Cuentos para leer en Semana Santa de Antonio Diaz Bautista

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Antonio DĂ­az Bautista

Cuentos para leer en Semana Santa


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Antonio Díaz Bautista

Cuentos para leer en Semana Santa

Textos y acuarelas: Antonio Díaz Bautista ©Adolfo Díaz Bautista Primera edición: Marzo de 2018

Edita: Real y Muy Ilustre Cabildo Superior de Cofradías de Murcia Colabora: Excmo. Ayuntamiento de Murcia Depósito Legal: MU 289-2018 Imprime: Gráficas Espinosa Carril Los Alarcones - 30009 La Arboleja (Murcia)

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida total o parcialmente, almacenada o transmitida en manera alguna por ningún medio, ya sea mecánico, eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del titulardel copyright.

Fotografías: Kiko Asunción Joaquín Bernal Ganga Carmen Celdrán Mariano Egea Miguel Angel Esquembre Antonio Jiménez Jorge Martínez Reyes Francisco Nortes Joaquín Zamora

Diseño y maquetación: PLA (Estudio Humorgraf)

Imagen de portada: LaVerónica de Salzillo, acuarela de Antonio Díaz Bautista


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La moneda romana

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odos los paseantes del centro histórico de la ciudad de Murcia recordamos a Antonio Díaz Bautista, con su figura majestuosa, barbada y sabia que parecía salida, no de la enseñanza del Derecho Romano en la Universidad -que con tan gran maestría y empatía con los alumnos ejerció durante tantos años- sino de una antiquísima moneda cesárea sorprendentemente acabada de pulir.

Díaz Bautista era, sí, un alto perfil de moneda romana, paseando sereno por la calle Trapería, a cuyo Real Casino solía acudir y donde a veces dejaba sus deliciosas acuarelas en exposición, de tal modo que, en la memoria, uno diría que en el Casino de Murcia siempre había una exposición de motivos murcianos de don Antonio. Rincones, huertas, figuras pertenecientes al hondón de la memoria colectiva de nuestro territorio, pintados siempre con una quietud reflexiva, como era el modo de conducirse por la vida pública del propio Díaz Bautista. Esa reflexividad estaba soterrada por un humor muy de la tierra, aunque matizado siempre en él por esa gotita transparente y dulce que se forma, siempre a punto de caer, en el extremo de las brevas maduras. La gente que deja huella, como don Antonio, parece siempre presente en los que fueron sus lugares, sin disiparse, y también ocurre con la obra que dejaron. Se publica de él, ahora, un volumen de cuentos para leer en Semana Santa. Si interpretamos bien el modo de sentir la realidad que tenía Díaz Bautista, manifestado en numerosos textos que publicó en prensa, significa que pueden leerse durante todo el año. Es un libro para leer durante la semana santa, pero también en su recuerdo, una vez pasada, y en espera de la siguiente. Si en Sevilla se dice, cuando acaba la Semana Santa de allí, que sólo faltan trescientos sesenta y cinco días menos una semana para la próxima, como si se estuviera en vísperas de ella, para Díaz Bautista todas sus cosas amadas de Murcia estaban presentes siempre, todo el tiempo. Siempre había una primavera interiorizada aunque fuese invierno, siempre había arrope memorial en la plaza de San Pedro, siempre cantaban los auroros, siempre había un nazareno arquetipo de todos los nazarenos, siempre había una huerta espirituada, aunque el progreso hubiese modificado el paisaje. Su mente, como buen catedrático de Romano, era clásica en el sentido de despojar a las cosas de artificio y temporalidad, encontrando la esencia y buscando su trascendencia, modesta o no tanto. Eso lo trasladó también a su manera de escribir y hablar. Clara, musical, con la cadencia trabajosamente encontrada, que en él parecía sencilla. Sus alumnos en todos los ámbitos, y los que tuvieron la suerte de disfrutar de su compañía, sensatez, sabiduría y anecdotario, saben bien de qué estamos hablando.

L

a literatura es uno de los instrumentos más valiosos del hombre. Una oportunidad para, con la fuerza de la palabra, crear, emocionar e imaginar. Todo a través de la creatividad de los escritores que mediante estas bellas palabras tejidas con la imaginación consiguen emocionarnos.

En esta ocasión el añorado Antonio Díaz Bautista relata, mediante breves cuentos, historias relacionadas con una de sus grandes pasiones: la Semana Santa murciana. Su imaginación, a veces completada con ciertas pinceladas de realidad, dan el protagonismo en esta obra a la Cofradía del Perdón, a la Archicofradía de la Sangre y a la Cofradía de Jesús pero sin dejar en el olvido al resto que, mediante las fotografías de Carmen Celdrán, Kiko Asunción, Joaquín Bernal, Mariano Egea, Miguel Ángel Esquembre, Antonio Jiménez, Jorge Martínez, Francisco Nortes y Joaquín Zamora también completan el interior de estas páginas. Se trata de una obra que supone una nueva aportación del autor a la cultura e historia de Murcia, su ciudad, su tierra, a la que tanto amaba y la que nunca olvidará su legado. La prueba del cariño del autor hacia esta tierra y sus tradiciones está en las primeras páginas que contienen el Pregón de Semana Santa que pronunció él mismo en el año 1993. No podría haber mejor relato para complementar nuestra Semana de Pasión que el expresado por el Catedrático de Derecho Romano. Díaz Bautista está consagrado como uno de los embajadores más destacados de la cultura murciana. A través de sus magníficas obras pictóricas y su poesía nos contó a lo largo de varias décadas su manera de entender las cosas, su apreciación de la belleza, la materialización de sus sentimientos. Asimismo posicionó a esta tierra y a su centenaria Universidad en el mapa internacional gracias a sus conocimientos, publicaciones e investigaciones relacionadas con el Derecho Romano. Dar a conocer nuestra Semana Santa a través de la literatura y poner en valor la figura del escritor y pintor Antonio Díaz Bautista es una labor digna de reconocer al Cabildo Superior de Cofradías que se mantiene activo en la divulgación de esta tradición que cuenta con más de 600 años de historia.

Nada de lo hermoso o memorable de Murcia le fue ajeno. Trató de fijar todo eso en los diversos ámbitos a los que dedicó su existencia. Creo que en buena parte lo consiguió.

Decía el médico, historiador, escritor y pensador Gregorio Marañón que los seres humanos solo mueren realmente cuando son olvidados. Pues bien, con esta obra mantendremos viva la figura del autor y su talento quedará, para siempre, impregnado en el relato histórico de la Semana Santa murciana.

Javier Celdrán Lorente

josé ballesta germán

Consejero de Turismo, Cultura y Medio Ambiente de la CARM

alcalde de murcia


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Índice

I

ncrementar la bibliografía de nuestra Semana Santa, es una alegría para todos los cofrades que sienten los misterios de la pasión, muerte y resurrección.

Hablar de Antonio Díaz Bautista es hablar de Murcia, de nuestras tradiciones, de nuestra cultura, de todo lo nuestro, ha sabido mostrarnos su amor, entrega y su cariño por nuestra Semana Mayor que ha querido reflejar en este libro de cuentos nazarenos, en una semana para los sentidos, cuando el incienso y el perfume de las flores de los pasos se mezclan, cuando bocinas y tambores dan el ritmo al pentagrama de la melancolía. Díaz Bautista, catedrático de Derecho Romano, ensayista, pintor, ha participado en numerosos congresos internacionales publicando artículos en las más destacadas revistas especializadas como investigador y ha querido Cultural Díaz Bautista que nuestra Semana Santa declarada de Interés Turístico Internacional penetrase dentro de nuestras procesiones y de la vida íntima de nuestras cofradías, a través de estos cuentos, que no podíamos dejar de recuperar para nuestra historia. Sirva esta publicación para recordar y hacer una puesta en valor de la imagen siempre presente en nuestra cultura de tan magnífico defensor de las cosas de nuestra tierra. Solo la maestría del profesor Díaz Bautista podría lograr el milagro en estas historias que es parte de nuestra ciudad de Murcia, y que gracias al Ayuntamiento podremos disfrutar de su lectura.

Ramón Sánchez-Parra Servet

Presidente Cabildo Superior Cofradías

PREGÓN DE LA SEMANA SANTA DE MURCIA ................................................................9 El Perdón........................................................................................................................................................................28 Tarde de Miércoles Santo en la plaza de Camachos.........30 El Berrugo ....................................................................................................................................................................35 Aquel hombre del aljibe...................................................................................................................39 El gallo.............................................................................................................................................................................44 La primera salida.............................................................................................................................................54 El teléfono móvil .......................................................................................................................................60 El recien llegado...........................................................................................................................................78 Recordando recuerdos.................................................................................................................87 El diecinueve........................................................................................................................................................100 La conspiracion............................................................................................................................................109 El chozno..................................................................................................................................................................120 El perrito Lulú....................................................................................................................................................131 Don Fulgencio..................................................................................................................................................139 Fuensanta ..................................................................................................................................................................146 El Churro.....................................................................................................................................................................158 Don Ildefonso..................................................................................................................................................168 El pétalo seco .....................................................................................................................................................175 La víspera (Jueves Santo)...............................................................................................................180 Apuntes sobre la Mañana de Salzillo ..............................................................183 Contemplando el “paso” ...............................................................................................................194 El Prendimiento..............................................................................................................................................196 El dolor de María en la luz y en las sombras ...............................198 El caramelo............................................................................................................................................................201 Los aparecidos ...............................................................................................................................................204 La despedida..........................................................................................................................................................206


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cuentos para leer en semana santa Antonio Díaz Bautista

Pregón de la Semana Santa de Murcia Pronunciado el día 1 de abril de 1993 en la Iglesia de San Pedro, por el Ilmo. Sr. D. Antonio Díaz Bautista.

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xcmo. y Revdmo Sr. Obispo de la Diócesis. Excmos. e Iltmos. Sres. Presidentes y directivos de las cofradías pasionarias murcianas. Dignísimas autoridades civiles y militares. Señoras y señores, queridos amigos nazarenos.

Si el encargo de pregonar la Semana Santa de nuestra tierra es para mi motivo de orgullo, lo es también de inquietud; y no sólo por la certeza de que no alcanzaré la altura de mis predecesores, sino, sobre todo, porque la palabra es instrumento demasiado torpe y limitado para referirse a la Pasión de Jesucristo. La palabra busca siempre ser trasunto de la razón, y no hay mayor sinrazón que el sufrimiento y la muerte de Aquel que es fuente de gozo, y de vida. Quiero agradecer al Real y Muy Ilustre Cabildo de Cofradías por el alto honor que me depara y pedir disculpas por pretender un empeño desmesurado, por intentar hablar de lo inefable y describir lo indescriptible. Por eso querría este pregonero que sus palabras sonasen a plegaria de amor, porque sólo el amor incontrolado de Jesús puede explicar esta locura suya de entregar su carne al sacrificio. Las deudas de amor sólo con amor se pagan, aunque el pobre amor de los humanos siempre quedará descompensado ante la desbordada infinitud del Amor divino. En esta bella Iglesia la de San Pedro, tan dolorosamente profanada hace pocos días, en esta Iglesia, corazón del barrio castizo y murcianísimo, me toca hogaño abrir el portal de las procesiones murcianas y me complace mucho que sea aquí, en estos lugares donde todavía se respira y se siente el eco lejano, como zumbido de colmena, de aquella Murcia entrañable que llegué a conocer en mis primeros años.

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cuentos para leer en semana santa

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En el Barrio de San Pedro resuenan todavía los pregones de ciegos voceando los iguales y prometiendo la fortuna para hoy, y el trajín de los vendedores y los recoveros en Verónicas. Este barrio era grave y solemne cuando los magistrados de negra toga enjuiciaban en el Almudí, y era, es aún por suerte, bancal florecido de tabernas y bodegones donde se disfruta de la amistad, de la charla pausada, de la bebida con moderación y de las sabrosas viandas de la tierra. Este barrio ha sido siempre terreno de pasteles, repostería y churros; lugar para hacer parada, reponer fuerzas y endulzar el paladar. Es zona de comercio familiar y de puestos de flores, para recordar a los difuntos o festejar a los vivos. Cuando los murcianos nos acercamos a San Pedro, pensamos que sus calles y plazas son un bastión donde todavía no ha penetrado el marketing ni la soledad despersonalizadora de la gran ciudad. Cuando el sol amarillo del otoño dora la fachada de esta Iglesia, vienen a ella los pucheros tostados del arrope, y, ahora, con la luz nueva de la primavera, brotarán de sus viejas piedras las palmas de oro, para decirnos que ya estamos en Semana Santa. Palmas de triunfo para recibir al Salvador en la Ciudad Santa, pero también palmas de martirio cercano, pues los mismos que gritan Hosanna el Domingo de Ramos, dirán el viernes: ¡Crucifícalo!. Pero, sobre todo, el barrio de San Pedro es barrio procesional, y este pregonero guarda en el desván de su memoria, el

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recuerdo de sus primeras procesiones, entrevistas, con ojos de sueño, desde un entresuelo cercano a este contorno, con una larga espera hasta que los globos de colores pasaban a la altura del balcón, y venían los caballos trotando sobre los adoquines, y pasaba el buen Jesús sufriendo, tan cercano y tan malherido, que uno no sabía qué hacer para remediar sus afrentas, para curar los desgarrones de su torso, para arrancar las espinas de su frente y para desclavarlo de la Cruz. Y la sangre infantil se agolpaba en la garganta, al comprender, por vez primera, que en el mundo existe el odio, la crueldad y la violencia. Por las calles de nuestra Murcia, como todos los años, van a desfilar imágenes de Cristo doliente. Imágenes con nombres de paz y consuelo. Cristo del Amparo, porque nos ampara frente a los empellones de la vida. Cristo de la Esperanza, porque sólo en El podemos esperar algún remedio para este mundo desquiciado. Cristo del Perdón, el único capaz de disimular nuestras torpezas. Cristo de la Salud, porque es quien puede sanar las dolencias de nuestro espíritu enfermo. Cristo del Rescate porque nos libera del perpetuo secuestro en que nosotros mismos nos raptamos. Cristo de la Sangre generosa, que mana a borbotones para transfundirse a una humanidad anémica de amor. Cristo del Refugio, donde acude la barquichuela desar-

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bolada de nuestra alma huyendo de la tormenta de la vida. Jesús Nazareno, que avanza vacilante llevando a cuestas la cruz de nuestras culpas. Cristo del Sepulcro, dispuesto a descender a los más hondos abismos de nuestro espíritu. Cristo de la Misericordia, porque acoge en su pecho nuestros corazones miserables. Procesión del Retorno, para que sepamos regresar a nosotros mismos, purificados por el drama del Calvario. Cristo Yacente y quieto, ensimismado en la frialdad de la muerte, que es el supremo triunfo de la vida. Cristo Resucitado triunfante y glorioso en la mañana esplendente de primavera. Una docena de Cofradías, doce procesiones que son los doce pétalos de la rosa mística con que Murcia conmemora el dolor y el triunfo de la Redención.

necen ajenos al rito procesional, corren el peligro de que Murcia deje para ellos de ser lo que es y se convierta en un simple lugar del mapa; se arriesgan a vivir en Murcia como si residieran en cualquier parte. Bien que lo saben los murcianos en el exilio, que regresan, como golondrinas, en Semana Santa para renovar su compromiso con la murcianidad. Murcia vuelve en este tiempo a ser tierra hortelana y vegetal, y en cada uno de nosotros revive ese huertano que todos llevamos dentro y que sabe muy bien que si la semilla no muere en la tierra no fructifica. El huertano de Murcia ha entendido, desde hace muchos siglos, que el silencio de Cristo en la muerte y el sepulcro, es el preludio de una resurrección, y seguramente es por eso por lo que coloca los dorados capillos del gusano de seda a los pies del trágico Nazareno que avanza hacia la muerte en la mañana de Viernes Santo. Quizás el huertano que puso por primera vez estos capillos embojados en el paso, quiso decirnos que el gusano se entierra en su sepulcro para resucitar transfigurado. Murcia conmemora la muerte y el abrió muchas tumbas y los que en ellas estaban entraron en la Ciudad y se aparecieron. También a nosotros cuando las imágenes asoman temblando por las esquinas se nos apare-

Nunca es Murcia más ella misma que en estos días de la Semana Santa y nunca se podrá entender a esta Ciudad sin vivir, momento a momento, año tras año, los días de esta Semana. Quienes, llevados por la moda, se ausentan de su tierra en este tiempo, o perma-

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cen cada vez más amigos y familiares que se fueron. Cuando los murcianos contemplamos pasar las procesiones no podemos dejar de pensar en que llegarán otras Semanas Santas en que otros murcianos nos recordarán cuando ya no estemos con ellos. La Semana Santa murciana es caleidoscopio de variados colores. Cada día tiene su color. La tarde noche del Viernes de Dolores tiene un cielo de azul oscuro sobre la torre de la Iglesia de San Nicolás. La del Domingo de Ramos es de un verde tierno en las hojas nuevas que brotan por la Huerta. El ocaso del Lunes luce con reflejos magenta si se mira desde el Puente Viejo hacia San Antolín. El crepúsculo del Martes se adorna con nubecillas blancas, rojas y moradas sobre las torres gemelas de San Juan de Dios y San Juan Bautista. El último sol del miércoles pone su acento rojo en los árboles del Jardín y en la fachada de la Iglesia carmelitana. La negrura de la noche del jueves tiene en San Lorenzo su oscuridad más silenciosa. La mañanica del viernes comienza con un cielo morado de lirio húmedo de rocío, morado de buganvilla desparramada en el dintel de la casa huertana, morado de terrado de láguena donde se agolpa la gente, para ver desde arriba el bodegón barroco de la Cena, morado de revuelto carretero para templar el estómago camino de

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la Iglesia de Jesús. Después se irá tornando dorada, al derretirse la luz, desde lo alto de los tejados, sobre la carne gloriosa del Angel, sobre los oros de la túnica de San Juan, y sobre la lágrima cristalina de la Dolorosa. La noche del viernes es negra y luctuosa en la plaza de San Bartolomé, y, por encima de los viejos edificios, la blanquecina luz de la luna quiere pintar un sudario colgando al viento sobre una cruz desnuda. En San Esteban, será la noche negra con rojos claveles, y a la media noche, cruzará la negrura sobre el río al regreso cansado del día dramático. La luz de la tarde del sábado es blanca como las palomas de Santo domingo. Y el domingo de Pascua amanece con un sol nuevo, blanco y amarillo, sobre la Plaza de Santa Eulalia. La Semana Santa de Murcia trae cada año los mismos olores que siempre parecen nuevos y recién hechos. El aire huele a azahar que lucha en la Huerta contra un río y unas acequias tan putrefactas que causan dolor cuando la naturaleza estalla de vida y de alegría. Pero es que la tragedia del Calvario está ahí para enseñarnos que el sufrimiento no se acaba en sí mismo, sino que es camino de triunfo y redención. Por eso el forastero se sorprende cuando conoce nuestras procesiones, y llega a pensar que toda esa revolera barroca de me-

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dias e repizco, enaguas almidonadas, pecheras de encaje y buches orondos, no es más que folklore profano que escarnece el divino sufrimiento. Si piensan así es que no han comprendido que la Pasión d Jesús es camino de resurrección y gloria, y que, si sólo nos quedamos con el drama y el dolor, nos encontraremos en la mañana del domingo buscando entre los muertos a quien ya está entre los vivos. La Semana Santa Murciana tiene colores y olores, sonidos y sabores que nos llenan los sentidos un año y otro, haciéndonos volver a otras semanas santas cada vez más lejanas. Habrán cambiado las callejuelas recoletas y se habrán convertido en amplias avenidas llenas de brillantes reclamos publicitarios. Las antiguas casas coronadas por el palomar, con balcones y miradores poblados de macetas, serán ahora petulantes edificios altivos y desmedidos. Los murcianos del presente ya no vivirán como antes, e incluso han nacido nuevas procesiones y se han renovado las antiguas. Sin embargo, cuando el reguero de penitentes se desparrame por la Ciudad, mil s de ojos murcianos se nublarán de emoción al contemplar la Pasión de Jesucristo. Miradas infantiles donde empieza a picar el sueño, brillantes pupilas juveniles que apuntan a lo alto y se encuentran con Jesús clavado en el madero, ojos maduros y cansados que van mirando hacia la tierra que les espera cada día más cercana. En todas esta miradas habrá un toque de tristeza antigua, la misma que empañaba las de los murcianos

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de hace años y de hace siglos. El paso de la procesión pone a los murcianos de hoy en comunión con sus lejanos ancestros, y el espíritu de la Ciudad se queda aleteando, casi impalpable, por encima de los tejados, suspendiendo su vuelo como un insecto sobre el cáliz de una flor. Cada procesión es para el murciano la ocasión de volver hacia atrás en el tiempo y reencontrarse en la evocación con amigos y familiares que ya no están con nosotros, pero que un día nos llevaron de la mano, nos sentaron en sus rodillas, nos acompañaron a ver el desfile, o nos dieron caramelos. La muerte de Cristo, nos dice San Mateo, las almas que el Redentor limpió con su sangre. Huele a flores que adornan los pasos, huele a incienso y huele a brisa húmeda que inquieta el ánimo, por si la lluvia descarga y desluce el cortejo. La Semana Santa de Murcia trae aparejados sus sabores antiguos y elementales. Sabe a mona dorada y esponjosa, coronada de huevo duro, a habas tiernas que crujen al morderlas, a pastel de carne o empanada de vigilia. La procesión nos sabe a los murcianos a merienda en la calle, guardando las sillas y esperando impacientes el rumor de los tambores. Y, sobre todo, nuestra Semana Santa sabe a caramelos envueltos en versos, que se deshacen lentamente en la boca, dejando un regusto a infancia perdida: a anís, limón, menta, fresa y bergamota. Hablar de la Semana Santa de Murcia es oír sonidos que sólo se escuchan en este tiempo. Vendrá por la mañana el alegre pasacalles de las convocatorias. Después, cuando ya la procesión invada la Ciudad, será el crujido de los pasos al doblar las esquinas, trazando su in-

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verosímil singladura, el golpe seco del cabo de andas para detenerlos o reanudar la marcha, el cristalino tintineo de las tulipas. La procesión tiene el sonido pausado de las marchas pasionarias, siempre las mismas, pero también el enervante contrapunto de los tambores destemplados y los palillos que entrechocan frenéticos, y las bocinas que rasgan el aire con un agrio lamento. La tarde de Jueves Santo tiene en la Plaza de San Agustín un largo llanto antiguo en las gargantas recias de los auroros cantando las salves de Pasión. Los auroros huertanos de Murcia han sabido guardar en el fondo del arca de su memoria ritmos y melodías milenarias, seguramente venidas del otro extremo del Mediterráneo, quizás traídas por aquellas gentes de Bizancio que en el siglo VI pusieron el pie en nuestra tierra en un loco intento de restaurar el Imperio Romano. Ritmos y melodías venerables, emparentados con los que aún se escuchan en la liturgia de la Iglesia Oriental. Melismas y cadencias que vienen directamente de los cánticos de la Iglesia primitiva, cuando el orgullo y la intransigencia de los hombres todavía no habían logrado fragmentar el mensaje de Jesús con cismas y anatemas. No alcanzamos a comprender por qué este tesoro musical arraigó y se quedó floreciendo a la orilla de nuestras acequias, bajo la sombra húmeda de las moreras, cómo han conseguido los huertanos de la Aurora preservar este caudal sonoro que suena en sus voces y sube por sus venas, empujado por las oscuras fuerzas de la tierra como la savia primaveral por

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los viejos troncos. Y en este punto querría el pregonero hacer un ruego a quien corresponda, a las autoridades que tienen a su cuidado la gobernación espiritual y temporal de nuestra Ciudad. Para que estas voces milenarias de los auroros sigan escuchándose en la tarde de Jueves Santo sería conveniente que no se vieran agredidas y acalladas por el estruendo del tráfico ni por los insistentes volteos del campanario vecino, y no sería demasiado difícil tomar las determinaciones necesarias para que durante un breve tiempo reinase la calma en la dorada tarde de Jueves Santo y se pudiese disfrutar de la antigua plegaria de los auroros. La Semana Santa de Murcia nos presenta el relato pasionario encarnado e injertado en las gentes y en las cosas de nuestra tierra. Todos los pueblos cristianos han buscado siempre representar los misterios bíblicos adaptándolos a su propio paisaje, pero para nosotros, habitantes de un paisaje palestino, resulta mucho más fácil imaginar al Redentor esparciendo su dulce prédica por los secanos blanquecinos, o por las veredas de la Huerta, recortando su silueta sobre el tapial refulgente de sol donde se asoma el olivo y el ciprés, el rosal y la palmera. Nuestra tierra tiene resonancias bíblicas y por ello nos sentimos los murcianos más obligados, si cabe, a recrear en nuestras calles, y en nuestros corazones, el tremendo drama de la Pasión de Jesucristo. Las Santas mujeres del Evangelio son aquí murcianicas de buen corazón y mirada amorosa. Marta y María acogen en su mesa a Jesús con la cariñosa hospitalidad de las mujeres de la huerta, le apañan enseguida la comida y el vino

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a la sombra de la parra, junto a la higuera, donde cuelga el cántaro rezumando frescura. La Samaritana es una buena moza que se demora de palique con el Salvador en la grata humedad del brocal y descubre donde está el manantial de la vida. La Verónica parece una garbosa mujer de nuestra tierra que avanza decidida, sin miedo al qué dirán, a enjuagar la Santa Faz, sudorosa y sanguinolenta, con el blanco paño que huele todavía al membrillo del arca. La Magdalena es una mujer de aquí, dulce fruta madura, que pecó de amor y alcanzó el perdón porque amó mucho. Murciana es la mesa colmada en la que el Salvador se nos ofrece en pan y vino. Los discípulos dormidos parecen huertanos que se quedaron traspuestos, reclinados contra una mota, esperando la tanda. Murciano es ese San Juan mocico que avanza con brío juvenil hacia la cruz, para que el Maestro le regale el don más preciado: el amor de su Madre. Murciano es ese gallo altivo que tras la bardiza de cualquier corral huertano quiebra con su canto el cristal del alba recordándole a Pedro, y a todos nosotros, la cobardía de la negociación. También la cara oculta de nuestro ser colectivo aparece reflejada en nuestra Semana Santa, ese lado que quisiéramos olvidar, pero que existe, como los cardos y malas hierbas que crecen en nuestra tierra queriendo ahogar la generosa ofrenda del frutal y la hortaliza. Los sa-

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yones de nuestros pasos muestran el odio y la violencia de la que somos capaces, cuando el corazón se nos emboria, cuando el sol del amor se nos anuble y cuando nos soplan en el alma los turbios ventarrones y nos vienen las oscuras nubes de la riada. También el Berrugo es una de las actividades indeseables del murciano. Cínico y despreocupado, se vuelve de espaldas al Amor divino para dedicarse a sus habas, hurtadas en cualquier bancal huertano. Porque Berrugos somos, a veces, los murcianos cuando nos desentendemos de las causas nobles y nos dedicamos, escépticos y suficientes, a destrozar la cosecha de nuestros propios paisanos. Y son también murcianos los ángeles de nuestra Semana Santa. Hay menudos ángeles zagalicos que lloriquean compungidos agarrándose al manto de las vírgenes dolorosas. Angelotes regordetes y redondos como esas nubecillas blancas que vienen de la mar y corretean, llevadas por la brisa, hasta perderse sobre el azul lejano de la sierra. Cupidillos paganos bautizados por la sangre redentora, que sostienen los miembros desmayados de Jesús cuando su cuerpo yerto reposa en el angustiado regazo materno. Después, cuando llegue la mañana gloriosa del domingo, un Angel sostendrá la Cruz Triunfante para proclamar que la Muerte ha sido vencida. Y una pandilla de ángeles niños conducirán, simbólicamente encadenado, a un demonio oscuro que ya no da miedo sino risa, porque el mal ha perdido su aguijón.

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Pero todos los ángeles de nuestra Semana Santa se resumen y concentran en el Angel de la Oración. No se puede comprender a Murcia sin pensar en ese Angel magnífico que conforta a Jesús en el Huerto, pura luz hecha carne, carne transfigurada en espíritu por la suprema belleza, dulce melodía de oboe barroco que ilumina el gris plateado del olivo en una mañana que amaneció desangelada. Este Angel murciano es nuestro Angel, al que nuestras madres nos hacían rezarle cuando éramos chiquillos, y que todavía nos parece entrever cuando damos un paseo por la Huerta y vemos la luz del sol temblando, al pasar por el cañaveral, debajo de la palmera. Todos los murcianos albergamos la secreta ilusión, y ojalá se nos cumpla, de que el día del Juicio venga a despertarnos precisamente el Angel salzillesco de Getsemaní. El Angel esplendoroso de la mañana del Viernes Santo es consuelo y aliento del Redentor en el momento más humano de su Pasión, cuando su carne de hombre flaquea y siente que el cáliz es demasiado amargo. Este momento de sudor frío ante el drama inminente nos descubre, mejor que cualquier otro, la humanidad de Jesús: nos hace comprender que quiso ser como nosotros, que se había hecho hombre y por eso sintió su carne débil, aunque su espíritu estaba presto, que como humano tuvo miedo, pero aceptó el sacrificio. Pidámosle que cuando la vida se nos ponga difícil, cuando creamos que no hay salida para nues-

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tros pesares, cuando nuestra pobre carne tiemble ante el sufrimiento, nos envíe al dulce Angel para que nos señale el cáliz que corona la palmera cimbreante. Entonces sabremos que el cáliz del sufrimiento, que a todos nos espera inexorable, ya no es amargo porque se endulzó al beber Jesús en él. Yo te veo, Jesús, desmadejado bajo las hojas grises del olivo viendo acercarse ya el definitivo sacrificio por Ti tan esperado. Y en tu rostro de lirio acorralado el resplandor ambiguo y fugitivo de un turbio amanecer dubitativo pone un reguero de sudor helado Yo sé que Tu, Señor, tuviste miedo de beber aquel cáliz de amargura que el Ángel señalaba con su dedo, y el recordar tu miedo me procura las fuerzas, cuando pienso que no puedo seguir hasta el final de mi andadura. Y murciana es también para nosotros la Madre Dolorosa camina con los brazos extendidos y el dulce regazo traspasado por el áspero cuchillo. En el limpio pétalo de su rostro tiembla el rocío de una lágrima. Querría la Madre que el tiempo se hubiese parado, y que esa carne del Hijo que cuelga ahora, lívida y sangrienta, en la Cruz, fuese todavía aquella carne infantil y gordezuela que se agarraba a su pecho y se quedaba dormida al sonsonete de la nana. Pero ahora sentirá la Madre angustiada en la noche del Viernes Santo que aquel cuerpo helado no revive con la tibieza de su regazo por más que ella lo estruje contra su cuerpo. El dolor de la Madre Dolorosa es el dolor de todas las madres murcianas, de todas las madres del mundo, cuando pierden a sus hijos o los ven sufrir por la guerra, la miseria, la droga, el hambre, la enfermedad y la injusticia.

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Tu lo sabías, Madre Dolorosa, que el terrible momento llegaría y que un puñal de horror traspasaría tu dulce corazón de tierna rosa. Y caminas ahora temblorosa herida por la luz del nuevo día con los brazos en alto, que querrían destrozar esa Cruz ignominiosa. Yo deseo pasar por tu cintura mi brazo, Madre, y apoyar tu pena, y tu rostro de límpida azucena reclinar en mi hombro miserable para que así tu lágrima inefable caiga en mi pecho y lave la amargura. Murciano es, en fin, el nazareno. Esos miles de nazarenos que cada año esperan impacientes el momento de sacar a la calle su procesión, de ponerse la túnica, ceñirse el cíngulo, echarse al buche los caramelos y cubrir su cabeza con el airoso capuchón de punta redonda. Ellos son los que asumen cada año el compromiso de mostrar por as calles de Murcia el relato de la Redención, la gran lección del sufrimiento y el triunfo. Anónimos penitentes que portan la llama viva para alumbrar el cortejo, o cargan con la cruz, para recordar el agobiado camino del Redentor. Mayordomos cargados de encajes y lazos dieciochescos, que van y vienen por la carrera atentos a cualquier detalle. Y especialmente los estantes, los más genuinamente murcianos de todos los nazarenos, los de la túnica remangada y las medias florecidas, ceñidas por las cintas de la alpargata huertana, los del seno ubérrimo repleto de caramelos, de huevos duros y de jugosas habas tiernas. Los que soportarán durante horas el peso de los tronos clavándose en el hombro, y en cada parada tendrán todavía la sonrisa presta para obsequiar a los amigos, y hasta a los forasteros desconocidos, con la generosidad abierta y campechana del hombre de nuestra tierra, que goza más compartiendo lo que

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tiene, que disfrutándolo él solo. Después, cuando rendido por el esfuerzo y con el seno ya vacío, vuelva a su casa y se quite la túnica encontrará que en su hombro ha florecido un moratón y sentirá que aquel dolor le acerca al sufrimiento de Cristo, pero también traerá en su recuerdo la mirada de aquel chiquillo desconocido, quizás venido de otra tierra, a quien nadie daba caramelos. El estante cansado sentirá que en su alma hay un relámpago de alegría: la de la aquel crío al que le llenó los bolsillos de caramelos haciéndole brillar los ojillos golosos. Y esa noche, cuando el estante se eche a la cama a descansar sus miembros derrengados, soñará que Cristo lo llama desde lo alto del paso y le dice: "Me viste en la calle y me diste un puñado de caramelos. En verdad, en verdad, os digo que lo que hiciereis con estos pequeños, conmigo lo hacéis " Cristo va a desfilar por nuestras calles murcianas para contarnos, un año más, su agonía y su triunfo. Lo veremos sufriendo como cordero atacado por fieras. Lo veremos colgando de la cruz y perdonando a sus enemigos. Y nos dirá que tiene sed. Mucho sabemos los murcianos de tierras cuarteadas por la sed y de secarrales que sólo crían espinas al faltarles el agua. Pero también hemos de saber que los labios resecos del Redentor no están sedientos de agua sino de amor, que es el abandono y el desprecio de los hombres el que ha llenado de arena su garganta, el que ha dejado su lengua áspera como el esparto.

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Tiene sed Jesucristo en su tormento y no hay lluvias ni arroyos ni torrentes que puedan refrescarle los ardientes labios quemados por el seco viento. Y el Calvario conoce su lamento de sed inaplazable, sed urgente, sed que golpea en la divina frente y que amorata el rostro macilento. Mas la sed de Jesús no es de bebida y con hiel y vinagre no se calma es sed de soledad y desamores. Ábreme mi Jesús una escondida fuente de amor que brote de mi alma para aliviar tu sed y tus dolores.

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Demos a Cristo el agua fresca de nuestro Amor para calmar su boca ardiente. Abrámosle nuestro pecho, y acompañémosle en la soledad de su Pasión y Muerte, para que en la gloriosa mañana del Domingo, cuando canten las caverneras en los cañares y el sol se asome por las cimas de Carrascoy nos sintamos resucitados con El. MUCHAS GRACIAS.

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El perdón (Cuento nazareno de Lunes Santo) La Verdad. 14 abril 2003

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e venía runruneando desde entonces, aunque trataba de quitarle importancia. Las cosas hay que aprovecharlas como vienen, se decía, y, además, el otro se lo tenía merecido: si hubiera podido se lo habría hecho a él, y hasta peor. Lo pasado, pasado estaba y a lo hecho pecho; al fin y al cabo todo había sido por lo legal. Tampoco iba a dar marcha atrás y rebajarse. Pero en cuanto se quedaba solo empezaba a darle vueltas a lo mismo, como una noria, como el perro cuando se encanaba a ladrar por la noche y no lo dejaba dormir. Ahora volvían los ladridos, mientras se ponía las medias de repizco, la enagua con puntillas y se calzaba las esparteñas. Entraba al cuarto su mujer con la túnica magenta, recién planchada, metiéndole prisa para que no llegase tarde. Le ayudaba a atarse el cordón y a repartir en la “sená” los caramelos, los huevos duros, las habas recién cogidas y las monas. Pero ni siquiera entonces se le iba aquello de la cabeza.

Al llegar a la Iglesia ató su almohadilla en la vara, en el sitio de siempre y saludó a los compañeros. “Un año más”, se decían unos a otros. El cabo de andas comprobó que todos estaba en su lugar, golpeó el trono con el estante y él metió el hombro para empujar. Todo era como cada año, siempre igual, aunque parecía que el paso pesaba más que antes. “Son los años los que nos pesan” dijo uno. Al salir a la calle había un reventón de gente, un estruendo de tambores, un griterío de bocinas y un tintineo de tulipas bajo el oro de la tarde agonizante. Tuvo que guiñar los ojos por el sol rasante del poniente. Era la primera parada y ya notaba que el hombro se le resentía.

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Fue entonces cuando lo vio, sentado en la primera fila con la chiquilla al lado. Lo primero fue mirar para otro sitio, pero algo le dijo por dentro que tenía que acabar con aquello que lo reconcomía. “Tengo que hacerlo ahora y quedarme tranquilo de una vez”, se dijo, y sin pensárselo más, se acercó a la cría con las manos llenas de caramelos, pero el padre, al verlo, se interpuso para impedirlo. “Eso te lo metes tu en...”, le dijo lleno de rabia. Entonces él le respondió, lo que nunca había sido capaz de decirle: “Mañana temprano estoy en tu casa, con los papeles y las perras para dejarlo todo arreglado” y añadió: “Algunas veces, es que no sabemos lo que hacemos”. Se tuvo que ir corriendo porque el golpe del cabo avisaba de una nueva arrancada. Ahora le pesaba el trono un poco menos. A la siguiente parada se apartó un poco y se atrevió a mirar al Cristo del Perdón.l


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Tarde de Miércoles Santo en la plaza de Camachos (Cuento de Miércoles Santo) a mi amigo andresín

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is primeros Miércoles Santos los pasaba yo en la Plaza de Camachos, donde mis abuelos tenían su panadería, una tahona antigua, del siglo XVIII, de cuando los toreros goyescos lidiaban allí morlacos broncos y cornalones. La Plaza de Camachos es un gran cuadrado que se escinde en dos mitades: la formada por uno de los lados, que enlaza con la bajada del Puente Viejo enfilando hacia la Iglesia del Carmen, y la llamada la replaceta, una ensenada, limitada por los otros tres lados, que ostenta, en su mitad, el arco que da acceso a los molinos del río. La replaceta, que tenía entonces amplia acera y poco tráfico, era buen terreno para jugueteos infantiles. Allí se bailaban las trompas, se hacían correr las canicas, entonces llamadas petos, o se apuntaba con un tacón viejo a los bambules, librillos vacíos de papel de fumar, de la marca “Bambú”, encerrados en un cuadrado de tiza. Por allí podíamos corretear libremente los críos, deteniéndonos en cada uno de los accidentes de su prolija geografía, cada uno con su característico aroma. Si nos hubiesen hecho recorrerla entonces con los ojos vendados habíamos podido adivinar, por el olfato, el lugar en que nos encontrábamos. Después de tantos años, todavía puedo rememorar el recorrido olfativo por la replaceta. Junto a la esquina de la bajada del puente estaba el olor al apresto de las telas nuevas de la tienda de tejidos. Venía después el aroma a formol y medicamentos de la farmacia, donde nos pesábamos todos los días, por ver si nos íbamos haciendo mayores. A continuación, el almacén de salazones exhalaba un intenso olor a bacalao y sardinas saladas. Le seguían unos obscuros zaguanes, aptos para el escondite, que olían a humedad y meados de gato, en especial, aquél cuya ba-

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randa lucía un pequeño mono tallado en madera, que meditaba sobre la evolución de las especies. En el rincón de la replaceta imperaba el más grato de todos los olores: el aroma a pan caliente y horno de leña, que salía de la panadería de los abuelos, y al lado mismo, la tienda de bicicletas, olía a a la grasa de las cadenas, y el caucho de las cubiertas nuevas. Junto al arco se desplegaba el aroma embriagador de zoco oriental que venía de la tienda de semillas y especias. Por el arco se colaba el olor del río, que movía los molinos. Más allá, un comercio de collerones y arreos para las bestias, exhalaba su aroma a cuero, y un almacén de radiadores para automóviles, ponía punto final al recorrido con su olor metálico. Enfrente, en la lontananza de la otra orilla, estaban la confitería, la otra farmacia, el sastre, el fotógrafo y el bar, pero los chiquillos no podíamos llegar solos hasta allí. La Plaza de Camachos tenía sus personajes, pero ninguno tan paradigmático como el Paco el Chepa, también llamado el Tonto de las Palmas. Era alto, cargado de espaldas, de barba rala, y llevaba un sempiterno guardapolvos caqui. El Paco el Chepa daba grandes palmadas en medio de la plaza, para recordar su presencia y su disponibilidad como recadero. El Tonto de las Palmas era imprescindible en el microcosmos de la replaceta: lo mismo avisaba al médico o a la comadrona, para una urgencia, que descargaba un carro de mercancías, o transportaba en su viejo carretón los baúles y las maletas de quienes se iban de viaje. Cada anochecer recorría las calles voceando, por su mote, el número que había salido en el sorteo de los ciegos, por si acaso algún vecino había sido agraciado y le daba unas monedas por la buena noticia. Sólo se iluminaba su rostro con una risotada bobalicona de inocente en la mañana del Sábado de Gloria, cuando recogía dinero a los vecinos y se lo gastaba en petardos para festejar el Triunfo de la Vida. Era el Paco de edad indefinida, más bien intemporal. Estoy seguro de que el Paco el Chepa había llevado en su carretón los manuscritos del Rey Sabio y del Maestro Jacobo, el equipaje de Floridablanca, cuando marchó a la Corte, la mochila de Antonete Gálvez, en el episodio del Cantón, y la toga del fiscal que acusó a la Perla. Creo que lo mató un coche en plena calle, cuando Murcia empezó a dejar de ser lo que era y el tráfico empezó a no dejar sitio al Paco y a su carretón. Pero, retornemos a Miércoles Santo, que era día muy señalado en la Plaza de Camachos. Por la mañana, nos íbamos los críos a jugar al Jardín de Floridablanca, un frondoso parque romántico, heredero de la antigua alameda que llegaba hasta la orilla del río. Junto a él se alza la Iglesia, donde había mucho trajín. Nos acercábamos por allí, para ver los prolegómenos del acontecimiento vespertino. Iban llegando carros car-

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gados de flores, para adornar los pasos. Se preparaban los estandartes de las hermandades. Unos limpiaban las bocinas, unas enormes trompetas con ruedas, de sonido agrio y destemplado, otros alineaban los tambores que, durante la procesión se redoblarían con un ritmo muy singular, entrechocando los palillos o baquetas, tras el lamento desgarrador de las bocinas. Según nos contaban, las notas disonantes de las bocinas y el extraño golpeteo de los tambores representaban la burla que hacían los verdugos del sufrimiento de Jesús y los pequeños mirábamos con cierta aversión a quienes los hacían sonar, por representar una acción tan vil. Pero, sin duda, el personaje más despreciable del cortejo era el Berrugo, y cuando los críos nos colábamos en el templo, nos íbamos derechos al, paso del Pretorio, para contemplarlo de cerca. Dos soldados presentaban a la multitud a Cristo flagelado y coronado de espinas. En un plano inferior un personaje, de desagradable fisionomía, se acurrucaba, dando la espalda al doliente Ecce Homo, como, en su momento hizo el pueblo de Jerusalén. Este es el significado del popular Berrugo, narigudo, de gesto cínico, tocado con un gorro colorado y ataviado como un huertano del siglo XVIII. Sobre tan singular escultura corrían diversas leyendas. Se decía que era un carbonero negligente y malasombra a quien el autor del paso, Nicolás de Bussy, había hecho un pedido, y cuando le recriminó por su excesiva tardanza en servirlo, le contestó con malos modales. La venganza del escultor fue reproducir tan fielmente su malencarada apariencia, que toda Murcia lo reconoció, cuando el grupo escultórico desfiló por vez primera. Pero el relato fantástico que más nos gustaba a los chiquillos era el que nos hacían las abuelas sobre su afición a robar habas tiernas, que, como es sabido, es manjar apreciadísimo por los naturales de esta tierra. Se nos decía que, cada Miércoles Santo, la repulsiva figura del Berrugo cobraba vida y se escapaba del templo. Los miembros de la Archicofradía estaban desolados y hasta pensaban suspender la procesión, pero, conociendo sus malas inclinaciones, lo buscaban por los bancales de habas de la Huerta y, finalmente, lo hallaban afanado en la sustracción de las jugosas habas, y lo volvían a colocar en el paso, con el montoncico de habas junto a él, como prueba de su latrocinio. Por la tarde de Miércoles Santo, cobraba la replaceta una vida inusitada. Desde muy temprano, iban pasando rojos nazarenos, penitentes aún con la cara descubierta, mayordomos cargados de blancos encajes, estantes de enagua almidonada y medias de repizco con el buche inverosímilmente repleto. Poco a poco, el ir y venir de gente se hacía más denso, hasta que la procesión salía con las últimas luces doradas de la tarde, y enfilaba el Puente haciendo un gracioso quiebro para circular por la re-

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placeta. La Samaritana, San Pedro con el gallo, el Berrugo, la Dolorosa, y, al final, el impresionante Crucificado, que camina al encuentro de los hombres, mientras un angelote niño recoge en el cáliz el manantial tembloroso de su divina Sangre. Antes aún de que comenzasen a venir los primeros nazarenos, aparecían en la replaceta las gitanas, que ponía sillas, para alquilarlas a quienes quisieran ver sentados la procesión. Primero venían las más viejas, sibilas de mirada penetrante y voz de cante jondo. Luego, mucho más tarde, aparecían las jóvenes de talle esbelto, ojos negrísimos, y labios sensuales, pintados de un carmín desmayado, como geranios florecidos sobre la tierra oscura de sus rostros. A última hora venían unos mancebos garcialorquianos de pelo ensortijado, que hacían las cuentas y confeccionaban el balance final.

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Mi amigo Andresín, aunque menudo de cuerpo, se las sabía todas y por la mañana me había descrito con increíble precisión el espectáculo que nos esperaba:

El Berrugo

-Esta tarde vamos a ver cómo se pelean las gitanas.

Cuento de Miércoles Santo

Lo había dicho, como quien anuncia un combate de boxeo o un partido de fútbol. En efecto, llegaron pronto dos viejas de moño repeinado y clavel en la cima. Desde los extremos de la replaceta comenzaron a alinear las sillas desvencijadas y desiguales. Las hileras avanzaban y se iban acercando al punto de confluencia, como dos ejércitos enemigos que buscasen, lentamente, la aproximación. Las dos generalas se miraban con odio ancestral, de clanes enfrentados. Cada vez quedaba menos espacio entre ellas, y aún había sillas por colocar. Al final comenzaron los improperios y las maldiciones, la lucha dialéctica por el espacio vital. Las manos de cada una apuntaban amenazadoras al moño de la otra. El momento de la máxima tensión había llegado y Andresín puso en marcha el plan preconcebido: la intervención de terceros. A una señal suya empezamos los dos a gritar a coro: -¡Pelea! ¡Pelea! ¡La gata se mea! ¡Pelea! ¡Pelea! ¡La gata se mea!. Las dos arpías se vieron sorprendidas por la inesperada intervención de los mocosos y se sintieron súbitamente aliadas contra el enemigo común, que se burlaba de ellas. Establecieron una tregua fulminante y salieron bramando detrás de nosotros, que corríamos, como rayos, hacia el oscuro asilo del obrador de la panadería, mirando hacia atrás, para cerciorarnos de que no nos perseguían hasta allí. Alguien debió advertir nuestra prisa por acogernos a sagrado y nos preguntó por qué no estábamos fuera jugando. Mi amigo Andresín, que tenía salidas para todo, respondió, fingiendo aplomo: -Es que nos hemos cansado de jugar fuera y nos metemos aquí a sentarnos y leer un tebeo. Al rato, nos asomamos a la puerta, como gazapos que acechan desde la madriguera, por ver si ha pasado el peligro. Las sillas estaban ya todas colocadas y las gitanas, sentadas en los extremos, las ofrecían a los más madrugadores. Ya podíamos salir tranquilos.l

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H

ace ya bastantes años que me lo encontré, una tarde de Miércoles Santo, y todavía dudo que fuera verdad. Estaba yo pintando en la Huerta, para aprovechar la luz de la primavera. Tuve suerte, y encontré pronto el lugar adecuado: no había críos enredadores, ni perro que ladrase, ni brisa que moviese el caballete. Hay unos días a finales de marzo en que da gusto mirar las moreras. Durante el invierno están peladas, con los muñones renegridos, como cachiporras de energúmenos, pero, en cuanto empieza a templarse el aire, revientan sus yemas y se cubren con hojas de un verde amarillento, un color tierno de seda palaciega.

Tracé el dibujo, y empecé a mancharlo de color: azul cobalto muy aguado para el cielo, ultramar diluido para la sierra lejana, y una capa de ocre anaranjado sobre la tierra, para ir fundiendo encima los verdes de los árboles y los bancales. Después, cuando el papel fue secando, precisé los troncos de los árboles, y las sombras violáceas del camino. Quería terminar el cuadro, para volver pronto y encerrar el coche antes de que cortaran las calles. Y entonces fue cuando apareció el personaje. Lo vi venir por el carril, montado en bicicleta. Pedaleaba muy despacio, con ese sosiego inverosímil con que los huertanos viejos se mantienen sobre las dos ruedas. Apoyó la bici y desató del portaequipajes un capazo de esparto. Aunque me saludó cortésmente, intuí que no le agradó encontrarme. Tampoco a mí, que tan tranquilo estaba, disfrutando de la pintura, me alegró su llegada. Pero, extrañamente, me resultó conocido, quizás lo habría visto algún jueves por la Trapería, pensé. Me pareció tan familiar que todavía puedo describirlo al detalle. Si algún día lo vuelvo a en-

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contrar, cosa que no deseo, estoy seguro de reconocerlo al instante. No era joven; estaba en esa edad imprecisa, antesala de la ancianidad, en la que resulta muy difícil calcular los años. Era enjuto de rostro y de cuerpo. Conservaba el cabello oscuro, liso y planchado hacia atrás. La piel de la cara, de color ocre terroso, se arrugaba junto a los ojillos, para estirarse en los pómulos salientes. La boca era grande, de labios muy finos, más rendija que boca, y, sobre ella, se tendía una nariz enorme, aguileña y puntiaguda, desde la cual se descolgaban dos profundos surcos hasta las comisuras. Vestía de oscuro, con chaleco abierto por el que asomaba una camisa blanca con los botones negros.

grises, unas nubecillas inocentes; un leve viento estremeció las cañas de la acequia. El de las habas miró al cielo, como un perro viejo que olisqueara el ambiente con su nariz prominente. Se quedó pensativo y afirmó:

El recién llegado se dirigió al bancal y empezó a coger habas, con cierta prisa, echándolas en la espuerta. Yo lo observaba, tan afanoso en su tarea. De pronto me dijo, queriendo entablar plática: -¿Qué? ¿Pintando?. El tipo no me resultaba grato, pero tuve que replicarle algo: -Pues sí, ya ve Usted, pintando un ratico. E inmediatamente, como si necesitara decirlo, me soltó: -Estoy cogiendo estas habas, que ya están granaícas. Son mías ¿Sab'Usté?. Too este roaliquio es mío-. Por encima de la sierra empezaban a asomar, como palomas blanqui-

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-Esas nubes vienen de levante. Son de agua. -A ver si se moja la procesión-, le dije. En su cara chupada se dibujó lo que quería ser una sonrisa, pero era una mueca repulsiva. Me contestó: -En cuanti qu’estén los tronos en la Glorieta, va a empezar a caer agua. Lo decía con tal delectación que me indigné por su mala sombra. De pronto, se oyeron voces en la casa vecina; una mujer decía: -Ya lo tiés too preparao encima la cama. Anda, vístete no te s'haga tarde. Y un hombre contestaba: -Nena, amos a coger las habas. El de la bicicleta tomó su capazo, lo ató presuroso detrás del sillín, y me dijo con mirada recelosa: --Güeno, ya tengo bastantes. Quédese Usted. con Dios, güén hombre. Y se fue por el carril. Me extrañó ver que ahora pedaleaba mucho más rápido que a la venida y la bicicleta serpenteaba al circular por la tierra del camino. De vez en cuando hacía ademán de volver la cabeza, como si huyera de algo. Al momento, salió la pareja que hablaba en la casa. La mujer miró al bancal y dijo con voz airada: -¡Nene, me paice que y' ha venío ése a robar habas!. Y el marido, un huertano fornido y carirredondo, replicó con rabia: -¿Será posible? ¿Tendrá poca vergüenza? ¿Será canalla? ¡Toos los años lo mesmo!. Fue entonces cuando repararon en mí, que observaba la escena. -¿Verdá usté c'a venío uno a coger las habas? Uno así seco con las narices mu largas. -Pues sí, señora, efectivamente, acaba de irse por allí con una bicicleta. El marido, se sintió obligado a desahogarse: -Es que... ¿sab'Usté? Yo salgo esta noche en la procesión, en el paso del Pretorio, y guardaba estas habas pa'l buche, pero, en cuanti los escudiamos, viene el tío ese y se las lleva. Y no es por las habas ¿sab'usté?, Es por la acción. Si me las pidiera por las güeñas, no se las iba a negar, pero a ese le gusta hacel.lo too a traición. Es que esfruta haciendo daño.

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La mujer terció: -Ya te dije que tiníamos qu'habel.las cogío esta mañaniquia, antes de que viniera ese... pero tu... porque estuvieran frescas... El marido parecía que se iba conformando: -Menos mal qu'habemos salío, y entavía quean angunas, si tardamos una miaja más, arrambla con toas, y hogaño salgo con la sená chuchurría. Pero, como una vez lo pesque, le meto las habas po ande amargan los pepinos, con perdón. La expresión me hizo gracia, pero la señora trató de disculpar la inconveniencia: -Perdon' Usté; mi marío ice eso porque estamos enritaos perdíos. Pero es que se lo merece. El hombre también quería justificar su exceso verbal: -Ese es una mala presona. Enjamás da la cara. Es un minso. Cuando la guerra, era el que enguiscaba a los otros, pa que dieran paseos y quemaran a los santos. Dimpués, cuando Franco, denunciaba por rojos a toos los que le caían mal. Más d'uno, que no había hecho ná, tuvo que pagar por su culpa. Abora, icen que ya está en la taberna presumiendo d'esmócrata. Ese s'apunta siempre a los que mandan. La mujer apostillaba el demoledor informe: -¿Y la lengua que tié? Siempre metiendo cizaña entre los matrimonios y entre los amigos. Y, como es tan melosiquio, siempre encuentra quien l'haga caso. El marido concluyó sentencioso: -Es mu falso. Es un Berrugo malo. Si volviera el Señor a la tierra era capaz de dal.le la espal.la y pidir que lo crucificaran. Recogí mis trastos y me volví. Por los caminos de la Huerta iban brotando nazarenos “coloraos” de buche orondo, con el capuchón plegado al hombro y el pañuelo morisco a la cabeza. Unos en bicicleta, otros en moto, y algunos, los más señoritos, se acomodaban a duras penas en el asiento de un automóvil. La luz de la tarde iba madurando en dorados y malvas. Las golondrinas todavía rubricaban el paisaje con sus elegantes volutas, pero ya empezaba el vuelo atropellado de los morciguillos. El airecico era húmedo y las nubes, pizarrosas e inquietantes, seguían asomando por Carrascoy. Una voz me decía por dentro: -A ver si tiene razón el tío ese de las habas, y se moja la procesión. ¿Dios no lo quiera!. Pensé entonces en otras tardes de Miércoles Santo, ya muy lejanas, en una trastienda penumbrosa que olía a harina, a levadura, a creciente, y a leña ardiendo en el horno. Y me sentí cobijado en el amoroso regazo de la abuela que me decía, con tono misterioso: -Antoñico,... dicen que el Berrugo se ha escapado, y que lo han visto por la Huerta robando habas.l

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Aquel hombre del aljibe (Cuento de Miércoles Santo)

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o paraba el crío de bullir, carne creciendo, que dicen. Saltaba de la silla al suelo y de la penumbra de la cocina a la claridad cegadora del patio. No cesaba de corretear asustando al gato y dispersando a las gallinas. De pronto recalaba, como bajel buscando abrigo, en la blanda ensenada de la abuela. Ella, sorprendida, apartaba la aguja de ganchillo, no se fuera a dañar aquel terremoto que trepaba por su regazo. El niño le pedía una adivinanza, y ella, sin pensárselo, le dijo: -Una cosa como un plato que chilla como un gato. ¿Qué es?. El chiquillo la miraba de frente con ojos interrogantes, pidiéndole la clave con urgencia. -Es la garrucha -Y... ¿ Qué es eso, abuela?. Entonces reparó ella en que todo había cambiado, aunque muchas cosas parecía que eran las mismas. Miraba la luz de la tarde derramarse por la tapia del corral, primero blanquecina y después dorada. Veía asomar las ramas nuevas de la morera, con el verde tierno de las hojas, y las viejas macetas enjoyadas de flores. Todo parecía igual que siempre, como si el tiempo fuera nada más que una ilusión. Como si no hubiera pasado más que un tris. Pero el naranja hiriente del butano, el gris de la tele y el blanco del frigorífico, junto al retrato sepia del abuelo y a la estampa de la Fuensanta, le estaban diciendo que ya había navegado mucho por el río del tiempo.

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Sobre todo, cuando pensaba en ella misma, no sabía qué día se habían empañado las lentejuelas de sus ojos, ni cuándo dejaron de remontar el vuelo las palomas de su pecho, ni qué semana se marchitó su boca, ni en qué tarde se había fatigado su cintura. Entonces era cuando ella se convencía de que la luz de la primavera, la seda verde de los árboles, o el despertar de las macetas, no eran las mismas de entonces. Ya no venían para alegrar su carne madura, sino la carne bulliciosa del crío.

Contestó ella, repitiendo lo que siempre había oído. Se le veía cansado, y, al sentarse, aspiró el perfume húmedo que salía de la oscuridad del pozo, como si necesitara aquel frescor manso del agua, para reparar sus fuerzas. Desde entonces, cuando ella se abocaba para mirar al fondo del aljibe, se le antojaba ver la cara de aquel hombre en medio del círculo claro que se reflejaba en lo más hondo. Cuando el pozal tocaba con el agua y rompía el dibujo, regresaba ella a sus cuidados cotidianos. Esto era antes de que pusieran el agua corriente y se cegara el aljibe, pero todo eso vino mucho después.

No resultaba fácil explicarle al chiquillo lo que era una garrucha, una polea para tirar de la cuerda y sacar con el pozal agua del aljibe. Cada intento llevaba a nuevas preguntas. No entendía que no hubiesen grifos y se tuviera que tomar el agua con un caldero sacándola de bajo tierra. Ni se le ocurrió ya contarle que el aljibe se llenaba con el agua limpia que bajaba por la acequia en la menguante de enero. El tiempo del zagal no era el de ella. Pero hablar del aljibe era volver a aquella tarde, tan lejana y tan semejante a esta otra. No se explicaba cómo, después de tanto tiempo, siempre le volvían a la mente aquellas imágenes. Otras muchas escenas de su mocedad se le aparecían ya amarillentas y empolvadas. Las de aquella tarde, junto al aljibe, en cambio, le venían siempre frescas y nítidas, limpias y bien enfocadas, como si acabasen de pasar. Nunca había sabido, ni ella ni nadie, quién era aquel hombre que se acercó a pedirle agua, una tarde, cuando ella llenaba el cántaro. Lo había visto acercarse despacio por el carril. Acababa de llegar la primavera pero todavía los mil ramajes de la huerta estaban casi desnudos; apenas empezaban, como ahora, a apuntar las hojicas verdes y amarillentas. Todo estaba lleno de luz. Las sombras de las ramas dibujaban líneas enrevesadas y finísimas sobre el blanco carnoso de la minúscula caseta que cubría el aljibe. A ella le parecía entonces que aquellas sombras tenues y azuladas eran las venillas que surcaban su propio cuerpo desnudo, y se inquietaba al verse ella misma reflejada en el paisaje, a los ojos de todos. El hombre se había ido acercando. Llevaba ropa vieja, el pelo algo largo y la barba de bastantes días. Pero tenía un señorío y una planta que no eran corrientes. -Nenica, ¿Me das agua?. Y se sentó en el brocal. -A nadie se le niega un trago de agua.

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Cuando lo de aquel hombre, venía por la huerta mucha gente desconocida, decían entonces unos que ya se había acabado la guerra, y otros que estaba a punto de terminar. Había quien creía que con la “Liberación” se iba a vivir mejor, pero otros apuntaban que lo venidero iba a ser peor todavía. Mucha gente huía de los demás, porque nunca se sabía qué podía pasar. Los del lado vencedor no se atrevían a salir por temor a que algún desesperado los quitase de en medio, para salvarse. Los del lado perdedor buscaban la escapada para que no los cazasen como conejos. Ella sabía entonces que estaba en la flor de la vida y que los hombres se encendían al mirarla. Le gustaba y le daba miedo, al mismo tiempo, darse cuenta cómo los mozos, y hasta los hombres mayores, se le quedaban pendientes y no atinaban con las palabras, o buscaban alguna frase picante para soltársela. Los padres no paraban de sermonearle que llevara cuidado, y que se guardara, no fueran a desgraciarla. Pero aquel hombre del aljibe la miraba de una manera que ella nunca había visto. Sus ojos le traspasaban la piel y le penetraban las entrañas, pero no parecían llevar lumbre, como los de los otros hombres, sino agua limpia y fresca, como la del aljibe. Aquella mirada le lavaba y le refrescaba sus adentros. A ella le hubiera gustado entonces encelarlo en su cuerpo y sumergirlo en sus brazos. Con otros no se hubiera atrevido, con aquel sí. Pero él no iba por eso. Le dijo algo que ella no entendió bien, le dijo que él le daría un agua para que no se muriera jamás. Ella pensó que, si fuera verdad, dejaría su boca entreabierta, para que el agua le entrara por la garganta hasta dentro, y dejaría que las manos mojadas del hombre recorriesen los caminos de su cuerpo hasta dejarla empapada. Una gallina dio un vuelo hasta una rama y el hombre se volvió al ruido, como recelando un peligro.

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-¿Te buscan? Preguntó ella. Él se quedó mirando hacia un punto lejano, hacia el verde pardo de las palmeras o hacia el azul lejano de la sierra y dijo como si no hablara con nadie: -Sí, me buscan. Todos me buscan, y cuando me encuentran, me matan. -Y ¿Por qué te van a matar? El hombre se encogió de hombros y dijo dolorido: - Porque no saben lo que hacen. Aquella noche se lo contó asustado un mozo, que estaba segando alfalfa y lo había visto, sin moverse, agazapado en el verdor húmedo de la hierba. Lo estaban esperando entre los cañares de la acequia mayor. Oyó como decían: -¡Ése es! Y añadió: -Para mí que los conocía, porque al verlos se fue para ellos con los brazos abiertos, como si quisiera abrazarlos, pero ellos entonces le dispararon, yo creo que fue con postas. Le abrieron un trenque en el costado derecho y empezó a salir un chorro de sangre, como cuando se degüella un cordero, aunque sea mala comparación. Y la cosa es que el hombre no se llevó la mano al sitio de la herida, no, él siguió de pie con los brazos abiertos en el puente de la acequia, desangrándose, que era un dolor verlo. Los que le tiraron se fueron corriendo, y unos que pasaban lo recogieron del suelo ya muerto, dicen que no llevaba ni un papel ni nada en los bolsillos. Nadie lo conocía y se lo llevaron en un carro al cementerio. El crío seguía correteando. -Abuela, ¿Cuándo nos vamos a ver la procesión de los coloraos?. -Enseguida, pero tengo que bañarte, y ponerte limpio. -Abuela, y... ¿me van a dar caramelos?. -Claro que sí, hijico. -Abuela ¿Cuál es el primer paso?. -La Samaritana. -Y ¿Quién era esa?. -Una que le dio agua al Señor para que bebiera. -¿Es que el Señor tenía sed?.

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-Sí, hijo, el Señor siempre tiene sed. -Pues... si viene un día por aquí le daremos agua del frigorífico que está más fresca. El chiquillo chapoteaba desnudo en la bañera como un amorcillo. Su cuerpo regordete era una nubecilla blanca de primavera. Cogía la jabonera, alzaba el brazo y la ponía bajo el chorro del grifo. A ella le daba por pensar que el niño tenía en la mano una copa y recogía la sangre de aquel hombre que vino junto al aljibe.l

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El gallo (Cuento de Miércoles Santo)

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a taberna tenía un televisor, a todas horas encendido, que congregaba la atención de los contertulios, cuando daban partidos de fútbol, y una máquina tragaperras, que importunaba con su soniquete repetitivo, pero en las tardes soleadas se salían a la puerta el tío Fermín el Conejo, y sus compañeros de dominó, a echar la partida y beberse unos vasos de vino de Jumilla, del que guardaba Miguel, el de la Pura, en el orondo barril de la trastienda. En el bar de la Pura se despachaba cerveza, coca-cola, té con güisqui, y tónicas con ginebra a quién lo pedía, que eran los más jóvenes, y hasta venían algunas veces las zagalas con minifalda, enseñándolo todo y apoyándose en la barra. La taberna de la Pura había cambiado mucho, pero los clientes más antiguos seguían jugando al dominó y tomándose sus correntales de vino con torraos y tramusos, como si todo siguiera igual que cuando eran mozos. Y es que al salirse a la puerta y olvidarse del televisor, la cafetera y la máquina que daba premios, todo volvía a ser como siempre: los geranios y las calas crecían en los botes de conserva, el perrico jadeaba debajo de la higuera y del corral venía el cloqueo de las gallinas. Pero, aunque la primavera había vuelto a alegrar el paisaje, sabía el tío Fermín que ya no era como antes, cuando tenía fuerzas para meterse bajo el paso de la procesión y aguantar toda la carrera dando caramelos, habas y huevos duros. Como su hijo se había ido a Suiza a trabajar, y se había casado allí, tuvo que dejarle el puesto a su sobrino Manolico el de la Mari Angustias.

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-Es la vida: nos hacemos viejos y tienen otros que tomar nuestro puesto. Alguno de los que se habían aproximado a la tertulia, sabía que el tío Fermín se embalaba a contar cosas de la procesión del Miércoles y ya no había quién lo parara, sobre todo si se tomaba algún vaso de vino. -¿Cuantos años salió Usted de nazareno, tío Fermín?. -Muchos. Desde antes de la guerra, hasta el año sesenta que ya me dio un lumbago y me dijo Sánchez Parra, el médico, que no hiciera tonterías, que ya no tenía edad, pero me dio mucha pesambre dejarlo. Los ojos del tío Fermín el Conejo, apenas dos rajas abiertas a cuchillo en la madera oscura de su rostro, miraban perdidos a la lejanía azul de la Sierra y veían un tumulto de buches colorados, de cintas y medias blancas, y en sus oídos retumbaban tambores, bocinas, el crujir del paso, el tintineo de las tulipas y el golpe seco del cabo de andas. Ya estaba metido en ambiente, la segunda botella andaba terciada, y era el momento de llevarlo al relato de su historia fantástica. - Tío Fermín, ¿Y siempre salía Usted en el mismo paso? -Siempre, en el de San Pedro con el Gallo, en la Negación. El hábil interrogador había encontrado la oportunidad. -Y… ¿Qué fue aquello del gallo, que me contó una vez?. El tío Fermín se resistió un momento: -Cosas mías, cosas de viejos. Además ya os lo he contado . -Pero aquí este hombre no lo sabe . Y señaló a un recién llegado, uno que no era de por allí, que había dejado el coche en el carril y estaba haciendo unas fotos del rincón de las macetas. Cuando le preguntaron si era del Ayuntamiento, por si venía a cobrar algún arbitrio, había dicho que no, que era profesor y que le gustaba retratar las cosas típicas de la huerta, para luego pintarlas. -A Usted le gustaría oírlo ¿Verdad, buen hombre? El desconocido contestó que lo escucharía encantado, porque le gustaban mucho los sucedidos de la huerta.

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-Pues fue mismamente tal día como hoy, un Martes Santo por la tarde. Ya estaba oscuro y por la Huerta había mucha boria.

hablarle a los santos, pero el otro era muy corriente y, al ver su turbación, le dijo que no se asustara, que él era un pobre pescador y podía hablarle sin remilgos ni requilorios: hasta podía llamarle Perico, pero Fermín estaba temblando y no se atrevía.

El tío Fermín iba desgranando con detalle el regreso de la huerta con la corvilla, la picaza y el capazo al hombro, entre la niebla gris, que calaba los huesos, y la parada con los amigos en la taberna del Perlica. -Estaba allí abajo, en la cruz de los caminos, ande ahora hay una tienda de coches usados. Uno de los acompañantes apuntó con sorna que seguramente se habría emborrachado allí. El tío Fermín sólo aceptó parcialmente lo argumentado de contrario, precisando que se había colocado nada más que una miaja, y se justificó alegando que, en aquellos tiempos, los estómagos iban flojos y, como el vino al llegar a la panza se aburría de encontrarse sólo, entonces se subía a dar un paseo por la cabeza. Además en la taberna del Perlica se ponía uno turbio, aunque bebiera muy poco, porque todo lo que sobraba de los vasos lo tiraban al suelo, que era de tierra, y, nada más entrar, venía una olor a vino que mareaba. Fue entonces, según Fermín cuando se encontró al personaje por el carril de la Nicolasa, -Ande está ahora la tienda de frigoríficos, Fue él quien lo llamó. -Fermín, contigo tengo que hablar . Fermín no lo conocía. -Ni me recelaba yo quién podía ser . Fermín lo vio raro con aquella barba gris, -Como la de este hombre de las fotos, pero más larga, y una gabardina que le llegaba casi hasta el suelo. El personaje le dijo que tenía que hablar con él, porque había desaparecido el gallo. Fermín había detenido su andar oscilante y no sabía a qué venía aquello, ni de qué gallo le hablaban. -¿Es que no me has conocido Fermín? -Pues no tengo el gusto -Hombre, tantos años sacándome a cuestas y no me reconoces. Entonces fue cuando el tío Fermín se llevó un susto que casi se cae al escorreor, al comprender que era San Pedro en persona. No sabía si ponerse de rodillas, ni cómo había que

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-Mira Fermín, esta tarde me he dado cuenta de que en el paso falta el gallo blanco, y así no podemos salir . Fermín iba ya coordinando, y recordó que aquella mañana había unos en el camino de Llano de Brujas, que estaban muy alegres desplumando un gallo blanco, para comérselo en cocido, con sus patatas, sus garbanzos, su chorizo y su tocino. Entonces, poco después de la guerra, había mucha hambre, y el día que se comía carne era una fiesta. Fermín no había conocido a los que preparaban el banquete, pero entonces cayó en la cuenta. -Eran los sayones y el Berrugo del Pretorio, que son una gentuza, y se conoce que estaban conchabados para llevarse el gallo, así les dé un cólico miserere . El hombre de la barba le había dicho a Fermín que no podían salir sin gallo en la procesión, porque tenía que saberse que él era un cobarde y que había negado al Maestro. Fermín trató de consolarlo, contestándole que tampoco era eso, que, cuando vinieron los sayones al Huerto, bien que había tenido … de eso, al sacar la espada, para defender al Señor y le había cortado una oreja a uno, que ojalá le hubiera cortado el cuello a todos. Pero el otro le respondió triste. -Mira, Fermín, cuando me preguntaron, dije que no lo conocía, y eso que el Maestro me lo había advertido, y entonces rompió a cantar el gallo, y salió el Maestro, que le habían estado pegando aquellos canallas, y me miró. Por eso no puedo salir sin el gallo, y como tú tienes uno en el corral…. Al tío Fermín se le encendían los ojillos recordando aquel gallo. No había otro en todo el partido, hermoso y jampón, como un cherro. Parecía un sultán de esos de los moros, que tienen tantísimas mujeres, cuando se paseaba por el corral en medio de las gallinas. Y no las dejaba ni a sol ni a sombra, -Ya hubiera querido yo, en mis buenos tiempos, cumplir con mi Fina como lo hacía aquel gallo con sus gallinas . El personaje venía a cosa hecha: -Tenemos que ir por tu gallo, Fermín, y ponerlo en el paso .

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-Pero es que no es blanco, es coloraíco pelizorro. -Lo mismo da. Antes de acercarse al corral, había querido Fermín dar tiempo a que se durmiese la Fina y los chiquillos, pero la noche estaba húmeda y nebulosa y, para templar el cuerpo, le propuso a su acompañante volver a la taberna del Perlica, que debía estar ya casi vacía, y tomarse unos correntales, si es que los santos podían tomar vino. El otro le aceptó sonriendo el envite, y le dijo que los pescadores siempre bebían algo de madrugada cuando salían a recoger las redes. Además le recordó, -Tu sabes, Fermín, que la última vez que cenamos con el Maestro también nos tomamos unos traguicos . Aunque le advirtió que había que hacerlo con mucha moderación, -Y no como tú, que cuando agarras el trinke, no paras . Así que volvieron a tomarse unos chatos, y Fermín le dijo a la suegra del Perlica que estaba despachando: -Aquí es un amigo mío, que ha venido de fuera . Cuando ya las mejillas empezaban a enrojecer y se había pasado el frío, se acercaron al corral de Fermín, sin hacer ruido, y, de pronto, cantó el gallo, con un canto largo y cortante como un cuchillo, agrio como las bocinas de la procesión. El acompañante miró para abajo y dijo -¿Ves? Ya ha cantado el gallo, y yo he negado al Maestro . Se puso a llorar como una criatura. A Fermín se le partía el corazón de ver a un tío recio y fuerte, como el varal de un carro, llorando como una Magdalena, pero tampoco sabía qué decirle: las cosas habían pasado como habían pasado y ya no se podían torcer para otro sitio. Los dos hombres habían rodeado el corral y saltaron la tapia por la trasera, conteniendo la respiración. Fermín sabía que, en cuanto entraran, armarían las gallinas un tumulto, y despertarían a la Fina y a los críos, y tendría que explicárselo todo, que tampoco sabía cómo se lo iba a decir. Pero no fue así. Siguieron todas durmiendo en sus palos, con las cabezas escondidas bajo el ala. El que sí se despertó fue el Manolín, el crío pequeño, que empezó a llorar en la cuna. Fermín y su amigo vieron como se encendía la luz de la ventana y oyeron a la Fina cantar:

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A la Nana Nanica, Nanica Nana, duérmete lucerico de la mañana. En cuanto la luz se apagó se fueron por el gallo, y, con lo arisco que era, se dejó coger como si tal cosa, sin menearse. Fermín lo metió en un saco y se lo echó a cuestas, y volvieron a saltar la tapia para no hacer ruido con el portón. Entonces le dijo su compañero: -Fermín, nos tenemos que ir para Murcia, a la Iglesia del Carmen, para dejarlo en el trono. Aunque el fresco de la noche le iba despejando la cabeza, todavía notaba Fermín el paso vacilante y torpe, y no sabía si aguantaría la caminata, pero tampoco era cosa de decirle que no a San Pedro. Así que echó a andar. Por el camino hablaban poco. Fermín habría querido preguntarle muchas cosas del otro mundo, pero se le agolpaban en la mente y tropezaban unas con otras y no podían salir. Aparte que no sabía si San Pedro estaría autorizado para contestarle. El silencio lo rompió Fermín cuando llegaron a la caseta gris azulada del fielato. -Para pasar el gallo tenemos que pagar puertas, y a mi no me quedan perras. -Pues yo tampoco tengo, y, si tengo alguna, es de las de aquel tiempo, que ahora no valen . Decidieron que el de la barba se quedaría apartado con el saco y que Fermín se acercaría sigilosamente, para hacerle una seña, si el consumero se había dormido. Efectivamente, Fermín miró a la ventanilla de la caseta de madera y vio cómo el empleado del turno de noche estaba descabezando el sueño. Se lo advirtió con la mano y el otro pasó la aduana corriendo, sin hacer ruido. Enfilaron hacia el Puente Viejo, y al pasar, se santiguaron. Las farolas daban una luz amarillenta que empapaba la niebla creando un resplandor dorado. -Mira que si ahora, que ya estamos casi, viene un municipal a pedirnos los papeles..., porque Usted no tendrá cédula.

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Pero, con la noche que hacía, no se veía un alma ni en la Plaza de Camachos, ni en la orilla del Jardín, ni en la puerta de la Iglesia. Mejor dicho, sólo encontraron un alma, pero era cándida y simple. Era el Paco el Chepa que se resguardaba del frío metiendo las manos en los bolsillos de su guardapolvos caqui. El Paco se iba hacia el Puente Nuevo camino del Castillejo. Los vio pero no se detuvo, tan solo les dijo que en la lotería de los ciegos había salido el Remate. -Y ¿Cómo vamos a entrar ahora?. Preguntó Fermín. El otro lo miró con sorna y le dijo -¿Tú crees que a mí precisamente me van a faltar llaves?, Sacó de la gabardina una llave bien grande, de las antiguas, y abrió sin ruido la puerta del almacén que está junto a la Iglesia. Allí estaban los pasos. Apenas se les distinguía en la oscuridad. -Fermín, lleva cuidado no tropieces. A Fermín le daba miedo verse allí a oscuras entre todas las figuras que parecían de verdad, hasta le pareció que el Berrugo le sacaba la lengua con una sonrisa cínica. Pero cuando se quedó de una pieza fue cuando adivinó que en el paso de la Negación estaba el Señor solo, junto al pedestal sin gallo. Notó como su amigo le quitaba el saco de las manos y se lo devolvía vacío y vio, con la tenue claridad azul que entraba por la puerta, cómo ponía el gallo encima de la columna dorada. Uno de los contertulios ya no pudo contenerse y soltó con escepticismo: -Pero tío Fermín, si el gallo del paso está muerto y embalsamado y relleno de serrín, ¿cómo iban a poner uno vivo en su puesto? . Él replicó, como si esperara la pregunta: -Son cosas de los Santos, y ellos saben lo que tienen que hacer. La Verdad es que el gallo se quedó allí quietecico como si estuviera muerto. La niebla empezaba a deshacerse y los árboles del Jardín se iban dibujando de nuevo. Empezó asomar una luna grande y blanca entre un desgarrón de nubes. Fermín estaba como atontado en la puerta de la Iglesia del Carmen cuando el otro le dijo:

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-Ahora sal cortando para tu casa, corriendo, como el que se quita avispas del culo, que está solica la Fina con los chiquillos y tienes que descansar, para salir mañana llevando el paso. ¡Ah, y muchas gracias, hombre! -No hay de qué . Cuando Fermín llegó a su casa, entró sin hacer ruido, se desnudó y se metió en la cama. La Fina se removió entre sueños: -Nene, estás helado como una llave y hueles a vino . Pero se abrazó a él, y Fermín notó que toda la historia de aquella noche se iba disolviendo en el calor tibio del cuerpo de la Fina.

Fermín tenía ahora el gesto temeroso al recordar la interpelación del suboficial. -Yo le dije que no lo sabía, que me lo había encontrado, nos habíamos puesto a hablar y nos habíamos tomado unos vinos juntos en casa del Perlica. Pero Don Nicomedes quería saber más cosas: cómo se llamaba, de dónde venía. -Me dijo que era pescador . Y el sargento decía: -Pero, si venía a pescar barbos en el Merancho, no llevaba caña ni caldero. -No, es que era pescador..., me parece que de la parte esa de San Pedro del Pinatar. -¿Y qué venía a hacer por aquí?. Fermín había tenido que capitular y reconocer que no sabía nada de aquel hombre. Entonces el sargento le dijo: -Pues un día te llevo al Cuartelillo y verás como allí si me dices todo lo que sepas sobre ése. -A mí me dio miedo, porque decían que Don Nicomedes tenía las manos algo largas, y entonces estaba todo muy mal, porque habían entrado en España los maquis. Pero se conoce que se le olvidó y ya no me volvió a preguntar, y al poco lo trasladaron. -Tío Fermín, seguro que el Sargento le dijo eso. -Mira hijico, ya te he dicho que si te lo crees te lo crees, y si no te lo crees no te lo crees, y ya está.l

Por la mañana, lo despertaron los gritos de su mujer, que chillaba como una condenada, porque no estaba el gallo en el corral. Tenía que haber sido la zorra, que bajaba de los cabezos, así reventara, quien se había llevado el mejor gallo del pueblo, que era una bendición. Pero pronto encontró en quién descargar su malhumor: aquel marido sinvergüenza que se lo gastaba en vino, y volvía a las tantas, y Dios sabe dónde habría estado metido. La bronca fue una de las más gordas, pero el Fermín no se atrevía a rechistar. Tampoco podía decirle La Verdad , aunque ella lo pusiera de vuelta y media; ya se le pasaría, como se le pasó. Al terminar el relato brotaban las sonrisas irónicas, sobre todo entre los más jóvenes. -Menuda jumera llevaría Usted, tío Fermín, para imaginarse todo eso. El protestaba con gesto resignado, consciente de la poca credibilidad de su relato. -Ya he dicho que algo cargado sí que iba, pero, lo que vi lo vi con estos ojos. -Pero, entonces, ¿Usted piensa que aquello fue de verdad?. -Mira, Nene, las cosas no son verdad ni mentira. Son verdad cuando te las crees y son mentira cuando no te las crees. -Pero ¿Usted se lo creyó, tío Fermín?. -Pues yo, al día siguiente, que tenía boca como llena de barro, y me dolía la cabeza, no me lo quería creer. Pero a la tarde, cuando me fui de nazareno a sacar el paso, me quedé de piedra al ver que el gallo de San Pedro, ya no era blanco, sino colorado y pelizorrico como el mío. -Pensé que sería casualidad y que lo habrían cambiado los de la Cofradía, porque el viejo tendría polilla o algo así. Pero cuando me entró un temblor por todo el cuerpo fue cuando, a los pocos días, me llamó el sargento de la Guardia Civil, uno que le decían Don Nicomedes y era gallego, y muy recto él. Pues que me ve que estaba yo en el bancal esjunzando, y va se pone: -Fermín, ¿Quién era ese de la barba que iba la otra noche contigo?

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La primera salida (Cuento de Miércoles Santo)

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l sol iba bajando y comenzaba a moverse la brisa. Los contertulios de la Taberna de la Pura se metieron al interior, por miedo a coger frío. Por la ventana entraba una luz de oro. El que había venido a hacer fotos pidió una cerveza en la barra y pensó que las caras de aquellos viejos, en la penumbra dorada de la taberna, parecían pintadas por Rembrandt. Vino otra botella de vino y otros platos de cascaruja y altramuces a la mesa de los que jugaban al dominó. Después del relato del tío Fermín el Conejo la cosa iba ya de procesiones.

-Usted también salía llevando un paso, Tío Juan Pedro.-Dijo alguno, dirigiéndose al tío Juan Pedro el Chiquitraque, y él alzó la cara colorada, surcada por mil venillas rojas que parecía que iban a reventar. -Yo, y antes mi padre, y mi abuelo, y el abuelo de mi abuelo, y todos mis antepasados desde yo no sé cuándo. -Ustedes, ¿son los dos del mismo tiempo?. Pero el tío Fermín se adelantó a la respuesta: -No, este es bastante más joven que yo, lo que pasa es que está muy viejo. -Porque estoy más trabajado. Repuso el Chiquitraque algo molesto. -Cuando aquí, Juan Pedro salió la primera vez llevando el paso, que era ya después de la guerra, fui yo el que le enseñé a vestirse y a ponerse el pañuelo, que por cierto, aquella vez tuviste que salirte de la procesión y volverte a tu casa too empringao. ¡Anda! ¡Cuéntalo!.

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El tío Fermín lo miraba con una sonrisa irónica y el tío Juan Pedro meneaba la cabeza, al recordar aquel regreso ignominioso, con las medias de repizco empapadas y pegajosas. -Aquello me pasó porque yo de joven era muy torero. Ya me entendéis. Los años son muy malos y ahora no puedo ya ni con un torrao, nada más que con los tramusos que son blandicos. Sonreía mostrando unos pocos dientes desvencijados. -Pero de joven era otra cosa. Yo era muy torero. Vamos, que las mujeres me llevaban de cabeza. Yo he estado con algunas mejores que esa. Señalaba un almanaque de una destilería de Torreagüera, donde una modelo rubia sonreía picarona, mientras estrechaba entre sus pechos desnudos una botella de anís. Los concurrentes sonreían escépticos ante las bravatas del anciano, pero él seguía blasonando. -Y por ser tan torero me tuve que volver de la procesión de los coloraos el primer año que salí, que era cuando más ilusión me hacía. El relato comenzó, como no podía ser menos, con una enunciación del principio general o moraleja: -Pero las mujeres, una a una. Cuando se llevan a pares son muy peligrosas. Aquello le había sucedido por llevar dos novias a tajo. Una era una morena, muy fina, alta y delgada, una clavellina; tenía fama de guapa en el Camino de Algezares donde vivía. Cuando iba a Murcia, porque trabajaba cosiendo con una modista de postín, los señoritos de la Capital no paraban de decirle piropos por la calle, y ella no le hacía caso a nadie más que a Juan Pedro. Pero se le había cruzado otra en su camino. Una rubica de la Senda de Graná. -Parecía un angelico de esos de las Iglesias, redondica y dulce como un malacatón. Al tío Juan Pedro se le encendían los ojillos claros al recordar los encuentros furtivos en el cañar de atrás de su casa, por la noche, cuando sus padres se acostaban. -Parecía que estaba hecha de lumbre, no tenía hartura. La del Camino de Algezares era novia formal, pero cuando terminaba con ella la plática, salía corriendo en la bicicleta a buscar, en la oscuridad, el cuerpo tierno de la rubia, que estaba esperando el maullido gatuno con que él avisaba su presencia.

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-Yo ¿Qué iba a hacer, si tenía veinte años, quién los pillara, y las dos estaban por mi. Alguna vez pudo la morena recelarse algo, al advertir su prisa en regresar, aunque él se justificaba diciendo que tenía que madrugar, porque, al salir el sol, le tocaba la tanda y había que regar. Juan Pedro el Chiquitraque estaba muy contento de salir en la procesión llevando al Cristo de la Sangre. Su padre le había cedido el puesto, porque ya iba estando mayor. Su novia también parecía muy contenta: le había dicho que no llevara en el buche más que las habas, que ella se encargaría de comprarle los caramelos en la confitería de la Buena Moza, al lado de la modista donde trabajaba, y también le prepararía un par de docenas de huevos. Así se ahorraba tener que bajar con el buche lleno. Pero cuando le llenó la sená repartiendo los caramelos por todos lados y le terminó de colocar los huevos, le dijo algo que le heló la sangre. El pensaba pasar por su casa cuando se recogiera la procesión y ella le preguntó: -¿Vas a pasar por aquí o por la Senda de Graná?. -¡Mujer! por aquí ¿Cómo iba a irme por la Senda de Graná?. -Pues... porque dicen que te ven mucho por allí. -¡Nena, no seas tonta!, alguna vez he ido por allí a ver a Agustín el Mosquito, para que me mande un carro de estiércol para los bancales. -¡Ah! bueno. Disimuló ella, pero al Chiquitraque le entró el temor de que supiera lo de la otra, y, al poco rato, pudo darse cuenta de que lo sabía. Cuando Juan Pedro se había acercado a la Iglesia, faltaba poco para que saliera el Cristo. Ya se estaba formando la Presidencia con el Hermano Mayor cargado de puntillas, el Cura con el manteo terciado, y los concejales de camisa azul y chaqueta blanca, con el bigotillo recortado. Se sentía Juan Pedro importante: ya hecho un hombre y ocupando el puesto de su padre. Metió el hombro en el paso, empujó, y notó que pesaba menos de lo que le habían dicho. Pero a la segunda parada, todavía en la orilla del Jardín, notó que el vientre se le humedecía con un sudor frío que le resbalaba hasta las ingles. Pensó que le quedaba aún mucho tiempo de sudar y arrancó de nuevo, pero aquel líquido viscoso le cosquilleaba el cuerpo y se derretía por las piernas empapando las medias de repizco. En la túnica roja aparecieron unos manchurrones húmedos. Al llegar a la Plaza de Camachos metió la mano

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en el buche y la sacó con repugnancia, toda mojada y amarillenta. Entonces fue cuando lo comprendió: aquella le había puesto los huevos crudos, para reírse de él, porque sabía lo de la otra, lo de la moza de la Senda de Graná. -Después me enteré de que la tía, al día siguiente, que era pan doble, lo había estado contando en la panadería de la Plaza de Camachos, donde tenía los cupones del racionamiento. Allí había una muchacha, que le decían Elena y que era hija de los dueños, y, cuando se lo contó se moría de risa, y le decía que me estaba muy bien empleado por sinvergüenza. Vosotros ya no os acordáis de aquella panadería. Hace ya muchos años. El de la cámara de fotos hizo un gesto afirmativo, como diciendo que él sí conocía muy bien aquella tahona, pero el Chiquitraque seguía con su historia y no se le podía interrumpir.

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-Cuando me di cuenta, me entró mucha rabia, pero así no podía seguir en la procesión, todo rebozado en huevo, hecho una marranería. Por eso le dije al cabo que me encontraba mal y que me tenía que ir. Él me preguntó que qué me pasaba y yo le dije que era cosa de la tripa y me fui corriendo.-Uno de los estantes, el que estaba a su lado, le dijo: -¿Es que no sabías que los huevos hay que ponerlos cocidos, piazo bestia?.

garlo con aceite de ricino, que era mano de santo. Tuvo que beberse dos vasos, por más que protestaba diciendo que ya se le había pasado.

El regreso no podía ser más penoso, todo embarrado como si se hubiera ido de vareta. Sus padres y sus hermanas lo esperaban viendo la procesión en la Glorieta y se iban a alarmar al notar su falta. Algo tendría que contarles, porque no podía decirles la verdad . Tendría que decirles que le había dado un dolor muy fuerte. Pero la túnica mojada lo podía delatar. Diría que se había caído y se había manchado de barro y que había enjuagado la túnica en el agua de la acequia.

-Tienes un entripado, tómate esto para que obres.-Decía la madre. -Y obrando, obrando, me pasé los dos días siguientes, que yo creía que me iba a escurrir entero. - y concluyó, como no podía ser menos, con una moraleja: -Todo esto me pasó porque yo era entonces muy torero, pero ¿Qué iba a hacer, si tenía pocos años y las dos estaban por mi?. En cambio ahora no puedo más que con los tramusos que están blandicos.l

Al llegar a su casa se desnudó del todo, lavó la túnica, tomó unos calderos de la acequia y los echó sobre su cuerpo juvenil, que ahora brillaba a la luz de la luna, blanco y poderoso como un mármol antiguo. Pero alguien, escondido en el cañar, paladeaba con delectación aquel inesperado regalo. Juan Pedro había visto, como un relámpago en la oscuridad, el brillo fugaz de unas gafas. -¿Quién está ahí? Al no obtener respuesta cogió un tormo y lo lanzó certero al sitio. Entonces se movió el Jesús el de la Remigia con sus gafas y su cuerpo pequeño y regordete y le dijo con voz blanda -¿Qué te pasa hijico?. El Jesús estaba mirando agazapado porque era un poco ... -Un poco... bastante monflorita. Vosotros ya me entendéis -. Al Chiquitraque se le subió la sangre a la garganta y le gritó: -Vete de ahí o te tiro una pedrada que te mato. El otro porfiaba: -Nene, hijo, no te pongas así, que tienes muy mal genio. Pero salió huyendo, al ver que aquel hermoso David miguelangelesco enarbolaba una piedra y él no tenía vocación de Goliat. La familia de Juan Pedro llegó alarmada, al saber que se había tenido que salir de la procesión. Lo encontraron en la cama. La sentencia era inexorable: había que pur-

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El teléfono movil (Cuento de Miércoles Santo)

blar, a la hora del café sobre inversiones, dividendos y operaciones de ingeniería monetaria. No se había acordado nada en firme, ni convenía precipitar las cosas, no fuera a ser que, al mostrar impaciencia, espantase la caza. Pero se había concertado una entrevista en Madrid para la semana siguiente. Las perspectivas eran buenas. Había “pelotazo” a la vista.

pp

A

quella tarde, como todos los años, Sebastián Cano no trabajaba. Era Miércoles Santo y tenía que ir a ver la procesión con la Pura y las chiquillas. El Gerente de la constructora, uno que había venido de fuera, se empeñó en que era jornada laboral y quería que cumplieran con el tajo. Pero el Sebastián y los demás trabajadores se pusieron firmes y le dijeron que, a la hora de comer, daban de mano, para irse por la tarde a ver a los coloraos. El Salvador, que era de Comisiones Obreras, estaba irritado sólo de pensar en la posibilidad de que no pudieran ir a la procesión. El Gerente, que hablaba muy fino, le dijo, con muy mala uva, que no sabía que, precisamente él, fuera tan beato, y, entonces, el Salvador se puso hecho una fiera y le replicó: -¡Ni beato ni leches! La procesión es la procesión y todos los años cortamos a mediodía. Después recuperaremos las horas que nos faltan.

Carlos Alfredo Romero sabía que aquellos días eran los mejores para establecer contactos y relaciones comerciales. No podía permitirse el lujo de tomarse vacaciones como otros. Los que tenían el capital se venían a la costa y él era un tiburón, que no descansaba cuando se acercaban las presas. Era una de las máximas que le habían repetido, machaconamente, en el máster que había hecho: “Si no aprovechas la oportunidad, otro lo hará en tu lugar. El triunfador es aquel que estuvo en el lugar y en el momento oportuno”. Por eso, Carlos Alfredo había estado aquella mañana en la urbanización de la costa, jugando al tenis con un financiero madrileño, y se había dejado ganar, al final, con disimulo. Había invitado a su contrincante a comer en un restaurante francés, para ha-

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Sebastián le había metido prisa a la Pura, para que arreglase pronto a las chiquillas, porque luego había que aparcar el coche en las afueras e ir andando, para ver la procesión en la tienda de su compadre, Antonio el Tutuvía, que siempre los invitaba y los obsequiaba, además, con un buen pan de carrasca, una fuente de companaje y un porrón de vino, de un barrilico que tenía en la trastienda. Si se demoraban, se agolparía el gentío y los guardias no los dejarían pasar, como les sucedió hacía dos años cuando se les hizo tarde y corrieron toda Murcia sin encontrar sillas; tuvieron que sentarse por delante del Victoria, para ver la procesión, cuando regresaba, y las chiquillas se hartaron de tanto esperar y se durmieron. Pero la Pura siempre tardaba en arreglarse y en poner a las crías de punta en blanco, que parecían dos muñecas. -Venga, Nena, vámonos pronto que luego ya sabes.

pp Todavía no había terminado la jornada para Carlos Alfredo. Aquella noche tenía que cenar en el Rincón de Pepe con una persona importante, un empresario con grandes inversiones en la costa alicantina; en realidad, según había podido averiguar, era un testaferro de un grupo financiero de Marbella. No conocía Murcia, había oído hablar del restaurante, y vendría a última hora de la tarde, para dar una vuelta y hablar en la cena. Ya estaba la mesa reservada y Raimundo avisado para que, bajo ningún concepto, dejaran pagar al invitado. Si la cosa salía bien, y lograba interesarlo en las operaciones que se habían tramado por la mañana, podían caer muchos millones de golpe. Cuando venía por la carretera, iba pensando Carlos Alfredo en cada una de las frases que tenía que pronunciar ante su invitado. Había que precisar bien qué le iba a decir y qué le tenía que ocultar, y sobre todo qué tenía que insinuarle sin decírselo abiertamente.

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Cuando Sebastián aparcó el coche, junto a los primeros edificios de la Ciudad, pensó en aquellos Miércoles Santos de su juventud, cuando salía, con otros sanjuaneros, tocando los tambores de la burla para ganarse cuatro perras. Quién le iba a decir a él que acabaría teniendo coche propio y una casica en la Huerta con jardín, y que sus dos chiquillas, la Jennifer y la Vanesa, iban a ir como dos princesas. Por cierto, que su madre siempre se quejaba de que les hubieran puesto a las criaturas aquellos nombres tan raros, en puesto de Fuensanta, Carmen o Fina, que eran los nombres de siempre. Pero la Pura se había empeñado en ponerle nombres modernos y al final hubo que ceder:

reglas del máster. Gracias a todo eso, Carlos Alfredo, hijo de un modesto empleado de un pueblo manchego, había logrado salir de la existencia gris que parecía estarle destinada. Desde muy pronto, había decidido que su mundo era el de los negocios; si uno está donde se mueve el dinero, antes o después, acaba consiguiéndolo. Había pasado de una empresa a otra, siempre mejorando, y en ese trasiego había aprendido cómo el dinero es siempre el mismo, el que ganan las pobres gentes currando cada día, pero luego acaba siempre en el bolsillo de los que saben aprovechar la ocasión, de los que saben jugar con audacia, de los que han nacido para dirigentes, para triunfadores: los que visten con elegancia, conducen buenos automóviles, comen en restaurantes de lujo y alternan con mujeres hermosas. Los que, como él, pueden ganar en una operación más que otros en toda una vida de trabajo. Hacía años que no volvía por el pueblo, pero, cuando iba, lo encontraba todo tan pobre, tan atrasado, tan anquilosado, que le parecía mentira que él mismo hubiera salido de allí; se sentía, entre aquel montón de casas, como un visitante de otra galaxia. Lo que más risa le daba era cuando alguno de los amigos de su infancia le señalaba la nueva pizzería o el bar, que habían instalado, y le ponderaba cuánto estaba progresando el pueblo.

- Si tu mujer te pide que te tires por un barranco, pídele a Dios que no sea muy alto. Había sido el Joaquín el Cerriche quien les había buscado, a él y al Tutuvía, el apaño para salir redoblando. El Cerriche era muy buscavidas: en el tiempo de la fruta siempre sabía guiarlos por los carriles de la Huerta, para llegar adonde estaban los árboles mejores y menos vigilados y hartarse a comer. También conocía los rincones umbríos, donde los huertanos se aliviaban el cuerpo y crecían las matas de tomates culeros; ellos se iban allí con un pedazo de pan y un puñadico de sal, liado en papel de estraza, para merendar pan y tomate. Se sacaban unos duros los tres zagalones del Castillejo, cuando salían tocando los tambores que le hacían burla al Señor, pero también tenían que ensayar más de dos meses, por la noche, a la orilla del río, más allá del Cuartel, dale que te pego al tambor para calentarse y sacudirse del cuerpo la humedad, que calaba los huesos. Así hasta que cogían el ritmo de las dos partes del redoble, entrechocando tres veces los palillos. Los otros, los de las bocinas, que eran algo mayores, soplaban y soplaban hasta que las notas roncas, agrias y desacompasadas se iban afinando y repetían siempre la misma estrofa, y al terminar la última nota los tambores atacaban furiosamente.

pp Carlos Alfredo sabía que su coche, un modelo caro, despertaba admiración en la gente. El coche formaba parte de su uniforme de ejecutivo, como el pelo engominado, la corbata de seda sujeta por un alfiler de diseño y la chaqueta azul marino cruzada, con botones dorados. En su trabajo la apariencia era muy importante. “Si vas en un auto modesto y vestido de pobre hombre, nadie te toma en serio y pierdes cualquier negocio. Si quieres triunfar, aparece siempre vestido de triunfador”. Era otra de las

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pp Sebastián sabía que en la tarde de Miércoles Santo había que aparcar bien lejos del Centro, en las calles de los barrios nuevos. -Hay que ver lo que han construido por aquí, Nene, si vengo sola me pierdo -Pues cuando todo esto era huerta nos veníamos por aquí el Tutuvía, el Cerriche y yo a hartarnos de fruta ¡Qué tiempos!

pp Al intentar entrar en la Ciudad, Carlos Alfredo observó un movimiento inusitado de vehículos y de peatones, cada vez más denso y apresurado. Al llegar al centro, un guardia desviaba el tráfico. A pesar de que el policía pitaba rabiosamente, y hacía rápidos movimientos con la mano, señalando la dirección, él se atrevió a detenerse a su lado y preguntar qué pasaba. -¡Siga, siga, está cortado por la procesión!

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Carlos Alfredo recordaba que en Semana Santa salían por Murcia las procesiones; incluso el año anterior vio una a lo lejos y tuvo que esperarse un poco para llegar a su garaje. Estaba visto que en este país las tradiciones seguían pesando demasiado y por eso se adelantaba tan poco. Lo de pasear los santos por la calle estaba bien para otros tiempos, pero ahora era incompatible el tráfico moderno con tales antiguallas. De todas formas, la cosa era inevitable y trató de dar una vuelta para acercarse al garaje, donde solía aparcar, no fuera a llegar tarde y, por culpa de la dichosa procesión, se le estropease la cita. Pero no era fácil circular por las calles festoneadas de hileras de sillas, con transeúntes que ocupaban la calzada y llevaban niños de la mano, sin importarles los automóviles que, lentamente, iban avanzando entre el río de gente. Por un momento se vio desorientado. Cada vez estaba más rodeado por aquella masa humana, viscosa e impenetrable, que lo iba envolviendo. Tenía que salir, como fuera, de aquel atolladero. Había una calle a la derecha por la que le pareció que podía estar la huida y la salvación: conocía el camino y por allí llegaría pronto al parking. Pero al acercarse vio la señal de prohibición de giro. Sin embargo, el vehículo que le precedía, avanzando lentamente, torció a la derecha. Se conoce que era la única solución para escapar de la ratonera; era una calle muy corta y, tras pocos metros, estaría la ansiada libertad. Carlos Alfredo lo siguió: seguramente los guardias estarían ocupados con la procesión o desviando el tráfico. Pero el coche delantero tuvo que detenerse porque el final de la calle estaba también cortado por una cadena de sillas. El conductor, un tipo grueso de mediana edad, apretaba el claxon pidiendo paso; la gente lo contemplaba entre indignada e irónica.

intentaba mantener la calma: un buen ejecutivo, pensaba, sabe triunfar en las situaciones más difíciles. Intentaría la huida marcha atrás, eso sí, pidiéndole a la gente con mucha educación, desde la ventanilla, que se apartara, no fuera a ser que aquella multitud, zafia y atrasada, se enfadase con él. Pero, al momento, se le heló la sangre. Dos furgonetas blancas, con letreros comerciales lo habían seguido y estaban allí, detrás de su auto, detenidas, cerradas y solitarias, bloqueando la calle: estaba totalmente atrapado.

-¿Adónde irá el tío este? ¿Es que no sabe que por aquí pasa la procesión? El gordo se bajó hecho una furia, increpando a la gente que estaba sentada en cinco filas de sillas y a duras penas respetaban el paso establecido para los peatones, que se alineaban de uno en uno en dos hileras de sentido contrario, pero igualmente impacientes. Carlos Alfredo también se bajó del coche y oyó decir al conductor airado, -No hay derecho, ahora mismo voy a buscar a un guardia y levanto a toda esa gentuza. Yo tengo que pasar. Se fue, dejando el coche cerrado, sin saber hacia donde caminar, buscando el auxilio de la autoridad, sin darse cuenta de que él mismo, y los que le seguían, se habían metido por dirección prohibida. A Carlos Alfredo le daba vueltas la cabeza, pero

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-Por favor, ¿Sabe Usted dónde están los conductores de estas furgonetas? -Han cerrado y se han ido por ahí. Irán a ver la procesión - ¿Y cuánto tardará en terminar de pasar la procesión por aquí? - Unas cuatro o cinco horas. Como hace buena noche irá recreándose

pp Sebastián conocía bien los vericuetos que había que tomar para llegar a la tienda del Tutuvía, pero la gente llenaba todas las calles y había que tener cuidado con las chiquillas. No quería ni pensar que se perdiera alguna y le pasara cualquier cosa; hay tanto canalla por ahí. -Nena, coge tú bien a una y yo a la otra. Y vosotras no “se” soltéis

pp A Carlos Alfredo se le había puesto un nudo en la garganta. El coche estaba bloqueado en una calle de dirección prohibida, y con tantas vueltas como había tenido que dar a marcha lenta, casi era la hora de recoger al de Alicante. Le gustaba llegar siempre un poco antes; la puntualidad era fundamental en su profesión. Si los que tenían el dinero veían que él no era capaz de llegar en el momento justo, pensarían que tampoco sabría conducir las inversiones, para llegar en el momento oportuno. En este mundo de los ejecutivos agresivos el que no corre vuela, y siempre puede llegar alguien antes que tú. Pero la muchedumbre lo rodeaba, gris, pegajosa y agobiante, salpicada de túnicas rojas. Tendría que caminar al encuentro de su invitado, pero casi no se podía avanzar. Lo había citado junto a la fachada principal de la Catedral y por allí pasaría la procesión. Tampoco el otro habría podido llegar y, si estaba en el lugar, sería imposible encontrarlo entre el gentío. De pronto se le abrió

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un rayo de esperanza. Todavía se podía salvar la situación. Su invitado le había dado el número del teléfono móvil, por si surgía alguna emergencia. Las personas importantes llevaban siempre un móvil para estar localizables y poder llamar a otros igualmente importantes. Los móviles formaban una red restringida que intercomunicaba a quienes se movían en el mundo de las finanzas: un juguete muy caro, pero necesario; un distintivo que marcaba las diferencias entre aquella gente que trabajaba, y se mataba por ver una procesión, y los listos, que acababan quedándose con su dinero. No sabía Carlos Alfredo que en pocos años todo el mundo lo iba a llevar, para hablar con la familia en un semáforo y preguntar si el niño tenía fiebre, que lo iban a usar las amas de casa, para transmitirse en plena calle las recetas de cocina, o preguntarle a la modista cuándo tenían que ir a probarse, o para reservar hora en la peluquería. No sospechaba Carlos Alfredo que los precios de los móviles bajarían tanto, que los bancos loS regalarían a quien se abriera una cuenta y que los jovenzuelos lo emplearían para quedar con los amigos.

cabello engominado, dejaría de parecer un ejecutivo, y, si dejas de parecerlo, dejas de serlo, porque nadie está dispuesto a hacer negocios contigo. Si, por ejemplo, cualquiera de aquellos que se empujaban y apretujaban para llegar a la procesión, le propusiera al de Alicante las operaciones, que él esperaba sugerirle aquella noche, el otro ni lo escucharía. La premisa ineludible para triunfar en aquel mundo era la buena pinta, la fachada, lo demás venía después, a partir de aquello.

Aquel miércoles era un día nefasto para Carlos Alfredo. Buscó en su bolsillo y el pequeño artilugio no estaba allí. Volvió, como pudo, al coche, varado entre la multitud, y miró en vano por los asientos, en la guantera, hasta en el portaequipajes. Se le debía haber caído y, con tanta gente, era imposible encontrarlo.

pp Sebastián y Pura arrastraban a las dos crías entre el gentío cada vez más denso y apresurado.

pp

-¡Chacho!, pónnos un carajillo aquí al amigo y a mi, que, si no, no podemos sacar el paso. Pero échale una miajica más de coñac, que no pensáis más que en hacerse ricos. ¿Será posible? ¡Cuánta gomia! Para que venga luego Hacienda y se lo lleve todo con los módulos. Al ver a Carlos Alfredo, uno de los nazarenos se volvió y le alargó un caramelo. -¡Caballero! Tome Usted. Para que se endulce, que está la cosa muy jodida. Carlos Alfredo cogió el caramelo y pensó que, al menos, en lo último que había dicho, tenía razón aquel bárbaro, aunque él no lo supiera. No conseguía hacerse notar por el camarero, aunque levantaba la mano por detrás de la barrera humana. -¡Una de sangre, dos tocinos a la plancha, una de bacalao con tomate. Cinco carajillos!

Carlos Alfredo iba perdiendo sus atributos: ya no tenía disponible su automóvil de gama alta, había perdido el teléfono portátil y, por un momento pensó en que, si se quitara la chaqueta azul cruzada y la corbata de seda italiana, y se revolviera el

Carlos Alfredo había comprendido que era imposible pedir el teléfono. Decidió salir. Pero, al intentar volverse, tropezó con la tela tirante de un buche enorme. Los nazarenos se agolpaban hasta más allá de la salida, lo rodeaban y lo apretujaban.

-Nena, el año que viene tenemos que salir más temprano. Veremos a ver si podemos llegar a la tienda del Tutuvía. Es que, para salir, eres una miaja setona. -No te pongas puñetero que ya estamos al lado. Los últimos metros fueron los más difíciles. Los de las sillas querían cerrar el paso. -Nena, coge bien a la Vanesa no la sueltes

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Había que evitar el naufragio y lo más urgente era contactar con su presa. Faltaban ya muy pocos minutos para la hora de la cita. El otro estaría también perdido, dando brazadas entre el gentío para no ahogarse. Tenía que llamarlo desde alguna cabina, o desde un bar. Había uno pequeño, abarrotado de gente, en la misma calle. Los dos camareros no daban abasto para atender a la gente que se empujaba contra la barra, tomando cerveza y tapas para llenar un poco el estómago y resistir, hasta que vieran la procesión. Había también entre el público varios nazarenos, con la túnica hinchadísima y corta, asomando las puntillas por el borde de la falda y descubriendo unas medias caladas, llenas de bordados, con ligas de colores. Como iban tan gordos parecían embarazadas de nueve meses, ocupaban casi toda la barra y no dejaban sitio a los demás parroquianos. Carlos Alfredo los había visto en algunas fotos. Serían muy típicos, pensaba, pero francamente ridículos. En general, los desfiles de Semana Santa con los capuchones, las túnicas y los cirios le parecían arcaicos y obsoletos, pero estos de Murcia lo eran mucho más todavía.

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Iba a pedirle permiso a uno, para que se apartara, pero antes de que él pudiera hablarle, el otro le soltó: -¿Todavía estás sin vestir con la hora que es? ¡Venga que lo tienes todo preparado! Los nazarenos empujaban a Carlos Alfredo apremiándole. -La hora que es y todavía no te has vestido para la procesión. ¡Mira que tienes melsa, capullo! Sus voces le sonaban conocidas y sus rostros también, pero no podía precisar el recuerdo. Lo empujaban hasta la trastienda del bar. Él intentaba protestar, pero los otros no lo oían, quería volver atrás, pero le cerraban el paso. La trastienda era un cuartucho destartalado, oscuro y sucio, había un olor acre que le resultaba lejanamente conocido, a aceite rancio, a embutidos grasientos, a tabaco de picadura, a jabón de lavar, a vino de barril y a especias. Se sobresaltó al identificar, en la penumbra, la trastienda del Nemesio, el de su pueblo. No podían haberlo trasladado todo a Murcia, pero allí estaba el medidor de aceite con manivela, el manojo de mechas de yesca anaranjada, la caja de los chicles Bazoka, los paquetes de Ideales, los chorizos churretosos, colgados de una viga, los sacos de garbanzos, habichuelas, cebada y maíz. Sobre una silla, había unas enaguas blancas, unas medias bordadas, un cordón con borlas y una túnica roja con capuchón. Los nazarenos seguían apremiando. -¡Venga que se hace tarde! Lo cogían y le bajaban los pantalones, él se resistía. -¡Que no te vamos a violar, tonto de la leche! ¡Que te tienes que poner las medias! Ahora iba reconociendo las caras: eran los compañeros de la escuela del pueblo, los que jugaban con él en los recreos. Los veía viejos y abotargados, con bolsas bajo los ojos, los dientes carcomidos y el pelo gris. Carlos Alfredo no comprendía cómo podían estar allí, vestidos de nazarenos, aquellos palurdos. Sin duda le habían preparado una encerrona, una broma de mal gusto, la típica broma de pueblo. Ya lo habían vestido con aquel ridículo hábito, y le echaban en el buche kilos y kilos de caramelos, de huevos duros y de habas; apenas podía andar con tanto peso, pero no era posible resistirse. Lo más sorprendente era que aquella trastienda, obscura y hedionda, se comunicara directamente con la Iglesia. Después de ponerle en

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la mano un recio bastón con una horquilla en el extremo, lo empujaron por un largo pasillo lóbrego y húmedo, como una alcantarilla, apenas iluminado por una débil bombilla mugrienta, encerrada en una jaula de alambre. Al final salieron a una sacristía amplia, llena también de nazarenos. Sus raptores seguían dirigiéndolo hasta la Iglesia, que olía a flores, a incienso y a cera quemada.

el paraguas abierto, porque caía una lluvia fina, que difuminaba la silueta del monte cercano. Había pasado por delante del Hirschensgasthof, con su ciervo dorado sobre la puerta y sus letras llenas de curvas y recovecos. Por detrás de los visillos se transparentaban las luces de las velitas alumbrando las mesas de los comensales. En su casa lo esperaba Annelore, en la cocina preparando la cena. Estuvieron hablando sobre dónde pasar el puente de Pascua.

-Este es tu sitio, aquí en la banda. Carlos Alfredo apenas podía pensar, todo aquello era totalmente absurdo: estaba debajo de un paso, entre una muchedumbre de nazarenos vestidos de rojo, igual que él. -A ver si empujas bien, que no se caiga el paso. El cabo dio un golpe seco y, todos a una, apretaron el hombro para enfilar hacia la calle. Carlos Alfredo también empujó para que los otros no lo atropellaran, pero, sobre todo, para alcanzar aquella claridad anaranjada que refulgía tras del arco de la Iglesia. En cuanto salieran podría huir, o buscar ayuda.

pp Antonio el Tutuvía los recibió encantado en la tienda. -Creía que no llegabais. Un poco más y no podéis pasar. Mira que os gusta apurar el tiempo. -Son estas tres mujeres que no acaban nunca de arreglarse. -Así viene la Pura, que cada día está más joven y más guapa. ¿Y estas dos zagalicas que parecen dos reinas? Venid que os dé un besico Entonces fue cuando todos se dieron cuenta de que Jennifer llevaba en la mano un objeto extraño. -Nena ¿De dónde has sacado eso? Dijo Sebastián señalando al teléfono móvil que tenía su hija. -Estaba en el suelo y lo he cogido. -¿No te tengo dicho que no cojas nada? ¡Anda que sí!

pp Joaquín Belmonte había bajado del autobús, como todos los días, en la parada 27, Schwarzenbaüme, y se había dirigido a su casa por el camino de Amstelweg, con

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-Mi hermana me ha dicho que nos espera pasado mañana para estar con ellos los cuatro días de vacaciones.

pp Antonio el Tutuvía se deshacía con sus invitados -Tomad todo lo que queráis, que hay más guardado. Al estar con Sebastián, siempre le venía la necesidad de comparar la actual abundancia con las escaseces anteriores. Parecía que aquellas viandas sabían más sabrosas, si se acordaba uno de los tiempos en que no las tenían. La conversación se iba a las habas y a las lechugas hurtadas en los bancales, para espantar el hambre, y a la mitad de cuarto de carne que ponía la madre en el cocido dominguero, cuando podía, que no era siempre, y al boniato asado de las mañanas de invierno camino de la escuela, y a la trenza de pan sobado comprada en la panadería de la Plaza de Camachos, y a aquellos Miércoles Santos, redoblando los tres con los tambores de la burla detrás del Paso del Berrugo, para sacarse unas perras, y a aquel zangolotino con abrigo de pelo que estaba sentado en la Trapería y al pasar ellos le dijo a su madre que se iban a condenar por sacarle burla al Señor. - ¡Qué pena que no esté aquí el Cerriche! Pero, claro, está tan lejos que no puede venir para Semana Santa. -Lo vi este verano en los Urrutias, con la mujer, la alemana, que es más larga que un día sin pan, y un crío que tienen, rubico como la madre. Estaban pasando unos días en la Manga. Me preguntó por ti y me dejó su tarjeta por si nos animábamos a hacerle una visita. Él está allí muy a gusto. Como aprendió alemán, tiene un buen trabajo en una fábrica de antenas de televisión. Ese ya se queda allí para siempre y más estando casado con una alemana. Pero el pobre echa de menos las cosas de su tierra. -Es natural.

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Los ojos de Carlos Alfredo, acostumbrados ya a la penumbra de la trastienda del bar, a la obscuridad siniestra del pasillo, y a las medias tintas de la Iglesia, se alegraron con la luz de poniente, que todavía bañaba la puerta del Carmen y las hojas tiernas de los árboles del Jardín. Por fin se olía a aire libre y a brisa de primavera. Pensó que todo estaba a punto de acabar, porque ya estaba en la calle y en un lugar conocido. Por muy absurdo que se viera vestido de nazareno y cargando con un paso, ahora podría escaparse, huir entre la gente, o, a las malas, llamar a un guardia y deshacer el equívoco, o la broma, que lo había llevado hasta allí. Era la oportunidad de volver a ser él mismo. En cuanto oyó el primer golpe del cabo de andas, a pocos metros de la Iglesia, y el paso se detuvo, aprovechó para salirse y buscar un hueco entre la gente que veía la procesión. Se dirigió a la primera fila de sillas pero, tras ella, había otra, y otras más, hasta cinco, y detrás una muchedumbre de pié con críos sobre los hombros. No era fácil la huida. Cuando miraba desalentado a la barrera humana, se encontró rodeado por un grupo de niños que revoloteaban en su entorno como moscas en verano.

-Qué más hubiéramos querido nosotros que tener una chispa de colesterol cuando salíamos en la procesión tocando los tambores ¿Te acuerdas? -Oye ¿Tienes por ahí la tarjeta del Cerriche? -Sí, creo que está por aquí en un cajón -Déjamela, haz el favor - ¿Qué vas a hacer? -Tu déjamela y cállate -Mira, aquí la tengo

-¡Anda dame un caramelo! -¡Dame un huevo! -¿Es que no llevas habas? Para librarse de ellos, tuvo que meter mano al buche y empezar a repartir lo que llevaba, pero aparecían más manos de zagales mendicantes, y hasta una mujer le dijo: -¡Ande! Déle usted algún caramelico a este chiquillo que no es de aquí, para que se lleve un buen recuerdo de Murcia. Cuando sonó de nuevo el golpe, los demás nazarenos lo apremiaron imperiosos. -¡Venga! ¡A tu sitio, que se va el paso!

pp La procesión pasaba lenta e interminable, como siempre, por delante de la tienda de aparatos eléctricos del Tutuvía. Un río rojo de túnicas con cirios y cruces. Los chiquillos se sentaban en la fila de sillas colocadas delante y pedían caramelos con voz insistente y cansina. Los mayores agotaban las bandejas de embutido y las cestas de habas tiernas. - ¿Habéis probado este tocinico que me han traído de la Huerta? ¡Gloria bendita! -¡Nene!, cuidado con el tocino que da colesterol.

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Sebastián empezó a marcar con mucho cuidado en el móvil los dígitos que indicaba la tarjeta con el 07 de llamada internacional delante. Al cabo de unos segundos oyó el zumbido del timbre sonando. Después una voz femenina extranjera. -Frau Belmonte -Por fa-vor ¿Es-tá Jo-a-quín? -Entschuldigung. Ein Moment, bitte. “Un mo-men-ti-to” Vati. Sie rufen an dir aus Spanien--¿Quién es? -¡Coño!, Joaquinico ¿Quién va a ser? El Sebastián, que estoy con el Tutuvía viendo la procesión de los coloraos -¿Cómo dices? -Que sí, hombre, que somos nosotros. Que nos estamos acordando de ti. De cuando salíamos los tres con los tambores ¿Es que no te acuerdas? -Oye. ¡Qué alegría oírte! ¿Cómo estáis? -¿Cómo vamos a estar? Encantados de la vida. Tomándonos unos correntales con unos trozos de morcón y de tocino con habas tiernas, que están que se deshacen. No te mando un pedazo, porque el cable es muy fino y no cabe. Espera, que te paso al Antonio. Se pasaban el móvil de uno a otro. Le contaban lo del hallazgo fortuito. Le iban relatando los pormenores de la procesión y los pasos que venían. Acercaban el auricular a la puerta para que oyera las bandas de música, el redoble de los tambores de la burla y el lamento agrio de las bocinas. El Cerriche, desde el otro lado, notaba un escalofrío. Se le saltaron las lágrimas. Annelore no entendía nada, pero pensaba que los españoles son muy temperamentales. Entre paso y paso, Joaquín les preguntaba por los amigos y los conocidos y ellos lo iban poniendo al día de todos los chismorreos.

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Carlos Alfredo sudaba por el esfuerzo, pero más aún por la rabia y la impotencia. Cada vez que intentaba escaparse lo volvían a su lugar. Vio a un guardia y se acercó a él para explicarle su situación, pero la gente seguía pidiéndole caramelos y no lo dejaban llegar hasta el agente. Pensó que podría hablar con el mayordomo cargado de puntillas, que daba órdenes por allí, decirle que se encontraba mal, y salirse de la procesión, pero cuando se acercó a él sonó de nuevo el golpe y el propio mayordomo le mandó que se reintegrara al paso. Cuando los demás estantes se percataron de que abandonaba el sitio en cada parada le dijeron:

manos atadas por un cordón dorado. En medio del tumulto de los tambores oyó una voz grave que decía.

-Ahora te quedas tu aquí sujetando, que nosotros también queremos salir a dar caramelos. En una tienda de electrodomésticos había gente merendando. Uno de los que estaban tenía en la mano un teléfono móvil y decía por el auricular. -Joaquín, ya está aquí el Berrugo ¿Te acuerdas? Si hubiera podido, le habría arrebatado el teléfono y habría llamado a la Policía para pedir auxilio. Estaba empapado de sudor, le dolía el hombro y la cabeza se le mareaba, taladrada por el incesante redoble de los tambores que seguían al paso. Un redoble nervioso y enervante con un triple entrechocar de los palillos, que parecía dirigido a él, para burlarse de su angustia. Cuando los tambores callaban, sonaban tres trompetas enormes que repetían siempre las mismas notas, largas y discordantes. Entonces fue cuando empezó a pensar que todo aquello no podía ser verdad, que le había sentado mal la cena o que había cogido la gripe y estaba soñando una pesadilla, y que se despertaría de un momento a otro en la cama del hotel. Se quedó un momento mirando al paso. No lo había visto desde que había salido, y no sabía siquiera qué santos eran los que iban arriba. En el borde mismo del paso, casi oculto entre las flores y las tulipas de luz, estaba la figura de un personaje medio arrodillado; un tipo desagradable y vulgar, de cara afilada y nariguda con un gorro rojo; una especie de gnomo con un montón de habas a su lado. Se quedó contemplándolo sin saber a quién representaría. De pronto la estatua esbozó una sonrisa cínica y le sacó la lengua. Un escalofrío le recorrió la espalda y su esfuerzo por despertarse se hizo angustioso. Tenía que forcejear con aquel sueño hasta despedirlo, pero la pesadilla seguía pegada a él, envolviéndolo, como un caldo repugnante. La figura enarboló el dedo medio de la mano derecha y, poniendo la otra sobre el antebrazo, le hizo un corte de mangas. No pudo seguir mirándolo y levantó la vista hacia arriba: había un balconcillo y allí, entre dos soldados romanos, estaba un Cristo macilento, salpicado de sangre, coronado de espinas con un manto rojo y las

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-Yo lo estoy pasando mucho peor que tú

pp Ya venía el Cristo de la Sangre hacia la puerta de la tienda de Antonio. Sebastián le hizo recordar a Joaquín la figura del Crucificado sangrante que parecía andar encima del paso. La procesión se terminaba ya. Era el momento de despedirse de Joaquín y cortar la larga conferencia telefónica. Entonces Sebastián se quedó un momento absorto mirando la cara del Cristo. Toda la vida viéndola y todavía le impresionaba su trágica expresión de dolor. De pronto oyó una voz que retumbaba en sus oídos. -Sebastián ¿Te crees que está bien lo que has hecho? ¿No has pensado en la factura que le van a pasar al dueño del teléfono? Si tú no piensas en los demás, Yo tampoco pensaré en ti Sebastián estaba azorado, como cuando era pequeño y su madre lo pillaba haciendo alguna diablura. Hubiera querido desaparecer, esconderse, pero él sabía que podía ocultarse de todos menos de Aquél que le hablaba. -Señor, los que tienen estos artilugios es porque les sobran las perras Buscaba una excusa y se acordó del gerente de su empresa, aquel que hablaba tan fino y no quería dejarlos ir a la procesión. -Además, Señor, Tú sabes que los que llevan un móvil son todos unos …gilipollas No quería haber dicho aquella última palabra, no era propia para dirigirse a su interlocutor, pero al final la había soltado. -No, Sebastián, hay algunos que lo llevan y no son eso que tú dices. No juzgues y no serás juzgado. Yo estoy aquí padeciendo para salvaros a todos, incluso a los gilipollas -Señor, perdóname, te prometo no hacerlo más. Mañana en penitencia me iré a la Iglesia a rezar un buen rato -Harás bien, hijico, que buena falta te hace

pp Raimundo, con el uniforme blanco de cocinero, llevaba a la mesa un cestillo de habas tiernas y un plato de atún de ijá. Decía que las habas no llevaban ni una hora

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cogidas y estaban riquísimas. A Carlos Alfredo le aterrorizó verlas, porque se acordó de las que llevaba el personaje repulsivo del paso. Alargó la mano, para coger la copa de cerveza, y notó que el hombro le dolía mucho de tanto empujar en el paso, o seguramente de un tirón que se había dado por la mañana en el tenis. El financiero alicantino le comentaba espantado:

ven, con dos amigos tocando un tambor. Le dijo que, el año próximo, iba a pedir unos días de permiso, a cuenta de las vacaciones de verano, y se irían a Murcia para enseñarle la procesión y que le dieran caramelos al niño. Annelore lo escuchaba muy sorprendida. Cuando vio que los ojos de su marido estaban húmedos, pensó, una vez más, que los españoles son muy temperamentales.l

-¡Qué disparate de gente y que lío tienen en esta Ciudad con las procesiones! Creía que no podía llegar aquí. Cuando Usted me ha llamado al móvil estaba dando vueltas entre el público y las filas de sillas. -Gracias al móvil lo he podido llamar, para decirle que llegaba tarde. Me ha costado casi una hora llegar al garaje. Por poco me quedo atrapado. Me ha dado miedo pensar todo lo que me podía haber pasado si se me hubiera perdido el móvil. -Parece mentira que estas cosas se vean en este país a finales del siglo veinte. Son costumbres como muy atrasadas Por primera vez Carlos Alfredo dio a entender que sus convicciones de ejecutivo se resquebrajaban. -Bueno…, hay que comprender a la gente. Son tradiciones que están muy arraigadas, que pasan de padres a hijos. Yo opino que hay que respetar estas cosas, aunque no las compartamos. En el fondo tienen también su sentido

pp Las chiquillas se caían de sueño. Cada una llevaba una bolsa de plástico llena de caramelos, de habas, de huevos duros y de pequeñas monas. -No os lo vayáis a comer todo de una vez, no os pongáis malicas El Tutuvía despedía a sus invitados. -Hasta más ver, y si no, hasta el año que viene. Si Dios quiere -¡Qué pena que no estuviera aquí el Cerriche!, dijo Sebastián, si tuviera perras me habría comprado un teléfono móvil de esos y lo había llamado a Alemania para contarle la procesión.

pp Joaquín Belmonte estaba pensativo. Annelore le preguntó si le preocupaba algo. El contestó que no pasaba nada, pero que, aquella tarde, había en su ciudad una procesión muy antigua, con túnicas rojas y capuchones y que él salía, cuando era jo-

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El recién llegado (Cuento de Miércoles Santo)

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unque acababa de comenzar la tarde y el sol lucía claro, en la calle de Jabonerías se respiraba un fresco húmedo que a Fernando le aliviaba de la larga caminata. Allí estaban, en la esquina con la Platería, los dos gigantones de piedra, peludos y feroces, con sus porras amenazadoras. Los conocía ya, de haberlos visto antes de irse, pero los tenía olvidados y ahora era como si resucitaran; él notaba de nuevo aquel estremecimiento de entonces, cuando se recostaba entre las piernas del abuelo, delante de la lumbre y el viejo le hablaba de un largo pasadizo subterráneo, que arrancaba del Castillo de Monteagudo y llegaba hasta la Catedral. El abuelo sabía que los reyes moros habían encerrado allí sus tesoros y que nadie podía cogerlos, porque, en la antecámara, había dos estatuas encantadas de gigantes, que mataban a quien se atrevía a profanar el secreto. Ya le habían revivido a Fernando aquellas historias por la mañana, al salir de la barraca, cuando había contemplado Monteagudo, recortándose en el cielo blanquecino de la primavera. Uno se duerme, a veces, y enlaza con el sueño de la noche anterior, como si viviera al mismo tiempo en dos mundos diferentes: el del día y el de la noche. Era lo que le pasaba ahora: hacía dos días que había vuelto y todo lo sucedido en los catorce años anteriores, en que había estado tan lejos, empezaba a parecerle irreal, como un sueño del que acabara de despertarse. Todo lo que durante esos años había sido un vago recuerdo nebuloso se dibujaba ahora con nitidez, como si nunca se hubiera ido a Francia al negocio de vinos con Enrique, el primo de su padre. Veía muy bien el día en que el primo Enrique vino al partido, trajeado con casaca y peluca, hablando con un acento raro, y compró un corde-

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ro, para matarlo e invitar a los parientes. Se veía él mismo, quitando el estiércol de la cuadra, cuando aquel hombre hablaba con su padre de lo bien que le iban los negocios, y de que al no tener hijos, y haber muerto su mujer, la francesa, nadie podía hacerse cargo de aquello. Por eso le pidió a su padre llevarse al chiquillo, para hacer de él un buen comerciante allí en la Francia. El padre le dio un abrazo y le dijo que sí, porque en la Huerta nada más podía esperar hambre y miseria para su hijo, y que se rompiera el espinazo a trabajar, para que todo se lo llevara el rento. Recordaba Fernando cuando se despidieron y su madre lloraba como una Dolorosa, y su padre decía que era por su bien y le hizo arrodillarse para darle la bendición, y lo último que vio fueron los platos y las jarras de porcelana lorquina que había en la leja de la chimenea, blancas, con flores y pájaros pintados, cada una con un punto de brillo como una hilera de perlas, como las del collar de la Marquesa. Ahora, al llegar, era lo primero que había mirado y estaban allí, iguales y con el mismo brillo. Todo lo que había vivido allí en la Francia le parecía a Fernando tan soñado que se metió la mano por la túnica y tocó el anillo que llevaba escondido, para convencerse de que era realidad. A nadie se lo había enseñado desde que llegó, pues cualquier indiscreción podía traerle problemas con las autoridades, pero, durante el viaje, había sido su mejor salvoconducto, para acreditarse ante los hermanos. De no ser por ellos no hubiera podido malvender los negocios, llegar a Marsella y embarcar hacia Orán donde un banquero judío, de familia alicantina, le había concertado un falucho de pescadores, para llegar, de madrugada, a Torrevieja. Habían sido los propios hermanos de la logia quienes le habían arreglado la salida y los pagarés contra la banca del judío, para cobrar en moneda española el precio de la venta. Ni la cuarta parte de su valor le habían dado por el almacén, uno de los más afamados de París, en la Rue de la Monaie, junto al Pont Neuf. Pero, desde que Fernando decidió venirse, lo que más le importaba era salir como fuese y, de todos modos, con los reales que traía, podía edificarse una torre y poner aquí otro establecimiento de vinos, para pasar sin cuidados el resto de su vida. Si los hermanos de la logia lo hubiesen visto ahora, caminando con su amigo de la infancia, Pedro el Chiquitraque, por la Calle de la Sociedad, con la túnica roja remangada, la horquilla en la mano, el capuchón plegado al hombro y el pañuelo de seda verde arrollado a la cabeza, se habrían escandalizado y habrían hablado de superstición y oscurantismo. Pero también habría sido chocante el asombro de sus amigos y parientes de la Huerta si lo hubieran visto a él, cuando su iniciación, con los ojos ven-

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dados, el pecho descubierto y la espada junto al corazón, o en las tenidas con el mandil y el anillo que ahora escondía.

la túnica. Había que comer, porque la procesión salía entonces muy poco después del mediodía y se recogía al anochecer, con las últimas luces, aún faltaba más de un siglo para que cambiasen el horario y desfilase de noche.

Lo de salir en el paso, llevando al Cristo, había sido empeño de su madre, la pobre. La había encontrado muy vieja y muy mal; muy delicada de salud. Cuando él se marchó, todavía le brillaban los ojos azules y tenía su cara una tersura sonrosada de manzana madura. Ahora, apenas podía levantarse y sus pupilas eran dos destellos cansados en un laberinto de arrugas. Pero desde que llegó, el lunes por la tarde, no había dejado de porfiarle con su voz fatigada: -Nene, tienes que salir en el paso del Cristo, con la túnica de tu padre, que en Gloria esté. Hace ocho años que se murió de repente y, desde entonces, sale en su puesto tu primo Salvador, pero es a ti a quien te corresponde, que eres el hijo. No me vayas a negar esto, que he rezado mucho al Señor, para que pudiera verte antes de irme, que creo que no será a mucho tardar, según me voy notando, y el Señor me lo ha concedido. Su madre había mandado al primo Salvador recado de que había vuelto de Francia el Fernando y que iba a salir con la túnica colorada en el Cristo de la Sangre, como le pertenecía, y había encargado a sus sobrinas almidonar las enaguas. Fernando no había intentado siquiera contrariarla, y menos pensando que no le convenía que nadie lo tomase por librepensador o descreído, pues alguno en la huerta ya le había preguntado si era verdad que en la Francia había una Revolución. Todo aquí era pequeño, aunque él lo recordaba mucho más grande: el puente de piedra, con sus dos arcángeles a los lados parecía de juguete y el Segura, que tanto miedo le daba de crío, era un pobre canalillo donde unos tristes montones de cañas secas navegaban en la corriente como las gabarras negras, cargadas de barriles, que pasaban por el Sena, junto a la Cité y a la Isla de San Luis, donde estaba el Palacio de Madame la Marquise. Al bajar el puente estaba la Plaza Nueva, donde Fernando había ido de crío con su padre a ver correr toros, y a saludar al Marqués de Camachos, a quien pagaban rento. Allí era donde tenía prevenido el Chiquitraque comprar unas piezas de pan blanco en la tahona, que estaba en el rincón, antes del arco que daba acceso a los molinos, para después tomar un bocado, y reponer fuerzas, bajo los árboles de la Alameda con unas sardinas saladas, unos huevos cocidos y habas tiernas que traían en el buche de

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Los árboles de la Alameda tenían sus primeras hojas, de seda verde brillante y entre ellas asomaban, como dos pechos, las torrecillas redondas de la Iglesia del Carmen. Era el mismo verde del vestido que llevaba aquella tarde Marie Geneviève, Marquesa de Chalande, cuando él estaba tomándole nota de un pedido para su bodega, y ella, sonriendo, se desabrochó y le preguntó: -¿Es verdad que los españoles son tan ardientes?. Mientras se comía el companaje, le preguntó el Chiquitraque con una sonrisa maliciosa si las mujeres allá en la Francia eran más fáciles que las aquí, y él le respondió que no, que eran como en todas partes. Insistía el otro diciendo que habría tenido algo ver con mujeres, pues ya tenía veintinueve años cumplidos y estaba soltero. Pero Fernando no quería soltar prenda y le dijo que allí se trabajaba mucho en el negocio y casi no quedaba tiempo para esas cosas, aunque, alguna vez que otra, se había ido de mujeres, como todo el mundo. No quería Fernando contar muchas cosas, y por eso habría preferido quedarse en la barraca, pero tampoco podía negarse a lo que su madre le pedía con tanto ahínco. Cuando entró a la Iglesia, se presentó a Don Pedro Daniel López de Ceballos, mayordomo del Cristo, que siempre había protegido a su padre. Don Pedro Daniel era persona de mucho influjo, amigo de Floridablanca, que le servía de valedor en la Corte. Estaba allí con la túnica larga, asomándole las chorreras de encaje de la camisa labrada, por la pechera y las bocamangas. Conversaba con el cura de la parroquia, el Reverendo Don José Melgar, clérigo muy apreciado por su rectitud y ciencia, y del que decían en el barrio que estaba destinado a más altos menesteres. Cuando Fernando se acercó para saludarlos, dijo Don Pedro Daniel con gesto serio: -Así que tu eres el Francés, el hijo de Fina la Roja, la del Camino de Monteagudo. Pues tengo entendido que allí en la Francia están muy mal las cosas, y que hay un grave quebranto de la concordia social y, lo que es peor, ofensa y escarnio de la autoridad real y de nuestra Santa Religión. No sabía Fernando por donde escaparse, y replicó: -Por eso determiné de venirme a mi Reino, a gozar de la paz que en él se vive. Aunque en verdad,

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no he conocido muchas de las cosas que de allí se cuentan, por estar siempre alejado de París, viajando por campos y pueblos para agenciar el negocio de los vinos. Cada vez estaba más seguro Fernando de que no podía decir nada sobre su pasado, y que jamás revelaría cómo había vivido, esperanzado y anhelante, los días de la Revolución, y con qué ilusión había celebrado, con los hermanos de la logia, el juramento del Juego de Pelota o la toma de la Bastilla. Cuántas veces había pensado que él un pobre zagal de la Huerta, que tendría que haberse pasado la vida sacando estiércol y deshaciendo tormos, estaba asistiendo al comienzo de la liberación de la humanidad como rezaba el propio nombre de su logia: "L'Humanité liberée". El Chiquitraque le había señalado su sitio, el de su padre, el segundo en la vara delantera derecha, y era entonces cuando había mirado al Cristo. También lo recordaba de antes, cuando era chiquillo y le daba miedo verlo tan propio que parecía de verdad, clavado en la cruz, y andando con el chorro de sangre colgándole del costado hasta caer en la copa que sostenía el angelico. Cuando el abuelo lo llevaba a ver la procesión, y advertía la turbación del crío, lo tranquilizaba diciéndole que todo era una figura de madera, y que la sangre era una cinta de seda; que él había visto, cuando era niño, cómo lo hacía un escultor que había venido de muy lejos, de un sitio que le decían Estrasburgo. El abuelo conocía al escultor: acudía a su taller a venderle hortalizas, y había visto cómo lo iba tallando, y pintándole la carne, y poniéndole la cintica de seda de la sangre. Por mediación suya se había metido el abuelo a llevar el paso cuando se estrenó. Pero a Fernando de chiquillo le impresionaba el chorro de sangre, que era como la del cordero que habían matado en su casa cuando vino el primo Enrique para llevárselo a Francia, y ahora seguía dándole una miaja de escalofrío, porque ya había visto correr mucha sangre. Cuando lo de la Bastilla, se encontró en la calle a un esbirro del Rey que se desangraba acribillado por las hoces de la muchedumbre. Entonces todavía no le había afectado demasiado, porque era necesario que los agentes de Luis cayeran, para que reinase la libertad. Sus cuerpos se vaciaban entre gritos de alegría como cuando se perforaba algún pellejo en su almacén y se derramaba el vino, y, al olor, venían alborozados, los mendigos de los muelles, a recogerlo del suelo con vasos y escudillas de estaño y bebérselo avariciosamente. Pero luego llegó mucha más sangre, cuando se instaló la máquina y enloqueció Maximiliano el abogado. No podía comprender Fernando lo de Maximiliano, siempre tan razonable y pulido, tan moderado, cuando iba de tertulia a su trastienda y había que porfiarle para que se tomase dos dedos de aquel barril de Jumilla que reservaba para

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los amigos. Tanto y tan bien como había hablado Robespierre de libertad y de fraternidad, y cada día mandaba más gente a la guillotina. Los propios amigos de siempre, los hermanos de la logia, comentaban en voz baja que con Maximiliano nadie podía estar seguro en París, ni siquiera los que más habían hecho por la Revolución, como la pobre Marie Geneviève, que, pese de ser aristócrata, siempre había estado por la causa de la libertad y había abierto sus salones, y también su alcoba, a francmasones, filósofos, librepensadores y revolucionarios, aunque la tildaran de libertina. Cuando Fernando empezó a frecuentar el palacete de la Ile de Sant Louis, lo tomó por el brazo una noche, saliendo de una tenida, M. Gaston de Lataille y le dijo, con ironía paternal, que no se fuera a entusiasmar porque, evidentemente, no era el primer amante de la aristócrata, pero tampoco sería el último. En esto se equivocó el viejo escéptico: Fernando había sido el último amante de Mme. la Marquise.

rrarlo en un sitio que sólo él supiera. Al pie de la morera de atrás, aquella que había plantado con su padre, cuando era chiquillo, para engordar con la hoja a sus gusanos de seda.

Ya estaban todos los estantes en su puesto y el cabo de andas preparaba la vara para dar el golpe y hacerlo arrancar hacia afuera. Delante del paso iban unos monaguillos con blancos roquetes de encaje, mucetas rojas y bonetes rematados por borlas encarnadas, como pequeños cardenales. Balanceaba uno el humeante incensario, otro tenía la naveta con el incienso y el tercero agitaba un carillón lleno de campanillas. Al oírlo pensaba Fernando en la cajita de música que le había enseñado Marie Geneviève el día de su último encuentro. Se la habían traído de Austria y en la tapa había una palabra larguísima escrita con letras góticas. Ella se lo había traducido como La Flauta Encantada y, mientras estaban juntos, había sonado insistentemente su musiquilla alegre y juguetona. Mme. la Marquise gustaba mucho de la música y, a veces, tocaba el clavicémbalo, para los asiduos de su salón. Le había dicho que aquel fragmento era el "aria de las campanitas" del último acto de una ópera que se había estrenado en Viena hacía poco. El autor, un tal Mozart, había muerto, el pobre, al poco del estreno, con treinta y cinco años, una lástima, siendo tan joven. Ella decía que el músico era un espíritu avanzado, también francmasón, como Fernando. El golpe seco del cabo lo despertó de su recuerdo. Apretó el hombro y el paso salió bamboleante a la claridad dorada de la alameda. Ahora todo era diferente, había regresado a su tierra y tenía que ordenar su vida: edificar una torre de ladrillo en el sitio de la barraca, y poner un negocio de vinos al por mayor. Todo su tiempo anterior había acabado de pronto y, si no fuera por el anillo de la logia, no le quedaría nada de su pasado. Ese anillo podía comprometerlo; tenía que hacerlo desaparecer, pero tenerlo a mano, por si alguna vez pudiere volver a serle preciso. Lo mejor sería ente-

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Sin embargo los recuerdos le volvían, como las reliquias de un mal sueño. Al llegar a lo alto del puente dejó el paso, para refrescar el hombro, y miró el cuerpo lívido del Cristo que caminaba sobre el rumor rojizo de los azudes. La seda de la sangre relucía al sol de la tarde, como si hubieran sido sus rayos los que hubieran herido aquel costado. A Fernando se le puso en la vista un resplandor rojo de sangre, venía el agua colorada, como las túnicas, los capuchones, las sotanillas de los monagos y la cera de las velas. Todo era como la sangre de Marie Geneviève chorreando entre los tablones de la guillotina. Nunca hubiera querido ver aquel momento, pero no se habría perdonado rehusar su último requerimiento. Se lo trajo un ganapán que limpiaba los pasillos de la Concièrgerie. Le dio un billete minúsculo con gran sigilo, pidiendo por anticipado una buena propina y una botella de vino del Ródano. La Marquesa le decía tan sólo que quería verlo por última vez cuando se asomase a la ventana de la muerte, y allí había estado Fernando, en la mañana fría de marzo, temprano para coger un buen sitio entre las calceteras, que parloteaban, mientras tricotaban, esperando el espectáculo. Había oído aplaudir cuando iban cayendo las cabezas. Apenas pudo contenerse cuando se asomó el rostro, sin afeites ni adornos, de Marie Geneviève, con la cofia blanca cubriéndole la cabeza, que apenas conservaba un vestigio de su belleza. Vio sus ojos, encontrándolo entre el gentío cuando el verdugo pronunciaba su nombre y la acusación de conspirar contra la República. Fernando había bajado los párpados cuando cayó la cuchilla pero no pudo evitar el ver, al marcharse apresuradamente, la sangre de ella que empapaba el suelo mezclada con la los otros, y sentir aquel olor de carnicería que inundaba la plaza. El siguiente golpe del cabo para arrancar le pareció que sonaba como el de la cuchilla al caer. Hacía veintitrés días de aquello y para Fernando acababa de suceder, pero también era como si hubiese pasado muchísimo tiempo. Había sido aquella misma noche cuando había partido en secreto, pues había demorado el momento, para aguardar a la ejecución, aún sabedor del peligro que corría y que los amigos de la logia le repetían sin cesar. Sus visitas a la Marquesa eran conocidas por el Incorruptible y su detención podía llegar en cualquier momento. El Marqués, que no aparecía con su esposa más que en las grandes ocasiones, había huido por la Alsacia hasta la Selva Negra y allí, con otros exiliados, buscaban desesperadamente el apoyo del Emperador vienés. No se había cuidado, en su fuga, de salvar a una consorte que lo humillaba con sus devaneos. Además, ella era ilustrada,

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protectora de los enciclopedistas y de los francmasones, despreciativa con la reina austríaca, y merecía ser abandonada a su suerte. Pero los tratos del Marqués con dignatarios imperiales hacían sospechosa a Marie Geneviève y también a su último amante, el vinatero español, porque en París todo el mundo era ya sospechoso. El hombro le iba doliendo cada vez más y el Chiquitraque, que se daba cuenta, le hacía salirse del paso algún rato, para que se descansara. El gentío se agolpaba en las callejas mirando la procesión, algunos rezaban emocionados, pero Fernando sabía que aquella muchedumbre devota podía convertirse en cualquier momento en un tropel sanguinario. Al cruzar el puente, de regreso, estaba rojo el cielo de la tarde por detrás del convento de San Francisco. Todo seguía siendo rojo para Fernando. Ni él ni el Chiquitraque tenían ya ganas de hablar a la vuelta. Como siempre, el Corregidor había dado licencia para atrasar la hora de queda, y dejar abiertas las puertas hasta que los nazarenos, que lo precisaran, volviesen desde el Partido de San Benito, pasando por el puente y cruzando la Ciudad hasta salir a la huerta. Al dejar la Puerta Nueva, los bancales estaban regados y la luna llena los inundaba con una luz fría y gris, acerada como la cuchilla de la máquina. Notaba Fernando que la distancia hasta su barraca se había alargado. De pronto, le vino un aroma a leña ardiendo, a apio y caldo de gallina, un olor familiar y reconfortante. Había mucha gente en la puerta de la barraca, hombres arrebujados en las mantas listadas, mujeres cubiertas con el mantón negro de lana. Sus primas atizaban la lumbre, donde borbotoneaba la olla y, al verlo, se le acercaron gritando con aspavientos trágicos. El Paco el Chepa, tieso en la puerta, con la montera en la mano, esperaba alguna taza de caldo con su sonrisa inexpresiva y triste de tonto pueblerino. En la loza de la leja oscilaban, como estrellas doradas, los reflejos de las velas, de los candiles y de las mariposas encendidas. -El Señor se la ha llevado a la pobretica -, decían las vecinas llorando, y contaban que, a media tarde, había venido el cura a darle el viático y los óleos, y ella le había dicho que ya podía irse tranquila, porque había vuelto a ver a su chiquillo, que estaba en la procesión, en el puesto de su padre.l

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Recordando recuerdos (Cuento de Miércoles Santo)

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esde que había empezado a mejorar el tiempo, salía ella todas las tardes a regar las macetas de la azotea, en aquel viejo caserón de Villa Giulia. Entonces, su Eminencia alzaba la vista de los legajos, que abarrotaban su mesa, se quitaba los anteojos de leer y la contemplaba a través de la ventana. Era un privilegio de su edad el de poder mirar con agrado aquella cara juvenil, el negro cabello, recogido en amplio moño, la curva del cuello cayendo hasta la camisa, que reventaba, como blanca espuma, sobre el ceñido corpiño verde, y la larga falda de color pardo frailuno. Cuando había empezado a mirar a la sirvienta del hospedaje vecino, que subía a cuidar las flores, D. José Melgar, Obispo de Anthópolis in partibus infidelium y Proto-secretario del Dicasterio Apostólico para las Obras de Caridad, había sentido inquietud. Temió que aquella delectación fuese una de esas pasiones seniles que, como sucias sabandijas, anidan en las ruinas. Pero había alejado sus temores, al reparar en que la muchacha podría haber sido una nietecilla, que hubiese florecido en su viejo tronco, y que su contemplación tenía más de cariño de abuelo que de acecho de cazador ardiente. Por eso su Eminencia daba gracias a Dios por permitirle aquella primavera admirar el trasiego de la moza por la terraza de la casa color arcilla, caliente de sol, entre el verde exultante de las hojas y la constelación de flores blancas y lilas. Sabía bien Don José que no eran pocos los dignatarios de la Iglesia romana que quebrantaban el sagrado mandato de la castidad. Alguno recitando en latín versos de Ovidio sobre un lecho cubierto de pétalos de rosas, en compañía de damas de alta alcurnia. Otros, acudiendo al abrazo apresurado y mercenario de alguna puttana, en un tugurio ma-

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loliente. No faltaban quienes escondían en las sacristías sus torpes devaneos con los monaguillos. Pero D. José no había caído en el pecado de la carne, desde que sucedió aquello de Rosenda, hacía ya tantísimos años, aunque el recuerdo le volvía una y otra vez, y con más fuerza aún aquel día que era Miércoles Santo.

pp Sin saberlo, el Conde Nicola di Montecervino le había dado la clave de su desasosiego, una de la veces que lo invitó a chocolate en su villa de Tuscolana, cerca de Frascati. Hablaban de cómo la senectud se afana en rememorar lo vivido, más que en urdir proyectos para el futuro. Afirmaba D. José que los recuerdos son compañeros de la vejez. El aristócrata esbozó su sonrisa escéptica, y le corrigió: -No, Monseñor, también los jóvenes recuerdan. Pero cuando uno envejece es cuando comienza a recordar recuerdos. Algún acontecimiento, alguna circunstancia, nos hace volver a otro momento ya pasado y entonces advertimos que en aquel tiempo, que ahora recordamos, fue cuando se nos hizo más vivo el recuerdo de otro suceso muy anterior. No sé si me explico, Eminencia, pero es como si de pronto nos pusiésemos a remar río arriba en el tiempo y llegásemos a un recodo donde está, vieja y abandonada, la barca con la que, otro día, hace mucho tiempo, navegamos también hacia atrás y llegamos a otro recodo ya muy lejano. El eclesiástico puso cara de no comprender del todo la disquisición del Conde, que trató de aclararla con un ejemplo. -Mire, hoy he ordenado algunos volúmenes de mi biblioteca; he tenido en mis manos un ejemplar del tratado “De senectute” de Cicerón, una vieja edición del siglo XVI procedente de mis antepasados. El libro me ha hecho recordar el día en que me instalé en esta villa: la emoción que me produjo venirme a vivir al mismo lugar donde, más o menos, estaría el jardín en el que Cicerón había situado aquel diálogo. Al atardecer, los criados habían colocado ya los cajones de la biblioteca y yo los fui abriendo presuroso hasta dar con el libro. Me puse junto a la chimenea a releer los argumentos con que el sabio orador y sus amigos defendían la vejez. Pero, al leerlo, me aparecían, entre las páginas amarillentas, una enramada violeta, unos ojos grises, brillantes como perlas, una boca sonriente, un cuerpo alto y esbelto, y me veía, jovenzuelo, en casa de mis padres, cuando el preceptor me hizo traducir por vez primera aquel libro. Mientras yo me esforzaba en el jardín por descifrar sus frases, vino una señora amiga de la familia de quien estaba yo perdidamente enamorado; se sentó junto a mí y, sonriendo, me preguntó qué leía. Apenas pude con-

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cuentos para leer en semana santa

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Antonio Díaz Bautista

Antonio Díaz Bautista

testarle de tan turbado como estaba. Aquella ocasión de estar a solas con ella, el momento que tanto había anhelado, se marchitó en una charla insulsa y torpe. Pero, al coger de nuevo el libro recordé perfectamente cómo me dijo ella que, a mi edad, me convenían más los sonetos del Aretino que el coloquio ciceroniano sobre la ancianidad. Aquel día cerré el libro y me quedé junto al fuego rememorando, hasta que mi madre, la Condesa, me preguntó que en qué pensaba, y hube de inventar una excusa. Hoy al cambiar el libro de lugar he recordado aquella primera tarde que pasé en esta villa, y este recuerdo me ha traído también la imagen del azoramiento que sentí bajo las buganvillas del jardín paterno, al encontrarme a solas con mi amor imposible. Entonces me he dado cuenta de que el pobre Nicola está envejeciendo de verdad, porque recuerda recuerdos.

to. Allí no había moreras, ni palmeras, ni bancales de lechugas jugosas, sino cerros con piel de leopardo, amarillentos y moteados de matojos espinosos. Recordaba su Eminencia cómo, a punto de salir la Procesión, estaba con D. Pedro Daniel López de Ceballos, Regidor de la Ciudad, y se acercó a saludarlos un mozo, estante del Cristo, recién llegado de Francia, que contestó con evasivas cuando le preguntaron por la Revolución. Notó que el interrogado no quería hablar de aquello y pensó que seguramente venía huyendo de la sangre derramada, lo mismo que él habría querido huir del recuerdo de aquella otra sangre, la de la pobre Rosendica, y meterse bajo el chorro del costado divino para que la Sangre Redentora lo limpiara. Por eso, durante toda la procesión, aunque el tema de aquellos días eran los sucesos de la Francia, D. José había caminado despacio tras el Cristo, con el manteo terciado y el grueso cirio rojo en la mano, en silencio, meditando sobre su pasado. Apenas había reparado en las calles atestadas de gente que movía los labios musitando oraciones, ni había visto la magnificencia del Imafronte catedralicio dorado por la luz de la tarde. Pero, cuando la Procesión entró en la Catedral por la Puerta del Concejo, para hacer la estación, los ojos se le nublaron en la oscuridad del templo y se sintió sumido en la boca del león y en el profundo lago. No pudo evitar el repetir en su adentro las palabras del oficio de difuntos, las que había cantado en el funeral de Rosenda: Liberame, Domine, de ore leonis et de profundo lacu. No podía su Reverencia aquella tarde aquietar su ánimo, ni apartar de sí aquellas figuraciones que tanto le atormentaban: la sequedad de aquel estío, después de un invierno y una primavera sin gota de lluvia, las tierras cuarteadas, los espinos pardos, y las mujeres de negro, que volvían derrengadas, cuando subían. cada vez más lejos, buscando las fuentes, y decían que apenas caía un hilillo, fino como una aguja y tardaban un siglo en llenar el cántaro. Quería D. José acallar los recuerdos, pero volvían más fuertes, como el ladrido desesperado de un can cuando le da por gritar, terco e insistente, en las noches de luna. Le parecía sentir al Capellán las tiritonas de la fiebre, cuando enfermó de tercianas. Sentía su cabeza apoyada en el blando pecho de Rosenda, mientras su tía, Catalina, el ama, le daba friegas de aceite de romero por los pies, y notaba la mano de Rosenda secándole con la toalla el sudor frío de la fiebre. Veía a aquellas dos mujeres dándole ánimos, cuando llevaba dos días sin calentura y empezaba a renacerle la esperanza de la curación, para borrársele al tercer día con una nueva subida, cada vez más fuerte. Oía a la tía Catalina decir que todo era porque no llovía y que estaban dejados de la mano de Dios. Recordaba al Proto-Médico que mandó el Obispo Rubín de Celis, para visitarlo, y que llegó hasta aquel descampado, montado a mujeriegas en una mula, con un pañuelo blanco a la cabeza para protegerse de la calor, y que tras de examinarlo, habló de malos

pp Aquel Miércoles Santo había oficiado Monseñor la misa en la iglesia de Santa Florenciana, de la que era titular, una pequeña basílica del tiempo del emperador Alejandro Severo, que se había conservado, gracias a que Valentiniano III, en el siglo IV, la cedió para erigir una capilla cristiana, que guardase las cenizas de Florenciana, la joven panadera quemada viva en la persecución de Diocleciano. La Santa, dentro del horno, no había cesado de cantar himnos al Altísimo, entre las llamas, hasta que su cuerpo se consumió. Ya, al revestirse en la sacristía le habían venido a su Eminencia las remembranzas de aquellos otros Miércoles Santos en Murcia, cuando era beneficiado del Cabildo y capellán de la Cofradía de la Preciosísima Sangre. Veía el trajín mañanero en la blanca Iglesia del Barrio, con las devotas limpiando y adornando los pasos, el Sermón de Pasión, que pronunciaba desde el púlpito a primera hora de la tarde, y, sobre todo, la procesión vespertina, con un río de túnicas rojas y cíngulos blancos, derramándose por la claridad primaveral de la Alameda, el lamento estridente de las largas bocinas, y aquel imponente crucificado vacilante, que caminaba desprendido del madero derramando un chorro de sangre, como la que empapaba las sábanas de la pobre Rosenda en el día terrible. Fue en 1793, el primer año en que ofició de Capellán de la Cofradía, cuando al ver la sangre del Crucificado, y el rojo de las túnicas, se le hizo más vivo y lacerante que nunca el recuerdo de aquella parroquia del campo, perdida entre cabezos y ramblizos, donde inició su curato, tras de graduarse en el Seminario de San Fulgencio. Allí era todo muy distinto de la húmeda umbría del patio fulgentino y de la Huerta, vista, cada semana, en los paseos por el Malecón, siempre en fila de dos y vigilados por el Prefec-

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humores coléricos, recitó varios textos en latín y prescribió sangrías, que le practicó Remigio el barbero. Se le hacían presentes los ojos negros de Rosenda llorando, porque no mejoraba y apenas tenía ya fuerza para alargar la mano y sostener el cuenco de caldo que le ofrecía. Pero la tía Catalina dijo que los doctores de la Ciudad nada más sabían decir latines, y se fue a ver a unos cabreros del monte, que le dieron hierbas para hacer un cocimiento, con lo que empezó a sanar, aunque apenas podía moverse y se pasaba los días en el patio, debajo de la parra casi seca, recostado en una vieja mecedora. La Rosenda no se apartaba de él y le sonreía diciéndole:

Aquella mañana había comprendido su Eminencia los sutiles razonamientos del Conde en el jardín de la Villa Tuscolana: él también envejecía porque estaba recordando recuerdos. Al terminar la misa había anunciado que, como todos los años, el Viernes Santo en la tarde se daría a besar la Santa Roca, una piedra del Calvario, que se guardaba en cofre de oro en la pequeña capilla del lado de la Epístola. Era una de las reliquias más preciadas que se guardaban en Roma: una piedra gris, como de tres libras, en donde se veían, a pesar del desgaste producido por los labios de los fieles, tres manchas rojas de la sangre del Redentor.

-El Señor ha querido que su Paternidad mejore, porque sabe lo bueno que es y la falta que nos hace en esta parroquia.

-Tres porciones de mineral ferruginoso incluidas en la roca, decía el Conde Montecervino, en voz baja, cuando estaban a solas, pero, añadía: -Es mejor para todos que sigamos creyendo que son la Santísima sangre de Nuestro Señor, a ver si, por amor a ella, dejásemos ya de derramar la de nuestros semejantes, aunque me parece que ahora, con el Corso, vamos a tener más sangre todavía.

pp Cuando D. José caminaba por la Platería recordaba la mañana del primer domingo de octubre, cuando ya pudo ponerse en pie y volvió a decir misa. El tilín-tilín de los monaguillos agitando las campanitas delante del Cristo le sonaba como la pequeña campana que volteó la Rosenda, loca de alegría, para avisar a los feligreses que el cura ya estaba bueno. Los hombres en el atrio comentaban que las ovejas se morían por falta de pasto y que por la noche bajaban lobos de la sierra a buscar comida, porque en el monte no tenían qué cazar. Al concluir la misa se rezó un rosario y la oración pro pluvia impetranda, para pedir que acabara la sequía, y fue aquella tarde cuando llovió, y también cuando D. José temió haber perdido su alma. A mediodía, vinieron a decir que había muerto la hermana de la tía Catalina, la del cortijo del Marqués, a legua y media del pueblo, y trajeron una burra para llevársela al velorio. Porfiaba D. José para que Rosenda se marchara con su tía, pues ya se encontraba fuerte y podía apañarse solo, pero ella no quiso: dijo que debía quedarse para darle de comer, hacerle la cena y dejar la casa limpia y que, luego a la tarde, se marcharía a dormir, pues el señor Cura ya no precisaba de compañía. A la hora de la siesta asomaban nubarrones negros y verdosos por detrás de la sierra. Le advirtió D. José a la moza que no se demorase y tomase el camino para su casa antes de que lloviera y se salieran las ramblas, pero ella quería arreglarle el dormitorio al señor Cura y poner sábanas limpias. En eso estaba, cuando tronó un estallido seco y duro que hizo crujir los montes y saltó por el cielo negro una culebrina morada que iluminó la tarde con un fulgor lívido.

Pero a Monseñor Melgar el mencionar la piedra sagrada, con sus manchas de sangre, en la mañana de Miércoles Santo, le hacía recordar aquel otro Miércoles Santo en Murcia, cuando procesionó por vez primera con la Cofradía del Barrio, y como decía Montecervino, el recuerdo le llevaba al otro recuerdo, que tanto le había remordido aquel día de la procesión: el de su primera parroquia en el campo, las fiebres tercianas y, al final, la sangre de Rosenda empapando el jergón.

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La reliquia era un regalo del Emperador bizantino Miguel Paleólogo a su "primo" Federico Barbarroja, Emperador del Sacro Imperio. Una descendiente suya, Margarita de Friedenfeld, casada con el duque de Milán, la tenía en su oratorio privado. Enfermó de lepra y una noche vio, en sueños, a una hermosa joven que llevaba en las manos un pan recién hecho y le ofreció comer un trozo para quedar limpia. La duquesa lo comió mientras las llamas envolvían a la moza del pan que cantaba un himno y la llevaban al cielo. Al despertar sintió que la lepra ya no manchaba su regazo y el Obispo, le dijo que había sido sanada por Santa Florenciana mártir, que tenía una pequeña iglesia en Roma, una de las más antiguas de la Urbe. Así fue como la duquesa se puso en camino como peregrina y quiso regalar a la pequeña basílica paleocristiana lo más preciado de su oratorio: la Santa Roca.

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Como todos los días, había acudido su Eminencia, después de oficiar la misa, al Palacio apostólico de San Pedro, a despachar los asuntos de su incumbencia. Había encontrado, en el patio de Santa Ana, al viejo cardenal Arcangelo della Porta, que descendía de su carroza ayudado por un sirviente, mientras la guardia suiza presentaba armas. Su Eminencia se había acercado solícito a besar el anillo del anciano purpurado y, al preguntarle por su salud, le respondió que cada día iba peor: le dolían mucho los pies y casi no podía andar, seguramente, dijo, el tiempo iba a cambiar, pues ya venía un vientecillo fresco del mar y a la tarde podría caer tormenta. Se quedó un momento pensativo y añadió

había corrido a refugiarse en sus brazos y se estrechaba con fuerza contra su cuerpo. El no la rechazó, y sus manos tomaron su cara con dulzura y fueron recorriendo su cuerpo, cada vez con más avidez, como los regueros del agua que iban serpenteando por la tierra reseca de los montes. Ninguno de los dos supo detenerse, y sólo fue de madrugada, cuando ya había cesado la lluvia, las ramblas habían descargado, y la luna se había asomado sobre el paisaje oloroso de arcilla mojada, cuando Rosenda volvió a su casa dejando el alma de D. José tan turbada como exhausto estaba su cuerpo.

-Pero la gran tormenta es la que se ha formado en la Córcega y nos va venir de la Francia. Esa me gustaría que la misericordia divina me ahorrara llegar a verla. Napoleón quiere ser Emperador del mundo entero y, para serlo, necesita dominar Roma, como los emperadores antiguos. Lo conseguirá por las buenas o por las malas, pero, de cualquier manera, se avecinan malos tiempos. Su Santidad sufre cada vez más presiones. Haga lo que haga se equivocará. Me horroriza pensar lo que sería de mí, si el Espíritu Santo me hubiera señalado para ocupar la Sede.

Al cruzar el puente regresando la procesión había visto el Capellán recortarse la silueta del Cristo sangrante y andador, sobre el cielo que oscurecía y había musitado las palabras de San Mateo: A sexta autem hora tenebrae factae sunt per universam terram usque ad horam nonam (“Y desde la hora de sexta a la de nona las tinieblas cubrieron toda la tierra”). Pero aquellas tinieblas del Calvario habían sido el prólogo de la Salvación, mientras que las de aquellas nubes verdinegras fueron el introito de la perdición para la pobre Rosenda y del tormento para D. José.

pp Cuando la vecina se retiró de regar las macetas, miró D. José al cielo y vio venir por el Trastévere unas nubes grises y pardas, andrajosas y deshilachadas, nubes de lluvia mansa, no como aquellas verdinegras de tormenta que saltaban tras la sierra en la parroquia del campo, cuando estalló el trueno y Rosenda empezó a temblar, como un animalillo espantado, y a repetir la jaculatoria: -Santa Bárbara bendita en el cielo estás escrita con papel y agua bendita con el signo de la cruz de Nuestro Padre Jesús. Tiritaba de miedo la Rosenda, con un temor irracional, que espantaba a D. José, habituado a verla siempre tan firme y tan alegre. Trataba de calmarla quitándole importancia a la tempestad, pero ella repetía la jaculatoria cada vez más deprisa, como si buscara que sus palabras llegaran al Cielo antes de que éste pariera otro estallido. -Sosiégate, Hija, pasará enseguida, son cosas de la Naturaleza. Nihil violentum manet-.Pero ella, con los ojos desorbitados,

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Él se lo había dicho a Rosenda tras la reja del confesionario: todo había sido obra del Maligno. Pero la respuesta de ella desconcertó al clérigo: -Dios escribe derecho con renglones torcidos. Ya se me pasaba la edad y en este pueblo perdido casi no hay mozos, porque todos se van a las Indias o las minas, o a Murcia a trabajar la Huerta. Ahora espero un hijo ¿De quién mejor que de Vos? No tema Vuestra Paternidad, nadie lo sabrá. Me iré del pueblo antes de que se note, a casa de unos parientes cerca de Valencia; son huertanos, allí hay agua y nunca falta de comer. Entraré a servirlos y criaré a lo que venga, que será bueno y listo como Vuestra Paternidad. Dios mandó aquella tormenta para que yo tuviera quien mirara por mi vejez. Ya sé que no estaré sola. Me quitaré el pan de la boca por mi hijo, haré que aprenda de albañil y será maestro alarife: hará palacios para los ricos e Iglesias para el Señor. Si viene mujer, será bordadora y costurera y hará trajes para las fiestas de las damas, manteles para el altar y casullas para el Obispo.

pp Fue aquella noche de Miércoles Santo, en Murcia, cuando D. José volvió a su casa, después de la Procesión, tomó presuroso la pluma y comenzó a escribir sus Exercitaziones piadosas sobre la Sangre Redemptora de Nuestro Señor Iesu Christo. Por la ventana abierta entraba el frescor húmedo de la noche. La luna llena alumbraba los folios

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con una luz fría que minimizaba la llamita rojiza del velón de aceite. Las palmeras y los baladres del huerto se recortaban negros sobre el cielo. No se tomaba el Capellán tregua: muchas veces tuvo que afilar la pluma, cuando se volvía roma, y echar polvos de salbadera sobre las hojas llenas de tachaduras y enmendaciones. Escribió toda la noche, hasta que el cielo se volvió gris claro, después carmín, y después dorado, con un sol de Jueves Santo que alumbró las rosas, los alhelíes y las calas de huerto. Entonces se levantó para prepararse a la misa de los candelabros caídos, la misa interrumpida que precedía a la reserva del monumento. Le dolía la espalda y le lloraban los ojos, pero sentía como si la Sangre de aquel Crucificado de la Procesión le fuera lavando el alma del recuerdo de aquella otra sangre producida por su pecado.

Juan. Fray Bartolomeo era un anciano enjuto y arrugado, de mejillas rojizas tostadas por el sol, casi tan pardas como su propio hábito, en las que destacaban los ojos azules perdidos entre arrugas y el pelo blanquísmo de la cabeza y la barba. Con su italiano gutural y germánico le hablaba de su amistad con el Signore Monino, l'Ambassatore, cuando éste representaba a su Majestad Católica ante la Santa Sede. Hacía años que había marchado a Tierra Santa para estudiar los lugares sagrados, pero allí había conseguido permiso de las autoridades turcas, para recorrer el Asia Menor y la Mesopotamia y dar satisfacción a su pasión arqueológica. Experto como era en lenguas semíticas y en la cultura antigua, había traído un sinfín de legajos con descripciones, estudios y dibujos de las ruinas que aún quedaban por aquellas tierras, donde habían florecido los imperios antiguos, los pueblos de la Biblia, la cultura grecolatina, y la luz de la Redención. Quería Fray Bartolomeo hablar a Monseñor de su diócesis, la que nunca iba a conocer. El había estado allí, viendo las columnas y los sillares desgastados por el viento, semienterrados entre las rocas polvorientas. Casi nada quedaba de la antigua Anthópolis, la Ciudad de las Flores que tanto admiraban Jenofonte y Dionisio de Halicarnaso, la ciudad donde predicó San Judas Tadeo. Hacía muchos siglos que se había secado aquel río, afluente del Eúfrates, y el desierto había avanzado por toda la región. Contaba el sabio fraile que había tenido que ir en camello, acompañado por unos beduinos. Se hacía difícil creer que en un tiempo hubiesen florecido allí las palmeras, los mirtos, las rosas y las adelfas. Ahora sólo había torrenteras resecas, tierras agrietadas, y colinas amarillentas moteadas de matojos oscuros.

Poco a poco habían ido llegando a Murcia las noticias de los sucesos de la Francia, de los horrores de aquel año del Terror, de las ejecuciones con la guillotina, de la muerte del Rey, de aquel río de sangre que invadía Europa. Aunque los canónigos comentaban que en la Monarquía española jamás vendrían tales excesos, había inquietud y no se hablaba más que de la Revolución, cuando se tomaba el chocolate en los salones, o se paseaba por el Malecón. Cuando, cuatro años después, llegó su nombramiento como Obispo in partibus, todo fueron plácemes y parabienes, pero a su Eminencia le inquietaba pensar que ni la misma Roma estaba a cubierto del estremecimiento revolucionario y que seguramente aún quedaba mucha sangre por derramar. Lo había pensado el día en que tomó la diligencia para Orihuela y comenzó el larguísimo viaje hasta Roma. Había sido en la Plaza que había en el Barrio del Carmen, donde se corrían los toros y tenía casas el Marqués de Camachos. Sus últimas imágenes de Murcia habían sido la cara mal afeitada de Paco el Chepa, el Tonto de las Palmas, que había llevado en su carretón los baúles del nuevo prelado y se esforzaba en besarle la mano después de pedirle que lo bendijera, y aquel olor a leña quemada y pan caliente que salía de la tahona. Así debía oler el horno de Santa Florenciana, la doncella mártir del siglo III cuyas cenizas se veneraban en la pequeña iglesia del Aventino.

pp Unos golpes quedos sacaron a Monseñor de sus cavilaciones. El viejo doméstico anunció que venía a visitarlo el Padre Bartolomeo de Friburgo, es decir Fray Thomas Günterthal, el sabio franciscano recién regresado de Oriente. No lo conocía D. José, pero de él le había hablado el Conde de Floridablanca, un día en que lo invitó a merendar en la terraza de su casa de Murcia, la que daba al pequeño jardín de la Plaza de San

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-Las montañas, Monseñor, parecen leopardos manchados dispuestos a atacar al visitante.

pp Cuando Fray Bartolomeo se despidió, tornó Su Eminencia a sus recuerdos, porque le sorprendía que fuera a terminar su vida como Obispo honorífico de una diócesis inexistente, de un montón de ruinas perdidas entre ramblizos blanquecinos y cerros de piel de leopardo. El mismo paisaje que había conocido en su primera parroquia del campo, donde vivió aquel otoño triste, sin ver a Rosenda más que en la misa dominguera, pues ella no se acercaba ya a la casa rectoral y decía a la tía Catalina que, estando ya bueno el Cura, no se precisaba de sus servicios. Pero la pobre ama veía al párroco cansado y demacrado y le porfiaba para que comiera, no fuera a enfermar de nuevo. No sabía Catalina de los ayunos con que D. José quería mortificar su cuer-

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po pecador, de las cuerdas de esparto que ceñían su cuerpo bajo la sotana, de los manojos de zarzas con que flagelaba su espalda cada noche, en un intento, con frecuencia infructuoso, de no desear más el encuentro con aquella mujer y de no recordar con deleite la tormenta de aquella tarde. Ni siquiera logró Don José que acudiera Rosenda para la comida de Navidad porque se había marchado con los parientes del Cortijo del Marqués. Fue un día de enero, ventoso y frío, cuando la tía Catalina tuvo que irse con Rosenda que se había puesto mala, y al atardecer avisaron a D. José para que le llevara el Viático y los Oleos, porque se moría. La tramontana aullaba por la sierra con un quejido largo y agrio, como el que hacían las bocinas de la procesión burlándose de la Sangre del Señor. El ventarrón empujaba a D. José y se metía bajo el manteo, queriéndole quitar la cajita del Viático, apretada contra el pecho. Al llegar a la pobre choza de Rosenda, las comadres lloraban y la tía Catalina estaba desmelenada y descompuesta:

cia, y le pareció que la lluvia golpeaba un tambor ronco, cubierto por un paño rojo, y que el gorgoteo de la canal era como el entrechocar de los palillos de trecho en trecho. Se dirigió a la estantería y tomó un libro de pastas negras: las meditaciones sobre la Sangre de Cristo que había escrito cuando era Capellán de la Cofradía Pasionaria del Barrio del Carmen. Antes de venir a Roma lo había hecho imprimir a su costa en el taller de Vicent Fuster, un valenciano que tenía su negocio en la Plaza de Santa Olalla. Se caló los anteojos y buscó la página en que hablaba del perdón de los pecados.

-Ha malparido. Nadie sabíamos que estuviera preñada. Todas se afanaban en apartar paños y sábanas ensangrentadas, pero no daban abasto. Rosenda se desangraba sin remedio. D. José, con el frío de la muerte en las sienes, tomó un poco de agua en la mano y la derramó sobre aquella masa sanguinolenta, que era su hijo y que habría podido llegar a ser un puttino regordete, como el ángel que recogía en la copa la Sangre de Jesús. No dudó ni un momento con el nombre: lo llamó Inocencio, al derramar sobre él el agua bautismal. Todo había de ser muy rápido; retiraron las vecinas aquella víscera, que ya dejaba de palpitar, y se acercó D. José al lecho de Rosenda. Aún lo conoció, porque pareció querer hablarle sin que le saliera voz del cuerpo. El tuvo que afirmarse sobre los pies porque creía que iba a caer al suelo. Miró al techo, la bendijo y con una voz, que no sabía de donde le venía, dijo las palabras sacramentales: Ego te absolvo a peccatis tuis. Pero no pudo evitar continuar con una súplica, que nadie entendió allí, al no saber latín: Domine, absolve me a peccato meo. Aquello alivió un poco las sienes del cura, que estallaban de terror, y aún pudo depositar la hostia en la boca de Rosenda y ungir con el aceite de la extremaunción sus manos, sus pies y su frente.

pp Su Eminencia se levantó lentamente. Había empezado a llover y las gotas golpeaban en los cristales emplomados del gabinete, con un sonido obstinado y monótono, alterado rítmicamente por otros golpecitos más agudos que producía el canalón del tejado al vaciarse. Una vez más se vino a la mente de Monseñor la procesión de Mur-

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“Lo que alcanza la remisión de nuestras faltas es la sangre redemptora de Nuestro Señor que, aún estando clavado en Cruz y sufriendo atrocísimos tormentos, tuvo palabras para perdonar a quienes lo habían crucificado. Es por ello que con los ojos de nuestra alma no debemos ver a nuestro Salvador quieto en el madero e inmóvil por los clavos que lo sujetan, sino con los pies desclavados caminado en nuestra busca para lavarnos con el caudal de su sangre purísima. Precisa es la penitencia y la mortificación, pero si pensamos que ella sola basta a justificarnos, será pecado de grande soberbia, pues es nuestro sufrimiento muy parca cosa frente al amor infinito que el Señor nos profesa. Solo el amor a Dios es camino para la Salvación y por ello, si hemos pecado de odio o desprecio hacia nuestros semejantes, habremos de cambiarlo por amor a quienes aborrecemos. Mas, si nuestro pecado fue de amor impuro, recordaremos el perdón de la Magdalena y habremos de perdonarnos a nosotros mismos en nuestro corazón, como Cristo nos perdona.” Su Eminencia abrió la ventana para que entrara el aroma de la lluvia y el último resplandor gris de la tarde. Apenas quedaba ya claridad en la calle, pero a sus ojos aparecía Rosenda regando las macetas en un patio, entre ruinas de fustes y sillares de antiguos templos. Después le sonreía y tomaba un pan redondo, oloroso y recién hecho, se lo daba, y entraba en la panadería de la Plaza del Marqués de Camachos. Desde fuera se oía su voz, cantando un aria bellísima para mezzosoprano y violín. El Tonto de las Palmas se arrodillaba diciendo con su sonrisa inocentona: -La están quemando viva en el horno y ella se va al cielo Pero, en cuanto acabó el cántico, irrumpió un tropel de túnicas rojas y cíngulos blancos y, por encima de ellos, un Crucificado con la melena alborotada por la brisa, que avanzaba hacia él para perdonarlo. Un ángel desnudo recogía la sangre, que le manaba abundante del costado. Monseñor sabía que aquel niño era su hijo.l

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El diecinueve (Cuento de Miércoles Santo)

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unque era de día y faltaba aún mucho para que saliera la luna, le vino un escalofrío a Isidoro cuando, a la puerta misma de la Iglesia, empezaron las bocinas con sus gritos destemplados, largos y dolorosos, como aullidos. El tío Fernando, el amo, se lo había explicado muchas veces, hasta tenerlo convencido, pero a él le quedaba en el fondo del pensamiento un rumor obscuro, que no se callaba. Por eso había notado un alivio, cuando el cielo se puso tan negro, poco después del mediodía, y los mayordomos, cargados de cintas y encajes, se arremolinaron en la alameda a discutir si se debía suspender la procesión, porque el tiempo venía de lluvia. Estaba Isidoro al lado del amo y aspiraba la brisa fresca y húmeda, pensando que si, de pronto, empezaban a caer los goterones, no saldría la procesión y él, libre ya de su compromiso con el patrón, se iría, aunque fuera mojándose, bien deprisa, a su barraca, a encerrarse con todos los pestillos y a echarse en el catre sin ver ni un rayo de luz hasta que la tía Rita, la curandera, le avisara, dándole golpes en la ventana, de que ya estaba el sol fuera. Era lo que hacía todas las noches de luna llena, desde que le pasó aquello, dos años atrás, y, si no salía la procesión, lo seguiría haciendo durante toda su vida.

De golpe, salió un sol, rabioso y descarado, que triunfaba sobre las hojicas nuevas de los álamos y las moreras, y encendía la muchedumbre de túnicas coloradas apretujada ante la iglesia del Carmen. Aquel solanero repentino era la señal que estaban esperando y, al momento, corrió de boca en boca la noticia de que la procesión salía. Algunos criticaron la decisión, diciendo que

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era un sol gitano, un sol de agua y que, en cuanto estuviesen fuera, empezaría a llover y se mojarían los tronos. Pero, comenzaron los redobles y los mayordomos gritaban órdenes para que cada uno se fuera a su puesto. El tío Fernando, el Francés, se acercó a coger su cirial. Antes de ponerse el capuchón y taparse la cara, le hizo a Isidoro un gesto indicándole que fuera a colocarse en el paso del Cristo. Por la manera de mirarlo comprendió Isidoro que aquella señal era más una súplica que un mandato. En cuanto dijeron que salía la procesión, entendió Isidoro que ya no podía volverse atrás y que, si algo tenía que pasar, iba a venir muy pronto. Lo más seguro sería que no pasara nada, como mantenía el tío Fernando, pero tampoco podía quitarse lo otro del pensamiento, y menos cuando los que soplaban las bocinas sacaban aquellas notas, largas y dolorosas, como lamentos de lobos heridos. Había platicado mucho con el amo aquel invierno, cuando el tío Fernando le dijo que le menguaban las fuerzas y le pidió que saliera en su puesto de estante del Cristo de la Sangre. Él quería pasarle el sitio a su hijo, pero no podía salir, porque estaba en Valencia, sirviendo al Rey, y aún le faltaban meses para el licenciamiento. Para no perder el puesto, tenía que pasárselo a alguien de confianza, que saliese ese año y, al siguiente, se lo devolviera a su hijo, y ese tenía que ser el Isidoro, a quien tenía en mayor estima que a ninguno de los otros empleados. Cuando pasó lo del lobo, le pagó todos los gastos de médico y barbero y los jornales del tiempo en que no trabajó, sin faltar ni un ochavo. Además le tenía prometido que si, se casaba, había de darle un buen auxilio para arreglar la barraca y comprar ajuar, amén de correr a su cargo con el convite. Isidoro se vio en un aprieto y le dolió mucho negarse a la demanda del patrón, pero tuvo que confesarle que no podía salir en la procesión porque se regresaría de noche, con luna llena, y, estando él alobado, corría peligro. El tío Fernando era hombre de pocas palabras, pero de mucho saber, porque vivió largo tiempo en la Francia, donde aprendió el negocio de los vinos y trató a gente muy principal. Tan sólo tenía largos coloquios, al decir de las criadas, con un gato gris y blanco con el que estaba encariñado. Contaban que alguna vez acercándose de puntillas a la puerta de un pequeño gabinete, donde hacía la llevanza de los libros de cuentas, miraron por el ojo de la cerradura y lo vieron con el gato sobre las piernas, hablándole en voz baja, como si fuera una persona, y diciendo cosas enrevesadas que ellas no entendían. Pero Isidoro, “el Diecinueve”, pensaba que eran fantasías de las mozas, porque nunca había dado el patrón muestras de faltarle el juicio, sino, al con-

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trario, de sobrarle reflexión y conocimiento. Cuando Isidoro reveló al amo sus temores, le contestó éste que todo eran supersticiones y leyendas de las viejas, porque, habiendo pasado ya más de dos años, y estando la herida del todo curada, no había que pensar que los humores del lobo pudieran hacer estrago alguno en él, estuviere la luna en el cuarto que fuere. Porfiaba Isidoro relatando lo que le habían contado, que los mordidos por lobo cogían una rabia lobuna si veían la luna llena, y se tornaban fieros, de manera que había de dárseles muerte. El patrón le dijo que en París los médicos más ilustrados se reían cuando se hablaba del influjo de la luna y los demás astros sobre las enfermedades. Uno de aquellos doctores, que practicaban la medicina experimental, había sido buen amigo suyo y le había instruido de que la rabia era una enfermedad que inoculaban los perros y otros animales, cuando la padecían, al morder y entrar su saliva en la herida. Pero que si, pasada una cuarentena, no daba el mordido pruebas de haber contraído el mal, ya no había cuidado. También le había dicho que el testimonio más certero para saber si una persona o animal estaban rabiosos era que le tuviera aversión al agua, y por eso llamaban al morbo “hidrofobia” que quiere decir “horror al agua”, de donde concluía que, tras el tiempo pasado y los largos tragos de agua que trasegaba del botijo colgado en la morera de atrás, era seguro que no tenía rabia alguna, y si el lobo mordióle fue porque así se lo mandaban el hambre y su natural feroz y, no porque estuviera rabioso. Como aún viera temeroso al mozo, lo hizo acompañarle a la Ciudad a llevarle de obsequio unas botellas de vino viejo al médico que lo había curado: el Doctor Don Jacinto Vergara. Los recibió Don Jacinto en el amplio gabinete de su casa en la calle de San Nicolás; tenía un mueble enorme lleno de libros cubriendo toda la pared, y por un ventanal de vidrios emplomados entraba la luz de un patio donde había palmeras y buganvillas moradas. Era más joven que el amo, llevaba barba y melena corta y vestía a la moderna, con calzones largos y estrechos, que le llegaban hasta los pies, levita ajustada negra y corbata de plastrón. Agradeció cortés el regalo, y escuchó con atención la consulta que le hizo Fernando sobre los temores de su mozo. La respuesta que dio no se apartaba en nada de lo que el patrón le había explicado, pero añadió que según había leído, en una revista francesa reciente de medicina experimental, llegaría un día en que inoculando el morbo muy debilitado en un hombre o animal sano, crearía su naturaleza defensas bastantes para que, si en alguna ocasión entraban en él los humores malignos de la enfermedad, pudiese vencerlos y librarse del mal. Le mostró a Fernando el cuaderno donde venía expuesto este estudio y se lo dejó para que lo leyera, puesto que entendía el francés. Al despedirse le dijo a Isidoro que podía salir tranquilamente, pues nada le iba a pasar y que del mismo modo que había sido fuerte de cuer-

po para desembarazarse de aquél lobo, tenía que saber triunfar sobre las paparruchas, supersticiones y brujerías que le habían contado en la Huerta, y que, para eso, había que tener un espíritu fuerte, –Un sprit fort ¿Verdad, Señor Fernando?- Cuando dijo aquellas palabras en francés, que Isidoro no entendió, miró al patrón sonriendo y éste le devolvió la sonrisa con un gesto de complicidad.

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A nadie comentó Isidoro lo de salir en el paso, pero alguien lo supo en el almacén y llegó a oídos de la tía Rita la sanadora, que lo llamó enseguida y le advirtió que no saliera en noche de luna porque, en viéndola, le vendría la rabia y arrancaría a gritar y a morder a la gente, de manera que se echarían sobre él y lo matarían a palos. Le dijo que si no se había puesto a rabiar desde el principio fue porque ella le echó en la herida polvos de viborera, tallos secos y molidos de los cardos y matojos donde anidaban las víboras, porque su veneno era más fuerte y superaba al de los lobos rabiosos. También le dijo que el médico ese de la barba que le había quemado la llaga, no sabía nada de cómo curar las mordidas de rabia y que pronto le iban a dar su merecido, por hereje. Aquello último interesó a Isidoro quién, sin descubrirse, inquirió sobre ello. La vieja le dijo que, según había oído decir a unos cuantos de por allí, que se juntaban por las noches en una partida de la porra y blasonaban de apostólicos, tenían resuelto darle un buen susto al médico Vergara porque tenía fama de liberalote y filósofo. Cuando Isidoro llegó al almacén buscó al patrón, le contó lo que había, y Fernando, acto seguido, le hizo aparejar el carro, cargar un barril de vino y llevarlo a la Ciudad para cumplir un pedido. Se montó con él en el pescante y, cuando llegaron, se marchó diciéndole que lo esperara hasta que volviera, pues tenía un asunto que hacer. Por el camino que tomó el amo, se percató Isidoro de que iba hacia San Nicolás, a avisar al médico del peligro que corría. Antes de meter el hombro en la banda, miró la sangre que manaba del costado del Cristo y se acordó de su mano chorreando sangre aquella noche de luna. Le volvieron entonces los temores, pero pensó en lo que le habían dicho Fernando y el Doctor, y siguió adelante. Mientras iba empujando y parándose bajo el trono, le venían cada vez más claras las imágenes de aquella noche por los montes de Abanilla, cuando el lobo le arrancó el dedo meñique izquierdo. Desde entonces le vino el apodo de “Diecinueve” por los dedos que le quedaban. Era la luna de enero y el aire estaba quieto y helado como un cristal; aunque iba bien embozado, el frío le ponía húmeda la nariz y le dolía la frente al respirar, dándole un poco de mareo. Volvía del Pinoso con una buena carga de toneles en el carro. La noche había avanzado y aún le faltaba para llegar a des-

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cansar a la Venta del Fraile, pero había encontrado nieve y barro por los altos y eso lo llevaba retrasado; tampoco podía arrear a las tres mulas de la reata, porque llevaban mucho tiempo andando y no podían ir más ligeras. Alumbraba la luna el camino, como si fuera de día, pero nada tenía color, todo era blanco, negro y gris. De pronto principiaron las mulas a olisquear y a agitar la cabeza, barruntando peligro; él echó mano del trabuco que traía prevenido con postas loberas, y montó la llave. Si el lobo venía solitario, podía salvarse con un buen disparo, si era una jauría lo tendría peor, porque, aunque le acertara a uno, los otros se le echarían encima antes de que cargase de nuevo el arma. Al poco se sintió un aullido largo, como el de las bocinas de la procesión, y las mulas se encabritaron. Isidoro tiró con todas sus fuerzas de las ramaleras y las afirmó al pescante con un doble lazo. Enseguida hizo lo propio con el torno para frenar el carro, dejándlo inmóvil y así esperar a lo que viniera. Sabía que lo peor que podía pasarle era que las bestias se desbocasen, por el miedo, y volcaban el carro por algún barranco. Pasaron unos segundos en que sintió su corazón latir fuerte y golpearle en la garganta. Resoplaban las mulas, queriendo quitarse los frenos que le apretaban la boca y no les dejaban mover la cabeza. Entonces asomó el lobo por detrás de los riscos, junto al camino: traía la cabeza baja, la boca entreabierta y los ojos alumbrando como dos brasas. Isidoro encaró el trabuco, apuntó hacia el animal y contuvo la respiración.

que él quería soltarla, pero que no podía, porque lo que tenía dentro era más fuerte que él y le obligaba a seguir mordiendo. Pensando en esto se salió del paso en una parada y se puso a mirar al Cristo pidiéndole ayuda. Le dijo que si tenía que pasar aquello, quería que lo mataran cuanto antes, para no morder ni hacer daño a persona alguna. Estaban ya por el Arenal enfilando hacia el puente para recogerse. El sol, que varias veces se había ocultado, volvía a salir y estaba ya derrumbándose en un incendio de nubes por el Malecón y el convento de San Francisco. Todo el cuerpo del Cristo estaba lleno de destellos dorados por la luz de poniente, y el cáliz, donde el ángel recogía el chorro de seda, relucía como un brasero encendido. Ardía como el brasero donde se puso al rojo el hierro con que le cauterizaron la herida del dedo, para matar la infección y evitar la gangrena. Don Jacinto, el médico había dicho que era el remedio más eficaz, aunque muy doloroso, una cura para valientes que practicaban los médicos militares en las guerras. Le dieron un vaso de aguardiente que le quemó la garganta al caer y aún tuvo que esperar un rato mientras que el hierro se calentaba en el fuego. Lo sujetaron entre cuatro hombres del almacén y el barbero que ayudaba a Don Jacinto le acercó el cauterio al muñón del dedo. Al tocarlo salió un humo como el que ahora producía el incensario al moverlo el monaguillo. Le pareció a Isidoro que seguía peleando con el lobo, porque los gritos que se le escaparon al quemarle la llaga eran como los que daba el animal herido cuando él saltó al pescante, soltó las ramaleras y el torno y arreó a las mulas para que corrieran por el camino. Pero tampoco entonces había podido el lobo con él, porque ya los cuatro hombres lo acostaban en el camastro y el tío Fernando llamaba a voces a las criadas para que trajeran toallas limpias con agua fresca y le limpiasen el sudor de la cara.

Los monagos que iban tras del Cristo agitaban unos aros cuajados de campanillas que sonaban como los cascabeles de las mulas, cuando notaron al lobo cerca. Se oyó el golpe seco del cabo de andas para detener el paso e Isidoro sintió en el hombro un empujón como el del trabuco al dispararse. El lobo se paró en su arrancada y gritaba con un quejido ronco. Las postas lo habían tocado, pero no estaba muerto, seguía avanzando despacio, rugiendo, con el lomo ensangrentado; iba por él y por las mulas. Entonces había pensado Isidoro que su final había llegado y se preguntó para qué habían servido tantos años de trabajar en la tierra a jornal, cuando vivían sus padres, y después, al quedarse sólo, en el almacén de vinos del tío Fernando, el del Camino de Monteagudo. También pensaba ahora que tenía la muerte próxima, si era verdad que estaba alobado, como decía la tía Rita. La salida de la luna le iba a coger, más o menos, cuando entrase el paso. Habría todavía mucha gente por la alameda del Carmen, él querría parase, pero no podría: notaría una fuerza por dentro que le haría aullar y correr y tirarse a morder. Lo que más miedo le daba no era lo que le hicieran a él, sino lo que él podría hacer a los otros. Se veía a sí mismo, en medio de la calle, mordiendo el cuello de alguna criatura aterrorizada, y sabiendo que tenía que soltarla,

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De pronto se oscureció el sol y vino otra vez una brisa húmeda y fresca que alborotó la melena del Cristo. Los mayordomos metieron prisa, temiendo la lluvia, y, a todo andar, pasaron el puente enfilando la alameda hasta recogerse en la Iglesia. El cabo de andas dijo con satisfacción que habían llegado a tiempo; lo mismo que había dicho el Doctor, cuando examinó la herida, unos días después de quemarla y le levanto las vendas, se la lavó con agua hervida renovándole los emplastos: - Hemos llegado a tiempo. Esta vez te salvas, Isidoro -. Pero ahora no sabía si se iba a salvar en cuanto saliera la luna. Habría querido volverse a la Huerta acompañando al patrón, pero a la puerta de la Iglesia vio como un penitente encapuchado se acercaba al tío Fernando, le decía algo, éste se volvía a cubrir la cara y se marcaban juntos. El Tonto de las Palmas estaba, como

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siempre, en la Plaza del Marqués de Camachos y se dirigió a él con su sonrisa de inocente: -Diecinueve ¿Cuándo tienes que venir a traer vinos a Murcia? No te se olvide mandarme razón, para que ayude a descargar, y tráeme una botella de vino -. Luego se fijó en los dos penitentes con el capuchón puesto que se dirigían hacia el puente. –Mira, esos dos no se destapan la cara, se conoce que tienen promesa-. Por los andares sospechó Isidoro que eran su patrón y el otro que se le había acercado. Al llegar a lo alto del puente se detuvo y se volvió hacia la Iglesia, sin saber por qué lo hacía. Ya estaba bastante obscuro. Venía mucha gente por la Alameda y la Plaza de Camachos de regreso de la procesión. Las nubes se habían abierto otra vez y por detrás de las dos torrecillas gemelas del Carmen empezó a asomar una luna grande y redonda, de Pascua. El corazón le latió con fuerza y tuvo que respirar hondo. El disco de la luna era claro, redondo y frío como el ojo del lobo, pero no tenía aquellas venillas sangrientas que lo recorrían como ramas secas. Isidoro había visto muy cerca de sí la mirada del lobo y ahora parecía que lo estuviese mirando otra vez. Cuando vio que no lo había matado saltó del carro abajo y corrió hacia él con la gayada en la mano, cortándole el camino hacia las mulas. Sabía que, si le mataba las bestias, no habría ya salvación para él. Empezó a gritarle y a dar golpes en el suelo con el bastón para amedrentarlo, pero el lobo se irguió y saltó en su busca. Se echó a un lado y vio sus ojos helados, como dos estrellas fugaces, corriendo al lado suyo. Un dolor fortísimo le subió por la mano y el brazo hasta el cuello, cuando el lobo le arrancó el meñique. Entonces descargó un garrotazo terrible sobre la cabeza del animal que estaba ya tragándose el dedo. La fiera se quedó un momento aturdida y entonces Isidoro acertó a hacer lo que había oído contar a los pastores en las noches de invierno junto a la lumbre: hizo un molinete rasante con la gayada para dar un golpetazo certero y romperle una de las patas traseras. Se oyó un crujido como el de una rama al partirse y le dio tiempo de saltar al pescante y arrear las mulas para huir dando trallazos a un lado y a otro. Todavía los siguió el lobo un buen trecho, aullando y arrastrando la pata quebrada, pero ya no podía correr ni saltarle al carro. Entonces se puso un pañuelo muy fuerte en la mano que se desangraba y llegó, al alba, casi desmayado, a la Venta del Fraile, donde las bestias se detuvieron como acostumbraban. Un sudor frío empapaba la frente de Isidoro al ver aquella luna que iba subiendo de la sierra hacia arriba. No reparaba en la gente que pasaba a su lado. Se le acercaron sonriendo unos conocidos suyos de Zarandona, que salían llevando el paso del Berrugo. -¿Qué haces aquí, Diecinueve? Estás embobado mirando la luna. ¡Vente con nosotros!

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Tenemos que reponer fuerzas después de llevar los tronos. ¡Venga! ¡Ven, que te convidamos a cenar! Hay para todos. Nos han preparado una ensalada de lechuga, conejos fritos con tomate, y atún de ijá con habas tiernas. Y vino que no falte, que tu mismo nos lo trajiste anteayer de ca’l Tio Fernando el Francés. Después nos vamos a cantarle a las mozas, que ya mañana no se podrá, hasta el sábado, porque se muere el Señor. Isidoro miró a los amigos, como el que despierta de una pesadilla, y se encuentra en la cama. La luna estaba ya alta y él no sentía nada por dentro ni le mordía a nadie. Tenían razón el Tío Fernando y el Doctor Vergara. Miró otra vez a la luna y no le recordó ya a la mirada fría del lobo sino a la Sagrada Hostia cuando la alzaba el cura en la misa mayor, después de consagrarla. Entonces le dio gracias al Señor y se fue alegre, con los amigos, comenzando a deletrear una página nueva de su vida.l

La conspiración (Cuento de Miércoles Santo)

H

acía ya tres años que Fernando “el Francés” conversaba con Dantón aunque cuidaba mucho que nadie lo supiera. Desde que regresó de Francia, había tenido que ocultar muchas cosas y estaba habituado a presentar a los demás una imagen distinta de como realmente era, a aparentar que no sabía lo que sabía, que no había vivido sucesos en los que había participado, que no recordaba eventos que estaban muy presentes en su mente. El aparentar ignorancia y despreocupación le había hecho aparecer ante los vecinos como un hombre distraído y ensimismado, aunque el negocio de vinos marchaba muy bien, y él sabía siempre lo que tenía que hacer y cómo debía obrar, sin necesidad de consultar a nadie. Pero tenía la sensación de ser un extraño para todos, incluso para su mujer y para sus hijos, a los que apenas contaba nada de sus años de París; a lo sumo lo resumía todo diciendo que con la Revolución mataban a mucha gente, que aquello se puso muy mal y que él tuvo que venirse para vivir tranquilo. Por eso las charlas con el gato Dantón le aliviaban de su soledad, cada vez más lacerante, porque con él podía explayarse sin tapujos, pero existía siempre el peligro de que alguien descubriese aquellos coloquios y cualquiera sabía lo que podría suceder: lo tomarían por loco, o, peor aún, por brujo. Por eso cuando conversaba con Dantón cerraba la puerta y bajaba la voz, para que no lo advirtiesen los demás de la casa. Ni siquiera lo llamaba por su nombre delante de nadie, porque allí todos le decían simplemente “Mis”; que es como solía llamarse a los gatos en la Huerta. pero cuando lo recogió, pequeño y abandonado, junto a la acequia, decidió llamarle con el nombre del célebre revolucionario. Lo que no supo jamás

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Fernando es que su mujer y sus hijos, y hasta las criadas, estaban al tanto de las conversaciones secretas y, si al principio empezaron a preocuparse, pronto lo imputaron a los achaques de la edad y no le dieron más importancia, pues en lo demás se comportaba como siempre. Se sorprendieron mucho más al año siguiente, cuando murió Fernando. Le vino de pronto una parálisis repentina, se quedó sin habla y con la boca torcida, y, a los tres días, le dio otro ataque y terminó. Cuando se lo llevaron al Camposanto, limpiaron el cuarto, quitaron el colchón y allí, bajo la cama, estaba el “Mis” muerto y frío. Se conoce que había estado escondido junto al amo, sin comer ni beber, acompañándolo.

almente, "facio ut facias". Tú me echas de comer y me cobijas, muy bien, esto lo reconozco; yo, a cambio, te limpio de ratones el almacén, y creo no incumplir mi prestación. Es a virtud de ello que nos tratamos como amigos, pues cada uno respeta la libertad del otro. En cambio el perro “Chile" tiene espíritu servil y no liberal como yo: te obedece ciegamente, aunque lo maltrates, y sólo vive para seguir tus dictados. El perro es un esclavo a quien no podrías manumitir bien que te pluguiere. Mas entiendo no ser de tu agrado la condición de soberano absoluto.

-Parece mentira, con lo ariscos que son los gatos. -El pobre tío Fernando le hablaba como si fuera una persona y se conoce que el animalico estaba encariñado con él. A veces los coloquios derivaban en discusión, porque Dantón era borde como él sólo, y le soltaba pullas a Fernando, o le cantaba las cuarenta y se quedaba tan fresco. Incluso un día le mordió en la mano cuando lo estaba acariciando. Fernando le dio un azote y lo llamó "hijoputa". -Te presento mis excusas,-respondió Dantón -ha sido en son de juego. Me has hecho cosquillas en la barriga y no me he podido resistir. A nosotros, o bien se nos acepta tal cual somos, o no hay amistad posible. No pienses, por lo demás, que me ofende ser llamado "hijoputa". Mi madre se juntó con algún macho desconocido y se quedó preñada; después, vendrían otros, según colijo. Entre gatos no se usa, como entre vosotros, el matrimonio y la familia perdurable, sino el amor libre, tal como predicaban los más exaltados revolucionarios, a quienes tu bien conociste. Entiendo que, de este modo, nos acomodamos a los dictados de la Naturaleza, si bien vosotros lo desaprobéis. Mas los humanos tampoco sois unos santos, sino que os place aparentarlo. Cierto día le reprochó Fernando su larga ausencia. Había estado perdido en lo más frío de enero; regresaba demacrado, sucio, lleno de arañazos y mordeduras, por haberse peleado con otros gatos. Dantón que era muy redicho, se excusaba con una prolija disertación: -Ahora están las gatas en celo y es tiempo de servir a Venus. Yo me tengo por libre, por ciudadano y no por súbdito. Tu y yo hemos convenido un pacto social que ambos cumplimos le-

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Aquel año, que iba a ser el último de su vida, era el primero en que no saldría llevando el paso del Cristo de la Sangre. Notaba que se fatigaba mucho y jadeaba cuando hacía algún esfuerzo. Un día intentó ayudar a sus empleados a mover un tonel en el almacén y vio cómo las fuerzas le faltaban. Era ya el momento de dejar el puesto a su hijo, pero estaba en Valencia, en un Regimiento, sirviendo al Rey y le faltaban unos meses para la licencia. No queriendo perder el puesto, llamó a un mozo de su almacén apodado el "Diecinueve", porque le faltaba un dedo, para que ocupase su lugar. Le costó convencerlo, porque el otro se resistía con razones que no eran de recibo, pero al fin lo logró, con buenas palabras. Sin embargo pensaba Fernando que no podía dejar de salir en la procesión del Miércoles Santo. Tenía muy presente que se lo había prometido a su madre en el lecho de muerte aquel año 93 del siglo pasado, cuando estaba recién llegado, fugitivo del Terror. -Hijo quiero que salgas todos los años, aunque yo no esté ya con vosotros. Recordando aquel día lejano y la mirada suplicante de la madre, en el catre de la vieja barraca, hizo Fernando las gestiones para salir de penitente, con la cara tapada y llevando un cirio, porque desconfiaba de que pudiera ni siquiera con una cruz. Estaba el cielo oscuro aquella tarde y venía un vientecillo amenazador cuando se concentraron los nazarenos a la puerta de la Iglesia del Carmen. Los mayordomos se reunieron en cabildo de urgencia, temiendo la lluvia, por ver si se suspendía la procesión. Pero, cuando estaban en ello, se abrió un claro en las nubes y un sol insolente iluminó los árboles de la Alameda, frente a la Iglesia, destacando el verde amarillo de las hojas nuevas sobre el gris del cielo. -Es un sol gitano, sol de agua, mejor sería no salir- dijeron algunos. Pero, al ver que el tiempo se afirmaba un poco, mandaron redoblar los tambores, sonar las bocinas y echar la procesión a la calle.

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A lo largo del desfile, iba Fernando recapitulando los recuerdos de los años anteriores, con la túnica corta, la cara descubierta, y el buche lleno de provisiones para obsequiar a los conocidos. En treinta y cinco años no había faltado más que cuando la procesión había dejado de salir por la guerra o por la lluvia. Pero este tiempo era como toda su vida, porque había empezado justo cuando regresó de Francia, y todo lo anterior era como otra vida que había terminado bruscamente, cortada por la guillotina, para no regresar jamás. Ahora le aparecía el trabajo cotidiano en el almacén de vinos. Se veía trayendo cargas de Jumilla, de Yecla, de Pinoso o de Ricote, para venderlas a las tabernas de la Ciudad y la Huerta. Se recordaba afanado cada día en apuntar las cuentas del negocio y descansando en las siestas del verano a la sombra de la morera que él mismo había plantado con su padre, siendo crío, antes de irse. Veía su barraca, convertida en casa de ladrillo y llamada la "Torre del Francés". Contemplaba su boda con la Rosario, una buena mujer que le había cuidado la casa y le había dado un chiquillo y dos hijas. Le venían a la mente los dos únicos terremotos que habían sacudido su monótona existencia durante esos años: las dos francesadas, la de Napoleón y la de los Cien Mil Hijos de San Luis. Aunque de signo contrario, los dos sucesos se habían saldado de la misma forma para él: el vino requisado por las tropas de ocupación y el almacén vacío. Cuando pasó el peligro y los soldados se habían ido, él había deshecho, sin que nadie lo viera, un muro de ladrillo donde tenía escondida, en previsión, una olla de barro con monedas de plata, para comprar otra partida de vino y volver a empezar. Estas habían sido las dos únicas ocasiones, desde su regreso, en que había hablado en francés con los comandantes, invitándolos a comer, y esto le había valido que, aparte de la requisa, ni su familia, ni su casa, sufrieran perjuicio alguno. Al regresar la procesión, ya en la subida del Puente, había arreciado el viento, apagando los cirios, y el cielo se había entoldado. Los mayordomos hicieron apretar el paso, por si descargaba, pero fue otra falsa alarma. Cuando llegaron a la Iglesia, apenas dejó el cirio, se le acercó otro penitente encapuchado, que le dijo en voz baja. -Fernando, no te quites el capuchón, tengo que hablar contigo. -¿Quién eres?- Preguntó Fernando, y escuchó la respuesta que menos se esperaba. -Un hermano de l'Humanité liberée. Vamos a tu casa para hablar allí a solas?. Salieron los dos juntos, entre la gente, en dirección al Puente. Al verlos, había dicho en voz alta el Paco el Chepa:

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-Esos no se destapan la cara, se conoce que tienen promesa. No volvieron a hablar hasta que llegaron al almacén, en el camino de Monteagudo. La luna había vuelto a lucir entre las nubes, pero el camino se hacía difícil para quien no lo conociese, y más aún con la cara tapada y la túnica enredando el paso. Al llegar Fernando dio desde abajo una voz a la Rosario: -Nena, ya estoy aquí. -Anda, sube ¿Quieres tomarte algo?-No, ya he cenado. Me quedo un rato en el almacén hablando con un señor de cosas del negocio. Acuéstate, que ya subiré cuando acabe. Hasta que Fernando no hubo cerrado la puerta no se descubrió el misterioso visitante. Al hacerlo, mostró a la luz oscilante del candil, un rostro afilado cubierto por una barba gris. Los rasgos le resultaban a Fernando vagamente conocidos pero no podía precisar quién era. -No sé si me recuerdas. Soy Jean-Louis de Grignamont. Estaba contigo cuando la toma de la Bastilla... aquel joven de Bayonne. De repente se le encendieron a Fernando todos los recuerdos y la llama del candil le parecía la antorcha encendida que arrojaba aquel jovenzuelo exaltado, gritando ¡Vive la Liberté!, sobre los muebles de la prisión, apilados en la calle. -¡Ha pasado ya tanto tiempo desde aquello! -Pero, como entonces, hay que seguir luchando contra la tiranía. Fernando había llenado una jarra de uno de los toneles y colmó dos vasos de vidrio grueso. El recién llegado levantó el suyo y dijo en voz baja: -¡Por la muerte de los tiranos! Fernando respondió al brindis, alzando también su vaso, sin decir nada. Jean-Louis hablaba deprisa, atropellándose, queriendo condensar en poco tiempo el relato de una vida aventurera, como si tratara de abreviar los prolegómenos, para llegar pronto a lo que realmente le importaba. Por su historia desfilaban huidas y conspiraciones, batallas de la etapa napoleónica para tratar de llevar, por fin, la libertad a todos los confines de Europa. Había sido oficial del ejército bonapartista, pero había desertado, cuando el Corso se había hecho coronar emperador.

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-Se convirtió en un tirano, restauró la aristocracia y volvió a la ceremonia de los antiguos reyes. Entonces huí hacia España, para unirme a los patriotas que luchaban contra él. Me cazaron cerca de Burdeos. Me iban a fusilar, pero, la noche antes, maté a los centinelas y salí corriendo. Luego me uní a la partida de Juan Martín el Empecinado. A medida que avanzaba la relación, la bodega de Fernando enrojecía de sangre y fuego. Las túnicas eran más coloradas a la luz del candil y, en los vasos de vino, brillaban fogonazos de pólvora. Fuera empezó a llover rabiosamente y las gotas golpeaban en la madera de las ventanas, primero con redoble de tambores, y después con galopes de caballería cargando. -Toda la vida luchando por la libertad, pero los tiranos se resisten. Ahora todos esos figurones de la Santa Alianza han vuelto a imponer el orden feudal, la opresión, el servilismo y el clericalismo. Por cierto, que no te imaginaba yo a ti llevando un cirio en un acto oscurantista y supersticioso como el de esta procesión. Ya me imagino que aquí en la España tenéis que proceder con gran disimulo. Y gracias a estos capuchones, que nos enmascaran el rostro, he podido llegar hasta ti sin que nadie lo advirtiera. Jean-Louis concluyó el apretado relato de sus azares diciendo que, tras la Restauración, había vivido en Holanda, trabajando de relojero. Ahora miraba a Fernando con ojos fijos y brillantes, como si hubiera llegado el momento de hipnotizarlo. Bajó la voz hasta el susurro. -Traigo una misión muy importante y necesitamos tu concurso. Tienes que cooperar con la causa de la libertad. Hay que acabar con el Felón que se pasea de incógnito por las calles de Madrid y visita de noche los burdeles más repugnantes. Hay que hacer que muera el traidor que juró la Constitución y luego llamó a los Cien Mil hijos de San Luis, para restaurar el absolutismo. Esa bola de sebo, llamada Fernando VII, va a reventar de una vez y su sangre putrefacta será barrida de las tierras españolas, hasta que no quede ni una miserable gota. Su primo, Luis Capeto, era un pobre hombre, indeciso y vacilante, que acabó en la guillotina y éste, es mucho peor. A Fernando se le heló la sangre al escuchar el proyectado regicidio. Era como si volviera al París convulso de su juventud, como si, de pronto, hubiera salido del largo túnel de su bodega huertana y volviera a aquel frenesí del que había huido para nunca regresar.

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-Necesitamos dinero. Tú puedes ayudarnos. Ahora tendré que ir a Granada, allí hay un boticario y una dama de alta posición, que son de la causa. Me darán hombres armados para acabar con el Tirano, cuando vaya a Aranjuez en mayo. Hay en Inglaterra liberales preparados para regresar e instaurar la libertad. Viviremos en república. Pero los primeros días después de acabar con el Borbón pueden ser muy peligrosos. Hay muchos “apostólicos” a quienes aún les parece que el Rey es poco absoluto y querrían restaurar hasta la Santa Inquisición. Tendré que ocultarme y será aquí. ¿No decís eso de “mata al rey y vete a Murcia”?

res siguen también derramando en su nombre la sangre de otros hombres. No vale el acabar con el tirano, vendrá otro, como pasó en la Francia, y después otro y muchos más. Los salvadores del pueblo siempre se vuelven tiranos. No sé si algún día llegará la hora de la libertad. Creo que no alcanzaré a verlo. Pero, si llega, tengo por seguro que no será de la mano de la sangre y de la muerte sino del consenso pacífico entre los ciudadanos. Jean Louis le sonreía con desdén. -De aquellos tiempos tan sólo te queda el buen pico. Pareces un predicador. Pero ya no es momento de retóricas. La hora de la Revolución va a sonar pronto para la España y tú jugarás en ella un papel de relieve, quiéraslo o no. Serás cooperador necesario para la causa: si triunfa habrás ayudado a los héroes, si fracasa perecerás con ellos. Ni en uno ni en otro caso podrás decir que no querías. Tu suerte está echada y es la suerte de la libertad para la España. A menos que prefieras verte denunciado como masón y revolucionario, para que vengan a por ti los esbirros del Rey Absoluto. Aún quedan pruebas de lo que fuiste en la Francia y no faltaría quien las hiciese llegar aquí a Murcia. Si no quieres cooperar, es que eres un enemigo de la causa y con los enemigos no hay componendas.

Fernando no podía hablar de la sorpresa. Nunca se había significado en Murcia por liberal. Nadie conocía su pasado. Ni siquiera el año veinte, cuando los de Algezares habían asaltado la Inquisición, en el Barrio de San Pedro, ninguno había hablado con él, para incorporarlo a la Revolución de Riego. Ahora le repugnaba la sangre y la violencia. Se había acomodado a la vida tranquila y monótona y temía verse enredado en tan grande conspiración. Más que por él temía por la Rosario y por sus hijos. Nunca había sentido pasión por su mujer pero le escalofriaba pensar que pudiera terminar como Marie Geneviève. -Es una gran locura. No pienses que todo el pueblo español suspira por la causa de la libertad. Hay muchos que gritan “Vivan las cadenas”. Aquí mismo vienen a veces a comprar vino los de la “partida de la porra” y hay que oírlos hablar. Cuando el Trienio, se cometieron muchos errores y la gente tampoco estaba contenta. Lo que pretendes podría fracasar. Los curas y los “serviles” nos pondrían de Rey al hermano de Fernando VII. Carlos María Isidro está deseando coger la corona y ese es aún más absolutista. Además yo no me encuentro bien. Es mejor que dejemos las aventuras y vivamos en paz lo que nos quede, que para mí quizá no sea mucho. La mirada de Jean Louis se volvió dura y penetrante, sus finos labios no pudieron ocultar una mueca de desprecio. -Veo que te has vuelto muy prudente. Ya no eres el que eras en París. No te vistes esa túnica medieval por disimulo, sino de buen grado. El aire mefítico de la superstición y el absolutismo han llenado de tinieblas tu espíritu ilustrado. Ya no estás, como antaño, presto a morir por la libertad. Fernando acusó el golpe. Notó un ligero temblor en los labios. -Sigo amando la libertad como entonces. Pero todo lo que he vivido me ha hecho comprender muchas cosas que antaño no entendía. La Humanidad jamás alcanzará la felicidad derramando sangre. La violencia llama más violencia, los hombres se tornan lobos, y entre lobos no hay lugar para la libertad. ¿Has visto ese Cristo de la procesión? El derramó su sangre, porque predicaba el amor y la concordia entre los hombres, y los que mandaban entonces no lo aceptaron. Pero sus seguido-

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A Fernando se le agolpó la sangre en la garganta y el temblor de los labios se le hizo insufrible. De haber tenido a mano el arma, habría disparado contra aquel miserable, que lo enredaba con la tela de araña de su propio pasado. Un dolorcillo, como de ahogo, le bajaba desde el hombro izquierdo y el pecho le latía con fuerza. Pero nada podía hacer. No temía tanto por su vida como por la de Rosario y sus hijos. Miró a los toneles y vio entre ellos al Cristo de la Sangre desmelenado andando hacia él con los brazos crucificados. -Espera un poco, tengo un dinero escondido. Bajo la mirada del otro, acercó Fernando el candil entre dos toneles, metió un garfio en la juntura de una losa de piedra, hizo palanca y tiró con fuerza. Bajo la piedra había una olla con monedas de plata. -No tengo más, llévatelo. Jean Louis tendió la mano para coger las monedas y echarlas en su bolsa. Ahora parecía que tenía prisa por partir. Se quitó la túnica y la dejó, con el capuchón, encima de una silla. -Mañana temprano compraré un caballo en Alcantarilla y saldré para Granada. Gracias en nombre de la libertad. Cuando haya caído el Borbón vendré aquí a esconderme. Tu nombre será inscrito con los de los otros héroes. Había parado la lluvia y había miles de lunas, una en cada charco, un escuadrón de lunas con la bayonetas caladas, grises y brillantes.

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Antonio Díaz Bautista

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Cuando Fernando se quedó sólo, cogió la túnica y el capuchón del conspirador y los guardó en un cuartucho, que había bajo la escalera, metidos en una vieja bolsa de tela. Todavía no quería irse a la cama, aunque ya era muy tarde. Volvió a sentarse en su silla de soga y se quedó pensando, sin saber qué hacer, hasta que lo sobresaltó Dantón al subírsele encima. Fernando agradeció el contacto caliente de aquel animal y le pasó la mano por el lomo.

llinas Sanabria, Capitán de la Cuarta Compañía de Migueletes, al Jefe Superior de Policía de Granada Excmo. Sr. Marqués de Pradollano se decía sí:

-¡Menuda sorpresa! ¡Esto no te lo esperabas! Fernando sabía que Dantón era jacobino y esperaba que le recriminase por su indecisión, pero, por una vez, el gato se mostró comprensivo. -Viste demasiada sangre cuando estabas en la Francia. Estás desengañado. Ya no crees en estos salvadores, que quieren traer la felicidad derramando sangre, aunque sea una sangre tan inmunda y repugnante como la de tu tocayo, el Rey Absoluto. ¿No has visto la mirada de Jean Louis? Parece que estuviera soñando y que jamás pudiera despertar de su ensueño. Ha vivido un sinnúmero de aventuras, todas adversas, y nada le hace abandonar su dogma: sigue soñando -Lo que pretende no es razonable. Fracasará y todos sufriremos la derrota -No, razón no le falta, sino que le sobra. Lo que él sueña es lo más razonable, lo más lógico, “more geometrico”: si en el trono de España se sienta un miserable, habrá que exterminarlo y la libertad, que es el estado natural de los hombres, vendrá por sí sola. Pero no se da cuenta de que la realidad no siempre sigue los dictados de la lógica. Su sueño es el sueño de la razón que produce monstruos. El mismo es como una quimera, un bicho de mal agüero que siembra la desgracia por donde vuela.

“Habiendo sido apercibidos los hombres de mi fuerza por unos pastores de que a la vera del camino yacía un hombre muerto de varios días y mordido de alimañas, me personé la mañana del día quince de abril del año de gracia de mil y ochocientos veynte y nueve en el lugar indicado del camino que va hacia el Reino de Murcia y, en el puerto que dicen de la Mora, a cosa de media legua de la Venta que llaman del Tío Damián, encontramos los restos de un hombre, como de más de cincuenta años, de cuerpo flaco y barba gris crecida. Tenía dos heridas de arcabuz hechas con postas en vientre y pecho, y a juzgar por su aspecto parecía llevar varios días muerto. Registrado que se le hubo no le fue hallada cédula ni señal que pudiera iluminar quién fuera. Parece que la muerte, como otras que vienen sucediendo en estos territorios, fue obra de bandoleros que infestan la sierra desde Granada a Guadix y que asesinan a los viajeros que osan adentrarse en ella por la noche, para robarles sus pertenencias. Tomé las oportunas previsiones para que el cadáver fuera enterrado en el común y seguimos en vigilancia para ver de exterminar a los bandoleros, lo que lograremos, Dios mediante, para mayor paz de este Reyno y gloria de nuestro Amado monarca a quien Dios Guarde”.l

En el tiempo que siguió, estuvo Fernando más concentrado y pensativo aún que de costumbre. Tan sólo en lo referente al negocio de los vinos seguía tan puntual y exacto como siempre. Esperaba las noticias del suceso que se iba a producir, pero éstas no llegaban. La primavera avanzaba y no se decía nada del atentado. Un día comentó con Dantón su sospecha de que Jean Louis fuese un vulgar estafador y hubiese inventado aquella historia para quedarse con su dinero. El gato no lo creía así. -Estos iluminados no suelen corromperse, son como Robespierre “el Incorruptible”. Algo le habrá pasado. Si no vuelve será mejor para ti. Jamás llegaron a saber, ni Fernando ni Dantón, en los pocos meses que vivieron, hasta el verano, que unos bandoleros habían arcabuceado a Jean Louis en un paso angosto del puerto de la Mora, cerca de Granada. Lo hirieron de muerte, le quitaron el caballo y la bolsa con el dinero, dejándolo agonizar al frío de la noche. En el informe que elevó Federico Me-

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Antonio Díaz Bautista

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El chozno (Cuento de Miércoles Santo)

L

a voz de la azafata desgranaba el mensaje con tono cansino, como un chiquillo que recita la lección en la escuela. -Señores pasajeros bienvenidos al vuelo de Iberia 457 con destino a París...-

Después, decía apresuradamente el nombre del capitán, los metros de altura, la presión en cabina y, lo peor de todo, las indicaciones para caso de accidente. Una azafata situada en el pasillo señalaba, como una autómata, las salidas de emergencia y enseñaba el chaleco salvavidas. Rosa Mari se preguntaba para qué diablos serviría aquel chaleco si ella había visto, en el atlas de sus hijos, que volaban por encima de tierra. Juan Fernando Alcaraz Martínez, gerente de una empresa de distribución de bebidas, había hecho ya algún viaje en avión a Madrid o a Barcelona, por cuenta de la firma, pero su mujer, Rosa Mari, no había subido nunca y le daba un poco de miedo. La noche antes no había dormido y al salir se había tomado una Biodramina, para no marearse. Lo de volar tan alto le imponía, pero le ilusionaba el viaje. Nunca les había tocado ningún premio y ahora les había caído un viaje a París para dos personas, en un sorteo de la Caja de Ahorros. Cuando Juan Fernando le enseñó la carta, fue ella la que más le insistió para aceptar. Decía que se había pasado toda la vida guisando, limpiando la casa y cuidando a los críos, y que cuando venía la ocasión de escaparse a París había que aprovecharla. A Juan Fernando también le apetecía el viaje, pero habría preferido hacerlo la semana siguiente, la de las Fiestas de Primavera, para

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no faltar a la procesión de los coloraos. Por eso, el mismo día que se enteró, había llamado a la Caja para ver de cambiarlo, y después había buscado a un amigo suyo, que trabajaba allí, para que influyese con los jefes y se lo pusieran en otras fechas. Todo había sido imposible: era un viaje organizado, con pasajes, hoteles, guías y excursiones, todo incluido: tenían que salir la víspera del Domingo de Ramos para volver el Sábado Santo. Había llegado a pensar en la renuncia, pero Rosa Mari estaba entusiasmada con ver París. Le había comentado una vecina que aquello era precioso y que en los escaparates se veía la última moda, la que salía en los figurines varios meses después. Ya había intentado Rosa Mari llevárselo fuera otros años, al apartamento de los Alcázares, a que los críos tomaran el sol, pero nunca había conseguido que Juan Fernando dejara Murcia el Miércoles Santo. Él no podía faltar a la procesión llevando el paso, como su padre y todos sus antepasados. En eso era muy tradicional. Pero este año era distinto: total por una vez no pasaba nada. Además podían dejar a los chiquillos con la madre, en la Huerta, porque esos días no tenían clase. Juan Fernando notaba que Rosa Mari estaba inquieta al contemplar por la ventanilla aquella inmensa masa de merengue por la que sobrevolaban. -Mira, parece nata montada. Intentaba distraer a su mujer, para que no pensara en los accidentes de aviación, que había visto en la tele. Buscaba denodadamente un tema de conversación. -Por cierto, no te he contado lo que me dijeron anteayer sobre el anillo. Juan Fernando le relataba como el jueves por la tarde, se encontró con unos amigos y se fueron a tomarse un café al lado de la Universidad, a un local, ruidoso y lleno de gente, donde alternaban los pescateros de la Plaza de San Lorenzo, con los profesores de las Facultades próximas y algún grupo de ejecutivos aficionados al marisco. Nada más llegar, apareció un hombre grandote, calvo, barbudo y con gafas. Tenía un cierto aire distraído. Llevaba el cuello desabrochado, la corbata floja y un grueso libro en la mano. Uno de sus amigos, el mayor del grupo, se le encaró diciendo: -Don Antonio, ya no se acuerda Usted de mí. Y el otro replicó: -¿Cómo no me voy a acordar Tomás? Yo no me olvido de los amigos del Instituto. Y añadió con sorna: -Hasta me acuerdo de cuando te decía el de Literatura: "Tomás, Tomás si no estudias no aprobarás".

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Tomás alabó la buena memoria del recién llegado y lo invitó a café. Antes hizo las presentaciones: -Aquí Don Antonio, que es Profesor, porque sabe mucho.

Francés”, y decían que un antepasado suyo había venido de Francia, aunque el apellido, Alcaraz, no podía ser más español.

A Juan Fernando le extrañaba que aquel tipo supiera mucho y no hubiera aprendido a mantener las gafas sobre la nariz, porque a cada momento se le bajaban y tenía que subírselas con la mano. Le preguntaron si ya estaba de vacaciones y si se iba de viaje. El contestó que acababa de dar la última clase del trimestre, pero que no se marchaba de viaje, porque le gustaba disfrutar de la Semana Santa en su tierra. -Don Antonio es muy murciano.

El Profesor había anotado en la agenda su teléfono, y la inscripción del anillo, para preguntárselo a un amigo suyo que entendía de esos temas. -Se lo voy a preguntar a José Antonio Ayala, que es historiador. Si me da alguna noticia sobre esta logia masónica te llamo y te lo digo. Rosa Mari, ahora más relajada con el relato, decía: -Quién le iba a decir a aquel antepasado tuyo, fuera el que fuera, que tu ibas a volver a Francia después de tanto tiempo y además volando.

Aquellas palabras se le atragantaron a Juan Fernando, que era tan murciano como el que más, y, además, nazareno colorao, pero aquel año iba a faltar en la procesión. -Antonio, a lo mejor tu entiendes algo de un anillo que ha encontrado Juan Fernando.

Pero también le inquietaba a Rosa Mari lo del anillo y le aconsejó a Juan Fernando que no lo enseñara mucho, porque su abuelo, que había sido militar, contaba que los masones eran los peores de todos los rojos.

Él le había contado lo del anillo que había aparecido, muy liado en una bolsa de cuero dentro de una caja de metal, cuando la grúa había arrancado una vieja morera, ya seca, que estaba junto a la casa de sus padres en el Camino Viejo de Monteagudo. -Siempre había estado allí esa morera, decían que tenía más de doscientos años. Allí estaba la casa de mis padres y el almacén de vinos de la familia. Lo hemos tirado todo para hacer unos dúplex.

Después de la llegada, todo transcurría con la normalidad de los viajes organizados. Iban a casi todos los sitios en autobús, pero a Rosa Mari le dolían los pies, cuando llegaban al hotel por la noche, porque en cada monumento había que pasarse mucho tiempo andando. Se habían hecho amigos de un matrimonio de Guadalajara y los habían invitado a ir a Murcia. A Juan Fernando le gustaba la comida, pero Rosa Mari casi no probaba bocado, porque le encontraba a todo un gusto raro, y además, decía: cualquiera sabe cómo estará hecho. Su madre le había dicho que por ahí fuera se comía muy mal y que a todo le ponían mantequilla en vez de aceite. A Juan Fernando y Rosa Mari les mareaba ver tanta cosa en tan poco tiempo. El Louvre les dejó reventados: tanto cuadro y tanta estatua, casi siempre de gente en cueros, y tantos japoneses con máquinas de fotos. El día de Versalles, venga ver salones, a cual más hermoso.

El anillo estaba en su bolsillo, después de que Rosa Mari lo hubiera limpiado con vinagre y bicarbonato. Juan Fernando lo llevaba para preguntarle su valor a un joyero. -Debe ser como de un cura o un obispo, porque lleva en el sello un triángulo con los rayos del sol detrás. Y por dentro pone algo, pero casi no se lee. El Profesor tomó el anillo, se quitó las gafas y se lo acercó mucho al ojo derecho cerrando el otro. -De curas nada. Esto es un anillo masónico. Si te pillan con él en tiempos de Franco, se te cae el pelo.Ahora se esforzaba en leer la inscripción interior. -Aquí dice "L'Humanité..." Espera..."L'Humanité liberée", "La Humanidad liberada". Debe ser el nombre de alguna logia masónica, y el año... "Mil setecientos ochenta y siete". Poco antes de la Revolución Francesa. ¡Qué interesante! ¿Cómo habrá podido llegar esto a la Huerta?. Juan Fernando le había explicado al Profesor que a su familia le llamaban los franceses, y los viejos nombraban su casa y el viejo almacén de vinos como la “Torre del

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-En Murcia tenemos en el Casino un salón de este estilo, pero mucho más pequeño. En los Inválidos se habían inclinado para ver la tumba de Napoleón después de haber cruzado la explanada con los cañones, que parecía no tener fin, de grande que era. En la torre Eiffel le dio vértigo a Rosa Mari y no podía casi mirar. Lo mismo le pasaba cuando subían a la Cresta del Gallo. En el Sacré Coeur se le rompió un tacón en la cuesta y, al terminar la visita, tuvieron que coger un taxi para volver al hotel y cambiarse de zapatos. Desde lo alto de la Basílica se veía todo París: por los Campos Elíseos hacia la torre Eiffel, estaba gris y llovía, pero por la Cité había un roto

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en las nubes por donde se colaba un torrente de luz dorada que hacía relucir la Catedral de Nôtre Dame y el Palacio de Justicia. El tiempo estaba loco y lo mismo llovía que aclaraba. Tan pronto venía un viento helado, como picaba el sol. Por el cielo corrían veloces nubes blancas, grises y rosadas. Un guía que hablaba con acento mejicano les dijo que, según los parisinos, el tiempo en primavera era variable "como el corazón de las mujeres". Rosa Mari, un poco mosqueada, había comentado que sería el de las francesas, que eran unas frescas, sobre todo aquellas que habían visto por la noche en el Moulin Rouge, muy guapas, eso sí, con muchas plumas de colores, pero con todo al aire. Cualquier día iba Rosa Mari a dejar a su marido que fuera solo a París.

-¡Qué gentuza más mala! Una vez dieron en la tele una película que trataba sobre eso y era de mucha tristeza.

-Mujer, tendría que volver alguna vez a buscar testimonios de mi antepasado, el del anillo, si el Profesor ese me da alguna noticia de quién podía ser o de donde vivió. Tengo que encontrar mis raíces. -¡Menudas raíces ibas tu a encontrar aquí! Ya te conozco yo. A lo mejor ese antepasado tuyo era un golfo y le has salido a él. El miércoles no podía quitarse Juan Fernando el recuerdo de Murcia. No hacía más que contarle a los de Guadalajara lo de la procesión, y cómo eran los pasos, y cómo daban caramelos, habas y huevos duros. Los otros no entendían lo de comerse las habas crudas, pero Juan Fernando insistía, mientras avanzaba el grupo por el Boulevard San Michel: -Tenéis que venir a Murcia. Es para verlo, no para contarlo. Aquella mañana visitaban la Cité y en la puerta de Nôtre Dame pensó Juan Fernando que la Iglesia del Carmen también tenía dos torres en la fachada, dos torrecillas blancas y redondas como dos palomicas, que no se parecían nada a aquellas, tan oscuras y cuadradas. En el interior les explicó el guía que, durante la Revolución, fue profanada la Catedral y que en el altar mayor llegaron a colocar una estatua desnuda de mujer, representando a la Diosa Razón. Rosa Mari se escandalizó. El recorrido se completaba con la visita al Palacio de Justicia, la Sainte Chapelle y lo más truculento: la prisión de la Concièrgeríe. El guía, les iban dando algunos datos sobre el periodo del Terror y a Rosa Mari se le encogía el corazón al ver la sombría mazmorra, los corredores oscuros, y el mensaje de la pobre María Antonieta a sus hijos, escrito con un alfiler sobre un papel minúsculo.

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En una de las estancias estaba, aferrada a la pared con un soporte, la cuchilla de la guillotina, algo mohosa y enrobinada, con el filo mellado y romo. Juan Fernando se acercó a tocarla y no entendía cómo aquello podía haber cortado tantas cabezas, estando tan poco afilada. Pero, cuando notó el tacto frío del hierro en su mano, le pareció como si un estremecimiento le recorriera la espalda. Pensó en la cantidad de sangre que tenía que salir cuando funcionaba la máquina, veinte o treinta ejecuciones diarias, había dicho el guía, y vio un río rojo desparramándose, como la hilera de túnicas coloradas al bajar el Puente Viejo, como el chorro de seda que caía del costado del Cristo hasta la copa del Ángel. -Nene, ¿no te da cosa tocar eso?. -Sí, que da “tiricia”. -Pues, anda, no la toques más, que a lo mejor trae mala suerte.El grupo tenía la comida reservada en un self--service junto al Centro Pompidou y, después del café, flojísimo por cierto, anunció el guía que, a continuación, harían un recorrido por la Ile de Sant Louis, donde estaban los palacetes de la aristocracia francesa del siglo XVIII. Ahora se podía visitar uno, recién restaurado, el de la Marquesa de Chalande, un personaje de la Revolución, que había muerto en la guillotina. No hacía ni quince días que había sido inaugurado, con asistencia del Presidente de la República y el Ministro de Cultura. Aunque el guía había dicho que la visita era muy interesante, Rosa Mari propuso tomar un taxi y volverse al Hotel, descansar un poco y salir a comprar regalos en los grandes almacenes. Decía que estaba cansada y le dolían los pies, pero Juan Fernando estaba interesado en aprovechar el recorrido: -Seguramente no vamos a volver aquí nunca más. Mañana vamos a Eurodisney y el viernes nos lo dejan libre, para hacer compras. En realidad Juan Fernando quería visitar algo interesante y distraerse aquella tarde, para no pensar en la procesión y ponerse de mal humor. Total, por un año que faltase no pasaba nada, pero le parecía que había roto una cadena que venía de muy atrás, desde antepasados suyos ya muy lejanos y era como si sintiera por dentro las voces de los ancestros, llamándolo a capítulo.

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Los de Guadalajara también insistieron para ir, pero el que más los decidió fue un viajero joven que daba clases de filosofía en un Instituto de la provincia de Zamora y que decía haber leído en Le Monde que habían dejado precioso el palacete restaurado. El tiempo había calmado sus locuras y había una luz dorada y mansa sobre las fachadas grises y los tejados azul-negros de los edificios de la Ile de Sant Louis. Era una zona señorial y tranquila. El Palais Chalande, repintado en rosa y blanco, parecía una tarta. El zaguán de entrada, donde el guía sacó los billetes para el grupo, olía todavía a barniz y a pintura. Vieron la amplísima cocina, donde se preparaban los grandes banquetes, los patios con arcadas que daban acceso a las caballerizas, una carroza antigua llena de floripondios, el dormitorio con dosel y cortinajes, recién colocados por un experto en recreación de ambientes. -Anda que para limpiar todo esto ya tendría que tener servicio la Marquesa. Un chorro de resplandor ocre se colaba por las cristaleras emplomadas del salón rococó y venía a estrellarse en el clavicémbalo que lucía en la tapa una escena pastoril. -La Marquesa de Chalande era muy culta y tocaba el clavicémbalo para sus invitados, y… seguramente para sus amantes. Pero me permito llamarles la atención sobre esa preciosa caja de música que se encuentra sobre la consola de la derecha: es el único objeto original y auténtico que queda de su propietaria, todos los demás han sido colocados posteriormente por los decoradores. Tras de la ejecución de la Marquesa el edificio fue incautado y, durante dos siglos, sirvió como oficina pública del Ayuntamiento de París. Cuando el Ministerio de Cultura decidió la restauración, encontraron los obreros en un desván esta cajita de música llena de polvo pero perfectamente conservada. También se ha encontrado, entre los papeles de la Marquesa la factura de su compra a un relojero austríaco, muy poco antes de ser detenida. La pobre Marquesa no debió disfrutar de la caja de música durante mucho tiempo. Contiene el "aria de las campanitas", de una ópera de Mozart, la "Flauta Mágica" estrenada en Viena en 1791, dos años antes de la ejecución de la Marquesa. La caja de música ha sido limpiada y aún funciona. Cuando vino el Presidente de la República a inaugurar el palacio restaurado la hicieron sonar, y ahora van a oír sus notas en una cinta grabada con su sonido. El guía tocó un botón y unas gotas de música argentina y alegre empezaron a caer sobre los muebles del salón.

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Poco a poco, había ido el guía trazando sintéticamente el perfil de aquella infortunada dama. Era mujer de gran belleza, como se podía apreciar en el retrato que presidía una de las salas, vestida de seda verde y con un gran escote que hizo murmurar a Rosa Mari y a la señora de Guadalajara. A pesar de ser aristócrata, había sido amiga de revolucionarios, masones, artistas y filósofos librepensadores. -¿Y por qué la mataron entonces? -Mire, Señora, cuando la Revolución, nadie estaba seguro. Por una cosa o por otra, todo el mundo era sospechoso. Sus amantes fueron innumerables, tuvo fama de libertina, incluso se dice que el escultor que modeló el desnudo de la Diosa Razón se inspiró en ella. -¡Menuda pájara! -Dijo Rosa Mari por lo bajini. -Para terminar veremos su tocador, lo que se llamaba el "boudoir", donde ella se acicalaba y recibía sus visitas más íntimas... Ustedes me comprenden.

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Frente al gran espejo de tríptico, orlado de flores doradas, habían colocado en unas vitrinas unas hojas amarillentas, carcomidas, llenas de manchas de humedad que emborronaban una escritura antigua de tinta sepia casi desvaída. Eran algunas páginas, las últimas, del diario íntimo de la Marquesa, rescatadas de un viejo archivo. Al lado estaba la transcripción, con puntos suspensivos en los lugares ilegibles.

Juan Fernando tenía un escalofrío por la espalda. La luz polvorienta, que se colaba por la ventana emplomada, le llevaba a aquellas tardes de primavera en la casa de la huerta, en el Carril de los Franceses, junto a la vieja torre de ladrillo semiderruida, donde se subían los chiquillos a buscar viejos cacharros y a jugar a historias de aventuras. Y le venía el olor acre del almacén de vinos donde el abuelo, con las gafas en la punta de la nariz, mojaba la pluma en el tintero para apuntar, en las libretas con tapa de hule negro, las cuentas del negocio. De pronto empezaban a encajar las piezas unas con otras. La Torre del Francés, el anillo que había aparecido al pie de la vieja morera y lo que le había dicho aquel Profesor, cuando tomaron café junto a la Universidad. Juan Fernando le hizo al otro que le tradujera otra vez lo del amante de la Marquesa.

El joven Profesor de Zamora se acercó a leerlo; su mujer le pidió que se lo tradujera. Juan Fernando y Rosa Mari se acercaron a escuchar. Iba leyendo lentamente y a veces traducía literalmente alguna frase, que después corregía dándole un sentido más correcto en español. -Domingo, el catorce enero mil setecientos noventa y tres. Hoy es venido,... (hoy ha venido) M. Humblot y él me ha dicho que Maximiliano ha hecho detener anoche a cincuenta personas más. El no me gustó jamás aunque siempre parecía muy pulido... (o sea muy educado, muy fino), mas yo pienso que él ha estado... ha sido una desgracia para la Revolución, para mucho de personas…(es decir para muchas personas) y para la Francia. M. Humblot me ha advertido que corro peligro. El no ha querido exagerar… (aquí faltan unas palabras)... yo pienso que yo soy perdida (estoy perdida). Bien que mis amigos los revolucionarios me quieran ayudar, ellos no podrán, porque todo el mundo tiene miedo y estando yo de la nobleza (siendo yo de la nobleza) sería sospechoso me ayudar (ayudarme), y también ellos no están seguros (tampoco ellos están seguros). El es imposible de intentar la huida, yo soy muy conocida en París y yo sé que soy vigilada. ¿Dónde podría yo marchar, estando yo misma (siendo yo misma) una peligrosa revolucionaria? ... (Aquí faltan más cosas)… Yo temo por mi, pero también por Fernando (¡dice "Fernando" en español!), bien que él es francmasón y revolucionario, el Incorruptible lo conoce y también nuestra relación. Los de la Convención saben que Alcaraz no viene a mi casa tan sólo para cobrar las cuentas de los vinos. Ayer ha estado aquí, hemos oído juntos la caja de música que me ha enviado M. Weissberg el relojero. Yo he sido muy feliz, pero yo sufro mucho de poder arrastrarlo a él en mi caída. Él debería partir pronto para la España, pero no quiero separarme de él. El profesor de Zamora sonreía: -¡Vaya! Parece que la Marquesa tenía un amante español, un comerciante de vinos. -¡Menuda tenía que ser! -Dijo la Señora de Guadalajara.

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-Me interesa mucho, podría ser un antepasado mío. El de Zamora puso gesto de sorpresa, pero Juan Fernando no quiso dar muchas explicaciones. Se sentía tan atónito como si acabara de levantarse después de haber dormido mal. -Bueno, a lo mejor es pura coincidencia, pero creo que alguien de mi familia estuvo por aquí hace muchísimos años, y debió tener un negocio de vinos... Pero... ¡Cualquiera sabe!. En una vitrina había una foto ampliada de un documento oficial. Era un "Arret" del Tribunal de la Revolución con una lista de personas que debían ser ejecutadas el 17 de marzo de 1793. Sobre uno de los nombres habían superpuesto, para destacarlo, una lámina de plástico rojo: Ciudadana Marie Geneviève de Mont Dominique antes llamada Marquesa de Chalande, y a continuación, en la columna siguiente se leía: conspiración contra la República. De regreso al hotel en el autobús miraba Juan Fernando por la ventanilla y veía cómo el sol iba enrojeciendo sobre los tejados de pizarra. Ahora había nubes rojas como las túnicas y otras blanquísimas como los lazos, los encajes, las medias, las enaguas y los cíngulos. Otra vez el recuerdo de su procesión. En la habitación encendió Juan Fernando la televisión.

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Antonio Díaz Bautista

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-Nene, ¿para qué pones la tele si no se entiende nada de lo que dicen?. Pero Juan Fernando con el mando a distancia cambiaba las imágenes. Una presentadora rubita mostraba el mapa del tiempo en Europa. Un gran anticiclón, soles por todos sitios, y justamente en el Mediterráneo, enfrente de Murcia una borrasca pequeña y redonda. Sobre el Sureste el símbolo de la lluvia. Entonces cogió el teléfono y marcó con cuidado, primero el 0, luego el 34, y, finalmente, el número de la casa de su madre. -¿Dígame?. -Madre, soy Juan Fernando, estamos muy bien aquí en París. Oye ¿Cómo no estás viendo la procesión con los chiquillos?. -No ha salido, hijo. Desde las cuatro de la tarde está lloviendo canal con canal. Esto parece la fin del mundo con tanta agua. Veremos si el río salta las motas y tenemos “riá”. Los críos están bien, los tengo aquí encerrados viendo la tele. -Oye, madre, díme una cosa ¿Quién fue aquel antepasado mío que vino de Francia?. -Pues no lo sé muy bien, pero tu abuelo Enrique, me contaba que su bisabuelo se había ido a trabajar a París, y allí hizo mucho dinero, pero se tuvo que venir huyendo, porque hubo una revolución, o una guerra, y mataron a muchísima gente. Con lo que trajo, hizo el almacén y la casa vieja, que han tirado ahora. ¿No te he contado alguna vez que, según decían, cuando era viejo lo oían hablar con un gato que tenía, como si fuera una persona?. -Sí, ya me acuerdo. Y de ese que soy yo ¿Tataranieto?. -No el tataranieto era tu pobre padre, tú eres el chozno. -¿El qué, madre? -El chozno, Nene, que es como se llamaba antes al hijo del tataranieto. ¿Pero porqué me preguntas todo esto?. -Ya te lo contaré, Madre, cuando vuelva. Ahora tengo que colgar. -Sí, hijo, sí, que es conferencia y te va a costar un dineral. ¡Un abrazo!. Aquella noche Juan Fernando se acostó tranquilo. Nadie iba a notar su falta en la Procesión. Pero luego soñó con un viejo sentado, en un sillón, en el antiguo almacén, que acariciaba a un gato y le decía: -Mira, este es Juan Fernando, mi chozno, el que sale en la procesión en puesto mío.l

El perrito Lulú (Cuento de Miércoles Santo)

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la Tata se la llevaban los demonios cuando venían las procesiones, sobre todo, la del miércoles, la que más invitados congregaba en los balcones de Doña Pepita. Cada año, por Cuaresma, empezaba la Tata con el mismo cantar: podían irse al campo esos días, o inventarse alguna dolencia para ahorrarse las visitas de aquellas amistades, que serían gente muy principal, pero bien que les venía ahorrarse el pago de las sillas en la calle y ver tan ricamente las procesiones, desde los cuatro balcones y el mirador de la casa. Verdaderamente era ella la que le llevaba la peor parte: fregar suelos, limpiar lámparas, bruñir con Sidol los tiradores y arreglar todos los cuartos quitando enredos, guardando las cosas de valor y subiendo a lo alto lo que pudieran romper los críos. Después de tanto trajín le dolían los juanetes y casi no podía andar. La Tata le sermoneaba a Doña Pepita que, todavía, si fueran sus nietos los que vinieran, habría que aguantarse, pero las nueras siempre tiraban para su casa, y los que alborotaban eran los niños de los invitados, que hay que ver lo maleducados que eran. La Tata recordaba siempre aquella vez en que los zagales del Secretario de la Confederación cogieron una caña de las macetas de clavellinas, le encajaron en la punta un alfiler, y al pasar el tío de los globos se los pincharon desde el balcón; el pobre hombre subió con un guardia, y tuvo el padre que darle cinco duros, para que se callara, que bien empleado le estuvo por no saber educar a los chiquillos. Cuando la Tata paraba de rezongar, la miraba Doña Pepita con su sonrisa, entre ingenua y picarona, y le decía:

-¡Qué tonta eres Tata! ¿Cómo voy a cerrar mi casa cuando pasan las procesiones? ¡Con la ilusión que le hacía al Señorito, que en Gloria esté, recibir a las amistades en estos días!

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Doña Pepita se sentía orgullosa de su privilegio, vivir en la Platería, en un primer piso, y era consciente de que tenía que soportar la carga añadida, por otra parte, nada gravosa para ella. Le gustaba sentirse importante cuando llegaba la Semana Santa y tener con la gente la atención de invitarla a sus balcones, aunque la Tata protestara.

melos, pero que no podía, porque le daban miedo los caballos. Desde los balcones se iba comentando sobre cada uno de los viandantes.

Todavía quedaba sol en los terrados, y la calle era ya un hervidero de gente con niños, que se movía nerviosa para coger sitio. Las gitanas habían puesto a primera hora de la tarde una hilera de sillas desiguales y desvencijadas; las pregonaban con turbias voces afónicas, de cante jondo: ¡A seis reales! Los que pasaban contestaban sorprendidos: ¿Seis reales? ¿Dónde vamos a parar?, pero acababan sentándose para no perder el sitio, y eso que aún faltaba mucho para la procesión. Entre el hormigueo gris de la calle venían cada vez más hematíes rojos: penitentes, con la cara descubierta y el capuchón plegado sobre el hombro, saludaban a los conocidos, anunciándoles el puesto en que salían, en la Samaritana, en el Gallo, en el Berrugo, a la derecha o a la izquierda; mayordomos cargados de encajes y cintas; estantes gordísimos, inflados hasta la exageración, que andaban, con dificultad de embarazadas, apoyándose en la horquilla, con el pañuelo de brillante seda arrollado a la cabeza como un turbante moruno. Los invitados iban llegando. Cruzaban la cancela y daban un golpe con el llamador en la puerta de la escalera; uno sólo, porque era el primer piso. La Tata preguntaba con voz aguda: ¿Quiéeeen? Y ellos respondían: ¡Nosotros! Una vez cumplido el rito, tiraba la Tata de la cuerda y la puerta se abría. La sala se iba llenando con el parloteo de las señoras. Los críos descubrían al gato, asustado ante el inusitado bullicio. La Tata, atenta a todo, le abría la puerta de la escalera franqueándole la huida hacia el terrado: -Anda "Carícula" vete para arriba. -¿Cómo se llama el gato?-preguntaba extrañada la señora del médico. Doña Pepita sonreía y bajaba la voz con tono cómplice. -En realidad se llama Calígula, un emperador romano muy malo. El nombre se lo puso Don Andrés Sobejano, que era muy amigo de mi difunto marido, porque un día, que vino a tomar café, estuvo jugando con él y le mordió. Los gatos ya se sabe. Doña Pepita estaba a sus anchas, oficiando de maestra de ceremonias: distribuía a los invitados, mandando a los chiquillos al cuarto que había sido de sus hijos y que ahora estaba parado; allí aprovechaban para revolcarse en las camas. La señora del Tesorero de Hacienda se disculpaba diciendo que ella cogería sillas, para que a los niños les dieran cara-

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-Aquel es el nuevo Interventor del Banco de España, dicen que lo han mandado aquí castigado porque estuvo depurado, y fue uno de los que se divorció con la ley de la República y se volvió a casar por lo civil. -¡Jesús, María y José! -dijo espantada la mujer de Don Fernando el de la tienda, y añadió que no debería salir a ver las procesiones viviendo, como vivía, en pecado mortal. Muchos de los que pasaban miraban los balcones de Doña Pepita y saludaban. También miró levemente Don Ricardo López de Ceballos, mayordomo del Cristo, que se dirigía, como todos los años, hacia la Iglesia, pero, cuando los del balcón alzaban la mano para saludarle, ya había él bajado la cabeza y acelerado el paso. Doña Pepita esbozó una sonrisa de conformidad y dijo en voz baja a sus acompañantes: -Estando yo aquí, Ricardo no saluda. Hace cuarenta años que no me saluda, -Y añadió misteriosa: -cosas de entonces. -Este Don Ricardo ¿No era militar?- dijo una señora, y el marido la interrumpió: -No, está en Sindicatos. -Doña Pepita lo sabía todo y aclaró: -Es abogado, su padre era coronel de artillería y le dieron el paseo los rojos, y él era comandante de Intervención, pero cuando mandaron aquí de Gobernador civil, y Jefe provincial del Movimiento, al que había antes, que era compañero suyo, se lo trajo a Sindicatos, porque estaba en Asturias y quería venirse para su tierra. La mujer es asturiana, muy buena pero muy blandica, y me han dicho que está delicada y que lo que tiene es malo. La señora apostilló: -Dicen que es muy raro y lleva siempre un gesto avinagrado- y el marido, con más conocimiento de causa, completó el retrato: -En Sindicatos dicen que es muy serio y muy trabajador, pero que tiene mala...- Se quedó en suspenso antes de decir sombra porque delante de las damas no podía repetir lo que realmente le habían dicho, que era “mala follá”. A Doña Pepita le venían los recuerdos y no podía contenerlos. -Cuando era joven no tenía esa cara de oler a mierda de gato, con perdón. Estaba muy bien. y fue pretendiente mío. Al final lo había soltado, pero también había podido sujetar la imagen que más le rebullía en la memoria, la de aquella tarde, cuando ella llevaba el vestido rosa de seda y el sombrerito a juego, para ir a la Batalla de Flores, y él la había recogido en casa de sus amigas, en la calle Sagasta, para llevarlas al Parque en un landó. Nadie había visto cómo, al bajar, en el zaguán, mientras las amigas se demoraban cogiendo guantes y bolsos, él la había besado largamente y ella, de puntillas para alcanzar mejor, le había puesto la mano en la nuca para atraer más su boca y no separarse, hasta que los taconeos de las amigas les hicieron huir a la luz exultante de la calle. Y había ca-

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llado los cien credos que le echó de penitencia el cura de Santa Catalina, y los escrúpulos de conciencia que le vinieron después al notar que no se sentía de verdad arrepentida.

-Ricardo rézale de mi parte al Cristo de la Sangre, Y ya al salir del cuarto le había advertido: -Y compra unos caramelos para dar a tus amistades.

La calle se ensombrecía y las pobres bombillas del alumbrado empezaban a lucir su fulgor amarillento. Un río de gente nerviosa se empujaba, para coger los últimos sitios. Había discusiones porque las sillas cerraban el paso a los que pretendían subir a las casas o entrar en las tiendas. De pronto alguien oyó los tambores por la Glorieta.

Por la carrera iba pensando Don Ricardo en lo pronto que se pasa todo, y cómo en un instante se hace uno viejo y todo lo anterior parece haber sucedido la víspera. Tenía razón el conserje de Sindicatos cuando, a media mañana, se iba desde la Plaza del Romea al Yerbero a tomarse unos correntales y al volver se disculpaba diciendo: Nada, Don Ricardo, a vivir que son dos días. Era verdad, son dos días; ayer pasó todo y hoy ya es el final. Ayer precisamente fue lo de Pepita, la tarde de la Batalla de Flores, y lo que vino después, lo del perro, que no quería recordarlo, pero le venía siempre a la mente. Por eso había sido brusco con la pobre Matilde cuando a ella le habían ofrecido un perrito de lanas y él le había dicho que, si veía un perro en su casa, los tiraba a los dos por la ventana: al perro y a ella. Como había sido duro cuando Matilde había conocido a Pepita en una reunión de Acción Católica y él le dijo que con “esa” no quería verla ni en misa.

Se alegraba Don Ricardo de haber salido en la procesión. Era como todos los años. Como si no pasara nada. Pero, cuando estuvo de cara a la Iglesia para ver salir al Cristo, se dio cuenta de que ahora entendía mejor a aquel crucificado que derramaba su sangre y seguía andando hacia los hombres. Era como su pobre Matilde. Se estaba muriendo y no paraba de preocuparse por él. -Ricardo que no dejes de salir en la procesión. Que tu no puedes faltar. Acuérdate de cuando tenías que venir de Asturias todos los años. Él se negaba diciendo que no tenía ánimo, que ya saldría cuando ella mejorase, pero Matilde porfiaba con su blanda terquedad de siempre. -Hazlo por mí, para que el Cristo de la Sangre me ponga buena --. Aquella tarde se lo había repetido, temerosa de que se saliera con la suya. -Pónte la túnica, Ricardo, no vayas a llegar tarde. Y él se había vestido delante de ella, que desde la cama lo dirigía con la voz fatigada: -En el último cajón de la cómoda está la corbata de lazo y el cuello duro, y el cordón y los guantes. La miraba y veía su cara blanca y su cabello blanco naufragando en la blanca espuma de sábanas y almohadones. Se colaba el sol de la tarde por una rendija de la persiana bajada y venía a incendiar el mármol de la cómoda repleto de frascos, y cajas de la farmacia. Aquel sol era la única lumbre que se encendía en la escarcha helada del cuarto. Cuando él se miró en el espejo, para ajustarse el cuello, vio que sus cejas y su bigote tenían un blanco fatigado y amarillento como las chorreras de encaje que caían por su pechera, como las cintas que colgaban del capuchón, como las bocamangas de la túnica y las borlas del cordón que ceñía su cintura. Al despedirse, ella le había cogido la mano.

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-Pues parece muy simpática,-Terció Matilde y él, con su peor gesto, repuso: -Esa es una cualquiera -. Para justificarse, le explicó: -Como tú no eres murciana, no conoces a la gente, -Y se marchó deprisa para no tener que aclarar más, pues no iba a contarle a Matilde lo del perrito. Muchas veces había estado áspero con la pobre Matilde y con los demás, y por eso le decía ella cuando limpiaba el polvo al retrato de Don Pedro Daniel López de Ceballos: -Ricardo, este antepasado tuyo tenía que ser tan cascarrabias como tú. Desde niño había visto Don Ricardo el retrato oscuro de Don Pedro Daniel, con su mirada acartonada y su peluquín blanco, y su inscripción en letra inglesa: Caballero de Alcántara, Regidor Perpetuo de la Ciudad de Murcia y Brigadier de los Reales Exércitos de Su Majestad Católica. Seguramente habría sido tan gruñón como él. A Don Ricardo le ponía de mal humor el que la gente no cumpliese como debía, pero, sobre todo, le martirizaba encontrarse a la loca de Pepita y acordarse del perrito blanco y minúsculo, con el lazo rosa, del mismo color que la pamela que ella llevaba aquella tarde. Por eso siempre miraba para otro lado, desde hacía más de cuarenta años. Al pasar el puente Don Ricardo se tomó un respiro para mirar el paso. La brisa húmeda del río alborotaba la melena del Cristo y estremecía el sangriento chorro de seda. Allí, al verlo subir desde la plaza de Camachos, le parecía más vivo y caminante. Quería pedirle un milagro para la pobre Matilde, pero no se atrevía. Don Julio López Ambit, el médico, le había

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dicho que sólo un milagro podía salvarla. Al llegar a la Plaza de Belluga, saludó a las autoridades civiles y militares que estaban en la tribuna forrada de terciopelo carmín, y al Obispo rodeado de canónigos y familiares, que contemplaba el cortejo desde el balcón principal de Palacio: y la vista se le fue otra vez hacia el tembloroso Cristo sangrante, que perdonaba a sus enemigos. El también iba perdonando a medida que envejecía, aunque no le gustaba que se notase. Había llegado a perdonar a los que mataron a su padre: eran cosas de la guerra, y también los nacionales habían hecho muchos disparates. Había perdonado a su primo Andrés, el de Madrid, que se había quedado con la finca de Bullas, que no le pertenecía. Al fin y al cabo él tenía un buen sueldo mientras que Andrés no tenía donde caerse muerto. Había perdonado al conserje de Sindicatos que se dejó un expediente en el mostrador del Yerbero y lo tiraron a la basura y él, tan exacto y cumplidor siempre, se ganó una bronca del Delegado Provincial. Pero no había perdonado a Pepita por lo del perro. Una mujer puede dejar a un hombre por otro hombre, pero no por un perrito lulú.

-Anda, Tata, acuéstate que ya bajo yo a cerrar la cancela. Pero Doña Pepita todavía no deseaba concluir la jornada y retuvo al matrimonio que la había acompañado en el balcón. -¿Qué prisa tienen Ustedes? Quédense un ratico. Mañana no hay que madrugar, y sus hijos ya son mayores y llevan llave. Y añadió con tono insinuante: -Vamos a tomarnos unos merengues. Son de Ros. Me los ha vendido Doloricas esta tarde; me ha dicho que están recién hechos, y esa chiquilla no me engaña.

-¡Muchas gracias!, Juan, ya está bien, guárdate algo, que todavía queda carrera-, pero él seguía sacando obsequios del buche. -Con Dios, Doña Pepita, que Usted siga buena, me voy que me se escapa el paso. -Es muy atento, el Juanico "el Francés", - explicaba Doña Pepita- tiene un almacén de vinos por el Camino Viejo de Monteagudo. Mi marido le llevó unos asuntos en el Juzgado y el hombre viene todos los años a darnos caramelos.

-Pues ya les he dicho que Ricardo López de Ceballos no me saluda, y la culpa la tuve yo. El me pretendía y la verdad es que a mi me gustaba. Pero mis padres eran muy a la antigua y no lo veían bien. No es que tuvieran nada en contra, pero decían que con diecisiete años era aún muy cría para ennoviarme. Un día me dijo mi madre que, si no hablaba más con él, me compraban un perrito lulú blanco que me hacía mucha ilusión. Llevaba mucho tiempo dando la lata para que me lo regalaran. Yo pensé que un perro era más seguro que un novio, que no se sabe en qué puede parar. El perrito era una monería, blanco, que parecía un borreguico, con un lazo rosa que le puso mi madre con la cinta que sobró de un sombrero que llevé para la Batalla de Flores. Pero la Tata se lo contó a la criada de mis amigas, las de Sagasta, y ellas se enteraron y se lo dijeron a Andrés, un primo de Ricardo que ahora vive en Madrid. Cuando Ricardo supo que lo había cambiado por un perro me retiró el saludo, y con razón. Yo creo que fue entonces cuando se le empezó a poner ese gesto que ahora tiene. La verdad es que de joven era yo un poco loca, pero... ¡Era tan bonico el perro!. Por la calle volvía gente de ver la procesión y retornaban nazarenos. -¡Huy! ¡Qué tarde se ha hecho, Doña Pepita!, hablando, hablando y con los merengues, que estaban riquísimos. Nos vamos ya que hay que descansar. -Yo, si viviera mi marido el pobre, me vestiría de manola mañana para correr las estaciones, pero ahora... no voy a ir sola. Les acompaño a la puerta para cerrar la cancela. La luna llena derramaba un chorro de plata por encima de los terrados. -Vaya se está moviendo fresquete, hay que abrigarse.

En cuanto terminó de pasar la tropa con bayoneta calada, bajaban los invitados por la escalera despidiéndose de Doña Pepita y dando las gracias, mientras los críos berreaban por el primer sueño interrumpido.

Por la calle pasaba Paco el Chepa gritando que en los ciegos había salido la Mudanza. Don Ricardo venía con aire cansado, apoyando cada paso en la vara plateada de mayordomo coronada por el capuchón y las cintas revoloteando. Vio a Doña Pepita y a sus acompañan-

Ya habían pasado por la Platería los soldados a caballo y venían los pasos, crujiendo a cada arrancada y tintineando los colgantes de las tulipas. Los de las sillas tenían que levantarse y apretujarse contra la pared para dejarlos pasar. La del Tesorero decía que un día iba a haber alguna desgracia. Los chiquillos, hartos de enredar, se quedaban dormidos en las camas y en los butacones; uno había pegado un caramelo chupado en la tapicería del sofá, y otro se había encaramado en una silla y había roto una figurita de porcelana que había en una leja: un negrito de melena ensortijada comiéndose una raja de sandía. La madre le dio unos azotes y Doña Pepita dijo que ya lo arreglarían con pegamín. Al acercarse el Cristo, se oyó un golpe del llamador. Doña Pepita sabía quien era. -Abre Tata. Es Juanico, como todos los años-. Un recio estante subió a toda prisa por la escalera, entró al recibidor y atropelladamente depositó en la consola un buen puñado de caramelos, habas y huevos duros.

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En el fondo necesitaba contarlo, y las golosas nubecillas de los merengues eran el pretexto para dar salida a aquel recuerdo que venía a inquietarla cada vez que se cruzaba con Don Ricardo. Sabía que contándolo se aliviaría, al asumir su falta y presentarse como culpable ante los demás.

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tes, dudó un instante pero se acordó del Cristo, y de la pobre Matilde, y de lo del perrito que era lo único que le faltaba por perdonar. Entonces tomó la decisión más costosa de su vida. Se dirigió a ellos con paso decidido. Saludó a las dos damas tomándoles la mano con una reverencia y estrechó la del caballero. Sacó del seno un puñadito de caramelos y los ofreció: -Tengan, son los últimos que me quedan. ¿Cómo estás Pepita?-. -Muy bien, gracias ¿Y vosotros?. -Regular. Matilde anda algo delicada del corazón-. -Pues que se mejore, y dále un abrazo de mi parte. -Descuida: se lo daré.

Don Fulgencio (Cuento de Miércoles Santo)

Unos gritos juveniles los sobresaltaron: -¡Chispa! ¡Chispa! ¡Ven aquí!. Una bolita de algodón corría, como una centella, hacia Santa Isabel, y una muchacha la perseguía desesperada. Doña Pepita dijo sonriendo: -Es la Nena del Notario que vive aquí enfrente. Todas las noches sacan al perrito y a veces se le escapa. Cuando llegó Don Ricardo a su casa, todavía estaba Matilde despierta. -Respiro muy mal y tengo palpitaciones, dáme las gotas. Su voz se entrecortaba. -Vamos a rezar Ricardo. Vamos a rezarle al Cristo de la Sangre. Su mano estaba fría y sudorosa. Cuando Don Ricardo decía: -...perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores... - se acordaba de aquel perrito que huía, como una exhalación por la Platería hacia Santa Isabel.l

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on Fulgencio Zambudio manejaba el carro despaciosamente por la carreterita que llevaba a la ciudad; no como esos jovencitos que, por parecer hombrones, aceleraban metiendo ruido y estropeaban los amortiguadores. Don Fulgencio había hecho muchas veces aquel camino, dejando el caballo al paso, cuando la carretera era de tierra, y se le había acostumbrado el cuerpo al ritmo cansino del animal. Además, los años le habían enseñado que no valía la pena el correr, porque lo que tenia que venir, llegaba siempre y lo que no, era vano perseguirlo. Había llovido aquella mañana, pero vino el aire montuno y las nubes se habían roto pronto, dejando desplomarse un chorro de sol sobre San Juan de Azilimoche. Don Fulgencio lo había visto así desde la baranda de su hacienda, al salir para tomar el auto. A lo lejos, el poblado parecía de juguete, con las casitas blancas apretadas en derredor de las dos torrecillas de la Iglesia y la cúpula azul del Concejo. La luz caía justo encima del pueblo como en un cuadro pintado, que había en la iglesia, en la capilla de los Acevedos, con un santo arrodillado y un pueblito blanco detrás, sólo que aquí faltaban los angelitos medio colorados, que en la pintura revoloteaban, como moscas, en el rayo de luz. Cuando parqueó, en el sitio de siempre, un paisano lo saludó ceremonioso llamándole Don Flugensio. Sólo el alcalde y algunos del Concejo le decían Don Fulgensio, y eso, seguramente, porque, al ser tocayo del dictador cubano, les sonaba el nombre. Desde que se había venido de allá, tan sólo una persona lo había mentado derechamente: un picador que había venido con la cuadrilla

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de Chicuelo, cuando toreó en la feria de Pradosluengos. Hicieron conocimiento en el café, tras la corrida, y el picador Alcaraz, que resultó ser de Totana, se sorprendió al oír su nombre y le preguntó si no vendría de Murcia. Pero Fulgencio sabía que en aquellas tierras, muchos le nombraban el Gringo porque su cara rojiza, sus ojos muy claros y su pesado corpachón enorme les recordaban a los americanos del norte que venían, a veces, a hacer negocios, o de turistas a visitar las ruinas de Copayá y, a la noche, emborracharse en los bochinches de la costa.

nadería de la Plaza de Camachos donde lo mandaban algunas veces a comprar, el de las tenduchas de salazones, el de la cuadra, el olor mañanero a chocolate y café en la cocina, el olor a flores, a incienso y a sudor que se respiraba debajo del paso. Pero sobre todo, Fulgencio volvió a oler lo que nunca debía recordar: el perfume de la Señora cuando el torrente negro del pelo se desparramó sobre su cuerpo. Entonces miró en derredor por si el indio Secundino todavía estuviera allí y leyera sus pensamientos.

No recelaba D. Fulgencio que aquel día se le iban a romper también a él las nubes del olvido. Eran tantos años los pasados acá, y tantos sucesos, malos y buenos, los que le habían venido sin tregua, que se había hecho poco memorioso, como si toda su vida hubiese pasado en estas tierras. Además, el día de su llegada, cuando bajó del barco, lo esperaba un indio de pelo negro y grasiento, nombrado Secundino, que lo recibió muy obsequioso y le dio todas las instrucciones para llegar a las tierras, que el Gobierno le tenía asignadas. Al ir de camino en el carro, le había advertido que nunca, nunca jamás, volviera a pensar en España, ni escribiera nadie de allá, ni mucho menos quisiera regresar, porque, si lo intentaba tenía órdenes de gente muy principal para desaparecerlo.

Antes de ir a la Banca se había acercado, como siempre, al Café de París. Se había sentado a horcajadas en la silla, junto al velador redondo de mármol, y se abanicaba la cara con el sombrero, a la espera de su taza. Decía Don Servando, el médico, que no debía abusar del café, porque el corazón se le iba cansando con los años y el mucho peso, y ya se notaba jadear cuando hacía esfuerzos. Pero Fulgencio no perdonaba una tacita, cuando bajaba al pueblo, porque allí, bajo las mugrientas cenefas rococó del Café de París, podía echar un rato de plática con los amigos. Fue entonces cuando vino hacia él Don Facundo Echevarría, el boticario, blandiendo en la mano el periódico que había llegado recién.

-No me haga pendejadas, que le va la vida en ello Al decírselo, le sonrió mostrando un diente de oro, y el recuerdo de aquel siniestro relámpago amarillo en la boca oscura del indio había servido para que los recuerdos de Murcia se apagaran rápido en su mente. Durante mucho tiempo el indio Secundino, que no envejecía, que siempre estaba igual, se le cruzaba algunas veces y lo saludaba con mucha reverencia y miramiento, le preguntaba por la familia y los negocios, pero, aunque nada le dijera, Fulgencio siempre le oía la advertencia. Ni siquiera estaba seguro de que se encontrara de verdad a Secundino, pero el reflejo aceitoso de su piel y de su diente dorado eran una barrera que hacía detenerse todos sus recuerdos en el día que arribó, sin retroceder más arriba. Pero aquella mañana se arruinó la tapia gris del olvido y volvió a ver, detrás de ella, el cañar del brazal, la colina parda agujereada de cuevas, la vieja ermita de su pueblo, la torre de la Catedral, dorada como una panocha de maíz, las calles húmedas de sombra, y el aparador del salón cargado de plata, con aquellas dos copas, que tanto le hicieron cavilar. De pronto le vino el olor del río al pasar el Puente de los Peligros, el del pimentón moliéndose, el de aquella pa-

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-¡Mire, Don Flugensio, lo que pasa en su tierra, siempre dominados por esos sicarios de sotana! ¡Están allá peor que en tiempos de Felipe II y la Santa Inquisición! El Licenciado le alargó el Heraldo del Pueblo, diario del Partido de la Revolución y el Progreso, abierto por la segunda página. Fulgencio sacó las gafas del bolsillo, y con ellas pudo leer el titular en gordas letras: La Madre Patria gime bajo el yugo de la dictadura clerical; y más abajo, en caracteres algo menores: La Policía de Franco obliga en España a los presos políticos a acarrear los tronos de las procesiones. En el centro de la página había una foto gris obscura en la que se veía un Cristo crucificado, con los pies desclavados y un angelito con una copa recogiendo el chorro de sangre que caía de su costado. El paso, cargado de tulipas de luz y de flores, era llevado a hombros por un grupo de encapuchados con la cara descubierta, amplios buches, y túnicas cortas, que dejaban ver los bordes de las enaguas y las medias blancas. A ambos lados del paso, dos guardias civiles, tiesos y serios, con tricornio y mosquetón al hombro. -Hace Usted muy requetebién, Don Flugensio, en no regresar nunca allá. Parece mentira que esos huevones de la ONU no se decidan a acabar con la dictadura franquista.

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Aunque en el escueto artículo nada se decía de dónde había sido tomada la foto, no tardó Fulgencio en reconocer el paso y recordarse él mismo, con la túnica y el capuchón, llevándolo, la víspera de su partida, cuando aún no podía ni sospechar cómo iba a ser su futuro. Habría querido entonces rebatir al Licenciado: explicarle que aquello no era lo que parecía, que los nazarenos estantes de Murcia salían de buen grado y por tradición, cargando en el paso, y que los guardias civiles iban a los lados como de adorno. Pero pensó que iba a ser muy difícil que el boticario lo entendiera, tan exaltado como era, y prefirió callar y no entrar en riñas. Aquel periódico se le pegaba en las manos y no quería dejarlo.

zada la mañana y un calor húmedo, como aquel que se sentía cargando en el trono, se metía por la ventana entreabierta y le hacía abanicarse con el sombrero. No había a aquella hora parroquianos, y el mucamo negro, que servía, barría el suelo muy lentamente, por milímetros. Después de cada barrida se apoyaba a descansar en el palo de la escoba, igual que los estantes de la procesión hacían con la horquilla. Igual que había hecho él aquella noche de Miércoles Santo, la última que había vivido en Murcia. Hasta se recordaba ahora cuando se apoyó en la horquilla a la subida del Puente Viejo y un borracho se puso a vociferar, pidiéndole perdón al Señor y diciendo que él había hecho una buena acción. Fue al volver de llevar el Cristo, sudoroso y con el hombro dolorido, cuando lo esperaban los señoritos Don Anselmo y Don Matías, hermanos de la Señora. Traían el ceño atravesado y lo apartaron a la cuadra para decirle: -Fulgencio, lo que has hecho con mi hermana no tiene nombre, lo sabemos todo.

-¿Podría dármelo el Señor Licenciado, cuando lo tenga todo leído? - Quédeselo ya, Don Flugensio. Lo leí enterito. Y lo que más me apena es que los conquistadores sembraron también por acá la simiente del clericalismo y la superstición, que llevaban metida en los propios glóbulos de la sangre. Pero nosotros, los pueblos del Nuevo Mundo, vamos rompiendo esas cadenas y abriéndonos al aire de la libertad. En la vieja España, por el contrario, parece que jamás lograrán triunfar las luces de la razón. A Don Fulgencio el Gringo se le iban los pensamientos para otro lado y casi no sentía la perorata de Don Facundo. Ahora notaba el contacto tibio del cuerpo de Doña Fuensanta, y el crujir de la seda de su vestido la primera vez que la tomó en brazos, que fue a la vista de todos, cuando fueron a merendar una tarde de otoño a la Urdienca. Venía crecida la regadera y quedaba lejos el puente para cruzar de una parte a otra. Los hombres saltaban demostrando a los panochos que los señoritos no eran tan torpes para moverse como ellos se creían. Pero las mujeres no podían con las faldas largas y alguien, viendo la fortaleza del corpachón de Fulgencio, propuso que las cruzara tomándolas en brazos. Cuando la Señora se vio levantada del suelo, advirtió enseguida el estremecimiento del cuerpo de Fulgencio y el bermellón que se subía por su rostro. Le dijo muy risueña que no la fuera a tirar al agua y él, más azorado todavía, temió que las fuerzas le flaqueasen, pero respiró hondo, afirmó los pies a ambos lados de la acequia, y pasó al otro lado aquel cuerpo que pesaba como una pluma, pero que le quemaba en los brazos y hacía que la sangre le golpeteara la garganta. Fue aquella misma tarde de la merienda cuando Don Ildefonso le dijo de irse a Murcia, a la casa, para cuidar los caballos y guiar la calesa, y entonces empezó para Fulgencio un carrusel, cada vez más rápido, que acabó con él en América. Deseaba Fulgencio que se marchara el Licenciado y lo dejara solo con aquel papel, que acababa de evaporar las nubes del olvido. Bebía el café muy despaciosamente, como si no quisiera que se acabase, para seguir demorándose en los recuerdos. Andaba avan-

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Vinieron después las reprensiones, el desprecio y las amenazas. Si se enteraba Don Ildefonso lo mataría, y esto acababa siempre sabiéndose. --Tienes que quitarte de en medio inmediatamente, para que no se pierdan mi cuñado y la loca de mi hermana. Coge tu ropa, que ahora mismo te llevan en el cabriolé a Alicante. Allí tomas mañana el barco que sale para América. Los que te llevan lo tienen todo apercibido--. -Toma, aquí tienes un dinero. Cuando desembarques te estarán esperando y te darán tierras. Pero no repliques, ni mucho menos intentes que te vea la Señora. Te va en ello la vida, sinvergüenza. Yo creo que Don Ildefonso sospecha algo. El que sí lo sabía era el indio Secundino. -¡Vaya! Con que tuvo lío en España con dama de posición. Acá no habría salvado la vida. Pero no se apure el Señor, que no han de faltarle por estas tierras yegüitas para montar. No le habían faltado a Fulgencio mujeres en su lecho: cuarteronas de fuego obscuro, chiquitas de la tierra con ojos dormilones y azabache en el vientre y hasta pálidas gringas flacas, que escondían un puñadito de azafrán. Dos veces había maridado y las dos esposas murieron, la primera de sobreparto y la segunda de fiebres. Ninguna había sido como aquel nácar blando de la Señora, ninguna tenía aquellos ojos de carbón, estrechos y largos, ni aquella boca roja de muñeca. Ni menos aquel torrente de pelo negro que caía de golpe cuando se quitaba el último alfiler del alto moño. Ahora lo miraba todo, que tan lejano y borroso había permanecido para él, como si súbitamente le hubiesen dado un giro a la lente y se lo hubiesen enfocado. La Cata-

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linica, el ama, estaba limpiando la plata del aparador con un manojo de estopa y un bote de una crema blancuzca que olía de un modo raro. Lo había llamado para que le ayudase, pues estaba terminado el trajín de la cuadra y no tenía cosa en que ocuparse. El obedeció y comenzó a frotar las dos grandes copas de plata que ella le había dado. Estaban negruzcas, pero, al restregarlas, brillaban con un resplandor frío, como si tuviesen dentro la luz de las estrellas. Al limpiarlas vio que tenían una fecha grabada, en ambas la misma.

Todavía pensaba Fulgencio que lo sucedido entonces no pudo ser verdad, que era uno de esos ensueños que le venían, de joven, al amanecer y que tanto le incomodaba tener que dejar, para levantarse. Cuando la Señora se quitó el agujón, desparramando el moño sobre los hombros, y se le acercó sonriendo, pensó que no podía ser lo que parecía, y se apartó un poco para no rozarla. Ella le preguntó si es que le tenía miedo y él se quedó más torpe todavía, como paralizado. Ahora veía muy bien cómo estaba la persiana clareada y entraban en el cuarto unas líneas paralelas de luz anaranjada que se abrazaron al cuerpo de Doña Fuensanta rodeándolo con un enrejado de oro. Pero, luego, después de la locura, volvió él a su cuarto y seguía pensado que todo era mentira y no había pasado, y así siguió recelando que no podría volver a suceder, cada vez que la Catalinica lo llamaba con voz queda para una nueva visita.

-¿Te gustan esas copas Pencho? El había asentido con la cabeza y ella, bajando la voz, había añadido sonriendo con aire misterioso: -Más te gustaría de donde se tomaron los moldes para fundirlas Había despertado su curiosidad y ahora acosaba a la vieja preguntando por el sentido de sus palabras, pero ella no se lo quería decir, intrigándolo más: era un secreto que no debía revelar. Tras muchas porfías el ama bajó la voz hasta el susurro. -Las hizo un joyero de Madrid cuando los señores estuvieron allí en el viaje de bodas. El molde lo tomó de los pechos de la Señora. ¿No ves la forma? Un capricho de Don Ildefonso que es muy especial para sus cosas. A Doña Fuensanta le da vergüenza y no quiere que nadie lo sepa. Fue entonces cuando Fulgencio notó arder su cuello y latirle la sangre como aquella tarde de la merienda en la Huerta, cuando tuvo que pasar a Doña Fuensanta en brazos, de un lado a otro de la acequia. Las copas se le tornaban tiernas y tibias y apenas podía apretarlas con las manos. Pero el recuerdo más vivo el que le punzaba ahora el pecho estorbándole el respirar, era el de aquella tarde de domingo, con un sol dorado y limpio, que resbalaba por los terrados y empapaba las fachadas. Don Ildefonso estaba de caza con sus amigos y no volvería hasta el día siguiente. No tenía que enganchar los caballos, los había limpiado, les había echado pienso y agua limpia. La cuadra estaba arreglada. Ese día descansaban las bestias y él también. Se lavó entero y se vistió la ropa limpia para salir a dar un paseo por el Malecón o por la Glorieta, si no le mandaban alguna cosa, pero entonces no sospechaba cómo la llamada de Catalinica iba a cambiar sus planes para siempre.

Volvió Fulgencio adonde tenía el auto, andando lo más de prisa que podía, aunque le incomodaba aqu ella calor pegajosa que bajaba, como un manto, del cielo gris blanquecino. Sabía que no podía ser, pero le parecía que tras aquellas paredes carcomidas por el aire húmedo del trópico, escondido en algún galpón, estaría el indio Secundino y saldría de alguna de aquellas puertas repintadas para cumplir su profecía. Cuando llegó a la hacienda había, como siempre, olor a serrín y a madera cortada. Cargaban los obreros los grandes bloques de madera en los camiones que iban a salir por la carretera de Chimpotile para llevarlos a embarcar. El se fue derecho a su cuarto, abrió un secreter antiguo que había comprado años atrás y que le dijeron haber sido del Secretario de un Virrey, del tiempo colonial. Manejó el laberinto de cajoncillos hasta llegar al más hondo, y allí guardó la página del periódico con el retrato del Cristo de la Sangre procesionando. Desde entonces, si se despertaba porque le venía el ahogo en la madrugada, sacaba aquella página, se sentaba, apoyado en el cabeceral de la cama y se estaba mirándola, sin llegar a creerse que le hubiera pasado todo aquello.l

-Pencho, no puedes irte ahora. La Señora tiene que hablar contigo. Está en su gabinete

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Fuensanta (Cuento de Miércoles Santo)

N

o faltaba Fuensanta ningún Miércoles Santo a ver pasar la Procesión bajo los balcones de casa de su hijo. Cada vez se le iba haciendo más turbia la vista y necesitaba de una lupa gorda para leer los titulares del periódico y las esquelas. Pero le gustaba escuchar el murmullo de la gente, los tambores de la burla, el grito destemplado de las bocinas, las bandas de música y los redobles de la tropa desfilando. Todavía distinguía las manchas rojas de los nazarenos navegando entre el gris borroso de la calle y los puntos de luz de los cirios avanzando como un ejército de luciérnagas. Cuando paraban los pasos delante del balcón, podía oler el perfume de los claveles y los alhelíes, y le quedaban tan cerca las imágenes que veía, con algo de niebla, entre la luz dorada de las tulipas, el airoso porte de la Samaritana, el gallo de San Pedro en su pedestal, y, sobre todo el Cristo de la Sangre crucificado y andante, con la melena estremecida y el chorro de seda oscilando, desde el costado a la copa. Entonces le pedía misericordia por aquello que, desde hacía tantos años, le oprimía el alma. Aquel secreto era ya entonces sólo suyo, porque la Catalinica, el ama, había muerto, mucho tiempo atrás, y sus dos hermanos también: uno de repente y al otro le dieron el paseo los anarquistas al poco de empezar la Guerra. Las únicas tres personas que habían sido sus cómplices habían callado mientras vivieron, y se llevaron el silencio a la tumba. Sabía Fuensanta que no había obrado bien y mucho tenía llorado por lo que hizo. Muchas noches las pasó en claro, atormentada por los remordimientos, pensando que debía haberse comportado de otra manera, aunque hubiera vuel-

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to a la miseria. Debería haber hecho como los mártires del Cristianismo, que daban su vida por no renunciar a su fe, pero ella había sido cobarde y había cedido a lo que le propusieron, como única salida para mantener la posición que había alcanzado. En aquellas noches de amargura le venía al corazón un frío de muerte, como el de aquella pasta blanca que le derramaron por el pecho en el taller del joyero de Madrid, cuando su viaje de bodas, y después un ardor que le abrasaba, como el rostro de Fulgencio cuando, ya vencido, se reclinaba como un crío sobre su regazo. Pero luego reparaba en que tenía a su hijo ingeniero, bien situado, que la quería y miraba por ella, y también el tesoro de sus nietos, y pensaba que nada de esto tendría, si no hubiese cometido aquella locura. Se convencía de que jamás podemos comprender del todo el por qué pasan las cosas, y hasta sospechaba si no sería verdad eso de que Dios escribe derecho con renglones torcidos. Lo que hizo, aunque fuera malo, había traído el bien para todos, para sus hermanos que pudieron vivir como señores, para ella misma, y hasta para el pobre Ildefonso, que pasó sus últimos seis años encariñado con aquel chiquillo, a quien creía su hijo. Nunca se le iban de la mente los recuerdos de entonces, pero se le hacían más vivos, cuando veía la procesión de los coloraos en casa de su hijo, porque había sido un Miércoles Santo la última vez que vio a Fulgencio antes de desaparecer para siempre. Por eso, sin que nadie lo sintiera, se apartaba un poco del balcón, se acercaba a la mesa del despacho y acariciaba la brillante madera, como si le tomase la mano a aquel Fulgencio lejano y le pidiese perdón. Esa era la otra parte de su secreto, la pieza que faltaba por encajar del rompecabezas, la que serenó su alma, cuando menos lo esperaba, aquella mañana en la carpintería, en que tanto trabajo le costó disimular su sobresalto. Estaba su hijo jubiloso, porque regresaba destinado a Murcia, después de los tres años de estar en el norte. Tenía que amueblar su casa y recurrió a ella para que le buscara un buen carpintero. Fuensanta no lo dudó, había que ir al Mariano, el de la Media Legua, un artesano formal, capaz de hacer unos muebles de categoría con buena madera, como correspondía a la posición de su hijo. Fue con él y su nuera para tratar del encargo. En el patio del taller se olía a serrín fresco y a la humedad de la acequia cercana. Unas gallinas pardas correteaban picoteando, y un gato, blanco y gris, dormitaba al sol entre las macetas de calas que empezaban a florecer. Mariano escuchaba respetuosamente las indicaciones de su hijo y trazaba líneas en su libreta con un lápiz, que después se colocaba sobre la oreja. Al preguntarle por la madera contestó:

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-He recibido de América una partida de lo mejor, esto es para toda la vida, no van a encontrar otra igual. Y, luego a luego, el que la manda puede ser de por aquí, de los muchos que se fueron, porque mire Usted, Señora, ese sello que lleva. Aquí pone Fulgencio Zambudio Escudero

conocía y saludaba. Lo respetaba, porque siempre se mostraba cortés con ella y estaba pendiente de sus caprichos. Le estaba agradecida por haberla sacado de la negra miseria en que su familia había caído. Pero nunca había sentido con él estremecimientos ni arrebatos, ni risas locas, ni lágrimas de rabia. Se preguntaba Fuensanta en qué estaría pensando tan absorto su marido y se daba cuenta de que ella era una recién llegada a su vida, y él tenía muchas cosas en que pensar y muchos recuerdos para llenar su mente: un breve matrimonio con una mujer que murió de sobreparto, aquel hijo muerto de tuberculosis en plena juventud, los negocios, las fincas y la política. Había tantas cosas en la vida de Don Ildefonso, que apenas quedaba sitio en ella para su nueva mujer.

Fuensanta miraba y remiraba las letras negras, grabadas a fuego en el bloque de madera rojiza, y no podía dar crédito a lo que veía. De pronto, reaparecía Fulgencio. Estaba vivo y, según parecía, bien situado. Sintió un alivio, como si su pecho se librara de una losa, que lo oprimía hacía ya muchos años; seguramente aquella locura había servido también para que Fulgencio hiciera fortuna. Como estaba tan pensativa, su hijo le llamó la atención: -¿Tu qué dices, Mamá?. Ella apenas pudo decirle que sí, que le parecía muy bien, porque no podía revelarle su alegría al saber que la mesa en que él iba a trabajar, la cama en que dormiría, y el comedor de las grandes ocasiones, se iban a hacer con la madera que su padre había mandado desde América. Aquel otro Miércoles Santo, tan lejano, sentía ella en la boca una sensación extraña, como si todo le hubiese caído mal y tuviera que vomitar. Ya le había dicho a Ildefonso lo de su embarazo y él la había abrazado con entusiasmo, la había besado con avaricia, diciéndole Muñequita. Ella se sobrepuso a las molestias y salió del brazo de Ildefonso, dando un paseo hasta la casa de Don Ramiro un amigo de él, en la Plaza de Camachos, donde les tenían preparados en el portal unos sillones para que vieran la procesión cómodamente. De aquella tarde lo recordaba todo como si acabase de suceder. Estaba su marido en el salón, esperándola. Cuando terminaron de arreglarla fue a decírselo pero, antes de hablarle, se quedó un momento observándolo ensimismado en las ascendentes nubecillas de humo del habano. Con el resplandor, que entraba por la ventana, parecían clarear más aquellas hebras plateadas, que cada día se multiplicaban en las guías retorcidas del bigote y en las largas patillas. Muchas veces lo observaba Fuensanta, cuando él se quedaba pensativo, sin atreverse a hablarle, porque, aún después de tres años de casados, le seguía pareciendo un extraño; un personaje mágico, que había transformado su vida, y con el que no tenía nada en común, aunque se acostase con ella, cuando no tenía viajes ni cacerías. Ni siquiera podía precisar si lo amaba, porque lo que sentía por él era más bien admiración, respeto y gratitud. Admiraba a aquel hombre de porte elegante, a quien todo el mundo

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Aquel Miércoles Santo había sido su encuentro con el Churro, en la Plaza de la Catedral. Lo había visto tan estropeado, sucio y de tan mal color que le había costado reconocerlo. El vino había destruido a aquel trabajador rudo y simpaticote que jugaba con ella, cuando estaba en la finca de su padre. Ahora hasta daba asco mirarlo, pero él le recitaba todavía, con voz estropajosa las retahílas de los juegos infantiles y ella sentía una pena enorme por el Churro, al recordar aquellas tardes en el campo. Por eso le dio un duro de plata, aunque supiera que se lo iba a gastar en vino. Cuando se marchó notó a Ildefonso muy sorprendido porque el Churro le hubiese hablado con tanto cariño y le dijo que era un tipo peligroso, un matón borracho que siempre andaba en lugares de mala fama. Le recomendó que si alguna vez aparecía por su casa buscando dinero, procurase no recibirlo pues no era persona de fiar. Pero el Churro no apareció nunca más en su vida; seguramente le vino pronto la muerte que ya se le anunciaba en aquel color ceniza del rostro. Todavía le parecía a Fuensanta oler el aroma de pan caliente que salía de la panadería de la Plaza de Camachos cuando llegaron. A ella le habría apetecido comerse allí mismo un panecillo tierno y tibio, con aceite y sal, pero no se atrevió a pedírselo a su marido. Le vino, como un destello oscuro, el recuerdo de aquel tiempo en que tenía que ir allí a comprar el pan de fiado, y cómo oyó al Tonto comentar por lo bajo lo de su padre. También estaba allí el Paco el Chepa, guardando los cuatro sillones de color corinto que se habían bajado de casa de Don Ramiro, para la procesión. No sabía Fuensanta que aquella tarde de Miércoles Santo sería la última vez que viera a Fulgencio, allí, en la banda derecha del paso, con sus medias blancas bordadas, los encajes de la enagua asomando por la túnica corta y las cintas blancas, que pen-

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dían del capuchón, enmarcándole el rostro. Andaba inclinado, arrimando al paso su poderoso corpachón, como un toro codicioso cuando empuja en los ijares del caballo del picador. En cuanto el cabo dio el golpe, para detener el paso, vino a obsequiarlos, muy respetuoso. Depositó en el regazo de Fuensanta un puñado de caramelos huevos duros y habas, con la vista baja, como si delante de Ildefonso no se atreviese a mirarla a los ojos. Entonces ella comenzó a sentirse mal y la vista se le nubló un poco. La señora de Don Ramiro le hizo aire con el abanico y mandó que le bajaran de casa una taza de manzanilla. Todos le decían que era cosa de su estado y, aunque ella se recobró pronto, Ildefonso no quiso que regresaran andando. Mandó al Tonto de las Palmas a buscar una galera para que, en cuanto la procesión bajase el Puente y dejara libre el paso viniera a recogerlos. Siempre había sido su marido muy obsequioso con ella aunque, con la diferencia de edad, y el mucho tiempo que él había pasado de viudo, se había hecho a ser poco casero y andaba siempre con los amigos y sus asuntos de la política. A Fuensanta le parecía que la tenía a ella de adorno, como quien se compra una joya o un cuadro de capricho, para lucirlo. Pero no podía tener queja, porque, cuando estaba con ella, siempre la trataba con educación y cuidaba de que nada le faltase. Tampoco ahorraba los cumplidos cuando ella se arreglaba para acompañarlo a alguna fiesta, pero aparte de eso, nunca tuvieron una charla con intimidad, jamás le reveló planes ni secretos, y ella se sentía con él como de visita. Sólo en sus últimos años, con el chiquillo, se hizo algo más sedentario, pero aún así Ildefonso fue para ella siempre un extraño, al que nada podía reprochar, a quien todo se lo debía, pero a quien nunca consideró como algo suyo. Para Fuensanta era como si la vida hubiese comenzado cuando su boda. Todo lo anterior era un mal sueño, que no podía haber sido verdad, y del que había despertado. Sin embargo recordaba muy bien a su madre siempre llorando, y a su padre con la cabeza hundida entre las manos, diciendo en voz baja que ya no volvería a jugar. Pero, aunque siempre prometía empezar una nueva vida, cada vez eran mayores los disgustos: una noche no volvía a casa, su madre la mandaba a la cama y se quedaba en vela, y, al día siguiente, volvían los lamentos y las lágrimas. Cada vez que pasaba aquello, parecía que su padre hubiese envejecido diez años. El patrimonio de la familia iba menguando. Apenas recordaba ella la finca de Sucina, donde correteaba tras las gallinas, con sus hermanos, cuando era pequeña. Se vendió para pagar las deudas de su padre. Después pasó lo mismo con las tahullas del Rincón de Beniscornia,

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y con las del Carril de las Palmeras, y con la casa de Corvera, y con las del Barrio de San Antolín, y así con todo. El padre siempre decía que las deudas de juego son deudas de honor, pero, cuando vendía algo y pagaba lo perdido, se escapaba de nuevo a jugarse el dinero que le había quedado, pensando resarcirse. Catorce años tenía ella cuando tuvieron que dejar la casa de San Lorenzo para irse a un bajo estrecho y húmedo, por la Trinidad. Hasta los muebles se los quedaron los compradores y tuvieron que procurarse otros de pino, muy sencillos. No les quedaba para vivir más que la renta de unos almacenes en el Carmen, pero los inquilinos eran malos pagadores, y el alquiler tan exiguo que apenas daba para ir tirando. Muchas noches se acostó sin cenar y eso que la madre siempre decía que ella no tenía gana, y dejaba para los hijos lo poco que había. Pero, aún así, hubo meses en que, recién cobradas las rentas, desaparecieron en una noche turbia, sobre un tapete verde.

el remordimiento por lo que había hecho, leía y releía la página de aquel libro en la que se hablaba del perdón de los pecados por los sufrimientos de Cristo en la Cruz, y entonces parecía que su pecho se aflojaba y el aire le entraba hasta dentro. Fue esa misma primavera, antes de que naciera el niño, cuando tomó un pétalo de una rosa púrpura del ramo que estaba en búcaro de cristal, junto a la ventana del salón, y la colocó dentro del libro, justo en la página en la que siempre se detenía. Todavía ahora, tantos años después, cuando volvía a tomar el libro, iba siempre a la misma página y apartaba con el dedo el rojo pétalo seco, cuidando mucho de que no se rompiera, pues ya estaba muy frágil. Aquella hoja roja era el testimonio momificado de su culpa, pero también del perdón que esperaba.

Después vino la tragedia. Un día de invierno golpearon los vecinos el llamador con fuerza y preguntaron por sus hermanos. Luego todo se fue sabiendo: a su padre lo había arrollado el tren en el paso a nivel de Quitapellejos. Aquello fue interminable. Por el día, ir y venir con su madre y los hermanos al depósito, arrebujadas en los negros mantones para protegerse del viento helado, esperar a que el Juzgado levantara el cadáver y el forense hiciera la autopsia, sin que a ella le dejaran siquiera verlo; por la noche el velatorio, con unas tazas de caldo de gallina, que prepararon las vecinas. En los meses que siguieron, pasadas ya las antiguas tormentas, se desparramó un silencio frío por todos los rincones de la casa. Su madre cada vez peor, enferma del pecho y sin gana de vivir, los hermanos tratando de cobrar, casi siempre sin éxito, las exiguas rentas para ir tirando, y ella yendo hasta la panadería de la plaza de Camachos donde le fiaban el pan y poniendo cada día excusas para dilatar el pago. Allí fue donde una vez oyó decir, por lo bajo, al Tonto de las Palmas que era la hija del que se había tirado al tren, después de una noche en que lo perdió todo jugando. Sólo tenían el consuelo de Don Baltasar, el cura, que venía a visitarlos a menudo, con algún paquetito de comestibles o de ropa, que desechaba la gente rica y que él pedía, sin revelar para quiénes iba. También traía algunos libros viejos para que ella leyera. Ahora ya no podía apenas leer Fuensanta, pero todavía le gustaba coger aquel libro antiguo, que Don Baltasar le había regalado, y deletrear algunas líneas con la lupa: tenía un título muy largo Exercitaziones piadosas sobre la Sangre Redemptora de Nuestro Señor Iesu Christo, compuestas por el Muy Ilustre Señor D. Josef Melgar, Canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Carthagena y Capellán consiliario de la Real Archicofradía de la Preciosísima Sangre de Ntro. Señor. Cuando le venía a Fuensanta

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Fue Don Baltasar, el cura, quien les propuso su casamiento con Ildefonso. En una de sus visitas quiso hablar a solas con su madre. A ella la mandaron a la Iglesia, con la excusa de ayudar a la Sacristana a aderezar el altar, para una función solemne del día siguiente, y allí se estuvo toda la tarde, colocando la blanca espuma de los manteles de encaje, cortando las flores y poniéndolas con agua en los jarrones, limpiando los candelabros dorados para que refulgieran al sol. Cuando regresaba a casa, iba ella pensando cómo todo aquel mundo de blancuras, colores, fragancias y brillos acababa de cerrarse para ella, que iba a caer otra vez en la grisura triste de su casa. Pero, al llegar notó en el rostro marchito de su madre un poco de luz, como si el tiempo y la enfermedad hubiesen retrocedido. Le contó lo que había platicado con el cura y cómo le había propuesto casarla con D. Ildefonso, un caballero viudo de la mejor sociedad, respetable y adinerado. Apenas le salía a su madre la voz del cuerpo, por la emoción y, seguramente, por el miedo a que ella rechazase el ofrecimiento. -Tu, no lo conoces, hija, pero tu padre, Dios lo haya perdonado, sí tuvo trato con él y su familia. Es ya mayor, pero elegante y distinguido, ha sido diputado varias veces y vive a lo grande. Con él nada te faltaría, serías una gran señora. Se hará lo que tu quieras, hija, pero te pido que aceptes. Así podré, por lo menos, morirme tranquila, después de lo que tengo padecido. No quisiera verte tirada en la calle, hija mía. Me despierto llorando por las noches porque sueño que te veo pobre y andrajosa, pasando miseria. ¡Cásate con él, hija! A partir de entonces todo cambió. Pasaban las cosas tan de prisa que no le daba tiempo a creerse una, cuando venía otra nueva, y llegó un momento en que sólo se dejaba llevar de un suceso a otro, y le parecía que el tiempo ya no era suyo, como si su vida no le perteneciera. Miraba lo que estaba sucediendo, como contemplaba las nubes cuan-

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do era niña, en el campo de Sucina, y se imaginaba que eran castillos encantados, gigantes amenazadores, angelotes gordinflones o navíos de velamen desplegado. De pronto la voz de su madre la hacía regresar, al preguntarle por qué estaba absorta mirando al cielo como una tonta. Ahora se veía a sí misma, comprándose vestidos y sombreros, comiendo bien cada día de los paquetes que enviaba Don Ildefonso, por mediación del cura, y paseando por el Malecón acompañada por aquellas señoras a quienes antes sólo conocía de verlas en la Iglesia. Pensaba que la que paseaba y se probaba en casa de la modista no era ella misma, sino otra que se le parecía, y que en cualquier momento la iban a llamar para que dejase de mirar como una boba.

chocolate o un refresco en el Casino o en el Café Oriental. Pronto le habló de matrimonio, le pidió permiso para hablar con su madre y se quedó aguardando la respuesta, como si no la supiera de antemano. Después, ni siquiera pudo hacer la protocolaria visita a la casa para pedir la mano, pues no quería su madre que conociera el pobre cuchitril. Todo se arregló con una entrevista en la casa parroquial de Don Baltasar, para ultimar los preparativos de la boda, una ceremonia discreta, que se celebró a no mucho tardar. Pero antes vino aquella merienda en la finca de la Urdienca, para presentarla a las amistades, cuando conoció a Fulgencio, que tuvo que cruzarla en brazos, porque el brazal venía crecido y se había derribado el puente. Aunque a ella le parecía que siempre andaba en volandas, de un lado para otro, en su nueva vida, sintió vértigo al subir en brazos de aquel hombre y notar como el rostro de él enrojecía.

Fue una tarde en el Malecón cuando se les acercó Don Ildefonso a saludar a su acompañante y fueron presentados. Recordaba Fuensanta muy bien su figura, recortándose sobre un fondo de cipreses y palmeras. El cielo derramaba un polvillo de oro que empapaba la tierra, y sobre aquel fondo amarillo, estaba Don Ildefonso, con levita gris, chaleco de raso, bastón de puño de plata y alta chistera, que se quitó, antes de hacer la reverencia y besarle la mano. Los años no habían doblegado su porte, pero sí habían puesto algunos toques blancos en su barba, pulcramente recortada, y en sus sienes. Encontraba Fuensanta su rostro entre bondadoso y severo, como el de los santos de la Iglesia, y, aunque no cesaba de mirarla, le parecía que sus ojos se dirigían a un lugar lejano en el que ella jamás podría entrar. Ya intuyó entonces que Don Ildefonso siempre guardaría para sí mismo las luces y las sombras, los paraísos y los infiernos de una vida en la que ella no había estado. Sólo unos años después, cuando su salud se arruinó y lo vio sentarse en el suelo a jugar con el niño, le empezó a parecer un ser humano de carne y hueso, no un arcángel protector, admirable y lejano. Pensaba Fuensanta en su padre, que no le llevaría muchos años a Don Ildefonso, y comparaba aquella figura atildada con la espalda doblada, la mirada turbia, las profundas ojeras y la barba descuidada de aquel hombre derrotado por la vida y sentía entonces que el pasado desprecio, aquel odio antiguo, que había brotado en su alma, y que tanto hizo por arrancar, se marchitaba como una mala hierba y se volvía una inmensa pena, hacia el padre extraviado que nunca logró encontrar el buen camino. Aquella tarde, y todas las que siguieron a aquella, las acompañó Don Ildefonso por el oro viejo del Malecón, por la fresca humedad del Plano de San Francisco, junto al rumor del río que se despeñaba por los azudes, por el griterío infantil de la Glorieta, por la Plaza de la Catedral cuya fachada barroca se teñía de rosas y malvas con las últimas luces, bajo las arcadas de los soportales, junto a la mole inmensa de la Torre, y por el ir y venir de la Trapería, donde todo el mundo lo saludaba, quitándose el sombrero. Luego las invitaba a un

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Su vértigo se había hecho más patente y aturdidor en el viaje de bodas que hicieron a Madrid, donde cada día visitaban a las amistades de su marido, cenaban en restaurantes de lujo y asistían a teatros. Lo único que recordaba con nitidez de aquel tiempo era su sorpresa, cuando Ildefonso le pidió que acudiesen al taller de un joyero austriaco para que le tomaran moldes de sus pechos y fundir sobre ellos unas copas de plata. No podía negarse al capricho de su marido, pero se moría de vergüenza cuando la señora del joyero la pasó a un cuarto cerrado y le fue echando aquella pasta blanca, que se endurecía sobre su busto desnudo, mientras trataba de tranquilizarla hablándole con un extraño acento que no parecía sino que las erres se le quedasen atravesadas en la garganta. Después la vida se fue aquietando en la comodidad de su nueva casa. Su madre se fue a curarse a una buena casa en la sierra, pero, como si ya no le fuese necesaria, murió a los pocos meses. Sus hermanos se encargaban de cuidar las fincas de su marido, controlando a capataces, arrendatarios y aparceros, y la Catalinica, que había sido su nodriza en los buenos tiempos de su niñez, se vino con ellos de ama de llaves. Ildefonso, entre la caza y la política faltaba mucho en la casa y ella se iba habituando a aquella rutina placentera. Pero sus hermanos le hablaron con gesto sombrío y la llevaron al despacho del Notario donde escuchó, por primera vez, aquellas palabras fatídicas que todavía resonaban en su recuerdo con precisión absoluta: substitución fideicomisaria. El Notario, Don Juan Massip de la Casa era valenciano. Llevaba barba y, para leer los documentos, se ponía unos anteojos de pinza sobre la nariz. Cuando hablaba marcaba mucho la ese y la be de la palabra “substitución”. Pausadamente le fue confirmando lo que ya le habían adelantado sus hermanos: todo lo que Ildefonso tenía pasaría a sus descendientes le-

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gítimos, si los tenía, pero si moría sin ellos, le correspondería a sus dos tías, Eulalia y Gertrudis, porque así lo había dispuesto en su testamento la abuela Doña Melchora, la que fue Dama de Honor de S. M. Isabel II.

-El Fulgencio es buen muchacho, educado y servicial, fuerte como un roble. Además es rubio y, si lo que nazca sale a él, dirán que se parece a Don Ildefonso en la color del pelo. Tienes que hacerlo para vivir segura el resto de tu vida, que, con tus veintiún años, tienes aún mucho por delante, y ya has conocido lo mala que es la miseria, hija mía. Tampoco te va a costar mucho lo que has de hacer porque estáis los dos en la flor de la vida. Piensa que muchas damas empingorotadas hacen por vicio lo que tu vas a hacer por necesidad. Y entonces añadía muy misteriosa: -Si yo te contara las cosas que sé...

-Esto se llama substitución fideicomisaria combinada con una substitución vulgar, si el fiduciario sine liberis decesseritl. Aunque el testamento fue otorgado antes de su vigencia, se entiende que tal figura jurídica es perfectamente admisible en el nuevo Código civil. Si su matrimonio, Señora mía, fructifica, contará su prole con una considerable fortuna y tendrá su porvenir asegurado, pues tal fue la última voluntad de la fideicomitente. Si así no fuere, serán las señoras tías de su esposo quienes recibirían el patrimonio, llegado que sea el deceso de Don Ildefonso, a quien larga vida deseo. Entonces había comprendido Fuensanta la preocupación de sus hermanos, la insistencia por llevarla secretamente a la Notaría, y también la frialdad, mal disimulada, con que las tías de su marido la habían tratado siempre. Hacía ya muchos años que había muerto, muy joven, Evaristo, hijo del primer matrimonio de Ildefonso, y, al permanecer él viudo, y ser algo calavera, abrigaban la esperanza de sobrevivirle y recibir todo su patrimonio, Eulalia la solterona pensaría, sin duda, dárselo a los curas, y Gertrudis, la viuda, dejárselo a su hijo Alfredito, aquel zascandil bobalicón. Por eso le había dicho Catalinica que una criada, amiga suya, les había oído comentar, en una reunión, que Ildefonso no dejaría preñada a la muerta de hambre con la que se había casado, porque andaba ya muy quebrantado de salud, y habían añadido, con muy mala idea, que los excesos siempre se pagan. Ahora, cuando las luces amarillas de la procesión pasaban en hilera por la oscuridad, y el largo quejido de las bocinas, seguido del agobiante redoble de los tambores de la burla, llegaba a sus oídos, se acordaba Fuensanta de las muchas presiones que tuvo que soportar de sus hermanos, y hasta de la propia Catalinica, para que hiciera lo que no debía, lo que nunca debió hacer, pero al final hizo. Se lo decían una y otra vez, repitiéndose como los tambores. Ildefonso era mayor, se fatigaba mucho, y, si moría se quedarían todos en la calle, porque aquellos dos abantos de sus tías no tendrían la menor compasión con ella. Le pintaban, una y otra vez, el terrible panorama de hambre y miseria que les esperaba, y era para Fuensanta, como si le amenazasen con despertar de aquel sueño, en el que, por fin, se había instalado, y volver al color gris helado del cuchitril de la Trinidad. Debía tener un hijo cuanto antes y como fuera, y habían elegido para padre a Fulgencio, el cochero, aquel mozo grandullón rubianco y sanote. Después lo mandarían a América con dineros y recomendaciones para que hiciese fortuna y se quitase de en medio. Catalinica era la que más hacía por convencerla:

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Fuensanta acabó cediendo, pero aquella tarde de invierno, en que el sol entraba a rayas doradas por la persiana de su alcoba, fue todo muy diferente de lo que había esperado. Había imaginado verse atacada por una bestia y tuvo entre los brazos a un cachorrillo torpe y tembloroso. Temía sentirse abrasada por un voraz incendio y se encontró con un tibio rescoldo, cuyo fuego tenía ella que avivar. Empezó a quererlo con un cariño de madre, al sentirlo tan inseguro y desvalido, que a nada se atrevía, si ella no lo incitaba. Por eso, cuando ya se confirmó el embarazo y los hermanos dijeron que tenía que desaparecer, sintió como si le arrancaran a un hijo y les dijo tragándose las lágrimas que le ardían en los ojos: -Juradme que a Fulgencio no le pasará nada malo, si no lo diré todo, aunque tenga que pedir limosna el resto de mi vida. Jurádmelo por Dios. Es el padre de mi hijo. Entre la bruma, apenas veía Fuensanta, a la altura del balcón, la silueta del Cristo con los pies desclavados y la melena agitada por la brisa. Adivinaba la cinta de seda roja que caía de su costado hasta el cáliz sostenido por el angelito. Más abajo, se movían unas manchas coloradas. Eran las túnicas de los estantes, rojas, como la de Fulgencio, aquel último Miércoles Santo que salió llevando el paso, cuando se acercó, muy respetuoso, a darles caramelos a Ildefonso y a ella, y notó cómo le temblaba la mano al dejarlos en las suyas. Las túnicas eran del mismo color que el pétalo de aquella rosa que guardaba seca, en la página del viejo libro, regalo de Don Baltasar. Aunque hacía tiempo que ya no podía leerlo, recordaba muy bien sus palabras sobre el perdón de los pecados, y le dio gracias a Jesús, porque sabía que la sangre de su costado había lavado ya la mancha de su culpa.l

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El churro (Cuento de Miércoles Santo)

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ndaba aquella tarde de un sitio para otro, sin saber hacia dónde encaminarse. Se cansaba de ir de aquí para allá, y tenía ganas de quedarse quieto en su camastro, en aquel cuartucho lóbrego y maloliente que tenía alquilado. Ya había probado a estarse con la vela apagada, medido durmiendo medio despierto, repasando recuerdos y esperando a que todo se hiciera cada vez más turbio, hasta apagarse, y que lo sacaran de allí con los pies por delante, cuando ya no se enterase de nada. Había llegado a resistir así hasta dos días, sin saber cuándo estaba claro ni obscuro, pero, de pronto, le apretaba el hambre en la barriga, le venían temblores y escalofríos, le parecía que salían bichos raros por las paredes, y tenía que levantarse, salir a la calle a respirar, buscando la manera de comer algo y tomarse unos vasos de vino. Siempre encontraba alguien que lo convidaba en la taberna, o alguna mujer, de las que él conocía, le daba un real para remediarse. Tenía que andar por la calle, porque si se quedaba en el cuchitril, esperando la muerte, al final acaba huyendo de ella. Además llevaba tiempo sin pagar y podía venir la tía Eulalia, la prendera, chillando, como siempre, y amenazándole con echarlo a la calle. El le decía que hiciera lo que diera la gana, pero que, si el cuarto se quedaba vacío, no iba a encontrar a nadie que se lo alquilase, porque ni para cochinera servía aquello. Después le prometía el pago y, como la bruja aquella sabía que no iba a encontrar otro inquilino, prefería dejarlo allí, por si acaso le sacaba algo; y también porque tenía miedo de que le viniese un arrebato y le tirara un viaje con la navaja o le pegara una paliza, y más estando como estaba, unas veces medio borracho y otras borracho del todo.

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Sabía el Churro que todavía le tenía respeto quien lo conocía, aunque ahora estuviese acabado, porque donde hubo siempre queda, y muchas veces lo habían buscado para romperle los dientes a alguno, o marcarle la cara, y le habían llenado el bolsillo por ello. Eran otros tiempos, cuando nunca le faltaba dinero para comer, beber y hacer lo que quisiera. Hasta los mismos de la policía le debían favores, y en más de una ocasión le habían encargado que se enterase de algo, a cambio de hacer la vista gorda cuando él daba una somanta de palos. Como sabían que era bragado y echado para alante, lo apreciaban mucho en los burdeles y lo llamaban para que se estuviera allí los días de trajín, por si algún cliente buscaba gresca, y lo mismo hacían en las casas de la huerta, donde se jugaba fuerte a los prohibidos. Con lo que sacaba de todo esto podía vestirse como un señorito, llevar un sortijón de oro y un reloj de bolsillo, y sobre todo, invitar a los amigos, y beber hasta que la borrachera le hacía cantar zarzuelas, porque, según le decían, cuando se tomaba unos cuantos chatos le salía una voz que ya la quisiera Gayarre. Se veía mucha gente por la calle, preparándose para la procesión de los coloraos. Pensaba el Churro que seguramente encontraría a alguien a quien sacarle unas monedas Tanto en las casas de putas, como en los garitos, había visto entrar a gente muy conocida, que luego lo veían en la calle y no lo saludaban, pero si él se les acercaba y les contaba su situación, le daban algo para quitárselo de encima y comprar su discreción. Se fue dejando llevar por el Arenal y el Puente Viejo. El dolor de la cintura empezaba a apretarle y había pasado todo el día sin comer, durmiendo. En el bolsillo tenía dos perrogordos negros y con eso podía comprarse un panecillo caliente con aceite y sal en la panadería de la Plaza de Camachos. Nadie lo recordaba ya en la vieja tahona, pero mientras esperaba turno, pensaba él en sus tiempos de mozo, cuando estuvo allí de oficial panadero, hasta que lo echaron porque bebía más de la cuenta y se dormía al calor del horno. Venía del obrador un olor a leña de monte quemada, a harina, a creciente y a pan cociéndose. Al Churro le parecía que estaba otra vez allí, en camiseta, manchado de masa reseca, apilando los panes calientes en las tablas, y era como si estuviera de nuevo en un cruce de caminos y pudiera todavía tirar por el otro lado y vivir de otra manera. Pero él había echado para donde había querido y una cosa lo había llevado a la otra, sin darse cuenta apenas, y si le daba por pensar en la mala vida que había llevado, tenía el consuelo del vino para acabar con las cavilaciones.

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El pan caliente con aceite le hizo sentirse mejor y volvió hacia el Arenal, que ya bullía de gente y de nazarenos que se apresuraban hacia el Carmen. Le pareció entonces al Churro que hacía más sol que antes y todo lo que veía brillaba, como si lo hubiesen lavado. Pero ya no andaba con el garbo de antes y se cansaba a cada paso. Lo que llevaba dentro le iba comiendo las entrañas cada vez más deprisa, como una de esas sabandijas malas, que veía en su cuarto, sin saber si soñaba o estaba despierto. Se lo habían dicho los médicos del Hospital de San Juan de Dios hacía un par de años, cuando empezaron los pinchazos en la barriga y las vomitonas, y notó que cada día le estaba la ropa más grande. Lo primero que le preguntaron era si bebía, y él dijo que como todo el mundo, pero el doctor al olerle el aliento dijo que tenía que dejarlo inmediatamente, y no probar nunca más nada de alcohol, porque era cosa del hígado, y, a lo mejor, todavía llegaban a tiempo. Pero el Churro se dio cuenta de que aquel médico de la bata blanca, los bigotazos a lo kaiser y los quevedos sobre la nariz, decía aquello por entretenerlo, porque le dictó a su ayudante en voz baja lo de “cirrosis hepática avanzada”. Desde entonces todo había ido cuesta abajo, cada vez más rápido. Los dolores arreciaban, las carnes se iban, pero la muerte, que tenía que llegar, estaba perezosa, como si gozase con hacerlo padecer.

pos, cuando él se empleaba de gañán en el campo y ella, pequeñica, como era, venía a cobijarse entre sus rodillas. Al principio, la pareja mostró un momento de indecisión, como si quisieran echarse atrás ante aquel personaje sucio, desarrapado y escuálido. Pero él sacó fuerzas de dentro y con voz un poco estropajosa les dijo:

Andaba ya por la Plaza de la Catedral, pensando en acercarse a la casa de la Fina la Malagueña, a pedirle a las mujeres una miaja de calderilla para vino. Algunas de las que estaban allí lo habían visto, cuando lo tenían empleado, saltar como una fiera y acorralar con la navaja a clientes que querían irse sin pagar, o sacar en vilo por la puerta a alguno que alborotaba, y, por eso, le tenían compasión y le daban algo para que apañara. Daba el sol de la tarde en la fachada catedralicia y aquel enjambre de santos y santas, y de angelicos que se cobijaban entre las columnas y bajo las balaustradas, parecían coger vida y mirarlo diciéndole; ¡Churro, no bebas vino!. Pero todo era mentira, figuraciones suyas, porque aquellas estatuas eran de piedra y estaban allí, quietas y paradas, sin moverse, como se iba a quedar él en el camastro, cuando aquel bicho de la barriga terminara de morderle. Por eso se quedó atónito cuando vio que venía un ángel de verdad, andando y moviéndose, y que era Fuensanta, su Santica, vestida como una reina, del brazo de Don Ildefonso, su marido, Lo primero que se ocurrió fue el apartarse de allí, para que no lo viera con la pinta que llevaba, y, sobre todo, por si acaso ella se hacía la desentendida y fingía no conocerlo. Eso sería lo que más le habría dolido. Pero se contuvo y, medio temblando, se acercó, quitándose la gorra. No había podido apartarse de aquella visión, que se le antojaba cosa del cielo, de tan guapa como estaba, y que le recordaba otros tiem-

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-Buenas tardes les dé Dios a Don Ildefonso y Doña Fuensanta, que me alegro mucho de verlos tan buenos. Y ella, al oírlo, empezó a sonreírse y le contestó: -¡Churro! ¡Eres tu! ¡Así, al pronto, no te había conocido! ¡Hace tanto tiempo que no te veía! ¿Cómo estás, Churro? El Churro, envalentonado por la sonrisa que encendía el rostro de Fuensanta, se atrevió a quitarle el tratamiento. -¡Santica! ¡Mi Santica! ¿Te acuerdas de cuando trabajaba yo en Sucina, en las tierras de tu padre? Tu venías a jugar conmigo, cuando me sentaba debajo del pino y yo te decía: Tataramusa, la baratusa... Fuensanta se reía y sus ojos obscuros miraban perdidos a un punto lejano, y continuaba recitando la retahíla lentamente, como si hablase estando dormida: -/ el jarrico,/ de mear/ amagar y no dar/ dar sin reír/ dar sin hablar... Ahora eran ya dos voces las que cantaban muy bajo: la voz rasgada del Churro y la voz plateada de Fuensanta: -/... un pellizquico en el culo/ y ¡echar a volar!--. El rostro del Churro, que tenía un color ceniciento y obscuro, se contrajo en una mueca horrible, que quería ser sonrisa, dejando ver los pocos dientes, sucios y carcomidos que quedaban en sus encías.. Se notaba que aquello, que llevaba por dentro, le había ya derramado su veneno por todo el cuerpo, -¡Que bien que te acuerdas, Santica! ¡Y Usted, Don Ildefonso, se ha llevado la rosa más bonica que hay en toda Murcia! ¡Se lo digo, que la conozco desde que era pequeñuja! ¡Esto es un ángel! Fuensanta se daba cuenta de su estado y le preguntaba: -Y tu, Churro, ¿Cómo estás?--Pues no muy bien, ¿Para qué voy a decirte otra cosa?. Hace ya más de dos años, poco antes de morirse tu padre, que en paz descanse, me dijeron los médicos que estaba malo del hígado, y aquí estoy, esperando a ver si me curan, o me voy de una vez para el otro barrio ¿Qué se le va a hacer?

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Ella había rebuscado en un pequeño bolso de seda y le alargaba un duro de plata. -Cuídate mucho, Churro, y toma, para que te compres lo que necesites. Pero no te lo gastes en vino -Descuida, Santica, que ya ni lo pruebo, y que Dios te lo pague. Y Usted, Don Ildefonso, a mandar, que para eso estamos No hubiese querido el Churro apartarse de la pareja, pero tenía que hacerlo. El encuentro con Fuensanta había paralizado al bicho de la barriga, como si ella, que era tan buena y tan guapa, pudiera de verdad hacer milagros. Le volvían las fuerzas y las ganas de tirar para adelante. Además llevaba un duro en el bolsillo, lo que ganaba un hombre trabajando tres meses, y lo que le daban a él por una noche en casa de la Maruja, cuando se jugaba allí a los prohibidos. Con aquello podía ir apañándose algún tiempo y, aunque le había dicho a ella que ya no lo probaba, se abrió camino entre los nazarenos y la gente, buscando la taberna del Nene de la Sebastiana, donde tenían buen vino, que lo traían, del Camino Viejo de Monteagudo, de Casa del Francés. Se tomaría un vasico nada más, para celebrarlo y para acordarse de aquella noche, cuando hizo lo que tenía que hacer con el hijoputa del Julián el Barraco, el de Benejúzar, en casa de la Maruja la Perejila en el camino de Algezares. Lo habían llamado, como otras veces, para que se estuviera allí, por si pasaba algo y él ya sabía que esa noche se iba a jugar fuerte. Hacía mucho frío y, desde la tarde, andaba él poniendo troncos de olivo en la chimenea para templar el cuarto. Al ponerse obscuro habían ido apareciendo los jugadores; algunos venían de la Vega Baja, y entre ellos el Julián el Barraco, con su traje negro de terciopelo y su faja colorada que le rodeaba el barrigón. También llegó Don Salvador, el padre de Santica, y saludó al Churro, porque lo conocía de cuando tenía fincas y le daba trabajo en ellas. Pensó el Churro que Don Salvador estaba peor aún que él, sin tener dónde caerse muerto, y jugándose hasta las pestañas. De cuando en cuando, pasaba el Churro por el cuarto para añadir leña, echar aceite en los velones y traer barajas nuevas y algo de beber, si se lo pedían, aunque aquella gente estaba tan enviscada con los naipes que apenas apuraban los vasos, con lo que el Churro le pegaba sus buenos tientos a la botella en cada ida y venida. Le parecía al Churro mentira que hubiese tanta injusticia en la vida, y que el Julián, el de Benejúzar, que le sobraba el dinero, pudiera ser tan afortunado en el juego. Ahora le había dado por los gallos de pelea y tenía la mejor gallera de España. Al entrar contaba muy sonriente cómo uno de sus gallos había destrozado hasta matarlo a otro de Cartagena, que era de Don Adolfo, el veterinario y, según decían allí, no había quien pudiese con él. Hasta algunos jefes militares de la Marina habían apostado y él se lle-

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vó una buena bolsa con el triunfo de su gallo. Pero alguno de sus paisanos le dijo en tono de halago:

Tardó Don Salvador en contestar, dándole tiempo al otro para que sacara con cuidado las monedas y los billetes y los fuera apilando en montoncitos hasta llenar media mesa, comprendiendo que Don Salvador no podría resistir la visión de aquella fortuna, que podría servirle para rehacer su vida. Por eso le sonó a excusa lo que le dijo Don Salvador con voz temblorosa:

-Pero mejor todavía que los gallos se le dan a Usted las gallinitas Y él contestó: -Pero eso no se cuenta, chico Del Barraco se decía, que aunque ya iba entrado en años, y tenía los hijos crecidos, no había moza, ni casada ni viuda que se le resistiese, porque siempre tenía buenos duros de plata para comprarlas y hacer que le abrieran cuando se acercaba, por la noche, a las casas de la Huerta, montado en una jaca blanca muy mansa, que se paraba y daba tres golpes suaves en la puerta con la pata delantera si su amo se lo mandaba. Aunque aparentaba no darle importancia, estaba el Julián contento aquella noche de ver cómo las cartas le iban saliendo, las rachas buenas eran más largas que las malas, y la faltriquera se le llenaba cada vez más. Los jugadores se despedían, la mayoría porque estaban ya desplumados y alguno porque le entraba miedo de perder lo poco que le quedaba. Don Salvador había ido poniendo, cada vez más fuerte y perdiendo. Si alguna mano ganaba, se le quebraba la suerte al siguiente envite. Apenas levantaba la mirada del tapete y le temblaba la mano cuando tomaba carta. Se había quedado sólo con el Barraco, los dos frente a frente, sin jugar ni decir palabra. El Churro, apretando los talones para tenerse derecho, atizó el fuego mientras canturreaba una jota, en voz muy baja, haciéndose el desentendido. Entonces oyó como Don Salvador se despedía como un sonámbulo y hacía por levantarse, pero le costaba trabajo de lo entumecido que estaba después de tanto tiempo sentado, y el Barraco le decía: -No se vaya todavía Don Salvador. Vamos a echar la última mano. -No Don Julián, hoy la suerte se me ha vuelto de espaldas y ya no tengo nada para poner. -Algo tendrá Usted, hombre, búsquese en los bolsillos. -Yo cuando juego lo hago hasta el final, Usted lo sabe. Y hoy no me queda nada. El Barraco porfiaba con voz persuasiva: -Tendrá, por lo menos la llave de la casa ¿No?. Mire yo pongo aquí contra eso dosemil reales, o sea tres mil pesetas. Y se quedó mirándolo con una sonrisa en su cara ancha, perforada por los mil hoyuelos de la viruela.

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-Pero la casa no es mía, y los muebles que tengo no valen casi nada Y entonces le dijo con voz muy tranquila lo que Don Salvador estaba esperando oír, pero no hubiese querido llegar a escuchar nunca: -Dentro está la chiquita ¿No? Ponga Usted la llave y vamos a la carta más alta. Si salen iguales, repetimos El Churro hacía como que se iba, ahora tambaleándose y cantando más fuerte para no despertar sospechas, pero se demoró hasta ver cómo Don Salvador se metía la mano al bolsillo, sacaba una llave negra de hierro y la ponía sobre el tapete. El Churro estuvo a punto de saltar, pero se contuvo. Se metió detrás de la puerta, se puso a mirar por el ojo de la cerradura y vio como Don Salvador volvía su carta el primero y el Barraco, aparentando calma decía: -¡Vaya! El caballo de copas. Me lo ha puesto Usted difísil, Como no tenga yo un rey se va a llevar Usted toda esta fortuna. Las cartas son así Y entonces volvía su naipe y decía que era el rey de oros y don Salvador bajaba la cabeza y no la levantaba más para no ver como Julián echaba mano a la llave, levantaba el tapete verde, para recoger todo su dinero, y se alzaba de la silla con prisa diciendo: -Las cartas son así, Don Salvador No había querido el Churro perder ni un segundo; se notaba como si todo el vino que había tomado fuese agua clara y se movía ahora como un gato acorralado. Se fue para el arcón de morera, alzó la tapa y cogió el pistolón que tenía el hijo de la Maruja, siempre cargado, por lo que pudiese suceder, cruzó el patio, se metió en la cuadra y salió por la ventana baja, quitando uno de los troncos que hacían de barrotes y que estaba suelto para poder salir si venía la policía. Tenía el tiempo justo para apostarse junto a la puerta trasera, por la que saldría Julián, después de pagarle lo suyo al hijo de la Maruja. Y debía pillarlo antes de que llegara al cabriolé, donde le esperaban sus dos hombres, durmiendo envueltos

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en gruesas mantas. Estaba dispuesto a todo, menos a que aquel marrano desgraciara a la Santica por culpa del canalla de Don Salvador. En cuanto oyó cerrarse la puerta se tiró al bulto obscuro del Barraco, lo agarró del cuello y le puso el cañón en la cabeza, apretándole hasta hacerle daño. El otro quiso echar la mano por debajo de la chaqueta, pero la voz ronca del Churro le decía: -¡Como te muevas te mato, déjame que coja esa llave! Un sudor viscoso corría por la nuca de Julián y le mojaba al Churro la mano izquierda. Pero el Barraco quería aparentar calma: --Pero Churro ¿Qué hases, chico?.Déjate de tonterías que esto a ti no te importa El Churro apretaba más aquel cuello mojado. -La llave o te mato -Churro, las cartas son así, si me hubiese salido otra, se habría llevado Don Salvador los dosemil reales -Se juega el dinero pero no la honra de las personas, y menos la de esa muchacha --Mira Churro que no te la voy a dar, y mis hombres están cerca -Si los llamas, eres hombre muerto -Churro ¿Es que quieres acabar en el presidio? -Me da igual ocho que ochenta, tengo una cosa mala y me voy a morir muy pronto, igual me da morirme en la calle que en el presidio, y allí siempre me darán vino --Mira Churro, vamos a no ponernos nerviosos y llegar a un acuerdo. Tu, lo que nesesitas es dinero para curarte y yo te lo voy a dar, pero no me aprietes tanto -No quiero ni un real. ¿Donde llevas la llave? La mano del Churro apretaba más y sus dedos se clavaban como garfios. Al Barraco le temblaba la voz. -En el bolsillo derecho del pantalón --Pues levanta la manos. Bien levantadas. No las bajes ni chilles porque disparo. Ya sabes que mi me da todo lo mismo

-Como te acerques a esa señorita, te mato, te lo juro que te mato Ahora estaba otra vez el Churro por el Arenal. La procesión volvía ya de recogida por el Puente Viejo. Venían del otro lado del río los dolorosos aullidos de la bocinas. Apenas podía andar el Churro y le parecía que aquellos gritos eran los que daba el bicho malo que llevaba en la barriga, mordiéndole por dentro. Se sujetó a una farola porque el suelo se movía de un lado para otro, como si le hubiesen quitado los tornillos. Por la cuesta subía el paso del Cristo, con los pies desclavados, la melena estremecida por la brisa y la sangre saliendo del costado hasta la copa que sostenía el ángel. El Churro, que venía hablando solo y no se le entendía, sacó su vozarrón destemplado, de cantar zarzuela, y empezó a gritarle: -¡Señor! ¡Señor!, Perdóname. Acuérdate de que hice una buena acción Unos se volvían y le chistaban, molestos por sus gritos. Otros se reían al ver la borrachera que llevaba. El Paco el Chepa, el Tonto de las Palmas, le preguntó con su eterna sonrisa de inocente: -Churro. ¿Qué buena acción has hecho tu? Y el Churro contestó gritando: -Eso no se lo digo yo a naide.l

Julián respiró hondo cuando la mano del Churro dejó de apretarle el cuello, y la notó entrar en su bolsillo y salir enseguida con la llave, y dejó de sentir el cañón en la nuca. Entonces se metió la mano derecha por la chaqueta, sacó un revolver, que llevaba bajo el sobaco izquierdo, y se volvió para tirarle al Churro. Pero éste ya había desaparecido. De la oscuridad de los cañares le llegó su voz:

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Antonio Díaz Bautista

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Don Ildefonso (Cuento de Miércoles Santo)

H

acía muchos años que Don Ildefonso no acudía a ver la procesión de los coloraos, aunque seguía pagando puntualmente su cuota de cofrade, como habían hecho, desde siglos atrás, todos sus antepasados. Este año había cedido al ruego de Fuensantica. No quería negarle nada, después de la noticia de su embarazo. Pero ella se demoraba en el tocador, mientras las criadas le daban los estucos, la perfumaban y le arreglaban el pelo, antes de vestirla. Sabía que habría de esperar un buen rato y se dirigió al salón, abrió la caja de raíz de enebro, que estaba sobre el velador, tomó un cigarro mediano y se sentó en el sillón junto al ventanal encristalado, que daba al patio. Desde hacía algún tiempo notaba que, al sentarse en el sillón, caía con más fuerza sobre el asiento, y tenía que apoyar las manos al levantarse, como si su cuerpo pesase más. Pensó que eran cosas de los años, porque ya tenía que leer con quevedos y cuando iba de caza aguantaba menos andando. Frotó un largo fósforo de madera y acercó la llama a la punta del cigarro mientras lo giraba para que se quemase por igual y hacerle la cara. Después lo sopló suavemente, hasta que vio lucir la brasa redonda. Entonces tomó el cortapuros de plata, le abrió el tiro, echó la cabeza sobre el respaldo y dio la primera chupada, la de más limpio aroma. Había pensado leer el periódico, pero prefirió quedarse pensativo en el sillón, mirando como subían las volutas de humo azul. Por la ventana de cuadradillos se veía relucir el sol de la primavera sobre el patio, blanqueando las paredes, revoloteando en la higuera recién retallada, dibujando en el suelo la sombra azul de la palmera y descansando en la muchedumbre de macetas recién florecidas. A Fuensanta le gustaban las flores, y la Catalinica, su vieja ama, que tan buena mano tenía en el cultivo, cada vez plantaba más, para complacerla. Al fondo del patio se movía el corpachón

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de Fulgencio, el que se habían traído de Cobatillas para cuidar las bestias y llevar el landó. Era un mozo servicial, trabajador y callado como pocos. Ahora salía de la cuadra, de arreglar los caballos, y se subía para vestirse de nazareno y salir de estante en el Cristo de la Sangre. Desde que murió su hijo, hacía ya casi diez años, siempre había tenido alguna razón para no ver la procesión: un viaje a Madrid, una reunión política, una cacería, o cualquier otra causa. Pero en realidad era el recuerdo del muchacho amortajado con la túnica roja, lo que no le dejaba acudir. Con sus quince años había puesto toda su esperanza en salir de mayordomo en los "coloraos". Le parecía que con eso se haría hombre y se acabaría la enfermedad. Pero desde el inicio de la cuaresma iba a peor cada día. Entonces le hizo prometer al padre que, si moría, lo vestirían con la túnica de mayordomo. Pugnó por quitarle de la mente aquel mal pensamiento, pero el hijo clavó en él sus ojos tristes diciéndole: -Prométamelo Usted, padre- Y él tuvo que cogerle la mano y darle su palabra de honor. Estaba tan absorto Ildefonso, que no había sentido ni el perfume de Fuensanta, ni el crujir de la seda de su vestido, cuando entró al salón, para decirle que ya estaba dispuesta. Tuvo ella que llamarle la atención, para que se levantara, del sillón, apagase en un cenicero lo que le quedaba del puro, tomara del perchero la levita, la chistera, el bastón de puño de plata y, con una cortés sonrisa, le ofreciera su brazo para bajar la amplia escalera de mármol blanco. El sol de la tarde recién estrenada entraba por la claraboya de cristales de colores y arrojaba sobre los peldaños manchas de luz azules, amarillas y rojas. Pero cuando traspasaron los garabatos de hierro de la cancela, los inundó una luz tibia que lo envolvía todo con una palpitación blandamente carnal. Un grupo de chiquillas jugaban al corro en la placeta cercana: Yo soy la viudita del Conde Laurel que quiero casarme y no encuentro con quién Otra vez le vino el recuerdo de su hijo tocando al piano aquel Impromptu en la bemol mayor, de Schubert, cuya melodía recordaba tanto a la canción de las crías. La Silvina, la criada joven, le decía siempre: - "Señorito Evaristo, toque Usted lo de la “Viudita del Conde Laurel"- Y él ponía las manos sobre el teclado, entornaba los ojos y, sin partitura, porque se lo sabía de memoria, iba apoyando pausadamente los largos dedos sobre las teclas y haciendo surgir aque-

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llas notas, que ahora le parecían a Ildefonso las más tristes que jamás hubiese oído. A la pobre Silvina tuvo que echarla él mismo cuando sus dos tías, Eulalia y Gertrudis, le denunciaron, escandalizadas, las habladurías de la servidumbre sobre los abrazos furtivos que daba su hijo a la joven sirvienta, y cómo ella salía sofocada alguna vez del cuarto del señorito. Había comparecido la Silvina llorando de vergüenza y él sintió la necesidad de explicarle que aquello era lo mejor para todos, porque con la enfermedad del muchacho podría contagiarse ella, o agotársele a él las pocas fuerzas que le iban quedando, y encargándole mucho que nadie lo supiese, le alargó un sobre con bastante dinero diciéndole: - "Toma Silvina, esto es porque, gracias a ti, ha sido mi hijo feliz en algunos momentos". Había decidido Don Ildefonso ir dando un paseo hasta la casa de Don Ramiro, donde verían la procesión. El trayecto no era largo, la tarde invitaba a caminar y no merecía la pena sacar el carruaje, y más teniendo que buscar quién lo guiase, pues Fulgencio, el cochero, salía llevando al Cristo. Se sentía orgulloso de llevar a Fuensanta de su brazo, tan linda y elegante, y de que los amigos en el Casino encarecieran su belleza, disimulando, con respetuosa cortesía, la envidia que les causaba. Aquella muñequita era obra suya, como si la hubiese pintado en un lienzo para colgarla en su salón. De muy joven le había tirado el arte, y sus padres accedieron a que aprendiera algo de dibujo, tomando clases de Don Nicanor, aquel pintor barbudo y algo desastrado, que había trabajado en Madrid con Esquivel y los Madrazos, y con el alemán Winterhalter, cuando vino a España a retratar a Isabel II. Venía a su casa una vez por semana y le ponía floreros y bodegones de fruta para dibujar. Viendo su entusiasmo y sus progresos, le propuso una vez que acudiese a su estudio para hacer unas “academias”. Allí había una estufa encendida, que sofocaba el ambiente, y una muchacha desnuda tumbada sobre un viejo camastro. Él se quedó muy cortado al verla, pero Don Nicanor le animó a coger el carboncillo, tomarle los puntos, alargando el brazo, cerrando un ojo para medir las distancias e ir emblocando aquel cuerpo en el papel, y luego modelarlo con los dedos, para darle volumen con las sombras. A medida que los grises iban destacando la suavidad del cuerpo, le parecía que aquella muchacha no existía antes en la realidad y que la estaba creando él sobre el papel. Ahora sentía lo mismo con Fuensanta: la había sacado él de la miseria, le había dado lo que necesitaba y aquella muñeca, que tanta admiración causaba, era obra suya. Por eso le inquietó tanto que los parase el Churro, aquel matón a sueldo, que andaba por burdeles y garitos, y que se pusiese a cantarle a Fuensanta las canciones de su infancia. Lo conocía bien, y más de una vez les había prestado servicios a él y sus amigos, dando alguna tunda por las cosas de la política, o bus-

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cándoles apaño con alguna moza, para llevársela al campo, cuando iban de cacería. Pero no quería que nadie lo viera hablando con su mujer ni que tuviera nada que ver con él, y así se lo advirtió lo más delicadamente que pudo. Había sido el cura Don Baltasar, quien le había contado la triste situación de Fuensantica y lo había convencido para aquel matrimonio. Al principio lo había rechazado, pero el clérigo insistía: "-Don Ildefonso, que el tiempo pasa y hay que dejar las aventuras, y recogerse, para ponerse a bien con Dios y tener al lado una mujer, que le dé el sosiego que todas esas no le pueden dar". En cuanto a Fuensanta, todas las palabras del clérigo eran para ponderarla, sumisa, educada, fina, decente, sin ahorrar las alabanzas de su juvenil belleza: "-Una joya, Don Ildefonso, en cuanto la vea se prendará de ella. Aunque, por mi edad y mi estado clerical, no debería aludir yo a sus perfecciones corporales, también soy hombre y no puedo dejar de admirar los encantos con que, tan generosamente, colmó Nuestro Señor a esta fémina". Vivía Don Ramiro en la Plaza de Camachos y era administrador de algunos negocios de Ildefonso. Desde que éste había aceptado su invitación para ver la procesión desde su casa, Don Ramiro y su mujer se pavoneaban ante el vecindario y no descansaban, cuidando los detalles para agasajarlos. Hubo, en los días previos, deshollino general en la casa, limpieza y bruñido de la plata y se mandaron a las Claras todos los mantelitos y tapetes para que los lavasen, planchasen y almidonasen. También se preparó en el salón una mesa con pas-

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tas, dulces, bebidas y refrescos de todas clases, por si les apetecía tomar algo. El Tonto de las Palmas estaba avisado para que, con tiempo suficiente bajara los sillones y los colocara en la calle, en primera fila. Cuando llegaron Ildefonso y Fuensanta, faltaba todavía para que saliera la procesión, pero ya rebullía de gente la Plaza de Camachos. Salía un olor caliente a pan recién hecho del horno que estaba en el rincón, junto a la casa de Don Ramiro. Muchos entraban a comprar. También estaba allí el Paco el Chepa, con su sonrisa inexpresiva, montando guardia al lado de los cuatro sillones de terciopelo corinto, que había bajado de casa de Don Ramiro.

Murcia, que lo miraba con sus grandes ojos tristes, como si fuera una aparición súbita, y recogía con avaricia los juguetes y las golosinas que él le traía. Cuando fue creciendo se quedaba un rato con él y el crío le preguntaba muchas cosas: por qué tardaba tanto en venir, y como eran las calles de Madrid, y por qué se iba al campo a matar conejos con una escopeta, que a él le daba mucha pena. Entonces tuvo Ildefonso que contarle que no los mataba, sino que disparaba al aire para verlos correr y le prometió que en cuanto fuese un poco mayor se lo llevaría a cazar con él, para que se divirtiera con los animales.

Tuvieron que tomar algo en casa de Don Ramiro, para no desairarlos, y, en cuanto vino el retumbar de los tambores desde la Alameda, bajaron los cuatro a acomodarse en los sillones. La escalera era amplia pero lóbrega, apenas iluminada por una ventana de óvalo que daba a un patio muy angosto, olía a humedad y a meados de gato. En el remate de la barandilla había un pequeño mono en actitud meditativa, toscamente tallado en madera; un engendro, fruto de las inquietudes escultóricas del carpintero, que fabricó la escalera. Se preguntaba Ildefonso en qué estaría pensando aquel macaco. Seguramente, se dijo, estará tratando de averiguar por qué, durante años, pasan unos y otros delante de él por aquella escalera: jóvenes y viejos, hombres y mujeres, pobres y ricos, críos enredadores y muchachas en flor, como si todo respondiera a un plan establecido cuyo sentido no podía precisar. Ahora, cuando Ildefonso empezaba a notar que su tiempo se acababa, se quedaba muchas veces pensativo, como aquel simio de madera, y se preguntaba por qué habían sucedido tantas cosas, sin que pudiese hallar respuesta alguna. Como si bajaran por una escalera, veía entonces su lejana infancia de niño rico, sometido a una disciplina asfixiante, y sus años juveniles, tan inquietos en los que no se sabía nunca lo que iba a pasar, porque todo eran revoluciones, motines y algaradas, hasta que llegó la Restauración. Después venía aquel matrimonio de conveniencia que le habían organizado con una muchacha de Mula, de muy buena familia, con la que convivió diez meses sin que llegase apenas a conocerla, siempre callada, débil y sumisa, como si estuviese cansada y ausente. Sólo la tarde en que murió, cuando él le cogió la mano, abrasada por la fiebre puerperal, y ella se la apretó con fuerza, sin decir nada. Sintió compasión por aquella mujer y sufrió al pensar que era él, sin haberlo querido, la causa de su muerte. Todo lo que bajaba ahora por la escalera y pasaba por delante del simio era un tropel gesticulante, una barahúnda de sucesos que se empujaban unos a otros: reuniones, viajes, debates en el Congreso, cacerías y banquetes. Sobre el olor, húmedo y felino, del viejo zaguán se sobreponía ahora el aroma de los cartuchos disparados, el del humo de los habanos y el de las mujeres que habían pasado por su cama. En medio del tumulto, había una mancha blanca y desvaída: Evaristo, aquel chiquillo que le presentaban ayas y nodrizas, cuando recalaba por

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Al salir a la plaza le cambiaron a Ildefonso los pensamientos. Había bullicio de gente, acomodándose ante la inminencia de la procesión, el sol dorado resbalaba por las fachadas, de la tahona venía el aroma a pan reciente y un enjambre de golondrinas giraba incansable por el cielo, cuyo azul comenzaba amarillear, como una seda rancia. A esa hora sentía la plaza de Camachos nostalgia de sus tiempos taurinos y se vestía de violeta y oro. Aquella bocanada de vida sacaba a Ildefonso de su pasado y le hacía pensar en el presente y en el futuro: en aquella muñequita que se apoyaba en su brazo y en aquel hijo que venía de camino. La riada de túnicas rojas enfiló la plaza desde la Alameda, dando un quiebro a la derecha para rodear la replaceta, donde estaban sentados Ildefonso y Fuensanta. Algunos penitentes anónimos, cargados con cruces o portando ciriales, dejaban en silencio unos caramelos en las manos de Ildefonso que lo agradecía con un gesto cortés, pero eran los mayordomos de blancas puntillas y los estantes de buches orondos, quienes se deshacían en ceremonias, obsequiando a la pareja con bolsas llenas de pastillas café con leche, habas tiernas y minúsculos bollos. Iban desfilando los pasos: la Samaritana, carnal y esplendente, como una fruta madura, el inmenso Lavatorio, el Pretorio con el Berrugo, rodeado de habas, San Pedro con el Gallo, San Juan, la Dolorosa de los Ruiz-Funes y, por fin el trágico Crucificado, con la melena estremecida por la brisa, los pies desclavados y el trémulo chorro de sangre redentora, manando del costado abierto. Aquella sangre fingida volvió de golpe a Ildefonso adonde no quería retornar, a aquel vómito sangriento, el primero de los que tuvo Evaristo. Había cumplido doce años aquel día y después de la comida familiar le pidieron que tocase el piano, pues sabían que había hecho grandes progresos. Estaba el chiquillo desgranando el adagio de una sonata de Mozart, llevando el ritmo, para no perderse, con un lento balanceo de la cabeza. Temblaba levemente la melena corta a cada sacudida cuando, de pronto, un violento golpe de tos lo interrumpió todo y unas gotas de sangre mancharon el teclado. Sudaba mucho, tuvieron que acostarlo y llamar al médico.-Se hará lo que se pueda- le dijo el galeno en voz baja. -¡Lléveselo al campo, para que no respire el aire contaminado de la Ciudad! Allí, con reposo y buena alimentación, mejorará. Pero la Ciencia todavía no ha encontrado un remedio seguro para este mal.

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Lo llevaron a la Cañada de la Peña, la finca que tenían en Valladolises, en medio de una pinada. Mejoró mucho y, unos meses después, lo encontró Ildefonso más repuesto y hasta salía al campo algún rato, a corretear con otros chiquillos. Fue entonces cuando le dijo asustado y tembloroso aquellas palabras que todavía se le clavaban en el recuerdo: -Padre, me han dicho los críos que, como yo estoy tísico, y Usted es rico, le pagará a un Tío Saín, para que mate a otros niños, les saque la sangre y me la pongan a mi para curarme. Padre, yo no quiero vivir a costa de la vida de otros niños. Sólo quiero que me salve la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, que la dio por nosotros. Por eso quiero Padre que me apunte como mayordomo en la Cofradía de los coloraos, que es la de la Sangre del Señor, y salir en la procesión, para que me ponga bueno-. Y añadió tristemente: -Y si el Señor no quiere sanarme, El sabrá por qué. ¡Que se haga su voluntad!-. Ildefonso le prometió lo de inscribirlo en la Cofradía y le juró que nunca había pensado en el Tío Saín, que eso sería un crimen horroroso y él era un caballero, no un asesino. Pero tanto le conmovieron los temores del muchacho que mandó llamar a Murcia inmediatamente al médico que vino y le explicó a Evaristo que todo eso de la sangre de los niños muertos eran cuentos de viejas para meter miedo a los críos y que no se fueran solos por el campo. Le habló de su enfermedad, del bacilo de Koch, que se había alojado en su cuerpo, y de los medios que estaban poniendo para que su naturaleza reaccionara y venciese al morbo. Le demostró con argumentos contundentes que lo de la sangre ajena no tenía ningún fundamento científico y Evaristo sonrió aliviado. Pero otra vez vino la esperanza del futuro a limpiar en el alma de Ildefonso las amarguras del pasado. El Cristo se había detenido ante ellos, uno de los estantes que llevaban el paso, su cochero, el Fulgencio, se había acercado a darles caramelos, y en cuanto el trono arrancó de nuevo, le dijo Fuensanta que se notaba muy mareada. Era cosa natural en su embarazo. La señora de Don Ramiro le hizo aire y de la casa le bajaron una taza de manzanilla. Aunque Fuensanta decía que ya se encontraba bien, era mejor volver a casa en una galera. Por eso encargó al Paco el Chepa que les trajese una, en cuanto la procesión bajase el Puente y quedase el camino libre. Veía ya Ildefonso a aquel hijo que se avecinaba y pensaba que podría venir fuerte y lleno de vida. Entonces decidió que con lo que viniese tenía que ejercer más de padre, y estar con él más que con el pobre Evaristo. Al día siguiente, le dijeron sus cuñados que Fulgencio, el cochero se había despedido, por la mañana temprano, diciendo que se marchaba a América, a buscar fortuna. Muy callado se lo tenía, se conoce que le daba apuro decirlo. Lo sintió, porque aquel mozarrón rubiales era trabajador y servicial. Pero sus cuñados habían encontrado ya a uno del Castillejo, medio gitano, muy experto en caballerías y del que habían dado buenas referencias, para cuidar las bestias.l

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El pétalo seco (Cuento de Miércoles Santo)

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a Calle del Pilar era lugar de tránsito obligado entre el Barrio de San Pedro y el de San Antolín. Aunque hacía más de un siglo que desaparecieron las murallas y se demolió el Arco de Vidrieros, todavía conservaba su aire de salida hacia extramuros, de cordón umbilical que unía la Ciudad con un arrabal periférico. Por eso en la tarde de Miércoles Santo, desde muy temprano, se llenaba de nazarenos coloraos que venían de la Huerta y se dirigían hacia el Arenal, para enfilar, por el Puente Viejo, hacia la Iglesia del Carmen. La Calle del Pilar era angosta y se estrechaba hacia la salida, recordando su antigua condición de adarve. También le quedaba la vocación artesanal, con sus talleres de relojería, y joyería, la pequeña tienda de especias, de la que salían, a veces, sones de guitarra, y unas fundiciones, donde se fabricaban campanas. A un lado se abría un callejón ciego, llamado de Faz, donde, según se contaba, había sufrido una emboscada el Corregidor Pueyo, salvando la vida, milagrosamente, al tropezar la bala en una medalla de la Virgen del Pilar, que llevaba en el pecho. Por esta causa se erigió la Ermita que daba nombre a la calle y permanecía siempre cerrada, excepto el doce de octubre. En el callejón de Faz había un depósito de hielo, cuyo repartidor era conocido como entre la chiquillería el Capitán Garfio por el gancho que utilizaba para manejar las barras. También habitaban allí algunas familias gitanas, cuyos miembros se empleaban, en Semana Santa, en el alquiler de sillas para las procesiones.

Fue una tarde de Miércoles Santo cuando descubrí el viejo libro en la tienda de Perico "el Estafaor", un cuchitril, mugriento y maloliente donde convivían hacinadas las bravatas del Coyote, las intrigas de M. L. Estefanía, los enredos amorosos

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cuentos para leer en semana santa Antonio Díaz Bautista

de Corín Tellado, y, desde luego, las aventuras de Roberto Alcázar y Pedrín, el Capitán Trueno y el Guerrero del Antifaz, siempre buscando a su Ana María entre la perversa morisma. Todos los mitos de la literatura quiosquera amontonados un espacio inverosímil. Algo así como la Biblioteca de Alejandría en versión cutre. De dónde le venía a Perico tan denigrante apodo no se sabe. Quizás algunos clientes, considerando excesivos sus márgenes comerciales y abusiva su posición monopolística en el mercado, le colocaron el innoble sambenito, pero lo cierto es que ninguno lo conoció en Murcia por otro apelativo, ni supo nadie, más que, seguramente, el funcionario del D.N.I., cuáles eran sus apellidos. Sin embargo, Perico no aceptó jamás el alias y los chiquillos del barrio, que lo sabían, se plantaban frente a la tienda y, en afinado coro de voces blancas, le cantaban una y otra vez, obstinadamente, -¡Uno, dos, Perico el Estafaor! ¡Uno, dos y tres, Perico y su mujer!-, hasta que Perico los espantaba, blandiendo ferozmente el grueso palo de subir la persiana metálica. Tampoco se llegó a saber si se trataba de meras amenazas o si su propósito era abrirle la crisma a los improvisados niños cantores. Pero, ante la duda, salían los críos corriendo como un enjambre de gorrioncillos asustados. Para poder entrar en el círculo de lectores de Perico "el Estafaor" había que hacer un desembolso inicial y adquirir, en propiedad plena, una novela o un tebeo. A partir de entonces y, una vez concluida la lectura, se podía ir cambiando indefinidamente por otros ejemplares, mediante el abono de una módica cuota por cada intercambio. La única forma de evitar la compra de la primera novela era proporcionarle a Perico alguna revista con tías desnudas, pero en aquellos tiempos era bien difícil encontrarlas. A lo sumo, si uno le llevaba alguna revista extranjera con fotos de chicas en bikini, condescendía Perico en cambiarla por un tebeo, aunque torciendo el gesto, pues afirmaba que tales imágenes eran poco "sicalípticas". Eso fue lo que me dijo Perico aquella tarde, cuando me acerqué a su comercio, con un fajo de revistas francesas, ya leídas, esperando cambiarlas por algún tebeo. Perico las hojeó con frialdad profesional, torció el gesto y me dijo: -Estas no valen, a las tías no se les ve na- . -Pero están en bikini-, le repliqué tratando de ablandar su dureza, aunque su ceño me delataba que no estaba dispuesto a aceptar el trueque. Entretanto, me había llamado la atención un montón de libros medio desencuadernados. Parecían muy antiguos. Tomé uno pequeño, de tapas negras muy desgastadas, como un devocionario. En la primera página venía un título muy largo e historiado: Exercitaziones piadosas sobre la Sangre Redemptora de Nuestro Señor Iesu Christo, compuestas por el Muy Ilustre Señor D. Josef Melgar, Canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Carthagena y Capellán con-

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Antonio Díaz Bautista

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siliario de la Real Archicofradía de la Preciosísima Sangre de Ntro. Señor. Seguramente fue la inminencia de la procesión lo que me hizo interesarme por aquel volumen, y la fecha de su edición, 1787. Siempre me ha parecido que los objetos antiguos encierran secretamente sentimientos y emociones de las personas que los han utilizado, y que si, al observarlos, dejamos volar la imaginación, se nos revelan esos enigmas, aunque nos creamos que los hemos inventado. Por eso me decidí a pedírselo a Perico, sin mucha esperanza. -Eso es un libro de misa viejo. Ya no lo quiere nadie-, me dijo, y añadió -Anda, llévatelo si te gusta- y le echó mano con avidez al fajo de revistas francesas.

notado ese estremecimiento ante otros ríos, mucho más caudalosos e imponentes, pero muchas de mis pesadillas han tenido que ver con roturas y hundimientos del Puente Viejo.

Al regresar con mi tesoro en la mano, me preguntaba yo mismo para qué lo quería, porque seguramente, al estar escrito en un lenguaje antiguo, me resultaría pesado y difícil de entender, pero me atraía el pensar que aquel libro habría estado en poder de otras personas muertas hacía ya muchos años, gentes antiguas, que habían vivido antes que mis padres y mis abuelos, vestidas de otra manera, como las de los cuadros, que habrían sido jóvenes, y luego viejos, y habían conocido alegrías y penas, aventuras, guerras y revoluciones. Aquellas personas empezaban a desfilar por mi mente, grises y obscuras, como dibujos mal esbozados, que excitaban mi curiosidad, pero se escapaban con su relato, cuando pretendía asirlos y ponerlos en claro. Su vida habría sido muy diferente a la mía, en muchas cosas, pero posiblemente sus sentimientos serían los mismos que yo estaba empezando a conocer: idénticos vértigos ante la complicada aventura del existir. Pero además era un libro escrito por un cura que había sido consiliario de la Cofradía de la Sangre, justo la que iba a desfilar un rato después. Seguramente aquellos personajes misteriosos que yo entreveía, tras la penumbra de sus tapas, habrían contemplado, muchos años atrás, una procesión muy parecida a la que yo iba a mirar aquella tarde, o quizás, incluso, habrían desfilado con la túnica roja. También la procesión había permanecido, como aquel libro, aunque la Ciudad hubiese cambiado mucho y sus gentes viviesen de otra manera. Metido en tales pensamientos me fui acercando al Puente Viejo. El sol de la tarde venía de poniente y parecía empujar al agua que saltaba jubilosa por los azudes. Al fondo, los grandes árboles y las palmeras del Malecón parecían disolverse en el oropel de la luz. Apenas eran unas siluetas grises borrosas y medio desvaídas. Sin saber por qué, apreté el viejo libro que llevaba en la mano, como si quisiera agarrarme a él para asegurarme contra algún peligro desconocido. Seguramente por haber nacido tan cerca del río, y haberlo visto rojo y furioso cuando las riadas, me quedó en el fondo de mi alma un miedo infantil, instintivo e irracional hacia el modesto Segura. Nunca he

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Decidí esperar la procesión en la Plaza de Camachos, el lugar en que nací y donde la veía en mis primeros años. Desde la muerte de mis abuelos aquel lugar había dejado de ser mío, para convertirse en una plaza más de la Ciudad, pero en la tarde de Miércoles Santo se me llenaba de recuerdos. Todavía despedía la tahona aquel inconfundible aroma a pan caliente, pero la habían reformado y siempre me negué a visitarla, para no destruir la imagen que recordaba. Ahora la procesión venía en recto desde la Alameda de Colón, sin hacer aquel quiebro de antes y rodear la replaceta. No existía ya el zaguán húmedo y sombrío, que tenía un pequeño mono de madera en el arranque de la barandilla. Tampoco estaba por allí el Tonto de la Palmas, el Paco el Chepa, al que siempre tuve por paseante asiduo de aquel lugar desde que se construyó la Plaza, en el siglo XVIII. Alguien me dijo que lo había atropellado un coche, porque no había ya sitio para él y su carretón en la Murcia moderna. Me acerqué a la panadería, sin entrar en ella, para aspirar el olor de mi infancia. El sol agonizante inundaba todavía la acera, entre el Arco y el rincón. Entonces se me ocurrió hojear el libro viejo que había adquirido. Lo abrí al azar y vi un pétalo rojo entre las páginas, pero, en realidad era apenas un montón de polvillo. La brisa leve de la tarde se lo llevó sin que pudiese retenerlo y por un brevísimo instante brilló al sol como una mínima nubecilla color sangre. Mucho tiempo llevaría allí aquel pétalo muerto desde que una mano, femenina seguramente, lo habría puesto, sin saber que se lo llevaría, hecho polvo, la brisa primaveral de una tarde de Miércoles Santo en la Plaza de Camachos. En la página había quedado una pequeña mancha, como la que deja el ala de una mariposa. Sobre un párrafo, que hablaba del perdón de los pecados, había una señal difuminada, roja como la sangre fingida del costado del Cristo de la procesión, como las túnicas de los nazarenos que crecían por momentos en el bullicio de la plaza.l

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La víspera (Cuento de Jueves Santo)

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n todo presente hay un pretérito inmediato que lo anuncia y prefigura. Cada acontecer, viene encadenado en la cinta invisible del tiempo por su predecesor y es el enganche para lo que llegará enseguida. La mañanica de Viernes Santo tiene su preludio, obertura y prólogo en la tarde del Jueves, cuando el ánima se va preparando para el decisivo amanecer. El canto de los auroros es el ineludible introito de la morada inundación del día siguiente, y somos muchos los murcianos que, si viviéramos la mañana del Viernes sin haber paladeado la tarde del Jueves, nos parecería que la procesión se nos venía encima, abrupta y sorpresiva como un estallido imprevisto. Hace ya muchos años cambió la liturgia tradicional, que comenzaba el duelo del Señor la misma mañana del Jueves Santo. Lo recordamos de nuestra infancia, pero son los mayores quienes piensan que ese día ya no es lo que era, cuando se decía lo de los tres jueves del año, que relucían más que el sol. Aún nos queda la tarde hermosa de la Plaza de San Agustín, con el sol envejeciendo sobre las fachadas de San Andrés y de Jesús. La luz de la primavera es por la mañana blanca y marmórea como el torso de una Venus antigua, pero, por la tarde, madura y se endulza con un ligero tinte otoñal. Hay que ir en la atardecida del Jueves Santo ante la Iglesia de Jesús a escuchar a los auroros, aunque el lugar no sea ya como antes. Hay ahora nuevos edificios de dimensiones desmesuradas, un jardincillo en el centro, y, sobre todo, demasiado tráfico de coches, motos y autobuses, demasiado ir y venir de gentes, que ape-

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nas hacen caso a los cantores, un agresivo volteo de campanas, que rompen la emoción y quiebran la cadencia. De todas maneras, hay que ir, aunque sólo sea por recordar otras tardes de Jueves Santo, ya lejanos, y paladear lo que todavía permanece. Como siempre, hay vencejos y golondrinas recién llegados, que dibujan volutas sobre el azul de Prusia, y, de pronto, sin que nadie se dé apenas cuenta, se forman, en medio del bullicio, los dobles corros de los auroros y arrancan su dolorosa melodía: la Salve de Pasión. Algún concurrente mira extrañado. Parece que el comienzo es inseguro y vacilante, como si las voces desafinaran, pero, enseguida, se habitúan los oídos y la tristísima salmodia se hace tan familiar y coherente que no puede ya sonar de otra manera. Nadie en el mundo tiene un porte de huertano tan puro y arquetípico como los auroros. No se sabe si es que sus cantares sólo son asequibles a los aborígenes de purísima ejecutoria, o es más bien que, al desgranar esas melodías, se les infunde un misterioso fluido ancestral que configura su aspecto exterior. Cuando un auroro canta, con la mirada perdida, abstraído con el cristalino contrapunto de la campanilla, presenta el rostro más huertano que nadie, y estoy convencido de que si un escocés, un gaucho o un esquimal, por ejemplo, fueran capaces de aprender a cantar las salves auroras, se les pondría inmediatamente cara de huertanos.

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Antonio Díaz Bautista

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Después de oír a los auroros hay que entrar a ver los pasos. Da igual que los hayamos visto muchas veces y que esperemos contemplarlos en todo su esplendor a la mañana siguiente. Cuando se acude a los auroros en la tarde de Jueves Santo no es posible marcharse sin entrar a la Iglesia de Jesús y hacer el recorrido circular por delante de las hornacinas. Es la visión premonitoria del amanecer que se anuncia. Hay que preparar la pupila y el espíritu para la explosión de dolor y belleza del día siguiente. Así, en las cortas horas de sueño de la noche del jueves, van estar presentes en la neblina de la alcoba las miradas fieras de sayones y soldados, los ojos de amor de Jesús doliente, las límpidas pupilas del Angel, la faz lacrimosa de María, la mirada decidida de San Juan y en el oído seguirán resonando las salmodias desgarradoras de los auroros, cantando los sufrimientos del buen Jesús.. Al regreso, algunas calles, las más estrechas, están llenas de arena para igualar la altura de los bordillos, preparadas para que las esparteñas de los estantes las pisen en la difícil singladura de los pasos. El ocaso enciende unas nubes de oro y sangre. Se acerca la noche del Amor y el Sacrificio.l

Apuntes sobre la Mañana de Salzillo (Cuento de Viernes Santo)

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ay personas que sufren durante toda su vida despertares penosos. El autor de este libro es una de ellas. Cuando se embarca en la nave gris del sueño y surca a toda máquina por los mares del olvido le cuesta un trabajo inmenso recalar en el puerto y saltar a tierra. Por eso, cada mañana tiene que poner el despertador con mucha antelación y, poco a poco, irse dando cuenta de cuál es su posición, nada relevante por lo demás, en el universo. Uno, que por las mañanas tiene el motor frío, envidia a esos otros que a la menor indicación saltan del sueño a la realidad con elasticidad de felinos y en pocos instantes se ponen en marcha. Sin embargo, en la madrugada de Viernes Santo es distinto. Apenas suena el reloj cuando ya está lavándose la cara para despertarse del todo y acudir a la salida de la procesión. El porqué de esta presteza es un secreto de la biología que se complace, por una sola vez al año, en mantener una excepción que confirme la regla. Seguramente el madrugón repetido desde los primeros años de la infancia ha llegado a inscribir en las neuronas una pauta inexorable como los circuitos impresos de los ordenadores. Al saltar de la cama, lo primero es acudir a la ventana para mirar al cielo. Está oscuro como boca de lobo porque la luna blanca y eucarística de la noche del jueves, salió tempranera y se ha retirado ya. Hay que mirar si hay estrellas. Si los ojos, todavía turbios, descubren el parpadeo de los astros, es que el tiempo está sereno, no hay nubes y no va a llover. Si el cielo está cubierto y viene una brisa húmeda, el espíritu se encoge al pensar que puede estropearse la procesión. De todas formas, aunque el tiempo amenace lluvia, hay que acercarse a la salida por si hubiera suer-

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te. Incluso cuando ya de madrugada se ha desatado el chispeo no se puede dejar de acudir por si escampa a la hora de la salida. Sería imperdonable quedarse en la cama y enterarse después de que la procesión ha desfilado.

cisarse a ojo, por la gama cromática. El regüelto está en punto cuando el color se pone violeta rojizo, como las túnicas de los nazarenos al darles los primeros rayos solares. De tan pasionario color le viene al "regüelto" el nombre de "láguena" con que también se le conoce. La láguena era una tierra morada con que se cubrían las azoteas hasta no hace mucho. Parece que era tierra impermeable y apta para resistir las lluvias de esta tierra, infrecuentes pero violentas. En los barrios más antiguos, y especialmente en el de San Andrés estaban los terrados cubiertos de tierra láguena. A veces la lluvia derramaba algún chorro de esta tierra que manchaba el yeso blanco de las fachadas y servía para recuerdo y testimonio de que aquel barrio era nazareno por excelencia como lo advertían aquellas pinceladas de acuarela morada. Como habrá colegido el lector, el "regüelto" de Viernes Santo no sólo calienta el cuerpo y es antídoto contra el cansancio y el malestar sino que aporta una nota de color adecuada al momento. El regüelto no sólo es terapeútico sino también estético.

Al cruzar las calles, todavía de noche, se ven muchas ventanas encendidas y a medida que uno se aproxima a la Iglesia de Jesús se va viendo más gente, penitentes todavía con la cara descubierta, mayordomos que llevan el capirote colocado sobre el remate de la vara, estantes orondos con el buche inverosímil que andan con dificultad como las embarazadas fuera de cuentas. Cada vez hay más gente que acude a la salida de la procesión, y por eso es necesario madrugar cada año más. Da igual que el Viernes Santo caiga en horario de invierno o de verano, y que por tanto las seis horas solares que marcan las constituciones de la Cofradía, sean las siete o las ocho de la mañana. Por pronto que se llegue siempre hay alguien que ha guardado ya las sillas. Empieza a amanecer morado. Sigue el gris de las hojas del olivo. Queda una luna blanca como una nubecilla. El cielo empieza a blanquear, Se apaga la luna. Bebedizo insoslayable de la mañana de Viernes Santo es el revuelto, o mejor dicho el "regüelto" escrito así con diéresis. La sabiduría popular descubrió hace mucho tiempo que tal pócima tomada con moderación es la única terapia para aliviar el malestar de cuerpo que viene con el madrugón y el fresco de la amanecida. El regüelto es bebida de carreteros cuando éstos arreaban la reata de mulas por los puertos de montaña al salir el sol, y de pescadores que salen de noche a recoger las redes, y de sargentos de semana que tienen que formar a la tropa cuando toca diana después de una guardia movida, y de carabineros que acechan al amanecer en la playa la llegada de un posible alijo, y de huertanos cuando regaban a tanda y les venía el agua al salir el sol Los estantes del viernes han usado siempre de tan benéfico brebaje y hay quien afirma, infundadamente, que ese bamboleo que resalta la gracia barroca de las imágenes al avanzar los pasos es fruto de los regüeltos con que los estantes templan el estómago antes de salir. Tampoco hay que exagerar ni convertir en vicio lo que es medicina. Para que el "regüelto" sea correcto y siente bien es preciso observar rigurosamente las reglas ancestrales de su elaboración. El vino ha de ser seco y de barril, vino de la tierra serio y sin conservantes, se mezcla con anis seco de paloma. La proporción exacta tiene que pre-

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Los espectadores mañaneros de la salida de la procesión, cada vez más madrugadores por aquello de la mucha gente que acude, han descubierto también la benéfica virtud de un trago de regüelto, y acostumbran. los más castizos, a aportarlo en una redoma con un pitorrillo de caña para beber a gañete. Siempre hay gente bienintencionada pero de conciencia estricta en demasía que se escandaliza ante tales libaciones alcohólicas en mañana tan penitencial, y murmura que, según enseñanza de la Iglesia, el alcohol quebranta el ayuno. Cabe argumentar en contra que si bien la Ley Canónica así lo afirma, no es menos cierto que como regla general los Sagrados Cánones, a diferencia de las leyes estatales -menos tolerantes- permiten la costumbre contra legem, es decir que en Derecho Canónico se permite que el pueblo observe una costumbre contraria a la ley de la Iglesia, siempre que no vaya directamente contra la Revelación divina o la Ley Natural. Como entendemos que el "regüelto" tomado a pequeños sorbos y con moderación en la mañana del Viernes Santo murciano es costumbre inveterada de la tierra, y no vulnera ni la Revelación ni la Ley Natural es por lo que pensamos que su utilización es lícita a salvo de criterio más autorizado pues doctores tiene la Iglesia y hasta ahora que sepamos no se han manifestado sobre el particular, y aún deseamos que no se manifiesten, por si acaso. Lo grave es que por ese ablandamiento que trae consigo la vida moderna fácil y muelle, estamos observando en la mañana de Viernes Santo alguna peligrosa y perniciosa desviación en materia de "regüeltos" me refiero a cierta pócimas dulzonas y sin duda pecaminosas, con que algunos pretenden vanamente conciliar tradición y modernidad. Hay quien se agencia un "pseudo-regüelto" con mistela o moscatel y anís dulce o incluso anisette francés. Hay que advertir que tales relajamientos sientan como un tiro a esas horas tan tempranas, y se corre el riesgo de tener que salir corriendo a media procesión a buscar dónde aliviarse. Destiérrense en buena hora tales adulteraciones y no se les llame con el respetable término de "regüeltos" a lo que son vulgares "coctails" impropios de la seriedad del momento. En la salida se encuentran siempre los mismos, los que faltan están presentes en el recuerdo. El rumor de la plaza es como una colmena, a cada momento va en aumento; saludos de gente que hace un año no se ha visto, bromas y risas, madres que colocan a sus críos vestidos de nazarenos en las filas iniciales recomendándoles que no se salgan ni se retrasen. Los más rezagados llegan presurosos y levantan a otros para po-

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der llegar a las sillas que alguien les ha reservado, los madrugadores protestan. De pronto el bullicio empieza a decrecer, todo el mundo mira los relojes. Ya es la hora y cada uno se coloca en su sitio. Se hace un silencio y todas las miradas se dirigen a la puerta de la Iglesia que se abre solemnemente mostrando en su interior una oscuridad rojiza entre la que se atisba apenas el paso de la Cena. La bandera morada de la cofradía está en la calle como un agudo monolito, y un recio redoble rompe la quietud expectante. Al oírlo unas palomas vuelan asustadas hacia la fachada de San Andrés.

aquel chiquillo veía la procesión entre los brazos de la abuela, y ahora, todavía, cuando oye los tambores se siente por un instante mínimo y encogido rodeado por unos brazos cansados y siente por detrás de su cabeza la voz lejana que le va explicando los pasos y le hace fijarse en los detalles.

A la salida de la procesión se encuentra el hombre de hoy con un chiquillo lejanísimo, que estaba muerto hace ya mucho tiempo y que ahora se levanta y se menea dentro de él, bullicioso y enredador. Ni siquiera tenía una silla para ver el desfile. Se acomodaba en el regazo blando y tibio de la abuela. También estaban con él sus padres y otros muchos parientes que trataban de decirle algo con esa torpeza de comunicación que los adultos tenemos cuando nos dirigimos a los niños muy pequeños. Pero

Cuando el chiquillo era pequeño no había que llegar a la plaza con tanto tiempo como ahora. Acudía menos gente y se encontraba más sitio para ver la salida. El lugar era muy diferente. Allí estaba el armatoste de hierro de la lonja, cerrado por rejas negras. Había un olor penetrante a fruta y hortaliza, un olor a huerta y el crío pensaba que seguramente también olería así el huerto en que cogieron preso al Señor. Por las rejas se encaramaban zagalones atrevidos que trepaban hasta el tejadillo para ver la procesión, todo

El crío se ha despertado en una vieja panadería de la Plaza de Camachos. Lo han vestido deprisa, todavía con la bombilla encendida porque es de noche. Le han dicho que va a la procesión. Lo han abrigado mucho para no se resfríe con el helor de la madrugada. Ha cruzado el obrador donde huele a leña ardiendo y a pan caliente. Apenas ha visto a los obreros en camiseta afanados en sacar los chuscos con la pala y apilarlos en las tablas. Va andando llevado de la mano por el Puente Viejo, el agua ruge al caer por el azud. Al chiquillo le da miedo el río y piensa que un día podría caerse abajo y ser engullido por aquel agua rojiza, entonces aprieta la mano para sentirse más seguro, pero le gusta mirar morbosamente hacia abajo, apenas ve el agua del río en la oscuridad. Las farolas están todavía encendidas como cuando es de noche, pero al final de la Glorieta, por detrás del Palacio episcopal, por encima del Instituto, el cielo ya está de un gris amarillento. Llegan al Plano de San Francisco. El niño conoce el lugar porque ha ido algunas veces a la Plaza de Abastos, que es como se llama, enseguida le llega el olor agrio a salazón, a verdura y a aceitunas. Pero el mercado está cerrado y no se escucha el griterío de los vendedores voceando. Allí hay un puesto de churros, un tenderete de lona de donde sale un humazo espeso que hace toser. Al chiquillo le compran un papelón de churros porque con las prisas no ha desayunado, y él se los va comiendo por la calle de Sagasta donde ya las gitanas ofrecen sillas. Cuando termina con los churros no sabe qué hacer con el papel de estraza moreno y aceitoso, acaba tirándolo hecho una bola disimuladamente en un rincón. El cielo empieza a clarear y ahora toma un cierto tinte malva, el niño, que se fija mucho en los colores, se da cuenta de que el color del cielo empieza a parecerse más o menos a las túnicas de los nazarenos que se acercan a la procesión y le parece bien que los colores de la mañana rimen entre si.

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el mundo temía que se cayeran, pero aguantaban allí con gritos y risotadas. Al chiquillo no le parece muy correcto que aquellos zangolotinos vociferen y digan tonterías mientras pasa la procesión y piensa que, seguramente cuando pasaba de verdad el Señor sufriendo por las calles de Jerusalén habría mozalbetes subidos a las tapias gritando y riéndose.

tas de las casas hay un estallido de flores rojas y sangrientas, y el niño se acuerda de la espalda de Jesús en los Azotes y le da gana de llorar, y piensa que "aquello" no debía haber pasado, y que si San Pedro hubiera estado un poco más decidido con la espada, habrían huido los sayones y Jesús se habría podido escapar. Cuando salen del Malecón y llegan a lo alto del Puente, está la procesión pasando por la Glorieta. El niño se vuelve un poco y ve la mesa de la Cena por delante del Ayuntamiento y la palmera de la Oración asomando por la esquina del Hotel Victoria. Entonces le da por pensar que la gente de la Glorieta está viendo a Jesús tan tranquilo cenando con sus discípulos sin conocer todavía lo que viene detrás, el dolor, los golpes y el sufrimiento. A lo mejor piensa el crío, los que están

Al crío le fastidian algunos convencionalismos de los mayores y, como es muy observador, aprovecha la procesión para desquitarse y criticar las estrictas reglas de urbanidad imperantes en su tiempo. Cuando está comiendo e intenta decir algo siempre le cortan con la advertencia de que "en la mesa no se habla", incluso le ponen para comer un babero atado al cuello con cintas donde hay unas letras bordadas que dicen imperativamente: "come y calla". Al final acostumbraron al niño a comer en silencio y de mayor lo pasa bastante mal cuando asiste a alguna comida y no acierta a conversar con los demás comensales hasta que no se acaba el plato. Menos mal que el niño no se ha convertido, ni Dios lo quiera, en un "ejecutivo agresivo" porque se siente absolutamente incapaz de tratar temas importantes en una "comida de trabajo". Cuando viene el paso de la Cena advierte que Jesús y los Apóstoles están hablando con la mesa llena de comida, sin terminarse el plato, los mayores hacen como que no lo oyen. Después viene el Angel de la Oración y el chiquillo aprovecha para recordar que a él le dicen siempre que es de muy mala educación señalar con el dedo. De nuevo los mayores se hacen los distraídos. Pero cuando aparece el San Juan luminoso y decidido por la puerta de la Iglesia, el niño vuelve tercamente a la carga. Hablar en la mesa o señalar con el dedo no pueden ser tan graves faltas de educación porque lo hacen el Señor, los Ángeles y los Santos. Los mayores se encuentran cogidos y alguno inventa una respuesta apresurada para salir del paso: le dicen que todo eso sucedió hace muchísimos siglos y entonces no estaba mal visto, pero que ahora han cambiado las costumbres. El chiquillo no se queda muy convencido pero por lo menos ha logrado hacerles confesar a los mayores que algunas reglas de convivencia no son eternas e inmutables sino contingentes y efímeras. Después, de mayor le preocupará la distinción entre unas y otras. En cuanto pasan las autoridades y los soldados, hay que levantarse y volver a la panadería cuanto antes para que el abuelo no se enfade. No es tarea fácil la de regresar pronto a la plaza de Camachos, hay que salir por detrás de la Iglesia de Jesús, recorrer unas sendas de la Huerta anegadas de claridad mañanera y salir al Malecón, Cuando andan por la Huerta trae la brisa el lamento lejano de las bocinas, en las puer-

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ante el Ayuntamiento se creen que en el Huerto, San Pedro va a poner en fuga a los sayones y Jesús se va a librar. Sin embargo el niño ha visto ya a Jesús caminando con Cruz, atropellado por sus verdugos en la Caída y a la Virgen llorando. Lo que para otros es futuro para el niño ya es pasado. Y desde entonces le da por pensar al niño si no será que el tiempo es una ilusión, y todo estará sucediendo simultáneamente aunque unos lo vean antes y otros después, y sospecha que quien pueda estar en lo más alto del puente más alto lo verá todo coetáneo. Al chiquillo se le ocurren cosas muy raras pero se las guarda para sí y no se las cuenta a los mayores porque a éstos no les gusta que los críos piensen demasiado. Al regresar a la panadería está el abuelo enfadado porque se ha hecho tarde y está él sólo para abrir la tienda. El abuelo se enfada con mucha frecuencia, tiene mal genio, pero luego se le pasa. El abuelo no va ver las procesiones porque son cosa de curas y él presume de jacobino y librepensador aunque se confiesa creyente. En cuanto acaba la filípica se pone el sombrero, coge el bastón y sale corriendo hacia Murcia porque dice que tiene que "hacer cosas", la gente mayor del Barrio del Carmen siempre dice que va a Murcia cuando tiene que cruzar el Puente. Cuando se marcha, se pregunta la abuela con sorna qué tendrá que hacer en Murcia el abuelo un Viernes Santo por la mañana, con las calles llenas de público y la procesión pasando. En realidad, explica divertida, finge que tiene que salir, para encontrarse la procesión y no tener más remedio que verla entre la gente. Si se encuentra a algún conocido le dirá muy enojado que no puede pasar a hacer unas gestiones por culpa de todas estas beaterías y pamplinas de las procesiones, y si lo pillan mirando un paso dirá que está admirando el arte del genial escultor, la belleza de las tallas y quizás añada que los curas no se merecen tener en su poder obras tan hermosas. Lo cierto es que el abuelo volverá casi a mediodía, mucho más tranquilo y complaciente, y el chiquillo empieza entender que los mayores están algunas veces prisioneros de su propia imagen y no pueden dar su brazo a torcer aunque les apetezca.l

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Contemplando el ‘paso’ (Cuento de Viernes Santo) LA VERDAD 21 marzo 2008

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Ya eran muchos años saliendo en la “Oración del Huerto” y cada vez le iban costando más el madrugón y la caminata. Le apetecía quedarse dormido, aunque fuera sobre la dura roca, como los Apóstoles, pero tenía decidido continuar en su puesto mientras el cuerpo aguantase. Siempre que podía, volvía la cabeza para mirar la andadura temblorosa del “paso”. Otro año más, contemplaba el gris estremecido del olivo, el cimbreo de la palmera, el trémulo lirio de Jesús angustiado y la luminosa belleza del Ángel confortador. Desde chiquillo había convivido con aquella escena porque estaba colgada en la pared su casa, en una estampa de color sepia, seguramente de algún viejo almanaque. Pero entonces no la había entendido. Cuando le venía un calenturón y le dolían las anginas, le decían que le rezase al Ángel para ponerse pronto bueno. Así lo hacía y, dos o tres días después, estaba de nuevo jugando en la calle. Ahora lo que le pedía era que le ayudase a soportar el sufrimiento.

El tiempo le había enseñado que la desgracia anda siempre agazapada, como una alimaña siniestra, por los recovecos de la vida, dispuesta a morder cuando menos se piensa. Ya guardaba, en su carne y en su alma, las señales de algunas dentelladas y sabía que lo peor aún estaba por venir. Antes o después llegarían otros mordiscos, hasta que uno, el definitivo, le alcanzase la yugular. Pero, con el dolor de las heridas, había aprendido a saborear las cosas hermosas que adornan el camino. Muchas horas felices habían derramado en su boca el dulce jugo de la fruta madura y, cuando algún mazazo lo había abatido, notó como alguien le secaba el sudor frío, le sostenía, con su brazo, el

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cuerpo vacilante y le señalaba, con su mano, el lugar adonde tenía que dirigir la vista. Ahora se daba cuenta de que en los momentos difíciles le había venido el Ángel para ayudarle a aceptarlos y hacerle seguir hacia delante. Por eso ya no le rezaba, como cuando era crío, para que le ahorrase los sufrimientos, sino para que bajase a acompañarlo cada vez que tuviese que beber el cáliz de la amargura, y, sobre todo, para que no le faltase a su lado a la hora del último trago. La procesión avanzaba lentamente. Ya había pasado la fría penumbra de la primera hora y, al salir de las calles estrechas, una claridad de primavera, recién estrenada, se derretía sobre el “paso” y se posaba sobre el rostro angustiado de Jesús, el sueño confiado de los Discípulos, el oro de los dátiles y el cuerpo magnificente del Mensajero Celestial. En lo alto de la palmera refulgía un cáliz de plata. El nazareno se notaba cansado, pero sabía que debía seguir hasta el final. El Ángel, con su dedo, le indicaba el camino.l

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El prendimiento (Cuento de Viernes Santo)

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… ecce turba et qui vocabatur Iudas, unus de duodecim, antecedebat eos, et appropinquavit Iesu ut oscularetur eum. Iesus autem dixit illi: ‘Iuda, osculo Filium hominis tradis?’ Lc. 22.47-48

uando va a salir el Prendimiento ha terminado de clarear el día y, aunque la plaza todavía está en sombra, va perdiendo el cielo, si no amaneció nublado, el gris lívido del amanecer y se tiñe de un azul cobalto, todavía tierno y suavísimo, a veces alterado por el rosado vellón de alguna nubecilla. Los pasos anteriores, la Cena, con su magnificente mesa repleta y la angustiosa Oración en el Huerto, con su confortante criatura angélica, nos han preparado ya para el comienzo de la tragedia. Eran unos acordes lentos, pausados y sombríos, que preludiaban el doloroso estallido del presto que se avecina. Todas las miradas se dirigen ahora hacia la cárdena negrura de la puerta de la iglesia, donde tiembla ya un relámpago de plata: una fulgente espada sostenida por los duros tendones y los nudosos músculos de Pedro. Su brazo nervioso, hecho a tensar jarcias e izar redes, quiere defender al Maestro y se dispone a caer sobre el sayón, que patalea en tierra, pisado por el Apóstol, como una inmunda sabandija. Cuando los estantes sacan el Paso, aparece detrás Jesús, tristemente sereno, recibiendo el beso traidor de un Judas rojizo y demoniaco. El soldado, con su armadura medieval, y su alto plumero de colorines, contempla indiferente la escena. Pero las hojas del acebuche se agitan conmovidas en una turbamulta de plateadas navajas; si voz tuvieran, cantarían un coro entrecortado, preguntándose, como Bach en “La Pasión según San Mateo”, si es que los relámpagos y los truenos han desaparecido de las nubes, puesto que no caen para aniquilar la sangre asesina del falso traidor. Aunque los rayos del sol no se derraman todavía sobre la procesión, brillan las doradas cenefas de la túnica azul de San Pedro y del rojo manto, que lleva recogido en su brazo izquierdo. Salzillo congeló en este paso ese instante en que el drama se des-

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encadena; cuando ya todo está en movimiento y no hay posible retroceso, porque Jesús ha asumido el sacrificio redentor y no acepta la violenta defensa de su discípulo. Nos costaba entenderlo de chiquillos, al ver acercarse la poderosa figura de Pedro, noblemente airada y plena de energía. Aquel hombre maduro, pero vigoroso, bien podía haber destrozado al ridículo sayón de las perneras a rayas, que parecía ir en pijama e, inmediatamente, arremeter contra el empingorotado soldado, sin darle tiempo a blandir la lanza, y, por fin, con un certero revés, darle su merecido al Traidor, que bien ganado se lo tenía. Seguro que, tras aquella fulminante reacción del fornido pescador, se habría atemorizado el tropel de los sayones y, aprovechando el desconcierto, podrían haber huido Jesús y los tres apóstoles, arremangándose las largas túnicas para correr mejor, hasta esconderse por las callejuelas laberínticas de la Ciudad Santa. Así habríamos querido que sucediese, pero bien sabíamos que no pudo ser. Todos los Evangelios coinciden en narrar cómo Jesús había detenido la violenta reacción de Simón Pedro, e incluso Lucas refiere que el propio Maestro había curado la herida del esbirro, que, según Juan, se llamaba Malco. Por duro que nos pareciese, el Señor comenzaba su Pasión perdonando a sus enemigos, como lo volvería a hacer, aquella misma tarde, desde el patíbulo de la Cruz. Con los años, hemos ido comprendiendo la enseñanza de Jesús, que aceptó el sufrimiento, en lugar de emprender la huida o llamar a las doce legiones de ángeles para que lo salvasen. Otra cosa es que nuestra débil naturaleza esté dispuesta a seguir el divino ejemplo, cuando el hacer lo que se debe, lo que está escrito, nos puede acarrear padecimientos, sinsabores o incomodidades. Jesús nos pide volver la espada a su lugar, cuando las venas de la garganta se inflaman por el fuego de la sangre vengadora, y nos advierte que, hasta la violencia más justa se volverá cruelmente contra nosotros, pero todavía no estamos convencidos de que quien a hierro mata, a hierro muere. Todo en el paso del Prendimiento es un vibrante tumulto de inquietudes y estremecimientos. Sólo la resignada figura de Jesús pone un punto de sosiego en la agitada escena. Cuando el cabo de andas da el golpe y los estantes meten el hombro, para seguir la singladura, sabemos que se ha descorrido el telón del drama. Tras aquel momento, en que la divina Víctima ha sido capturada por las fieras, vendrán los interrogatorios, los golpes, la tortura y la muerte. Entonces le pedimos al Señor que jamás nos deje caer en la tentación de fingir un gesto de amor, para causar daño a los demás, que nuestros labios nunca se emponzoñen con un beso traidor. Y también que, cuando descubramos que los otros nos han traicionado, seamos capaces de envainar la espada, aunque nos resulte difícil. l

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El dolor de María en la luz y en las sombras (Cuento de Viernes Santo)

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os dejó Salzillo a los murcianos dos sublimes muestras del dolor de María en el día de Viernes Santo: la Dolorosa mañanera de los morados y la Virgen de las Angustias del Santo Entierro. Las vimos excepcionalmente desfilar juntas el año 2003 en la procesión de Nuestro Padre Jesús Nazareno y, ahora, pretenden las respectivas cofradías honrar a ambas imágenes con la Coronación Canónica. Dos momentos desgarradores para el corazón de la Madre en el día terrible: su caminar tembloroso a la luz de la mañana, y su quietud estremecida junto a la Cruz, al recibir, en la obscuridad de la noche, a Cristo muerto. Jesús asumió el sacrificio, echando sobre sus hombros todas nuestras culpas y apurando el dolor de todos los que sufren. María padeció por todas las madres del mundo, las de antes, las de ahora y las que vendrán, ante el dolor de sus hijos. Durante nueve meses los han sentido rebullir dentro de su cuerpo, después los han alimentado con su pecho, los han acunado con su voz, les han calmado los llantos con su cariño, han gozado del amanecer de sus primeras sonrisas, han escuchado el balbuceo de sus primeras palabras, y, un día, ha venido el nubarrón sobre su vida y los han visto abatidos por la injusticia, la violencia, la enfermedad y, a veces, la muerte. María Dolorosa avanza hacia el encuentro del Hijo en la mañana del Viernes Santo murciano. La luz primaveral la traspasa, cuando asoma por la puerta de la Iglesia de Jesús. Si el día está despejado duelen los ojos ante tanta cla-

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Antonio Díaz Bautista

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ridad recién estrenada. Parece que los rayos del sol quisieran detenerla en su carrera. Brilla la lágrima de su mejilla, como una trémula gota de rocío en el pétalo de una rosa. Arde la luz en las estrellas, que nimban su cabeza, y en los cetros de los mayordomos. Las túnicas de los estantes, que la portan, son un corro de lirios doloridos, que han brotado a su paso. Los lazos, las enaguas, las medias, los encajes y las velas de los nazarenos son espuma blanquísima de olas rompiendo bajo sus pies. Pero el júbilo de la luz centelleante se apaga en unos ojos llorosos, en un rostro mortalmente pálido, en una boca entreabierta y en unas manos, que se alzan implorando clemencia para el Salvador. La luz alegre de la vida alumbra una muerte próxima. Los ojos de María miran hacia arriba y ven la carne del Salvador, su propia carne, padeciendo atrozmente en la cruz. Stabat Mater dolorosa iuxta crucem lacrimosa dum pendebat filius, dice el himno que compuso Jacopone da Todi, aquel frailecico medieval, amigo de San Francisco. María de las Angustias se sienta desmadejada en la noche del Viernes sobre la áspera roca del Gólgota. Está ya la Cruz desnuda y de ella pende un blanco paño que se estremece con la brisa. Por fin tiene en sus brazos al Hijo, pero ya no es más que un cuerpo frío, pesado, florecido de llagas sanguinolentas. El que era la Palabra, el Verbo, ha enmudecido. Querría María que la carne atormentada y yerta de su Hijo fuese todavía aquella carne sonrosada y glotona que se agarraba a su pecho. Querría hacerlo revivir con el calor de su cuerpo. Pero todo se ha consumado bajo la luna plateada. Es el tiempo del silencio y la espera de la resurrección anunciada. Ni siquiera podrá la Madre demorarse en el abrazo. Jesús tiene que bajar al sepulcro, a lo más hondo de nuestra alma, para limpiarla de tinieblas. Tintinean los cristales de las tulipas, con un sonido de doliente clavicémbalo. Los estantes servitas llevan ahora el negro del luto en sus túnicas; antes vestían de un tierno azul celeste, que ponía una nota de esperanza en el triste cortejo. Muchos años sopla un airecillo húmedo y hasta alguna gota de lluvia llora sobre el divino cuerpo inerte. Se mete por las calles el aroma del azahar para embalsamar el cadáver exangüe del Señor, las macetas de calas se visten de blanco para amortajarlo. Los ángeles niños, regordetes y sonrosados, los que un día cantaron el ¡Gloria in excelsis! en el Portal, lloran ahora desconsolados.l

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El caramelo (Cuento nazareno)

LA VERDAD 29 marzo 1999

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o tenía el nazareno ganas de vestirse aquella tarde. Le costaba un mundo calzarse las medias bordadas, ponerse la enagua de puntillas, ajustarse las ligas, meterse la túnica por la cabeza, atarse el cíngulo a la cintura, arrollarse a la cabeza el pañuelo de seda, y encajarse el capuchón con las cintas colgando. Sólo hacía tres meses que había pasado aquello, y, desde entonces, siempre amanecía nublado, sin pájaros que piaran junto al camino, ni hojas nuevas en el ramaje. Había decidido no salir en la procesión, pero la buganvilla magenta de su puerta le recordaba la obligación contraída muchos años atrás, cuando su vida tenía cielos azules y palomas blancas. Los amigos lo habían convencido para que no faltara, pero, eso sí, saldría sin caramelos, ni habas, ni huevos duros, ni monas. Iría sin alegrías ni jolgorios, haciendo penitencia y recordando los sufrimientos del Señor. Además, decían que el nuevo Obispo quería quitar todas aquellas cosas. Para no ir con la “sená chuchurría” al lado de quienes la llevaban henchida, se la fue llenando con pelotas de papel de periódico hasta redondearla.

Al llegar a San Antolín le pareció, por un momento, que aún era el año pasado, o alguno de los anteriores, pero al recordar lo que llevaba en el buche, volvió al convencimiento de que los dulzores se habían escapado de su vida. Cuando el cabo de andas dio el golpe, él metió el hombro y arrancó con fuerza. El trono pesaba mucho más que otras veces. Andaba él agobiado y jadeante, sin mirar a nadie, deseando que llegara el final de la carrera. Ya no saldría más. Dejaría el sitio a otro que todavía quisiera levantar la vista y sa-

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ra que parecen recoger en sus lágrimas todo el sufrimiento del mundo. El nazareno pensaba que el llanto de aquel niño era su propio lloro: el que él llevaba por dentro. Entonces le pidió un caramelo a su vecino y anduvo hasta el crío apoyándose en la horquilla. “Toma, Nenico, no llores más”. El niño lo miró y en su cara se abrió el arco iris de una sonrisa, aunque en sus largas pestañas todavía quedaban temblando las últimas gotas.

lirse en las paradas para obsequiar a los amigos. Entonces fue cuando escuchó el llanto cercano de un crío de pocos años, que miraba al suelo. No era una rabieta, sino un llanto lento y persistente, como una mansa lluvia de tristeza. La madre fingía no hacerle caso. Ya se sabe: cuando los chiquillos se ponen así es mejor dejarlos. Los pequeños lloran por cualquier tontería, y luego se les pasa; es como si se entrenaran para después, cuando las cosas vienen mal de verdad. Pero lloran con tal amargu-

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Llegó el nazareno a su casa con el cuerpo dolorido y el hombro amoratado. Se acostó dejando las cosas encima de una silla, de cualquier manera. Pero no le venía el sueño: seguía oyendo tambores y trompetas, viendo cirios y cruces. Pasaba el brazo bajo la almohada y ésta le apretaba como si llevase el paso, y, de pronto, le pareció oír, entre el tintineo de las tulipas, una voz profunda, que venía de arriba, y le decía: “En verdad os digo que lo que hiciereis con estos pequeños, Conmigo lo hacéis”. Una mano, por encima de la cama, le alargaba un caramelo. “Toma, para que no llores más”. El nazareno, con un nudo en la garganta, contestó: “Señor, Tú sabes que no estoy para golosinas”, Y la Voz le dijo: “Si no os hacéis como niños, no tendréis lugar en mi Reino”. Entonces se durmió con un dulce sabor a bergamota en la boca, pensando que, al año siguiente, volvería a salir, llevando unos pocos caramelos, para los críos que llorasen.l

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cuentos para leer en semana santa Antonio Díaz Bautista

Los aparecidos (Cuento nazareno)

La Verdad. 20 marzo 2005

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ada año, al acercarse la Semana Santa, se daba cuenta de que se los iba a encontrar y de que cada vez iban a ser más. Algunos eran bien identificables, gente con nombre y apellidos: familiares y amigos, cada uno con sus anécdotas y circunstancias, que lo saludaban amablemente. La aparición de ellos solía ser huidiza: se les veía, de pronto, doblar una esquina, cruzar presurosos una calle, o asomarse entre la gente para ver pasar la procesión, pero también los había que se ponían a su lado, y hasta llegaban a sentarlo sobre sus rodillas Otros muchos eran personas casi anónimas, a las que tan sólo había conocido de vista. Algunos se presentaban con la túnica, camino de la iglesia y luego se les veía en el desfile, con el capuchón puesto. A los más veteranos de la caterva, se les notaba ya, en el atuendo y en los ademanes, que estaban pasados de moda y que había corrido mucho el río del tiempo desde que se marcharon, aunque seguían, erre que erre, haciéndose presentes en aquellas fechas. Cuando ellos se materializaban, cambiaba súbitamente el entorno: los edificios rebajaban su altura, los anuncios luminosos se adormecían, se abrían establecimientos que cerraron hacía mucho tiempo y en los balcones florecían macetas que se habían secado por falta de cuidado.

Seguramente era por eso por lo que él rechazaba, con espanto, la moda de marcharse de la ciudad durante aquellos días y deseaba, mientras pudiese, salir al paso de toda aquella gente, que ya no estaba en el mundo, y que se dejaba entrever, convocada por el ronco retumbar de los tambores y el agrio lamento de las trompetas. Puede ser que a los que huían con tanto empeño, no se

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les aparecieran los desaparecidos, o, tal vez, les diera repeluz encontrarse con ellos. En cambio, él necesitaba encontrárselos en aquellos días en se festejaba la muerte, mientras el cambio de estación pregonaba la resurrección y la vida. Pensaba que, si no estaba en la calle cuando saliera el cortejo, aquel tropel de aparecidos andaría buscándolo, le pondría falta y quizá, cuando le tocase integrarse en el grupo, cualquiera sabe cuándo, lo apartasen a codazos. La cita anual estaba concertada y no había que faltar, porque los otros acudirían seguro. Un día reparó en que el Evangelio de San Mateo (27,52-53) narraba cómo, tras la muerte de Jesús, el velo del templo se rasgó de arriba a bajo, la tierra tembló, las piedras se rajaron, los sepulcros se abrieron y muchos muertos salieron de los sepulcros y se aparecieron. Entonces empezó a entender por qué el reguero de los penitentes, el cristalino tintineo de las tulipas, el crujido de los tronos al doblar las esquinas, y el paso de las imágenes de Cristo exangüe, avivaban la presencia de tanta gente que ya se había ido.l

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cuentos para leer en semana santa

cuentos para leer en semana santa

Antonio Díaz Bautista

Antonio Díaz Bautista

La despedida (Cuento nazareno)

La Verdad. 4 abril 2004

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abía que las pupilas se le iban a humedecer cuando saliese de la penumbra del templo a la alborozada claridad de la calle. Por eso había intentado marcharse sin hacer ruido y sin que nadie lo notara. Pero alguien tenía que saberlo y, en cuanto anunció su propósito de abandonar el puesto, le habían montado la consabida cena de despedida, con entrega de la insignia en oro de la cofradía, y lo habían convencido para que sacase el paso por última vez. No podía reprochárselo, porque él lo había hecho también con otros.

Lo peor venía ahora, cuando, vestido de calle, sin túnica ni capuchón, metiera el hombro en su lugar de siempre y sacara el paso de la iglesia, sabiendo que nunca lo volvería a hacer. La última vez había sido la del año pasado; lo de ahora no era más que un epílogo puramente simbólico. Ya no sentiría más el tintineo de las tulipas sobre su cabeza, el sudor del esfuerzo empapándole el cuerpo, el peso del trono sobre su hombro, el redoble obstinado de los tambores, el tirón de los arranques y el alivio de las paradas. De nada le serviría ya el aprendizaje de tantos años para contener el paso cuando se bandeaba, para girar al milímetro en las esquinas más difíciles, para salvar los desniveles más peligrosos y tomarse un respiro en los tramos más fáciles. Ya no olería más el aroma a flores, a incienso y cera encendida de dentro de la iglesia, ni el olor a primavera de la calle. Ya no vería en las sillas a los conocidos, que lo saludaban, ni a los turistas, con cara de extrañeza, ni a la gente que musitaba una oración y se santiguaba, ni a los críos vocingleros, pidiéndole caramelos.

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Dicen que en el instante de la muerte pasan por la mente, como en una película a cámara rápida, todos los acontecimientos de la vida. A él le venían de golpe las imágenes de todas las procesiones en que había salido cargando: las primeras, cuando iba de reserva, esperando que se produjera una vacante, las de después, cuando sus críos eran pequeños y lo miraban como un maravilloso superhombre, las últimas, cuando le costaba aguantar hasta el final y tenía que demandar algún que otro relevo para refrescarse. Veía los días de ventolera fría en que aceleraban, para recogerse cuanto antes, y los de tiempo apacible para recrearse en la calle, y las fechas más tristes, en que la lluvia impedía el desfile. Todo había pasado en un periquete, en un santiamén, en un tris. Tenía que ser así. Ahora el tiempo empezaba a correr de nuevo para aquel mozo vigoroso que tomaba el relevo, mientras unos cuantos amigos le aplaudían a la puerta de la iglesia y él les sonreía, para disimular.l

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Este libro de CUENTOS PARA LEER EN SEMANA SANTA se terminó de imprimir el día 17 de marzo de 2018 festividad de san Patricio, Patrón de Murcia.


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