Primer encuentro: Problemáticas actuales, necesidad de una espiritualidad, qué sería tener una espiritualidad y ser espirituales. Déjense conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán arrastrados por los deseos de la carne. Porque la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos luchan entre sí, y por eso, ustedes no pueden hacer todo el bien que quieren (Ga 5,16-17) Al comenzar este curso de espiritualidad sacerdotal, iremos viendo algunas notas características de nuestra espiritualidad y trataremos de darle una aplicación concreta a nuestras vidas, para poder ir viviendo, ya desde nuestra formación inicial, la espiritualidad sacerdotal. Antes que nada, deseamos ver la necesidad de tener una espiritualidad adecuada, para vivir con alegría, gusto y pasión nuestra vocación. 1) Hijos heridos de un tiempo nuevo: Como hombres de este siglo, estamos insertos en un tiempo y espacio históricos particulares. Dios nos ha puesto en este momento de la historia, y nos invita a amar profundamente nuestro mundo actual: tanto amó Dios al mundo, que envió a su Hijo Único. Nosotros estamos llamados a tener un amor semejante. Sin embargo, no podemos negar algunos antivalores presentes en nuestro mundo, que nos hacen muchas veces perder profundidad e intensidad espiritual de nuestra acción pastoral. Buscaremos, por tanto, identificar algunas de estas dificultades, que forman parte ya de nuestra cultura y, por tanto, de nuestra propia identidad. Dice Francisco en EG: 78. Hoy se puede advertir en muchos agentes pastorales, incluso en personas consagradas, una preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de distensión, que lleva a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida, como si no fueran parte de la propia identidad. Al mismo tiempo, la vida espiritual se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio pero que no alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión evangelizadora. Así, pueden advertirse en muchos agentes evangelizadores, aunque oren, una acentuación del individualismo, una crisis de identidad y una caída del fervor. Tres males que se alimentan entre sí. a) Complejos, miedos y desorientación en nuestra identidad cristiana: A través de los MCS y otros ambientes, percibimos una marcada desconfianza hacia lo religioso. En este contexto, es posible que desarrollemos en nosotros una suerte de complejo de inferioridad. Es decir, nos sentimos menos, avergonzados de nuestra opción, temerosos y dubitativos. Esto nos hace, muchas veces, ocultar nuestra identidad cristiana y, como consecuencia, no estamos plenamente identificados con nuestra misión y vocación. De ahí que se despierta en nosotros una especie de obsesión por ser como todos y por tener lo que tienen los demás. De este modo, se empieza a vivir una división interna entre mis opciones y mi preocupación por mi imagen, mi apariencia y la búsqueda de ser aceptado socialmente. Por un lado vivo una actividad religiosa, y por otro tengo una identidad confusa. Esto se manifiesta en algunos sacerdotes, cuando empiezan a sentir un descontento de su misión e identidad y buscan dedicarse a otros asuntos (estudiar otras carreras, dedicarle mucho tiempo a otras actividades: sociales, deportivas, turísticas) y así se le va restando tiempo, dedicación y entusiasmo a las acciones pastorales y a su responsabilidad. Buscan desesperadamente aparecer como uno más, por este miedo a ser vistos como diferentes, ilusos o “santurrones”. Al no estar tranquilos y en paz con su identidad, con su labor, empiezan a vivir una tensión incómoda y a despreciar su trabajo y actividad. Esta tensión genera tal angustia, que desea ser aplacada con gratificaciones sensibles, que muchas veces van en contra de su vocación y lo van alejando de sus opciones. Dice Francisco en EG: 79. La cultura mediática y algunos ambientes intelectuales a veces transmiten una marcada desconfianza hacia el mensaje de la Iglesia y un cierto desencanto. Como consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales desarrollan una especie de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su identidad cristiana y sus convicciones. Se produce entonces un círculo vicioso, porque así no son felices con lo que son y con lo que hacen, no se sienten identificados con su misión evangelizadora, y esto debilita la entrega. Terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por ser como todos y por tener lo que poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se vuelven forzadas y se dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado.
85. Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad» (2 Co12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica. b) La acedia pastoral que mata el fervor evangelizador: Hoy en día, se alcanza a ver una caída del entusiasmo y fervor evangelizador. El cansancio, los fracasos, la rutina, el temor al desgaste y a ser absorbidos, el cuidado obsesivo de la privacidad, la necesidad permanente de gratificaciones; todo esto va haciendo que estemos más centrados en nosotros mismos, que en los demás. Se empiezan a vivir las actividades como a la defensiva. Ante los pocos agentes pastorales y las demandas continuas de la gente, se empieza a vivir interiormente un rechazo interior muy desgastante, que lleva a renegar de la propia vocación. Y así, la actividad empieza a desgastar más de lo normal, ya que la vivimos como algo impuesto, como una carga, con una gran resistencia interior. De esto modo, se comienza a reclamar mayor espacio y tiempo para nuestra propia privacidad, donde puedo ser yo mismo, hacer lo que quiera, sin ser demandado por los otros. Estos espacios van ganando cada vez más lugar y tiempo, y empiezan a ser mi única obsesión y preocupación. Voy haciendo pocas actividades, y a desgano, como sacándomelas de encima, para poder estar tranquilo en mi propio espacio privado. Se buscan, entonces, refugios serenos en el propio cuarto, casa, en frente de la tele, la compu, olvidándome así de los demás. Sin embargo, lo que parecía un espacio sereno y gratificante, no lo es tan así. El corazón empieza a sentir ansiedad, inquietud, descontento, porque ese espacio no lo satisface como pensaba, provocándose así una nueva angustia. A su vez, se percibe un permanente autoanálisis, un creciente subjetivismo, donde me pongo a pensar quién soy, si soy feliz, si recibo afecto o no. Más que un espacio de interioridad profunda, se trata de un subjetivismo egocéntrico que me cierra cada vez más en mí mismo, produciendo un gran aislamiento. Como veremos, no se trata tanto de la cantidad de actividades, sino de las actividades mal vividas. Estas ya no brotan de un amor, sino de una inercia, de hacer las cosas por rutina y costumbre, de forma mecánica y sin vida. Falta, por tanto, una motivación adecuada, falta una espiritualidad que impregne estas acciones, para que tengan sentido para los demás y para mi propia vida. Por eso, las tareas cansan más de lo necesario, ya que se trata de de una tarea no aceptada, sino soportada. Este desgano con el que podemos vivir nuestras tareas nos causa una profunda infelicidad. Dice Francisco en EG: 81. Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo, conseguir catequistas capacitados para las parroquias y que perseveren en la tarea durante varios años. Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor de Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y fecundos. Algunos se resisten a probar hasta el fondo el gusto de la misión y quedan sumidos en una acedia paralizante. 82. El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado. Esta acedia pastoral puede tener diversos orígenes. Algunos caen en ella por sostener proyectos irrealizables y no vivir con ganas lo que buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa evolución de los procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por apegarse a algunos proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su vanidad. Otros, por perder el contacto real con el pueblo, en una despersonalización de la pastoral que lleva a prestar más atención a la organización que a las personas, y entonces les entusiasma más la «hoja de ruta» que la ruta misma. Otros caen en la acedia por no saber esperar y querer dominar el ritmo de la
vida. El inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes pastorales no toleren fácilmente lo que signifique alguna contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz. 83. Así se gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad». Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio». Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo esto, me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora! c) El individualismo consumista que impide la comunión: El hombre posmoderno está muy concentrado en sus necesidades inmediatas y frecuentemente insatisfecho en sus relaciones humanas. Tiende, por tanto, a desarrollar un estilo de vida individualista, hedonista (donde el centro es el placer), que lo hace escapar de los que sufren, de los necesitados, de los crucificados. El inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que se busquen resultados rápidos y fáciles. Por eso, no se trabaja en equipo, ya que es un camino más lento y, además, porque el contacto con el otro me hace revisar mis opciones, me confronta con lo diferente. Se empieza a mirar al hermano, ya no como tal, sino como un enemigo, un competidor. Las reuniones y encuentros son tolerados, como un mal necesario, y no son vividos con el corazón. Se produce así un aislamiento malsano, que muchas veces es confundido con la soledad sana y necesaria. Ya no está el deseo de entrega y sacrificio por el otro, sino la obsesión por cuidarse, entregarse a cuenta gotas, no embarrarse, ni involucrarse. Y así, ante el deseo de ser libres y no estar atados a nada, se termina por ser esclavo de los propios instintos de placer, reconocimiento y seguridad. Se termina por ser un eslabón necesario de la sociedad de consumo que necesita seres individualistas e insatisfechos, para someterlos a sus múltiples y seductoras propuestas. De este modo, cae por el suelo todo proyecto comunitario en pos de un proyecto personal, de autorrealización aislada y caprichosa. Dice Francisco en EG: 87. Salir de sí mismo para unirse a otros hace bien. Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de la inmanencia, y la humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que hagamos. 88. El ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la privacidad cómoda o hacia el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian al realismo de la dimensión social del Evangelio. Porque, así como algunos quisieran un Cristo puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden relaciones interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por pantallas y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura. d) Del aislamiento al resentimiento, odio y violencia: Esta centralidad puesta en el propio yo y en sus necesidades más egocéntricas, envuelve al sujeto en un cómodo aislamiento, cuyo paso siguiente es la desconfianza, la crítica, la acidez, la ironía, el cinismo y la agresividad hacia el hermano. Dice Francisco en EG: 98. Dentro del Pueblo de Dios y en las distintas comunidades, ¡cuántas guerras! En el barrio, en el puesto de trabajo, ¡cuántas guerras por envidias y celos, también entre cristianos! La mundanidad espiritual lleva a algunos cristianos a estar en guerra con otros cristianos que se interponen en su búsqueda de poder, prestigio, placer o seguridad económica. Además, algunos dejan de vivir una pertenencia cordial a la Iglesia por alimentar un espíritu de «internas». Más que pertenecer a la Iglesia toda, con su rica diversidad, pertenecen a tal o cual grupo que se siente diferente o especial. 99. El mundo está lacerado por las guerras y la violencia, o herido por un difuso individualismo que divide a los seres humanos y los enfrenta unos contra otros en pos del propio bienestar. En diversos
países resurgen enfrentamientos y viejas divisiones que se creían en parte superadas. A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pedirles especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo se cuidan unos a otros, cómo se dan aliento mutuamente y cómo se acompañan: «En esto reconocerán que son mis discípulos, en el amor que se tengan unos a otros» (Jn 13,35). Es lo que con tantos deseos pedía Jesús al Padre: «Que sean uno en nosotros […] para que el mundo crea» (Jn 17,21). ¡Atención a la tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto! Pidamos la gracia de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de todos. 100. A los que están heridos por divisiones históricas, les resulta difícil aceptar que los exhortemos al perdón y la reconciliación, ya que interpretan que ignoramos su dolor, o que pretendemos hacerles perder la memoria y los ideales. Pero si ven el testimonio de comunidades auténticamente fraternas y reconciliadas, eso es siempre una luz que atrae. Por ello me duele tanto comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos? e) Ante tanto vacío interior, se necesita sostener una apariencia: la mundanidad espiritual Al constatar, por tanto, el vacío del corazón, el sinsentido, la marginación del otro y la omnipresencia del yo, se necesita montar un espectáculo hacia fuera, para mantener esta doble vida, esta exclusión del amor. Dice Francisco en EG: 93. La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto. 95. Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En otros, la misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. También puede traducirse en diversas formas de mostrarse a sí mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones, cenas, recepciones. O bien se despliega en un funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como organización. En todos los casos, no lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y resucitado, se encierra en grupos elitistas, no sale realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay fervor evangélico, sino el disfrute espurio de una autocomplacencia egocéntrica. 97. Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!
2) La necesidad de tener una espiritualidad De todo lo dicho, cae de maduro la necesidad de arraigar la propia vida en una sana espiritualidad. ¿Cuál sería la raíz de todos estos problemas tan nuestros? Podríamos decir que la falta de espiritualidad provoca una vida sin sentido, como la que hemos visto recién. O, tal vez, una concepción errónea de la espiritualidad, o la vivencia de una espiritualidad desencarnada. Muchos se preguntan: ¿qué fue lo que sucedió con estas personas, si eran personas devotas, que rezaban todos los días, que eran muy fieles a sus oraciones? Lo que sucedió es que su espiritualidad era tan etérea, volada, desencarnada, que nunca llegó a tocar su propia vida, que nunca llegó a empapar sus actividades. Eran dos mundos irreconciliables: la identidad por un lado y la actividad por el otro; las acciones pastorales y la oración. Vamos, entonces, a comenzar a descubrir qué significa ser una persona espiritual, qué significa tener una espiritualidad, cómo la podemos alimentar, cómo puede crecer. Antes de pasar a las notas específicas de la espiritualidad sacerdotal (que nos llevará todo este curso), deseamos ir a las características generales de toda espiritualidad, para poder comprender mejor la sacerdotal. a) Un error bastante común: Lo primero que pensamos cuando hablamos de una persona espiritual, tiene que ver con la oración, la tranquilidad, la paz, la serenidad. Identificamos muchas veces a la espiritualidad con la oración, la inactividad, el silencio, la contemplación. En el imaginario colectivo se piensa al espiritual como un ser lejano de la tierra, con los pies afuera y en las nubes, como un ser más angelical que humano, como alguien muy admirable, pero poco cercano. Un párroco activo, con múltiples capillas y actividades, con una agenda intensa, no solemos ponerle el nombre de espiritual, sino más bien de “pastoral”. Al espiritual lo relacionamos más con los monjes, los retiros, la oración y el silencio. Sin embargo, como veremos, un párroco puede ser (y está llamado a ser) una persona profundamente espiritual, siendo a la vez profundamente pastoral y con una actividad ajetreada e intensa. La raíz de este error es la separación entre la actividad y la oración. Hasta hace muy poco tiempo, se miraban la oración y la actividad como dos cosas distintas. La oración era un momento de cargar las pilas, encontrarme con Dios, llenarme de Él, y la acción como un espacio donde descargar las pilas, arriesgarme en el contacto con los demás, vaciar toda mi experiencia de Dios. De este modo, siempre se vio la actividad con una mirada desconfiada, como un cierto riesgo a la vida espiritual. Y siempre se vio la oración como un espacio más seguro para ser más espiritual. De hecho, se ha malinterpretado muchas veces el famoso texto de Marta y María. Injustamente Marta pasa a la historia como aquella que se dejó absorber por la actividad, sin tener en cuenta que es una santa de nuestro santoral. María, al haber elegido la mejor parte, lleva las de ganar. Sin embargo, siendo fieles al texto evangélico (Lc 10,38-42), lo que Jesús recrimina a Marta es su modo de vivir la actividad: inquieta y agitada, dispersa y multiplicada por las muchas cosas. En cambio, María se encuentra centrada en lo único importante. No es la actividad la que merece el reproche, sino el modo de vivirla. Marta la vive ansiosa, quejumbrosa, de forma mezquina, y pierde el centro de su casa que es Jesús, una privilegiada visita, y se centra en su cansancio, su soledad ante tanto trabajo, su sentimiento de injusticia, poniéndose en un papel de víctima. Es decir, su error consistió en cambiar el centro de atención: de Jesús pasa a centrarse en sí misma. María, en cambio, se centra en lo importante. Además, en esta escena, Jesús eleva la dignidad de la mujer que, no solamente es ama de casa, sino también discípula, llamada a estar también sentada a los pies de Jesús. b) ¿Qué significa ser espiritual? Vamos a una cita muy linda del Señor de los anillos, que Tolkien pone en boca de Gandalf: No todo el oro reluce, ni toda la gente errante anda perdida; a las raíces profundas no llega la escarcha, el viejo vigoroso no se marchita. De las cenizas subirá un fuego, y una luz asomará en las sombras; el descoronado será de nuevo rey, forjarán otra vez la espada rota. ¿Cómo hacer entonces para tener raíces profundas a las que no llegue la escarcha del desgaste pastoral? ¿Cómo hacer para tener fuego y así, cuando se cubra de cenizas por el cansancio, los fracasos, las dificultades, pueda volver a encenderse? “La espiritualidad se parece a la humedad y al agua que mantiene empapada la hierba para que esté siempre verde y en crecimiento. El agua y la humedad del pasto no se ven, pero sin ellas la hierba se seca. Lo que se ve es el pasto, su verdor y belleza, y es el pasto lo que queremos cultivar, pero sabemos que para ello debemos regarlo y mantenerlo húmedo”. Con esta sencilla parábola, un obrero me
explicaba lo que era para él su vida cristiana. El pasto, la hierba, es el quehacer de la vida de las gentes. Es el conjunto de sus ideales y proyectos constructivos, altruistas y significativos: la lucha por la justicia y por los pobres, como ideal religioso o socio-político; una profesión, un trabajo, una carrera científica al servicio de los demás; el arte y las formas de cultura; en fin, un objetivo que engloba la vida y orienta el quehacer. Esta agua se traduce para nosotros como motivaciones, inspiración para trabajar, luchar, sufrir, vivir sin egoísmo y también morir de manera digna y humana. Todo ser humano tiene alguna inspiración y motivación en su vida, y cuando esta motivación es densa e idealista, cuando es experimentada como "motor" y como fuente de agua permanente, la denominamos "mística". La diferencia entre la mística y la simple motivación inspiradora, es que la mística, por su fuerza y densidad, es capaz de arrancar del egoísmo y entregar a una tarea, un compromiso superior al mezquino interés personal. La mística es un gran ideal e inspiración que neutraliza los ídolos del egoísmo que se apoderan, de manera siempre nueva, de las motivaciones del corazón humano…La fuente de toda mística es una experiencia. La fidelidad a las grandes causas, los compromisos auténticos, se verifican porque forman parte de una experiencia creciente y permanente… La espiritualidad es la motivación que impregna los proyectos y compromisos de vida, tanto espectaculares como ordinarios, importantes o cotidianamente oscuros (Segundo Galilea, El camino de la espiritualidad, pp.22-26). Por tanto, espiritualidad o mística es más que una motivación, es el agua que empapa, da vida a todas nuestras acciones, les da un sentido, un por qué y un para qué. El centro ya no estará puesto en los resultados, sino en el amor entregado en cada tarea, porque eso es lo que la sustenta. Mística que se renueva y se fundamenta en una experiencia, no sólo una idea linda, sino algo que me marca la vida y le da un sentido nuevo y totalizador. La espiritualidad es el dinamismo del amor que el Espíritu infunde en nuestros corazones e impregna toda nuestra vida. La espiritualidad es ser y vivir según el Espíritu Santo. Es dejarse llevar por la dinámica del amor del Espíritu, por el fuego del amor de Dios. Tanto en la oración como en la vida activa, es el amor el que hace que una vida sea espiritual, es decir, que se rija por la fuerza del Amor. Si ser espiritual significa vivir bajo el impulso del Espíritu Santo, debemos descubrir qué es lo propio del Espíritu. Podríamos decir que lo más auténtico del Espíritu es la continua salida de sí mismo. De ahí que también lleve el nombre de Don, de Amor. La persona que se deja llenar del Espíritu es aquella que obra de acuerdo a su dinamismo de salida continua de sí misma. Su centro es el otro y el Otro. La persona espiritual, bajo el impulso del Espíritu, está en una constante donación de sí misma. c) La doble fuente de alimentación de nuestra espiritualidad Si la espiritualidad es donación, entrega, salida de sí, tanto la actividad como la oración, serán sus alimentos. Supongamos una madre de familia que vive para sus hijos, puede estar cambiando los pañales de su hijo, con profundo amor y eso hará que sea más espiritual, más llena del Espíritu Santo. Supongamos que un monje, en su rato de oración personal, está centrado en su tristeza, en su enojo, en la debilidad de su hermano, podemos decir que ese rato de oración no alimentó su espiritualidad, ya que fue vivido en un encierro en sí mismo, en un espacio intimista y no en un diálogo de amor. Por tanto, no son las cosas en sí mismas (oración o actividad), las que alimentan o disminuyen mi propia espiritualidad, sino el amor con el que realizamos esas acciones. Es el amor el que me hace vivir como persona espiritual. Amor cuando rezo, amor cuando trabajo. Rechazamos, por tanto, esa concepción dualista de entender la acción como algo menos espiritual donde descargo las energías cargadas en el período de oración. Es verdad, puede parecer que un rato de oración sea más perfecto o espiritual que una intensa actividad. Sin embargo, corremos el riesgo de separarlas, enfrentarlas y jerarquizarlas, cuando en realidad, lo único importante es la vivencia del amor. Puede surgir, entonces, una objeción: cuando rezamos nos relacionamos con Dios, y cuando trabajamos, nos relacionamos con el prójimo, por tanto, la oración es más perfecta que la acción. Pero no debemos olvidar las siguientes frases bíblicas que nos invitan a descubrir un único amor, no dividido, ni opuestos entre sí. Recorramos algunas frases de la primera Carta de San Juan que nos dejan bien en claro lo que acabamos de decir: Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la Vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte. El que odia a su hermano es un homicida… En esto hemos conocido el amor: en que él entregó su vida por nosotros. Por eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos… Hijitos míos, no amemos con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad... El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor… El que dice:”amo
a Dios” y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano a quien ve? d) La misión marca la espiritualidad La espiritualidad es como la mística bajo la cual se hace algo, como el espíritu que empapa una actividad, un hacer, una acción. La espiritualidad no es sólo cuando estoy rezando, tampoco se alimenta sólo con la oración. La espiritualidad es dejar que el Espíritu Santo invada e impregne todo nuestro ser. Desde lo que hacemos hasta lo que rezamos. Es decir, se alimenta tanto de la actividad como de la oración. A su vez, esta mística o espiritualidad no es algo aparte de mi actividad, sino que está marcada por mi actividad. Y la misma actividad la va alimentando. Por tanto, mi espiritualidad estará marcada por las notas propias de mi servicio, no será algo aparte, sino algo en sintonía con el mismo. Yo soy yo mismo y me despliego como persona, en mi misma actividad y profesión. De esta manera, evito la esquizofrenia tan típica de los trabajadores sociales: hago cosas por el otro, sin ser yo mismo, y recién lo soy cuando estoy solo, descansando. Esto sería vivir la misión como un trabajo y como un mero apéndice de mi vida. Dice muy bellamente Papa Francisco en EG: 273. La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma, esos que han decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si uno separa la tarea por una parte y la propia privacidad por otra, todo se vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo sus propias necesidades. Dejará de ser pueblo. La espiritualidad, por tanto, se define de acuerdo a lo específico que caracteriza a una persona o a un estado de vida. Por tanto, el cura tendrá su propia espiritualidad, como también el laico, un matrimonio, un catequista. Tendrán algunas características en común, pero también tendrán su ámbito específico. Ese dinamismo del amor está marcado, enriquecido, adornado, embellecido por unas notas distintivas que vienen de la misión que uno debe realizar, de la tarea concreta que debe desempeñar para los demás. Por eso, no ama de la misma manera un catequista que un monje o que un sacerdote o que un agente pastoral de Caritas. Ama de otro modo, con otro estilo, con una pasión diferente. La propia misión no es un apéndice o un adorno de la propia existencia. La misión marca a fondo la vida y la identidad, de tal manera que uno se entiende a sí mismo como transformado por esa misión. El nombre de “Jesús”, que significa “Dios salva”, quiere decir que Jesús estaba completamente marcado por su misión de salvador. e) La espiritualidad marca la misión Para los cristianos, espiritualidad es tener el Espíritu Santo, el mismo Dios amando, en movimiento de salida de sí mismo hacia el otro. Eso es, en definitiva, ser una persona espiritual: tener un sentido, algo que anime lo que hago, una mística, algo que sustente nuestro trabajo, como el alma al cuerpo. Y sentirlo como parte de mi vida, mi propia vida. Por tanto, no tiene nada que ver con tener los pies fuera de la tierra, o ser un intimista, alguien alejado de la realidad o desconectado del dolor real del mundo. Espiritualidad no se contrapone a acción, o al hacer o al compromiso práctico y real con el hermano. Alguno, tal vez dirá, no me vengan a mí con esto, yo soy una persona práctica, eficiente, donde hay un problema, pienso la solución, eso de espiritual déjenlo para los monjes. Y en verdad, lo opuesto a espiritual es ser una persona superficial, inconsciente, impulsiva, que, en definitiva, terminará siendo alguien egoísta, esclavo de sus propios impulsos, sentimientos, emociones, sin dejarlas impregnar o llenar por otra cosa que las sustente y sostenga. Francisco, en EG, al hablar de la Espiritualidad del misionero, en el capítulo 5 titulado: Evangelizadores con Espíritu, nos dice: 259. Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios, que cada uno comienza a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente.
261. Cuando se dice que algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria. Una evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas vividas como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo que contradice las propias inclinaciones y deseos. ¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu. En definitiva, una evangelización con espíritu es una evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora. 262. Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón. Siempre hace falta cultivar un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad. Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración. Al mismo tiempo, «se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación». Existe el riesgo de que algunos momentos de oración se conviertan en excusa para no entregar la vida en la misión, porque la privatización del estilo de vida puede llevar a los cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad. 3) Viviendo lo reflexionado: Como un modo de ir bajando a nuestra vida cotidiana, lo que iremos charlando en este curso, vamos a brindar algunas actitudes prácticas, en orden a concretar lo reflexionado. En las siguientes propuestas, deseamos ayudarte a ir uniendo cada vez más tu actividad con tu oración, de modo que tu actividad brote de la espiritualidad, sea empapada por el amor del Espíritu. Y, a su vez, te invitamos a llevar a tu oración, la actividad realizada, de este modo, evitaremos toda separación, e iremos unificando más nuestra vida en el amor. a) Cargar la actividad de profunda espiritualidad: Con el fin de gustar cada vez más nuestra actividad, vivirla mejor y entenderla como despliegue de mi propia identidad y no como mero apéndice de nuestra vida, aquí te ofrecemos una serie de propuestas para vivir con más calidad espiritual nuestra actividad cotidiana. Esto te ayudará a encontrar un mayor sentido a tus actividades y realizarlas con mayor entrega y amor. Esto ya lo podemos empezar a vivir con las actividades propias del Seminario (oración, estudio, convivencia, profesorado, tareas de la casa). Este es el mejor modo de prepararnos para nuestra vida sacerdotal, ya que el que es fiel en lo poco, es fiel en lo mucho: 1) Reconocer con claridad el profundo valor de la entrega de cada día: a pesar de que nuestras actividades sean pequeñas, al lado de todo el trabajo que hay, sin embargo tienen un gran sentido. Es necesario vivirlas con fe, para descubrir el valor inmenso de todo lo que realizamos con amor y por amor. De este modo, el Reino de Dios, crece imperceptiblemente en nuestro mundo y lo va empapando más del amor de Dios. 2) Desprenderse del resultado de mis actividades: si lo que realizo, lo hago como una misión que Dios me encomienda, ésa será mi principal motivación y no si logro lo que yo esperaba. Esta actitud me hace vivir con más paz los fracasos, y a frenar un poco la ansiedad por ver los éxitos. A su vez, ya no haré las cosas por mi afán de rendimiento, sino más centrado en los demás y en la fidelidad a la voluntad de Dios. 3) Discernir mejor las tareas necesarias, para evitar la sobrecarga innecesaria: se trata de realizar lo que puedo y no lo que quisiera. Se trata de ser humilde, para poder vivir bien lo poco que tengo que hacer, preparando la actividad, viviéndola con profundidad. 4) Aceptar las tareas necesarias: una vez que discerní, elijo cuáles haré y cuáles no. Acepto y abrazo lo que me toca, por más que algunas no me agraden tanto. Puedo realizar estos 6 pasos: 1.Acepto que esta tarea integre mi vida. 2.Tomo una decisión firme de dedicarme a esta tarea. 3.Le destino un horario y un tiempo determinado en mi agenda. 4.Renuncio con paz a todo lo otro que podría hacer en ese tiempo.
5.Me preparo para realizarla lo mejor posible. 6.Me entrego con todas las ganas a realizarla, sin añorar lo que podría estar haciendo. 5) Capacitarme para realizar mejor estas tareas: esto también es importante y nos ayuda a motivarnos más y mejorar la calidad de nuestra acción. 6) Delegar las tareas posibles, sin pretender controlar todo: muchas veces, será muy importante aprender a delegar o a trabajar con otros, como para repartir un poco mejor la carga y para encontrar el gusto en el trabajo compartido. Muchas veces somos testigos del estrés de mucha gente que no se animó a pedir ayuda o a delegar algunas actividades. 7) Comunicarme con Dios en medio de la actividad: a través de pequeñas frases, jaculatorias, rituales sencillos (mirar una estampa, hacerme la señal de la Cruz, persignarme con el agua bendita), podemos unir nuestra acción a la de Jesús en el mismo momento de la actividad. Esto me ayudará a no vivir la acción con tanta ansiedad y a poder ser más dócil al Espíritu Santo, para vivirla según su inspiración y no según la nuestra. 8) Estar enteramente presente en lo que hago: eso permitirá vivir mejor mi actividad, sin dejarme llevar por la ansiedad. Vivir en el hoy, me permite estar abierto a Dios, sin huir al futuro con el pensamiento, estando abierto y receptivo a su gracia presente. 9) Detenerme ante las personas: que mi acción no se haga activismo, es un desafío. El activismo ignora al que tiene enfrente. Detenerme y valorar al prójimo como alguien valioso que vale la pena mi entrega y acción, me ayuda a amar más y salir más de mí mismo. 10) No despreciar las pequeñas cosas: por más insignificante que sea nuestra tarea, es bueno vivirla con profundo amor y sentido, descubriendo mi identidad en lo que estoy haciendo, sin despreciar su sencillez. 11) Aceptar con paz los imprevistos: la vida cotidiana está salpicada de cosas que no teníamos previstas en nuestras agendas. O las podemos tomar como peligros, enemigos de nuestras agendas, o las podemos recibir como huéspedes de honor que nos obligan a estar más abiertos a Dios y más disponibles y ágiles para renovarle nuestro sí. b) Llevar a la oración nuestra actividad 1) Interceder por los demás: la oración por el prójimo agranda nuestro corazón y lo hace más generoso, además nos ubica en nuestro lugar: lo que nosotros muchas veces no podemos hacer, Dios puede hacerlo. 2) Encomendar nuestras acciones a Dios: antes de realizar una actividad, es bueno ponerla en las manos de Dios, para vivirla según su corazón. Sobre todo, si se trata de una acción que nos desagrada, nos ayudará a motivarnos mejor. 3) Recoger lo vivido delante de Dios: esto también es fundamental, poder llevarle a Dios lo que hemos realizado. Puede tomar la forma de acción de gracias, de pedido de perdón (si descubrimos que no hemos vivido bien esa actividad), de reflexión (para dejarme interpelar por Dios que me invita a amar más), de ofrenda (ofreciendo a Dios las personas que nos hemos encontrado en la actividad), de alabanza (ante la acción providente de Dios en medio de la actividad), de silencio (para descansar y reposar en Él). De este modo, la oración estará conectada con mi vida y mi vida tendrá una clave más espiritual, más de Dios. Tarea para el mes Fecha de entrega: 15 de abril 1) Leyendo todo el número 1 de este apunte, intentar dar una salida, respuesta o consejo a cada una de las 5 dificultades mencionadas. 2) Mirando la vida concreta de algunos sacerdotes, ¿Qué quisiera imitar de ellos? ¿Qué no quisiera imitar de sus vidas? ¿Qué me preocupa de ellos? ¿Cuáles son mis miedos? ¿Qué les diría? 3) De acuerdo a todo este apunte, escribir 5 notas que te parezcan propias de la espiritualidad sacerdotal.
Segundo encuentro: Sacerdote como hombre de la Palabra ¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? En ese mismo momento, se pusieron en camino. (Lc 24,32-33) -Retomando el encuentro anterior, afirmamos entonces que la motivación principal para nuestra misión no será mantener una imagen positiva de nosotros mismos, ser reconocidos, aplaudidos, felicitados. Tampoco será la de salvar el mundo, ser el mesías. Ni tampoco la de ser exitosos y productivos. Todo esto en algún momento se estrellará contra la realidad. En cambio, si nuestra motivación va más allá y está sostenida por una espiritualidad o mística, entonces los fracasos, desilusiones y retrocesos, no serán tan frustrantes y no acabarán con nuestra misión, sino que la purificarán para que sea más generosa y descentrada de sí mismo, y no perderá su calidad. -Vamos, entonces, a lo largo de este curso, a delinear algunas notas que nos puedan ayudar a elaborar una mística, un fuego interior, un sustento a nuestra actividad, una humedad que bañe todo nuestro quehacer pastoral. De este modo, motivaremos más nuestro servicio, que será de mayor calidad, y nos hará crecer como personas, para poder amar lo que hacemos, y no padecerlo como algo desgastante y sin sentido. -Acerca de la espiritualidad sacerdotal dice la PDV: 19. «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4, 18). El Espíritu no está simplemente sobre el Mesías, sino que lo llena, lo penetra, lo invade en su ser y en su obrar. En efecto, el Espíritu es el principio de la consagración y de la misión del Mesías: porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva... (Lc 4, 18). En virtud del Espíritu, Jesús pertenece total y exclusivamente a Dios, participa de la infinita santidad de Dios que lo llama, elige y envía. Así el Espíritu del Señor se manifiesta como fuente de santidad y llamada a la santificación… Revelándonos y comunicándonos esta vocación, el Espíritu se hace en nosotros principio y fuente de su realización: el Espíritu del Hijo (cf.Gál 4, 6), nos conforma con Cristo Jesús y nos hace partícipes de su vida filial, o sea, de su amor al Padre y a los hermanos. «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Gál 5, 25). Con estas palabras el apóstol Pablo nos recuerda que la existencia cristiana es «vida espiritual», o sea, vida animada y dirigida por el Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad. La afirmación del Concilio, «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad», encuentra una particular aplicación referida a los presbíteros. Éstos son llamados no sólo en cuanto bautizados, sino también y específicamente en cuanto presbíteros, es decir, con un nuevo título y con modalidades originales que derivan del sacramento del Orden. 20. El Decreto conciliar sobre el ministerio y vida de los presbíteros nos ofrece una síntesis rica y alentadora sobre la «vida espiritual» de los sacerdotes y sobre el don y la responsabilidad de hacerse «santos»... El Concilio afirma, ante todo, la «común» vocación a la santidad. Esta vocación se fundamenta en el Bautismo, que caracteriza al presbítero como un «fiel» (Christifidelis), como un «hermano entre hermanos», inserto y unido al Pueblo de Dios, con el gozo de compartir los dones de la salvación (cf.Ef 4, 4-6) y el esfuerzo común de caminar «según el Espíritu», siguiendo al único Maestro y Señor. Recordemos la célebre frase de San Agustín: «Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquél (obispo) es un nombre de oficio recibido, éste (cristiano) es un nombre de gracia; aquél (obispo) es un nombre de peligro, éste (cristiano) de salvación». Con la misma claridad el texto conciliar habla de una vocación «específica» a la santidad, y más precisamente de una vocación que se basa en el sacramento del Orden, como sacramento propio y específico del sacerdote, en virtud pues de una nueva consagración a Dios mediante la ordenación. El texto del Concilio va más allá, señalando algunos elementos necesarios para definir el contenido de la «especificidad» de la vida espiritual de los presbíteros. Son éstos elementos que se refieren a la «consagración» propia de los presbíteros, que los configura con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia; los configura con la «misión» o ministerio típico de los mismos presbíteros, la cual los capacita y compromete para ser «instrumentos vivos de Cristo Sacerdote eterno» y para actuar «personificando a Cristo mismo»; los configura en su «vida» entera, llamada a manifestar y testimoniar de manera original el «radicalismo evangélico». -Por tanto, nuestra vocación específica a la santidad marcará nuestra misión y nuestra espiritualidad. Dice el DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS de la CONGREGACIÓN PARA EL CLERO (2013), en el n° 44: La espiritualidad del sacerdote consiste
principalmente en la profunda relación de amistad con Cristo, puesto que está llamado a «ir con Él» (cfr. Mc 3, 13). En este sentido, en la vida del sacerdote Jesús gozará siempre de la preeminencia sobre todo. Cada sacerdote actúa en un contexto histórico particular, con sus distintos desafíos y exigencias. Precisamente por esto, la garantía de fecundidad del ministerio radica en una profunda vida interior. 50. El cuidado de la vida espiritual, que aleja al enemigo de la tibieza, debe ser para el sacerdote una exigencia gozosa, pero es también un derecho de los fieles que buscan en él —consciente o inconscientemente— al hombre de Dios, al consejero, al mediador de paz, al amigo fiel y prudente y al guía seguro en quien se pueda confiar en los momentos más difíciles de la vida para hallar consuelo y firmeza. Dice Benedicto XVI: «Nadie está tan cerca de su señor como el servidor que tiene acceso a la dimensión más privada de su vida. En este sentido, “servir” significa cercanía, requiere familiaridad. Esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente realidad: Él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros. Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la indiferencia del corazón debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre nuestra insuficiencia y la gracia que implica el hecho de que Él se entrega así en nuestras manos». -Comencemos, pues, mirando a Jesús como Palabra y Profeta y al sacerdote en su identificación con Cristo Profeta, en su ministerio de la Palabra. 1. Nuestra relación con la Palabra: Cuenta Ron Rolheiser, sacerdote canadiense, que cuando Dios llamaba a los grandes profetas de Israel, los iniciaba con un ritual extraño. Les pedía literalmente que comieran el rollo de la Ley, que comieran sus Escrituras (cfr. Ez 3,1-3) y decía: Tenemos que digerir algo y convertirlo, físicamente, en carne de nuestros cuerpos, para que esto sea parte de lo que otros ven de nosotros. Si hiciéramos esto con la Palabra de Dios, los otros no tendrían que leer la Biblia para ver cómo es Dios, solamente necesitarían mirar nuestros rostros y nuestras vidas para ver a Dios. Sigue diciendo que, según Jean Paul Sartre, los seres humanos creamos nuestras propias caras. Cuando recién nacemos, llevamos una cara semejante a la de nuestros padres o a la de otros bebés, que no expresan demasiado nuestra personalidad. Pero con cada hora, día y año de su vida, va cambiando y, según Sartre, a los cuarenta años la persona ha desarrollado las líneas esenciales de su rostro. A los cuarenta años tenemos una cara y nuestro rostro tiene mucho para decir sobre nosotros. Después de esa edad empezamos a parecernos a aquellas cosas en las que creemos. Si soy una persona ansiosa, egoísta, amargada, estrecha o si estoy centrado en mí mismo, mi rostro empieza a mostrarlo. De manera opuesta, si soy cálido, lleno de gracia, humilde y centrado en los demás, mi rostro también lo pondrá de manifiesto. Y dice Rolheiser: Es como para temerlo: después de los cuarenta ya no se puede poner cara de póker. Nuestra misión, como personas de fe, es precisamente conformar nuestros rostros de la manera correcta. La Palabra ha empezado a hacerse carne y necesita seguir haciéndose carne, porque Dios debe ahora transubstanciarse, no solamente en el pan de la Eucaristía, sino, y eso es aún más importante, en rostros humanos. Jesús enseñó que el Reino de Dios obra como la levadura. Se nos pide que permitamos que las cosas que Él enseñó nos transformen, desde dentro, como la levadura transforma la masa y como el verano transforma un árbol. Nuestra digestión de la Palabra de Dios debe conferirnos un aspecto físicamente diferente. Nuestra primera tarea al anunciar el Evangelio es silenciosa. Pues como decía San Francisco de Asís: “Prediquen la Palabra de Dios dondequiera que vayan. Incluso usen palabras, si es necesario.” (Ron Rolheiser, En busca de espiritualidad, pp.136-137). Ese aspecto físicamente diferente es el que Jesús nos irá dando paulatinamente, en este camino con la Palabra, si nos dejamos primero devorar por Ella. Dice PDV n° 26: El sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de Dios; es el ungido y enviado para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo. Por eso, el sacerdote mismo debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: «la mente de Cristo» (1 Cor 2, 16), de modo que sus palabras, sus opciones y sus
actitudes sean cada vez más una transparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio. Solamente «permaneciendo» en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre, superando todo condicionamiento contrario o extraño al Evangelio (cf. Jn8, 31-32). El sacerdote debe ser el primer «creyente» de la Palabra, con la plena conciencia de que las palabras de su ministerio no son «suyas», sino de Aquel que lo ha enviado. Él no es el dueño de esta Palabra: es su servidor. Él no es el único poseedor de esta Palabra: es deudor ante el Pueblo de Dios. Precisamente porque evangeliza y para poder evangelizar, el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizadohttp://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_exhortations/documents/hf_jpii_exh_25031992_pastores-dabo-vobis_sp.html - _ftn67. Él anuncia la Palabra en su calidad de ministro, partícipe de la autoridad profética de Cristo y de la Iglesia. Por esto, por tener en sí mismo y ofrecer a los fieles la garantía de que transmite el Evangelio en su integridad, el sacerdote ha de cultivar una sensibilidad, un amor y una disponibilidad particulares hacia la Tradición viva de la Iglesia y de su Magisterio, que no son extraños a la Palabra, sino que sirven para su recta interpretación y para custodiar su sentido auténtico. -Esto nos invita a amar la Palabra, a sentirla como nuestro alimento, a tenerle cariño. Somos deudores de la misma ante el Pueblo de Dios. Ella nos revela nuestra pobreza, nos interpela y nos provoca. Primero a nosotros, luego al Pueblo de Dios. -Copiamos un hermoso testimonio del Card. Van Thuan: Quisiera comunicarles mi experiencia a este respecto. Cuando lo había perdido todo y estaba en la prisión, pensé prepararme un manual que me permitiera vivir la Palabra de Dios en aquella situación. No tenía ni papel ni cuadernos, pero la policía me proveía de folios en los que tenía que escribir las respuestas a las muchas preguntas que me formulaban. Entonces, poco a poco, empecé a guardarme algunos trozos de papel, y logré hacer una pequeña agenda, en la cual día a día pude escribir, en latín, más de 300 frases de la Sagrada Escritura que recordaba de memoria. La Palabra de Dios así reconstruida fue mi manual cotidiano, mi cofre precioso del cual sacar fuerza y alimento. En la cárcel de Phu-Khanh los católicos dividían el Nuevo Testamento, que habían introducido en ella ocultamente, en pequeños pliegos de papel, se los repartían y los aprendían de memoria. Como el suelo era de tierra o arena, cuando oían los pasos de los policías, escondían la Palabra de Dios bajo tierra. Por la noche, en la oscuridad, cada uno recitaba por turno la parte que ya había aprendido. Era impresionante y conmovedor oír en el silencio y en la oscuridad la Palabra de Dios, la presencia de Jesús, el «Evangelio vivo» recitado con toda la fuerza de ánimo, oír la oración sacerdotal, la pasión de Cristo. Los no cristianos escuchaban con respeto y admiración lo que ellos llamaban palabras sagradas. Muchos decían como experiencia propia que la palabra de Dios es «espíritu y vida» -Decía Bergoglio en un encuentro de Catequistas del 2005: El cristiano es el hombre de la Palabra. De la Palabra con mayúscula. Esta relación con la Palabra no se mueve tanto en el orden del “hacer”, sino más bien del “ser”. No puede haber realmente una verdadera misión sin una centralidad y referencia real a la Palabra de Dios que anime, sostenga y fecunde todo su hacer. El bautizado acoge la Palabra con la alegría que da el Espíritu, la interioriza y la hace carne y gesto como María (Lc 2,19). Encuentra en la Palabra la sabiduría de lo alto que le permitirá hacer el necesario y agudo discernimiento, tanto personal como comunitario. “La Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón...” (Heb. 4,12) Para ser hombre de la Palabra, el cristiano debe ser alguien que guste del silencio. ¡Sí!, el bautizado, porque es el hombre de la Palabra, deberá ser también el hombre del silencio... Silencio contemplativo, que le permitirá liberarse de la inflación de palabras que reducen y empobrecen su misión a un palabrerío hueco, como tantos que nos ofrece la sociedad actual. Silencio dialogal, que hará posible la escucha respetuosa del otro y así embellecer a la Iglesia con el servicio de la palabra que se ofrece como respuesta. Silencio rebosante de projimidad, que complementará la palabra con gestos decidores que facilitan el encuentro y hacen posible la comunión. Por eso, me animo a invitarlos, a ustedes, hombres y mujeres de la Palabra: ¡amen al silencio, busquen el silencio, hagan fecundo en su misión el silencio! 2. Comunicar la Palabra
-Si no nos encontramos con Jesús, no tenemos nada para anunciar. Por eso, es tan importante encontrarnos con Él, para anunciarlo luego a los demás, pues como dice San Juan: 1 Jn 1,1-4. -Si miramos de cerca nuestro ministerio pastoral, nos damos cuenta que gran parte del mismo está signado por el ministerio profético, el ministerio de la Palabra. Cuando damos clases, una charla, cuando bendecimos una casa, damos un consejo, predicamos en la misa o en la celebración de algún sacramento. Gran parte de nuestra vida pasa por el hablar, el decir, el comunicar. De ahí que estamos llamados a cuidar, embellecer, evangelizar nuestro ministerio de la Palabra. Esto no nos hace olvidar que hay una forma de predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar. Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino (EG 127). -Estamos llamados a descubrir cualquier ocasión como lugar y espacio para el anuncio de la Palabra. Podemos leer algo muy bello que decía San Pablo y que explica su corazón misionero, tan apasionado por Jesús: 1 Co 9,16-18. Es muy lindo también escuchar los consejos del anciano Pablo, ya preso por su fidelidad a la predicación, qué le dice a este joven Timoteo y nos dice a todos: 2 Tm 4,1-8. -Dice el Directorio en el n° 62: En el ministerio del presbítero hay dos exigencias. En primer lugar, está el carácter misionero de la transmisión de la fe. El ministerio de la Palabra no puede ser abstracto o estar apartado de la vida de la gente; por el contrario, debe hacer referencia al sentido de la vida del hombre, de cada hombre y, por tanto, deberá entrar en las cuestiones más apremiantes, que están delante de la conciencia humana. Por otro lado está la exigencia de autenticidad, de conformidad con la fe de la Iglesia, custodia de la verdad acerca de Dios y de la vocación del hombre. Esto se debe hacer con un gran sentido de responsabilidad, consciente que se trata de una cuestión de suma importancia en cuanto que pone en juego la vida del hombre y el sentido de su existencia… -Por tanto, se nos invita a amar al pueblo a quien le comunicamos la Palabra y amar la Palabra, en su verdad y autenticidad, siendo fieles a las verdades propuestas por la Iglesia. 3. Comunicar con esperanza a pesar de los fracasos: -Ante el aparente fracaso en el arte de sembrar, hay unas palabras muy bellas de Francisco, que dan luz para esta misión: Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad» (2 Co12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica (EG 85). Se trata, por tanto, de aprender a mirar ya el fruto maduro, aunque esté lejos en el tiempo, pero cercano en la intención. -Algo muy importante es la convicción de la fuerza de esta semilla. Nosotros trataremos de crecer en el modo de sembrar, en el estilo más evangélico de realizar esta misión, sin embargo, no hay duda de que lo hacemos con la mejor de las semillas, garantizándonos de antemano la fecundidad. Ya lo decía Isaías: Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven a él sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé la semilla al sembrador y el pan al que come, así sucede con la palabra que sale de mi boca: ella no vuelve a mí estéril, sino que realiza todo lo que yo quiero y cumple la misión que yo le encomendé. Y remata Francisco: La Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros esquemas (EG 22). -Directorio 62: Los presbíteros, recodando que «la fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra de Cristo» (Rom 10, 17), empeñarán todas sus energías en corresponder a
esta misión, que tiene primacía en su ministerio. De hecho, ellos son no solamente los testigos, sino los heraldos y mensajeros de la fe…. Para que la Palabra sea auténtica se debe transmitir sin doblez y sin ninguna falsificación, sino manifestando con franqueza la verdad delante de Dios. Con madurez responsable, el sacerdote evitará reducir, distorsionar o diluir el contenido del mensaje divino. Su tarea consiste en no enseñar su propia sabiduría, sino la palabra de Dios e invitar con insistencia a todos a la conversión y la santidad. Consiguientemente, sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una trasparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; solamente permaneciendo en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre. 4. Un estilo propio en esta comunicación: -Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana. (EG 136). La homilía (y toda predicación, podríamos decir) es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto (EG 137). Qué hermoso, entonces, descubrir nuestro lugar, en medio de este diálogo entablado, comenzado y, a veces, truncado. Misión de favorecer, acompañar, disponer, alentar este diálogo de palabras, silencios, escucha, respuesta. -El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal (EG 143). Dijimos que el Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso (EG 139). -El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea». Se trata de conectar el mensaje del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los acontecimientos el mensaje de Dios» y esto es mucho más que encontrar algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor desea decir en una determinada circunstancia» (EG 154). Se trata de abrir bien los ojos y los oídos para mirar y escuchar, para aprender y saber leer dentro del alma de nuestro pueblo, en sus signos y símbolos, para que nuestra palabra les sea significativa. -En la homilía (y en toda predicación, podríamos decir), la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don
antes que exigencia (EG 142). Recordemos, por tanto, que una imagen, un símbolo, una fibra profunda tocada por la Palabra, despierta una respuesta y adhesión afectiva a Dios, con más contundencia que una palabra o una verdad descubierta. -De este modo, con un oído en el pueblo evitamos el peligro de responder preguntas que nadie se hace (EG 155). A partir, entonces, de la contemplación de estas imágenes, símbolos vitales y culturales de nuestro pueblo, podemos decir una palabra con más calidad y hondura. Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una imagen» (EG 157). -Belleza, incorporación de símbolos e imágenes y, por último, la sencillez, han de ser la clave para este anuncio de la Palabra. La sencillez tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos. El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención (EG 158). De más está decir que la sencillez no significa falta de hondura. Los verdaderos sabios, son justamente aquellos que hablan de cosas profundas y vitales y que son comprendidos por todos. Muchas veces hemos confundido sabiduría con erudición. O porque hemos escuchado alguno que hablaba difícil, lo hemos tenido por sabio. Imaginemos por unos instantes lo que hubiera pasado si Jesús nos hubiera hablado en el lenguaje misterioso de la Trinidad, creo que no hubiéramos comprendido nada. Por eso, escuchó mucho, compartió la vida de la gente y le prestó una gustosa atención y, de este modo, sus palabras fueron claras y sencillas. Todo predicador ha de hacer este camino de despojo, de kénosis del propio lenguaje, conceptos, tradiciones, esquemas, para poder abrazar los de su pueblo. Despojo no significa rechazo, ni vergüenza, ni acomplejamiento de la propia realidad, simplemente es realizar el camino de Jesús: quien siendo de condición divina se despojó de su gloria, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor, haciéndose semejante a los hombres, presentándose con aspecto humano, incluso en su lenguaje. -Entonces, la preparación de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, donde se intenta reconocer —a la luz del Espíritu— «una llamada que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente» (EG 154). Recordemos que «la evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de la evangelización». La preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad (EG 156). Estas palabras nos animan entonces a dedicarle tiempo a este contemplar y a este preparar lo que uno deba decir a la hora de predicar la Palabra. 5. Palabra y Catequesis -Respecto de este ministerio de la Palabra, que abarca también la catequesis, vuelve a insistir Francisco: Es bueno que toda catequesis preste una especial atención al «camino de la belleza» (via pulchritudinis). Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas… Hay que atreverse a encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva carne
para la transmisión de la Palabra… que pueden ser poco significativos para los evangelizadores, pero que se han vuelto particularmente atractivos para otros (EG 167). -Dice el Directorio en el n° 65: Pondrá especial solicitud en el cuidado de la formación inicial y permanente de los catequistas. En la medida de lo posible, el sacerdote debe ser el catequista de los catequistas, formando con ellos una verdadera comunidad de discípulos del Señor, que sirva como punto de referencia para los catequizados. Así, les enseñará que el servicio al ministerio de la enseñanza debe ajustarse a la Palabra de Jesucristo y no a teorías y opiniones privadas: es la fe de la Iglesia, de la cual somos servidores. 6. Viviendo lo reflexionado: -Directorio 64: Es particularmente importante enseñar a cultivar esta relación personal con la Palabra de Dios ya en los años de seminario, donde los aspirantes al sacerdocio están llamados a estudiar las Escrituras para ser más conscientes del misterio de la revelación divina, alimentando una actitud de respuesta orante a Dios que habla. Por otro lado, una auténtica vida de oración hará también crecer necesariamente en el alma del candidato el deseo de conocer cada vez más al Dios que se ha revelado en su Palabra como amor infinito. -Dice Francisco: El predicador debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios. Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado» (EG 149)… Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos lectio divina. Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para permitirle que nos ilumine y nos renueve. (EG 152) -En orden a ir ya internalizando esta nota de nuestra espiritualidad sacerdotal, podemos ir considerando algunas cosas para nuestra vida en el Seminario: 1. Poner la Palabra en el centro de nuestras vidas: algo que puede ayudar a ir haciendo carne en nuestra vida esta nota de nuestra espiritualidad es poder tener en un lugar importante del cuarto el libro de la Palabra de Dios, en un altarcito. Tenerla abierta es signo de que estamos disponibles a escuchar lo que Dios nos quiere decir. Tomar gracia de la Palabra, nos ayuda a hacer conscientes de que ahí está Dios, que se interesa por nosotros, y en su amor nos dirige una Palabra de Vida para nuestra existencia cotidiana. Besar la Palabra es un signo de reverencia a lo que Dios nos dice. Todos estos gestos y “rituales” nos ayudan a amar más la Palabra. A veces la centralidad de la Eucaristía, tan importante para nosotros (fuente y culmen de la vida de la Iglesia), nos hizo olvidar la centralidad de la Palabra, donde Cristo está realmente presente. Centrar la vida en la Palabra, nos ayudará a entrar en comunión con tantos hermanos que no tienen la posibilidad de la celebración eucarística, pero sí de la Palabra. Muchas de nuestras comunidades que nos tocarán atender como pastores, tendrán en la Palabra su alimento semanal, mientras que la Eucaristía será más esporádica. Amar desde el Seminario la Palabra, nos ayudará a hacerla amar a nuestros hermanos y a poder ayudarlos a reunirse semanalmente en torno a la Palabra. 2. Rezar con la Palabra: cada día debemos destinar un tiempo adecuado para rezar con la Palabra. Puede ser en los tiempos estipulados del Seminario, o buscar otro momento del día, para tener, al menos, media hora de oración con la Palabra (es lo mínimo recomendado, pero es aconsejable llegar a dedicarle una hora). ¿De qué modo podemos rezar con la Palabra? La Tradición de siglos de la experiencia espiritual de la Iglesia nos invita a hacerlo a través del método de la lectio divina (lectura orante de la Palabra). Para ello es muy importante descubrir el modo de acercarnos a la Palabra. 3. Cómo nos acercamos a la Palabra: Lo hacemos con humildad, como alguien sediento de escuchar una Palabra de Vida, como alguien necesitado. No lo hacemos con la razón simplemente (como quien desea encontrar verdades o satisfacer una curiosidad), ya que muchas veces nos encontraremos con textos conocidos. Y una actitud así, nos puede hacer pasar por alto algo que Dios nos quiera decir, ya que nos paramos frente a la Palabra con una actitud de superados (¿qué me va a decir esto si ya lo escuché tantas veces?). La Palabra es siempre nueva, única en cada momento. No nos acercamos a la Palabra con la voluntad simplemente (como quien desea encontrar normas morales para vivir y exigencias éticas para
cumplir). No nos acercamos a la Palabra como espectadores pasivos, como quien lee un diario o una novela. Lo que escuchamos es para nosotros, no para nuestro vecino, sino para nosotros. Nos acercamos, por tanto como oyentes, como discípulos, con asombro y corazón de niño, como quien escucha por primera vez esas palabras, dejándonos herir por ellas. 4. Los pasos de la lectio divina: aquí te proponemos un modo simple de rezar con la Palabra en esta media hora cotidiana: 1. Incorporar la Presencia de Dios e invocar al Espíritu Santo: es bueno que, antes de abrir la Palabra, nos tomemos un momento para hacernos conscientes de la presencia de Dios en su Palabra. Algún gesto corporal nos puede ayudar para ello: arrodillarnos antes de escuchar el texto, besar el texto antes y después de leerlo. Invocamos al Espíritu Santo con la certeza de que no sabemos orar como corresponde y por eso el Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad (Rm 8). El mismo Espíritu que inspiró a los escritores sagrados, es el mismo que habita en nosotros y nos abre a la escucha. 2. Escuchamos durante 10 o 15 minutos: decimos intencionalmente escuchamos, ya que es una actitud distinta a leemos. Tratamos de hacerlo sin prisa, pausadamente, detenidamente, como quien escucha por primera vez, con asombro y humildad. Saboreamos cada palabra, tratamos de memorizarla. Aún no reflexionamos, ni pensamos, simplemente escuchamos con atención, sin sacar aún conclusiones. 3. Luego tomamos una palabra y le agradecemos al Señor: puede ser una frase, o unas palabras. Es importante no irnos aún en reflexiones, conclusiones y meditaciones. Podemos repetir internamente durante un rato esa Palabra escogida (o, mejor dicho, esa Palabra que nos escogió a nosotros). Es algo maravilloso descubrir que luego, a lo largo del día, esa Palabra se nos hace presente, se vuelve a repetir, ilumina alguna situación que estamos viviendo. Esto sucede si vivimos este tercer paso con tranquilidad y fidelidad, sin apresuramientos. Repetir la palabra (con la mente o con los labios) ayuda a que vaya bajando hasta el corazón, cayendo en él por su propio peso y gravedad y, de este modo, moldeando nuestro corazón y sus actitudes. Y luego, agradecemos a Dios su Palabra dada, pasando al siguiente paso: 4. Respondemos a esta gracia con nuestras palabras: esta Palabra decantada en el corazón, hace surgir una respuesta espontánea de parte nuestra: alabanza, gratitud, súplica, pedido de perdón, intercesión por otros. No nos miramos a nosotros mismos, sino que lo miramos a Dios y le hablamos. 5. Descansamos en Dios en una actitud contemplativa: este paso es fundamental. Si bien, no depende exclusivamente de nosotros el don de la contemplación, sin embargo nos podemos predisponer a ella o quitar los obstáculos comunes para que se pueda dar. ¿De qué se trata? Simplemente de dejar de lado ya las palabras y pensamientos y quedarnos en profundo silencio delante de Dios, estando con Él, mirándolo con amor y dejándonos mirar por Él. Como dos enamorados, nos damos cuenta que las palabras están de más, sobran, basta simplemente una mirada o un estar juntos. Podemos cerrar los ojos y destinar unos 5 o 10 minutos para estar en silencio. Si nos viene un pensamiento o idea, podemos dejarla pasar sin detenernos en ella, por más genial que parezca. Podemos elegir alguna palabra que nos ayude a mantener nuestra intención de estar con Él en silencio. Así, cada vez que se cruce en ese rato una idea, podemos decir suavemente esa palabra, como deseo de permanecer en silencio con el Señor. Puede ser Jesús, Abbá, María, Amén, Gracias, Ven… No la repetimos continuamente, sino sólo cuando aparece algún pensamiento. -Podemos concluir este rato, con alguna oración simple (Padrenuestro u otra), recitándola lentamente, como un modo de irnos preparando para retomar nuestra actividad cotidiana y llevar lo rezado a nuestra vida de todos los días. -Este ejercicio practicado religiosamente y fielmente durante varios meses y años, traerá grandes beneficios en nuestra vida espiritual. Muchas veces nos aburriremos, o esperaremos que sucedan cosas extraordinarias. Lo importante en esto es la fidelidad en la práctica, no dejarla de hacer. Ese sería nuestro único error: dejar de hacerla. No importa si no sacamos ninguna conclusión, o si nos distraemos durante todo ese rato. Lo importante es hacerla con fidelidad. Con el tiempo, si tenemos paciencia y confianza en Dios, veremos los frutos. Pero no en la oración, sino en nuestra vida cotidiana. Nos veremos más humildes, más comprensivos con los demás, con más predisposición al amor y a la entrega generosa. Muchas veces nos descubriremos en alguna actividad, repitiendo espontáneamente alguna frase de la Palabra, o alguna Palabra. Con el tiempo, sentiremos una necesidad imperiosa de ir ampliando nuestro tiempo de oración. Tendremos una sed mayor de Dios, de silencio y de encuentro con Él. Tomaremos consciencia de que la oración no es un rato para pensar, o sacar conclusiones o proponernos cosas, sino un
rato de estar, de permanecer, de relacionarnos con Dios. Dejaremos de lado, paulatinamente, pensamientos, ideas, emociones, que muchas veces nos hacen centrarnos en nosotros y no en Dios. Y de a poco iremos centrando nuestra vida en Él, en su presencia que mora en nosotros y nos revela nuestra bondad fundamental. Bondad oscurecida por el pecado, o por tantos traumas y heridas de nuestra historia. 5. Actitudes que nos predisponen mejor a la escucha de la Palabra: Silencio: Como decía Bergoglio, si el sacerdote es el hombre de la Palabra, es necesario que sea también al mismo tiempo el hombre del silencio. Para ello, es muy importante que cultivemos esta actitud interior del silencio. Silencio material: que consiste en ir acallando tantos estímulos de afuera que continuamente nos bombardean, siendo señores de nuestra vida. Apagar a tiempo el celular, la tele, la compu, nos ayuda a este espacio sagrado. Espacio que nos hará entrar en la intimidad con el Señor. Si faltara intimidad en nuestro trato con Jesús, nuestra vocación es imposible sostenerla. Como en una pareja que si faltan estos espacios cotidianos de intimidad, la relación se va haciendo vacía y superficial y termina por desaparecer el amor. El silencio nos permite ser profundos y nos hace abiertos y atentos a la escucha. Escucha de Dios y escucha de los hermanos. Atentos a Dios y atentos a las necesidades de los otros. Sin embargo, una vez silenciado el ruido exterior, comienzan los ruidos de adentro. Necesitamos, por tanto, hacer silencio interior. La imaginación, la memoria, los proyectos, las emociones, la ansiedad y tantas cosas comienzan a revolotear dentro nuestro. De ahí que sea tan importante poner alguna palabra de Dios para acallar esas voces o elegir alguna palabra (como veíamos más arriba) que exprese nuestra intención de permanecer en esa presencia de Dios. Este silencio es un silencio receptivo, como de alguien que está a la escucha, como disponible y encontrable para ser hablado. -Algo que ayuda mucho a cultivar este silencio es el silencio nocturno. Al concluir el rezo de las Completas, cada uno puede ir a su cuarto en silencio y mantener este clima hasta la mañana siguiente, cuyas primeras palabras serán: Señor abre mis labios y mi boca proclamará tu alabanza. Poder mantener este silencio, cuidarlo y defenderlo, nos ayudará –como veremos- mucho a la vivencia del celibato. La escucha en la liturgia: nosotros tenemos la gracia de poder escuchar la Palabra a lo largo del día en los momentos comunitarios. El momento por excelencia es la Misa, donde la Palabra cobra una fuerza especial, donde, más allá de nuestra percepción, hay una eficacia única de esta Palabra que no vuelve a Dios estéril, sino que realiza todo lo que Dios desea en el corazón del hombre. Estar atentos en la misa, recibir con cariño cada palabra, acogerla como un tesoro, es un gran desafío para todos. -Algo que nos puede ayudar es a tratar de ir lo más despiertos que podamos para el momento de la misa, para no dejar pasar ni escurrir ninguna de las palabras que Dios quiera dirigirnos. Nos ayudará también el poder haber leído antes el texto de la Palabra, ya sea antes de la misa, como primera actividad de la mañana (por más que luego la leeremos y la meditaremos con más atención en otro rato del día) o como última actividad del día, a la noche antes de dormir. Esto último ayuda mucho en lo que decíamos del silencio. Irnos a dormir con la Palabra de Dios reciente en nuestros oídos es de gran ayuda. Ya que Ella también actúa en el sueño y a nivel inconsciente en nuestro interior. No será extraño que nos despertemos con alguna imagen de esa Palabra, o repitiendo alguna Palabra o que soñemos con algo referido a esa Palabra. Se trata de dejarnos configurar y conformar por esta Palabra. La oración de los Salmos: recitar los Salmos en la liturgia, también nos hace expresar nuestros sentimientos y vivencias con la misma Palabra de Dios. Prestamos nuestros labios para orar por los que viven situaciones semejantes a las descriptas en los Salmos. A su vez, prestamos nuestra atención amorosa a Cristo para que, por medio nuestro y con nosotros, alabe y bendiga al Padre. -Nos puede ayudar el ir rezándolos lentamente, uniendo nuestro corazón a cada Palabra de Laudes y Vísperas (principalmente). Nuestro principal “libro” de oración: Inocentemente (sin culpa de nuestra parte), muchas veces multiplicamos actos de piedad, o lecturas devotas y damos poco espacio a la Palabra de Dios. A la hora de rezar, nos resulta más fácil leer algunos libros de piedad que leer la Biblia. Sin embargo, estamos perdiéndonos algo esencial para nuestras vidas, un alimento único. Es como si, en vez de comer algo nutritivo y con vitaminas, elijamos algo que nos parece más dulce, pero que no nos alimenta tan bien. Además, rezar con la Palabra, nos permite relacionarnos con Dios no sólo desde las ideas, sino también con el corazón. Lugar de objetivación de nuestras vidas: el contacto asiduo con la Palabra nos permite objetivar nuestra vida. Vamos dejando de lado nuestros criterios personales y subjetivos, y vamos abriéndonos a lo que Dios nos quiera mostrar y decir de nosotros mismos. Si nos dejamos herir por la Palabra, interpelar
por Ella, tenemos una oportunidad única de formación y conversión permanente. Ella nos permite evitar la tentación tan común para nosotros de estancarnos en nuestro camino espiritual, ya que Ella es siempre nueva. Por eso decimos que, más que leer nosotros la Palabra, es en verdad Ella la que lee nuestras vidas, poniendo de manifiesto nuestras debilidades, nuestras sombras, los pasos que podemos dar. Es como poner cotidianamente una luz en nuestro interior, que nos permite descubrir con más claridad nuestras miserias, y ponerlas en las manos de Dios. Sin esa luz, muchas veces no se ven. 6. Comunicando la Palabra: por último, a lo largo de la formación inicial del Seminario, vamos teniendo algunas oportunidades de comunicar la Palabra, ya sea en una charla a un grupo parroquial, en un encuentro de Catequesis, en una clase del profesorado. Estas experiencias nos van entrenando para lo que luego será nuestro pan cotidiano, el ministerio de la Palabra. Es bueno, desde ahora, no perder nuestro modo de acercamiento a la Palabra. Éste no debe ser algo funcional, sino gratuito. Esto significa que nunca debemos perder este momento orante y personal con la Palabra. De este modo evitaremos el peligro de leer sólo la Palabra como para sacar alguna idea para una homilía, o ya pensando cómo transmitirla a los demás. Lo mejor es separar estos dos momentos. Uno es la oración y el otro la preparación de una charla u homilía. Para este segundo momento, recomendamos lo siguiente: -Sensibilidad espiritual: tomarnos un tiempo para contemplar los destinatarios de esta homilía o charla. Cómo son, qué necesidades tienen, cómo viven, etc. Le podemos preguntar a Dios en este momento: ¿qué le quieres decir hoy a este pueblo tuyo? ¿cómo se los quieres decir? ¿qué les diría Jesús y de qué modo? -Comunicación integral: luego de este rato de contemplación del pueblo, buscamos transmitir algún valor evangélico, tratando de elegir una sola cosa que queremos que quede en la gente. A veces nos pasa que queremos decir todo y hablar de todo y eso dispersa a la gente, la aburre y confunde. Es bueno distinguir en lo que vamos a anunciar tres realidades: 1. La verdad de lo que comunico: por ejemplo: Jesús Pan de Vida (la Eucaristía). Esto apunta más a la inteligencia de las personas. 2. La belleza de lo que comunico: Jesús es mi alimento, mi Pan cotidiano. Esto apunta al corazón de la gente, a su sensibilidad y emociones. 3. La bondad de lo que comunico: Elijo a Jesús, opto por Él como mi alimento. Esto apunta a la voluntad de las personas. Estas tres realidades han de ir juntas siempre. Por eso, una charla, clase u homilía han de reunir estas tres realidades, ya que ellas resumen lo que es la realidad de la persona: mente, corazón y voluntad. Muchas veces nuestras homilías son grandes verdades abstractas que no involucran a las personas, o grandes clases de teología. Otras veces son bajada de línea moral, acerca de lo que la gente tiene que hacer. Otras veces apuntan a sentimientos vacíos o intimistas sin referencias objetivas. De ahí que debemos ayudar a integrar estas tres áreas del hombre. Y hacerlo con sencillez y brevedad: presentar una verdad, una luz que un texto bíblico muestra. Hacerlo atractivo y bello, para que involucre al que lo escuche y pueda suscitarse en él una provocación y una respuesta: Jesús es mi verdad, mi vida, mi sentido. Y, por último, una propuesta de vida concreta: optar por Jesús, elegir esto para mí, renunciar a algún pecado, dar un paso, etc. Tarea para el mes Fecha de entrega: 4 de mayo 1) De acuerdo a lo leído, ¿qué sería lo específico de la espiritualidad sacerdotal en su relación con la Palabra? 2) Resumir las ideas principales del lugar de la Palabra en la espiritualidad sacerdotal. 3) Trata de detenerte en alguna homilía de alguna misa y percibe si se dan las 3 notas necesarias para la predicación de la Palabra (en 6) 6. ). Distinguir si hay alguna que ocupe más lugar que las otras y si hay alguna que queda afuera. Trata de completar, con tus palabras, lo que le faltaría a esta homilía para que sea más integral. (Todo esto sin ponerte en juez del que predica y sin ánimos de críticas, y sin perder la atención y devoción a este momento de la liturgia). 4) Prepara una charla u homilía para un grupo en particular (ya sea una asamblea litúrgica o un grupo parroquial). Puede ser dirigida a un grupo real o algún grupo hipotético. Primero, tómate el tiempo para contemplarlos. Luego describe brevemente cómo son (edades, realidades, estrato social y cultural, etc.). Escribe en una carilla una homilía o charla, teniendo en cuenta los tres aspectos (mente, corazón,
voluntad: verdad, belleza, bondad). El tema o el texto evangélico lo puedes elegir vos. Trata de que sea algún Evangelio de este mes. Puedes primero rezarlo, siguiendo los pasos de la lectio (en 6) 4.) y luego realizar el trabajo. Tercer encuentro: Apacentando con otros Configurados con Cristo Pastor y Cabeza, la obediencia, la comunión presbiteral “Padre, que todos sean uno, para que el mundo crea.” (Jn 17,21) -Vamos contemplar a Jesús Buen Pastor, su pastoreo, su manera de ejercer la autoridad, para dejarnos pastorear por él. Él es el único Pastor, todos nosotros somos ovejas de su rebaño. En el capítulo 10 de Juan, Jesús se nos revela como el Buen Pastor; de los pastores, él es el bueno, el bello, como dice otra posible traducción. 1. Jesús el Buen Pastor: Jn 10,1-10: -Yo soy la puerta: Jesús es una puerta abierta para todos nosotros. Hay que cruzar el umbral para tener vida, ése es el desafío: 1) Quien entre por mí se salvará: Jesús es la única salvación para todos nosotros. En la vida hay muchas puertas que conducen a otros lugares, Él mismo se nos presentará como la puerta abierta para el Padre, el Camino hacia el Padre. 2) Podrá entrar y salir: es decir, Jesús nos garantiza la plena libertad, siempre pasando por Él, dejándonos conducir por el Espíritu que como le decía a Nicodemo, sopla pero no sabemos de dónde viene, ni a dónde va. 3) Y encontrará su alimento: es decir, podremos tener vida, alimento bueno, sólido, que realmente satisface y no nos deja con más hambre, en Él está la plenitud de la Vida. -Y Jesús nos ofrece una comparación, que iba dirigida a los líderes de su tiempo, las autoridades, los fariseos, pero que también hoy nos habla a nosotros: el que no entra por la puerta, sino por otro lado, es un ladrón y asaltante. Es decir, aquel que no nos lleva por la puerta, aquel que no nos conduce hacia Jesús, es un mentiroso y viene a robar a las ovejas. -El mal pastor seduce, es decir, conduce hacia sí mismo, busca la fama, el aplauso, la gloria, por eso, saltea la puerta. Roba, miente, busca alimentarse a sí mismo con la carne de las ovejas, utiliza a las ovejas para su propio fin. ¡Qué actualidad tiene esta verdad para nosotros! ¡Cuántas veces nos vemos tentados a que nos sigan a nosotros y no a Jesús! ¡Cuántas veces interferimos, somos barrera, y no puerta para que se encuentren con Jesús! Como el Bautista, que fue un testigo, un amigo del esposo, alguien que disminuyó para que creciera Jesús, no era el Mesías, no era la luz, sino un simple testigo, que cuando apareció el Esposo, supo dar un paso al costado. -Nuestra consagración tiene que ser transparencia de la puerta y no opacidad, no brillamos por nosotros mismos, sino por la luz de Jesús. Como la luna, sólo tiene razón de ser, cuando es iluminada por el sol, con luz prestada, no propia. De día, la luna se hace opaca, porque brilla el sol con toda su fuerza. -Además de pasar por la puerta, el verdadero pastor es el que va delante, las ovejas lo siguen porque conocen su voz, él llama a cada una por su nombre. Nunca seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz. -Ellos no comprendieron estas palabras… Es duro este lenguaje, es difícil de comprender, porque justamente nos gusta que nos sigan a nosotros y no a Él. Nosotros como ovejas también nos podemos ir detrás de otros pastores más seductores, modas, ideas… -Y luego viene la frase 10: Jesús desea plenamente mi vida y que tenga vida en abundancia. Tema central en todo el Evangelio. La vida eterna, en el último día, y en el día a día. El que me come vivirá por mí. La misma vida de Jesús que recibe del Padre, es la que tenemos nosotros. ¿Me experimento con una vitalidad nueva?, ¿me siento invadido por esta vida? A veces la rutina, el cansancio, el desencanto, nos puede hacer estar sobreviviendo, arrastrando la vida, o viviendo como zombis, dormidos, dando pasos por inercia. -Jesús desea mi plenitud humana, mi felicidad, vida que no significa: estar en armonía consigo mismo, solamente, sino, vida que se entrega, que se da, que se derrama por los demás. Esto diferencia al cristianismo de cualquier otra religión, este es un criterio claro de discernimiento: tener vida es ser capaz de darla a los demás, de entregarla día a día por los demás y de esta manera vamos teniendo más
vida. No es que se vacía o arruina al darla y la tenemos que volver a llenar, sino que al darla, nos va llenando más de esta misma vida. -Y acá volvemos a los criterios de Ignacio, el ladrón busca nuestra muerte: robar, matar y destruir. Verbos terribles que desenmascaran la intención homicida del mal espíritu, que al principio es seductor, pero su fin es la muerte y la destrucción. Jn 10,11-21: -La primera nota del buen pastor es que da la vida por las ovejas. Pone el cuerpo por ellas, las defiende a muerte. Jesús es el León de Judá, título mesiánico, que no deja que nadie toque a sus ovejas, las protege a muerte. El asalariado trabaja de pastor, cobra un sueldo, lo hace como un trabajo, por eso, ante el peligro, abandona y huye, no le pone el pecho, se escapa. Jesús es el buen pastor, no trabaja de pastor, hay una identidad indisoluble entre su persona y su misión. Nosotros somos consagrados, no trabajamos de consagrados. -El lobo arrebata y dispersa, divide, siembra la cizaña, el Pastor busca la unidad del rebaño, lo congrega. -Ojo que hay maneras muy sutiles de abandonar y huir, para quedar bien parado, para no ser lastimado, para salir sin un rasguño. El Señor puso su cuerpo por nosotros, por nuestra unidad, por salvarnos del lobo que nos dispersa y nos arrebata, nos saca de nuestro centro. El fue y es nuestro escudo en quien rebotan todas las agresiones para que no nos toquen a nosotros. Nos cubrió con sus alas, recibiendo los golpes para que no los recibamos nosotros. -Yo conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre y doy mi vida por las ovejas. Para dar la vida, debo conocer y ser conocido por las ovejas. Jesús nos conoce mejor que nadie, y con Él entramos en la intimidad de Dios, en el conocimiento no racional, sino de amor, de intimidad. ¿Me doy a conocer por los que me pastorean? ¿O me escondo siempre un as? -Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: Jesús no se cierra en un pequeño grupo, sino que siempre está yendo más allá, mirando más allá, con una mirada profundamente misionera que busca formar un solo Rebaño, conducido por un solo Pastor. ¿Cuáles son esas otras ovejas que el Señor nos invita a buscar? ¿Detrás de que otros pastores andan muchas ovejas?: moda, consumo, superficialidad, medios que imponen formas de vida, etc. ¿Cómo las buscamos? ¿Cómo las podemos pastorear nosotros? ¿Llegamos con nuestra oración a esos rincones de ovejas sin pastor? -Nadie me quita la vida, sino que la doy por mí mismo: Jesús entrega libremente su vida por nosotros, no es fruto de una casualidad, ni por las circunstancias históricas, sino que Él es el dueño de la historia y va derecho a entregar su vida, Jn 10,22-30: -¿Qué sería ser oveja de Jesús? Escuchar y seguir su voz. Algo muy simple, pero que a veces cuesta mucho. Estar a la escucha y seguirlo. Los fariseos no son de sus ovejas porque no escuchan y no creen, no confían en su testimonio. -Jesús es Pastor, porque antes fue Cordero, oveja del Padre. Y se dejó conducir por Él y su voluntad, de ahí que tenga la autoridad para llamarse pastor. -¿Qué sería estar huérfano? Mirar para adelante y no poder encontrar a nadie que esté viviendo lo que sueño. Y tener padres o maestros es cuando uno intuye como que hay alguien que está haciendo huella. Alguien que me puede enseñar nada más ni nada menos que a vivir. Y piensen que, aunque sea fuerte decirlo así, el sacerdote tiene que ser alguien que enseñe a vivir. (P.Manuel Pascual, desgrabación primera charla Retiro a Seminaristas de Buenos Aires, 2011). En medio de una sociedad huérfana, sin referentes, sin modelos para la vida, Jesús se nos presenta como el Pastor, y nos invita a nosotros a pastorearnos los unos a los otros. ¿Qué sería un referente, un pastor? Alguien que viva lo que yo deseo vivir, alguien que me muestra que es posible ser feliz en este camino, alguien que me da esperanza. -Esta orfandad en la que vive gran parte de la humanidad nos interpela para que podamos ser verdaderos pastores, padres, referentes, que se hacen cargo de los demás. -En este pastoreo podemos encontrarnos con dos extremos, que son una caricatura de la paternidad: 1) El paternalismo: es la actitud que nos hace desconfiar de las “ovejas”, tratarlas como si fueran inútiles, no confiando en sus capacidades. Se manifiesta en hacer todo por ellas, en la búsqueda ansiosa por cubrir todas sus necesidades y no ayudarlas a crecer o a que caminen por sí mismas. La actitud contraria es la de
Jesús que confía en sus Apóstoles, les da una misión, cuenta con ellos: Denles ustedes de comer, les dice ante la multitud hambrienta. Cuenta con ellos en la misión, la realiza con ellos. 2) El “padre abandónico” o la ausencia de paternidad: es la actitud de desentendernos de los demás, de estar ausente de sus vidas, de “abandonarlos” a la buena de Dios. Con la excusa de que el pastor debe ayudar a crecer a sus ovejas, termina por desentenderse de ellas. Ambas actitudes, terminan por parecerse, ya que ninguna de ellas se hace cargo en serio de su rebaño, sino que, ya sea por exceso de presencia, o por defecto, no piensan en sus ovejas, sino en sí mismos. -Hasta aquí la imagen de Jesús Buen Pastor, modelo para nosotros ovejas y pastores. -La PDV hablará de una triple obediencia en el presbítero. Las iremos viendo ahora: 2. Llamados a pastorear con el estilo de Jesús: (OBEDIENCIA PASTORAL) -PDV 28: “Se vive en un clima de constante disponibilidad a dejarse absorber, y casi «devorar», por las necesidades y exigencias de la grey. Es verdad que estas exigencias han de tener una justa racionalidad, y a veces han de ser seleccionadas y controladas; pero es innegable que la vida del presbítero está ocupada, de manera total, por el hambre del evangelio, de la fe, la esperanza y el amor de Dios y de su misterio, que de modo más o menos consciente está presente en el Pueblo de Dios que le ha sido confiado.” -La consagración nos hace identificarnos con Cristo Buen Pastor, es decir, con Cristo Cabeza y Esposo de su Iglesia. Ya vimos nuestra configuración con Cristo Profeta (en el ministerio de la Palabra). Luego veremos nuestra identificación con Cristo Sacerdote (en la intercesión y oración por el pueblo, en los sacramentos, en especial: la Eucaristía). Ahora estamos en la identificación con Cristo Rey-ServidorPastor. -Contemplamos nuestra misión como padres de una comunidad, como pastores, cuya misión es velar por el rebaño de Dios, ser factores de comunión, conducirlo a buenos pastos. El servicio ya se transforma en una forma de vida de nuestra existencia sacerdotal. Y esto se da en referencia al pueblo que nos es confiado. El sacerdocio ministerial, está al servicio del sacerdocio real de los fieles. Somos parte del Pueblo de Dios (no estamos fuera de él), para ayudar a los fieles a cumplir con su misión bautismal, a promoverla y alentarla. Somos, ante todo, hermanos: “Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios” (Heb 5, 1). Esto se manifiesta en la entrega diaria de la propia vida. El Pastor, el Padre: da vida, es fecundo, engendra vida y a su vez da su vida. Por eso, lo que nos identifica a los sacerdotes es la caridad pastoral (que lo veremos más adelante al hablar de la Eucaristía). -De ahí la importancia de trabajar por la comunión, de ser factores de comunión, de ser expertos en paternidad, humanidad y vínculos. Vela por la unidad de su rebaño, para que no se divida, para que crezca en la comunión. Somos autoridad, somos padres, engendramos vida, somos referentes para nuestro pueblo, no podemos esquivar el bulto, es hacernos cargo de nuestro pueblo y servirlo como Dios manda, sin servirnos de él. ¿Cómo ejerzo la autoridad, la presidencia de la comunidad, el pastoreo? -Reconociendo la riqueza de los otros, lo que tienen para enseñarme -Trabajando con otros y confiando en ellos. Delegando las tareas posibles, sin pretender controlar todo: repartiendo un poco mejor la carga y encontrando el gusto en el trabajo compartido. -Siendo puerta abierta para los demás. Entrando y haciendo que otros entren por Jesús, que es el único Pastor. -Conociendo la voz de los míos, de las ovejas que Jesús me confía, por tanto, es necesario que los escuche, que los atienda, que en definitiva los ame. -Que ellos conozcan mi voz, no ser un padre ausente o abandónico, o que mando a decir por otros, porque no tengo las agallas para hacerlo yo mismo. -Para que conozcan mi voz, tengo que hablar claro, estar, darme a conocer, no ocultarme en el rol. -La autoridad me la da el amor, el testimonio, la coherencia de vida, no el pegar el grito más fuerte o que me tengan miedo. -No busco caer bien, sino conducir hacia Él, sino soy un asaltante que busco que las ovejas no pasen por la puerta que es Jesús.
-Corrijo con amor, no lo que a mí me moleste en mi perfeccionismo, sino lo que vea que pueda dañar la vida de la oveja. No lo alejo del pasto que a mí no me gusta, sino de aquel pasto que le hará mal. Lo hago con caridad, siguiendo la ley de gradualidad para proponer lo que el otro ahora puede vivir. Rezo antes de cada corrección fraterna, para hacerla según el Espíritu de Dios. -La corrección se hace no para desquitarme la bronca, sino como un medio de ayudar a crecer al otro en la fidelidad al seguimiento de Jesús. Si aún mi corrección no es pura, dejar pasar el tiempo, para que tenga motivaciones más evangélicas y brote de un verdadero amor. Por eso, muchas veces duele más al que la hace, que al corregido. Así debería ser, me parece (como un padre que pone en penitencia a su hijo, no para que no lo jorobe más, sino para ayudarlo a ponerle un límite, y el padre, si es buen padre, lo sufre más que su propio hijo). -En las dificultades, se muestra el verdadero pastor, que no abandona, ni huye, no mira para otro lado, no dice: ya pasará, huyendo hacia adelante, sino que pone el cuerpo, con el riesgo de ser lastimado, incomprendido, malinterpretado. -Es un apasionado de la unidad, defiende a sus ovejas de todo tipo de dispersión y soledad. Es principio de unidad de sus ovejas, reconcilia, acerca distancias, no toma partido dentro de la comunidad, sino que ayuda a una buena comunicación y comunión. -Busca el rumbo certero, acompaña a llegar juntos a ese rumbo en el diálogo maduro y en la confianza, no se pierde en detalles innecesarios, sino que apunta a lo esencial. Piensa bien del otro, no lo mira con desconfianza, sino que confía en sus ovejas. -Cuida a las débiles, les da más tiempo. No usa leyes generales y parejas para todos, sino que se adapta a la vida y posibilidad real de cada una. Alentándolas a una vida mejor, estimulándolas en lo bueno que tienen, sin exasperarlas, ni tampoco dejándolas a su propio arbitrio, sino que, con una evangélica prudencia, aplica los medios necesarios para cada situación concreta. -No es cortar a todos con la misma tijera, o manipular, controlar, tener todo bajo control. Es educar en la libertad, aceptar lo que no nos toca, abandonarlo en las manos de Dios, esperar, confiar. No es lo mismo ser padre de un niño de 5 años, que de un adolescente, que de un adulto. -No se trata de ser perfecto o mostrarse como inalcanzable, como los trapecistas del circo, que todos los admiramos, pero hasta que no terminan su función, estamos tensos. En cambio, nos distendemos cuando vienen los payasos, porque son como nosotros, torpes, se caen, les sale las cosas mal. En ellos todos nos identificamos. Así debemos ser los pastores, no gente perfecta, sino humilde, que sepamos pedir perdón, no ocultar nuestros sentimientos, no escondernos, no pretender dar una imagen de lo que no somos. -Ayuda a crecer a sus ovejas, ama la vida de ellos, no la dependencia inmadura de sus “ovejitas” indefensas y pobres, sino el crecimiento, el destete, la libertad de sus ovejas, incluso aguanta, que sus ovejas la puedan rechazar y olvidar en pos de su propio crecimiento. Como un padre, que deja que su hijo adolescente lo ignore, con tal de que haga su propio camino y crezca. -Cuidar no es sinónimo de criar en una burbuja de cristal, sino dejar que el otro también pueda darse los golpes. A veces cuando nuestra crianza fue dura, sobre todo en privaciones, buscamos que a los que criamos tengan todo y no les pase lo mismo que a nosotros, y eso puede acarrear una generación inmadura, llena de gustos y sin sacrificio ni esfuerzo por lograr las cosas. -Pastorear no es decirle al otro lo que tiene que hacer, sino invitarlo a que le pregunte a Jesús ¿qué debe hacer? -Mira más allá de lo que se ve, no toma al pie de la letra las cosas que le digan, los reproches, sino que sabe mirarlo con paciencia, con cariño, viendo más la meta final, que el adolecer lento y agónico de todo tipo de crecimiento. -No se encierra en un grupo, se abre, busca a los más alejados, no se asfixia por un grupo que decide por él, no hace diferencias, sino que está abierto a todos. -Sale a buscar a la oveja perdida, con profundo cariño; pero a su vez, respeta su libertad con gran respeto, enorme paciencia, y mirada de fe. -Es discreto en sus comentarios, no ventila cosas que no se tienen por qué conocer. Sabe callar a tiempo por respeto y cuidado. 3. La promesa de obediencia: (OBEDIENCIA APOSTÓLICA) -En la ordenación el obispo nos pregunta: ¿Quieren desempeñar siempre el ministerio sacerdotal en el grado de presbíteros como buenos colaboradores del Orden episcopal, apacentando el rebaño del Señor,
guiados por el Espíritu Santo? Sí, quiero. Somos colaboradores de otros, nos ponemos en el mismo camino de otros, no hacemos nuestro propio camino, somos actores de reparto, no protagonistas. Nos insertamos en una historia diocesana, en una misión compartida que tiene como fin el apacentar el rebaño, no propio, sino del Señor, sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Y todo esto, animados y conducidos por el Espíritu Santo. -Nuestro pastoreo se ejerce en una diócesis determinada, con un pastor al que prometemos obediencia en nuestra ordenación: cada uno de los ordenandos se acerca al Obispo y, arrodillado delante de él, pone sus manos entre las del Obispo. El Obispo pregunta a cada uno: ¿Prometes respeto y obediencia a mí y a mis sucesores? El ordenando responde: Sí, prometo. El Obispo: Que Dios complete y perfeccione la obra que él mismo ha comenzado en ti. La Obediencia apostólica consiste en amar y servir en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia en su estructura jerárquica (orgánica y organizada en sus carismas y ministerios). Esto también despoja al ministerio de toda ilusión de hacer la propia voluntad, mi propio ministerio, mi quintita. Esto nos abre a una disposición de ánimo para estar siempre disponibles y prontos para hacer no nuestra voluntad, sino la de Aquel que nos envió. Y nosotros creemos que esta voluntad de Dios se expresa no sólo en mis gustos y carismas o proyectos personales, sino en la asistencia del Espíritu que Dios concede al Obispo como aquel que discierne los carismas. Esto se expresa claramente en el gesto de poner nuestras manos en las manos del obispo, es decir nos ponemos en sus manos, confiamos en él, nos dejamos conducir por otro. La obediencia va mucho más allá de cumplir con lo que me pide el obispo. Se trata de tener un corazón eclesial, disponible, misericordioso con los pecados de la Iglesia, es lo que los Padres llamaban el sentire cum Ecclesia, sentir con la Iglesia. Esto se manifiesta en nuestra comunión con el obispo, con el camino diocesano, sumándonos a lo que se viene haciendo, dando también nuestra mirada y aporte humilde al camino diocesano, participando de corazón en las propuestas diocesanas y no simplemente estar de cuerpo presente en ellas. Se trata también de saber callar a tiempo los defectos que podamos ver del obispo o de nuestros hermanos curas, no escandalizando al santo pueblo fiel de Dios, con nuestros comentarios ácidos. Luchar por la comunión, por unir, esto que tanto el Papa nos viene insistiendo en no sacarnos el cuero, no competir, no hacer carrera, no mirar los logros del hermano como una amenaza, sino como una riqueza propia con el que compartimos el mismo cuerpo ministerial. Es aceptar también la mirada del obispo que puede ver más y mejor, aunque no coincida a veces con la nuestra. Es decir de frente lo que pensamos, pero con caridad, en el momento y tiempo adecuados, para luego seguir poniendo lo mejor en el cuerpo diocesano, aunque sienta que el camino tenga que ir por otro lado. ¿Cómo vivo la obediencia? -En la fe, descubriendo en el otro, la mediación de Cristo Buen Pastor. -En la humildad: dejándome conducir por otro que ve más que yo, que tiene una misión dada por Jesús. -En la verdad: no viviendo en el cumplo-y-miento, sino en la verdad de cara a Dios. No viviendo de cara al superior, sino de cara a Dios, el que mejor nos conoce y nos ama. -En la libertad: siendo yo mismo, pero dejándome conducir por el otro. -En un sentido pascual, descubriendo la vida que se engendra en cada cruz o incomprensión que nos puede tocar vivir. -En la transparencia, dejándome conocer, mostrándome como soy, en la humildad de dejarme formar, en la docibilidad, es decir, la capacidad de formarme permanentemente, en dejarme enseñar por la realidad, en dejarme hacer e ir adquiriendo la forma de Cristo. -En la comunión, sin crear internismos, grupos de automarginación de los incomprendidos por… Sino que también sabe callar y reservar las correcciones que le hacen, volcando su bronca o incomprensión a los pies del Señor, y no al primero que se me cruce. (Cuántas veces herimos al pueblo de Dios con nuestros problemas, sacando los trapos al sol, ventilando cosas innecesarias. Saber tener pudor de nosotros mismos y de la comunidad, con respeto y profundo amor, cuidando como el León de Judá a nuestra comunidad y a cada una de nuestros hermanos curas. Entre nosotros nos podemos sacar los dientes, pero guau de aquel que toque a uno de mis hermanos, eso es fraternidad). 4. La comunión presbiteral: (OBEDIENCIA SOLIDARIA) -En esta misión, somos llamados con otros, con-vocados, como los discípulos de Jesús, llamados juntos y enviados juntos, de dos en dos, a la misión. Esto se pone de manifiesto en la misa de ordenación en el
hermoso gesto de imposición de manos del presbiterio, luego de la imposición de manos del obispo. Se trata de un signo de recibimiento en la comunidad sacerdotal y en el presbiterio. Somos convocados con otros. No somos llamados de forma aislada, sino en comunidad, con otros discípulos, hermanos y compañeros de camino. Por tanto, lo que se llama la fraternidad sacerdotal o fraternidad sacramental consiste en una realidad de fe y de misterio, más allá de mis sentimientos particulares para con mis hermanos curas, hay una unidad de origen, de misión y de sacramento que fundamentan y hacen a nuestra espiritualidad sacerdotal. No somos francotiradores, o héroes del Reino, somos una comunidad de curas en una diócesis particular a la cual Dios nos llamó para servir juntos. Es lo que la PDV llama la obediencia solidaria en el n° 28: “No se trata de la obediencia de alguien que se relaciona individualmente con la autoridad, sino que el presbítero está profundamente inserto en la unidad del presbiterio, que, como tal, está llamado a vivir en estrecha colaboración con el Obispo y, a través de él, con el sucesor de Pedro. Este aspecto de la obediencia del sacerdote exige una gran ascesis, tanto en el sentido de capacidad a no dejarse atar demasiado a las propias preferencias o a los propios puntos de vista, como en el sentido de permitir a los hermanos que puedan desarrollar sus talentos y sus aptitudes, más allá de todo celo, envidia o rivalidad. La obediencia del sacerdote es una obediencia solidaria, que nace de su pertenencia al único presbiterio y que siempre dentro de él y con él aporta orientaciones y toma decisiones corresponsables.” -Dice la PDV 74: El presbiterio en su verdad plena es un mysterium: es una realidad sobrenatural, porque tiene su raíz en el sacramento del Orden. Es su fuente, su origen; es el «lugar» de su nacimiento y de su crecimiento. En efecto, «los presbíteros, mediante el sacramento del Orden, están unidos con un vínculo personal e indisoluble a Cristo, único Sacerdote. El Orden se confiere a cada uno en singular, pero quedan insertos en la comunión del presbiterio unido con el Obispo. Este origen sacramental se refleja y se prolonga en el ejercicio del ministerio presbiteral: del mysterium al ministerium. «La unidad de los presbíteros con el Obispo y entre sí no es algo añadido desde fuera a la naturaleza propia de su servicio, sino que expresa su esencia como solicitud de Cristo Sacerdote por su Pueblo congregado por la unidad de la Santísima Trinidad». Esta unidad del presbiterio, vivida en el espíritu de la caridad pastoral, hace a los sacerdotes testigos de Jesucristo, que ha orado al Padre «para que todos sean uno» (Jn 17, 21). La fisonomía del presbiterio es, por tanto, la de una verdadera familia, cuyos vínculos no provienen de carne y sangre, sino de la gracia del Orden: una gracia que asume y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas, amistosas y espirituales entre los sacerdotes; una gracia que se extiende, penetra, se revela y se concreta en las formas más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales sino también materiales. La fraternidad presbiteral no excluye a nadie, pero puede y debe tener sus preferencias: las preferencias evangélicas reservadas a quienes tienen mayor necesidad de ayuda o de aliento. Esta fraternidad «presta una atención especial a los presbíteros jóvenes, mantiene un diálogo cordial y fraterno con los de media edad y los mayores, y con los que, por razones diversas, pasan por dificultades. También a los sacerdotes que han abandonado esta forma de vida o que no la siguen, no sólo no los abandona, sino que los acompaña aún con mayor solicitud fraterna». 5. Viviendo lo reflexionado: -Como seminaristas, nos vamos formando para ir madurando nuestra respuesta a Jesús y a su Iglesia. Frente a la promesa de obediencia, deseamos ir creciendo en nuestra vida para poder dar nuestro sí generoso y maduro a lo que prometeremos el día de nuestra ordenación. -De ahí que, nos viene bien irnos preguntando y discerniendo con sinceridad delante de Dios, cómo vamos predisponiéndonos para la vivencia de la triple obediencia: 1) Obediencia pastoral: ¿cómo vivo las exigencias de la vida cotidiana? ¿Hago las cosas por inercia, desgano, malhumor, queja, para ser vistos? ¿Descubro el sentido de mi vida, de mi identidad, al entregarme desinteresadamente a los demás? ¿Vivo las exigencias desde un corazón generoso que se entrega o desde un corazón a la defensiva que cuida que no le arrebaten su “espacio privado”? (Nadie me quita la vida, sino que la doy libremente: Jn 10,18.) ¿Cómo voy viviendo las experiencias pastorales? ¿Rezo por la gente que Dios me va confiando? ¿Los quiero, pienso en ellos? ¿Ofrezco por ellos las cosas que me cuestan? ¿Descubro que mi fidelidad en lo cotidiano no es otra cosa que ser fieles a ellos? 2) Obediencia apostólica: ¿cómo vivo la relación con mis formadores? ¿Soy sincero y transparente con ellos o me guardo siempre algún as bajo la manga? ¿Confío en ellos? ¿Descubro que son la mediación de Cristo para formar mi corazón sacerdotal? ¿Descubro algún tipo de doblez en mi corazón que me lleva a
hacer cosas hacia afuera delante de sus ojos y, por otro lado, cuando no me miran o no están, hacer la mía o lo que a mí me parece? ¿Me dejo conducir por otros o trato de ser yo el único criterio válido de formación? ¿Doy más importancia a mis criterios subjetivos o confío en los criterios objetivos de la formación? ¿Descubro actitudes de queja, reproche, prejuicios, críticas, desconfianza hacia mis formadores? ¿Llevo una formación paralela en mi vida? (Es decir, por afuera obedezco y soy correcto, pero por dentro no internalizo las propuestas formativas. Es decir, vivo en un cumplo y miento. Ojo porque el demonio es muy astuto en este punto y nos entra por este lado para volver nuestro corazón soberbio. ¿Qué sería la soberbia en este caso? Sería desconfiar, desvalorizar y despreciar a estos formadores, puestos por el obispo, y elegir otros formadores a los que tengo más confianza: curas de afuera. En concreto, esto se manifiesta en consultar, escuchar más a los de afuera, dejarme llevar por sus criterios y no por los de los formadores que Dios puso en este Seminario, a través del obispo. Un signo de esta tentación es que muchas veces esta formación paralela se vive en secreto y en lo escondido. Y se va produciendo una doble vida. En caso de duda, tenemos que hablar estas cosas. Si no estoy haciendo algo malo, ¿por qué no lo blanqueo? ¿Por qué lo hago a escondidas? Dios es amigo de la luz, de poner las cosas sobre la mesa. Un signo claro del mal espíritu es el secretismo, la intriga, los ocultamientos. Otro signo claro del mal espíritu es lo que provoca en el alma esta formación paralela: sentimiento de superioridad respecto de los compañeros, vanagloria, autocomplacencia, mirarse a sí mismo como distinto y más santo que otros, desprecio de las mediaciones puestas por Dios, silencios, medias verdades, mentiras, actuaciones. Recordemos lo que decía San Ignacio: la humildad es la tierra desconocida del mal espíritu. Es decir: humildad para dejarme formar por los formadores que Dios puso ahora en este momento histórico del Seminario. El que obedece nunca se equivoca, dirá un santo. Es verdad, no serán los formadores más perfectos, pero son los que Dios puso para ir cincelando y modelando mi corazón, para darle la forma de Cristo Buen Pastor. En definitiva, se trata de una mirada de fe, para descubrir en estas personas, a los instrumentos de Jesús para crecer en este camino sacerdotal). 3) Obediencia solidaria: ¿cómo vivo la relación con mis compañeros? ¿Los juzgo, critico, desprecio? ¿Los miro como llamados por Dios a esta misma vocación? ¿Cómo puedo ir desde ahora creciendo en la fraternidad y amistad sacerdotal? ¿Sus fracasos y sus éxitos, los vivo como propios? ¿Me siento parte de un cuerpo diocesano, presbiteral y eclesial? ¿Me siento parte de una diócesis con su historia y camino particular? ¿Cuál es mi aporte al crecimiento de los demás? ¿En qué descubro actitudes individualistas? ¿Cómo vives tu inserción diocesana, tu amor a la diócesis, tu comunión de fe sincera con el obispo y el camino pastoral diocesano? ¿Cómo vives tu relación con el clero, las/os religiosas/os? ¿Tus palabras ayudan a la unidad o provocan división? (Un gran peligro en nuestros tiempos es el del individualismo que nos hace aislarnos, creer que somos los únicos en este mundo. Esto nos puede hacer usar al Seminario, es decir, estoy en el Seminario para un día ser cura, pero no me interesan los demás. Estar aquí es el mal necesario que tengo que soportar para lograr mi objetivo de ordenarme como sacerdote y después poder hacer lo que yo quiera. Es decir, el Seminario se transformaría en una Universidad, en un lugar donde voy a hacer mis estudios, pero que no me compromete el corazón. Hoy en día, no se puede entender la misión sacerdotal sin esta obediencia solidaria. Es la misión de la Iglesia, de un cuerpo diocesano, de un cuerpo presbiteral, y no el heroísmo de un cura, o de un francotirador. Esto no es de Dios). ¿Descubro en mí alguno de estos pensamientos? Tarea para el mes Fecha de entrega: 1° de junio 1) Explicar con tus palabras el triple sentido de la obediencia. 2) ¿Cómo podrías integrar tus carismas, gustos personales y dones que Dios te dio, con lo que llamamos la obediencia apostólica? 3) Averiguar y escribir algunas formas concretas con las que el presbiterio de tu diócesis vive la llamada fraternidad sacerdotal. 4) ¿Qué acciones propondrías para empezar a vivir desde ahora, desde el seminario, la fraternidad sacerdotal? 5) Leyendo Mt 9,35-38, describir la orfandad que descubres en nuestra sociedad. ¿En qué situaciones o realidades de nuestro contexto cultural descubres este abatimiento y fatiga de ovejas que no tienen pastor? ¿Cómo respondería hoy Jesús a esta orfandad? ¿Qué actitud espiritual te está invitando a tener Jesús ante esta realidad?
6) Charlar con tu director espiritual el punto n° 5 de este apunte: Viviendo lo reflexionado… Cuarto Encuentro: Eucaristía y caridad pastoral Mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida… El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él… El que me come vivirá por mí… El que coma de este pan vivirá eternamente. (Jn 6,55-58) -Hemos estado mirando la espiritualidad sacerdotal desde nuestra identificación con Cristo Profeta (2do encuentro: Ministros de la Palabra) y con Cristo Servidor-Cabeza-Rey (3er encuentro: La obediencia, el pastoreo, la comunión presbiteral). Ahora vamos detenernos en nuestra identificación con Cristo Sacerdote. Esto nos llevará varios encuentros, ya que esta nota propia de nuestra espiritualidad abarca el ámbito de los sacramentos y de la oración de intercesión, tan propia en la vida de los presbíteros. Comencemos, pues, deteniéndonos en la Eucaristía como lo más específico de nuestra espiritualidad sacerdotal y en su íntima relación con el principio de unidad de nuestra vida sacerdotal, es decir aquello que unifica nuestras más diversas actividades, el que le da un sabor único a nuestra misión: la caridad pastoral, es decir, el amor de Cristo Buen Pastor. 1. Centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia: Dice la PDV48: El culmen de la oración cristiana es la Eucaristía, que a su vez es «la cumbre y la fuente» de los Sacramentos y de la Liturgia de las Horas. La comunión con Dios, soporte de toda la vida espiritual, es un don y un fruto de los sacramentos; y al mismo tiempo es un deber y una responsabilidad que los sacramentos confían a la libertad del creyente, para que viva esa comunión en las decisiones, opciones, actitudes y acciones de su existencia diaria. En este sentido, la «gracia» que hace «nueva» la vida cristiana es la gracia de Jesucristo muerto y resucitado, que sigue derramando su Espíritu santo y santificador en los sacramentos; igualmente la «ley nueva», que debe ser guía y norma de la existencia del cristiano, está escrita por los sacramentos en el «corazón nuevo». Y es ley de caridad para con Dios y los hermanos, como respuesta y prolongación del amor de Dios al hombre, significada y comunicada por los sacramentos. Esto se aplica sobre todo a la participación en la Eucaristía, memorial de la muerte sacrificial de Cristo y de su gloriosa resurrección, «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad», banquete pascual en el que «Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura». 2. Eucaristía y ministerio sacerdotal Dice la PDV: 15.Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. 48. Ahora bien, los sacerdotes, por su condición de ministros de las cosas sagradas, son sobre todo los ministros del Sacrificio de la Misa: su papel es totalmente insustituible, porque sin sacerdote no puede haber sacrificio eucarístico. Esto explica la importancia esencial de la Eucaristía para la vida y el ministerio sacerdotal, de forma que tomen como regla de su vida sacerdotal la celebración diaria. Han de considerar la celebración eucarística como el momento esencial de su jornada. -En el rito de la Ordenación, el obispo unge nuestras manos mientras nos dice: Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te proteja para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio. -Recibimos la unción que nos hace otro Cristo, con el crisma, aceite con perfume que nos marca para siempre. Nuestras manos son ungidas para que podamos ungir a otros hermanos, para que podamos ser caricia de Dios para ellos. El aceite impregna nuestra piel, como el Espíritu impregna nuestra persona, a semejanza de Jesús, el ungido del Padre por el Espíritu, consagrado por la unción. Ya no nos pertenecemos, hemos sido ungidos para consagrarnos y consagrar, para bendecir, santificar, perdonar, todo en nombre de Cristo y en su persona. Mirar nuestras manos, descubriendo en ellas el deseo de entregarnos, de darnos, de no guardarnos, de tenerlas siempre abiertas para dar y recibir, para acariciar,
para alentar, para dar ternura, para transmitir la unción de Jesús. Y por medio de estas manos, ofrecemos el sacrificio, hermosa y tremenda responsabilidad. Ofrecernos, ofrecer la vida de nuestros hermanos, ofrecer el Pan de Vida. Lindo desafío, vivir en ofrenda permanente, ofreciéndonos para lo que sea necesario, ofreciendo nuestro cansancio, ofreciendo las incomprensiones, los fracasos, ofreciéndonos a los demás, por más que no recibamos enseguida ninguna recompensa, por más que se “aprovechen” a veces de nuestra generosidad. Para el amor, ya no hay cálculo, ya no hay un ¿hasta 7 veces?, pues la medida del amor –dirá San Bernardo- consiste en amar sin medida. No hay amor más grande que dar la vida nos dirá Jesús. Hay más felicidad en dar que en recibir, también nos insistirá. Manos ungidas, entonces, para ofrecer a Jesús incansablemente y ofrecernos junto a Jesús, en ofrenda agradable al Padre y alegría desbordante para el pueblo. -Luego, el obispo nos entrega el cáliz y la patena, mientras nos dice: Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor. -Ofrecemos lo que recibimos, la ofrenda del pueblo, sus luchas, cansancios, dolores, alegrías, intentos. Todo lo asumimos para llevarlo al Padre en la Eucaristía cotidiana. Es el Pan de Vida y su celebración el que nos va conformando, nos va haciendo, nos va despojando de nuestro egoísmo, haciéndonos soltar de a poco todo lo que deseamos retener y nos va liberando en la entrega gratuita. Conformar nuestra vida con el misterio de la Cruz de Cristo, hermoso desafío también para vivir cada día, uniéndonos al misterio pascual, muriendo y resucitando con Él cada día. Es la invitación a llevar una vida eucarística. -Dice la PDV: 15. En una palabra, los presbíteros existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre. Éste es el modo típico y propio con que los ministros ordenados participan en el único sacerdocio de Cristo. El Espíritu Santo, mediante la unción sacramental del Orden, los configura con un título nuevo y específico a Jesucristo, Cabeza y Pastor, los conforma y anima con su caridad pastoral y los pone en la Iglesia como servidores auto rizados del anuncio del Evangelio a toda criatura y como servidores de la plenitud de la vida cristiana de todos los bautizados. 3. Eucaristía y Caridad Pastoral Dice la PDV: 26. Es sobre todo en la celebración de los Sacramentos, y en la celebración de la Liturgia de las Horas, donde el sacerdote está llamado a vivir y testimoniar la unidad profunda entre el ejercicio de su ministerio y su vida espiritual: el don de gracia ofrecido a la Iglesia se hace principio de santidad y llamada a la santificación. También para el sacerdote el lugar verdaderamente central, tanto de su ministerio como de su vida espiritual, es la Eucaristía, porque en ella «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo, que mediante su carne, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da la vida a los hombres. Así son ellos invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas sus cosas en unión con Él mismo. -La consagración nos hace participar de la misión de Cristo, nos configura para hacer las veces de Cristo, de manera que podamos decir, no sólo cuando actuamos sacramentalmente (esto es mi cuerpo, yo te absuelvo de tus pecados), sino en el resto de nuestras vidas: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). “Como el Padre me envió a mí yo también los envío a ustedes, reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,21). “El que los escucha a ustedes, me escucha a mí; el que los rechaza, me rechaza a mí; y el que me rechaza, rechaza a aquel que me envió.” (Lc 10,16). Por la ordenación somos configurados con Cristo Cabeza, Pastor y Esposo, es decir, con Cristo Servidor. El servicio ya se transforma en una forma de vida de nuestra existencia sacerdotal. Y esto se da en referencia al pueblo que nos es confiado. El sacerdocio ministerial, está al servicio del sacerdocio real de los fieles. Somos parte del Pueblo de Dios (no estamos fuera de él), para ayudar a los fieles a cumplir con su misión bautismal, a promoverla y alentarla. Somos, ante todo, hermanos: “Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios” (Heb 5, 1). Esto se manifiesta en la entrega diaria de la propia vida. El Pastor, el Padre: da vida, es fecundo, engendra vida y a su vez da su vida. Por eso, lo que nos identifica a los sacerdotes es la caridad pastoral: “El principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado con Cristo Cabeza y Pastor es la caridad pastoral, participación de la misma caridad pastoral de Jesucristo: don gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la respuesta libre y responsable del presbítero.” (PDV 23). Por tanto, es don del Espíritu que se nos confiere en la ordenación y tarea nuestra. Continúa
diciendo: “El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen. «La caridad pastoral es aquella virtud con la que nosotros imitamos a Cristo en su entrega de sí mismo y en su servicio. No es sólo aquello que hacemos, sino la donación de nosotros mismos lo que muestra el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de comportarnos con la gente. (PDV 23) Hace referencia al ser más que al hacer. No somos funcionarios, no trabajamos de curas, toda nuestra persona e identidad es tomada y consagrada. “Constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote. Gracias a la misma puede encontrar respuesta la exigencia esencial y permanente de unidad entre la vida interior y tantas tareas y responsabilidades del ministerio, exigencia tanto más urgente en un contexto sociocultural y eclesial fuertemente marcado por la complejidad, la fragmentación y la dispersión. Solamente la concentración de cada instante y de cada gesto en torno a la opción fundamental y determinante de «dar la vida por la grey» puede garantizar esta unidad vital, indispensable para la armonía y el equilibrio espiritual del sacerdote: «La unidad de vida —nos recuerda el Concilio— pueden construirla los presbíteros si en el cumplimiento de su ministerio siguieren el ejemplo de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad de Aquel que lo envió para que llevara a cabo su obra” (PDV 23). -Por tanto, lo que le da sentido de unidad a nuestras vidas es el amor de Cristo Buen Pastor. Esto es lo propio nuestro, ser y hacer las cosas desde el Corazón de Cristo Buen Pastor. La oración nos fortalece y alimenta la caridad pastoral, pero no es lo específico que nos unifica, sino algo más amplio: la caridad pastoral. Esto queda claro en la unidad que se da en el diálogo entre Jesús y Pedro: ¿Me amas? Apacienta mis ovejas. (Jn 21,15ss). No son dos momentos, sino uno solo, el amor a Cristo se da en nuestro pastoreo. 4. ¿A qué nos mueve la Eucaristía?: -La PDV en el n° 48, va a describir algunas actitudes íntimas que la Eucaristía fomenta: la gratitud por los bienes recibidos del cielo, ya que la Eucaristía significa acción de gracias; la actitud donante, que los lleve a unir su entrega personal al ofrecimiento eucarístico de Cristo; la caridad, alimentada por un sacramento que es signo de unidad y de participación; el deseo de contemplación y adoración ante Cristo realmente presente bajo las especies eucarísticas. -Vamos a mencionar, entonces, algunas provocaciones que realiza en nosotros este misterio que celebramos que, como decíamos, nos va transformando y nos va empujando a tener una vida eucarística: 1. Humildad: la Eucaristía es, ante todo, un misterio de humildad, un abajamiento total del Hijo de Dios, que se hace pan sencillo, humilde, capaz de ser comido, partido, compartido. Dice San Francisco de Asís: ¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios vivo! Miren, hermanos, la humildad de Dios y derramen ante él sus corazones; humíllense también ustedes para que sean ensalzados por él. Por consiguiente, nada de ustedes retengan para ustedes, a fin de que los reciba todo enteros el que se les ofrece todo entero. (Carta a toda la orden, 21-29). Esta humildad nos obliga a nosotros a ser humildes, pequeños, simples y sencillos. -Misterio eucarístico, despojo total, misterio de abajamiento único, que, a su vez, cada vez que lo adoramos, nos revela su presencia fiel, de pie, para ser mirado de frente, erguido, firme, oscura luminosidad, opaca transparencia, a la espera, disponible, encontrable. Un Cristo expuesto, es decir, vulnerable, desnudo, frágil. Esto nos lleva a nosotros también exponer nuestra vida sin máscaras, ante Dios y ante los demás. Cuántas veces luchamos para parecer invulnerables, perfectos, dignos de admiración y de aplauso. Cristo, en cambio, se mostró frágil y capaz de ser herido y traspasado. Su amor se expone al fracaso, al rechazo. Eso no le hizo dejar de amar, o guardarse para sí, sino que se dio igualmente, sabiendo que muchos iban a rechazar su amor. Esto nos invita a nosotros a darnos sin medida, sabiendo que muchos no tomarán en cuenta este amor y entrega. 2. Cercanía: la Eucaristía rompe toda distancia y barrera, Dios se hace cercano y accesible. El cura, por tanto, no puede estar lejos de los demás, no puede estar en un nivel superior, o distante, sino como uno más del pueblo. 3. Sacrificio pascual: entre las tantas riquezas que encierra la Eucaristía, está la de ser anticipo sacramental del sacrificio de Cristo en la Cruz (así lo fue para los discípulos la noche anterior de su muerte). A su vez, es el memorial, es decir, la actualización de su entrega generosa en la Cruz. Por tanto,
en la Eucaristía está presente la Cruz, el dolor, el sufrimiento. Por ello, el obispo al entregarnos el cáliz y la patena, nos dice: conforma tu vida con el misterio de la Cruz del Señor. La Eucaristía tiene mucho que ver con la Cruz. Cruz que muchas veces cargaremos: 1.Cruces personales: la cruz de nuestra debilidad, de constatar diariamente la enorme distancia y desproporción entre nuestra vida y nuestro ministerio. La cruz de nuestras renuncias cotidianas, que muchas veces nos dolerán e incomodarán. 2.Cruz pastoral: la cruz de la incomprensión, la cruz del rechazo, de la indiferencia. La cruz de las críticas, murmuraciones y calumnias. La cruz de lo arduo de la misión, de lo lento del proceso evangelizador. La cruz de la división en nuestras comunidades. La cruz de los pasos atrás, de las expectativas rotas. La cruz de los fracasos y de los volver a empezar. La cruz de entregar “nuestra” obra a otra persona y ver, a veces, que se viene abajo o se encara de manera diferente a la propia. 3.Cruz de nuestros hermanos: el dolor de tantos enfermos y gente que sufre, que nos confían sus vidas y nos hacen parte de sus misterios más hondos. Cruz de la impotencia ante injusticias, dolores profundos, tantos crucificados. 4.Cruz de nuestra Iglesia: los pecados de los más “de adentro” de la Iglesia, las divisiones, incomprensiones, críticas y burlas, los celos y rivalidades, las indiferencias y prejuicios. Lo escarpado que resulta ir haciendo la comunión. La cruz del trabajo en equipo. -La Eucaristía nos da la fuerza para darle sentido redentor a estas cruces, para transformarlas en fuentes de vida y Resurrección. La Eucaristía nos alimenta para llevarlas con dignidad y unirlas a la Cruz de Cristo, sintiéndonos privilegiados de aliviarle, en algo, los sufrimientos de Jesús, completando en nuestra carne lo que falta a la Pasión de Cristo. 4. La entrega gratuita: La Eucaristía nos interpela a una entrega más fiel, más exclusiva, más generosa, ya que, en ella, contemplamos no un cuerpo yacente, muerto, inmóvil, sino un cuerpo entregado, un cuerpo que se está entregando, se está dando eternamente, a nosotros y al Padre, en el Espíritu. Y una sangre que se derrama, que se entrega, que se nos da. -La existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, forma eucarística. Por tanto, las palabras de la institución de la Eucaristía no deben ser para nosotros únicamente una fórmula consagratoria, sino también una fórmula de vida... La autodonación de Cristo, que tiene sus orígenes en la vida trinitaria del Dios-Amor, alcanza su expresión más alta en el sacrificio de la Cruz, anticipado sacramentalmente en la Última Cena. No se pueden repetir las palabras de la consagración sin sentirse implicados en este movimiento espiritual. En cierto sentido, el sacerdote debe aprender a decir también de sí mismo, con verdad y generosidad, “tomad y comed”. En efecto, su vida tiene sentido si sabe hacerse don, poniéndose a disposición de la comunidad y al servicio de todos los necesitados. Precisamente esto es lo que Jesús esperaba de sus apóstoles, como lo subraya el evangelista Juan al narrar el lavatorio de los pies. Es también lo que el Pueblo de Dios espera del sacerdote. (Juan Pablo II a los sacerdotes, 2005). -No hemos de olvidar que comulgar con Jesús es comulgar con alguien que ha vivido y ha muerto entregado totalmente por los demás. Jesús insiste en ello. Su cuerpo es un cuerpo entregado y su sangre es una sangre derramada por la salvación de todos. Es una contradicción acercarnos a comulgar con Jesús resistiéndonos egoístamente a vivir para los demás. (José Antonio Pagola). -Por último, esta entrega del cuerpo, nos remite a la vivencia del celibato: En el cristianismo hablamos mucho sobre el amor, pero tenemos que amar como las personas que somos, sexuales, llenos de deseos, de fuertes emociones y de la necesidad de tocar y estar cerca del otro. Es extraño que no se nos dé bien hablar de esto, porque el cristianismo es la más corporal de las religiones. Creemos que Dios creó estos cuerpos y dijo que eran muy buenos. Dios se hizo corporal en medio de nosotros, un ser humano como nosotros. Jesús nos dio el sacramento de su cuerpo y prometió la resurrección de nuestros cuerpos. Así pues deberíamos sentirnos en casa en nuestra naturaleza corporal, apasionada… ¡y cómodos al hablar de afectividad! Quizás Dios se encarnó en Jesucristo pero nosotros todavía estamos aprendiendo a encarnarnos en nuestros propios cuerpos. ¡Tenemos que bajar de las nubes! Tenemos que aprender a amar como los seres sexuales y apasionados –a veces un poco desordenados- que somos, o no tendremos nada que decir sobre Dios, que es amor. Quiero hablar de la Última Cena y la sexualidad. Puede que suene un poco extraño, pero pensad en ello un momento. Las palabras centrales de la Última Cena fueron “Este es mi cuerpo y os lo doy”. Cuando Jesús dice Este es mi cuerpo y yo os lo entrego, no está disponiendo de algo que le pertenece, está pasando a los demás el don que El es. Su ser es un don del Padre que El está transmitiendo. Dice Santo Tomás de Aquino: “La persona que ama debe aflojar ese
cerco que le mantenía dentro de sus propios límites. Por esa razón se dice del amor que derrite el corazón: el que está derretido ya no está contenido dentro de sus propios límites, muy al contrario de lo que ocurre en ese estado que corresponde a la dureza de corazón.” Solamente el amor rompe nuestra dureza de corazón y nos da corazones de carne. Abrirse al amor es muy peligroso. Uno probablemente se haga daño. La Última Cena es la historia del riesgo del amor. Es por esto por lo que Jesús murió, porque amó. Uno despertará deseos y pasiones profundos y desconcertantes, puede correr peligro de arruinar la propia vocación o de vivir una doble vida. Necesitará de la gracia si quiere sortear los peligros, pero no abrirse al amor es aún más peligroso, es mortal. Escuchad a C.S. Lewis: “Amar en cualquier caso es ser vulnerable. Ama algo y tu corazón ciertamente estará partido y posiblemente roto. Si quieres asegurarte de mantenerlo intacto, no debes entregarle tu corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Envuélvelo cuidadosamente en hobbies y pequeños lujos; evita todo enredo amoroso; enciérralo seguro en la urna o el ataúd de tu egoísmo. Pero en la urna –segura, oscura, inmóvil, sin aire- cambiará. No se romperá; se volverá irrompible, impenetrable, irredimible. La alternativa a la tragedia, o al menos al riesgo de tragedia, es la condenación. El único sitio aparte del cielo donde puedes estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor es el infierno”. Cuando celebramos la eucaristía recordamos que la sangre de Cristo es derramada por ti y por todos. El misterio del amor en lo más profundo es a la vez particular y universal. Si nuestro amor es sólo particular, entonces corre el riego de volverse introvertido y sofocante. Si es solamente un vago amor universal por toda la humanidad, entonces corre el riego de volverse vacío y sin sentido. (Timothy RADCLIFE, General de los Dominicos, Afectividad y Eucaristía) -El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día (Jn 6,54): la Eucaristía nos conecta con la carne de Cristo, con nuestra propia carne y con la de nuestros hermanos. La carne de Jesús es la carne bendita de su humanidad, que luego identificaremos con el Cuerpo del Señor en San Pablo, con la carne débil del hermano. Comer su carne para ser resucitado en el último día, nos habla del valor de nuestra propia carne, que será redimida, rescatada de la corrupción, porque justamente nos hemos alimentado de su propia carne. Es la carne de Jesús la que vivifica nuestra carne, la que sana las heridas de nuestra carne, la que nos hace valorar nuestro cuerpo, el de los demás, asumir nuestra debilidad, nuestra fragilidad, para ser inundados por su Espíritu vivificador. Por eso, la Eucaristía, tiene un valor salvífico enorme también en nuestra propia carne, en nuestra propia debilidad, va vivificando nuestro cuerpo. 5. La gratuidad, el estar y permanecer con Él: la Eucaristía está para ser comida, pero también para ser mirada, contemplada, adorada. Jesús nos invita a estar con Él, permanecer con Él, no pasar de largo, sino detenernos en silenciosa y amante oración. La oración frente a Jesús Eucaristía nos arrastra, fuerza, e impela a entregarnos. Desde su Corazón donante podemos escuchar: ¿y vos, qué me entregas, qué entregas a los demás, qué vas a soltar en este día para los otros, para mí? ¿Solamente lo que te sobra o estorba, o algo valioso? Si la contemplación de Jesús Eucaristía no despierta en todos nosotros sinceros y concretos deseos de entrega, es que no miramos bien, o nos miramos aún demasiado a nosotros mismos, sin mirarlo a Él que se está entregando, que se está exponiendo, desnudo, para que nos expongamos nosotros, sin defensas, sin máscaras, sin barreras, ante los demás y ante Dios. Si me expongo sin defensas ante Él y le muestro mi corazón, dejo que Jesús, que va pasando, pueda elegir qué quiere llevar, qué quiere tomar. La cuestión es si lo ofrezco, o si lo muestro para que Él lo tome. -Dice Jean Vanier: No estoy seguro de saber orar, pero estoy ahí, quiero estar ahí con Jesús: mirándolo a él y él mirándome a mí. No hay palabras, sólo estar ahí. A veces cabeceo y me quedo dormido una y otra vez en la oración. Es oración, ¿importa eso? Otras veces los pensamientos rondan por mi cabeza. No muy interesantes. Entonces mi mente se calma nuevamente y vuelve a mi alma un momento de quietud. Tal vez orar es sentarse y esperar, esperar un encuentro con Dios que viene sin que sepamos el día ni la hora. La oración, para mí, es descansar en ese encuentro. Es acoger a Dios en mi corazón. La oración se ha convertido para mí en una inmensa acción de gracias. Un gran agradecimiento a Dios. -Esa es la clave, Jesús que pasa, se queda y permanece con nosotros, pan que desciende para permanecer con nosotros. Nosotros invitados a permanecer con Él, en la brecha, en la inseguridad, en la intemperie, pero con Jesús… En la contemplación muchas veces oscura del misterio, estando con Él, descansando en Él, dejándonos hacer por Él, permaneciendo con Él (verbo tan querido para el cuarto Evangelio). Y este permanecer con Él, nos ayudará a estar más disponibles a nuestros hermanos, sin apuros ni ansiedades, estando y permaneciendo con ellos, al mejor estilo de Jesús.
-Pasar largos tiempos con Jesús Eucaristía nos va sanando y transformando de tantos egoísmos. Se trata de dejarnos mirar por Él y posar nuestros ojos en los suyos. Fijar la mirada en Jesús (cfr. Hb 12,1-4), es lo que sostiene nuestro combate y lucha diaria, la fidelidad en lo cotidiano. 6. La misión y el servicio: la Eucaristía está íntimamente ligada a la misión. De hecho, sus últimas palabras pueden ir en paz, significan el envío a la misión cotidiana, a prolongar la Misa en el día a día. El gesto del lavatorio de los pies sucede en la cena eucarística. Desde aquella noche, la Eucaristía no se puede entender sin el servicio y el servicio no puede entenderse sin la Eucaristía. -Para continuar haciendo lo que hacemos en todas partes del mundo, necesitamos un espíritu profundo de oración y unión con Dios. No somos trabajadores sociales sino contemplativos en el corazón del mundo. Nosotros no seríamos capaces de sostener nuestra vida de amor por los pobres y los olvidados si no tuviéramos un espíritu de oración, silencio, contemplación, y compasión. Esta es la razón por la cual pasamos una hora y media todas las mañanas en oración, meditación y la celebración de la Misa. Cuanto más tierno es nuestro amor por Jesús, el Pan de Vida en la Eucaristía, más tierno será nuestro amor por el Cristo hambriento en el más pobre de los pobres… Todo cuanto hacemos —nuestras oraciones, nuestro trabajo, nuestro sufrimiento— es para Jesucristo. Nuestra vida no tiene otra razón ni otro motivo. Esto es algo que mucha gente no logra comprender. Sirvo a Jesús las veinticuatro horas del día. Haga lo que haga... lo hago por El. Y es El quien me da fuerzas para hacerlo. Lo amo a través de los pobres, y en los pobres lo amo a El. El nos da fuerza para llevar la vida que llevamos, y para hacerlo con alegría. Sin El no podríamos hacer lo que hacemos. Al menos no durante toda la vida. Aprendan a disfrutar de la oración, sientan la necesidad de rezar varias veces durante el día, y tómense el trabajo de hacerlo. Si quieren rezar mejor, tienen que rezar más. La oración agranda nuestro corazón. Hagámoslo hasta que sea capaz de contener el regalo que Dios nos hace de Sí mismo. Pidan y busquen, y sus corazones crecerán lo suficiente como para recibirlo a El y conservarlo para siempre. Mi secreto es de lo más simple. Rezo y a través de mi oración me convierto en alguien que ama a Cristo, y veo que rezarle es amarlo. Mis pobres de los arrabales y de los barrios marginales son el Cristo que sufre. En ellos, el hijo de Dios vive y muere, y a través de ellos, Dios me muestra su verdadero rostro. Para mí, la oración significa unirme, durante las veinticuatro horas, con la voluntad de Jesús, vivir para El, por El y con El. Pueden rezar mientras trabajan. El trabajo no impide rezar, y rezar no impide trabajar. Basta elevar brevemente nuestra mente hacia El; “Te amo, Dios Mío, confío en Ti, creo en Ti, y te necesito ahora, en este momento”. Oraciones breves, pequeñas, pero que obran milagros. Dios es amigo del silencio. Necesitamos encontrar a Dios pero no lo podremos hallar en el tumulto ni en el bullicio. Cuanto más recibamos en nuestra oración silenciosa, tanto más podremos dar en nuestra vida activa. El silencio nos permite ver todas las cosas desde una óptica distinta. Necesitamos de este silencio para poder tocar los corazones. Lo esencial no es lo que decimos sino lo que Dios nos dice, y lo que El dice a través de nosotros. El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. (Beata Madre Teresa de Calcuta). 7. Encuentro fraterno: ya hemos mencionado varios nombres que tiene la misa, con sus significados y acentuaciones correspondientes: sacrificio pascual (entrega), eucaristía (gratuidad y gratitud), misa (envío, servicio y misión). La Eucaristía también lleva el nombre de banquete, es decir, se trata de una comida, de una cena, de un encuentro. Encuentro donde nos alimentamos de la Palabra, de la presencia del hermano en la comunidad (la asamblea) y de Jesús Pan de Vida. Esto nos habla de la importancia del comer, del alimentarse. Cristo se hace nuestro alimento, para que luego nosotros nos demos como alimento a los demás. En la vida, el comer es una cuestión de vida o muerte. De hecho, nos enfermamos muchas veces por no comer, o comer mal, cosas que no nos alimentan, sino que nos enferman. El pan es para tener vida. Esto nos hace pensar en cuáles son nuestros alimentos, con qué llenamos nuestras vidas ¿Con qué nos alimentamos? -Muchas veces nos pasa que alimentamos con basura a nuestros sentidos, llenándolos de imágenes, estímulos, curiosidad, información de lo más variada y esto nos va anestesiando para ser profundos, nos va llenando de cosas que no nos ayudan a crecer, no nos alimentan en lo profundo. -Cuando nos alimentamos de lo perecedero, de lo efímero, de lo superficial, comenzamos a sufrir de desnutrición espiritual, de raquitismo. A nosotros también los hombres religiosos nos pasa eso, buscamos lo nuevo, la moda, podemos ir detrás de alimentos perecederos. Por tanto, trabajemos por el verdadero alimento, el que permanece hasta la Vida eterna, el que nos da Jesús (cfr Jn 6,27).
-El que me come tiene vida eterna: si no como me muero. En cada misa, vamos a buscar nuestro pan porque sino morimos. Hermosa manera de predisponernos a cada Eucaristía,. La Eucaristía es este encuentro de dos hambrientos y sedientos: Tengo sed… He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes. Jesús muere de sed, de deseos ardientes de comer con nosotros, de comernos a nosotros, de compartir su Pascua, su Paso en nuestras vidas, de entrar y permanecer con nosotros. Nosotros, ¿tenemos tanta ansia y hambre de Él? ¿Acaso no hemos convertido la misa en un gesto aburrido, automático, para cumplir con Dios y quedarnos satisfechos con nuestra pobre mediocridad? ¿Cómo nos acercamos a este misterio: como hambrientos o como satisfechos y hartos de todo? -Gran desafío, por tanto, para nosotros curas: ir a cada misa con hambre y, desde esta experiencia personal, despertar el hambre de Dios en nuestra gente. Hambre que ya tiene y que es bueno explicitársela y hacérsela descubrir. 8. La comunión: por último, otro nombre que recibe este sacramento es el de la comunión. Este es uno de los frutos principales de este sacramento. Es signo de la comunión de la Iglesia y, a su vez, la va realizando, nos va uniendo más entre nosotros. Por tanto, la Eucaristía nos mueve a la unidad. Unidad que no es uniformidad, sino vínculo profundo más allá de las diferencias. Unidad que se hace en la diferencia. La diferencia, por tanto, ya no es una amenaza, sino una gran riqueza. Nosotros, como curas, estamos llamados a ser agentes de comunión. Nuestro habitual contacto con este misterio, nos ha de llevar a ser expertos en comunión, en relaciones, en vínculos fraternos. Como sacramentos de Cristo Cabeza, estamos llamados a ser principios de comunión, como un pastor lo es de sus ovejas. Qué pena da, muchas veces, cuando el cura más que unir, es factor de división, de enfrentamiento, de conflicto. Muchas veces esto nos pasa entre nosotros mismos, con nuestros hermanos curas. Esto nos recuerda lo que hemos hablado más arriba de la comunión en el presbiterio, bien significada en la Eucaristía. -Dice Jean Vanier: La comunidad debe ser signo de resurrección. Una comunidad dividida en la que cada uno va por su lado, únicamente preocupado por su propia satisfacción y por su proyecto personal, sin ternura hacia los demás, es un contratestimonio. Todos los resentimientos, amarguras, tristezas, rivalidades, divisiones, todas las negativas a extender la mano hacia el enemigo, todas las críticas hechas a espaldas, todo ese mundo de cizañas e infidelidades perjudican profundamente el verdadero crecimiento en el amor de la comunidad y revela los rescoldos del pecado y las fuerzas del mal que en su corazón están dispuestas a inflamarse. A veces es importante que una comunidad tome conciencia de todas sus infidelidades. Uno de los alimentos que anudan el alimento comunitario y el personal es la eucaristía, porque ella es los dos a la vez. La eucaristía es la celebración, la fiesta comunitaria por excelencia, que nos hace revivir el misterio de Jesús que da su vida por nosotros. Es el lugar en que toda la comunidad da las gracias. Por eso, después de la consagración, el sacerdote dice: «concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo, víctima viva para tu alabanza». Allí se toca el misterio de la comunidad. Pero también es un momento íntimo en que cada uno de nosotros se transforma por el encuentro personal con Jesús: «Quién come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él» (Jn. 6,56). En el momento de la consagración el sacerdote dice las palabras de Jesús: «Tomen y coman todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por ustedes». El «entregado por ustedes» es lo que más me impresiona. Hasta que no se ha comido de ese cuerpo, no se puede entregar uno a los demás. Sólo Dios ha podido inventar una realidad así. El Cuerpo roto de Cristo en la Eucaristía únicamente se vive de verdad si se ve su relación con el cuerpo y el corazón rotos de los pobres; por su parte, el cuerpo y el corazón rotos del pobre encuentran su sentido en el Cuerpo roto de Cristo. Los dos están tan íntimamente unidos que San Juan, en su Evangelio, no menciona la Eucaristía en la Última Cena, sino solamente el lavatorio de los pies. Pues bien, el lavatorio de los pies del pobre es Eucaristía. (Comunidad lugar de fiesta y de perdón, pp.211-214). 9. La intercesión: en la Eucaristía tocamos hondamente nuestra misión de intercesores entre Dios y su pueblo. De hecho, al recibir en la ordenación el cáliz y la patena, el obispo nos dice: recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Esta es nuestra misión, recibir y presentar a Dios la vida de nuestro pueblo. Y, a su vez, llevarle a nuestro pueblo la bendición de Dios. En cada Misa, prestamos nuestra voz a Jesús para alabar, bendecir al Padre y por medio de Cristo, recibimos sus bendiciones y la fuerza del Espíritu Santo que transforma nuestras ofrendas en alimento de vida eterna y nos transforma a nosotros para ser ofrenda permanente en nuestra vida cotidiana.
-Por último, la Eucaristía nos habla de confianza en Dios y en su poder omnipotente. Tantas impotencias que vamos viviendo en nuestro ministerio, son ofrecidas en la mesa del altar, para que Dios haga su obra. La Eucaristía nos ayuda a reconocer nuestro límite, a no creernos omnipotentes en nuestro actuar, sino a confiar nuestra acción y la vida de nuestra gente en las manos de Dios. Allí tomamos nuevamente conciencia de que nadie viene a mí (Jesús), si mi Padre no lo atrae (Jn 6,44). Nosotros ponemos lo nuestro, lo mejor de nosotros, sin olvidar que todo es gracia y obra de Dios. Esto nos ayuda a ser humildes y a no desesperarnos ansiosamente por los éxitos o frutos de nuestra misión. 10. Síntesis de toda nuestra vida espiritual: como hemos venido viendo, la Eucaristía sintetiza un poco toda nuestra espiritualidad. Ella va unificando todos los aspectos tan variados de nuestra vida, en esta caridad pastoral. En ella descubrimos que nos vamos santificando con el mismo ejercicio de nuestro ministerio, no aparte, sino en el mismo quehacer sacerdotal. La Eucaristía contiene todos los aspectos que fuimos viendo de nuestra vida sacerdotal. Ella es el mejor lugar para dejarnos formar y configurar por Cristo Buen Pastor. Es el lugar eminente para nuestra formación permanente, siempre y cuando nos dejemos ir haciendo por Dios, tengamos esta actitud de docibilitas, es decir, dejarnos formar. -A su vez, podemos descubrir que la Eucaristía es algo bien nuestro. Sin sacerdote, habrá celebración, reunión, encuentro, pero no celebración eucarística. Podemos ver que allí es lo más eficiente que podemos hacer por el otro: rezar, alimentarlo con la Palabra y con el Pan de Vida. Nos descubrimos, pues, santificándonos, santificando a los demás. Si bien, la gracia actúa por su propia fuerza (ex opere operato), más allá del ministro, sin embargo, ayuda mucho nuestra mediación humana para facilitar mejor esta gracia recibida en cada sacramento. 5. Viviendo lo reflexionado: -En este tiempo, nos vamos formando para llevar una vida eucarística, donde madura la caridad pastoral, que será el motor, la fuerza de toda nuestra vida. Debemos, pues, ir discerniendo con sinceridad ante Dios, cómo vamos creciendo en este aspecto tan central de nuestra espiritualidad sacerdotal. En oración, frente a Jesús Eucaristía, nos preguntamos: ¿Qué experiencia tengo de la Eucaristía? ¿Qué significa mi vida eucarística? ¿Qué me llega más de la piedad eucarística? ¿Qué disfruto más? ¿Qué me cuesta más? -Repasamos cómo llegamos a la celebración de la Misa y cómo salimos de la misma. ¿Cómo se va conectando nuestra vida cotidiana con la Eucaristía? ¿Llevamos nuestra vida y la de nuestros hermanos a la Eucaristía? ¿De qué modo? ¿Llevamos la Eucaristía a nuestra vida cotidiana? ¿De qué modo? Tarea para el mes Fecha de entrega: 1° de julio 1) Explicar con tus palabras la relación de la Eucaristía con la caridad pastoral, en nuestra espiritualidad sacerdotal. 2) Elegir dos actitudes (de las 10 propuestas) del n°4 de este apunte. Explica esta actitud con tus palabras, citando algunos textos de la Palabra y de algún santo que hagan referencia a ese aspecto de la Eucaristía. 3) Identificar 2 nuevas actitudes a las que nos mueve la Eucaristía, que no hayan sido presentadas en el punto 4, y describirlas brevemente. 3) Leer del Catecismo (CEC) los n° 1348 al 1355, que van describiendo las partes de la Misa. De cada una de sus partes, trata de extraer algún consejo para nuestra vida de seminaristas, como para vivir mejor (tanto en la misma celebración, como a lo largo de nuestra jornada) esa parte de la misa. 4) Leer del CEC del 1391 al 1398. A partir de ahí, escribe una carta a un joven (que dejó de ir a Misa, porque no lo sentía, ya que prefería relacionarse más directamente con Dios, sin los ritos vacíos y formales de la Misa, sin la hipocresía de los que van a mostrarse o a figurar), invitándolo a retomar la práctica eucarística, descubriendo las bondades, frutos y beneficios de la comunión sacramental. 6) Charlar con tu director espiritual el punto n° 5 de este apunte: Viviendo lo reflexionado…
Quinto encuentro: El ministerio de la Reconciliación Nosotros somos, entonces, embajadores de Cristo, y es Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro. Por eso, les suplicamos en nombre de Cristo: Déjense reconciliar con Dios. (2Cor 5,20) -Hemos estado mirando la espiritualidad sacerdotal desde nuestra identificación con Cristo Profeta (2do encuentro: Ministros de la Palabra) y con Cristo Servidor-Cabeza-Rey (3er encuentro: La obediencia, el pastoreo, la comunión presbiteral). En el encuentro pasado, empezamos a desarrollar nuestra identificación con Cristo Sacerdote (Eucaristía y Caridad pastoral). Vamos ahora a mirar este ministerio tan hermoso que Dios nos confía: ser ministros de su Misericordia. Si bien, este ministerio no queda encerrado en el ámbito de la reconciliación sacramental, sin embargo, nos detendremos en este aspecto. 1) El Sacramento de la Reconciliación: Dice la PDV 26: Quiero dedicar unas palabras al Sacramento de la Penitencia, cuyos ministros son los sacerdotes, pero deben ser también sus beneficiarios, haciéndose testigos de la misericordia de Dios por los pecadores. Repito cuanto escribí en la Exhortación Reconciliatio et paenitentia: «La vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del Sacramento de la Penitencia. La celebración de la Eucaristía y el ministerio de los otros Sacramentos, el celo pastoral, la relación con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el Obispo, la vida de oración, en una palabra toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y devoción al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta también la Comunidad de la que es pastor». -Por tanto, los primeros penitentes y convertidos, somos nosotros. Sólo valoraremos este sacramento y lo ofreceremos a nuestra gente, si en nuestro interior lo valoramos y recurrimos a él periódicamente. Dice la PDV 48: Es necesario y también urgente invitar a redescubrir, en la formación espiritual, la belleza y la alegría del Sacramento de la Penitencia. En una cultura en la que, con nuevas y sutiles formas de autojustificación, se corre el riesgo de perder el «sentido del pecado» y, en consecuencia, la alegría consoladora del perdón (cf. Sal 51, 14) y del encuentro con Dios «rico en misericordia» (Ef 2, 4), urge educar a los futuros presbíteros en la virtud de la penitencia, alimentada con sabiduría por la Iglesia en sus celebraciones y en los tiempos del año litúrgico, y que encuentra su plenitud en el sacramento de la Reconciliación. Dice el DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS de la CONGREGACIÓN PARA EL CLERO (2013), en el n° 70: A pesar de la triste realidad de la pérdida del sentido del pecado, muy extendida en la cultura de nuestro tiempo, el sacerdote debe practicar con gozo y dedicación el ministerio de la formación de la conciencia, del perdón y de la paz. Es preciso que él, por tanto, sepa identificarse en cierto sentido con este sacramento y —asumiendo la actitud de Cristo — se incline con misericordia, como buen samaritano, sobre la humanidad herida y muestre la novedad cristiana de la dimensión medicinal de la Penitencia, que está dirigida a sanar y perdonar. En el n° 71: El presbítero deberá dedicar tiempo —incluso con días, horas establecidas— y energías a escuchar las confesiones de los fieles, tanto por su oficio como por la ordenación sacramental, pues los cristianos — como demuestra la experiencia— acuden con gusto a recibir este sacramento, allí donde saben y ven que hay sacerdotes disponibles. Asimismo, que no se descuide la posibilidad de facilitar a cada fiel la participación en el sacramento de la Reconciliación y la Penitencia también durante la celebración de la Santa Misa. Esto se aplica a todas partes, pero especialmente, a las zonas con las iglesias más frecuentadas y a los santuarios, donde es posible una colaboración fraterna y responsable con los sacerdotes religiosos y los ancianos… El confesor tendrá oportunidad de iluminar la conciencia del penitente con unas palabras que, aunque breves, serán apropiadas para su situación concreta. Estas ayudarán a la renovada orientación personal hacia la conversión e influirán profundamente en su camino espiritual, también a través de una satisfacción oportuna. Así se podrá vivir la confesión también como momento de dirección espiritual. En cada caso, el presbítero sabrá mantener la celebración de la Reconciliación a nivel sacramental, estimulando el dolor por los pecados, la confianza
en la gracia, etc. y, al mismo tiempo, superando el peligro de reducirla a una actividad puramente psicológica o de simple formalidad. 2) Sacramento de la Reconciliación y formación permanente: Dice la PDV 72: La formación del presbítero en su dimensión espiritual es una exigencia de la vida nueva y evangélica a la que ha sido llamado de manera específica por el Espíritu Santo infundido en el sacramento del Orden. «¿Ejerces la cura de almas?», preguntaba san Carlos Borromeo. Y respondía así en el discurso dirigido a los sacerdotes: «No olvides por eso el cuidado de ti mismo, y no te entregues a los demás hasta el punto de que no quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presente a las almas, de las que eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Dice el Directorio 72: Como todo buen fiel, el sacerdote también tiene necesidad de confesar sus propios pecados y debilidades. Él es el primero en saber que la práctica de este sacramento lo fortalece en la fe y en la caridad hacia Dios y los hermanos. Para hallarse en las mejores condiciones de mostrar con eficacia la belleza de la Penitencia, es esencial que el ministro del sacramento ofrezca un testimonio personal precediendo a los demás fieles en esta experiencia del perdón. Además, esto constituye la primera condición para la revalorización pastoral del sacramento de la Reconciliación: en la confesión frecuente, el presbítero aprende a comprender a los demás y, siguiendo el ejemplo de los Santos, se ve impulsado a «ponerlo en el centro de sus preocupaciones pastorales». En este sentido, es una cosa buena que los fieles sepan y vean que también sus sacerdotes se confiesan con regularidad. 3) Reconociendo algunas bondades de la confesión sacramental: -La acusación de la culpa cometida no se limita a ser una mera narración de acontecimientos pasados, puesto que en el hecho mismo de decirla se prepara un futuro mejor. En la confesión se combinan dos aspectos: el retrospectivo y el prospectivo, se hace juntamente recuerdo del pasado y anticipación del futuro en cuanto expresión del arrepentimiento delante de Dios. Por ello no hay que olvidar el carácter de alabanza de la bondad de Dios en la confesión. En el hecho mismo de contar la culpa cometida se exterioriza igualmente la alabanza a la bondad y a la misericordia del Señor. Da ahí que, no hay verdadera confesión de los pecados que no sea alabanza a Dios y no hay verdadera alabanza a Dios que no incluya el reconocimiento de nuestros pecados. Esto se manifiesta en lo concreto, invitando al penitente a que, antes de acusarse delante de Dios de sus faltas, pueda hacer lo que se llama la confessio laudis (confesión de alabanza), es decir lo que quiere agradecerle a Dios. Podemos ayudarlo con la simple pregunta: ¿de qué le quieres dar gracias a Dios? Esto ayuda muchas veces a focalizar mejor la confesión en el sentido de fijar la mirada en Dios más que en nosotros. De este modo, al comenzar luego a confesar los pecados, estos serán entendidos como una respuesta pobre ante la bondad de Dios, como una ingratitud a tanto don que nos ha hecho (reconocido en la acción de gracias inicial). -La confesión ayuda a ponerle nombre a las cosas de nuestra vida, a hacer también algo de catarsis. La culpa callada muchas veces envenena al culpable, lo envuelve en un laberinto obsesivo, del que solo se sale con la palabra confiada al otro. Confiarse a otro hace posible un profundo alivio. Es tarea del confesor crear el ambiente propicio para el diálogo confiado. -En medio de una cultura adicta, es decir con tantas esclavitudes y con tan poca capacidad de decir y decir-se las cosas, la confesión ayuda a salir del encierro y nombrar. El decir, poner palabra, objetivar ante otro, ayuda mucho a no ser presa de actos compulsivos, y darle sentido a la propia vida. La compulsión hace sentir al adicto que no es dueño de su propia vida, sino que es llevado por una fuerza ciega mayor a sí mismo. El hablar, salir del encierro, nombrar las cosas, ayuda a tomar las riendas de la propia vida y pedir ayuda. -La confesión nos ayuda a hacernos cargo de nuestra vida. Ella obliga al penitente a identificarse en persona con la culpa cometida, asumiendo explícitamente su responsabilidad. Decir soy un pecador y he cometido estos pecados ejerce un influjo muy saludable sobre la propia autoestima en cuanto se impregna de modestia y de humildad. Por ello la confesión obliga a la concreción. Una culpa individualizada, sobre todo en su origen, no deja angustia, sino que es reconocida y curada. -Y en este hacernos cargo, la confesión nos ayuda a sentirnos solidarios en la debilidad del mundo. Cada pecado personal contribuye al mal en el mundo, no queda ajeno al mismo, es un aporte más al pecado estructural. Pero también, cada acto de amor, cada acto virtuoso y de entrega contribuye a una mayor presencia del Reino en nuestro mundo. Es lo que se llama la comunión de los santos. La confesión nos
ayuda a mirar esta profunda comunión con la humanidad. Ya no nos paramos en la vereda de los puros, buenos e intachables, sino que nos hace sentirnos hermanos de tantos otros que palpan su debilidad. Esto no nos hace conformarnos en esta realidad de fango, sino que nos estimula a dejarnos convertir y reconciliar diariamente, para arrastrar, junto a nosotros, a otros hermanos. 4) Algunas actitudes del confesor: -En la Palabra de Dios, el término reconciliación siempre tiene a Dios por sujeto, como aparece en 2Cor 5,20: ¡déjense reconciliar con Dios!” Por tanto, queda claro que el que reconcilia es Dios. El ministro sólo se limita a servir, administrar, comunicar la reconciliación recibida de Cristo. El sacerdote sólo comunica una decisión que Dios ya tomó: la de reconciliar al hombre consigo. -Recordemos que lo principal de este sacramento es la Reconciliación, es decir, la absolución. La confesión es sólo una parte, pero no la más importante. Lo central es el perdón que es sacramento de la acogida incondicional del padre misericordioso al hijo pródigo, con un beso y un abrazo. Mientras el hijo insistía en ser recibido como jornalero, el padre lo recibe como hijo. Esto es lo más importante y hermoso de este sacramento. -Es muy importante ayudar a tomar conciencia al Pueblo de Dios (nosotros incluidos obviamente como parte del pueblo) de la riqueza de este sacramento. Muchas veces ha sido empobrecido y reducido a un permiso para comulgar, o a un descargar la mochila de las cosas que me avergüenzan para estar en paz. De esta manera, hemos encerrado este sacramento en algo muy pobre. Sin embargo, lo esencial de este sacramento es el encuentro con la Misericordia de Dios, es celebrar su Misericordia, es mirar y disfrutar y hacer fiesta a su Amor infinito. Me pregunto si esto es lo que percibe la gente respecto de este sacramento. Muchas veces es todo lo contrario: algo mecánico y automático, algo intimista y narcisista que raya con nuestro afán egocéntrico de vernos y sentirnos perfectos, muchas veces es lugar de obsesiones, preguntas, retos, condenas, seños fruncidos. Pero también, muchas veces es espacio de charla, de introspección psicologista, donde falta toda referencia a Dios y a su Misericordia. Muchas veces es espacio para reconocer fallas, heridas, traumas, sin referencia clara al pecado. Y, como decíamos más arriba, si no hay referencia al pecado, es porque no hay referencia a Dios y a nuestra relación con Él. No hay que olvidar, por tanto, que la Reconciliación sacramental es la celebración del Amor Misericordioso de Dios. Por eso mismo, es bueno celebrarlo asiduamente, no sólo cuando tenemos conciencia de pecado, sino en todo momento de la vida. Además es bueno recordar lo que va haciendo en nosotros la gracia sacramental de la Reconciliación: -perdona nuestros pecados -cura las heridas producidas por nuestro pecado -nos fortalece para hacer el bien y para evitar pecados futuros -nos regala la conciencia de que somos hijos, a pesar de ser pecadores. El pecado no nos hace perder la dignidad de hijos de Dios. Ningún pecado nuestro será más grande que la Misericordia de Dios. Ante nuestra ansiosa cultura eficientista, es bueno aclarar que estos efectos van sucediendo en la raíz de nuestros pecados y tendencias pecaminosas. La sanación se va dando en lo profundo del corazón, donde muchas veces no podemos sentir o mirar o controlar, pero sabemos que Dios está haciendo su obra dentro nuestro. Esto lo podemos ver muchas veces en el Evangelio en las diversas curaciones de Jesús. Siempre estaban estas dos sanaciones: una a nivel más exterior: levántate y toma tu camilla y otra a nivel más interior: tus pecados te son perdonados, vete en paz. Así también sucede en cada confesión: Dios nos alivia muchas veces de las culpas, de la vergüenza, del enojo, nos perdona y, a su vez, va sanando la raíz de nuestro pecado, va haciendo nuestro corazón más bueno: Lc 6,43-45. -Juan Pablo II en el n° 29 de la Reconciliatio et Paenitentia afirma respecto del ministro de este sacramento: “Como en el altar donde se celebra la Eucaristía y como en cada uno de los sacramentos, el sacerdote, ministro de la penitencia, actúa in persona Christi.”A veces podemos olvidar esta gran verdad: es Cristo el que reconcilia, a través del ministro. El sacerdote es un medio, no es el protagonista de este sacramento. Es una pena que aún todavía el sacerdote tenga un papel tan protagónico en este sacramento, como si él, sus preguntas, su modo, su estado anímico, etc, fueran lo más importante. Esta tentación en el confesor es muy peligrosa ya que se trata, inconscientemente, de sustituir el mesianismo de Cristo, su rol de Redentor y Salvador del pecado, por el mesianismo del confesor. Esto se traduce en actitudes concretas frente al penitente. El ministro se coloca como juez frente al pecador, le concede más importancia a sus palabras y sabios consejos, que a la acción sanante de Cristo Reconciliador, hace
preguntas, reta, pone caras, se cree el dueño de la verdad. O a veces hace rendir cuentas al penitente, lo hace depender de sí mismo, o le dice lo que tiene que hacer con lujo de detalles como si fuera un niño de 5 años, sin confiar en la autonomía, decisión y madurez de quien tiene en frente. De ahí que el sacerdote ha de buscar todos los medios posibles para dar la absolución. En el caso de negarla, no es el ministro el que lo hace, sino el penitente el que no está dispuesto a recibirla. -Sigue diciendo JPII n°29: “Cristo a quien él hace presente es el que aparece como hermano del hombre, pastor decidido a buscar la oveja perdida, médico que conforta y cura, maestro único que enseña la verdad e indica los caminos de Dios, juez de los vivos y de los muertos, que juzga según verdad y no según las apariencias. Son estas cualidades de Cristo las que debe encarnar el sacerdote a la hora de recibir un penitente. No en vano la primera cualidad que anuncia el Papa es la de hermano, y la última la de juez. Por ello, el ministro debe ser un confesor con alma de penitente. Sólo quien experimentó la misericordia de Dios, es capaz de comunicarla a los demás. -Para poder servir al misterio de la Reconciliación, el ministro debe estar reconciliado consigo mismo. Convengamos que a menudo no aceptamos que el perdón de Dios abarque todo nuestro ser, toda nuestra historia personal, familiar, eclesial. No somos uno, no estamos unificados interiormente. No nos aceptamos pecadores, débiles, imperfectos. Presumimos querer ser ahora lo que estamos llamados a ser en el futuro. Sin embargo, Dios me ama como soy aquí y ahora, aunque yo no. Dios me acepta como soy, yo no. Sólo el que se reconoce pecador está reconciliado consigo mismo, el que se cree justo no. Y esto sólo lo podremos contagiar, si lo experimentamos sinceramente. -El confesor debe reconocer lo que significa a una persona ir a confesarse. Hay todo un proceso en el penitente que culmina en la confesión. El ministro recibe el último paso. El proceso ya fue vivido, tal vez durante largos años antes de acercarse al sacerdote. Es una peregrinación penitencial muy larga, cuyo último paso es arrodillarse delante del ministro. Esto lo podemos percibir claramente cuando observamos a algunas personas que hacen una especie de rodeo antes de acercarse al ministro: entran al templo, salen, se sientan, se ponen en la fila, se van de ella, vuelven minutos más tarde, se fijan en el rostro de los que vuelven de confesarse, en el rostro del ministro, etc. Por consiguiente, la actitud del confesor en ese momento crucial es fundamental. Varios se acercan después de muchos años de lejanía, otros heridos por alguna mala experiencia con algún sacerdote o con algún consagrado. Otros con mucha culpa y vergüenza de su vida pasada o de algún pecado particular que los humilla y avergüenza. De ahí que sea un momento privilegiado para ser signos de un Dios que abraza, recibe, olvida, no pregunta, no condena, no juzga. Si transmitimos esto, podemos hacer muchísimo bien a tanta gente herida y lastimada. 5) Algunos consejos prácticos para el confesor: 1) Descalzarnos porque estamos pisando tierra sagrada: creo que esto es lo esencial para vivir bien nuestro ministerio de reconciliación. En cada penitente está el mismo Dios que ante Moisés ardía en la zarza (Ex 3), en un dinamismo siempre nuevo y envuelto de misterio. El misterio sagrado de mi hermano, a quien no puedo encasillar o conceptualizar (el obsesivo, el escrupuloso, el lujurioso, etc.). Y el misterio sagrado de Dios que está vivo y presente en ese corazón, trabajándolo desde adentro. El hecho de tener en frente a este hermano, es un signo de un movimiento inequívoco de la gracia de Dios, que fue quien lo arrimó a este encuentro. Signo también de un deseo de la persona de reconciliarse con Dios, ya que se dejó arrimar por Dios. De ahí que sea tan importante prepararnos para el rato en que ejercemos este ministerio. No es bueno sentarnos a confesar si estamos cansados, de malhumor, saturados, con el riesgo de tratar mal o de no prestar la debida atención y tiempo al penitente. 2) Confrontar en la oración delante de Jesús, si realmente trato de hacer presente con mis actitudes, consejos, gestos a Cristo pastor, hermano, médico. Dar el tiempo es el signo más claro de amor al penitente. No apurarlo con nuestra ansiedad, con nuestros apuros, gestos o desinterés. Dedicar tiempo a alguien es decirle que es valiosa, importante, única. Decía la Madre Teresa: Hoy en día no tenemos ni tiempo para mirarnos los unos a los otros, para conversar, para disfrutar de la mutua compañía… El mundo se está perdiendo por falta de dulzura y de bondad. La gente se muere por falta de amor, porque todo el mundo está apurado. Puede ser que en algún momento tengamos una fila enorme de penitentes y una persona necesite un tiempo especial de atención. En ese caso, le podemos proponer venir otro día charlar más tranquilos. 3) Nadie puede ser buen confesor si no es buen penitente: Preguntarme con sencillez si frecuento este sacramento y cómo lo vivo.
4) Nosotros no somos los que curamos, los que reconciliamos, los que damos vida: Somos personas pecadoras, vulnerables, que necesitan tantos cuidados como aquellos a quienes cuidamos. El misterio del servicio ministerial es que hemos sido escogidos para hacer de nuestro amor, limitado y muy condicionado, la puerta de entrada para el amor ilimitado e incondicional de Dios. 5) Somos pecadores reconciliados que curamos desde nuestras propias heridas: Nunca dejaremos de ser barro. Sólo el que se encuentra cotidianamente con el Padre Misericordioso, es capaz de ser signo y sacramento de su Misericordia. Esto no es una llamada a compartir los pecados o luchas personales con el penitente, sino a un constante deseo de ver el pecado de uno mismo como surgiendo del fondo de la condición humana pecadora que compartimos con el penitente que se acerca. 6) Disponibilidad: significa estar dispuesto a dar una mano en un campo tan delicado como es la apertura de la conciencia. Es apertura frente al fiel cristiano que desea realizar la reconciliación, como frente al Espíritu que suscita en el corazón creyente el deseo de reconciliarse: los hermanos que solicitan nuestro ministerio están ya arropados por una misericordia que actúa en ellos desde dentro (JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes para el jueves santo 2002). 7) Capacidad de escucha: La escucha atenta estimula la comunicación. El penitente necesita confiarse, y necesita su tiempo. Escuchar es un gesto de caridad pastoral que requiere mucha paciencia: la decisión de ir a confesarse puede estar determinada sólo por la necesidad de ser escuchados (JP II, op.cit.). 8) Saber esperar. Cada penitente tiene su tiempo: tanto en el momento de la Reconciliación, como en la sucesión de futuros encuentros, es clave saber esperar el momento oportuno, dar el tiempo que la persona necesita. Cada uno realiza un proceso al cual hay que acompañar, con la confianza en la acción del Espíritu: somos instrumentos de un encuentro sobrenatural con sus propias leyes, que solamente debemos seguir y respetar (JP II, op.cit.). 9) Comprender la situación del penitente: compadecerse, entender lo que le pasa, ponerse en su lugar para poder dar una palabra que ilumine y conforte. Estemos en medio de ellos haciéndonos sus amigos y padres, sus confidentes y confesores (JP II, op.cit.). Como ministros del sacramento no estamos frente a pecados, sino a personas que pecan, las cuales necesitan ser comprendidas para que podamos ayudarlas e iluminarlas en su camino de conversión. 10) Ayuda subsidiaria: solidaridad en el camino de conversión y de fe; preguntas dirigidas a la propia autocomprensión, a entender lo que le pasa; el significado de un determinado pecado a la luz de su experiencia de vida, de su vocación, de sus metas en su itinerario de crecimiento personal, posibles autoengaños. Saber leer los signos de su conversión o bien del deterioro de una vocación. Pregunta no por curiosidad o indiscreción, sino para ayudar al penitente a entenderse mejor a sí mismo, o las causas o motivaciones que lo llevaron a obrar de tal manera. 11) Ayudar al penitente a hacerse cargo de su propia vida: El penitente ha de sentir la responsabilidad de su propia conversión cultivando la escucha al Espíritu Santo y la docilidad. De este modo, evitaremos toda actitud de dependencia inmadura, paternalismo. No podemos andar repartiendo recetas o diciéndole a la gente lo que debe hacer. Hemos de ayudar, en cambio, a que la gente misma pueda encontrar una salida, una respuesta. Las podemos estimular con un: ¿vos qué harías?, ¿qué le aconsejarías a alguien que viene y te comparte este mismo problema? Muchas veces, la gente ya tiene en sí la respuesta, y la va descubriendo en el mismo diálogo sacramental. No es lo mismo un consejo a un adulto, que a un joven, un niño o un adolescente. Por poner un ejemplo, a un adicto con su voluntad herida y lastimada, necesitaremos darle alguna directiva concreta para ayudarlo, con normas claras, firmes y simples. En cambio, a una madre de familia o a un hombre adulto, con sus vidas ya hechas, no podemos andar tratándolos como si fueran niños. Pensar que ellos diariamente toman decisiones tan importantes: en su trabajo, familia, etc. Y, sin embargo, muchas veces se posicionan ante el sacerdote como niños, dejando de lado su madurez y capacidad de discernimiento:¿padre, puedo comulgar?, ¿padre está bien tal cosa? A veces es la más fácil para ellos y para nosotros. Para ellos, porque no asumen su propia responsabilidad y riesgo de discernir. Para nosotros, porque nos hace sentirnos importantes, dueños de la verdad, escuchados y admirados. Creo que lo mejor sería ayudar a la persona a que ella misma pueda hacer el discernimiento. Uno le puede dar luces, principios, ayudas, o preguntas que iluminen su acción. Pero el discernimiento y la decisión siempre han de ser del penitente. 12) Estímulo: El penitente se debe ir alentado, esperanzado, animado y eso depende mucho de cómo lo ayudamos a mirar su propia vida bajo la óptica de Dios. Es mirar juntos, con esperanza, la acción del Espíritu, es descubrir horizontes, mirar con paz las dimensiones reales del problema y de su pecado, y
mirar las posibilidades concretas de cambio, de los pasos posibles a dar y la aceptación del propio límite. Es importante a veces desdramatizar los problemas, siempre en el respeto de la carga emotiva con la que viene el penitente. Pero muchas veces, sobre todo si ya hay un camino de confianza, viene bien el humor consigo mismo y la propia debilidad, el correr un poco el eje de atención, etc. 13) Humildad: el ministro comparte la misma situación de pecador, le muestra su propia experiencia de la misericordia, no tiene la respuesta para todo (en ciertos casos pide tiempo para consultar y rezar), no resuelve todo, sino que intenta ayudar al discernimiento personal del penitente con un consejo, una pregunta que ayuda a pensar, una sugerencia. También es consciente de que una confesión no puede agotar todo. No se pueden encarar todos los problemas de la persona en una sola confesión. Es bueno invitarla a hacer un proceso y a discernir por dónde empezar a trabajar. Además, el sacramento no es para solucionar todos los problemas, sino para reconciliar al penitente con el Padre y con la Iglesia. La misma reconciliación, si es auténtica, genera nuevos modos de ver las cosas, nuevas formas de actuación. 14) Creatividad: el ministro, con la ayuda del Espíritu Santo, intentará romper el círculo de culpabilidad y debilidad, ayudando a tomar conciencia de la responsabilidad real, compartiendo la búsqueda de soluciones, animando a buscar estrategias. Propone una penitencia que ayude a su curación moral y espiritual. 15) Firmeza: la necesaria para sostener en el camino de conversión, para clarificar en la confusión, para animar, para corregir con caridad. Hay que estar siempre atentos a mantener el justo equilibrio para no incurrir en ninguno de estos dos extremos. El rigorismo oprime y aleja. El laxismo desorienta y crea falsas ilusiones (JP II, op.cit.). Dice el P.Capello SJ: en sus pareceres y decisiones no usen jamás la severidad. El Señor no la quiere. Justo siempre, severo jamás. Dé siempre la solución que permita a las almas respirar. No se canse de insistir en la confianza. Se persuada que las almas tienen sobretodo la necesidad de ser animadas y de creer siempre más en el amor de Dios, que es inmenso…Los principios son los principios. Permanecen firmes y son siempre defendidos. Pero las conciencias no todas son iguales. En el aplicar los principios a las conciencias necesitan tanta prudencia, tan buen sentido, tanta bondad… 16) Distinguir los problemas fundamentales e importantes de los marginales: discernir lo principal de lo accesorio; aportar alguna palabra de luz, para lo cual ayuda preguntarse por el problema fundamental y, desde allí, ver el resto. Es fundamental dejar hablar al penitente, saber leer entre líneas, descubrir lo que realmente le pasa al penitente, que no siempre es tan claro. 17) Tener muy presente que somos una mezcla de trigo y cizaña: muchas veces somos tentados de sacar toda la cizaña en nosotros y en los demás. Es la gran tentación narcisista de vernos perfectos e intachables. Pero el mismo Jesús nos dice que esta actitud nos puede hacer arriesgar la vida del trigo. 18) Suma discreción: Las preguntas serán oportunas si ayudan al penitente a recapacitar, a hacer pensar, a una mayor profundidad en su conciencia (significado del hecho) y en su conversión. Evitar la curiosidad, los detalles innecesarios. Por ejemplo, no es bueno preguntar sobre la identidad del cómplice de un pecado, o sobre temas relativos a pecados sexuales. 19) Valorar la virtud: las bases sobre las que se asienta la vida moral; sus posibilidades de crecimiento y apertura a la realidad, para desde allí poder vivir una relación más auténtica con Dios y con los hermanos. Es bueno reconocerle al penitente los pasos que ha podido ir dando en su proceso de conversión. 20) Proponer el ideal, pero tener presente la capacidad real del penitente: Indicar el camino gradual de conocimiento de la norma y de su cumplimiento posible. Ver cuál es el bien concreto posible aquí y ahora. Valorar hasta los más pequeños progresos en el amor. Saber esperar el momento oportuno. Recordar que frente a la imposibilidad (física o moral), cesa la obligación. No abrumar sino animar, instar a la confianza en el amor de Dios, a la paciencia consigo mismo y con los demás, a la esperanza, procurando encontrar un sentido a lo que vive el penitente; el arrepentimiento unido a la humillación como camino de sanación del orgullo. 21) Ayudar al penitente a descubrir las raíces de su pecado: es bueno no perdernos en detalles, sobre todo cuando se trata de temas tan delicados como los relativos a la sexualidad. Es bueno contemplar el coraje de tanta gente que nos confía estos temas. Hay que discernir cada situación, pero muchas veces nos encontraremos con personas que están obsesionadas con algún tema genital. Es bueno ayudarlas a darles paz para que no se mareen ni queden encerradas en su propio yo. A veces es mejor, con mucha prudencia, cambiar el eje del tema, ya que, cuanto más nos obsesionamos con un problema (fijación), más difícil
resultará erradicarlo. Es importante la mirada que distingue el síntoma (una manifestación externa) de lo que es la raíz del problema, la causa. 22) Enriquecer la celebración del sacramento para evitar toda rutina: ya sea usando los distintos actos de contrición que propone el ritual, o con algún breve texto de la Palabra, o con algún otro recurso, evitando así todo automatismo y “utilización” de este sacramento. 23) Correrse a tiempo de la vida de las personas: no hacerlas depender de nosotros, no creernos indispensables para ellos. Esto tiene mucho que ver con el celibato, ya que este don nos hace no estar en el centro de la vida de nadie, sino ponerlo a Jesús. Lo importante es la vida de las personas, no la relación nuestra con ellas. Cuántas veces celamos, o hacemos depender, o hacemos reclamos por haber ido a otra parroquia, a otro cura. Es verdad que somos frágiles y puede ser que nos cauce celos, pero no es bueno manifestárselos. Esto nos hace mucho bien porque nos ubica en nuestra instrumentalidad, nuestro ser y estar de paso, en la periferia y no en el centro. 24) Descubrir la vida que Dios engendra aún de lo más impensable: muchas veces la experiencia de pecado, propia y del penitente, en vez de ser vista como fracaso, causa de humillación y enojo, puede ser transformado en causa de salvación. Dios en su omnipotencia puede sacar frutos de lo más negro, oscuro y frágil de la historia. Cuántas veces el morder el polvo, el tocar fondo (en nuestra propia experiencia y como testigos en la vida de los demás), ha sido la ocasión para crecer en la humildad, en la confianza en Dios, en la compasión con los demás. Cuántas veces, Dios permite esto como para derribar tantas seguridades y estructuras humanas y comenzar a edificar en serio. Es bueno que lo sepamos nosotros, pero que también lo transmitamos a los demás. 6) Dirección espiritual y reconciliación sacramental (P.Miguel Yáñez, S.J.) -En el diálogo pastoral muchas veces se dan ambas realidades, por ello es conveniente explicitar su relación estrecha y la especificidad que las distingue, para procurar el mayor fruto posible de la relación de ayuda que se entabla entre un penitente y el ministro de la reconciliación, que puede ser también su director o acompañante espiritual. El acompañamiento espiritual tiene un objetivo más amplio, que es el de acompañar un proceso de crecimiento en la vida de fe, esperanza y caridad de una persona, para lo cual seguramente deberá afrontar su situación de pecador en camino de conversión. Es allí donde entra el rol de ministro de la reconciliación, que por otra parte, hay que aclarar que no necesariamente tiene que ser la misma persona quien cumpla ambos roles, el de director espiritual y el de ministro de la reconciliación sacramental. En caso que se diera, la ventaja puede ser un mayor conocimiento por parte del acompañante respecto a su acompañado, y una mayor confianza por parte del acompañado. Si el segundo aspecto no se diera, queda la libertad para el acompañado de elegir el confesor con el que se sienta más cómodo en vistas a un mayor fruto en la celebración sacramental. Si la celebración sacramental se celebra en el mismo diálogo del acompañamiento espiritual, es conveniente distinguir ambos momentos: el de la dirección espiritual y el de la reconciliación sacramental. En el diálogo espiritual es conveniente indicar el momento de la reconciliación sacramental. Tal vez al final del encuentro, como momento conclusivo, se puede precisar el momento de la celebración sacramental con una oración en común, tal vez mediada por la lectura de la Palabra de Dios o el recuerdo de algún pasaje bíblico, donde el acompañado haga referencia explícita de aquellos puntos sobre los que habló y reconoce su pecado para pedir perdón al Señor. Es bueno que el acompañado indique explícitamente los puntos o aspectos conversados que requieren un pedido de perdón y de reconciliación. No es necesario volver a repetir con detalle todo lo dicho, se trata nomás de hacer referencia explícita de aspectos implícitamente contenidos en la charla. Esto ayuda a objetivar sus propios pecados, aunque sean leves, en relación a la calidad de su respuesta a la gracia. Precisamente aquel que busca un acompañamiento espiritual busca crecer en su fe y entrega al Señor y sus hermanos, por lo que cultivará también una mayor sensibilidad en la caridad no sólo en sus actos, sino también en sus motivaciones más profundas y en sus actitudes. Para el director espiritual que asume el rol de confesor, el conocimiento más profundo del contexto de vida de su acompañado, le facilita para poder ayudarlo mejor en el momento en que se constituye penitente en la celebración de la reconciliación sacramental. (Por último, es bueno aclarar que en nuestra realidad concreta del ministerio en Santiago del Estero, muchas veces la dirección espiritual queda espaciada por los límites de las distancias y pierda una cierta frecuencia. Sin embargo, esto puede suplirse por la comunicación telefónica, los mails, etc. Lo que no se
ha de descuidar es la confesión sacramental, que puede ser llevada adelante por cualquier otro sacerdote más disponible y cercano). 7. Viviendo lo reflexionado: -En este tiempo, nos vamos formando para ser algún día ministros de la Reconciliación sacramental. Debemos, pues, ir discerniendo con sinceridad ante Dios, cómo vamos creciendo en este aspecto de nuestra espiritualidad sacerdotal. En un tiempo de oración, nos podemos preguntar: ¿Qué experiencia tengo de la Reconciliación? -Repasamos cómo llegamos a la celebración de este sacramento y cómo salimos del mismo. 1) ¿Experimento la Misericordia de Dios en cada Reconciliación? ¿Fue cambiando mi idea acerca de Dios al experimentar su perdón? ¿Fui creciendo en humildad, confianza y misericordia? 2) ¿Me siento reconciliado conmigo mismo? ¿Tengo actitudes de misericordia y paciencia para con mis propias debilidades? 3) ¿La confesión me va haciendo más compasivo con la debilidad de mis hermanos? ¿Voy dejando de lado mis rigideces y prejuicios frente a ellos? 4) ¿Me estoy conociendo más? ¿Me estoy aceptando más? ¿He identificado mis puntos débiles? ¿Cuáles son? 5) ¿Cada cuánto charlo con mi director espiritual? 6) ¿Cada cuánto me confieso? 7) ¿Vivo los dos momentos unidos o los vivo por separado? ¿Cómo me está resultando? 8) ¿De qué cosas charlo con mi director espiritual? ¿Voy creciendo en confianza y transparencia? 9) Algunos pasos que nos pueden ayudar para vivir mejor el sacramento de la Reconciliación: 1. Agradécele a Dios por todo su amor, por sus dones y gracias que te ha regalado. 2. Recuerda con humildad, serenidad y paz, tus errores, faltas, tus malas actitudes, el bien que pudiste haber hecho y no lo hiciste, tus rencores, egoísmos, indiferencias. 3. Reafirma tu confianza en la bondad de Dios que no se cansa nunca de perdonarnos. 4. Graba a fuego estas palabras: nunca tu pecado será más grande que la Misericordia de Dios. 5. Delante de la mirada buena del Padre Dios, pídele ser mejor, cambiar de vida, convertirte a su amor. 6. Déjate sanar por Dios a través de su perdón, acercándote con confianza al ministro de su misericordia: Comienza agradeciendo a Dios por los dones que te ha concedido. Con confianza y sinceridad, dile tus pecados, sabiendo que es a Jesús a quien se los estás confesando. Escucha los consejos que te da el sacerdote. Ofrécele a Dios tu arrepentimiento y deseo de ser mejor, a través de alguna sencilla oración de perdón, que puedes decir con tus palabras. Recibe la absolución de tus pecados, la parte más importante de este sacramento, donde Dios te reconcilia con Él y tus hermanos, borrando tus culpas y pecados, sanándote en lo más profundo de tu corazón. Reza la oración que te proponga el sacerdote, como signo de reparación del mal que ha sido perdonado para siempre. Celebra la Misericordia de Dios, con una vida nueva, al servicio de tus hermanos. Tarea para el mes Fecha de entrega: 25 de agosto 1) Leyendo el punto nº 4, prepara una charla para jóvenes de un retiro, invitándolos a confesarse. 2) Elegir dos actitudes (de las 24 propuestas) del n°5 de este apunte. Explica esta actitud con tus palabras, citando algunos textos de la Palabra y de algún santo que hagan referencia a ese aspecto de la Reconciliación. 3) Leer del CEC, los siguientes textos y responder: a) 1423-1423: ¿qué nombres recibe este sacramento? b) 1440-1449: resumir las ideas principales de cada número. c) 1450-1460: describir cada acto del penitente con una frase principal d) 1468-1470: ¿por qué es recomendable la confesión frecuente? 4) Leyendo los textos de EG del Papa, resumir sus palabras en 3 consejos para el confesor y en 3 consejos para el penitente. 5) Charlar con tu director espiritual el punto n° 7 de este apunte: Viviendo lo reflexionado…
Algunos consejos del Papa Francisco en la EG 47. A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas. 34. Algunas cuestiones que forman parte de la enseñanza moral de la Iglesia quedan a veces fuera del contexto que les da sentido. El problema mayor se produce cuando el mensaje que anunciamos aparece entonces identificado con esos aspectos secundarios que, sin dejar de ser importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del mensaje de Jesucristo. 35. Una pastoral en clave misionera no se obsesiona por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo pastoral y un estilo misionero, que realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y radiante. 36. Todas las verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y son creídas con la misma fe, pero algunas de ellas son más importantes por expresar más directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental lo que resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado. En este sentido, el Concilio Vaticano II explicó que «hay un orden o “jerarquía” en las verdades en la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana». Esto vale tanto para los dogmas de fe como para el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso para la enseñanza moral. 37. Santo Tomás de Aquino enseñaba que en el mensaje moral de la Iglesia también hay una jerarquía, en las virtudes y en los actos que de ellas proceden. Allí lo que cuenta es ante todo «la fe que se hace activa por la caridad» (Ga 5,6). Las obras de amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de la gracia interior del Espíritu. Por ello explica que, en cuanto al obrar exterior, la misericordia es la mayor de todas las virtudes. 38. Ante todo hay que decir que en el anuncio del Evangelio es necesario que haya una adecuada proporción. Ésta se advierte en la frecuencia con la cual se mencionan algunos temas y en los acentos que se ponen en la predicación. Por ejemplo, si un párroco a lo largo de un año litúrgico habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o tres veces sobre la caridad o la justicia, se produce una desproporción donde las que se ensombrecen son precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios. 44. Tanto los Pastores como todos los fieles que acompañen a sus hermanos en la fe o en un camino de apertura a Dios, no pueden olvidar lo que con tanta claridad enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales». Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día. A los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas. 45. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace «débil con los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22). Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino.
Actos de contrición para la Reconciliación sacramental (Extraídos del Ritual del Sacramento de la Reconciliación) 1. Dios mío, me arrepiento de todo corazón de todos mis pecados y del bien que he dejado de hacer. Porque pecando te he ofendido a ti, Sumo Bien, que mereces ser amado sobre todas las cosas. Propongo firmemente, con la ayuda de tu gracia, hacer penitencia, no pecar más y evitar las ocasiones de pecado. Por los méritos de la Pasión de nuestro Salvador Jesucristo, Señor, ten misericordia de mí. Amén 2. Jesús, mi Señor y Redentor. Yo me arrepiento de todos los pecados que he cometido hasta hoy, y me pesa de todo corazón porque con ellos ofendí a un Dios tan bueno. Propongo firmemente no volver a pecar, y confío en que, por tu infinita misericordia, me has de conceder el perdón de mis culpas y me has de llevar a la vida eterna. Amén. 3. Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas, no te acuerdes de mis pecados y maldades, acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. Amén. 4. Lava, Señor, del todo mi delito, limpia mi pecado; pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Amén. 5. Padre, he pecado contra ti, no merezco llamarme hijo tuyo; ten compasión de mí que soy un pecador. Amén. 6. Dios, Padre misericordioso, como hijo tuyo arrepentido regreso para decirte: Pequé contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Cristo Jesús, Salvador del mundo, como el Buen Ladrón a quien abriste las puertas del Paraíso, te pido: Acuérdate de mí, Señor, cuando vayas a tu Reino. Espíritu Santo, fuente de amor, te pido lleno de confianza: Purifícame; concédeme que me conduzca siempre como hijo de la luz. Amén. 7. Señor Jesús, que abriste los ojos de los ciegos, sanaste a los enfermos, perdonaste a la pecadora, y después del pecado confirmaste a Pedro en tu amor; atiende mi súplica: perdona todos mis pecados, renueva en mí tu amor, concédeme vivir en perfecta unidad fraterna para que pueda anunciar a todos los hombres tu salvación. Amén. 8. Señor Jesús, que quisiste ser llamado el amigo de los pecadores, por el misterio de tu muerte y resurrección líbrame de mis pecados, afianza en mí tu paz, para que pueda producir frutos de caridad, justicia y verdad. Amén. 9. Señor Jesucristo, Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, dígnate reconciliarme con tu Padre, por la gracia del Espíritu Santo. Purifícame con tu sangre de todo pecado y hazme renacer a una vida nueva para alabanza de tu gloria. Amén. 10. Misericordia, Dios mío, por tu bondad. Aparta tu vista de mis culpas y borra todos mis pecados. Crea en mí, Dios mío, un corazón, y renueva la firmeza de mi espíritu. Amén. 11. Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí que soy un pecador. Amén.
Sexto encuentro: El ministerio de la oración
Estén siempre alegres. Oren sin cesar. Den gracias a Dios en toda ocasión. No extingan la acción del Espíritu, examínenlo todo y quédense con lo bueno. (1 Tes 5,16-21)
En los dos encuentros pasados, empezamos a desarrollar nuestra identificación con Cristo Sacerdote (Eucaristía y Caridad pastoral, y el Ministerio de la Reconciliación). Vamos ahora a mirar esta necesidad tan esencial de la oración, tanto para nuestra vida cristiana, como para nuestro ministerio, como lugar de intimidad con el Amado, única experiencia que hace posible la vivencia sana y feliz del celibato. Nos detendremos en ese modo original que tomará nuestra oración, como momento pastoral, es decir, de pastoreo al pueblo de Dios, oración llamada también: pastoral, apostólica o de intercesión por el pueblo. 1,Dificultades en la vida de oración: Decía Mons. Ojea, obispo de San Isidro, a los sacerdotes de toda la región de Buenos Aires: Es indudable que tenemos grandes dificultades para lograr una unidad de vida o, si se quiere, una vida más integrada, ya que vivimos en un mundo muy fragmentado. Siempre existió la tensión entre la unidad interior y la multiplicidad de tareas, entre integración y dispersión, pero nuestro modo actual de vida puede llevarnos a disociaciones que nos afecten muy profundamente. La persona se vive como múltiples fragmentos. El mismo sujeto se vive como muchos. Aparecemos entonces disociados de nuestra propia acción. La acción se separa de la interioridad del sujeto y éste deja de habitar en la acción . Podemos terminar haciendo múltiples representaciones, pero nosotros no estamos allí. Las acciones pueden brotar de un modo voluntarista, unidas al tedio, al fastidio y a la insatisfacción. Buscamos hacerlas para “zafar” de ellas sin que nuestro corazón esté comprometido… Cuando pensamos en nuestra unidad de vida enfrentada con la dispersión y la multiplicidad de tareas, es bueno preguntarnos sobre el modo de cómo nos levantamos y cómo nos vamos a dormir. En estos dos momentos del día se manifiestan claramente aspectos que hacen a la unidad o a la dispersión. Pironio nos decía en el Seminario que teníamos que levantarnos con el deseo de servir y entregarnos bien al Señor y a su Iglesia, y acostarnos con la seguridad y la paz de haber sido perdonados por todo lo que no habíamos alcanzado. A la noche es necesario, entregar al Señor todo lo vivido y todo lo que faltó. El irnos a dormir con la última imagen de la televisión no nos hace bien, sobre todo si no hemos compartido el programa con algún hermano. Es necesario el último silencio que lleva nuestra vida a la raíz que le da sentido y unidad. El día que ha estado marcado por la dispersión del trabajo, tiende a finalizar con una distensión, que es más una evasión que un encuentro que nos lleva a descansar bien y a entregar nuestros cansancios emocionales. La conversación con un hermano y la entrega del último minuto al Señor en la oración favorecerán nuestra integración… Tal vez deberíamos preguntarnos: ¿El eje integrador de nuestra vida es la misión pastoral? Esta es la opción principal que unifica e integra la vida. Y desde allí motiva todo su sentido y su crecimiento. Dice San Agustín en el comentario a San Juan: “que sea tarea de amor (amoris officium) apacentar el rebaño del Señor”. El sacerdote recoge en su corazón a los hombres para llevarlos al corazón de Cristo Esposo de la Iglesia. Este amor está presente en cada actividad, inspirándola y unificándola. Estas palabras nos ayudan a descubrir la importancia de la oración en nuestras vidas, como un buen remedio ante la dispersión y falta de unidad interior. Ella nos serena, nos motiva a la acción pastoral, nos ayuda a recoger lo vivido en acción de gracias a Dios, nos distancia de la inmediatez de las actividades para mirarlas con más sabiduría, a los ojos de Dios. Ella nos posibilita la escucha atenta, para acallar nuestros pensamientos, y escuchar los de Dios e imitar así su estilo pastoral. Ella nos abre a la confianza, para que evitemos el peligro tan común de pensar y actuar como si todo dependiera de nuestro esfuerzo y no de la gracia de Dios (tanto en nuestra lucha cotidiana con el pecado, como en la siembra de la Palabra en los hermanos). Ella nos acerca a nuestra verdad, a nuestra fragilidad, para dejar espacio al poder sanador de Dios y crecer en la humildad. Podríamos decir que nada es más fácil y accesible que la oración. La podemos realizar en cualquier tiempo, lugar, espacio. Sin embargo, paradójicamente, nos cuesta mucho rezar. La deseamos ardientemente, pero también la posponemos y la rechazamos consciente o inconscientemente. Vamos a enumerar algunas de estas dificultades concretas en la vida de oración: 1) No dedicarle el suficiente tiempo: a todos nos cuesta encontrar un tiempo para la oración. Generalmente lo dejamos para lo último, cuando no nos queda mucha energía, fuerza, ganas. No le dedicamos el tiempo suficiente, lo hacemos rápido, con interrupciones.
2) No predisponernos lo suficiente: nuestra mente, imaginación, memoria divaga por distintos lugares, y no somos fieles a nuestro cuerpo que está frente al Señor. No invocamos la asistencia del Espíritu Santo, entramos como si fuera lo más normal del mundo, cuando en verdad necesitamos entrar en una sintonía distinta a nuestra vida cotidiana. Nuestra falta de silencio habitual, los estímulos externos, nuestra falta de hábito para la oración, nos va haciendo difícil entrar en el tiempo del Señor. 3) La falta de metodología para la oración: no sabemos por dónde empezar, qué hacer, qué decir, qué leer, vamos probando distintas maneras que no nos resultan y por eso la terminamos dejando, porque nos resulta un espacio de aridez y desierto. 4) No romper el espejo: Cuando vayas a orar, rompe el espejo, es decir, no te busques ni mires a ti mismo, sino a Él, encuéntrate con Él. Como estamos tan centrados en nosotros, nuestros sentimientos, necesidades, pensamientos, nunca terminamos de romper este círculo y nunca salimos de nosotros mismos. Usamos muchas veces la oración para pensar nuestras cosas y entretenernos en nuestro mundo interior. 5) La expectativa de éxito: los frutos de la oración son a largo plazo, no los podemos ver con tanta facilidad. Vivimos inmersos en un mundo eficiente que busca lo exitoso, los resultados rápidos y visibles. Esto no es terreno de la oración. Los frutos hay que buscarlos fuera de la oración, en la vida cotidiana, y luego de un camino largo de encuentros de oración. Estamos acostumbrados a lo rápido, lo inmediato, aprieto un botón y ya tengo todo, estamos habituados a las conexiones rápidas, a no esperar, a pasar de una cosa a la otra, sin profundizar mucho en ninguna. La oración es un camino distinto. 6) No descubrir la necesidad de oración para nuestra vida cotidiana. Si descubriéramos que sin la oración no podríamos vivir, nuestra vida de oración sería muy distinta. Si nos diéramos cuenta que lo que buscamos en tantos lugares, lo podemos encontrar en el Señor, ya hace tiempo que le dedicaríamos el tiempo, las ganas y el entusiasmo suficientes para orar cada día. 7) Nuestra búsqueda ansiosa de satisfacciones sensibles. La oración, si bien asume nuestra vida, sentidos, preocupaciones, búsquedas, sin embargo, no es algo sensible, sino que es una realidad de fe. Es caminar muchas veces en la oscuridad, dejándonos guiar por la luz del Señor, y no por la nuestra. 8) Escaparnos de nosotros mismos y de Dios. A veces un libro, lindas ideas, nos pueden hacer huir del Señor y no encontrarnos con Él, sino con ideas y pensamientos de Él. Por eso, la oración no es tener ideas lindas de Dios, o pensamientos que nos diviertan o nos saquen la curiosidad, sino encuentro con Jesús, conversar con Él, dejar que Él me hable y hablarle yo a Él. Si no rezamos, nos vamos secando, nos vamos volviendo estériles, orgullosos, no sabemos escuchar al prójimo, vamos teniendo nuestros propios criterios de juicio para la vida y no los de Dios. Dejamos de ser hombres de Dios y nos transformamos en funcionarios de Dios. Hombres que saben muchas cosas de Dios, y no testigos, enamorados del Señor. 2. A orar sólo se aprende orando: aprendiendo de la experiencia de otros… Vamos a escuchar varios testimonios acerca de la oración, que nos pueden ayudar a motivar nuestra oración y a dedicarle un tiempo real y prolongado en nuestras vidas: 1. San Alberto Hurtado: la oración es el aliento y reposo del espíritu. El apóstol ha de tener la fortaleza y paz de Dios porque es su enviado. Y sin embargo en la vida real con cuanta facilidad los ministros de Dios se hacen terrenos... Para hallar esa paz necesita el apóstol la oración, pero no una oración formulista; sino una oración continuada en largas horas de oración y quietud y hecha en unión de espíritu con Dios. -Esta oración personal constituye una conversación sincera, real, íntima con Dios a base de sentimientos de gratitud, admiración, respeto, alegría, esperanza. El joven de vida interior hará esta oración en toda circunstancia de su vida: en sus viajes, en los deportes, en el teatro, en el amor. Esta oración no será sino la sobrenaturalización de aquello que estaba haciendo en forma natural. Ha de ser tan frecuente como la respiración. Puede decirse sin exagerar que del aprovechamiento de estos momentos depende en gran parte la vida espiritual de los jóvenes. -Mi oración se une a la de Jesús. No nace un buen deseo en mí que no lo suscite y arranque Jesucristo, y uniendo entonces su voz a la mía, lo presenta al Padre... van tan unidas las voces que el Padre podría preguntar: ¿quién ora? ¿es el alma o es mi hijo? A Jesús nada se le niega, y mi oración es la suya. -La oración ha de estar más centrada en Dios que en nosotros. Una oración de adoración... No pensar demasiado, porque es estudio; no hablar demasiado, porque es prédica, sino afectos del corazón...
de modo que estemos verdaderamente presentes a Dios. El está siempre presente a nosotros, pero nosotros no estamos siempre presentes a El. -Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino sí no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes que deben ser partes del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración. -Después de la acción hay que volver continuamente a la oración para encontrase a sí mismo y para encontrar a Dios. Para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino, para escuchar de nuevo el llamado del Padre, para sintonizar con las ondas divinas, para desplegar las velas según el soplo del Espíritu Santo. -La oración afina nuestro sentido espiritual: llegamos a percibir los más leves susurros en Jesucristo; nos transformamos en El; llegamos con la oración a alcanzar lo que ahora ni siquiera soñamos. Y esta presencia no es necesario sentirla: basta creerla. -La fidelidad a la gracia es imposible sin una vida de oración tomada en serio. Recogimiento habitual del alma. ¿Cuánto rato debemos rezar al día? 16 horas (las otras 8 horas se duerme y ora el ángel de la guarda). Oración íntima, cordial, ferviente con Dios, haciendo del trabajo una oración (...) Ponerla no al lado sino dentro de la vida. Puede no caber más trabajo en el día (...) pero sí cabe oración. 2. Jean Vanier (laico fundador de comunidades para personas con discapacidad: El Arca): No estoy seguro de saber orar, pero estoy ahí, quiero estar ahí con Jesús: mirándolo a él y él mirándome a mí. No hay palabras, sólo estar ahí. A veces cabeceo y me quedo dormido una y otra vez en la oración. Es oración, ¿importa eso? Otras veces los pensamientos rondan por mi cabeza. No muy interesantes. Entonces mi mente se calma nuevamente y vuelve a mi alma un momento de quietud. Tal vez orar es sentarse y esperar, esperar un encuentro con Dios que viene sin que sepamos el día ni la hora. La oración, para mí, es descansar en ese encuentro. Es acoger a Dios en mi corazón. La oración se ha convertido para mí en una inmensa acción de gracias. Un gran agradecimiento a Dios. (Carta 2013). 3. Pedro Casaldáliga (obispo del Mato Grosso-Brasil): Fuimos mal educados en la oración. Porque se nos impuso una oración demasiado sistemática, que no contaba con la persona de cada uno (única, irrepetible) ni con la vida, ni con la historia. También entiendo perfectamente que en el ajetreo de nuestras vidas, y en la situación de emergencia, de conflictividad y hasta de revolución de América Latina, y en ese diálogo y convivencia con los no creyentes (hermanos y compañeros), fácilmente, por una especie de "respeto", hemos ido adoptando una actitud vergonzante ante la oración. Hemos dejado a veces de hacer oración comunitaria porque había junto a nosotros quienes no tenían fe, y a veces hemos acabado simplemente no haciendo oración, o justificándolo con aquel tópico: "todo es oración”. Conozco comunidades que se fueron a pique por dejar de hacer oración, según han reconocido ellas mismas después. No basta con "practicar" la fe. Hace falta también proclamarla, y celebrarla y porque queremos construir y servir y realizar el designio de Dios sobre la historia, también lo queremos y lo debemos y lo necesitamos celebrar, anticipar gratuitamente. La oración es una de las actitudes fundamentales derivadas de la opción fundamental. El cristiano es un orante. Tener fe y no orar es una forma de no tener fe. La fe sin obras es fe muerta; la fe sin oración, también. Porque la oración es una obra, una praxis de relación, de comunicación, de gratitud, de "tratar de amistad" con él... Si la fe me lleva a relacionarme con los hermanos, con lo que ellos son y quieren, es lógico que también me lleve a relacionarme con el Padre, con lo que él es y quiere. La fe es una apertura a alguien, a él. Si él y yo somos personas, es lógico que esta apertura sea una relación, una comunicación. Y eso es la oración. En cuanto a la oración es necesaria una cierta ascética una cierta disciplina, porque la oración no es algo instintivo, que "nos salga de dentro" sin más. La oración exige su tiempo, y hasta su lugar, y hasta su instrumental. Si no se impone uno una cierta disciplina, es la oración la que acaba saliendo perjudicada. Hemos llegado a decir: "Todo es oración, la lucha también es oración". Pues no. La lucha no es oración. Ni siquiera la lucha por la liberación. La lucha es la lucha. Y la oración es la oración. Para mí eso está claro. En este punto debemos ser muy sinceros y hasta taxativos. Incluso para responder a los otros. Pero es evidente que a medida que nos comprometemos con Dios, a medida que nuestra amistad con él crezca, y a medida que más y mejor "tratemos de amistad con él", más normalmente nuestra vida y nuestra lucha será oración. Iremos llegando a un punto de confluencia en el
que será muy difícil distinguir las aguas. Estaremos viviendo entonces en lo que los antiguos llamaban "estado de oración". Yo doy testimonio de que hay muchas comadres que viven en ese estado de oración, son contemplativas. La contemplación sería eso: haber llegado a una especie de "estado de comunicación" con el Dios de Jesús, con el Dios de la creación, con el Dios de la Vida, con el Dios de la liberación, con el Dios de los pobres, con el Dios de la muerte-hacia-la-vida... Un "estado de comunicación" más o menos estable, permanente, natural, gratuito... a la vez que esforzado y conquistado... Los indígenas, de norte a sur, desde los indígenas más marítimos a los del altiplano pasando por los de la floresta, son profesionales del silencio, y profetas del silencio. En la cultura indígena el silencio es algo connatural. Para ser más autóctonamente latinoamericanos deberíamos valorar más el silencio. La espiritualidad es más que la oración. La oración es una parte de la espiritualidad. No confundamos oración con espiritualidad. Por una razón sencilla: hay mucha gente que hace mucha oración y no tiene nada de espiritualidad; sólo tiene oración, una oración "de secano", dicotómica, separada de la vida, segregada, aislada de la historia, que acaba siendo fanatismo, mecanismo orante, u oración a otro dios... La espiritualidad es más que la oración. Un test fiable para conocer nuestra espiritualidad (o la de cualquier persona, comunidad o grupo) consiste en preguntarse al servicio de qué Dios, de qué hermanos, de qué Causa hacemos nuestra oración. De nuestra oración, de qué tipo de oración, de cuánta oración, pero sobre todo, de al servicio de qué causa y al servicio de qué Dios hagamos nuestra oración, dependerá fundamentalmente nuestra espiritualidad. Se lo digo a ustedes con toda mi convicción: de nuestra oración depende nuestra espiritualidad. Esto no es espiritualismo ni desencarnación, aunque a alguien pudiera parecerle. Es realismo de fe. La oración debiera ser como la de Moisés: subir y bajar, subir al monte Carmelo y bajar también. Nosotros fuimos educados en un tipo de oración que sólo subía y no bajaba. El elevador de la oración nos dejaba ahí, en las nubes. Y eso no nos sirve. Porque Dios no necesita de nuestra oración, ni está en las nubes. Los que necesitamos de la oración somos nosotros, y los hermanos, que tampoco andamos por las nubes. Si la fe es un proceso, la oración también lo es. Dice Jon Sobrino que mi oración es el proceso de mi oración. Lo que ha ido siendo mi oración a lo largo de mi vida es lo que es mi oración hoy. Mi oración es -dice él más textualmente- la historia de mi oración. Igual que podríamos decir: mi fe es la historia de mi fe. O, mi vida es la historia de mi vida. Debemos vivir la oración, testimoniar la oración y también enseñar a orar. Los discípulos le pidieron a Jesús: enséñanos a orar. Los agentes de pastoral deben enseñar a orar. La pastoral de la oración. La oración de cada día, particular y comunitaria. Un agente de pastoral que no haga individualmente siquiera media hora de oración diaria, además de la que haga en equipo, no da la talla suficiente como agente de pastoral. Lo que se quiere es vivir radicalmente contemplativos y radicalmente revolucionarios. Más aún, les desafío: nosotros no seremos radicalmente revolucionarios si no somos radicalmente contemplativos. (¿Qué es la oración? en El vuelo del Quetzal). 4. Jean Lafrance (sacerdote dedicado a la espiritualidad y a la enseñanza sobre la vida de oración): a) A todos los que experimentan resistencia al Rosario, sentíos libres ante esta exigencia cotidiana y preguntaos: ¿qué es lo que más me ayuda a guardar el contacto con Cristo a lo largo del día, a vivir bajo la mirada benevolente del Padre, en la libertad de la oración del Espíritu en nosotros? Para muchos esta actitud será una verdadera liberación y podrán situarse ante el Rosario sin apremio y sin embargo sin descuido. Poco importa que meditemos o no, que tengamos distracciones o no, la recitación lenta y atenta del Rosario nos hará entrar en la oración misma de la Virgen. No se trata de reflexionar o de pensar, sino de murmurar con los labios una súplica estrujándola en nuestro corazón: ¡Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores! Poco a poco y sin darnos cuenta, la oración de fuego del Espíritu se nos encenderá en el corazón. Volveremos así a una ley de la oración: Cuánto más nos sentimos llamados a realizar la oración del Espíritu en nuestro corazón más debemos agarrarnos a una oración sencilla, importa poco que sea mental o vocal. Hay que haber sufrido mucho en la vida de oración para comprender que no se va directamente a Dios sin pasar por esos intermedios que San Ignacio llama "mediadores". A menudo invita al ejercitante al empezar la oración, a suplicar a Cristo, a la Virgen o a los Santos para que le introduzcan ante el Padre. Si queréis convenceros de lo bien fundado de este consejo, ponedlo por obra el iniciar una hora de oración. Si llegáis a la oración y no conseguís entrar en contacto con Dios, tomad el Rosario y recitad lentamente una o dos docenas; muy pronto veréis el resultado. Sorprenderéis a vuestro corazón en "flagrante delito"
de oración y seréis introducidos, sin daros cuenta en el corazón de la Santísima Trinidad por la oración de María. A algunos les gustará recitar el Rosario de una sola vez los días en que tienen tiempo. A otros les gustará decirlo a lo largo del día, al hilo de los acontecimientos o de los rostros encontrados, o mejor todavía para santificar su trabajo, o en los momentos de tiempo libre. El Rosario aparece entonces como un especie de hilo de oro que enlaza los instantes de una vida y los unifica en una mirada puesta en Jesucristo y en su Madre. Los que perseveran en esta oración, a veces austera y árida, están en el camino de la oración contemplativa del Espíritu. Si no pueden pasar una jornada sin haber rezado el Rosario, les llegará algún día una gran gracia. Verán los cielos abiertos y a Jesús sentado a la derecha del Padre sin cesar de interceder por los que se acercan a él con confianza. Igualmente entrarán en la oración de María en el cenáculo que no cesa de pedir el Espíritu, uniéndose a la oración de su Hijo: Pedid al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre. b) He sentido siempre admiración ante las palabras de K. Rahner, que me parecen la mejor definición de lo que es un hombre de oración: "Debemos ser hombres de Dios, y para decirlo más sencillamente, hombres de oración con el suficiente valor para arrojarnos en ese misterio de silencio que se llama Dios sin recibir aparentemente otra respuesta que la fuerza de seguir creyendo, esperando, amando y por tanto orando". En el fondo, cuanto más se avanza en la vida de oración, más se penetra en el misterio del silencio de Dios. Uno mismo se ve reducido al silencio; no se sabe ya lo que hay que decir, e incluso pedir. Sin embargo, se está convencido en lo más hondo de que la oración es la única cosa importante, la única a la que vale la pena consagrarle la vida. La gran cuestión es entonces la perseverancia: "Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados" "Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras vidas". De vez en cuando el Señor se encarga de recordarnos nuestra poca fe y nuestro miedo a la oración: Hombre de poca fe... ¡Hombre de oración! Y entonces comprendemos nuestro verdadero pecado. La fe es el único combate de la vida: seguir creyendo que el Padre nos escucha y nos atiende cuando no se ve ningún resultado. Me gusta invocar al Espíritu, pues él penetra el fondo del corazón, conoce todos mis deseos y formula al Padre una oración y una petición que corresponden a los designios de Dios. Y luego, naturalmente, está la Virgen Santísima. Jamás he recurrido tanto a ella como en estos momentos. Cada noche me despierto hacia medianoche para rezar los misterios gozosos. Creo que el Espíritu Santo y la Virgen son mis dos grandes intercesores orantes. c) Muy a menudo, por no comenzar por la puesta en la presencia de Dios Santo y cercano, por lo que tu oración se convierte en monólogo. No empleas bastante tiempo en recogerte para llegar a la oración pacificado interiormente. Antes de entrar en oración, camina con calma, respira profundamente y pon todas tus preocupaciones y cuidados en manos del Señor. Aunque pases diez minutos en tomar tan sólo conciencia de esta presencia, no habrás perdido el tiempo. Luego te abres totalmente con el Espíritu Santo que hará el resto alimentando tu diálogo con el Padre. d) Doy por supuesto desde ahora, que has tomado la decisión de ponerte de rodillas y de gritar a Dios, aunque no sea más que un cuarto de hora. Una decisión así depende de tu voluntad, aunque el Espíritu Santo esté en su origen para vencer esta imposibilidad de orar. El que puede orar un cuarto de segundo puede orar todo el tiempo. Es una cuestión de costumbre y fidelidad. Cuando los apóstoles dicen a Cristo: "Señor enséñanos a orar", sienten que les falta algo y que debe realizarse en ellos una liberación. Una vez que ha tenido lugar ese desbloqueo, todo lo demás (distracciones, preocupaciones, fatiga) no tiene gran importancia. Basta volver al desbloqueo inicial, al primer cuarto de segundo, al primer grito que has lanzado a Dios y en el cual el Padre ha reconocido el grito de Jesús en la Cruz. Desde el momento que el hombre quiere orar, los demonios tratan de impedírselo; saben en efecto que nada les hace más daño que la oración. Ahora bien, si deseas de verdad orar y no tienes valor para ello, te aconsejo que vayas a llamar a las puertas de la Virgen; desde ahí, existe una gran esperanza de conseguir la gracia de la oración y dejar a un lado todos los temores. Como lo hizo con los apóstoles en el Cenáculo, Ella sostendrá tu fe y tu perseverancia para que perseveres en la súplica. Ahí es donde debes poner todo tu esfuerzo, aunque te parezca descorazonador y aparentemente estéril. Orar no es fácil, por mucho que se diga; más aún orar es duro, sino hubiera sido así, no hubieras sido llamado al orden por el mismo Jesús. No se trata de buscar una seguridad fácil, como una especie de olvido del mundo; la oración es una cosa totalmente distinta, pues implanta en ti una disciplina de vida. La oración del corazón es un don de Dios, se te dará cuando Dios quiera y en el momento en que menos lo esperes, para que comprendas que es una gracia. Puedes hacer esta experiencia. Llegas a la oración, te sientas en un sitio tranquilo, ante el sagrario por ejemplo, cierras tus ojos y diriges tu espíritu hacia tu
corazón, es decir hacia lo más profundo de ti mismo. Entonces llamas al Espíritu con gran insistencia y luego repites despacio: Señor ten misericordia de mí. De tiempo en tiempo haces unas pausas en silencio sin decir nada, o entrecortas tus palabras con profundos silencios. Y luego en el momento en que menos lo pienses, en un segundo plano de tu conciencia, mucho más allá de tus ideas y tus sentimientos, sorprenderás que la oración está en marcha en ti. Incluso te sucederá a menudo que se te imponen luces referentes a tu vida, que te da Dios sin que tú lo sepas, o decisiones que debas tomar. Es el dulce murmullo del Espíritu que educa tu corazón y le conduce hacia la verdad entera. Por eso el fin de la oración es la invasión de tu corazón por el poder y la dulzura del Espíritu Santo. Es el enviado del Dios Altísimo que se ha convertido en tu abogado. Te toca a ti, pedírselo al Padre, en el nombre de Jesús, pero no depende de ti el que se te conceda; es decir la calidad de la oración es obra única de Dios. Puedes disponerte a recibir este don de la oración, puedes pedirlo, pero debe ser recibido a su tiempo. "Me pareció que era voluntad de Dios que me esforzase en buscar y encontrar, y no encontraba, y sin embargo me pareció bueno el buscar y no estaba en mi mano el encontrar (San Ignacio). Si la calidad de tu oración no depende de ti, la cantidad depende de tu buena voluntad y puedes repetir sin cansarte el Nombre de Jesús. La oración no se aprende más que en la oración. Y si, aparentemente no obtienes ningún resultado, no saques la conclusión de que has orado mal; en primer lugar has dado gusto a Dios, y esto ya es mucho y además has tenido la alegría de estar charlando con El. 5. Santa Teresa de Ávila: orar es tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama. 6. Santa Teresita del Niño Jesús: para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de agradecimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría. 7. Cardenal Martini (obispo de Milán): Cuando hemos olvidado el ejercicio de la oración, vuelve a nacer en nosotros en el momento mismo en que confesamos nuestra incapacidad. Dice a este propósito San Pablo: "Pues nosotros no sabemos orar como es debido". Es la afirmación de un místico que sabía orar. Significa quizá que no conocemos cuáles sean los deseos que debemos expresar a Dios. En todo caso, el confesarlo es el buen comienzo para empezar a orar de nuevo. Y añade: "El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Nosotros somos débiles, exactamente como el que no tiene salud; querríamos orar, pero no tenemos la fuerza ni el coraje de perseverar. Vienen a la mente los pensamientos de las cosas que hay que hacer, de las heridas que se han recibido en comunidad o de la gente, la amargura que tenemos en el corazón, y no encontramos la manera de comenzar a orar. Se trata de una debilidad que forma parte de la fragilidad humana. No es casualidad que en el texto griego aparezca el término asthéneia usado por el Apóstol cuando dice: "Estábamos nosotros incapacitados (asthenés), para salvarnos, pero Cristo murió por los impíos en el tiempo señalado" (Rm 5, 6). Es la fragilidad de nuestro corazón lleno de lamentos, de juicios sobre los demás, de descontento: cuando comenzamos a orar, todo este bagaje puede despertarse. Es, pues, necesario darse cuenta que en lo íntimo de cada uno de nosotros está la impureza, pensamientos que no son según el corazón de Dios. Confesarlo es un buen inicio, y quiere decir volver a empezar a orar, haciendo, como sugiere san Ignacio, un acto de adoración profunda: "Señor, no soy digno, no soy capaz de orar; soy como nada ante ti. Señor, haz resplandecer mi lámpara; sé tú mi lámpara, porque no es cierto que yo pueda disponer de mi oración, porque es sólo tu Espíritu el que sabe lo que significa orar"… Nosotros no podemos saber si nuestra oración es justa o si está replegada sobre nosotros mismos, si es un monólogo o si es una alucinación. Por ello, debemos entregarnos al Espíritu conscientes de su don de oración en mí. Entonces, aunque estemos cansados, áridos, podemos quedarnos ante el santísimo Sacramento sin esforzarnos por formular quién sabe qué pensamientos, conocedores por la fe de que el Espíritu ora en nosotros en la forma justa. Me sucede, a veces, sentirme cansado cuando, durante las visitas pastorales, debo, por ejemplo, celebrar el segundo pontifical de la jornada. En tales casos renuevo el acto de fe, trato de mantenerme tranquilo y de realizar bien los gestos litúrgicos dejando obrar al Espíritu Santo… En nosotros está la oración de Jesús. Por nuestra parte debemos, naturalmente, perseverar larga e intensamente en la oración: lentamente experimentamos la presencia del Espíritu que ora en nosotros.
3. La oración en el presbítero: la oración pastoral -El cura es aquel que vive de cara a Dios y de cara a los hombres. Le habla a Dios de su gente y le habla a su gente de Dios. Este es el sentido más profundo del rezo de las horas, descubrir que cada minuto, cada instante está lleno de la presencia de Dios. No son nuestras genialidades y dones los que mueven los corazones de la gente, o nuestros proyectos y desvelos, sino la gracia de Dios que actúa invisiblemente en el corazón de la historia. Es por eso que tiene sentido la oración de intercesión, camino de fe que nos hace descubrir la fuerza de Dios que actúa invisiblemente, pero certeramente. Dice el responsorio breve de las segundas vísperas del oficio de pastores: Este es el que ama a sus hermanos, el que reza mucho por su pueblo. La oración de las Horas es un signo claro de la caridad pastoral. Contaban de Brochero: “Rezándole a su Purísima, se pasaba horas enteras, pidiendo que protegiera a sus queridos serranos, llevándolos de la mano, para vivir de otra manera.” -Esta actitud de rezar por otros, de interceder por otros, algo tan sacerdotal, es una respuesta también al amor de nuestro pueblo fiel hacia nosotros, que tantas veces rezan y ofrecen sacrificios por nosotros. -Esto lo vivimos en la ordenación en el momento de la postración. Frente al gran misterio que vamos a vivir, no podemos tener otra reacción que la de caer rostro en tierra. Gesto de súplica, de humildad, de estar bien cerquita de la tierra, de sabernos nada, polvo y ceniza, frágiles y pobres, mendigando la gracia de Dios. Signo propio de las epifanías, de las grandes manifestaciones de Dios. Luego nos pondremos de pie, pero ahora necesitamos recordar que todo es don inmerecido, don gratuito de lo alto. Y el pueblo reza por nosotros, como dice la invitación del Obispo: Queridos hermanos: Pidamos a Dios todopoderoso que derrame abundantemente su gracia sobre estos hijos suyos a quienes eligió para el ministerio de los presbíteros. Y lo hace confiando en la intercesión de los santos, de una muchedumbre de testigos que fueron fieles a Dios. Momento hermoso de comunión de los santos, donde el cielo y la tierra se tocan de modo especial, para pedir por nosotros. Nosotros que tantas veces bendeciremos al pueblo, rezaremos por ellos, ahora son ellos los que están orando e intercediendo por nosotros. Oración que necesitaremos a lo largo de toda nuestra vida. Nuestro ministerio estará sostenido, seguramente, por la intercesión de tantos hermanos que ofrecen su vida, su enfermedad, su cruz, su oración por nosotros. Hermanas y hermanos contemplativos, que desde el silencio del monasterio ofrecen sus oscuridades para que nosotros tengamos luz y seamos luminosos. Esto nos debe hacer profundamente agradecidos y humildes, somos fruto de la oración de otros… -Decían los obispos de España en 1990: la oración del presbítero adquiere, por efecto de la caridad pastoral, tonalidad netamente apostólica. La Escritura nos ha retratado esta oración apostólica en la persona de Pablo y en las cartas del bloque paulino (1Ts 1, 2-3. 3,10; Col 2, 1-3. 4,12; 2Tm 1, 3-5). Apuntamos sus características más acusadas: -Es una oración que tiene su "cantera", su punto de partida en la lectura creyente de la realidad. La vida real de la gente, leída con mirada de fe, es la materia de esta oración. -Esta mirada de fe es la de un pastor que se siente responsable de su comunidad, sobre todo en el crecimiento de su fe. Está ligada al apostolado, tiene en él su origen y en él encuentra su alimento. - Es una oración intensa y frecuente que prepara, acompaña e incluso a veces sustituye a la acción apostólica, porque está sostenida por la certidumbre de que la actividad orante del apóstol es una contribución valiosa a la eficacia de su ministerio. -Sus dos sentimientos fundamentales son el gozo de ver los signos liberadores y salvadores de Cristo en la vida de la gente y el deseo de verla madurar en frutos de vida cristiana. El gozo se expresa en acción de gracias: el deseo se despliega en petición. 4. La oración del "Cristo total": la Liturgia de las horas: Dice el Nuevo Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros nº 74-76: Para el sacerdote un modo fundamental de estar delante del Señor es la Liturgia de las Horas: en ella rezamos como hombres que necesitan el diálogo con Dios, dando voz y supliendo también a todos aquellos que quizás no saben, no quieren o no encuentran tiempo para orar…En la medida en que interioricemos y asimilemos las palabras de la Liturgia, podremos entrar en consonancia interior, de forma que no sólo hablemos con Dios como personas individuales, sino que entremos en el “nosotros” de la Iglesia que ora; que transformemos nuestro “yo” entrando en el “nosotros” de la Iglesia, enriqueciendo, ensanchando este “yo”, orando con la Iglesia, con las palabras de la Iglesia, entablando realmente un coloquio con Dios. Más que rezar el Breviario, se trata de favorecer una actitud de escucha, y también de
vivir la «experiencia del silencio». De hecho, la Palabra se puede pronunciar y oír solamente en el silencio. Sin embargo, al mismo tiempo, el sacerdote sabe que nuestro tiempo no favorece el recogimiento. Muchas veces tenemos la impresión de que hay casi temor de alejarse de los instrumentos de comunicación de masa, aunque solo sea por un momento. Por esto, el sacerdote debe redescubrir el sentido del recogimiento y de la serenidad interior «para acoger en el corazón la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo, y para unir más estrechamente la oración personal con la Palabra de Dios y con la voz pública de la Iglesia; debe interiorizar cada vez más su naturaleza de intercesor… Con la Eucaristía, a la cual es “ordenado”, el sacerdote se convierte en el intercesor calificado para tratar con Dios con gran sencillez de corazón las cuestiones de sus hermanos, los hombres... Decía Juan Pablo II: “Puesto que el sacerdote es mediador entre Dios y los hombres, muchos hombres se dirigen a él para pedirle oraciones. Por tanto, la oración, en cierto sentido, “crea” al sacerdote, especialmente como pastor. Y, al mismo tiempo, cada sacerdote se crea a sí mismo constantemente gracias a la oración. Pienso en la estupenda oración del breviario, en la cual toda la Iglesia con los labios de sus ministros ora junto a Cristo”. 5. Viviendo lo reflexionado: a) Algunos consejos para la oración -Decide con anticipación cuánto, dónde y cómo vas a rezar y mantente firme en ese propósito. -Trata de prepararte a la oración, tomando algunos minutos para serenar tu corazón e invocar al Espíritu Santo, Aquel que orará por ti y en ti. -Convéncete de que no sabes orar, pide con humildad la gracia de la oración. -Trata de dejar de lado todo pensamiento, por más piadoso que sea, durante el rato de oración. Trata de que la cabeza descanse en ese rato, para dar lugar al corazón, ya que se trata “no de pensar mucho, sino de amar mucho”. -Trata de no evaluar el resultado de tu oración, simplemente confirma si has sido fiel a ese tiempo de estar con el Señor. -Amplía tu capacidad de escucha, acallando todo razonamiento, pensamiento en ese rato de oración. -Toma un tiempo para interceder por otros, para poner en el corazón de Dios, tantas ovejas que están huérfanas y sin pastor. Lleva a tu oración rostros concretos de personas que Dios te confía. -Si usas algún libro, trata de dejarlo a tiempo, para que no robe tu tiempo de estar con el Señor. Tómalo como un trampolín, como para disponer tu corazón para el encuentro con Él. Cuando ya estorbe o reemplace tu diálogo con Él, déjalo a un lado. -Más allá de lo que sientas, no abandones nunca este rato de encuentro con Él. -No olvides nunca que lo más importante es estar con el Señor, permanecer con Él, en el silencio, en la adoración, fuera de ti mismo y totalmente centrado en Él. -Si alguna forma de oración no te ayuda, confróntala con tu director espiritual. Es posible que Dios te invite a buscar otras formas. No sea cosa que, por no resultar un método de oración en este momento de tu vida, termines por dejar la oración. Muchas veces, Dios permite esto, para hacerte dar algún paso importante en tu vida espiritual. -Aleja de ti todo pensamiento eficientista, que busque éxitos o logros espirituales. Dedica tiempo gratuito a estar con el Señor, por el simple placer de estar con Él, de ser todo para Él, gozándote de su presencia y amor, y dejando que Él se goce de tu presencia. b) Algunos frutos de la oración: Como dijimos antes, los frutos hay que buscarlos fuera de la oración, en tu vida cotidiana. Algunos de ellos se manifiestan del siguiente modo: -Serenidad, paz: en el fondo del corazón, aunque conviva con problemas, dificultades y debilidades, hay una percepción de fondo de paz, de serenidad. Esta serenidad se hace alegría estable, al sabernos amados profundamente por Dios. -Sabiduría: para mirar y comprender mejor tu corazón y el de los demás. Empezarás a gustar las cosas de Dios, a intuir mejor su paso en tu corazón y en los demás. -Humildad: la oración nos hace más humildes, vamos reconociendo mejor nuestra verdad y la de nuestros hermanos, vamos descubriendo que todo es gracia, que no se trata de nuestros esfuerzos, sino de la gracia de Dios que va haciendo nuestra vida.
-Escucha: la oración va silenciando nuestro corazón, para escuchar mejor a Dios que nos habla en nuestro interior y atender mejor a nuestros hermanos. -Vivir mejor el presente: la oración nos despoja de toda ansiedad, nos centra en lo que acontece aquí y ahora. -Hondura: de la mano de la sabiduría, descubrimos una mayor profundidad en nuestras vidas. Empezamos a percibir las cosas importantes de la vida, dejando de lado lo superficial. -Misericordia: al percibir el gran amor y paciencia de Dios hacia con nosotros, comenzamos a tratarnos mejor a nosotros mismos, a tenernos más paciencia a nosotros, nuestras debilidades y las de nuestro prójimo. Empezamos a mirarnos y mirarlos como Dios nos mira. -Amor desinteresado: el pasar largos tiempos gratuitos con el Señor, nos va haciendo más disponibles para amar gratuitamente a nuestros hermanos, sin otra recompensa que la del amor desinteresado. -Libertad: para ser nosotros mismos, sin necesidad de actuar o demostrar a otros nuestro valor. Vamos perdiendo el miedo a mostrarnos como somos, dejando de lado esa necesidad excesiva de ser aprobados, aceptados y reconocidos. El qué dirán ya no tiene tanta fuerza en nuestro interior. -Confianza: la oración nos va haciendo más confiados y abandonados en Dios. Nos damos cuenta que muy poco depende de nosotros, que es en vano tanta preocupación excesiva por tantas cosas. Percibimos que lo mejor es confiar nuestra vida y la de nuestros hermanos en Dios, que son las mejores manos en donde pueden estar. -Necesidad de silencio e intimidad: la perseverancia en la oración nos va haciendo buscar más espacios de soledad, silencio e intimidad con Jesús. Empezamos a descubrir que sin Él no somos ni podemos nada, que cada día necesitamos este rato de intimidad con Él, como si fuera nuestra respiración. c) Algunas formas de oración Hay distintas maneras de rezar, algunas más tradicionales que propone la Iglesia, que son parte de su riqueza y tesoro de siglos y por eso son válidas para los hombres de todos los tiempos. Y también hay caminos propios que cada uno debe ir descubriendo para enriquecer nuestra oración y no dejar que se seque el corazón. Es importante recordar que son todos medios para un encuentro íntimo y personal con el Señor. Lo importante es saber discernir con humildad, con el director espiritual, el momento que estoy viviendo, para buscar el mejor método que se amolde al momento de mi vida que estoy atravesando. Es importante descubrir que la oración comunitaria es también oración. Muchas veces estamos tentados a pensar que la oración comunitaria puede distraer nuestra oración personal. Pero es también personal la oración comunitaria, porque pongo mi persona. Además como curas, mucho de nuestro tiempo de oración va a ser hacerlo con otros: celebrar la misa, celebrar otros sacramentos, el Rosario, una procesión. Y el peligro es que nos sintamos actores que montamos un espectáculo para otros, pero que nosotros no nos implicamos y no estamos metidos en lo que hacemos, pensando que eso desmerece nuestro encuentro con el Señor, o que no es verdadera oración. Cuántas veces nos pasará que nuestra única oración del día, sea la que hacemos con el pueblo de Dios y eso es verdaderamente oración. No podemos pensar que no rezamos si no lo hicimos de forma privada. Es muy importante involucrarnos en esto, y ser maestros de oración para la gente, acompañarla para rezar, rezar con ellos: el Rosario, la misa y tantas otras formas de oración. Por eso, es fundamental unirnos a esta oración, yo no puedo estar leyendo otra cosa, cuando se está cantando, o rezando el Rosario cuando están leyendo un texto en voz alta. Debo dejar mi oración privada, para unirme a la oración comunitaria. Vamos a conocer algunas formas de oración: 1) La invocación del Nombre de Jesús: se trata de una tradición muy antigua de las Iglesias de Oriente, que consiste en la repetición lenta y constante del nombre de Jesús. Puede ser una frase o una palabra: Jesús, hijo de Dios, ten compasión de mí porque soy un pecador. O simplemente la palabra: Jesús. O sino: Padre, en nombre de tu Hijo Jesús, dame tu Espíritu Santo. Puede ir acompañada por los ritmos de la respiración. Al pronunciar el nombre de Jesús vamos dejando que impregne toda su fuerza, su luz en nuestras vidas. El nombre de Jesús salva, sana, reconforta, regala paz. Mínimo se recomienda media hora de práctica de esta oración. Viene bien para los momentos en que estamos cansados, o dispersos para fijar la atención, o en tiempos de exámenes en donde estamos leyendo mucho, o usando mucho nuestro pensamiento y eso nos puede serenar. Por eso, también se la llama: la oración del corazón. Ayuda mucho también, cuando se la practica seguido, para nombrar a Jesús a lo largo del día, en el trajín de las actividades, cuando nos vienen malos pensamientos para el prójimo o distintas tentaciones, es
como que ponemos el nombre de Jesús para defendernos, ampararnos de todo mal, serenarnos, centrarnos. 2) La alabanza: es una oración muy buena que nos ayuda a descentrarnos de nosotros mismos y poner el centro en Dios. Es elegir alguna de sus cualidades para piropearlas, alabarlas, regocijarnos de lo que Él es. Es poner el centro en Dios. Muchos salmos son de este tipo. Jesús también alababa al Padre. Es elegir algo que hemos visto, vivido, para ponerle palabras y alabarlo. Un modelo de esta oración es el Cántico de las Creaturas de San Francisco. Muchas veces ayuda el estar frente a un paisaje o frente a la creación de Dios, para hacer brotar este tipo de oración. El Magnificat es otro ejemplo de este tipo de oración. 3) La adoración: es similar a la alabanza, pero tiene el matiz de ser una oración más silenciosa, sin tantas palabras, es quedarnos en oración amante y sencilla delante de la presencia de Dios. Es reconocer su presencia y adorarla. Nos saca de todo egocentrismo, porque ponemos la mirada en Él. 4) La gratitud: es reconocer los dones de Dios. Es lindo poder hacerlo al final del día, para reconocer los dones que Dios me fue dando. También es lindo mirar la propia historia e ir reconociendo con espíritu agradecido la mano de Dios a lo largo de la historia de salvación de mi propia vida. El Magnificat también es una oración de gratitud por lo que Dios hizo en María. 5) La súplica: es responder con fidelidad al consejo de Jesús: Pidan y se les dará, llamen y se les abrirá, porque al que busca encuentra y al que llama se le abre. Nos ayuda a crecer en la humildad, a reconocer que todo es don de Dios. Es reconocernos pobres y mendigos del amor de Dios. Nos previene contra todo tipo de soberbia y de autosuficiencia. 6) La intercesión: cuando la súplica se hace por otros, se transforma en intercesión. Es una oración muy sacerdotal, porque así como le hablamos de Dios a la gente, necesitamos hablarle a Dios de nuestra gente. Contarle sus cosas, llevarle sus necesidades, pedir por ellos, suplicar. Nos ayuda a ir abriendo nuestro mundo y corazón frente a las necesidades y clamores de la humanidad. Nos hace generosos en la entrega y a darnos cuenta, que Dios puede hacer mucho más que nosotros. Por eso pedimos, porque confiamos que Él es el poderoso y no nosotros. 7) El pedido de perdón: es bueno reconocernos pecadores delante de Dios. Por más que no seamos conscientes de algún pecado en particular, sin embargo, es bueno reconocer nuestra naturaleza pecadora, nuestras actitudes, nuestra tendencia a volvernos hacia nosotros mismos. El Salmo 50 (51) es un buen ejemplo de este tipo de oración. También es bueno, junto a la gratitud, poder hacerlo a la noche, como una manera de reconocer nuestras negativas a la gracia de Dios y recibir su misericordia infinita. 8) La oración escrita: viene bien sobre todo si somos de distraernos, para fijar la atención en lo que le queremos decir a Dios. Podemos componer con total libertad nuestra oración a Jesús, como una manera de ofrecerle lo que somos. Viene bien para mantener nuestra atención a la presencia de Dios en el tiempo de oración y para expresar con más claridad lo que nos sucede, para objetivar nuestras experiencias. 9) La oración cantada: nos ayuda también poder hacer algún canto al Señor, como una manera de expresar nuestros sentimientos hacia Él. Este tipo de oración es frecuente que lo hagamos con otros, nos ayuda a tomar conciencia de nuestra fraternidad, de sentirnos hermanados con el que tenemos al lado, unidos por un mismo canto. 10) La oración de abandono o de entrega de la propia vida: es una oración en donde le ofrecemos a Dios lo que somos y tenemos y nos ponemos en sus manos para que Él haga de nosotros, lo que Él quiera que hagamos. Es poner nuestras vidas en sus manos, con una infinita confianza, porque están en manos seguras. Un modelo de esta oración es el Salmo 130, y la oración del P.Carlos de Foucauld: Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras. Sea lo que sea, te doy las gracias. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Padre. Te confío mi alma, te la doy con todo el amor de que soy capaz. Porque te amo y necesito darme, ponerme en tus manos sin medida, con una infinita confianza. Porque Tú eres mi Padre. 11) Lectura meditativa de algún libro espiritual: esta oración nos ayuda si estamos dispersos a mantener nuestra atención en lo que leemos. Lo importante es elegir bien la lectura, para que sea algo que apunte más al corazón que a la cabeza. No es un momento de estudio o de satisfacción de nuestra curiosidad. Hay que llamar las cosas por su nombre. Si me pongo a leer porque tengo que preparar una charla, es un momento de lectura o de estudio, no de oración. Lo que diferencia a una cosa de otra es que
el texto me debe llevar a la oración. En algún momento debo dejar el texto para quedarme dialogando con el Señor. Es como ir calentando el corazón para el encuentro, pero en sí mismo, aún no es encuentro con el Señor. Si bien es muy necesaria la lectura espiritual para enriquecer nuestra vida de oración, sin embargo, en el momento de rezar, debemos dejar el libro, para quedarnos dialogando con el Señor. O por ejemplo para preparar la homilía, puedo leer algunas cosas, es conveniente hacerlo para enriquecerla, pero es muy necesario hablarle a la gente de lo que he visto y oído del Señor, y no de lo que estudié solamente. La gente necesita más testigos que maestros. Por eso, es muy importante escoger bien la lectura para que en vez de distraernos de la oración, sea la que nos lleve a la oración. 12) La oración de quietud: consiste en estarse quieto y en silencio delante de la presencia amorosa de Dios, tomando conciencia de su presencia, disfrutándola, dejándonos amar por Dios. Nos ayuda a tomar conciencia de que nosotros no somos los protagonistas de la oración, sino que es Dios. Nos capacita para ser más receptivos frente a Dios, frente a los otros. Tarea para el mes Fecha de entrega: 13 de octubre 1) Hacer una charla para jóvenes universitarios, resumiendo los aspectos más importantes de la oración. 2) Identificar y describir lo propio y específico de la oración sacerdotal. 3) Buscar 5 textos del Evangelio que muestren a Jesús en oración. Describir brevemente cada cita. 4) Buscar 5 textos de las Cartas del NT que hablen sobre la oración y describirlos brevemente. 5) Leer del CEC, los siguientes textos y responder: a) 1174-1178; 2585-2589: explicar las bondades del rezo de la Liturgia de las Horas b) 2599-2615: ¿cómo era la oración de Jesús? ¿qué nos enseña su testimonio de oración? c) 2725-2733; 2742-2745: resumir las ideas principales de cada número. d) 2709-2719: explicar con sencillez estos textos a un grupo misionero de jóvenes de una Pquia. 5) Charlar con tu director espiritual: a) ¿Qué dificultades actuales tienes en tu oración? b) En tu oración, ¿sigues algunos de los consejos que están en el 5.a)? c) En tu oración, ¿descubres algún fruto de acuerdo a lo descrito en 5.b)? d) ¿Qué método usas para tu oración personal? Leyendo las distintas formas de oración de 5.c), ¿usas algunas de estas formas de oración? ¿te sientes invitado a usar alguna en particular?
Séptimo encuentro: La pobreza sacerdotal, las renuncias y la Cruz
Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza. No se trata de que ustedes sufran necesidad para que otros vivan en la abundancia, sino de que haya igualdad. En el caso presente, la abundancia de ustedes suple la necesidad de ellos, para que un día, la abundancia de ellos supla la necesidad de ustedes, así habrá igualdad. (2 Cor 8,9.13-14)
Habiendo visto algunos de los puntos esenciales de nuestra espiritualidad en nuestra identificación con Cristo Maestro, Sacerdote y Rey-Pastor, vamos ahora a entrar en un tema que nos ayudará a vivir estas notas. Se trata de la pobreza sacerdotal, de la vivencia de nuestras cruces pastorales y de la libertad para vivir nuestras renuncias y momentos de dificultad. 1. El valor de la pobreza cristiana: Dejemos hablar a nuestro Papa Francisco que, con mucha claridad, nos invita a mirar a los pobres y aprender de ellos, renovando nuestra opción por ellos. Mirada que nos hace valorar su religiosidad, cuidarla y favorecerla. Mirada que nos hace tenerlos como primeros destinatarios de nuestra pastoral: 48. Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que «no tienen con qué recompensarte» (Lc 14,14). No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio», y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos. 194. Es un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo….¿Para qué complicar lo que es tan simple? … Esto vale sobre todo para las exhortaciones bíblicas que invitan con tanta contundencia al amor fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la misericordia con el pobre. Jesús nos enseñó este camino de reconocimiento del otro con sus palabras y con sus gestos. ¿Para qué oscurecer lo que es tan claro? No nos preocupemos sólo por no caer en errores doctrinales, sino también por ser fieles a este camino luminoso de vida y de sabiduría. Porque «a los defensores de “la ortodoxia” se dirige a veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables y a los regímenes políticos que las mantienen». 195. Cuando san Pablo se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para discernir «si corría o había corrido en vano» (Ga2,2), el criterio clave de autenticidad que le indicaron (los Apóstoles) fue que no se olvidara de los pobres (cf. Ga 2,10). Este gran criterio, para que las comunidades paulinas no se dejaran devorar por el estilo de vida individualista de los paganos, tiene una gran actualidad en el contexto presente, donde tiende a desarrollarse un nuevo paganismo individualista. La belleza misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha. 198. Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera misericordia»… Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos. 199. Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un desborde activista, sino ante todo una atención puesta en el otro «considerándolo como uno consigo». Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual deseo buscar efectivamente su bien. Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe.
El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia: «Del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que le dé algo gratis». El pobre, cuando es amado, «es estimado como de alto valor», y esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o políticos. Sólo desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de liberación. Únicamente esto hará posible que «los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en su casa. ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la Buena Nueva del Reino?». Sin la opción preferencial por los más pobres, «el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día». 200. Puesto que esta Exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia católica quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria. 2. El valor de la pobreza en la vida ministerial: Justamente la pobreza, como veremos, tiene mucho que ver con el celibato (tema del próximo encuentro). Si nuestro corazón está libre y despojado de sí mismo, si su única seguridad es Jesús y su Reino, podrá estar más disponible para amar. La pobreza no es un fin en sí mismo, sino que es un medio para vivir mejor nuestra entrega a Jesús y a su Reino. La pobreza nos libera para amar más y mejor. No nos resiente, ni nos vuelve duros, sino que nos libera para servir mejor. Si no renunciamos a la gratificación afectivo-sexual con madurez, seguramente buscaremos compensaciones que tienen que ver con el dinero, el lujo, el poder, comodidades, que hablan de un corazón atado y “adúltero”. Puede ser que externamente parezcamos castos, pero en el fondo, nos habremos casado con los bienes que terminan por esclavizar nuestro corazón. La pobreza también nos habla de testimonio, de profecía para un mundo tan consumista y materialista. Nuestra vida termina siendo una palabra clara acerca de la primacía de Dios y de las personas y de la vaciedad de las cosas materiales. No las despreciamos, simplemente las usamos y las valoramos en su justo lugar. La pobreza nos vuelve solidarios con los que menos tienen y nos hace agradecidos, predisponiéndonos para disfrutar mejor los dones de la Providencia. La pobreza nos hace más accesibles a los pobres y más cercanos a ellos, que muchas veces se sienten marginados de nuestras comunidades y terminan por sentirse más acogidos en las sectas. La pobreza nos permite vivir el celibato bajo esa óptica, como una pobreza de no contar con compañera e hijos, pobreza asumida y elegida. También nos hace obedecer con más prontitud, despojándonos de nuestros propios criterios, para elegir lo que nos propone el obispo y la Iglesia. Decían los obispos de España en 1990: La pobreza, distintivo de todos los seguidores de Jesús, es una actitud de espíritu que renuncia a apoyarse sobre lo que uno vale y posee, para vivir abierto a Dios y a los hermanos en la forma concreta de disponibilidad requerida por la propia condición. Esta forma concreta, propia del presbítero, reviste las siguientes motivaciones: -La fuerza del Evangelio que él anuncia se encarna en medios pobres. La vida efectivamente pobre del presbítero hace transparente esta ley fundamental cristiana. Se vuelve así signo del contenido y del estilo del mensaje. Por el contrario, una vida que se apoya en el valer y el poseer oscurece aquella ley y se convierte en contrasigno del anuncio que es la razón de la existencia presbiteral. -La pobreza permite la sintonía y el compromiso consiguiente con quienes no valen ni poseen y son los primeros destinatarios del servicio ministerial. La pobreza, en cuanto virtud evangélica, es la protesta contra la dictadura del tener, del poseer, y de la pura autoafirmación. Ella incita a una solidaridad práctica con aquellos pobres para los cuales la pobreza no es una virtud sino una situación de vida y un producto social.
-Una pobreza así motivada es vivida por el presbítero en un estilo determinado. Es renuncia a muchos convencionalismos sociales económicamente comprometedores (en la vivienda, en el vestido, etc.) inherentes a esquemas burgueses de pensamiento y de comportamiento, que hacen que los pobres nos sientan extraños frente a ellos. Posibilita al sacerdote una libertad interior y exterior y una organización de su tiempo, su casa, sus costumbres, su hospitalidad y sus economías para que estén al servicio de lo que es la finalidad de su vida: la creación en torno de sí de la comunidad eclesial. La PDV nº 30, al hablar de la pobreza en la vida del presbítero, nos ayudará a descubrir grandes beneficios para nuestra vida, lo mismo que el Nuevo Directorio para la formación de los presbíteros: 1) Nos hace entenderla como una virtud pastoral, es decir, para vivir mejor nuestro pastoreo: De la pobreza evangélica los Padres sinodales han dado una descripción muy concisa y profunda, presentándola como sumisión de todos los bienes al Bien supremo de Dios y de su Reino. En realidad, sólo el que contempla y vive el misterio de Dios como único y sumo Bien, como verdadera y definitiva Riqueza, puede comprender y vivir la pobreza, que no es ciertamente desprecio y rechazo de los bienes materiales, sino el uso agradecido y cordial de estos bienes y, a la vez, la gozosa renuncia a ellos con gran libertad interior, esto es, hecha por Dios y obedeciendo sus designios. La pobreza del sacerdote, en virtud de su configuración sacramental con Cristo, Cabeza y Pastor, tiene características «pastorales» bien precisas, en las que se han fijado los Padres sinodales, recordando y desarrollando las enseñanzas conciliares. Afirman, entre otras cosas: «Los sacerdotes, siguiendo el ejemplo de Cristo que, siendo rico, se ha hecho pobre por nuestro amor (cf.2 Cor 8, 9), deben considerar a los pobres y a los más débiles como confiados a ellos de un modo especial y deben ser capaces de testimoniar la pobreza con una vida sencilla y austera, habituados ya a renunciar generosamente a las cosas superfluas». (PDV) 2) Como algo que nos ayuda a estar más disponibles a la voluntad de Dios y más desprendidos de nuestros proyectos o caprichos personales: Sólo la pobreza asegura al sacerdote su disponibilidad a ser enviado allí donde su trabajo sea más útil y urgente, aunque comporte sacrificio personal. Ésta es una condición y una premisa indispensable a la docilidad que el apóstol ha de tener al Espíritu, el cual lo impulsa para «ir», sin lastres y sin ataduras, siguiendo sólo la voluntad del Maestro. (PDV) -El ejemplo de Cristo pobre debe llevar al presbítero a conformarse con Él en la libertad interior ante todos los bienes y riquezas del mundo. El Señor nos enseña que Dios es el verdadero bien y que la verdadera riqueza es conseguir la vida eterna: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla?» (Mc 8, 36-37). Todo sacerdote está llamado a vivir la virtud de la pobreza, que consiste esencialmente en el entregar su corazón a Cristo, como verdadero tesoro, y no a los recursos materiales. (Directorio) 3) La pobreza sacerdotal se traduce en un responsable y transparente uso de los bienes de la Iglesia, sabiendo que no son nuestros: Inserto en la vida de la comunidad y responsable de la misma, el sacerdote debe ofrecer también el testimonio de una total «transparencia» en la administración de los bienes de la misma comunidad, que no tratará jamás como un patrimonio propio, sino como algo de lo que debe rendir cuentas a Dios y a los hermanos, sobre todo a los pobres. (PDV) El sacerdote, cuya parte de la herencia es el Señor, sabe que su misión, como la de la Iglesia, se desarrolla en medio del mundo, y es consciente de que los bienes creados son necesarios para el desarrollo personal del hombre. Sin embargo, ha de usar estos bienes con sentido de responsabilidad, moderación, recta intención y desprendimiento: todo esto porque sabe que tiene su tesoro en los Cielos; es consciente, en fin, de que todo se debe usar para la edificación del Reino de Dios y, por ello, se abstendrá de actividades lucrativas impropias de su ministerio. Asimismo, el presbítero debe evitar dar motivo incluso a la menor insinuación respecto al hecho de concebir su ministerio como una oportunidad para obtener también beneficios, favorecer a los suyos o buscar posiciones privilegiadas. Más bien, debe estar en medio de los hombres para servir a los demás sin límite, siguiendo el ejemplo de Cristo, el Buen Pastor. Recordando, además, que el don que ha recibido es gratuito, ha de estar dispuesto a dar gratuitamente y a emplear para el bien de la Iglesia y para obras de caridad todo lo que recibe por
ejercer su oficio, después de haber satisfecho su honesto sustento y de haber cumplido los deberes del propio estado. (Directorio) 4) La pobreza nos hace solidarios con nuestros hermanos curas y con los que menos tienen: Además, la conciencia de pertenecer al único presbiterio lo llevará a comprometerse para favorecer una distribución más justa de los bienes entre los hermanos, así como un cierto uso en común de los bienes. La libertad interior, que la pobreza evangélica custodia y alimenta, prepara al sacerdote para estar al lado de los más débiles; para hacerse solidario con sus esfuerzos por una sociedad más justa; para ser más sensible y más capaz de comprensión y de discernimiento de los fenómenos relativos a los aspectos económicos y sociales de la vida; para promover la opción preferencial por los pobres; ésta, sin excluir a nadie del anuncio y del don de la salvación, sabe inclinarse ante los pequeños, ante los pecadores, ante los marginados de cualquier clase, según el modelo ofrecido por Jesús en su ministerio profético y sacerdotal (cf. Lc 4, 18). (PDV) Amigo de los más pobres, les reservará las más delicadas atenciones de su caridad pastoral, con una opción preferencial por todas las formas de pobreza —viejas y nuevas—, que están trágicamente presentes en nuestro mundo; recordará siempre que la primera miseria de la que debe ser liberado el hombre es el pecado, raíz última de todos los males. (Directorio) 5) La pobreza es un signo profético ante nuestra sociedad que pone su corazón en los bienes y riquezas: No hay que olvidar el significado profético de la pobreza sacerdotal, particularmente urgente en las sociedades opulentas y de consumo, pues el sacerdote verdaderamente pobre es ciertamente un signo concreto de la separación, de la renuncia y de la no sumisión a la tiranía del mundo contemporáneo, que pone toda su confianza en el dinero y en la seguridad material. (PDV) El presbítero, por último, si bien no asume la pobreza con una promesa pública, está obligado a llevar una vida sencilla y a abstenerse de todo lo que huela a vanidad; abrazará, pues, la pobreza voluntaria, con el fin de seguir a Jesucristo más de cerca. En todo (habitación, medios de transporte, vacaciones, etc.), el presbítero elimine todo tipo de afectación y de lujo. En este sentido, el sacerdote debe luchar cada día por no caer en el consumismo y en las comodidades de la vida, que hoy se han apoderado de la sociedad en numerosas partes del mundo. Un examen de conciencia serio lo ayudará a verificar cuál es su nivel de vida, su disponibilidad a ocuparse de los fieles y a cumplir con sus propios deberes; a preguntarse si los medios de los cuales se sirve responden a una verdadera necesidad o si, en cambio, busca la comodidad rehuyendo el sacrificio. Precisamente en la coherencia entre lo que dice y lo que hace, especialmente en relación a la pobreza, se juega en buena parte la credibilidad y la eficacia apostólica del sacerdote. (Directorio) 6) La pobreza nos identifica más de cerca al despojo de Cristo, relegando cada vez más nuestro propio yo, para poner en el centro a Dios y a los hermanos: Jesucristo, que en la cruz lleva a perfección su caridad pastoral con un total despojo exterior e interior, es el modelo y fuente de las virtudes de obediencia, castidad y pobreza que el sacerdote está llamado a vivir como expresión de su amor pastoral por los hermanos. Como escribe San Pablo a los Filipenses, el sacerdote debe tener «los mismos sentimientos» de Jesús, despojándose de su propio «yo», para encontrar, en la caridad obediente, casta y pobre, la vía maestra de la unión con Dios y de la unidad con los hermanos (cf. Flp 2, 5). (PDV) -La pobreza de Jesús tiene una finalidad salvífica. Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos por medio de su pobreza (cfr. 2 Cor 8, 9). La Carta a los Filipenses nos enseña la relación entre el despojarse de sí mismo y el espíritu de servicio, que debe animar el ministerio pastoral. Dice San Pablo que Jesús no «retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de Sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2, 6-7). En verdad, difícilmente el sacerdote podrá ser verdadero servidor y ministro de sus hermanos si está excesivamente preocupado por su comodidad y por un bienestar excesivo. (Directorio) 3. Nuestro modo de relacionarnos con las cosas: Hablar de pobreza, es hablar de libertad, de relación adecuada con las cosas, dándoles a cada una su justo lugar, lejos de todo desprecio y lejos de toda idolatría. Francisco, en su encíclica Laudato si, nos
propone un nuevo modo de pararnos frente a las cosas, haciendo despertar en nosotros actitudes espirituales. Vayamos a algunos textos que nos pueden iluminar: 11. Así como sucede cuando nos enamoramos de una persona, cada vez que Francisco de Asís miraba el sol, la luna o los más pequeños animales, su reacción era cantar, incorporando en su alabanza a las demás criaturas. Él entraba en comunicación con todo lo creado, y hasta predicaba a las flores « invitándolas a alabar al Señor, como si gozaran del don de la razón ». Su reacción era mucho más que una valoración intelectual o un cálculo económico, porque para él cualquier criatura era una hermana, unida a él con lazos de
cariño. Por eso se sentía llamado a cuidar todo lo que existe. Su discípulo san Buenaventura decía de él que, « lleno de la mayor ternura al considerar el origen común de todas las cosas, daba a todas las criaturas, por más despreciables que parecieran, el dulce nombre de hermanas ». Esta convicción no puede ser despreciada como un romanticismo irracional, porque tiene consecuencias en las opciones que determinan nuestro comportamiento. Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la be lleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos. En cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado brotarán de modo espontáneo. La pobreza y la austeridad de san Francisco no eran un ascetismo meramente exterior, sino algo más radical: una renuncia a convertir la realidad en mero objeto de uso y de dominio. 214. Espero también que en nuestros seminarios y casas religiosas de formación se eduque para una austeridad responsable, para la contemplación agradecida del mundo, para el cuidado de la fragilidad de los pobres y del ambiente.
220. Esta conversión ecológica supone diversas actitudes que se conjugan para movilizar un cuidado generoso y lleno de ternura. En primer lugar implica gratitud y gratuidad, es decir, un reconocimiento del mundo como un don recibido del amor del Padre, que provoca como consecuencia actitudes gratuitas de
renuncia y gestos generosos aunque nadie los vea o los reconozca. También implica la amorosa conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas, de formar con los demás seres del universo una preciosa comunión universal. Para el creyente, el mundo no se contempla desde fuera sino desde dentro, reconociendo los lazos con los que el Padre nos ha unido a todos los seres. Además, haciendo crecer las capacidades peculiares que Dios le ha dado, la conversión ecológica lleva al creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo, para resolver los dramas del mundo, ofreciéndose a Dios « como un sacrificio vivo, santo y agradable » (Rm 12,1) 222. La espiritualidad cristiana propone un modo alternativo de entender la calidad de vida, y alienta un estilo de vida profético y contemplativo, capaz de gozar profundamente sin obsesionarse por el consumo. Es importante incorporar una vieja enseñanza, presente en diversas tradiciones religiosas, y también en la Biblia. Se trata de la convicción de que « menos es más ». La constante acumulación de posibilidades para consumir distrae el corazón e impide valorar cada cosa y cada momento. En cambio, el hacerse presente serenamente ante cada realidad, por pequeña que sea, nos abre muchas más posibili dades de comprensión y de realización personal. La espiritualidad cristiana propone un crecimiento con sobriedad y una capacidad de gozar con poco. Es un retorno a la simplicidad que nos permite detenernos a valorar lo pequeño, agradecer las posibilidades que ofrece la vida sin apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos por lo que no poseemos. Esto supone evitar la dinámica del dominio y de la mera acumulación de placeres.
223. La sobriedad que se vive con libertad y conciencia es liberadora. No es menos vida, no es una baja intensidad sino todo lo contrario. En realidad, quienes disfrutan más y viven mejor cada momento son los que dejan de picotear aquí y allá, buscando siempre lo que no tienen, y experimentan lo que es valorar cada persona y cada cosa, aprenden a tomar contacto y saben gozar con lo más simple. Así son capaces de disminuir las necesidades insatisfechas y reducen el cansancio y la obsesión. Se puede necesitar poco y vivir mucho, sobre todo cuando se es capaz de desarrollar otros placeres y se encuentra
satisfacción en los encuentros fraternos, en el servicio, en el despliegue de los carismas, en la música y el arte, en el contacto con la naturaleza, en la oración. La felicidad requiere saber limitar algunas necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida.
224. La sobriedad y la humildad no han gozado de una valoración positiva en el último siglo. La desaparición de la humildad, en un ser humano desaforadamente entusiasmado con la posibilidad de dominarlo todo sin límite alguno, sólo puede terminar dañando a la sociedad y al ambiente. No es fácil desarrollar esta sana humildad y una feliz sobriedad si nos volvemos autónomos, si excluimos de nuestra vida a Dios y nuestro yo ocupa su lugar, si creemos que es nuestra propia subjetividad la que determina lo que está bien o lo que está mal.
225. Por otro lado, ninguna persona puede madurar en una feliz sobriedad si no está en paz consigo mismo. La naturaleza está llena de palabras de amor, pero ¿cómo podremos escucharlas en medio del ruido constante, de la distracción permanente y ansiosa, o del culto a la apariencia? Muchas personas experimentan un profundo desequilibrio que las mueve a hacer las cosas a toda velocidad para sentirse ocupadas, en una prisa constante que a su vez las lleva a atropellar todo lo que tienen a su alrede dor. Esto tiene un impacto en el modo como se trata al ambiente. Una ecología integral implica dedicar algo de tiempo para recuperar la serena armonía con la creación, para reflexionar acerca de nuestro estilo de vida y nuestros ideales, para contemplar al Creador, que vive entre nosotros y en lo que nos rodea, cuya presencia no debe ser fabricada sino descubierta, develada.
226. Estamos hablando de una actitud del corazón, que vive todo con serena atención, que sabe estar plenamente presente ante alguien sin estar pensando en lo que viene después, que se entrega a cada momento como don divino que debe ser plenamente vivido. Jesús nos enseñaba esta actitud cuando nos invitaba a mirar los lirios del campo y las aves del cielo, o cuando, ante la presencia de un hombre inquieto, « detuvo en él su mirada, y lo amó » (Mc 10,21). Él sí que estaba plenamente presente ante cada ser humano y ante cada criatura, y así nos mostró un camino para superar la ansiedad enfermiza que nos vuelve superficiales, agresivos y consumistas desenfrenados.
227. Una expresión de esta actitud es detenerse a dar gracias a Dios antes y después de las comidas. Propongo a los creyentes que retomen este valioso hábito y lo vivan con profundidad. Ese momento de la bendición, aunque sea muy breve, nos recuerda nuestra dependencia de Dios para la vida, fortalece nuestro sentido de gratitud por los dones de la creación, reconoce a aquellos que con su trabajo proporcionan estos bienes y refuerza la solidaridad con los más necesitados. 4. La cruz en la vida sacerdotal: En el ritual de ordenación sacerdotal, cuando el obispo nos hace entrega de la patena y del cáliz, lo hace con las siguientes palabras: Considera lo que realizas, imita lo que conmemoras y conforma tu vida con la Cruz del Señor. No hace falta aclarar que la Cruz estará presente en nuestra vida sacerdotal, como lo está en la vida de todo cristiano que se tome en serio el seguimiento de Jesús. Él mismo nos dice con total claridad: El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga (Mt 16,24). La Cruz tiene mucho que ver con la pobreza. En el seguimiento de Jesús, la vida nos va despojando de distintas seguridades, para poner nuestra seguridad en Él. Y esto se realiza con dolor y sufrimiento. Nuestra vida ha de ser conformada con la Cruz de Jesús. En nuestra vida sacerdotal, la cruz tomará distintas formas, que podemos enunciar algunas: 1) La cruz de la propia debilidad: es la que cargamos muchas veces con dolor, al constatar nuestra miseria, debilidad. Continuamente tomamos contacto con la enorme desproporción entre aquello que se nos confía con nuestra pobre respuesta a tanta gracia. Es la confrontación continua entre el tesoro que es Cristo y las vasijas de barro que somos nosotros (cfr. 2Cor 4,7). 2) La cruz de la soledad: la sentimos muchas veces en la vivencia del celibato. Si bien sabemos que Cristo está con nosotros, sin embargo, eso no quita el dolor de la ausencia de un amor más exclusivo e íntimo.
3) La cruz pastoral: tiene diversas astillas: las dificultades en la siembra de la Palabra, en la respuesta a esa Palabra sembrada, en las desilusiones y aparentes fracasos, en la incomprensión, el rechazo, la indiferencia de muchos al Evangelio. Esto lo viviremos en el seno de nuestra comunidad, con nuestros hermanos sacerdotes, incluso a veces con el obispo. 4) La cruz de nuestros hermanos: al entrar en la intimidad de tantos hermanos, sufriremos sus dolores, enfermedades, injusticias. También entraremos en el misterio de la iniquidad, del mal en el corazón propio y de nuestros hermanos. Tocaremos de cerca la miseria humana que nos hará sufrir, preguntarnos, inquietarnos. Participaremos de profundos dolores que empezarán a ser los nuestros y ante los cuales no podemos permanecer indiferentes. 5) La cruz del cansancio: si deseamos ser fieles a nuestro ministerio, muchas veces llegaremos al límite de nuestras fuerzas humanas, cansados. Otras veces, la rutina, la repetición de cosas tan sencillas y cotidianas ensombrecerá nuestro corazón. 6) La cruz del desarraigo y de tantas renuncias: los cambios de parroquias, el dejar alguna misión a la que pusimos mucho empeño, obedecer y ponernos a empezar algo nuevo, traerá dolores y renuncias en el corazón. 7) La cruz de las arideces en el camino de fe: en el crecimiento de nuestra vida espiritual pasaremos por sequedades en nuestra vida de oración y en nuestro apostolado. Muchas veces estaremos tentados de bajar los brazos, dejar la oración, dejar de ser fieles a nuestros compromisos apostólicos. Nos sentiremos muchas veces en penumbras, sin claridades, caminando a tientas. Al respecto nos pueden ayudar los siguientes textos del Magisterio: La ascesis y de la disciplina interior, el espíritu de sacrificio y de renuncia, la aceptación de la fatiga y de la cruz. Se trata de elementos de la vida espiritual, que con frecuencia se presentan particularmente difíciles para muchos candidatos al sacerdocio, acostumbrados a condiciones de vida de relativa comodidad y bienestar, y menos propensos y sensibles a estos elementos a causa de modelos de comportamiento e ideales presentados por los medios de comunicación social, incluso en los países donde las condiciones de vida son más pobres y la situación de los jóvenes más austera. Por esta razón, pero sobre todo para poner en práctica —a ejemplo de Cristo, buen Pastor— la donación radical de sí mismo propia del sacerdote, es necesario inculcar el sentido de la cruz, que es el centro del misterio pascual. Gracias a esta identificación con Cristo crucificado, como siervo, el mundo puede volver a encontrar el valor de la austeridad, del dolor y también del martirio, dentro de la actual cultura imbuida de secularismo, codicia y hedonismo. (PDV 48) El sacerdote está llamado a celebrar el Santo Sacrificio eucarístico, a meditar constantemente sobre lo que este significa y a transformar su vida en una Eucaristía, lo cual se manifiesta en el amor al sacrificio diario, sobre todo en el cumplimiento de sus deberes de estado. El amor a la cruz lleva al sacerdote a convertirse en un sacrifico agradable al Padre por medio de Cristo (cfr. Rom 12, 1). Amar la cruz en una sociedad hedonística es un escándalo, pero desde una perspectiva de fe, es fuente de vida interior. El sacerdote debe predicar el valor redentor de la cruz con su estilo de vida. (Directorio 67) Independientemente de la edad, los presbíteros se pueden encontrar en una situación de debilidad física o de cansancio moral. Ofreciendo sus sufrimientos, contribuyen de modo eminente a la obra de la redención, dando un testimonio sellado por la elección de la cruz acogida con la esperanza y la alegría pascual. A estos presbíteros, la formación permanente debe ofrecer estímulos para continuar de modo sereno y fuerte su servicio a la Iglesia y para ser signo elocuente de la primacía del ser sobre el obrar, de los contenidos sobre las técnicas, de la gracia sobre la eficacia exterior. De este modo, podrán vivir la experiencia de S. Pablo: «Me alegro de mis sufrimientos por ustedes: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24). (Directorio 114) 5. Viviendo lo reflexionado: Para este momento, ofrecemos dos textos del Cardenal Pironio que nos pueden ayudar a vivir mejor el misterio de la pobreza (1) y el de la Cruz (2), en nuestra vida de todos los días. Meditación para tiempos difíciles: Pironio 1) Pobreza y esperanza (Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos Mt 5, 3)
. Para afrontar los tiempos difíciles –para superarlos en la fecundidad y la fuerza transformadora de la esperanza– hace falta ser pobres. Habíamos confiado excesivamente en la técnica, en la ciencia y la fuerza de los hombres. Descubrimos al hombre y su historia, el tiempo y el mundo, pero nos olvidamos de Dios y perdimos la perspectiva de lo eterno. Nos hemos sentido demasiado seguros en nosotros mismos. Por eso, la primera condición para esperar de veras es ser pobre. Sólo los pobres –que se sienten inseguros en sí mismos, sin derecho a nada, ni ambición de nada– saben esperar. Porque ponen en sólo Dios toda su confianza. Están contentos con lo que tienen. Los verdaderos pobres no son nunca violentos, pero son los únicos que poseen el secreto de las transformaciones profundas. Tal vez esto parezca una ilusión. No lo es si nos ponemos en la perspectiva del plan del Padre, incomprensible para nosotros, y de la acción del Espíritu. No olvidemos que los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz (Gál 5, 22). Los tiempos difíciles se manifiestan cuando las cosas o los hombres nos aprisionan, limitan nuestra libertad, oscurecen el horizonte o nos impiden ser fieles al designio del Padre y a la realización de nuestra vocación divina. Los tiempos difíciles comenzaron cuando el demonio les hizo perder a los hombres la libertad con el pretexto de que iban a ser como dioses (Gén 3, 5). Por eso, el tiempo de la esperanza comienza cuando el Hijo de Dios se despoja de la manifestación de su gloria y se hace siervo, obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Filip 2, 8). El desposeimiento de Cristo –su anonadamiento y su muerte– nos abre los caminos de la riqueza y la libertad. “Siendo rico se hizo pobre por nosotros a fin de enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8, 9). Así Cristo nos libera del pecado y de la muerte (Rm 8, 2). Vino para hacernos libres (Gál 5, 1), quitando por su muerte “el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Una manifestación clara de la falta de pobreza es la seguridad en sí mismo y el desprecio de los otros. “Te doy gracias, Señor, porque yo no soy como los demás hombres”, (Lc 18, 11). Es el mismo pecado de excesiva seguridad personal que, aún en medio de la sinceridad de su amor por el Maestro, le hace peligrar y caer a San Pedro: “Aunque todos se escandalicen de Ti, yo nunca me escandalizaré” (Mt 26, 33). En definitiva, el rico, el que se siente seguro en sí mismo, no necesita del Señor. Por eso nunca podrá creer de veras en Dios, cuya esencia es la bondad y la misericordia del perdón. Es interesante, por eso, la solemne confesión de la fe de San Pablo: “Es cierta y digna de ser aceptada por todos la siguiente afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores: y el primero de ellos soy yo” (1 Tim 1, 15). Cuando uno se siente pobre y miserable, Dios se hace particularmente cercano e íntimo. La conciencia clara y serena de la propia limitación y miseria hace que entre en nosotros Jesucristo el Salvador. En María, la pobre, hizo maravillas el Todopoderoso, Aquel cuyo nombre es santo (Lc 1, 4849). Por eso María, la humilde servidora del Señor, cambió la historia. Es interesante comprobar que los tiempos se vuelven particularmente difíciles cuando cada uno cree tener la clave infalible para la solución de todos los problemas. Cuando, por ejemplo, en la Iglesia algunos creen que son los únicos pobres y que han entendido el Evangelio, que han descubierto el secreto para hacer más transparente y cercano a Jesucristo o que son los únicos verdaderamente comprometidos con la liberación del hombre, mientras otros sienten que son los únicos fieles a la riqueza de la tradición o se sienten maestros infalibles de sus hermanos. O también en la sociedad civil, cuando se piensa superficialmente que los otros no hicieron nada y que la única fórmula para transformar el mundo la posee uno. El fracaso sucesivo de los hombres –con la consiguiente desilusión para los jóvenes– tendría que ser un llamado a la pobreza. La pobreza no es sólo una virtud cristiana; es actitud necesaria y primerísima para los hombres grandes. Las tensiones se originan con frecuencia por el pretendido derecho a la exclusividad de la verdad y de la santidad. La paz sólo se da entre corazones disponibles; y la disponibilidad supone la pobreza. La esperanza cristiana se apoya en la omnipotencia y bondad de Dios. Para apoyarse en Dios hace falta ser pobre. La pobreza cristiana es total desposeimiento de sí mismo, de las cosas, de los hombres. Es hambre de Dios, necesidad de oración y humilde confianza en los hermanos. Por eso María, la pobre, confió tanto en el Señor y comprometió su fidelidad a la Palabra (Lc 1, 38). El canto de María es el grito de esperanza de los pobres. Esta misma meditación sobre la esperanza para los tiempos difíciles tiene necesariamente que mantenerse en una línea de pobreza. Por eso es extremadamente simple. Si pretendiera ser técnica y agotar el tema o enseñar a otros o corregirlos, dejaría de ser una manifestación de Dios a los pobres. Dejaría de ser pobre. Sólo tiene que ser una sencilla comunicación de Dios para despertar las verdades profundas sembradas en el corazón del hombre y una preparación para recibir la Verdad completa, que es Cristo (Jn 16, 33). La esperanza es una virtud fuerte, pero gozosa y serena. Hay aquí un parentesco con la pobreza. La pobreza real es fuerte, pero no agresiva; en algunas circunstancias es muy dolorosa, pero
nunca deja de ser serena y alegre. El pobre espera al Señor más que el centinela la aurora (Sal 130, 5-6), y tiene fijos sus ojos en el Señor, como la esclava en manos de su señora (Sal 123, 2). La pobreza y la esperanza hacen centrar nuestros deseos y seguridad en Jesucristo. La pobreza nos abre a Jesucristo nuestro Salvador. La esperanza nos hace tender hacia su encuentro. Nos hace pensar también en María, que sintetiza el “pequeño resto” de “los pobres” que en Israel esperaban la salvación. En María, la pobre, se cumplieron la plenitud de los tiempos. Por eso es la Madre de la Santa Esperanza. 2) FORTALEZA Y ESPERANZA “Nos gloriamos hasta en las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada, y la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por le Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5, 3-5). San Pablo siente, como Jesucristo, la gloria y fecundidad del sufrimiento. “Yo sólo me gloriaré en la cruz” (Gál 6, 14). Es la cruz, interna y externa, asumida con gozo por la Iglesia y el mundo: “Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes y completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). Esa misma dicha de sufrir por Cristo la desea de corazón a sus hijos a quienes pide que sigan siendo “dignos seguidores del Evangelio de Cristo... sin dejarse intimidar para nada por los adversarios. Dios les ha concedido la gracia, no solamente de creer en Cristo, sino también de sufrir por El” (Filip 1, 27-30). Pero esta felicidad honda del sufrimiento se conecta con la firmeza de la esperanza. Y la esperanza, a su vez, toma su fuerza en el amor del Padre manifestado en Cristo Jesús (Rm 8, 39) y comunicado a cada uno por el Espíritu Santo que nos fue dado. La esperanza exige fortaleza: para superar las dificultades, para asumir la cruz con alegría, para conservar la paz y contagiarla, para ir serenos al martirio. Nunca ha sido virtud de los débiles o privilegio de los insensibles, ociosos o cobardes. La esperanza es fuerte, activa y creadora. La esperanza supone lo arduo, lo difícil, aunque posible (s. Tomás). No existe esperanza de lo fácil o evidente. “Cuando se ve lo que se espera, ya no se espera más, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? En cambio, si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia” (Rm 8, 24-25). Los tiempos difíciles exigen fortaleza. En dos sentidos: como firmeza, constancia, perseverancia, y como compromiso activo, audaz y creador. Para cambiar el mundo con el espíritu de las bienaventuranzas, para construirlo en la paz, hace falta la fortaleza del Espíritu. “Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre ustedes y serán mis testigos” (Hech 1, 8). La primera condición para un testigo de la Pascua –es decir, de la esperanza– es la contemplación (haber visto y oído, haber palpado la Palabra de la Vida, 1 Jn 1, 1-5); la segunda es la cruz (ser hondamente incorporado a la muerte y resurrección del Señor, Rom 6, 3-6); la tercera es la fortaleza (la capacidad para ir prontos y alegres al martirio). En los tiempos difíciles hay una fácil tentación contra la esperanza: ponerse inútilmente a pensar en los tiempos idos o soñar pasivamente en que pase pronto la tormenta, sin que nosotros hagamos nada para crear los tiempos nuevos. La esperanza es una virtud esencialmente creadora; por eso cesará cuando, al final, todo esté hecho y acabado. El cielo será el reposo conseguido por la búsqueda de la fe, la constancia de la esperanza y la actividad del amor (1 Tes 1, 3). La felicidad eterna será eso: saborear en Dios para siempre la posesión de un Bien intuido por la fe, perseguido en la esperanza y alcanzado por el amor. Pero la fortaleza no es poderío ni agresividad. Hay pueblos que no tienen nada, que esperan todo, y son inmensamente felices. Porque son providencialmente fuertes en el espíritu. Poseen a Dios y gustan en el silencio de la cruz su adorable presencia. Para ser hombre de paz hay que ser fuerte: sólo los que poseen la fortaleza del Espíritu pueden convertirse en operadores de la paz (Mt 5, 5). La fortaleza es necesaria para asumir la cruz con alegría, como el gran don del Padre, que prepara la fecundidad para los tiempos nuevos. Hay un modo de vivir la cruz con amargura, resentimiento o tristeza. Entonces la cruz nos despedaza. Pero la cruz es inevitable en nuestra vida y, para los cristianos, es condición esencial del seguimiento de Jesús. No fuimos hechos para la cruz, pero es necesario pasarla para poder entrar en la gloria (Lc 24, 26). Hay almas privilegiadas que sufren mucho; más todavía, su gran privilegio es la cruz. Los amigos, como en el caso de Job, quisieran evitársela. También Pedro, cuando no entiende el anuncio de la pasión (Mt 16, 22). O como en la crucifixión del Señor, los judíos quisieron verlo descender de la
cruz para creer en El (Mt 27, 42). Hoy, más vale creemos a un hombre que nos habla desde la cruz un lenguaje de alegría y esperanza. Porque su testimonio nace de una profunda experiencia de Dios. Un pueblo que sufre puede caer en la resignación pasiva y fatalista o en la agresividad de la violencia. Hay que amarlo entonces con la fortaleza del Espíritu para hacerlo entrar por el camino de la esperanza. Aunque parezca que la tierra prometida está muy lejos y que la esperanza de los Profetas –que anuncia castigos y exige conversión– sea una ilusión inútil. ¿Cómo puede hablarse de esperanza cuando tantos niños mueren cotidianamente de hambre, cuando tantos pueblos padecen miseria y opresión? ¿Cómo puede hablarse de esperanza cuando se multiplican las injusticias, las acusaciones falsas, los secuestros, las prisiones y las muertes? ¿Cómo puede hablarse de esperanza cuando la Iglesia es herida adentro y cuestionada la persona y autoridad del Papa y los Obispos? Sin embargo, es entonces cuando los cristianos verdaderos tocan la esencia de su fidelidad a la Palabra, creen de veras en el Dios que nunca falla y arrancan del corazón de la cruz la esperanza que necesitan comunicar a sus hermanos. Los hombres tienen derecho a que nosotros esperemos contra toda esperanza, seamos constructores positivos de la paz, comunicadores de alegría y verdaderos profetas de esperanza. Hay que prepararse para el martirio. Hubo un tiempo en que leíamos con veneración, como historia que nos conmovía y alentaba, el relato de los mártires. Hoy, quien se decide a vivir a fondo el Evangelio, debe prepararse para el martirio. Lo peor es que, en muchos casos, se apedrea y se mata “en nombre de Jesucristo”. Es el cumplimiento de la Palabra del Señor: “Les he dicho esto a fin de que no sucumban a la prueba... Llega la hora en que quien les mate tendrá el sentimiento de estar presentando un sacrificio a Dios. Se los digo ahora a fin de que, cuando llegue el momento, se acuerden de que yo se los había ya dicho” (Jn 16, 1-4). Para esta disponibilidad gozosa para el martirio hace falta sobre todo la fortaleza del Espíritu. Jesús prometió el Espíritu a sus Apóstoles para predicarlo “con potencia” –como fruto de una experiencia o contemplación palpable y sabrosa– y para ir gozosos al martirio. Estamos en el puro corazón del Evangelio. Jesús fue rechazado por los suyos, perseguido y calumniado, encarcelado, crucificado y muerto. También los Apóstoles. Pero vivieron con alegría su participación en la cruz de Cristo y se prepararon con paz a su martirio. “Alegres por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre de Jesús” (Hech 5, 41). Pablo sigue predicando desde la cárcel; su gran título es éste: “Yo, el prisionero de Cristo (Ef 4,1). Hay en los Hechos un pasaje hermosísimo, tierno y fuerte al mismo tiempo, que nos revela la honda y gozosa disponibilidad de Pablo para el martirio; es cuando se despide de los presbíteros de Éfeso: “Miren que ahora yo, encadenado por el Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones “(Hech 20, 22-23). Pero Pablo se siente inmensamente feliz –es lo único que cuenta para él– con ser fiel al ministerio recibido de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios. Hoy sufren martirio las personas, las comunidades cristianas y los pueblos. Hay una tentación fácil y peligrosa de politizar el Evangelio. Pero también hay un deseo evidente de acallar el Evangelio o de reducirlo a esquemas intemporales. Se acepta fácilmente un Evangelio que proclama la venida de Jesús en el tiempo y anuncia su retorno, pero molesta el Evangelio que nos dice que Jesús sigue viviendo con nosotros hasta el final del mundo y nos exige cotidianamente compromisos de justicia, de caridad fraterna, de inmolación al Padre o de servicio a los hermanos. “La Iglesia tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, de ayudar a que esta liberación nazca, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea verdaderamente total. Todo esto no es extraño a la evangelización” (Evangelii nuntiandi 30). Todo lo que hace al compromiso evangélico del cristiano –glorificador del Padre, servidor de los hombres y constructor de la historia– es considerado como peligroso y subversivo. Y sin embargo, el Evangelio tiene algo que decir en todo esto y tiene que ser fermento de paz y salvación para el mundo concreto de la historia –orden económico y social, orden político– en que se mueven los hombres. Para ser fiel a la totalidad del Evangelio hace falta fortaleza. Finalmente hay algo que exige particular fortaleza: es el equilibrio del Espíritu para los tiempos difíciles. Puede haber el riesgo de evadirnos en la indiferencia, la insensibilidad o el miedo. Puede haber también el riesgo de dejarnos arrastrar por la tormenta o por la euforia fácil del éxito inmediato. No querer cambiar nada, para no romper el orden o perder la unidad. O quererlo cambiar todo, desde afuera y enseguida. Una de las características fundamentales –tal vez la primera según el Concilio Vaticano II y Medellín– de los tiempos nuevos es le cambio. Cambios acelerados, profundos y universales. Precisamente por eso los tiempos nuevos resultan enseguida los tiempos difíciles. Cambiarlo todo desde
adentro, con la luz de la Palabra y la acción del Espíritu, no es cosa fácil. El cambio no es una simple sustitución; mucho menos, la rápida destrucción de lo antiguo. El cambio es creación y crecimiento; es decir, desde la riqueza de lo antiguo, ir creando el presente y preparar el futuro. Los tiempos difíciles pueden perder el equilibrio. Pero la falta de equilibro agrava todavía más la dificultad de los tiempos nuevos. Porque se pierde la serenidad interior, la capacidad contemplativa de ver lejos y la audacia creadora de los hombres del Espíritu. Cuando falta el equilibrio aumenta la pasividad del miedo o la agresividad de la violencia. Los tiempos difíciles exigen hombres fuertes; es decir que viven en la firmeza y perseverancia de la esperanza. Para ello hacen falta hombres pobres y contemplativos, totalmente desposeídos de la seguridad personal para confiar solamente en Dios, con una gran capacidad para descubrir cotidianamente el paso del Señor en la historia y para entregarse con alegría al servicio de los hombres en la constitución de un mundo más fraterno y más cristiano. Es decir, hacen falta “hombres nuevos”, capaces de saborear la cruz y contagiar el gozo de la resurrección, capaces de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismos, capaces de experimentar la cercanía de Jesús y de contagiar al mundo la esperanza. Capaces de experimentar que “el Señor está cerca” (Filip 4, 4), y por eso son imperturbablemente alegres, y de gritar a los hombres que “el Señor viene” (1 Cor 16, 22), y por eso viven en la inquebrantable solidez de la esperanza. Hombres que han experimentado a Dios en el desierto y han aprendido a saborear la cruz. Por eso ahora saben leer en la noche los signos de los tiempos, están decididos a dar la vida por sus amigos y, sobre todo, se sienten felices de sufrir por el Nombre de Jesús y de participar así hondamente en el misterio de su Pascua. Porque, en la fidelidad a la Palabra, han comprendido que los tiempos difíciles son los más providenciales y evangélicos y que es necesario vivirlos desde la profundidad de la contemplación y la serenidad de la cruz. De allí surge para el mundo la victoria de la fe (1Jn 5, 4), que se convierte para todos en fuente de paz, de alegría y de esperanza. Tarea para el mes Fecha de entrega: 4 de noviembre 1) Leyendo el punto 1, contestar: a) ¿Por qué el cristiano ha de optar por los pobres? b) Enumerar algunas riquezas que podemos aprender de nuestros hermanos pobres. 2) Leyendo el punto 2, describir cada uno de los 6 valores de la pobreza en nuestra vida sacerdotal. 3) Leyendo los textos de Laudato si, citados en el apunte: a) Explicar en qué se relaciona la pobreza con lo que nos propone el Papa. b) Resumir estos números en una lista de actitudes espirituales que estamos llamados a vivir desde ahora en el Seminario, para ser fieles a lo que nos invita el Papa. 4) Leyendo las 7 cruces que aparecen en nuestra vida sacerdotal, imagina que un sacerdote te comparte estas cruces, ¿qué le aconsejarías ante cada cruz para poder vivirlas mejor? 5) Leyendo los dos textos del Cardenal Pironio, resumir lo que nos dice acerca de cómo vivir la pobreza y cómo vivir la realidad de la cruz en nuestra vida cristiana.
Octavo encuentro: El celibato y la Virgen
Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos (Hch 1,14). Como ya hemos tratado el tema del celibato, extensamente, en el curso del año anterior, vamos a detenernos más bien en actitudes que nos puedan ayudar a vivirlo. El celibato, como veíamos, es un don, un carisma. Está en nosotros, recibirlo y colaborar con la gracia dada por Dios. De ahí que nuestra actitud mejor, durante la formación, será la de disponernos para recibir el don, para que no caiga en saco roto, sino que encuentre una tierra abonada y preparada, para que el don sea fecundo en nuestras vidas. Actitudes que necesitaremos ir viviendo desde la formación inicial y que necesitan ser vividas durante la formación permanente. Para abrazar el celibato, necesitamos hacer una experiencia cotidiana y profunda de Dios. El celibato no se puede sostener por una idea, o a fuerza de puños, sino que brota como respuesta generosa a la seducción que Jesús y su Reino ejercen sobre nosotros. Se trata pues de disponernos para ser seducidos por Jesús, para poder hacer una experiencia real, profunda y personal, de su amor, que nos llevará a la donación de nosotros mismos, a la entrega de la totalidad de nuestro corazón. I. EL CELIBATO en: Cristianos en intemperie: Encontrar a Dios en la vida: Darío Mollà, sj. 1. “Disponerse” a si mismo, ayudar a otros a “disponerse” La tarea de disponerse tiene componentes “positivos”, de construcción, y otros que tienen que ver más con “eliminar” obstáculos para esa experiencia de Dios. Disponerse es, por una parte, fomentar capacidades y actitudes que nos preparan, que nos hacen más aptos para la experiencia y, por otra, quitar elementos que nos pueden distraer de la misma, alejarnos de ella, encerrarnos en nosotros mismos, impidiendo la apertura a lo que viene de fuera. Disponerse tiene, asimismo, una vertiente de tarea más “interior” que tiene que ver con el cuidado del deseo, con la petición, la purificación... y una tarea más exterior que tiene que ver con la puesta a punto o el desarrollo de determinadas capacidades. Ese “disponerse” es, por decirlo de un modo sencillo, ir preparando un “sujeto”, una persona humana, capaz de la experiencia de Dios, abierta a ella, deseosa incluso. Vamos a definir a continuación una serie de capacidades que, al menos en grado mínimo, son necesarias en una persona que quiera ser sujeto de la experiencia de Dios; pero que con la misma van a ir madurando y profundizándose. Cada persona tendrá que ver en qué medida necesita trabajar una u otra y cuál es el grado de intensidad que debe poner en el cuidado de cada una de ellas: no es todo, ni todo al mismo tiempo, sino que, como en cualquier proyecto pedagógico, la personalización es imprescindible. 2. Capacidad de interioridad Entiendo la interioridad en un doble sentido. Por una parte, la capacidad de conectar con el mundo interior de la propia persona: la capacidad de observar los movimientos interiores, de escuchar palabras y ruidos internos, de discernir o separar sentimientos y juicios, de sentir correctamente los deseos y su fuerza, etc... Pero también, por otra parte, entiendo por interioridad la capacidad de relacionarse con lo exterior desde dentro de uno mismo, no meramente desde las capas más superficiales de la persona; y ahí se incluyen cosas como la capacidad de conectar íntimamente, de captar signos, de interpretar gestos, etc. Dios no es evidente, no está en la superficie de las cosas o de los acontecimientos, no es lo primero que se ve... y la dispersión, la aceleración o la banalidad, tan presente en nuestros ritmos de vida, en nuestras maneras de estar, mirar o relacionarnos, no ayudan al encuentro con Él. Dentro de este necesario y complejo trabajo de la interioridad, me gustaría destacar tres áreas de atención especiales: la “espiritualidad” del cuerpo, la reconciliación con el silencio y la valoración de la contemplación. El cuerpo humano, el cuidado, y más allá del cuidado, el culto al cuerpo, es una de las características propias de nuestro momento cultural, especialmente (aunque no sólo) en las generaciones más jóvenes. Los medios, las horas, el dinero que se dedica a ello, son abundantes; es sorprendente lo que un “buen” cuerpo o un cuerpo atractivo condicionan, incluso, la estima de las personas. Son datos que no podemos ignorar. Porque, además, el cuerpo es un elemento de primer orden en la capacidad humana de relación: con uno mismo y con los demás, en la buena o en la mala relación. Y en nuestro discurso educativo o pastoral sobre el cuerpo, y el uso del cuerpo en la relación con uno mismo, con los demás y con Dios, hemos de evitar, en mi opinión, un doble extremo. El extremo de un discurso sobre el cuerpo
que lo “demoniza”, lo fustiga o lo presenta siempre como obstáculo u elemento negativo: en definitiva, un discurso predominante y preferentemente “moralizador” sobre el cuerpo (normalmente para decir lo que está mal, que suele ser casi todo). O el otro extremo: el de ignorar el cuerpo; el de un silencio total sobre el papel del cuerpo en la vida de las personas, o por comodidad o por no saber qué decir. Ni una cosa ni otra ayudan a la gente. Obviamente, hablamos de cuerpos con sexo, no asexuados, pero cuerpos que son más que sexo. Es necesario pensar y educar en un uso “espiritual” del cuerpo. De un cuerpo que es mediación necesaria de nuestras relaciones como personas. Es necesario hacer una reflexión sobre el cuerpo con más carga “espiritual” y con menos carga “moral”. Porque, además, la primera ha de preceder necesariamente a la segunda, si ésta ha de ser correcta... Pensemos en los sentidos. No se trata sólo de “guardar los sentidos”, que sí que habrá que hacerlo en ocasiones; se trata también de “aplicar los sentidos”. Sentidos que son las puertas de nuestra comunicación con el exterior. Con la mirada se puede violentar e incluso violar o se puede acoger y sanar; el oído necesita ser educado para la escucha, y eso es más que fisiología; las manos pueden golpear o acariciar, ser posesivas o transmitir ternura; al gusto hay que educarlo para saborear, que es un paso necesario para el valorar y agradecer; el olfato puede ser un sentido interior que nos oriente en la vida cuando no hay demasiada evidencia o claridad... Hablaba también del silencio, y de una relación “reconciliada” con él. Tengo la sensación de que nuestra cultura mantiene con el silencio una relación curiosa de amor/odio o, quizá al revés, de miedo/búsqueda. Por una parte, vemos cómo de tantas y tan variadas maneras se evita el silencio, desde el uso compulsivo, e incluso socialmente molesto, del móvil, hasta todo tipo de música ambulante; pero, por otra, se valoran las “escapadas” que de vez en cuando se realizan a diversos ámbitos de silencio... Para la experiencia de Dios ayuda el hábito de silencio, la capacidad de silencio. No estoy diciendo que esa experiencia se dé sólo cuando se está en silencio, ni mucho menos, pero sí que esa capacidad de silencio ayuda a percibirla incluso en medio de la agitación. Hablamos de un silencio que es más, mucho más, que la ausencia de palabras: se trata de un silencio que tiene que ser elocuente con la vida, que es disposición para la escucha de la voz de Dios en la propia existencia y que no tiene nada que ver con la cerrazón huraña o con la hosca mudez en la que, con demasiada frecuencia, pretendemos esconder nuestra falta de autocomprensión de la propia realidad y, obviamente de los acontecimientos que vivimos a lo largo de las horas, del tiempo y del espacio... Ese silencio no es lo opuesto a la palabra, es lo opuesto al ruido y a la distracción permanente. Añadía un tercer elemento dentro de esa capacidad de interioridad, característica primera del sujeto de la experiencia de Dios: la valoración de la contemplación. La contemplación no sólo como una forma concreta de oración o de acercamiento interior y/o místico a determinadas realidades, sino la contemplación como talante de vida. Y aquí es oportuno recuperar aquello ignaciano, del “contemplativo en la acción”, tan limitada y parcialmente interpretado a veces. Pues esa fórmula no habla de introducir “dosis” de contemplación en medio de la acción (ni muchas ni pocas): no es ésa la cuestión; se trata de trabajar, de actuar, de vivir... contemplativamente. Que es una manera particular, más valiosa, de hacer y vivir la vida... Un modo de situarse que, por una parte, requiere de una calidad interior (de la que venimos hablando) y que, por otra, da también una calidad mayor, un alcance mayor, una riqueza más grande a todo lo que la vida nos aporta. Vivir contemplativamente es vivir respetando la realidad y las personas, no usurpando el protagonismo que tienen personas y cosas mediante nuestro autocentramiento, no poniéndonos como pantalla o muro contra el que se estrella todo aquello que nos es aportado; situarnos con atención, fijándonos en el detalle, valorando el gesto, sin prisa, dejándose invitar más que invadiendo los espacios del otro, etc... ¡No podemos ni siquiera intuir lo “nueva” que se vuelve la vida cuando se la vive contemplativamente! 3. Capacidad de “elección” No se puede aspirar a todo, no se puede querer todo, no se puede tener todo, no todo es compatible con todo, no todo vale. Estas afirmaciones tan elementales y obvias en apariencia en ocasiones son difíciles de aceptar en nuestra cultura ambiente. Pero hay que animarnos a cuestionarnos este “todo vale”, “todo al mismo tiempo”, “todo es compatible”, si se quiere estar disponible para una experiencia de Dios, un Dios que no es una cosa más, una opción más, un amor más: “... Dios no puede ser tratado como una “cosa” más entre muchas: Él es el único Dios, la fuente trascendente de todo lo bueno. No podemos servir al Dios de Abraham, Isaac y Jacob a menos que lo amemos con todo nuestro corazón y no meramente poniéndolo el primero de la lista. Ello nos plantea la necesidad de ir creciendo en capacidad de
“elección”, entendiendo este término en el sentido ignaciano del mismo. ¿En qué consiste, de qué hablamos? Antes que nada, hablamos de tener claro aquello que afectivamente debe centrar nuestra vida, y en función de eso ir tomando decisiones de aceptar o de dejar cosas, con un criterio de limpieza interior: si nos ayudan a centrarnos en aquello que debemos, tomarlas, o si nos apartan, dejarlas. Vale aquello que nos ayuda, no vale aquello que nos separa. Esa claridad interna, y esa limpieza de planteamiento e intención, nos ayudarán a una vida “ordenada”, en términos ignacianos, “coherente” en nuestro vocabulario. No se trata sólo de un “orden exterior”, sino de algo más hondo: de que las cosas estén en su sitio correcto y ocupen el lugar que deben ocupar, si es que deben ocupar alguno. Esa limpieza de intención, de corazón, de búsqueda, nos pone en un camino acertado y orientado hacia Dios. Lo contrario nos va haciendo vivir a impulsos, dando pasos adelante y atrás, dando vueltas, en ocasiones, en torno a cosas muy secundarias o superficiales. No es que el camino a Dios sea un camino siempre recto, siempre adelante, siempre claro... pero esa limpieza de intención nos libra de desviaciones engañosas. Esta capacidad ignaciana de “elección”, que es también capacidad de compromiso y de toma de decisiones, es capacidad de jerarquización, de priorización, de control y dominio sobre los impulsos de la vida... Se trata de conducir nosotros el coche de la vida, no de ser llevados por el coche; de que seamos nosotros los que establezcamos unos criterios en función de los cuales las cosas entran más o menos, o no entran, en nuestras agendas, y no de que sean las agendas las que nos marquen el paso... Es la capacidad de marcar las prioridades y los ritmos desde dentro. Nos permite valorar más allá de lo espontáneo y primario... Buscar a Dios ha de ser una decisión firme en el corazón, y condicionante de lo concreto de la vida, para que nuestros pasos no flaqueen en un camino que, en ocasiones, se hace más duro de lo esperado. 4. Capacidad de gratuidad Es la capacidad de no buscarnos a nosotros mismos, de no ser nosotros el objetivo último de nosotros mismos o de nuestra vida, de no ser el punto de referencia desde el cual todo se valora. Esta palabra “gratuidad”, comprensible aunque difícil para el lenguaje de nuestra cultura, viene, en mi opinión, a equivaler a términos clásicos de la tradición espiritual como “pobreza de espíritu”, “descentramiento”, “abnegación”, “salir del propio amor, querer e interés...”. La gratuidad es, de entrada, gratitud: capacidad de valorar agradecidamente todo aquello que somos y tenemos; y luego, de salida, generosidad: precisamente porque agradecidos somos desprendidos, y porque desde la gratitud lo normal es compartir y no defender nuestra posesión. Hay una gratuidad respecto a uno mismo que tiene que ver con el “despojarse”, con los “despojamientos”. En primer término, se trata de la aceptación serena, humanamente serena, de aquellos despojamientos que la vida nos va haciendo: del vigor y el atractivo físico, de la salud, de las cualidades intelectuales, de la capacidad de autonomía, del ocupar situaciones de relevancia... ¡Qué patético suele ser el espectáculo de quienes se resisten a perder: desde los/as que a los 60 años se empeñan en vestir como si tuvieran 25, hasta los que reiteran una y otra vez sus glorias pasadas! Unos/as hacen reír, otros aburren y suscitan una cierta lástima... Y, sin embargo, cuántas veces se da esa resistencia a aceptar los despojos de la vida... También hay un “despojarse” de tantos “mantos” que llevamos encima, con los que nos abrigamos sí, pero también nos envolvemos, ocultamos y aislamos. Discernir sobre la necesidad y función de nuestros mantos e irnos despojando de aquellos que nos quitan agilidad, de aquellos que sobrándonos a nosotros podrían cubrir algo a otros... Si respecto a nosotros la gratuidad tiene que ver con despojamientos, respecto a lo exterior a nosotros tiene que ver con el desasimiento de las cosas. No estar “asidos”, no estar “agarrados” a aquello que tenemos, e incluso a aquello que necesitamos tener. Gratuidad tiene que ver con nuestro modo de relacionarnos con cosas y personas, a las que tantas veces tratamos y utilizamos como cosas, como objetos, en función de nuestros objetivos personales. Hablar de gratuidad es hablar de libertad ante las cosas y de disponibilidad ante las personas. Hay un nivel más hondo de gratuidad, que es la gratuidad ante Dios. Esta gratuidad ante Dios es la sincera humildad. Estar ante Dios sin pretensiones, sin exigencias, sin condiciones... ¡Qué difícil nos resulta situarnos así ante Él! O como Jesús nos invita en la parábola del Padre y los dos hijos: estar ante Dios y con Dios disfrutando de ser hijos. Simplemente eso... Normalmente tendemos a situarnos ante Dios de dos modos equivocados: como deudores o como acreedores. El deudor se sitúa ante Dios atemorizado; y no tiene sentido situarse así, porque Dios nos perdona las deudas. El acreedor se sitúa ante Dios con enojo, malhumorado: y tampoco tiene sentido situarse así, porque Dios nos ha dado ya lo más valioso que tiene, la posibilidad de participar de su misma vida. Ante Dios como hijos, disfrutando: eso es humildad, eso es gratuidad... Ni
nuestro temor ni nuestras exigencias nos acercarán más a Dios, sino nuestro “caminar humilde”, en expresión del profeta Miqueas. 5. Capacidad de “encuentro” en la relación humana No quiero hacer caricatura fácil: tan sólo poner un ejemplo comprensible. Sobre un determinado modo de relación humana que difícilmente llega al encuentro personal, por muchas horas que se empleen. Es la relación tipo “chat” como modelo de falsa relación humana frecuente en nuestro tiempo. De entrada, se utiliza un “nick”: ese nick puede revelar algo de la propia persona o absolutamente nada, o ser totalmente engañoso; por otra parte, se puede modificar a voluntad, cuantas veces se quiera. En el contenido de la conversación, y como dice el viejo aforismo, “se miente más que se habla”; en cualquier caso, nada nos permite verificar la verdad de lo que se dice, y en las conversaciones de chat es más razonable la sospecha que la credibilidad. La relación se corta a voluntad, despidiéndose o no: para ello, se puede mentir (“ahora vuelvo”, “me llaman por teléfono”, etc...), se puede “ignorar” al interlocutor e impedir que éste se ponga de nuevo en contacto conmigo, se puede cambiar de canal... Se pueden haber pasado horas chateando con una persona sin llegar a establecer ningún vínculo personal, o más horas aún charlando simultáneamente con muchos sin llegar a establecer una conversación de un cierto tono con alguien. Hemos descrito un tipo de relación entre personas en la que no hay “encuentro”. En la medida en que esta forma de relación sin auténtico “encuentro” se reproduce en la vida, se empobrece la capacidad de relación humana. Sin una capacidad de relación humana medianamente madura, difícilmente es posible una relación con Dios de una cierta hondura. Para la maduración de nuestra capacidad de encuentro en la relación humana hay varios elementos a cuidar y/o potenciar. Uno, primero, es evitar los “ensimismamientos” en sus diversas formas: desde los “pasivos”, que serían aquellos que consisten básicamente en abstraerse o desinteresarse de todo aquello que no es uno mismo, hasta los más “activos”, que serían aquellos que hablando de cualquier cosa o de cualquier tema sólo hablan de “yo”. La dinámica de relación auténtica que posibilita el encuentro verdadero entre personas queda truncada cuando no se evitan tendencias y dinámicas de dependencia, de manipulación, de posesividad; esto nos va a exigir, en muchas ocasiones, autocrítica, examen y esfuerzo. Tiene que ver con ello algo que es importante recordar, y de un modo especial a las personas “religiosas”: que la auténtica relación humana, el auténtico “encuentro” supone no sólo dar, sino también recibir, no sólo capacidad y disponibilidad para dar, sino también capacidad y disponibilidad para recibir. La gratuidad no es dar sin recibir, sino dar sin exigir, sin buscar compensación o pago, sin buscarme a mi mismo en el dar: y eso es otra cosa. ¿O no hemos caído en la cuenta de que muchas veces las personas aparentemente más desinteresadas son las más posesivas, las más manipuladoras, las más rencorosas cuando el “agraciado” no responde como ellos quieren y esperan? Una relación de “encuentro” tiende necesariamente a la implicación. Sentirnos afectados, dispuestos, e implicarse y complicarse por aquello que descubrimos en la relación con el otro. En este contexto resuena la llamada evangélica, recogida tantas veces en la teoría y en la práctica por maestros de la espiritualidad, a la cercanía y al encuentro con los pobres como lugar de la experiencia de Dios. Pero ¡ojo!, no malinterpretemos: no es que porque me acerco (físicamente, más que nada) a los pobres yo soy estupendo/a, bueno/a y Dios me da el caramelo del encuentro con él. Dios no admite que hagamos de los pobres moneda de nada. Sino que cuando yo me encuentro de verdad con los pobres me empobrezco de las cosas y, sobre todo, de mí mismo; que su cercanía me desposee, y en esa desposesión, en ese vaciamiento, soy visitado por Dios, el Dios que se empobreció para enriquecernos de su vida y de su presencia. 6. Capacidad de fortaleza No hay gracia barata. ¡Cuántos son los desiertos que hay que cruzar para llegar hasta el mar...! Estas expresiones tan oídas, y otras muchas que podríamos citar, ponen de manifiesto algo que, por otra parte, todos hemos experimentado un sinnúmero de ocasiones: que las más auténticas experiencias humanas, y la de Dios lo es, no son fáciles ni baratas. Por eso, es importante, no sólo para nuestro tema, pero también para él, crecer y ayudar a otros a crecer en fortaleza. Muchas veces nos dirán y estaremos tentados de pensar que buscamos en el vacío, que lo nuestro es una quimera imposible, que no es sino una complicación inútil...: no podemos dejarnos llevar o mover por cualquier viento... O simplemente la indiferencia ambiental nos minará por dentro hasta casi dinamitar nuestro deseo. El buscador, el
caminante, sigue caminando también cuando el viento sopla de frente y arrecia, y si no está dispuesto a ello difícilmente llegará a la meta. En un sentido primero entiendo como fortaleza la capacidad de tener un criterio propio y de sostenerlo allí donde y cuando no es lo “políticamente correcto”, donde no es lo bien visto, lo que se espera oír... Todos sabemos lo costoso, y al mismo tiempo, lo necesario, que es esto. Habrá ocasiones en que sostener ese criterio propio va a tener sus costos en imagen, en aceptación, incluso en posibilidades de ascenso social o de promoción laboral... El criterio propio no es el que nunca se pone en cuestión (¡qué barbaridad sería eso, hablando de humanos!), sino aquel que se pone en cuestión donde debe ser puesto, y se sostiene con firmeza y sin fisuras donde debe ser sostenido. El criterio propio va acompañado de la capacidad de discernimiento que sabe distinguir los momentos y ocasiones en que necesita ser confrontado y cuestionado, con aquellos en los que, simplemente, necesita ser defendido. La fortaleza nos lleva también a hablar de la perseverancia. Perseverancia en la búsqueda y en el amor por aquello que hemos encontrado. También sobre la perseverancia es necesario hacer alguna aclaración para evitar malentendidos. Perseverancia no es igual a inmovilismo o continuismo acrítico o más de lo mismo siempre... Es verdad que Ignacio en sus Reglas de discernimiento habla de “no hacer mudanza en la desolación”, sino de permanecer, de perseverar... pero el mismo Ignacio, y en las mismas Reglas, también dice que en la consolación hay que poner en juego toda nuestra capacidad de creatividad e innovación... Perseverar en la fidelidad a Dios no es sólo mantener, conservar, en los tiempos malos: eso es sólo la mitad de su propuesta y si nos quedamos ahí la deformamos por leerla parcialmente; es también innovar, crear, ir adelante en los tiempos de bonanza... Quien nunca se mueve del sitio no es más fiel a Dios, ni mucho menos... La fidelidad que pide la perseverancia no es la fidelidad a ultranza a las propias ideas o a los propios logros: es la fidelidad a la búsqueda de Dios, una búsqueda que, en ocasiones, nos obliga a detenernos y a resguardarnos, y en otras nos exige salir a la aventura... También aquí discernir es el arte... II. MARÍA Y LOS SACERDOTES 1) Dice el Nuevo Directorio (nº 84 al 86): Existe una relación esencial entre la Madre de Jesús y el sacerdocio de los ministros del Hijo, que deriva de la relación que hay entre la divina maternidad de María y el sacerdocio de Cristo. En dicha relación radica la espiritualidad mariana de todo presbítero. La espiritualidad sacerdotal no puede considerarse completa si no toma seriamente en consideración el testamento de Cristo crucificado, que quiso confiar a Su Madre al discípulo predilecto y, a través de él, a todos los sacerdotes, que han sido llamados a continuar Su obra de redención. Como a Juan al pie de la Cruz, a cada presbítero se le encomienda de modo especial a María como Madre. Los sacerdotes, que se cuentan entre los discípulos más amados por Jesús crucificado y resucitado, deben acoger en su vida a María como a su Madre: será Ella, por tanto, objeto de sus continuas atenciones y de sus oraciones. La Siempre Virgen es para los sacerdotes la Madre, que los conduce a Cristo, a la vez que los hace amar auténticamente a la Iglesia y los guía al Reino de los Cielos. Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora eminente de su sacerdocio, ya que Ella es quien sabe modelar el corazón sacerdotal, protegerlo de los peligros, cansancios y desánimos. Ella vela, con solicitud materna, para que el presbítero pueda crecer en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres. No serán hijos devotos, quienes no sepan imitar las virtudes de la Madre. El presbítero, por tanto, ha de mirar a María si quiere ser un ministro humilde, obediente y casto, que pueda dar testimonio de caridad a través de la donación total al Señor y a la Iglesia. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. De este modo, el encuentro con Jesús en el Sacrificio del Altar conlleva inevitablemente el encuentro con María, su Madre. En realidad, por su identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima y humildísima Madre. Obra maestra del Sacrificio sacerdotal de Cristo, la siempre Virgen Madre de Dios representa a la Iglesia del modo más puro, «sin mancha ni arruga», totalmente «santa e inmaculada». La contemplación de la Santísima Virgen pone siempre ante la mirada del presbítero el ideal al que ha de tender en el ministerio en favor de la propia comunidad, para que también esta última sea «Iglesia totalmente gloriosa» mediante el don sacerdotal de la propia vida.
2. Dice la Beata Madre Teresa: ¡Qué hermoso es, pues, constatar esta semejanza con María! ¡Nosotros necesitamos de ella! Supliquémosle, para que pueda obtener para nosotros ese grande y espléndido don que es el celibato sacerdotal, el signo de la caridad de Cristo. A esto Dios los llama cuando los llama por su nombre, si Dios los ha elegido para que sean sus sacerdotes, si ha decidido abrazarlos con ternura y amor, no tengan miedo, síganlo. Ella los ayudará , los guiará, los amará, para que ustedes, como sacerdotes, puedan hacer que la presencia de Jesús sea cada vez más real en el mundo actual. Coloquen su mano en la mano de marái, y pídanle que los conduzca a Jesús. Cuando Jesús llegó a su vida, Ella se apresuró a llevarlo a los demás. Ustedes, sus sacerdotes, apresúrense junto a Ella a llevar a Jesús a los demás- Pero acuérdense: no pueden dar lo que no tienen. Para poder donar, necesitan vivir la unión con Cristo, y él está allí, en el tabernáculo donde ustedes lo han colocado. Apenas inicien el día, propónganse transformar a Jesús en el centro de sus vidas. A lo largo del día, aprendan a transformar su trabajo en una plegaria: trabajo con Jesús, trabajo para Jesús. Permanezcan siempre junto a María. Pídanle que les done su corazón tan bello, tan puro, tan inmaculado, su corazón tan lleno de amor y de humildad, para que ustedes puedan recibir a Jesús y donarloo a los demás en el pan de la vida. Amen a Jesús como él los ha amado, y sírvanlo como si vivieran el doloroso papel de los pobres, porque leemos en la Biblia que uno de los signos de que Jesús era el salvador esperado, fue que el evangelio se predicara a los pobres. 3. Dice el Card Pironio en María y la vida consagrada (1980) 1. MARÍA, LA CONTEMPLATIVA, LA ORANTE María, la Pobre, se puso en camino y fue a visitar a Isabel, y le entregó la riqueza de un niño que ya llevaba en su seno. La que va rápidamente en camino. La que se siente esclava del Señor, que ve cómo Dios ha obrado maravillas en ella: “Ha hecho maravillas en mi favor el Poderoso, su nombre es Santo”. La que ve cómo Dios elige preferencialmente a los pobres, a los que tienen un corazón pobre, por eso dispersa a los que tienen el corazón soberbio, derriba a los potentados... exaltando a los humildes... Despacha a los ricos sin nada y a los hambrientos los colma de bienes. María, la Pobre, pero serena, la pobre no agresiva... Cuando nosotros decimos “María conservaba todas estas cosas en su corazón”, es que ella iba recordando cómo Dios había ido preparando su pueblo. María revolvía toda la Historia de la salvación, que ahora se concretaba en Jesús, ese niño que el Espíritu de Dios había fecundado en sus entrañas y que ahora el Padre se lo había encomendado para que lo criara, cuidara y educara. La Escritura nos muestra a María en la profunda unidad de su vida: contempla y sirve; adora la Trinidad y compadece al Hombre. Ella es la Virgen oyente, la Virgen orante, la Virgen oferente. María la que contempla y sirve al mismo tiempo, la que mientras sirve contempla y la que considera la contemplación como un modo preeminente y privilegiado de servicio, María la que no va haciendo tiempos distintos de contemplación y de servicio, sino que en ella todo servicio es profundamente contemplativo, se abre, generosamente en fecundidad de servicio, en captación de necesidades de los demás... María, la contemplativa, será la primera que descubra en Caná de Galilea: “No tienen vino”. Y provoca en Jesús el primero de los milagros. María, la que al pie de la cruz es contemplativa y oferente, ofrece a Cristo al Padre, al mismo tiempo, interiormente, contempla, y esa ofrenda nace de la profundidad interior contemplativa. Toda la historia de María podemos pensarla como una permanente contemplación. Será contemplación desde la Anunciación hasta la cruz y hasta Pentecostés. Pero esta contemplación continua, profunda, luminosa, no interrumpe su vida, es al mismo tiempo adoradora de la Trinidad y servidora de los hombres. Tenemos que llegar a esta unidad interior. Se lo tenemos que pedir intensamente al Espíritu porque es un don de Dios: que nos haga fuertemente contemplativos, que nos dé un corazón pobre, fiel y contemplativo, que toda nuestra tarea, nuestra palabra, nuestro servicio, queden envueltos en contemplación, que sean como un fruto de la contemplación. Tenemos que pedir al Espíritu Santo que nos haga contemplativos y hacer por nuestra cuenta un gran ejercicio espiritual para lograr la unidad interior mediante tiempos privilegiados y fuertes de oración. La Vida Religiosa es un testimonio de lo visto y contemplado. Simplemente nuestra presencia tiene que ser un signo claro de que Dios nos ha amado en Cristo. Tiene que ser un signo muy claro de lo que hemos visto y tocado con respecto a la palabra de Vida. Tiene que ser un anuncio Profético, al mismo tiempo de lo que seremos un día, cuando lo veamos tal cual es. Cuanto mayor es la intensidad contemplativa, tanto más profunda es la serenidad interior, y más transparente es el testimonio. Tanto más
inconmovible es uno mismo, tanto menos lo deshacen las preocupaciones, las actividades, los problemas. Pueden desequilibrarnos las preocupaciones, el pensar muchas cosas al mismo tiempo cansa y deshace. Cuando uno es profundamente contemplativo adquiere una serenidad interior que le da capacidad para ver al mismo tiempo a muchos lados, pero sin perder el equilibrio interior. Nuestro testimonio es claro, evidente, transparente, cuando somos almas de oración. El mundo de hoy, sobre todo los jóvenes, exige hombres de oración, exige maestros de oración. Los jóvenes buscan maestros de oración porque necesitan gente sincera, verdaderos testigos, verdaderos profetas. Y únicamente encontramos los testigos y los profetas que vienen del desierto. Profetas y testigos que, por ir al desierto han tratado de instalar el desierto en su corazón. Al mismo tiempo sentimos dificultades, padecemos la dificultad del cansancio, del activismo, de la dicotomía, de la división acción-contemplación, momentos de oración, sentimos la necesidad de aprender a orar de nuevo. ¿Qué es la oración? Es una comunión muy honda con la voluntad de Dios. Por eso la oración se sintetiza en aquella expresión de Jesús: “Padre, me pongo en tus manos, si es posible que pase de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la Tuya...”. Desde allí nosotros podemos comprender cómo la vida adquiere una dimensión contemplativa. La oración es hablar con el Padre, hablar con Cristo, el Amigo, en búsqueda de lo definitivo... Todo será para alabanza de la gloria de su gracia. La oración no es simplemente una petición, es una ofrenda, es una total donación, es una glorificación. Nuestra oración tendrá que celebrar constantemente la fidelidad de Dios de cara a la Trinidad, pero al mismo tiempo, profundamente inmersos en la comunidad humana. Sentir en el silencio de Dios, el grito de los hombres que sufren y esperan. No vamos a la oración para refugiarnos o evadirnos, vamos para encontrar la palabra y la acción del Espíritu. Llegan momentos en que uno no puede hacer más que ponerse frente al Señor, tener viva la conciencia de la paternidad de Dios, de la cercanía de Él, de la amistad íntima de Cristo, el Amigo, uno se pone allí y simplemente trata de escuchar y de dejar que Dios actúe, obre... Y uno simplemente se entrega, pero al mismo tiempo siente dentro, con mucha generosidad, el dolor, el sufrimiento, la esperanza de los hombres. Nuestra oración es una oración que se hace en torno a la palabra de Dios, para esto son necesarios momentos fuertes de oración. Tiempos privilegiados de oración en el desierto; no teman pedir, no teman conceder estos períodos privilegiados de desierto. Son muy necesarios, hay muchas vidas consagradas que se desgastan en la fidelidad, precisamente porque no hay un período de desierto que les ayude a tomar más horizonte y a equilibrarse interiormente. El mundo necesita nuestra presencia pero una presencia equilibrada como testigos claros del Reino. El lugar del reposo pasivo, el desierto tiene que ser el lugar de la lucha, en el desierto Cristo luchó con el demonio, el desierto es la personificación de la lucha, en el desierto luchó el Pueblo de Dios, sufrió la tentación... En el desierto también nosotros sufriremos la tentación. Pero el desierto tiene que ser el lugar del encuentro. El encuentro con el mundo, con los hombres, vamos con un corazón de hermano universal. No vamos al desierto simplemente para descansar, vamos para encontrarnos con Jesús. Otro momento fuerte de oración: la Eucaristía cotidiana y bien celebrada, bien participada, prolongada en la Vida. Una Eucaristía bien deseada, comunitariamente vivida, prolongada en el día... Momento fuerte de oración: la Liturgia de las Horas, sobre todo en sus dos ejes: Laudes y Vísperas. Como una oración de la Iglesia, sintiendo que estamos orando con la Iglesia en África, en Asia, en Roma... Y que estamos orando con los hombres que peregrinan, con la humanidad entera. Momento fuerte de oración: el Sacramento de la Reconciliación. El Sacramento de la Reconciliación con Dios y con la Iglesia. Es decir la Penitencia, la confesión frecuente, como un modo de entrar más hondamente en comunión con la Iglesia, y en comunión más íntima con el Señor, con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Otro momento fuerte de oración es el Rosario, los momentos personales de adoración, momentos en que sentimos que el Señor nos llama, en que sentimos que el mundo tiene necesidad de nosotros, de nuestra adoración y de nuestro desierto. Son modos de servir. Hay que hacer entrar todo esto, el desierto, la adoración en una dinámica de servicio. Por todo esto le decimos a María, la Virgen Fiel, que cantó el Magnificat: Señora del Magnificat, María, la Pobre, que tuviste la experiencia de cómo Dios obraba en los sencillos y en los pobres... Danos un corazón muy pobre, para poder ser fuertemente contemplativos. María la que cantó la fidelidad de Dios, la que cantó la alegría de la propia fidelidad. Danos también un corazón fiel para ser inmensamente felices... María, la que cantó las maravillas realizadas en todo el Pueblo... Fue como la Síntesis del pequeño resto, pueblo humilde de Israel. Haz que también nosotros, oremos, desde el corazón de nuestros hermanos y que seamos la voz silenciosa, orante
de nuestros hermanos que tienen derecho a nuestro silencio, a nuestro desierto, a nuestra contemplación, a nuestra Adoración... María no es simplemente Madre de Dios, es Madre de un Dios con Nosotros. Por eso podemos ir con tanta confianza a ella, por eso podemos hablar con tanta intimidad con ella, porque ella lo atrajo a Dios a nosotros, porque el Plan del Padre lo quiso así. Nuestro celibato y nuestra virginidad consagrada es una forma de realización de esta maternidad virginal. Es, por una parte, oblación, por otra parte, fecundidad. Cuando se la vive con intensidad, esta castidad consagrada, pone siempre en el corazón de los hombres al Emmanuel. La gente siente cuando uno vive con intensidad serena, con alegría, su castidad. Nuestra vida, si la vivimos con intensidad de consagración, de inmolación, de donación y de servicio, será constantemente una entrega de Aquel que quita el pecado del mundo, de Jesús, de Aquel que está cerca de nosotros, del Dios-Amor que está con nosotros y habita en nosotros. Si nosotros vivimos con María y en María nuestra consagración religiosa también para los hombres, quedará iluminado –en parte– este misterio de lo humanamente incomprensible. La gente duda de nuestra virginidad, de nuestra castidad, duda porque no les parece posible. Nosotros con la alegría de la plenitud de la entrega tenemos que manifestarles, cómo lo que humanamente es incomprensible es posible a los ojos de Dios, en la medida de una experiencia profunda de amor, de un camino auténtico de fe, de una realización auténtica de esperanza. Nosotros presentamos al mundo que la pobreza radical es posible, la obediencia hasta la cruz es posible, y no sólo son posibles, son el modo de ser auténticamente felices, pero tenemos que expresarlo nosotros en una simple irradiación del amor, si somos verdaderamente signos del Dios-Amor, si vivimos nuestra consagración en una línea de total inmolación y de total donación. Siempre insisto en este juego inseparable de inmolación a Dios y de donación a los hombres, porque todo arranca de la fuente misma del Amor, que da sentido a nuestra pobreza, a nuestra castidad, a nuestra obediencia. La castidad consagrada da –a la luz de un Dios-Amor y a la luz de María– un sentido de particular fecundidad a todo nuestro amor. La castidad consagrada no anula, da profundidad, universalidad y hace mucho más fecunda y eficaz nuestra misma afectividad, nuestro mismo amor a los demás. 2) EL CAMINO DE MARÍA 1) María, la que depende totalmente de Dios: La Anunciación: La pobreza es fundamentalmente una actitud de dependencia, pero la dependencia que nos hace libres es la dependencia de Dios. Las otras dependencias oprimen y nos hacen esclavos. Cristo vino para hacernos libres y el camino para la libertad es la pobreza. Pero una pobreza que se muestre muy desde dentro como total dependencia de Dios. Así Cristo, que no vino a hacer su voluntad sino la del Padre que lo envió. Así también María, la humilde servidora del Señor, que abrazó la voluntad salvífica de Dios, se entregó al plan, al proyecto de Dios. La Anunciación nos muestra a María del Sí plenamente entregada al Plan del Padre. María lo pronuncia en la fe, sabiendo que para Dios nada es imposible. Es el momento de la eterna disponibilidad de María. Sin entender mucho y confiando desde su pobreza, solamente en el amor omnipotente del Padre, dijo que Sí a su maternidad divina, que era decir que Sí al Plan de Dios sobre ella y a todo el designio de salvación para el mundo. Hay que ser muy pobre para tener el coraje de decir que sí a Dios en la oscuridad. Sólo la pobreza nos hace descubrir que es un Dios Amor el que nos lo pide y no puede pedirlo sino porque nos ama hasta el extremo. El Sí de María será un Sí de total y continua dependencia de Dios. El Sí de María será un Sí al silencio contemplativo, al servicio generoso. Será un sí progresivamente más hondo y doloroso cada vez, pero también más consciente y gozoso. Los pobres tienen una particular capacidad contemplativa porque están libres de ataduras temporales y de ambiciones humanas. Su corazón está más sereno y abierto. Viven más fácilmente en Dios. Gozan de su presencia, no hay muchas cosas que los distraigan. Un alma verdaderamente pobre es necesariamente contemplativa, porque no se preocupa ni se agita ni se distrae ni dispersa en muchas cosas. Comprende que hay necesidad de poco, o mejor de una sola cosa. Sabe penetrar con sencillez en los misterios insondables de Dios. Comprende, con cierta familiaridad, los misterios del Reino. Goza con naturalidad la palabra de Dios, leída, proclamada o explicada. Los pobres tienen una particular profundidad para entender el Evangelio y comunicarlo con extraordinaria sencillez que desconcierta a los doctores. La gente humilde del pueblo que cree fuertemente en Dios y se abandona a su providencia es un ejemplo concreto y cercano para nosotros. Nuestro pueblo tiene estas tres características: es un pueblo pobre, contemplativo y que camina en la esperanza. Son tres características que uno nota en toda América Latina.
2) La pobreza como servicio: La Visitación: María hace el dificultoso camino de Nazaret para ver a Isabel en gozosa obediencia de fe. Es el misterio de la pobreza de María puesta en camino en actitud generosa de servicio. La suprema pobreza es vivir para los otros en entera disponibilidad, con prontitud gozosa. Vivir en pobreza es no pertenecerse, es ser libre para los demás. La pobreza nos hace enteramente libres para servir. Quien no tiene nada que perder está siempre dispuesto a darse a sí mismo. Es el mejor modo de amar, darnos sin medida, dar el tiempo que nosotros mismos necesitamos, dar nuestro saludo y nuestro talento, dar nuestro cansancio y nuestra vida, dar sobre todo, el Dios que vive en nosotros. El pobre tiene la riqueza de su vida que se va quemando por los demás para darla en el amor. El pobre no tiene muchas cosas para dar, pero tiene su tiempo y su cruz, su comprensión y su afecto, su serenidad y su oración. Esto le exige no sentirse dependiente de nadie, sólo de Dios, no creerse superior a los demás. Quien es verdaderamente pobre, humilde, recibe siempre de Dios y del hermano y enriquece constantemente a los demás. No hay alegría más grande que la de aquel que se siente totalmente vacío de sí mismo y por eso lleno de Dios y capaz de comunicar a sus hermanos la imperecedera felicidad de la pobreza. 3) María la que avanza en la peregrinación de la fe: Hay en María un modo de ser pobre que la acerca providencialmente a nosotros. En su camino de fe María fue creciendo en su iluminación, en la maduración y en el compromiso de la fe hasta llevarla a la cruz. Nos hace bien pensar en la claridad luminosa de la fe de nuestra Señora, pero nos ayuda mucho, también, pensar en sus límites, porque la fe nos pone ante situaciones oscuras, difíciles, humanamente incomprensibles. María las vivió con intensidad pero con dolor. El modo maravilloso como iba a realizarse su fecundidad, seguía quedando en María, en la oscuridad profunda de la aceptación en la fe. Todo lo que ocurriría desde entonces hasta el Nacimiento de Jesús, iba madurando la fe de nuestra Señora y marcando sus límites. Hay momentos fuertes para la fe de María: La presentación del Señor con el anuncio del signo de la contradicción y de la espada, la pérdida de Jesús en el templo. El progresivo desprendimiento de la vida pública: “Quién es mi madre... Felices más vale los que reciben la palabra...”. Y la muerte en la cruz. Son momentos muy fuertes de la fe de María. María va acompañando al Señor en el contacto con los pobres. Va comprendiendo cómo Jesús anuncia el Evangelio a los pobres, va comprendiendo qué hay que hacer con los pobres: anunciarles la Buena Noticia y curarlos, las dos cosas. María lo comprende. La fe es para nosotros un modo de ser pobres, lo vemos todo a la luz de Dios, pero sufrimos la oscuridad. Vamos penetrando en el Misterio por etapas. Vamos descubriendo a Dios en cada cosa y en cada hombre, sobre todo lo vamos descubriendo en los más necesitados. Vamos aceptando con alegría los propios límites. No se puede ser pobre sino viviendo desde la fe. La fe es el único modo de poseer y anticipar, en el tiempo de la pobreza, la riqueza de Dios. Descubrimos a María que encontró más profundamente a Jesús en la cruz. Es el momento en que lo recobra como Salvador del mundo. La Resurrección confirma la esperanza de los pobres. En Pentecostés María recibe con el Espíritu Santo el don de ser verdaderamente pobre. Lo dio todo y lo tiene todo. Ahora acompañará en silencio a la Iglesia que nace y que evangeliza. No se habla más de María. Es otra forma de ser pobre: desaparecer. Pero María seguirá hablando a la Iglesia. Los silencios de María son un modo normal y cotidiano de ser pobre. María, la Pobre, nos enseña particularmente tres cosas: a) A desprendernos absolutamente de todo, de los bienes materiales, aun los necesarios, de los poderes temporales, sentirnos libres, no dependientes, aun cuando tengamos que vivir más pobremente. Desprendernos de las seguridades humanas, de la excesiva confianza en nuestros talentos personales. b) A aceptar con alegría el Plan de Dios sobre nosotros. A dejarnos conducir por el Espíritu, a caminar en pura fe, aceptando nuestras limitaciones y nuestras cruces. c) A vivir exclusivamente para el Señor y al servicio de nuestros hermanos, con humildad y sencillez, con ocultamiento. Le pedimos a María, la Pobre, que nos haga así: MARÍA, Tú que fuiste enriquecida por la presencia del Señor en tu pobreza, ayúdanos a desprendernos de todo, ayúdanos a ser radicalmente pobres, para comprender quiénes son los pobres de hoy, cómo tenemos que ir a ellos, cómo tenemos que amarlos, solidarizarnos con ellos, compartir su propio sufrimiento. María, la Pobre, haz que nuestra vida sea constantemente un peregrinar de fe, un depender totalmente de la voluntad del Padre. Ayúdanos, María, la Pobre, para que nuestra vida sea una constante donación de servicio a nuestros hermanos. Que la pobreza nos haga felices y serviciales, que nos haga verdaderamente libres y fecundos. AMÉN.
4. Rezándole a María: ¡Madre Inmaculada! ¡Qué no nos cansemos! ¡Madre nuestra! ¡Una petición! ¡Que no nos cansemos! Si, aunque el desaliento por el poco fruto o por la ingratitud nos asalte, aunque la flaqueza nos ablande, aunque el furor del enemigo nos persiga y nos calumnie, aunque nos falten el dinero y los auxilios humanos, aunque vinieran al suelo nuestras obras y tuviéramos que empezar de nuevo… ¡Madre querida!... ¡Que no nos cansemos! Firmes, decididos, alentados, sonrientes siempre, con los ojos de la cara fijos en el prójimo y en sus necesidades, para socorrerlos, y con los ojos del alma fijos en el Corazón de Jesús que está en el Sagrario, ocupemos nuestro puesto, el que a cada uno nos ha señalado Dios. ¡Nada de volver la cara atrás!, ¡Nada de cruzarse de brazos!, ¡Nada de estériles lamentos! Mientras nos quede una gota de sangre que derramar, unas monedas que repartir, un poco de energía que gastar, una palabra que decir, un aliento de nuestro corazón, un poco de fuerza en nuestras manos o en nuestros pies, que puedan servir para dar gloria a Él y a Ti y para hacer un poco de bien a nuestros hermanos… ¡Madre mía, por última vez! ¡Morir antes que cansarnos! (Ante la tentación de dejarse vencer por el cansancio del Bto. Manuel González – Obispo de los Sagrarios Abandonados) Tarea para el mes Fecha de entrega: 1 de diciembre 1) Resumir cada una de las actitudes que nos pueden ayudar para vivir mejor el celibato, aplicándolas a tu vida concreta en el seminario. 2) Resumir las ideas principales de la presencia de María en la vida de los sacerdotes, de los textos que están citados en este apunte. 3) ¿Qué lugar ocupa la Virgen en tu vida cotidiana? ¿La invocas con frecuencia? 4) ¿Qué lugar tuvo María en tu historia personal y la de tu familia? ¿Tienes alguna advocación de la Virgen a la que le tengas más devoción? 5) Para charlar con tu director espiritual: Medita con Dios la posibilidad de realizar en algún momento de tu formación en el Seminario la alianza de amor con María: ¿Quieres concretar esta entrega? Si es no, ¿por qué no? Si es sí, ¿cuándo quieres hacerla? ¿Cómo quieres prepararte para la misma? ¿Quieres hacer tu propia oración? ¿Qué signo eliges para recordar la alianza pactada?
Espiritualidad sacerdotal- CARDENAL PIRONIO INTRODUCCIÓN 1. No hay más que una espiritualidad cristiana, la de realizar plenamente el Evangelio. Ello nos irá dando una progresiva transformación en Cristo por la acción santificadora del Espíritu. No hay más que una sola vocación definitiva: la de ser santos. “Nos eligió en Él para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia” (Ef 14). “La voluntad de Dios es que sean santos... Dios nos llamó a la santidad” (1 Tes 4,3-7). “Así como Aquel que los llamó es santo, también ustedes sean santos en toda su conducta” (1 Pe 1,15). La espiritualidad cristiana arranca del Bautismo, supone el ahondamiento cotidiano de la gracia de adopción filial y desemboca en la perfecta similitud con Cristo en la gloria. Pero es fundamentalmente la acción del Espíritu Santo que va grabando en nosotros la imagen de Cristo “primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,29). La santidad es más tarea de Dios que del esfuerzo del hombre. Dios es el que produce en nosotros “el querer y el hacer para cumplir su designio de amor” (Flp 2,13). Realizar la santidad tender a la perfección por los caminos de la espiritualidad evangélica es vivir en la sencillez de lo cotidiano la fe, la esperanza y la caridad. Ahí está todo. En definitiva los santos serán los que “han manifestado su fe con obras, su amor con fatigas y su esperanza en Nuestro Señor Jesucristo con una firme constancia” (1 Tes 1,3). Al cristiano se el exige fidelidad al Evangelio. Es decir, que viva a fondo el espíritu de las Bienaventuranzas (Mt 5,3 ss). Que ame a Dios con todo su corazón y al prójimo como a sí mismo (Mt 22,34 ss). Que esté siempre alegre y ore sin interrupción (1 Tes 5,16-17). Ser verdaderamente pobre, amar la cruz y saborear el silencio de la oración, es válido para todo el mundo. 2. Pero es cierto que el sacerdote tiene un modo específico (también un camino propio) de tender a la santidad. El mismo ejercicio del ministerio sacerdotal es esencialmente santificador. “Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo su triple función” (PO 13). La particular configuración con Cristo Sacerdote le impone una manera nueva (también una exigencia nueva) de ser santo. Especialmente consagrado por el Espíritu Santo el sacerdote expresa a Cristo lo contiene y comunica con características propias. Es válido para todo bautizado el grito de San Pablo: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2,20). Pero el sacerdote lo realiza con particular intensidad. También son válidas para todo cristiano las palabras del Apóstol: “Evidentemente ustedes son una carta de Cristo” (2 Co 3,3). Pero el sacerdote lo es de un modo único y original. El sacerdote dice una relación especial con Cristo como “imagen del Dios invisible”, como “Servidor de Yavé”, como “Buen Pastor”. Eso nos marcará tres líneas fundamentales de nuestra espiritualidad sacerdotal: * el sacerdote como “misterio de amor”; * el sacerdote “servidor de Cristo para los hombres”; * “la caridad pastoral”: centro y alma de nuestra espiritualidad. 3. Lo específico de la espiritualidad sacerdotal deriva de que el sacerdote es el hombre consagrado por el Espíritu Santo para hacer y presidir la comunión en la Iglesia. Es el instrumento del Espíritu, “principio de unidad en la comunión”. Ello exige una particular comunión con el Obispo, de cuya consagración y misión participa. La espiritualidad sacerdotal como toda la Teología del presbítero está en vinculación muy estrecha con la Teología y la espiritualidad del Obispo. Sobre todo, exige una comunión muy honda con Cristo Sacerdote y Cabeza, con el Misterio Pascual de su muerte y su resurrección. La espiritualidad del sacerdote es, de un modo especial, la del testigo de la Pascua. Por eso supone la cruz, la alegría y la esperanza. Por eso, también, la permanente comunicación del Espíritu de Pentecostés. I. FIELES AL EVANGELIO 4. Lo primero que nos pide el Evangelio es que seamos verdaderamente pobres. Con la radical pobreza de Nuestra Señora. Sólo así conseguiremos comprender las exigencias absolutas del Evangelio (porque el Evangelio es revelado solamente a los sencillos: Mt 11,25-27) y nos animaremos a comprometer definitivamente nuestra fidelidad. De la pobreza surge la confianza (“para los hombres esto es imposible, pero para Dios todo es posible” Mt 19,26). Y la confianza engendra la completa disponibilidad (Lc 1,38). Hemos complicado mucho las cosas. Ya no entendemos exigencias tan claras como estas: “sean perfectos como es perfecto en Padre que está en el cielo” (Mt 5,48). “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz cada día y que me siga” (Lc 9, 23-24). “Si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo” (Mc 9,47). O si las entendemos, nos parecen que son cosas irrealizables en el mundo secularizado en que vivimos. Se nos contagia la angustia y el escándalo de los discípulos: “¡Este lenguaje es muy duro! ¿Quién puede escucharlo?” (Jn 6,60) En concreto podemos preguntarnos: ¿sigue siendo válido que el sacerdote es “el hombre de Dios”? ¿Qué sentido tiene su irrenunciable vocación a la santidad? ¿Cómo hablar de silencio y de oración, de anonadamiento y de cruz, de obediencia y de virginidad? Si estas cosas perdieron su sentido ya no vale nuestra vida consagrada y es absurdo nuestro oscuro ministerio. Pero hemos de ubicarnos en una perspectiva esencialmente distinta: la perspectiva única de la fe y de la totalidad del Evangelio. No podemos reducir el Evangelio a ciertas cosas, o interpretarlo desde las cambiantes circunstancias de la historia. Al contrario: es la luz del Evangelio la que debe penetrar en los signos actuales de los tiempos.
5. El llamado de Cristo es absoluto: “Vende todo lo que tienes, ven y sígueme” (Mt 19,21). Exige siempre una respuesta total y definitiva: “El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Lc 9,62). Los apóstoles tienen conciencia de lo absoluto del llamado y la respuesta: “Nosotros lo hemos dejado todo” (Mt 19,27). En la vocación del sacerdote como en la de los Apóstoles se da siempre el carácter absoluto de la vocación de Abraham: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12,1). Sólo en la plenitud de la fe la misma fe que hizo feliz a María (Lc 1,45) puede captarse lo absoluto del llamado y entrenarse en la obediencia sin preguntar demasiado: “Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba” (Hb 11,8). 6. Los sacerdotes hemos de ser verdaderamente pobres. Saber que el momento que nos toca vivir es muy difícil. Se nos pide todo. Pero Dios obra maravillas en las almas pobres. Antes los hombres nos miraban con veneración y con respeto. Hoy nos miran con indiferencia o con lástima. Antes lo esperaban todo de nosotros. Hoy no les interesa el Cristo que les ofrecemos. Surge entonces la peligrosa tentación de “falsificar la Palabra de Dios” (2 Co 4,1), de asimilarnos a la inestabilidad de su mundo (Rm 12,2) o de presentarles un Cristo demasiado humano (Ef 4,20): “No es este el Cristo que ustedes han aprendido”. No es ese el camino para salvar al hombre. Ni siquiera es el modo de llenar sus aspiraciones más profundas. En el fondo, el mundo espera de nosotros que seamos fieles a nuestra original vocación de testigos de lo Absoluto. Que no desfiguremos “el lenguaje de la cruz” (1 Co 17,25). Que manifestemos a Dios en la totalidad de nuestra vida. Que enseñemos a los hombres cómo es aún posible la alegría y la esperanza, la fidelidad a la palabra empeñada, la inmolación cotidiana a la voluntad del Padre y la donación generosa a los hermanos. Es decir, que les mostremos cómo para ganar la vida hay que perderla (Mt 16,25), cómo para comprar el Reino hay que venderlo todo (Mt 13,44-46), cómo para ser fecundo hay que enterrarse (Jn 12,24), cómo para entrar en la gloria hay que saborear la cruz (Lc 24,26), cómo para amar de veras hay que aprender a dar la vida por los amigos (Jn 15,13). No tiene sentido nuestra existencia sacerdotal sin una completa fidelidad al Evangelio. Lo cual implica silencio y soledad, anonadamiento y cruz, servicio y donación. Implica el heroísmo de dar cotidianamente la vida. Es relativamente fácil, quizás, darla en un solo momento solemne de nuestra existencia. Es más difícil consumirla en lo sencillo, en lo oculto, en la monotonía de lo diario. 7. Ser fieles al Evangelio implica esencialmente vivir y comunicar la alegría profunda del Misterio Pascual. Allí se centra el ministerio y vida de los presbíteros. Lo anuncian con la Palabra, lo realizan en la Eucaristía, lo expresan en la totalidad de su existencia. El sacerdote es el hombre del Misterio Pascual. Es el testigo de la Resurrección del Señor. Con todo lo que supone de cruz y de esperanza, de desprendimiento y pobreza, de anonadamiento y de muerte, de donación y de servicio, de exaltación, de fecundidad y de vida. Con todo lo que la Pascua implica de serenidad interior, de coraje y de luz. Porque la Pascua adquiere su plenitud en Pentecostés donde se nos comunica la paz, la fortaleza y la claridad del Espíritu. Hemos de ser fieles al Evangelio. Todo sacerdote, como Pablo, es “servidor de Jesucristo, llamado para ser apóstol, y elegido para anunciar el Evangelio de Dios” (Rm 1,1). Esta fidelidad hoy tan dolorosamente sacudida nos está pidiendo a los sacerdotes esta fundamental actitud de la Virgen, Nuestra Señora: “Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (Lc 11,28). Ahí está todo: entregarnos con generosidad a la totalidad absoluta del Evangelio. No sólo en parte. Recibir en la pobreza, rumiar en el silencio, realizar en la disponibilidad, la Palabra que nos ha sido dicha. Esa misma Palabra que los hombres esperan, para ser salvos, de nuestros labios de profetas, de nuestro corazón de testigos. Dicho de otro modo más sencillo: los hombres quieren ver a Jesús en el sacerdote (Jn 12,21). Porque, en el fondo, el clamor es siempre el mismo: “Muéstranos al Padre y eso nos basta” (Jn 14,8). II. CONSAGRADOS POR EL ESPÍRITU 8. Recibimos en la ordenación sacerdotal el “Espíritu de santidad”. Espíritu de Luz, de Fortaleza y de Amor. Espíritu de la profecía y del testimonio. Espíritu de la Pascua. Espíritu de la alegría, la paz y la esperanza. Fuimos consagrados por el Espíritu del Señor para hacer la comunión entre los hombres (Is 42,1; 61,1). La vida y el ministerio del sacerdote sólo tienen sentido desde una particular “consagración” y “conducción” del Espíritu como en Cristo. Cristo ha sido ungido sacerdote, en el seno virginal de Nuestra Señora, por el Espíritu Santo (Lc 1,35). El Espíritu lo consagró para llevar al Buena Noticia a los
pobres, para anunciar a los cautivos la liberación y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos (Is 61,1-2; Lc 4,18-20). En la vida y en el ministerio de Cristo, todo ocurre bajo la conducción del Espíritu (Lc 4,1). Sobre todo, ocurre “por obra del Espíritu Santo” el Misterio Pascual de una sangre que se ofrece a Dios para purificarnos y darnos nueva vida (Hb 9,14). Si hemos de ser fieles al Evangelio para descubrir las líneas fundamentales de una auténtica espiritualidad sacerdotal hemos de esforzarnos por entender también las exigencias nuevas de la Iglesia y las actuales expectativas de los hombres. Siempre es el mismo Espíritu del Señor Jesús el que recrea constantemente a la Iglesia y nos habla a través de los signos de los tiempos. Por eso hay un modo nuevo de expresar a Cristo ante los hombres. Pero lo fundamental para el sacerdote es que lo exprese. Que sea verdaderamente Cristo para la gloria del Padre y la redención de los hombres. En cierto sentido el misterio de cada sacerdote “es Cristo entre ustedes, la esperanza de la gloria” (Col 1,27). 9. No tiene sentido nuestra vida sino en esencial relación con la consagración y misión de Cristo. Aquel, “a quien el Padre santificó y envió al mundo” (Jn 10,36), es el que nos eligió a nosotros (Jn 15,16), nos hizo partícipes de la unción del Espíritu y nos envió a los hombres: “Como Tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo” (Jn 17,18). El mundo trae sus problemas. Tiene sus riquezas y sus riesgos. Lo sabe Cristo, quien previene a sus enviados: “Si el mundo los odia, sepan que antes me ha odiado a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, el mundo los odia. Acuérdense de lo que les dije: “el servidor no es más grande que su Señor” (Jn 15,18-20). Por eso Cristo le pide al Padre que no los saque del mundo, sino que los preserve del Maligno. Sobre todo, que los consagre en la verdad (Jn 17,15-17). La fidelidad a la Palabra es la verdad. Toda consagración exige separación, dedicación exclusiva, sacrificio. El sacerdote está ubicado en el mundo. Lo ama y lo padece. Lo entiende, lo asume y lo redime. Pero su corazón está segregado y consagrado totalmente a Dios por el Espíritu. Su misión está dentro de los hombres y no fuera: “ustedes son la sal de la tierra, la luz del mundo” (Mt 5,13-14). Pero sólo será auténtico testigo de la Pascua si es ungido por “la fuerza del Espíritu Santo” (Act 1,8). Ni la palabra del sacerdote será fuego, ni su presencia claridad de Dios, ni sus gestos comunicadores de esperanza, si el Espíritu no lo cambia interiormente en Jesucristo. 10. Lo esencial está aquí: “Los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza” (PO 2). La consagración del Espíritu nos marca de un modo definitivo. Nos cambia radicalmente en Cristo, dejándonos sin embargo la experiencia de lo frágil y la posibilidad misma del pecado (Hb 5,2-3). El Espíritu nos da la seguridad, pero nos deja la sensación serena de lo pequeño y de lo pobre. Nos ilumina interiormente, pero nos impone la búsqueda, el estudio y la consulta. Nos robustece con su potencia sobrehumana, pero nos hace sentir la necesidad constante de los otros. La unción del Espíritu Santo nos configura con Cristo Sacerdote. Nos da capacidad para obrar en nombre de Cristo Cabeza. 11. Todo lo de Cristo santificado por el Espíritu nos resulta modelo o tipo sacerdotal. Pero hay tres cosas que debemos señalar con preferencia:
Lo absoluto del sacerdocio de Cristo; es decir, el carácter radical de sus relaciones con el Padre. Cristo vino para llamar a los pecadores (Mt 9,13), para buscar las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt 15,24), para que el mundo se salve por él (Jn 3,17). Por eso multiplica el pan, cura a los enfermos, resucita a los muertos. Es decir, a Cristo le interesa el hombre y sus problemas, su felicidad y liberación definitiva. Pero, fundamentalmente, a Cristo le interesa el Padre: su gloria y su voluntad. Cristo se mueve sólo en la línea de Aquel que lo ha enviado. Por eso rehuye el liderazgo político (Jn 6,15; 18,36) o el arbitraje puramente humano (Lc 12,13-14). La esfera de Cristo es exclusivamente la del Padre. De aquí la importancia esencial del silencio, la soledad y la oración. De aquí la libertad frente a los poderes temporales o a la interpretación injusta de sus actitudes. De aquí el valor absoluto de su cruz y de su muerte: “Para que conozca el mundo que yo amo al Padre” (Jn 14,31); 2. La universalidad del amor de Cristo. Siente preferencia por los pobres, los enfermos, los pecadores. Pero su amor no es exclusivo. Come también con los ricos, como Zaqueo o Simón; conversa con los intelectuales, como Nicodemo; ama con predilección a Juan (Jn 13,23), al joven que lo interpela (Mc 10,21) y a la acogedora familia de Betania (Jn 11,5). Su amor abarca la totalidad del hombre: cura las
dolencias, perdona los pecados, elige a los apóstoles. Finalmente, es un amor que se da hasta el extremo (Jn 13,1) y se expresa en la donación de la vida por los amigos (Jn 15,13);
El sentido del total desprendimiento y la pobreza. La vive como experiencia fundamental: “Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene dónde apoyar la cabeza” (Mt 8,20). Así se nos revela la generosidad de Cristo quien “siendo rico se hizo pobre por nosotros a fin de enriquecernos con su pobreza” (2 Co 8,9). La proclama como condición interior para poseer el Reino: “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos” (Mt 5,3). La exige, sobre todo, de los apóstoles o misioneros del Reino: “No llevan nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas” (Lc 9,3). Es la única forma de seguirlo y poseerlo. Para ganar a Cristo conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta tener el privilegio de asemejarse a él en su muerte hay que perder todas las cosas y tenerlas como basura (Flp 3,8-11).Cristo exige constantemente de sus apóstoles la fe, el desprendimiento y el servicio. En una palabra: Cristo exige absolutamente todo. Una vez más: Sólo quien entienda, por la fe, lo absoluto de la gracia y del pedido podrá ser capaz de entregarse con alegría. Precisamente con respecto a la virginidad dice Jesús: “No todos entienden esto, sino solamente aquellos a quienes les fue dado comprender”. III. MISTERIO DE AMOR 12. La figura del sacerdote no puede ser comprendida y aceptada sino desde la fe. De lo contrario resulta absurda su exigencia (su obediencia y su cruz, su silencio y su virginidad). Esencialmente, como Cristo, será “signo de contradicción” (Lc 2,34). Si pretendemos juzgarlo humanamente será siempre “escándalo” y “locura” (1 Co 1,23). Pero la fe nos ubica al sacerdote en el corazón del misterio divino, que es misterio de amor. “Dios es amor” (1 Jn 4,16). Lo primero que revela el sacerdote es que “Dios amó tanto al mundo, que le dio a su Hijo único” (Jn 3,16). Una existencia sacerdotal es, como Cristo, una donación del Padre y un signo de que Dios no quiere la condenación del mundo, sino que el mundo se salve por él (Jn 3,17). No tiene sentido nuestro sacerdocio sino en el contexto esencial del amor. El sacerdote es un hombre a quien Cristo amó de una manera única: “Como el Padre me amó, también yo los he amado” (Jn 15,9). Por eso se adelantó a elegirlo: “No son ustedes los que me eligieron, sino Yo el que los elegí” (Jn 15,16). Por eso le comunicó su misma misión: “Como el Padre me envió a mí, Yo también los envío a ustedes” (Jn 20,21). Cuando se dice que el sacerdote expresa a Cristo, es lo mismo que decir que expresa el amor del Padre. El Espíritu Santo consagró al sacerdote para la revelación y la donación extrema del amor. Si no tiene capacidad de amar como Jesús, no puede ser sacerdote. Si no sabe compadecerse de la multitud fatigada y abatida (Mt 9,36) o de la muchedumbre que padece hambre (Mt 15,32), si no sabe conmoverse ante el dolor (Lc 7,13) y llorar ante la muerte (Jn 11,35), no puede ser sacerdote. Si la indiferencia seca su corazón, no puede vivir el misterio de su virginidad consagrada. Sólo en la absoluta posesión del Espíritu de Amor es posible el gozo del celibato sacerdotal. 13. El sacerdote es sacramento del amor de Dios. Expresa y realiza el amor de Dios a los hombres. Es signo de que Dios es esencialmente amor (Ex 34,6; 1 Jn 4,16) y ha entrado por amor en la historia. Su predicación se resume en esto: “Les hablaré claramente del Padre. Él los ama (Jn 16,26-27). Nos da seguridad en la iniciativa enteramente gratuita del amor del Padre: “El amor no está en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como expiación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10). Sólo en esta perspectiva esencial del amor se comprenderán las exigencias absolutas del silencio, la obediencia, la virginidad y la cruz. El amor exige profundidad interior, unidad en la comunión, fecundidad en la muerte, universal donación en la caridad. El silencio es indispensable para entrar en la intimidad divina. Para descubrir también el misterio del hombre. Para recibir la Palabra que debe ser proclamada como testimonio. Para hablar al Padre “como conviene” (Rm 8,26). Por eso lo realiza el Espíritu en nosotros. Hay todavía dos aspectos que merecen ser subrayados cuando hablamos del sacerdote como “misterio de amor”: la paternidad y la amistad. El sacerdote es “sacramento de la paternidad divina”. Es también “el amigo de Dios para los hombres”. Indiquemos solamente algunos puntos. 14. Sacramento de la paternidad divina. Si hay un nombre que merece ser dado al sacerdote (mucho más, al Obispo) es el de “padre”. Es verdad: sólo Dios el Padre (Mt 23,9). Sólo Dios es Bueno (Mc 10,18). Sólo Cristo es el Maestro y el Señor (Jn 13,14). Como sólo Cristo es Sacerdote. Pero así
como Cristo es “imagen del Padre” (Col 1,15; Hb 1,3) y el que lo ha visto a Él, “ha visto al Padre” (Jn 14,9), también el sacerdote (que es sacramento de Cristo) expresa y realiza la fecundidad del Padre. Es un grito permanente de que Dios es Padre. “Por eso doblo mis rodillas delante del Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3,14-15). El mundo necesita hoy experimentar a Dios como Padre y a Cristo como Señor de la historia. No puede concebir a Dios demasiado lejos y a Cristo demasiado extraño. No pude sentirse solo, abandonado y huérfano. Por eso, si el sacerdote es verdaderamente “padre” (sin la desfigurada imagen del “paternalismo”), su presencia es bendecida y su ministerio buscado. El sacerdote engendra por la Palabra y el Sacramento. “Aunque tengan diez mil preceptores en Cristo, no tienen muchos padres: soy yo quien los ha engendrado en Cristo Jesús, mediante la predicación del Evangelio” (1 Co 4,15). Pero no basta comunicar la vida. Hace falta la educación en la fe y el crecimiento progresivo en Cristo: “hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto hasta que Cristo sea formado en ustedes” (Ga 4,19). Es extraordinariamente bueno ser padre. Llena de plenitud y gozo la existencia sacerdotal. Pero es tremendamente difícil. Porque la verdadera paternidad exige una donación total de nosotros mismos, hecha en la sencillez cotidiana de lo sobrenatural. Un verdadero padre necesita: sabiduría para ver, bondad para comprender, firmeza para conducir. Sobre todo, un verdadero padre supone ser permanente testimonio: “Sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1 Co 11,1). 15. Sacramento de la amistad divina. Otro de los elementos que más aprecian y buscan los contemporáneos: la amistad verdadera. Cristo establece una relación profunda con sus sacerdotes: “Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he revelado todo lo que aprendí de mi Padre” (Jn 15,15). La amistad con Cristo supone dos cosas: cumplir sus preceptos y saborear los secretos del Padre. Eso es entrar en comunión, por Cristo, con el Padre. Lo cual es obra del Espíritu. El sacerdote se vuelve así en “amigo de Dios para los hombres”. No un amigo cualquiera. No un simple compañero de ruta. Como Abraham “el amigo de Dios” (St 2,23). Que creyó en Él y se puso en camino sin saber a dónde iba (Hb 11,8). Bien cerca y adentro de los hombres. Que los interprete, acompañe y redima. Pero que les comunique constantemente a Dios, que los lleve a Dios, que esté en comunión ininterrumpida con Dios para expresarlo en su Palabra, en sus gestos, en su simple presencia. ¿Qué es un amigo? El que sabe escuchar con interés. El que sabe hablar con oportunidad. El que va haciendo el camino con el amigo. Escuchar con interés: es hacer nuestros los problemas de los otros, asumir sus angustias, aliviar la cruz de los hermanos. El sacerdote lo recibe todo en silencio, lo guarda, lo transforma en oración. No es fácil hacerlo cotidianamente y con todos. Hablar con oportunidad: es decir la palabra justa en el momento necesario. La palabra que ilumina, que levanta o que serena. No se trata de decir muchas cosas. Un silencio es, a veces, más fecundo y consolador que la palabra. Hacer el camino con el amigo: no basta señalar la ruta con el dedo; hay que hacerla cotidianamente con los hermanos. Acercarse a ellos, descubrir su tristeza y desaliento, interpretarles la Escritura, partirles el pan (Lc 24,13 ss). ¡Qué difícil ir haciendo el camino de todos los hombres con la invariable serenidad del primer día o el gozo incontenible del primer encuentro! Sin embargo el Espíritu nos consagró para que fuéramos “a anunciar la Buena Nueva a los pobres y a vendar los corazones rotos” (Is 61,1). IV. SERVIDOR DE CRISTO PARA LOS HOMBRES 16. Unos de los aspectos que marcan más claramente la espiritualidad del sacerdote hoy es su condición de “servidor”. De aquí derivan muchas exigencias frente a Cristo y a los hombres. El sacerdote recibió el “ministerio de la comunidad” (LG 20). Es constituido “próvido colaborador del orden episcopal, ayuda e instrumento suyo, para servir al Pueblo de Dios” (LG 28). La espiritualidad sacerdotal se inscribe hoy esencialmente en la línea del servicio. Es entrar en las riquezas y exigencias del “Servidor de Yavé”, de Cristo “que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (Mt 20,28). El sacerdote es “servidor de Jesucristo, elegido para anunciar el Evangelio de Dios” (Rm 1,1). “Los hombres deben considerarnos servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Co 4,1). “No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, el Señor, y nosotros no somos más que servidores de ustedes por amor de Jesús” (2 Co 4,5). No hay más que un modo de servir plenamente a los hombres: servir a Jesucristo. Como no hay más que un modo de servir auténticamente a
Jesucristo: servir a los hombres. “Les he dado el ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13,15). 17. ¿Qué es servir? Es poner la totalidad de nuestros dones y carismas la totalidad de nuestra vida en plena disponibilidad para el bien integral de los hermanos. Servir es dar todo lo que tenemos. Mejor, todo lo que somos. Servir es entregar cotidianamente la existencia. Es estar dispuestos a dar la vida por los amigos. Lo primero que nos pide el servicio de los hombres es que los sintamos verdaderamente hermanos. Y que ellos nos sientan plenamente hombres. Con una gran capacidad de entenderlos, de amarlos, de asumir sus angustias y esperanzas. “Alegrarse con los que están alegres, y llorar con los que lloran” (Rm 12,15). Servir a los hombres es compartir su dolor y su pobreza, descubrir sus aspiraciones, atender a sus aspiraciones. La espiritualidad sacerdotal exige una personalidad humana muy rica. Desarrollar el sentido sagrado de los auténticos valores humanos: la sinceridad y la justicia, la firmeza y la fidelidad, la sencillez y la amistad, el desprendimiento y la generosidad, la alegría y el equilibrio, el coraje y la lealtad. Esto no es lo único ni lo principal. Es cierto. Pero está en la base de una plena transformación en Cristo. Es una exigencia de la salvadora presencia en el mundo de los testigos de la Pascua. “No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida más que de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres si permanecieran extraños a su vida y a sus condiciones” (PO 2). 18. Pero hay un modo de servir específico del sacerdote: como ministro de la Palabra y de la Eucaristía, como poseedor de una autoridad sagrada. En cualquiera de las tres funciones el sacerdote “sirve” haciendo y presidiendo la comunidad cristiana. Por la Palabra sirve a los hombres abriéndoles “los misterios del Reino de los cielos” (Mt 13,11), marcándoles el camino de las Bienaventuranzas (Mt 5,311), subrayándoles el mandamiento principal (Mt 22,34-40). Los sirve, sobre todo, convocándolos en asamblea de Dios: “El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la Palabra de Dios vivo, que absolutamente hay que esperar de la boca de los sacerdotes” (PO 4). Pero él mismo debe hacerse servidor de la Palabra. Debe tener “lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora” (Is 50,4). La Palabra debe entrar en el sacerdote como Luz y como Fuego. Debe ser engendrada en su corazón (como en María), antes que nazca en sus labios de profeta. Debe escuchar en silencio. Debe orar y contemplar mucho. Debe recibir con pobreza la Palabra y entregarse a ella con generosidad. De este modo el ministerio de la Palabra es esencialmente santificador (PO 13). Porque participa directamente de la caridad de Dios, se hace voz del único Maestro y es poseído por el ardor del Espíritu. 19. Por la Eucaristía sirve a los hombres consagrando “el pan vivo, bajado del cielo” y comunicándoles la carne de Cristo “para la vida del mundo” (Jn 6,51). Pero, sobre todo, realizando por la Eucaristía la comunidad eclesial. Por la Eucaristía “vive y crece continuamente la Iglesia” (LG 26). “Ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la Santísima Eucaristía” (PO 6). Por lo mismo, la función esencial del presbítero que preside y hace la comunidad es la celebración de la Eucaristía (LG 28; PO 5). Inclusive su tarea evangelizadora tiende a culminar esencialmente en la Eucaristía. Pero aquí también el sacerdote debe convertirse él mismo en servidor de la Eucaristía. Dejarse transformar en el Cristo Pascual, asumir su esencial condición de víctima, asimilar su alma de “Buen Pastor” que da cotidianamente la vida, entrar en comunión profunda con Cristo, con el Obispo y su presbiterio, con todos los cristianos, con el mundo. Celebrar bien la Eucaristía es preparar una Asamblea cristiana donde se coma verdaderamente “la Cena del Señor”, sin divisiones que rompan el único Cuerpo de Cristo (1 Co 11,17-33). La Eucaristía engendra la unidad. Pero la Eucaristía comunión con el cuerpo y con la sangre de Cristo es sacrilegio si no existe comunión con los hermanos: “somos un solo pan y un solo cuerpo todos los que participamos del mismo pan” (1 Co 10,16-17). Servir la Eucaristía, para el sacerdote, es purificar su indiferencia y su egoísmo y dejarse invadir por el Espíritu de caridad. 20. Finalmente el sacerdote sirve por la autoridad sagrada que ha recibido directamente de Cristo. Su autoridad no viene de la comunidad. Pero está esencialmente a su servicio. “Yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22,27), dice el Señor. Cristo subrayó el carácter servicial de la autoridad: no como dueños o dominantes, sino como siervos y esclavos. “El que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes” (Mt 20,24-28). Es el ejemplo de Cristo: “Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros” (Jn 13,14). San Pedro recoge la lección y la transmite: “Exhorto a los presbíteros, siendo yo también presbítero y en mi condición de testigo de los
sufrimientos de Cristo... apacienten el Rebaño que les ha sido confiado; velen por él, no forzada, sino espontáneamente, como lo quiere Dios; no por un interés mezquino, sino con abnegación; no queriendo dominar a los que les han sido encomendados, sino siendo de corazón ejemplo para el Rebaño” (1 Pe 5,13). Son todas las exigencias de la “caridad pastoral”. Ejercer la autoridad, como Cristo, es tener alma de “buen Pastor”. La autoridad exige del sacerdote una especial actitud de servicio. Pero aquí también queremos subrayarlo este servicio está hecho de sabiduría, de bondad y de firmeza. V. LA CARIDAD PASTORAL 22. Constituye el centro de la espiritualidad sacerdotal. Es la caridad del “buen Pastor”, conocedor personal de sus ovejas, pronto a dar la vida por ellas, con inquietud misionera por las extrañas (Jn 10,1416), siempre dispuesto a buscar y cargar sobre sus hombros a la extraviada (Lc 15,4-7). Ezequiel profetiza contra los malos pastores que se apacientan a sí mismos (Ez 34,1 ss). Que se toman la leche de las ovejas, se visten con su lana, sacrifican las más pingües. Que no fortalecen a las débiles, no cuidan a las enfermas, no curan a las heridas, no tornan a las descarriadas, no buscan a las perdidas. Que dominan con violencia y con dureza. También Jeremías grita contra los pastores que dejan perderse y desparramarse las ovejas (Jr 23,1 ss). El salmo 22 nos pinta a Yavé, solícito Pastor de su pueblo. “Yavé es mi Pastor, nada me falta”. Cristo realizará, en su Persona, el consolador anuncio de Ezequiel: “Aquí estoy yo. Yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él” (Ez 34,11). La imagen de Cristo “el buen Pastor” marcará el cumplimiento de las profecías. Y señalará a los pastores de la Iglesia la profundidad espiritual de su donación a los hombres. 23. La caridad pastoral sintetiza la espiritualidad sacerdotal. Como la caridad en general “es la síntesis de la perfección” (Col 3,14). Por eso el Concilio reduce todo a la caridad pastoral. El ministerio mismo es esencialmente santificador porque la triple función sacerdotal supone y engendra “la caridad del Buen Pastor” (PO 13). La unidad de vida de los presbíteros (contemplación y acción) se obtiene mediante “el ejercicio de la caridad pastoral” (PO 14). Sobre todo, “la caridad pastoral” ilumina las exigencias absolutas de la humildad y la obediencia (PO 15), de la virginidad consagrada (PO 16), de la pobreza sacerdotal (PO 17). 24. ¿Qué es la caridad Pastoral? Podríamos describirla como la entrega heroica y gozosa a la voluntad del Padre, que nos lleva a una generosa y sencilla donación a los hombres, en sacramental comunión con nuestros hermanos. Esencialmente la caridad pastoral es vivir en comunión. Si el sacerdote es el hombre elegido y consagrado para hacer y presidir la comunión, se entiende por qué la caridad pastoral es el alma de su espiritualidad. Toda su vida ha de ser inmolación y ofrenda, donación y servicio, obediencia y comunicación. La caridad pastoral se realiza así en tres planos: el de Dios, el de los hombres, el del Obispo con su presbiterio. El sacerdote vive en permanente comunión con Dios (en esencial actitud de inmolación y ofrenda) por la intensidad de la oración, la serenidad de la cruz, la sencillez oculta de lo cotidiano. Vivir en permanente actitud de Fiat. Sentir la alegría de la fidelidad. La comunión salvadora con los hombres (actitud de donación y de servicio) exige en el sacerdote un gozoso morir a sí mismo, una particular sensibilidad por los problemas humanos, una inalterable disponibilidad para escuchar, interpretar, y entregarse generosamente a los demás. Lo cual supone una perfecta libertad interior y una capacidad muy honda de amor universal. La comunión con el Obispo y su presbiterio exige vivir a fondo una “obediencia responsable y voluntaria” (PO 15) y la misteriosa fecundidad de una auténtica amistad sacerdotal. Obediencia y amistad son exigencias de una profunda comunión sacramental, de una misma participación en la consagración y misión de Cristo Sacerdote, y no simple conveniencia o reclamo de una acción pastoral más eficaz. La amistad sacerdotal es una gracia. Es signo de la presencia del Espíritu que santifica. Los presbíteros están todos unidos entre sí “por una íntima fraternidad sacramental” (PO 8). El sacerdote no sólo debe obedecer y respetar a su Obispo. Antes que todo debe quererlo de veras. Como a padre, hermano y amigo (LG 28; PO 7). 25. En la caridad pastoral encuentran su sentido particularmente hoy tres exigencias absolutas del sacerdote: su actitud contemplativa, su obediencia, su celibato. Hay valores absolutos que no pueden ser perdidos: el silencio, la oración, la contemplación. Exigen ser vividos de una manera nueva, más honda y más auténtica. Pero toda la Iglesia esencialmente comprometida con el hombre y encarnada en su mundo debe asumir hoy un alma contemplativa. Sólo en el silencio se engendra la Palabra que merece ser anunciada. Sólo la oración nos equilibra en Dios. Sólo la contemplación nos capacita para
entender al hombre. Sigue siendo válida la actitud de Cristo orante (Lc 3,21; 5,15-16; 6,12; 11,1-4; 22,39 ss; Jn 17; Lc 9,28). El momento sacerdotal actual está caracterizado por una lamentable pérdida de la capacidad del silencio, del valor de la oración, del sentido de la contemplación. El silencio es necesario como capacidad indispensable para el encuentro equilibrado con nosotros mismos, para asimilar hondamente la Palabra que hemos de anunciar, para aprender a dialogar de veras con los otros. Las cosas grandes ocurren siempre en la plenitud del silencio. La oración es indispensable para participar en el tiempo el gozo de la visión, para no perder la profundidad interior, para evitar el cansancio o la monotonía de la acción, para tener algo siempre nuevo que ofrecer a los hombres. La contemplación es necesaria para realizar bien nuestra función profética, para descifrar los signos de los tiempos, para que se forme en nosotros un permanente estado de disponibilidad, de comunión y de servicio. Pero que el silencio esté lleno de la Palabra. La oración sea un grito inefable del Espíritu (Rm 8,26). Y la contemplación sea reposo activo en la visión del Padre. El sacerdote hoy debe amar la fecundidad del silencio. Sólo merece ser dicha la palabra que brota del silencio, pero sólo es fecundo el silencio que termina en una palabra. Debe saborear, en la intensidad de la oración, el encuentro con el Padre. “Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó y fue a un lugar solitario, para orar” (Mc 1,35). “Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios” (Lc 6,12). En la era del ruido, la acción y la palabra, Cristo nos enseña el silencio, la soledad y la oración. Oración que sea un encuentro personal con el Señor. Oración que sea asimilar en silencio la Escritura. Oración que sea buscar juntos en la meditación comunitaria del Evangelio los caminos del Espíritu. Lo importante no es pensar o decir mucho. Lo importante es callar, ofrecerse y contemplar. Escuchar al Señor y dejar que el Espíritu se posesione de nuestro silencio y grite: Abba, Padre. En la vida del sacerdote lo verdaderamente esencial es “el clima de oración”. Pero para ello es indispensable tener momentos de tranquilidad para el diálogo exclusivo con el Padre. 26. Otra exigencia absoluta del sacerdote: la obediencia. Sólo es válida en la medida en que sea una inmolación a Dios. Sólo tiene sentido como “comunión” de Iglesia (PO 15).Para una obediencia auténtica, madura y responsable, se requieren estas tres cosas:
una profunda actitud de fe. Solamente desde allí puede tener el hombre el coraje de arrancarse, de morir, de ponerse en camino como Abraham, de entregarse en plenitud como María; una sencilla actitud de amor. “Para que sepa el mundo que yo amo al Padre y conforme al mandato que me dio mi Padre así obro” (Jn 14,31). Lo que precisamente vale, en el misterio de la cruz y de la muerte del Señor, es su espontánea inmolación al Padre por amor. Sólo puede obedecer de veras quien ama y se siente personalmente amado. María pudo decir que Sí porque tuvo experiencia de haber hallado gracia a los ojos de Dios; una sincera actitud de diálogo. La obediencia debe ser leal, franca, sincera. Tener la valentía sobrenatural de decir las cosas y manifestar nuestras inquietudes. Buscar juntos con el Superior el plan del Padre. La obediencia puede ser quebrada por rebeldía (no hacer lo que nos mandan). Pero también por indiferencia o cobardía (no hablar cuando debemos). 27. Finalmente, la caridad pastoral da sentido a nuestra virginidad consagrada. Sólo puede ser entendida en un contexto de amor. Y de amor absoluto. El Señor tiene derecho a una forma de amor exclusivo. No es que el celibato sea intrínsecamente esencial a nuestro ministerio. Pero “es signo y estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo” (PO 16). La virginidad consagrada es inmolación y ofrenda gozosa a Dios, donación y servicio generoso a los hermanos, paternidad espiritual. A través de ella el sacerdote se hace luminoso testigo de la esperanza escatológica, revelador de los bienes invisibles, profeta de los bienes futuros. Pero importa vivir el celibato como plenitud de vida y de amor, no como negación o como muerte. El celibato sacerdotal es un modo de vivir anticipadamente la resurrección. Es un modo de expresar sensiblemente la fecundidad de la Pascua. Por eso hay que vivirlo en la alegría del Misterio Pascual. CONCLUSIÓN: CON LA VIRGEN FIEL 28. La profundidad interior de un sacerdote fruto del Espíritu de Amor que nos fue dado (Rm 5,5) y que inhabita en nosotros (Rm 5,5) se revela normalmente en la palabra que anuncia, en la
serenidad que comunica, en la alegría pascual que transparenta. Esto es hoy fundamental en nuestro ministerio. Los hombres lo necesitan y lo buscan. En definitiva, que seamos para ellos los hombres de Dios, que les expresemos a Cristo, que hagamos con ellos el camino como testigos de lo Absoluto. Más que nadie el sacerdote debe ser el sencillo artesano de la paz (Mt 5,9). En un mundo de tensiones y violencias. Más que nunca su presencia superando desalientos y cansancios debe ser un mensaje de esperanza y de alegría. Es decir, un mensaje de la Pascua que él encarna. “Que el Dios de la esperanza los llene de alegría y de paz en la fe, para que la esperanza sobreabunde en ustedes por obra del Espíritu Santo” (Rm 15,13). 29. Hoy los hombres se mueven en la incertidumbre, la angustia y el miedo. Los sacerdotes padecen también esta experiencia. Es el precio doloroso de la hora tan rica que vivimos: tan llena de búsquedas auténticas, de exigencias tan claras del Señor y de la presencia misteriosa de su Espíritu. Una hora que nos pide total generosidad, fortaleza y equilibrio. Hemos de comprender y amar esta hora nuestra sacerdotal. Con sus luces y sus sombras, sus posibilidades y sus riesgos, su fecundidad y su cruz. Hemos de comprometer en ella nuestra fidelidad. Fidelidad a Cristo que nos ha llamado de una manera absoluta. Fidelidad a la Iglesia cuya comunión realizamos y presidimos como instrumentos del Espíritu. Fidelidad a los hombres para cuya salvación integral fuimos constituidos humildes servidores. 30. La hora sacerdotal de Cristo fue marcada por una singular presencia del Espíritu Santo y de María. También la nuestra. En el seno virginal de Nuestra Señora el Espíritu Santo ungió a Jesucristo Sacerdote. También a nosotros. En la pobreza de la Virgen el Espíritu engendró la fidelidad a la Palabra: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1,38). Para servir plenamente a los hombres, hay que entregarse con generosidad al Padre, como María. En la pobreza y el silencio virginal de Nuestra Señora encontraremos siempre los sacerdotes el camino de la sencilla disponibilidad para ser fieles. “Feliz de ti porque has creído” (Lc 1,45). Comprenderemos, sobre todo, que el único verdaderamente Fiel es el Señor. “Que Él, el Dios de la paz, los santifique plenamente, para que ustedes se conserven irreprochables en todo su ser –espíritu, alma y cuerpo– hasta la venida de Nuestro Señor Jesucristo. El que los llama es Fiel, y es Él quien lo hará” (1 Ts 5,23-24).