones que tenía su base en lo que fue la entrada de El Patio. Le agradecieron a Kato y lo llenaron de halagos. “La gente del abismo”. Sus alegres comentarios de incredulidad por el inesperado donativo me hizo reír el resto de la tarde.
E S EL BARRIO donde regreso en las
madrugadas a pie o en taxi. Ebrio bilioso, dudoso, culposo, endeudado con mi pasado. Donde siempre trato de saber qué ocurre más allá de mi experiencia en las piqueras cercanas o lejanas, invariables en su registro ancestral del democrático hastío de sus parroquianos, donde sus patrones y algunos clientes habituales me conocen bien de tanto verme pasar o entrar a cualquier hora del día, parecido a los demás, me miran con curiosidad y cierto respeto por lo que comunica mi biografía corporal como un refugiado más del éxodo masivo de la esperanza a la desilusión. ¿A quién le importan mis lecturas, sobre todo en bibliotecas públicas? Fascinación y desprecio, temor o indiferencia. Vivir mi vida es siempre un reto a todo lo que no sé, o a lo que sé y me exige salir de mí, a lo que no vivo en carne propia y sin embargo, curioso o morboso. Como náufrago aferrado al salvavidas de mi impulso vital que sobrevive a la lucha contra la Gran Ballena, nunca blanca, toda gris: la ciudad indomable.
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A los doce años Tito, nacido en Colombia, fungió como mula de alguna célula del narcotráfico. Llegó a México cargando en el vientre paquetes de cocaína a cambio de dinero. Empezó su larga historia dentro y fuera de prisión, delinquiendo, traficando armas y drogas. Dentro de la cárcel aprendió el oficio con el que pudo trazarse una nueva ruta de vida: el de tatuador. En esta crónica narra su aprendizaje dentro del Palacio Negro y cómo ha sido el trayecto de dibujar y pintar la piel de otros. También la suya propia.
EL TATUADOR DE LECUMBERRI MEMO BAUTISTA
A
los 66 años, Tito, el Colombiano, tatuador, se ha descubierto poeta. “Le hice un verso al tatuaje”, comenta. “A ver, ¿cómo va?”, pregunto. Se quita los lentes oscuros que ocultan su mirada valentona. De pie, apoya la pierna derecha al frente y saca el pecho. Los brazos están sueltos a los costados. Levanta la barbilla. Ladea el cuerpo. Cualquiera pensaría que se prepara para una pelea. Levanta una mano entrecerrada casi a la altura del rostro. La rosa negra que él mismo se tatuó en el dorso —diseño que tomó de una envoltura de mazapán encontrada en su encierro en el Palacio Negro— da a un público imaginario. El tatuaje será mi muerte también mi felicidad. Y así de conformidad yo espero cualquiera suerte, aunque mi cuerpo ya inerte lo lleven al camposanto. Y ahí yo no quiero llanto. ¡Que recen por mi aventura! Bajando a la sepultura que entonen alegre canto. El tatuaje. Ha perdido la entonación de su tierra, Colombia. Tras casi cincuenta años en México, su habla es de los barrios populares de esta capital. Esa que alarga la última letra de cada frase. Las comisuras de sus labios se mueven hacia arriba. Qué amabilidad adquiere. —Está bello —dice, satisfecho. —¿Lo tienes escrito? —Ya se quedó aquí —se toca la sien. Ahora declama un poema dedicado a su máquina tatuadora, la que él mismo construyó.
MULA DE COCAÍNA Desde 2014, cuando la reportera Mercedes Matz entrevistó por primera vez a Roberto Candia Salazar, el nombre real de Tito, su vida dio un vuelco. Dejó de ser un exconvicto que sobrevivió 28 años en el sistema penal
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mexicano y se convirtió en un referente de la cultura del tatuaje nacional. Tiene la admiración del gremio, lo respetan como maestro de la vieja escuela y lo llaman don Tito, mote que ganó en la cárcel. Da entrevistas a periódicos. Lo invitan a programas de radio y proyectos de cine, es protagonista del documental El Canadiense, de Fabián León López, que ha ganado premios internacionales. Los auditorios de centros culturales y universidades donde habla del tatuaje y de su experiencia en la cárcel están llenos. Uno debe agendar con tiempo una cita para platicar con él. “No imaginé que un día iba a vivir todo esto, ni que el tatuaje se iba a considerar cultura. Y aquí estoy. Pero siempre humilde”, me dice. Estamos en la explanada de la Alcaldía Iztapalapa, en una banca de cemento. Tito no tiene reparo en hablar de sus años en la cárcel. Tampoco de los delitos que lo dejaron en la congeladora, como llama al penal. Tenía 17 años cuando en 1972 vivió su primer arresto, que lo llevó a Lecumberri más de tres años. Era líder de un equipo que vendía drogas al norte de la ciudad. Entregaba un paquete con marihuana cuando lo detuvieron, aunque fue procesado por robo y lesiones. Está absorto. Habla de la pelea con los policías que lo detuvieron, del navajazo que le propinó a uno en la cabeza, de la golpiza que recibió. Una voz lo interrumpe. Voltea a ver a Sandra, su compañera de vida. La mujer lo observa con reprobación. —Así fueron las cosas —se justifica con voz suave—. Es historia viva, mami. —Sí. Pero habías quedado que ya no ibas a hablar de eso. —Pero ya se lo platiqué. Las personas de la banca de enfrente escuchan con disimulo. “Estamos hablando de tatuajes”, les comenta el Colombiano. Después de unos minutos se van, incómodas. Tito no se da cuenta. Está narrando su vida. ¿A quién no le gusta hablar de sí mismo? Me habla de su llegada a México: tenía doce años. Era una mula.
“TENÍA “ 17 AÑOS CUANDO EN 1972 VIVIÓ SU PRIMER ARRESTO, QUE LO LLEVÓ A LECUMBERRI MÁS DE TRES AÑOS. ERA LÍDER DE UN EQUIPO QUE VENDÍA DROGAS AL NORTE DE LA CIUDAD . En el estómago traía cápsulas llenas de cocaína, hechas con los dedos de un guante de látex. Lo entrenaron haciéndolo pasar uvas enteras, para reprimir el reflejo del vómito. Luego de un mes estuvo listo. Ya en Nayarit, con un vomitivo expulsó el cargamento. —Yo era parte de un equipo de allá, de Cartagena. —¿Te acuerdas de cuál? —Entre menos sepas, mejor.
TRAS LA ENTREGA se fugó. Si regresa-
ba a Colombia lo volverían a cargar y sería detenido por la policía o moriría si los jugos de su estómago perforaban los envoltorios. Como pudo llegó a Mexicali. Los locales de tatuaje le interesaron, aunque nadie le hacía uno por ser menor de edad. Aprendió un oficio parecido: pintar autos. Cruzaba la frontera, a Calexico, para comprar pintura. Un día cruzó y no se detuvo. Llegó hasta las Dakotas. El cuerpo de Tito está tatuado. Señala la serpiente emplumada de su brazo que se une, sin planearlo, con otra serpiente que sobresale del costado. De sus treinta tatuajes prefiere el primero: una india que inicia en el pecho y termina en el abdomen. En las Dakotas conoció a Rosario, mujer sioux. El chico de 13 años quedó impactado por ella: los ojos casi rasgados, la nariz recta, los labios delgados, el cabello largo, la mirada profunda. Se fueron a vivir juntos a un tipi dentro de una reserva. Meses después nació su hijo, el primero de los 16 que Tito asegura tener. Aún recuerda la imagen de Rosario cargando a la cría en la espalda a la usanza de los sioux, con pieles, atrapasueños y otros amuletos hechos por la abuela para proteger al bebé. Un día fueron
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a Nueva York. Eran los años sesenta, los Rolling Stones tocarían en Central Park. Entre la masa, Tito y Rosario se perdieron. Migración vio al chico solo y lo detuvo; fue deportado a Tijuana. Ahí le hablaron de Tepito. Viajó a la capital y se instaló. No volvió a ver a Rosario. Por eso al caer en Lecumberri y conocer a Miguel, quien le enseñó el arte del tatuaje, le pidió que le hiciera una india. “¿Pequeña?”, preguntó el sujeto. “No, quiero una grande”. “¿Y aguantas?”. “Sí, sí aguanto”.
LA MÁQUINA CARCELARIA Miguel comenzó a hacer la tinta. Quemó peines de plástico y atrapó el humo con una madera. Raspó el hollín con una navaja de rasurar, lo mezcló con agua, champú y pasta de dientes. Sacó sus agujas, las mojó en esa tinta y comenzó a pigmentar la piel de Tito, punto por punto, hasta crear la imagen de una mujer con un par de plumas sobre el cabello, aretes, collar. Luego, Tito encontró un oficio: tatuar personas. —¿Ahí también hiciste tu primera máquina? —le pregunto. —No. Fue en el Reclusorio Norte. AL SALIR de Lecumberri se reintegró a la venta de drogas. A fines de los ochenta, unos colombianos le plantearon asaltar una camioneta de valores. El día del atraco, policías vestidos de civil protegían la empresa de donde salía el transporte blindado. Ambos bandos soltaron balas. Dos custodios y un colombiano murieron; otros dos fueron heridos. A Tito le metieron cinco balazos. Los siguientes 25 años los pasó en el Reclusorio Norte. En 1989 decidió dedicarse de lleno a ser tatuador. Negoció con el director del penal para que lo dejara trabajar. Evade dar el nombre del general Salvador López Portillo Leal, cabeza del Reclusorio Norte entonces. Tampoco aclara si aceptó dinero o no. Tito le pagó a un custodio para traerle una grabadora pequeña. Le quitó el motor y desechó el resto. De una jeringa de vidrio robada de la enfermería obtuvo la pequeña salida de metal donde se inserta el punzón para la medicina. Consiguió un lapicero y como aguja utilizó el metal que recubría la cuerda de una guitarra que le vendió un interno por cinco pesos. La lijó y la dejó fina. Amarró el motor con hilo cáñamo. Se conectó a un cable que pasaba por la celda. Hizo tierra con otro cable, sal de grano y un vaso con agua. Su máquina canadiense —de canera, carcelaria— funcionó. “Es el principio de las rotativas alemanas que cuestan 30 mil pesos. Yo sigo trabajando con las mías. Puedo hacer una con un encendedor”, presume mientras me muestra la que tiene dibujada en la espalda. Caminamos por la Colonia Vallejo. Vamos a un gimnasio abierto donde los atletas del barrio entrenan en barras y tubos. Valle de los Mamados le llaman. Tito se acerca a los hombres
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Foto > Memo Bautista
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Tito, el Colombiano.
que se ejercitan. Dan la mano y el puño como saludo. Él se quita la playera de tirantes. Para ejercitarse le es suficiente el torso, un pantalón de mezclilla y tenis. Aunque rebasa los 60 años, tiene un cuerpo fuerte y marcado. Se acostumbró al ejercicio en la cárcel. Le ayuda no beber alcohol ni consumir drogas. Fue suficiente la que tragó al ser mula. Calienta un poco y comienza a subir con los brazos una escalera inclinada de unos seis metros de alto. Llega a la cima y desciende de igual forma. Su cuerpo se mantiene vertical todo el tiempo. La fuerza está en el abdomen. “¡Vas!”, me dice. Me dirijo a una escalera más chica, menos de la mitad de la que él escaló. Comienzo a subir. Mis pies apenas abandonan el piso un metro. Me bajo apenado. “Poco a poco”, me dice.
¿QUÉ, UN TATUAJITO? Salió de la cárcel en 2011, de madrugada. En el reclusorio ahorró unos 35 mil pesos, tatuando. Se iba a ir a un hotel pero en la calle lo esperaba uno de sus hijos. Fueron a La Raza, donde estaba una de sus parejas sentimentales. Al llegar a la casa se encerró. Veía la calle pero no salía. Tenía miedo. Por 25 años obedeció la orden de ¡lista!, escuchó el grito de algún preso al que golpeaban a medianoche. Esos ruidos lo acompañaban y al despertar estaba igual de paranoico que en sus años de prisión. Por fin comenzó a tatuar dentro de casa. Sólo ahí se sentía seguro. Un día salió a la puerta principal. Luego de unas semanas caminó algunos metros. Cada vez aumentaba la distancia. Cinco meses después llegó al tianguis de La Raza, donde comenzó a tatuar. En ocasiones le volvía la ansiedad. “Ahorita regreso, mamacita, me voy a la casa”, le decía a su mujer. Entraba corriendo, sin mirar atrás. Iba al espejo. “¡¿Qué te pasa, pendejo?!”, se reclamaba. Luego de unas horas regresaba al tianguis. Una vez vio un anuncio en el periódico: Ford solicitaba un maestro pintor. Pidió el trabajo. Pasó los exámenes, estaba seguro que se lo darían. En la entrevista le preguntaron si tenía tatuajes. Dijo que sí. Le pidieron quitarse la camisa. La respuesta fue
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que no podía trabajar ahí por política de la empresa. Pasaron tres años. Un domingo, mientras tatuaba se acercaron tres tipos. También tenían el cuerpo dibujado. Estaba atento a sus movimientos, una costumbre de la cárcel. Uno examinaba los diseños en esténcil. Otro habló. “¿Es usted don Tito?” “Sí, ¿cuál es la idea?” “Nos dijeron que estaba aquí”. Tito se puso de pie. Si tenía que pelear lo iba a hacer. Para eso fortalecía su cuerpo en el parque. Antes de soltar un golpe ofreció: “¿Qué, un tatuajito?”. Los tatuadores Chino de Tepito, Chacal y Pato estaban organizando una exposición sobre su oficio en el Museo del Tatuaje, por Insurgentes. Les llegó el rumor de que en La Raza tenía su estudio un exconvicto que había aprendido a tatuar en Lecumberri. “¿En cuánto me vende este diseñito?”, preguntó el Chino. “Te lo regalo”, dijo Tito. “No, cómo cree, padrino, usted viene a trabajar”. En eso vio las máquinas hechas por el Colombiano. Revisó una. “¿Y ésta en cuánto me la vende?” “No, qué pasó, con esa trabajo”. Unas semanas después, Tito llevó la máquina al Museo del Tatuaje, para incluirla entre las piezas exhibidas. El día del evento Tito cortó el listón. Ahí le hicieron su primera entrevista para medios.
DE REGRESO EN LECUMBERRI Tito camina por el Palacio Negro. Ahora es el Archivo General de la Nación. Es la primera vez que regresa después de cuarenta años. Pasa frente a la que fue su celda. Trabajadores colocan en ella un caballete, cuadros, una mesa con pinturas y pinceles. Están montando una réplica del estudio que David Alfaro Siqueiros tuvo durante su encierro. La gente del Archivo reconoce a Tito. Le toman una foto. Va pensativo. Quizá recuerda cuando compraba La Prensa y el Esto para José Revueltas y se los aventaba, con tal de esquivar a los custodios. O la vez que miró a María Rojo cuando filmaron la cinta El Apando. O cuando Goyo Cárdenas, el asesino serial, le ayudó a resolver su situación jurídica. O a lo mejor le vino a la mente cuando un grupo de internos le cuestionó una noche por qué tatuaba a puro mamá choncha —presos que tienen el mando en el penal. “Nel, yo tatúo a todo el que me lo pida”. “A ver, hazme un tatuaje”. “Va, cámara”. Terminó a las cuatro de la mañana. No cobró un peso pero obtuvo el respeto de los presos. “Órales, pinche Tito, quedó chingón. Si necesitas que matemos a alguien dinos”. “No me lo vas a creer pero los pinches diablos vuelven a mí. Me quieren atrapar”, le dice Tito a Osvaldo Castañeda, activista a favor de los exconvictos. “Pero yo también soy un diablo. Yo viví aquí”. Un hombre les dice que ya es hora de empezar. Tito ingresa al auditorio principal de Lecumberri. Unas cien personas le aplauden. Comienza a contar su historia.
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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO Por
CARLOS VELÁZQUEZ
@charfornication
AMOR A LAS PA S T I L L A S (2) LA CANCIÓN # 6 Por
ROGELIO GARZA @rogeliogarzap
JOÃO GILBERTO: TRISTE FINAL
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EL ÉXITO del Tadalafil o el Vadernafil consiste en la elaboración de cocteles. Bien administrada, una pastilla de 20 miligramos puede servir para ocho horas de sexo continuo. Obvio, hay que evitar la eyaculación. Antes de ofrecer los detalles del coctel maratónico, les comparto el del ciudadano de a pie: 5 miligramos de Tadalafil, una bebida energética rehidratante, ojo, sin taurina. Recuérdese que no se debe cargar de trabajo extra al corazón, con el ejercicio cardiovascular que va a realizar es suficiente. Entonces, puede ser un Gatorade, Powerade o un suero pediátrico. Yo he utilizado los tres. Y me han resultado igual de efectivos. El siguiente ingrediente es una vitamina de acción rápida. Ejemplo: los antigripales Duals Nordin contienen dos pastillas: una tableta y una capsulita vitamínica. Debe tomarse una o dos de éstas últimas. Esto depende del peso o grado de intoxicación, es decir, de qué tan contaminado esté el cuerpo por el uso de medicamentos. Y por último: dos rayas de cocaína. O en su defecto, una Cafeaspirina forte. La coca inhibe la libido, por eso no debe excederse la medida. La cafeína en dosis elevadas puede resultar inconveniente, pero el cuerpo tolera 500 miligramos. Nota: no combinar con bebidas que contengan taurina, como Red Bull, Boost o Monster. El coctel maratónico consiste en seguir metiéndose coca durante el acto sexual si hay problemas de eyaculación como es mi caso. Por eso es muy importante no atascarse y recurrir a la cocaína sólo cuando el cuerpo la requiera. El rush de una raya promedio puede ayudar a unas dos horas más de penetración, combinada con los otros componentes. Si sientes que la erección pudiera verse en peligro por exceso de coca, puedes recurrir a un shot de whiskey. Pero sólo uno. Esto una vez avanzado el trance. Todos los elementos mencionados deben ingerirse al mismo tiempo, con la variante de que la coca puede esperar quince minutos, la debes esnifar al momento exacto de la penetración. Probé los productos de la competencia. Mi acercamiento hacia el Viagra (Sildenafil) fue infructuoso. Fue el primero en invadir el mercado. Diseñado para hombres mayores. Con cierta incidencia en diabéticos. Las dosis son demasiado agresivas. Existe una presentación de 50 miligramos. Para meterme eso necesitaría tener sesenta años, padecer azúcar y ser impotente. Aun así, me llegué a autorrecetar hasta 25 miligramos en una sola emisión. Fue inútil. No obtuve los mismos resultados. Así que me mudé al Cialis, de Lilly Icos. No excedí los cinco miligramos. Pero la diferencia fue radical.
EN LOS PRIMEROS DÍAS de julio falleció, a los 88 años, el compositor, guitarrista y cantante brasileño João Gilberto. No se mencionó la causa de su muerte, pero sí las tristes condiciones en las que el llamado Padre del bossa nova se llevó su ritmo al otro mundo. Lo impresionante fue saber que alguien de su estatura, el creador de un género musical, personificó el miedo que tenemos a envejecer pobres, solos y enfermos. Así como el punk de Mike Ness me montó al caballo del country, el cool jazz de Stan Getz me llevó del saxofón al bossa nova. Confieso que durante años lo aborrecí debido a una pesadilla laboral corporativa. Durante un par de años trabajé en una empresa de movilidad ubicada en Santa Fe, donde el sonido ambiental era una estación de bossa nova new age. Lo peor era que la programación incluía canciones clásicas de rock y pop interpretadas en ese bossa nova soft. Era la suave tortura de todos los días, de 9 a 6, horas de sopor musical que sólo soportaba armado con unos audífonos. Tiempo después escuchaba detenidamente el jazz de los blancos que tocaban como negros y Getz me reencontró con el auténtico bossa nova, el hijo feliz de la samba y el jazz. Hasta entonces me di la oportunidad de escuchar a Gilberto con calma. En la invención del bossa nova intervinieron también el pianista y compositor Antonio Carlos Tom Jobim y el poeta Vinícius de Moraes escribiendo las letras. Gilberto era la voz, un susurro dulce y melódico; además tocaba la guitarra con un estilo y un ritmo sincopado únicos. Su entonces esposa, la cantante Astrud Gilberto, lo acompañó haciendo
Fuente > farmalisto.com.mx
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MI CONTACTO CON EL TADALAFIL HABÍA SIDO RECREATIVO O TERAPÉUTICO . Tuve un mejor nivel de erección. A pesar de tener en casa Levitras gratis, me aficioné. Había encontrado a uno de los amores de mi vida. Una sola cosa me inquietaba del Cialis. La leyenda urbana de que produce priapismo. Mi contacto con el Tadalafil había sido recreativo o terapéutico. Y me había ocasionado severos problemas en mi matrimonio. Mi esposa permanecía literalmente clavada a la cama toda la semana. Y los fines resultaban peor. Entonces fui más allá. Comencé a consumir el Levitra como agua de uso. Ingería todas las noches antes de dormirme. Pucharme los cinco miligramos y no coger no me originaba ningún conflicto. Tenía el medicamento domesticado. A las dos semanas comencé a tragarme cinco miligramos por la mañana. Y obvio, cuando practicaba el coito me rifaba otros cinco más. Un año después de cumplir esta cuota diaria me divorcié. Y me alejé para siempre del Levitra. Pero no del Cialis. Ya no me salía gratis. Pero seguí con la misma rutina un año más. Se presentara o no una relación sexual. Era evidente que me había convertido en un adicto, pero había corregido mis problemas de eyaculación. Ya no recuerdo a qué edad comenzaron. Una ocasión, una chica con la que compartí la cama afirmó que yo no conseguía venirme a causa de tanta cocaína consumida a lo largo de mi vida. Con la ayuda del Tadalafil logré de nuevo expulsar semen. Por supuesto, todo ha sido conocimiento empírico. Nunca he consultado algún médico al respecto, ni lo haré. Un año después renuncié al Cialis. A partir de esa fecha, despierto cada mañana con una erección tremebunda. Sólo en ocasiones especiales vuelvo a mis cinco miligramos. He dejado de consumirlos a diario. No sufro problemas de erección. Nunca. Y tampoco falta de orgasmos. Que según dicen también es una forma de impotencia. El tiempo de mis relaciones rebasa el promedio que debe durar un coito. Pero al final lo consigo. No importa que pasen dos horas. Me vengo. Y no importa cuántas veces, vivo con el pito parado. ¿Me habré provocado priapismo?
Fuente > facebook.com
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PASÓ LOS ÚLTIMOS AÑOS SOLO, CON BRONCAS DE SALUD, DESALOJADO . dúo en los primeros discos. La música que crearon, las canciones clásicas que todos hemos escuchado alguna vez, interpretadas por todo tipo de artistas, “Garota de Ipanema”, “Chega de Saudade” y “Desafinado”, pusieron a Brasil en los oídos del mundo durante la segunda mitad del siglo XX. Por eso, leer que Gilberto pasó los últimos años solo, con broncas de salud, viviendo de prestado y desalojado porque debía 60 mil dólares de renta, además de 380 mil por conciertos cancelados debido a sus males, me puso a pensar. Si a un artista de su talla, patrimonio musical de Brasil y de la humanidad, le fue tan mal, ¿qué nos depara en la vejez a los simples mortales que disfrutamos su música? Que le haya ido así sólo habla de lo pinche ojete que es este mundo. Vale madres que le haya dado felicidad a tanta gente con su música. Irónica como es la vida, justo cuando falleció, el tribunal de Río de Janeiro determinó que Universal pagaría las regalías que le debían desde 1964, más un pago adicional por daños morales. 55 años tardaron las autoridades brasileñas en resolver el robo impune de la disquera, denunciado décadas atrás. En ese pantano de mierda floreció la belleza musical del bossa nova.
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Foto > Alberto Alcocer @beco.mx
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s domingo, el despertador suena diez minutos antes de las seis de la mañana. Sin titubear, sin ganas de acurrucarme cinco minutos más, me levanto. Eso no me pasa nunca, bajo ninguna otra circunstancia: sufro las reuniones de trabajo matutinas y abomino de los vuelos tempraneros que me obligan a llegar al aeropuerto a infames horas de la madrugada. Pero la alarma suena a las 5:50 am y yo estoy arriba con una lucidez extraordinaria. Es que hoy voy a correr 21 kilómetros, medio maratón. La primera vez que lo hice fue hace seis años, ya antes corría pero nunca tales distancias. Luego vino un maratón, esos legendarios primeros 42 kilómetros, y luego otro y otro... y es que sí, correr es adictivo. Me pongo mi traje de luces como yo le llamo o quizá sea lo más cercano que tendré a un ajuar de novia: el top con tecnología ultrasoporte en la zona lumbar, los leggings con tres bolsillos secretos que utilizo para guardar las llaves, gomitas de electrolitos y un billete de cien pesos milimétricamente doblado; calcetines sin costuras para evitar ampollas, los tenis con sus cápsulas de aire bendecidas por la diosa Niké, la gorra, las gafas, el chip con mi número de corredora y salgo. Disfruto la oscuridad y el clima perfecto, la sensación de que mi individualidad es más individualidad por la mañana. Paladeo el goce de estar sola. No corro en grupo, lo intenté pero aunque es entrañable ir junto a tus amigos, lo cierto es que no soy de las personas que van en grupo a practicar deporte alguno; tiene razón Murakami el Sin-Nobel en De qué hablo cuando hablo de correr pues la carrera y el oficio de escribir son parecidos: actividades solitarias, de resistencia, de terquedad sin par, de placeres que se sufren. El caso es que para correr yo no necesito que alguien me motive, me anime o me entrene. Y no es porque esté particularmente dotada para hacerlo, ni porque tenga vocación de atleta (imposible cuando un día sí y otro también me bebo dos mezcales), ni mucho menos porque haya hecho juramentos a la Virgen de Guadalupe a cambio de un suculento milagro. No. Yo corro porque soy ansiosa; corro desde hace años porque soy adicta a las sustancias que correr libera en mi cerebro y que, hasta ahora, han resultado el mejor ansiolítico de cuantos he probado. Hacerlo me da tregua de mis demonios de ansiedad, es decir que corro por motivaciones más bien oscuras. Y también para mantener mi peso y para que no se me caigan las nalgas porque esto de llegar a los cuarenta supone todo un reto metabólico y anatómico, que nadie les cuente lo contrario. Me hace gracia ese discurso buenaonda y marquetero que asegura que los corredores somos mejores personas, más sanas y disciplinadas, una especie de seres elevados a un estado superior de conciencia. Mentiras y más mentiras. Pienso en ello cuando llego al punto de partida y me veo hundida en un mar de personas—veinticinco mil, según las cifras oficiales; me doy cuenta de que ahí, entre tantas piernas y corazones ansiosos late lo mejor y lo peor de la humanidad. Como en cada evento que reúna dos o más ejemplares de nuestra especie. Sí, señor.
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CRÓNICAS PLUTONIANAS Por
ALMA DELIA MURILLO @AlmaDeliaMC
Un grupo a mi izquierda critica a una pareja a mi derecha porque está haciendo ejercicios de estiramiento y eso no se debe hacer antes de empezar. Los de mi derecha critican a un trío que avanza con disfraces de luchadores porque esas capas quitan visibilidad a los que correremos detrás. Cuando vamos por el kilómetro nueve y la inclinación de la subida se pone pesada, un servicial corredor asume la tarea de empujar a otro que va en silla de ruedas; los de alrededor aplauden hasta que llega otro y lo cuestiona. —¿Por qué lo empujas? —Porque ir empujando la silla con los brazos es encabronadamente difícil. —Por eso mismo, a la mejor este güey quiere ser seleccionado paralímpico y tú lo estás ayudando. —Ayúdalo tú entonces. —Ese no es el punto, cabrón, sino que este güey tiene que hacerlo solo... Y ese güey los escucha en silencio hasta que, con cara de alivio, ve cómo servicial 1 y servicial 2 se quedan enfrascados en su discusión sobre la bondad con el prójimo en silla de ruedas y lo dejan avanzar en paz. Un par de kilómetros adelante se acerca un grupo en bloque que sigue a su entrenador y al grito de “pista, pista” piden que nos hagamos a un lado. Algunos lo hacemos sin chistar pero una pareja se ofende, “cálmense, ni que fueran corredores elite, aprendan a rebasar” y entre rechiflas, mentadas de madre, coloridos escupitajos de bebidas isotónicas se arma el conato de pleito. Yo corro, qué más; por suerte la curva que me permite dar la vuelta y alejarme de los peleoneros aparece muy pronto y me olvido de ellos entre carcajadas imaginarias porque si las suelto de verdad me quedo sin aire, o tal vez sin dientes; se veían bravos. Escucho las porras de la gente que acude para vernos y que yo aborrezco. Siempre lo he dicho. Es que invaden el carril de la carrera mientras les dicen a sus niños “saluda al corredor” como si fuéramos changuitos de zoológico; por no hablar del contenido de los hurras: “ya sólo faltan ocho kilómetros”, “¿ya se cansaron?”. Sí, amigos, soy una amargada de cepa, pero no ayuda escuchar ese griterío en voces de desconocidos cuando te está matando una rodilla o el dolor muscular o las ganas de mear. Rebaso incontables cuerpos con playera azul: bajos, altos, serios; me pregunto qué pensarán. Me hipnotiza uno que corre contrahecho, a lo Emil Zátopek (en el libro Correr de Jean Echenoz pueden leer la historia de Zátopek). Escucho a una corredora que regaña a otro porque se hace acompañar de su hijo adolescente pero el muchacho no lleva los tenis adecuados. Kilómetros y kilómetros de corregíos los unos a los otros. Suspiro. Hasta que por fin lo logro, entro a ese lugar, ese Nirvana en el que sólo suena el sístole y el diástole de mi corazón. Y vuelvo a Murakami: Mientras corro tal vez piense en los ríos, tal vez piense en las nubes. Pero en sustancia, no pienso en nada. Simplemente sigo corriendo en medio del silencio que añoraba, en medio de ese coqueto y artesanal vacío. Es realmente estupendo, digan lo que digan.
CORRE, G R I TA , EMPUJA
“ME “ VEO HUNDIDA EN UN MAR DE PERSONAS. ME DOY CUENTA DE QUE AHÍ, ENTRE TANTOS CORAZONES ANSIOSOS LATE LO MEJOR Y LO PEOR DE LA HUMANIDAD ”.
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ESGRIMA Por
ALICIA QUIÑONES @aliciaquinones
“LA DANZA ES PAR A TODO MUNDO”
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l próximo jueves 8 de agosto, la Compañía DramaDanza estrena Migrantes en el Palacio de Bellas Artes. Es una pieza coreográfica de gran formato dirigida por Rossana Filomarino, que refleja el eterno caminar del éxodo migrante y problemas como el racismo avivado en muchas partes del mundo. Filomarino nació en Roma, Italia, en 1945 y es, sin duda, una pieza clave para entender la danza contemporánea en México. Ha sido reconocida con el Premio Nacional de Ciencias y Artes, con la medalla Bellas Artes al Mérito Artístico y el Premio Nacional de Danza José Limón, entre otros. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte del FONCA y colabora con el Ballet Nacional de México. En 1990 creó DramaDanza y durante casi tres décadas de quehacer ininterrumpido esta compañía ha profundizado en la fusión de la técnica dancística con tratamientos provenientes del arte dramático y de la danza Butoh. Se ha presentado en los foros más importantes de la Ciudad de México, además de realizar giras a Costa Rica, Ecuador, Canadá, España e Italia. Sus hallazgos artísticos como compañía han marcado pautas para el desarrollo de la danza contemporánea en nuestro país. Con más de 50 años de trayectoria y más de 70 coreografías de creación propia, Filomarino presenta Migrantes como la última de gran formato que realizará en México, por falta de apoyo gubernamental. De esta pieza y de la falta de apoyos a la danza habla en la siguiente entrevista. ¿Cuál es la apuesta de Migrantes? Es una pieza con trece bailarines en escena, música original de Rodrigo Castillo Filomarino y dramaturgia de José Alberto Gallardo; además participan veinte estudiantes de la Escuela Nacional de Danza Clásica y Contemporánea del INBA. El título lo dejé así, sencillo, porque no se me ocurrió nada mejor. Migrantes es muy claro y no necesitamos más para exponer este fenómeno. La gente se interesa por estos temas que nosotros, los artistas, abordamos desde nuevas perspectivas. Mi objetivo es compartir con los espectadores la soledad de estas personas, que ya no tienen nada en la vida más que una lejana esperanza e incluso esa esperanza se les clausura. Además quiero llevar al público a reflexionar sobre qué necesitan los migrantes de nosotros, de nuestra mirada y nuestra ayuda como individuos. Queremos conmovernos ante las peripecias que viven. En la obra hay una escena muy afectiva que es como un recuerdo o un flashback, pero también hay escenas crudas de todo lo que enfrenta un migrante en su camino: violencia y asaltos, entre otras. La danza y la migración son actos en solitario. ¿Qué relación guardan ambos caminares? En la danza siempre avanzamos. Aunque trabajamos en condiciones bastante miserables, nunca se parecen a las de un migrante, que está desprovisto de todo bien.
“EN “ LA DANZA SIEMPRE AVANZAMOS. AUNQUE TRABAJAMOS EN CONDICIONES BASTANTE MISERABLES, NUNCA SE PARECEN A LAS DE UN MIGRANTE, DESPROVISTO DE TODO BIEN”.
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¿Qué se ve en el escenario de Migrantes? Vemos a una compañía con excelentes bailarines en un continuo tránsito de personas hacia una meta. Vemos a bailarines que entregan una pasión por compartir una metáfora de la vida. La pieza va acompañada de otra, Ditirambos, una danza celebratoria del espíritu dionisiaco de la vida y la creación. Creo que con ese cambio de tono se compensa un poco lo cruel del primer tema. ¿Cuándo comenzó su interés por este asunto? Es anterior al momento tan crítico que vivimos. El problema del fenómeno migratorio tiene muchos años y sea que ocurra en Europa o México, me conmueve. Por ejemplo en Italia, mi tierra de origen, los migrantes
Foto > Ernesto Reynoso
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El Cultural
son abandonados en el mar. En todo el mundo se está generando esta falta de acogida. Los que se quedan enfrentan la parte más oscura del ser humano, con ideas como: “Tú no eres de aquí, esto es mío y no te corresponde”. ¿Cómo surge mi interés? No sé. Pero me importa y mucho. No estoy tratando de lucirme con un tema que para México, tanto en su frontera sur como norte, es muy grave. No es una obra oportunista. ¿Por que ésta es la última obra de gran formato que usted decide presentar? No es una queja, es una observación de la realidad. Me siento privilegiada, mucho más que otros compañeros, de que Bellas Artes me haya dado la posibilidad de montar esta obra. Es una gran ayuda y otros colegas no la tienen, pero las cosas han tomado otra dirección en este momento. En política estamos caminando hacia la cultura comunitaria, el apoyo a las comunidades, y mi trabajo no es para eso. Mis obras son para los grandes teatros y ésta lo es muy en lo particular. Hay obras que se pueden hacer en cualquier espacio cerrado y lo he hecho. Ésta requiere un teatro de grandes dimensiones y luminarias especializadas, entonces propuestas de este tipo están quedando olvidadas. Creo que también habría que poner atención a eso. Agradezco a la Coordinación Nacional de Danza que me ha dado su apoyo para hacer esta obra, pero sí, sí es la última de este tipo que hago y que requiere este tipo de infraestructura, de condiciones especiales. ¿Es difícil conseguir lo necesario para presentar este tipo de proyectos sin el apoyo gubernamental? Yo, desafortunadamente, no conozco otra manera de hacer o vender mi trabajo. No lo sé vender. A mis 74 años no me voy a pasar cinco horas al día en las redes sociales, buscando festivales y haciendo convocatorias, porque se me va la vida en eso y quizá no tenga buenos resultados. A eso me refiero cuando digo que no es una queja, sino una observación de la política cultural. Dentro de esos parámetros me siento desfavorecida. ¿Por qué es importante que exista la danza? En principio, la danza siempre ha estado considerada en un segundo plano. En cambio, me parece que es mucho más accesible que otro tipo de espectáculos, porque la danza se transmite en el mismo momento que sucede, y se transmite no tanto a través del intelecto sino a través de los cuerpos en movimiento, de los que están en el foro y del cuerpo de los espectadores. Así se recibe la danza. Es un excelente medio de comunicación y, creo, uno de los más inmediatos. A eso me he dedicado toda mi vida, amo la danza. Sí creo que se necesitaría un poco más de apoyo, ése es un problema histórico y ahora se ha agravado, porque hay muchos bailarines, hay un ejército de gente que quiere bailar y no hay espacios ni infraestructura para darle trabajo a todas estas personas que pasan años en los estudios de danza. Ése es otro problema. La ventaja es que la danza es accesible para todo mundo, incluso para personas de distintas culturas y lenguajes porque todos tenemos un cuerpo.
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