Curso sencillo de liturgia y eucaristía (Primera parte)

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Encuentro nº 1: La Eucaristía: liturgia y sacramento. Reduccionismos y exageraciones. La pérdida de su belleza atractiva. Redescubriendo sus variadas riquezas. A fin de conocer mejor la riqueza del sacramento de la Eucaristía, para vivirlo con mayor profundidad espiritual, con todo su caudal sacramental y simbólico, deseamos realizar este curso. Los dos primeros encuentros nos ayudarán a descubrir la amplitud y la interrelación de la Eucaristía con distintos aspectos del misterio cristiano (la liturgia, el misterio pascual, la espiritualidad, la moral, la escatología y la eclesiología). Los siguientes encuentros irán desarrollando las distintas acciones litúrgicas que se desarrollan en la celebración eucarística, para descubrir su significado, celebrar de modo más consciente, activo y fructífero (como propone el Concilio Vaticano II en su Constitución sobre la liturgia: Sacrosantum Concilium nº 11), y para irnos disponiendo a presidir adecuadamente lo que será el centro de nuestra vida ministerial. 1. La crisis de la vivencia sacramental: A continuación, presentamos algunas ideas de dos autores acerca de esta crisis. Podemos estar o no de acuerdo con ellas, sin embargo, nos ilustran muy bien la experiencia de muchas personas respecto a la vivencia de la Eucaristía: ¡La crisis es un hecho!: La crisis de los sacramentos es un hecho que ya no sorprende ni parece novedad. Ella proviene de varios frentes: de "fuera", del mundo moderno, secularizado; y de "dentro", del propio seno de la Iglesia que, debido al peso de sus estructuras, se fue esclerosando y formalizando, perdiendo dinamismo y vida. Hay manifestaciones de la crisis que se explicitan como un "exceso sacramental" (sacramentalismo). Así es, por ejemplo, el consumismo sacramental de los sectores más tradicionales. Pero la crisis se expresa también, en la actitud opuesta: la "abstinencia sacramental", casi total, de grupos críticos y de “cristianos de vanguardia”. Los sacramentos están en crisis porque el sentido religioso del hombre y de la mujer modernos está en crisis. De forma particular se considera superado ser cristiano. Pertenece a la época de nuestros abuelos. En aquella época sí que los sacramentos estaban de “moda”. Esa etapa religiosa de la humanidad está superada, forma parte de la "prehistoria" de la sociedad. Hoy, el hombre y la mujer modernos, con la ciencia y la tecnología, no necesitan más de la religión, ni de los sacramentos... Con la crisis general de valores, lo que la Iglesia propone, carece de valor. Los valores cristianos tienen cotización baja en el mercado de valores. Con eso, las prácticas cristianas - en las cuales se engloban comúnmente los sacramentos - ya no son más valorizadas. Los sacramentos están en baja cotización. En una palabra: la crisis sacramental moderna es fruto de la pérdida del sentido de Dios para el hombre y la mujer de nuestro tiempo. Dios murió para muchos sectores de la sociedad. O mejor dicho: el Dios Vivo fue substituido por los ídolos de muerte, por los modernos ídolos de la ciencia y de la técnica y por los clásicos e inmortales ídolos del poder, del tener, del placer y del dinero. Oferta y consumismo sacramental: La Iglesia se convirtió en una especie de "supermercado de sacramentos". A ella acuden los clientes que aprecian ese tipo de "producto". Los sacramentos son una especie de servicio religioso puesto a disposición del público, al "gusto del consumidor". El resultado es el "consumismo sacramental a la carta". Pero más sorprendente aún es que, para la gran masa cristiana, el criterio del consumo sacramental es el que distingue a los "buenos" de los "malos" católicos. Es "buen católico" quien recibe frecuentemente los sacramentos; es "mal católico" quien no se acerca a recibirlos o los recibe poco. La centralidad del seguimiento de Jesús, entendido como una forma de estar en la vida, ha sido desplazada por el cumplimiento de una serie de ritos. Para saber cuántos cristianos hay, hacemos encuestas en las que se responde si voy a misa o no los domingos. Con el consumismo sacramental se llega fácilmente al individualismo "cristiano". Como si fuera posible compatibilizar individualismo con autenticidad cristiana. En esa perspectiva los sacramentos se reciben individualmente, aún en medio de una celebración masiva. Casi todo el mundo considera que el efecto de los sacramentos también es individual, hasta la eucaristía, el sacramento comunitario por excelencia. Cada uno va a comulgar rodeado de personas desconocidas que, después de la comunión, continúan siendo igualmente desconocidas. Una consecuencia práctica de esta visión es que en muchas parroquias la tarea fundamental y que ocupa casi todo el tiempo de los sacerdotes es la administración en masa de los sacramentos: misas, comuniones, confesiones, bautismos, casamientos y entierros. La abundancia de "oferta sacramental" es el criterio que distingue las parroquias buenas y malas, los sacerdotes buenos y malos.


Ritualismo sacramental: Muchas de nuestras celebraciones cristianas, y en especial la eucaristía, se han ido desconectando progresivamente de los anhelos, búsquedas y preocupaciones que acompañan las vidas de los creyentes. El divorcio entre fe y vida, tan común en nuestra sociedad e incluso en nuestras comunidades, hacen que muchas de nuestras celebraciones y ritos empiecen y terminen en sí mismos, quedando totalmente al margen la vida y sus derroteros. Con ello, la historia –la mía, la de mi sociedad y la del mundo- no tiene cabida, no encaja en medio de tantas fórmulas precocinadas; y los ritos con todos sus signos, gestos e invocaciones, se vacían de contenido. Son muchos los que al celebrar su fe se olvidan la vida en casa, y al celebrar la vida se olvidan totalmente de la fe. Más que de fieles tal vez será mejor hablar de "público" o "espectadores" que tienen la costumbre o el buen gusto de asistir a espectáculos sacros, en los cuales el sacerdote es el actor principal. Con la ritualización se pierde el sentido de los símbolos utilizados en los sacramentos. Se llega a una esquematización tal que el significado de los símbolos se desvanece detrás de formas depuradas y estereotipadas. Basta un ejemplo: el pan y el vino que son alimentos básicos y que, transformados en el Cuerpo y Sangre de Cristo, fortalecen la fe, vida y compromiso de los cristianos, acaba siendo una "hostia" transparente y una copa que apenas alcanza para el sacerdote. Con el ritualismo se pierde toda la vinculación con la vida, la historia y el contexto en que nacieron los sacramentos. Se pierde de vista la comunidad concreta, de fe, de vida y misión en la cual surgieron y comenzaron a ser celebrados. Los sacramentos terminan siendo ritos desencarnados, desvinculados de la historia, de la vida y de la comunidad. Ritualismo comunitario: El ritualismo sacramental produce el ritualismo comunitario. La comunidad pasa a ser una comunidad ritual, sin participación, o mejor, con una participación totalmente pasiva. El sacerdote -actor principal- hace todo. La comunidad contempla pasivamente la representación. Llegamos así a una especie de sacerdotalización sacramental o de clericalización sacramental, en que el sacerdote es el dueño y señor de los sacramentos. La comunidad deja de ser una comunidad que se reúne para celebrar la vida y el compromiso de fe. La ritualización hace que la comunidad y su vida pasen a un segundo plano. Ya no importa que se conozcan personalmente quienes participan de la celebración, ni los ministros que la presiden... Con la ritualización se llega a la "muerte comunitaria": sólo se está junto (uno al lado del otro) durante el rito; en la calle y en el día a día de la vida, ¡"si te he visto, no me acuerdo"! Rigorismo oficial: A pesar de las diferentes reformas litúrgicas que ha habido a raíz del Vaticano II, sigue predominando un apego excesivo a las normas y rúbricas, limitando enormemente las posibilidades que ofrece la riqueza de la liturgia en su conjunto. Parece como si lo importante, lo que da hondura y autenticidad a nuestras celebraciones no es la capacidad de integrar fe y vida, sino el escrupuloso cumplimiento de las normas litúrgicas. Y así, nuestras celebraciones parecen siempre como encorsetadas, repetitivas y monótonas, sin lugar para la creatividad, irremediablemente encasilladas en unas formas de las que les resulta difícil salirse (sin cometer una grave infracción). Desfase lingüístico: En las fórmulas, en las peticiones, en las homilías... recurrimos a palabras y expresiones que nos suenan raras, bien porque no las usamos nunca, bien porque reflejan una teología trasnochada. Parece como si el lenguaje de la calle, que es el de la vida, haya sido desterrado de nuestras iglesias, como si para dialogar con Dios hiciera falta recurrir a expresiones revestidas de un pietismo sacralizante con olor a incienso. Así también, en el lenguaje se da un divorcio litúrgico entre culto y vida. Sacramentos mágicos: Con la ritualización sacramental y comunitaria, se cae fácilmente en una visión y sentido mágico de los sacramentos. Asisto a los ritos sacramentales para conseguir el favor de Dios, para que Él no se enfade conmigo y me castigue, para que me proteja, me resuelva este o aquel problema y me dé suerte. Consumo sacramentos para que Dios no tenga nada que reprenderme. Los frecuento como obligación para que Él haga que todos mis negocios salgan bien. Con esta actitud convertimos a Dios en un ídolo al cual tenemos que ofrecer tributos y sacrificios para que nos conceda favores. Esta es una forma muy sutil de manipular a Dios. El Dios cristiano, Padre de Jesús, no es un fetiche de la suerte con el cual, cumpliendo determinadas prácticas, garantizo que mis inversiones caminen bien - por corruptos que sean mis negocios -, o que pase en el examen de física - para el cual no estudié. ¡Qué fácil sería una religión así, con un Dios tan manipulable! El Dios cristiano es un Dios exigente. Exige compromiso con la vida y con los hermanos. Un Dios a quien repugnan rituales vacíos de vida y compromiso (Miq 6,6-8). Espectáculo sacro y/o modismo social: Es el caso de tantos casamientos lujosos, primeras comuniones grandiosas, bautismos "bellos", confirmaciones "solemnes"... Hasta los entierros pueden ser "feos" o "lindos": dependerá de las flores y adornos de la Iglesia; de la madera y de los detalles del cajón; de la mayor o menor pompa que el sacerdote dé a la ceremonia. Con esto caemos en una especie de "ceremonialismo sacro", bello para el gusto de algunos y totalmente carente de sentido para muchos. O caemos en el "modismo social": hoy, la moda es casarse en tal iglesia, con tales flores y con tal tipo de vestido blanco de novia (mañana la moda cambia). Es el criterio de lo que está hoy “bien visto”. Esta tendencia está


socialmente en boga, especialmente en algunos sectores de la clase media y alta de nuestra sociedad. Los sectores populares, en la medida de sus posibilidades, intentan imitarlos. El sacramento es como un "espectáculo religioso" que no sólo no habla del Evangelio, sino que inclusive lo contradice en su sentido más profundo. Frente a la realidad de hambre y miseria de nuestros países, ¡cuántos gastos innecesarios y superfluos en tantas celebraciones de bodas, bautismos, entierros, confirmaciones, ordenaciones sacerdotales y consagraciones episcopales! Lo importante es brillar socialmente, hacer la boda (o bautismo, entierro, ordenación) lo más vistosa posible para "quedar bien" delante de los otros. En medio de todo ese espectáculo y en el centro de ese escenario está el sacerdote, el "director" que dirige la "orquesta". A veces, el "payaso". Y como todo espectáculo se paga, cada diócesis tiene su tabla de estipendios y su lista de precios para los sacramentos. Individualismo pasivo: Con demasiada frecuencia nuestras eucaristías son un asunto entre Dios y yo, un acto de piedad que se desarrolla en el fuero interno de cada persona. Hemos olvidado que la eucaristía es ante todo una reunión, un encuentro de hermanos movidos por una misma fe. La identidad de la comunidad celebrante se ha diluido mucho y está en vías de extinción. El saludo inicial, la reconciliación, el ofertorio, la paz, la comunión... todos estos momentos, cargados de sentido comunitario y fraterno, se han quedado en nada, o a lo mucho en algo espiritualizado. Por otra parte, son pocos los que celebran la eucaristía, porque la mayoría se contenta con oír pasivamente la misa: llegan, se arrodillan, escuchan, miran, abren la boca, sacan la lengua, comen y ¡a casa!. Monopolio clerical: A pesar de las reformas realizadas, la eucaristía sigue siendo patrimonio de los curas. Todo gira en torno a ellos y al altar, que es un lugar de acceso restringido: ellos, y sólo ellos, son los que dirigen la ceremonia, hablan, oran, consagran, dan la comunión, bendicen, saludan y despiden. ¡Si al menos todo esto lo hicieran bien! Parece como si la estructura de la eucaristía, central en la vida de toda comunidad cristiana, se hallase organizada de tal manera que refleja la organización clerical de la Iglesia y alimentase unas relaciones en las que los laicos son meros receptores pasivos (y mudos) de unas acciones sagradas cuyo actor principal y único es el sacerdote. Efectismo litúrgico: Con el afán de hacer más cercana la eucaristía, muchos caen en la dinámica del circo. Y llega el despliegue de signos innovadores, con efectos especiales incluidos, para mantener a la gente entretenida, para llamar la atención, para no caer en la monotonía. Y nos pasamos de largo, adulterando el misterio, rompiendo el sabio ritmo de la liturgia, invadiéndolo todo de signos que, en vez de iluminar lo que se celebra, lo oscurecen y enturbian. Cuando las cosas están bien preparadas y pensadas, a veces salen bien. Pero ¡cómo abusamos de la improvisación, del a ver qué se me ocurre esta vez! Falta de credibilidad en la Iglesia: Es la principal causa de la crisis sacramental en que viven actualmente muchos cristianos de vanguardia. Con su mirar crítico y cuestionador, ante la falta de testimonio de la Iglesia (jerarquía) y la falta de coherencia entre el Evangelio que predica y la vida que lleva, estos cristianos quedan perplejos y confundidos. Se alejan de los sacramentos y pasan a ser cristianos no practicantes. Sectores de la juventud obrera, de los movimientos estudiantiles y de los profesionales jóvenes agrandan este grupo de no practicantes. En una iglesia de masas, que fomenta el consumismo sacramental, que cae en el ritualismo y entra en el juego del espectáculo sacro y del modismo social, en una Iglesia así dicen muchos - no quiero participar ni entrar. En una iglesia así yo no creo. Estos cristianos, muchas veces con mayor formación y conocimiento de la Palabra de Dios, descubren y se apasionan por la propuesta comunitaria y de "vida en abundancia" que el Maestro les ofrece. Cuando van a buscarlo en nuestras iglesias y parroquias, quedan profundamente decepcionados. No encuentran comunidad ni compromiso cristiano serio ni calor ni vida... Encuentran, eso sí, un grupo de cristianos cuyo testimonio y vida no les dice nada y cuyas celebraciones son frías, formales y vacías. (Extraído de Marco Álvarez de Toledo, LA LITURGIA EUCARÍSTICA: EXPRESIÓN Y FUENTE DE LA EXPERIENCIA DE IGLESIA y de Juan Fernando López sj: ¿¡POBRES SACRAMENTOS!?) Podríamos decir que, a causa de varios excesos que contribuyeron a vaciar el contenido sagrado de los sacramentos, reduciéndolos a ritos externos, automatizados, llevados adelante muchas veces por “funcionarios religiosos”, más que por “hombres de Dios”, los sacramentos fueron perdiendo su poder atractivo. Basta con mirar la cara del sacerdote y de los fieles, en muchos casos, para dudar acerca de la validez de estos ritos. Más de uno se habrá preguntado: si los que están aquí, creen lo que celebran: ¿por qué esas caras? ¿Por qué ese anonimato y frialdad? Si esto es la “actualización del misterio pascual”, ¿por qué este modo mecánico, apresurado y rutinario de celebrar? ¿Por qué se repiten tan a la ligera palabras tan sagradas, sin sentir lo que se dice, ni estar con el corazón todo atento y presente en lo que


se está celebrando? No hay que ser muy perspicaz para intuir el grado de convencimiento, entusiasmo y compenetración de los que están viviendo una liturgia. Como consecuencia de este ritualismo vacío, o como una causa más de esta devaluación sacramental, nos encontramos con el individualismo creciente de nuestra época. Esto trae aparejado, necesariamente, un desprecio, desinterés o, en el mejor de los casos, una instrumentalización y consumo individualista de los sacramentos. La propuesta de una espiritualidad sin religión atrae cada vez más a la gente. La religión va siendo considerada como algo de “débiles”, de gente “sumisa”, que necesita normas, ritos y dogmas dictados por otros, evitando la difícil pero necesaria tarea de hacer el propio camino, dejando en otras manos las riendas de la propia vida. La participación en las funciones litúrgicas de una religión es vista como algo inauténtico, farisaico, alienante, despersonalizante. Estas afirmaciones olvidan el poder comunitario que tienen los ritos. Uno de los sentidos más propios de un ritual religioso (hablando solamente a nivel sociológico y antropológico) es el de congregar, unir, convocar, poniendo a los presentes en comunión, a partir de los símbolos que los van conduciendo, progresivamente, al encuentro con el “Otro”, desde un “nosotros” que no excluye, sino que más bien supone, un “yo”. Otra devaluación de la liturgia se da muchas veces, aunque de manera solapada, en algunos ambientes eclesiásticos, donde subyace la idea de que la oración individual es más perfecta que la comunitaria. Ésta es vista como un “mal necesario”, donde tengo que estar, pero donde no me comunico “profundamente” con Dios. Estando solo, me puedo detener ante una frase de un Salmo, o no tengo tantas cosas para dispersarme o distraerme, o mi modo más propio se explaya mejor cuando estoy solo que cuando estoy con otros. De ahí, la experiencia de muchos sacerdotes que, al concluir una jornada intensa, llegan a pensar: hoy no recé nada. Cuando, en realidad, celebraron tres misas, confesaron, visitaron enfermos. Aunque parezca algo inofensivo, sin embargo esta experiencia común al que llegan muchos consagrados, nos alerta de un serio peligro espiritual. La celebración comunitaria es entendida como un espectáculo que montamos para otros y que no nos dice nada a nosotros. Esta separación entre oración personal y comunitaria llevó a mucha gente a un sutil orgullo espiritual (la más grave de las tentaciones) despreciando a la comunidad, aislándose en una autocomplacencia demoníaca. Orgullo que los hacía rezar otras oraciones mientras se oficiaba la liturgia, pensando que esa actitud era más perfecta, cuando en realidad manifiesta una ignorancia radical acerca de los misterios de la fe. 2. Algunos presupuestos básicos extraídos del Catecismo (nº 774-776; 1066-1209): 1. Cristo es el misterio de la salvación que actúa a través de la Iglesia-Sacramento, dando su gracia a los cristianos y continuando su acción salvadora en nosotros: para hablar acerca de la Eucaristía, antes que nada nos debemos remontar a Cristo, el centro de nuestra fe. La Eucaristía es uno de los siete sacramentos, el principal. El primer y gran sacramento de Cristo es su Iglesia, a la que llamamos el Cuerpo de Cristo, que será quien nos dispense el Cuerpo eucarístico de Cristo. Por tanto, no hay sacramentos sin Iglesia y no hay Iglesia sin Cristo. Pero también podríamos decir que no hay Cristo sin Iglesia, ya que Él mismo quiso que fuera su propio Cuerpo, donde se prolongara su Gracia como mediadora o sacramento para que todos podamos acceder a Él y recibir su fuerza salvadora. Dice el CEC: 774 Cristo es Él mismo el Misterio de la salvación. La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia (que las Iglesias de Oriente llaman también “los santos Misterios”). Los siete sacramentos son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo. La Iglesia contiene por tanto y comunica la gracia invisible que ella significa. En este sentido analógico ella es llamada “sacramento”.” 776 Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo. Ella es asumida por Cristo “como instrumento de redención universal” (LG 9), “sacramento universal de salvación” (LG 48), por medio del cual Cristo “manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre” (GS 45, 1). Ella “es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad” (Pablo VI, discurso 22 junio 1973) que quiere “que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo” (AG 7; Cf. LG 17).” 1116 Los sacramentos, como “fuerzas que brotan” del Cuerpo de Cristo (Cf. Lc 5, 17; 6, 19; 8, 46) siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son “las obras maestras de Dios” en la nueva y eterna Alianza.” 2. El misterio pascual de Cristo es lo que la Iglesia celebra y anuncia en la liturgia: he aquí el centro de nuestra fe y de nuestra celebración, Cristo que pasa por nuestras vidas realizando lo acontecido


hace 2000 años. No es un simple recuerdo, es actualización, presencia viva, paso real de Dios por la vida de la comunidad, porción de la Iglesia universal. Dice el CEC: 1111 La obra de Cristo en la liturgia es sacramental porque su Misterio de salvación se hace presente en ella por el poder de su Espíritu Santo; porque su Cuerpo, que es la Iglesia, es como el sacramento (signo e instrumento) en el cual el Espíritu Santo dispensa el Misterio de la salvación; porque a través de sus acciones litúrgicas, la Iglesia peregrina participa ya, como en primicias, en la liturgia celestial. 3. En la liturgia se ejerce la obra de nuestra redención: es decir, en cada celebración Dios nos va redimiendo, salvando, curando. Más allá de nuestra disposición subjetiva, la eficacia y la primacía de la gracia de Dios se mantienen intactas y son el fundamento de todo. Dios va salvando a su pueblo, como en Nazareth, a través de la humanidad de Cristo, con sus gestos y palabras, el Reino de Dios se va haciendo presente: corriendo el mal y su poder, instaurando el bien y la luz. 4. Así como el alma anima al cuerpo, el Espíritu Santo vivifica a la Iglesia, santificándola con la gracia de los sacramentos: Dice el CEC: 1112 La misión del Espíritu Santo en la liturgia de la Iglesia es la de preparar la asamblea para el encuentro con Cristo; recordar y manifestar a Cristo a la fe de la asamblea de creyentes; hacer presente y actualizar la obra salvífica de Cristo por su poder transformador y hacer fructificar el don de la comunión en la Iglesia. 1133 El Espíritu Santo dispone a la recepción de los sacramentos por la Palabra de Dios y por la fe que acoge la Palabra en los corazones bien dispuestos. Así los sacramentos fortalecen y expresan la fe. 5. Liturgia significa “obra o quehacer público”, “servicio de parte de y en favor del pueblo”. El Pueblo de Dios toma parte en la “obra de Dios”. Por la liturgia, Cristo continúa en su Iglesia, con ella y por ella, la obra de nuestra redención: Dios nos hace parte de su obra, no hace las cosas sin nosotros, Él toma la iniciativa, pero desea “necesitarnos”, que le prestemos nuestra voz, sentidos, corazón, para poder continuar su obra salvífica. Dice el CEC: 1134 El fruto de la vida sacramental es a la vez personal y eclesial. Por una parte, este fruto es para todo fiel la vida para Dios en Cristo Jesús: por otra parte, es para la Iglesia crecimiento en la caridad y en su misión de testimonio. 6. La liturgia es el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, en la que, mediante signos sensibles, se significa y se realiza la santificación del hombre. Cristo es el único Liturgo, que asocia su obra a su Cuerpo, la Iglesia. La eficacia de esta acción sagrada, no es igualada por ninguna otra acción de la Iglesia: Cristo, de modo misterioso pero real, sigue ejerciendo su función mediadora con su Iglesia y esto no es igualado por ninguna otra acción. Lindo remedio para nuestro activismo y para nuestro inflado protagonismo: es inútil que madruguen, que velen hasta muy tarde, Dios le da el pan a sus amigos, mientras duermen. Dice el CEC: 1131 Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina. Los ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias de cada sacramento. Dan fruto en quienes los reciben con las disposiciones requeridas. 1187 La Liturgia es la obra de Cristo total, Cabeza y Cuerpo. Nuestro Sumo Sacerdote la celebra sin cesar en la Liturgia celestial, con la santa Madre de Dios, los apóstoles, todos los santos y la muchedumbre de seres humanos que han entrado ya en el Reino. 1188 En una celebración litúrgica, toda la asamblea es “liturgo”, cada cual según su función. El sacerdocio bautismal es el sacerdocio de todo el Cuerpo de Cristo. Pero algunos fieles son ordenados por el sacramento del Orden sacerdotal para representar a Cristo como Cabeza del Cuerpo.” 1132 La Iglesia celebra los sacramentos como comunidad sacerdotal estructurada por el sacerdocio bautismal y el de los ministros ordenados. 7. La liturgia no agota toda la acción de la Iglesia, debe ser precedida por la evangelización, la fe y la conversión, para que pueda dar sus frutos en la vida de los fieles: si bien, la belleza de los signos litúrgicos son ya de por sí una palabra, un testimonio y sugerencia para entrar en el Misterio, sin embargo, es necesaria la evangelización previa que suscita la fe y mueve a la conversión. De ahí la profunda unidad entre liturgia, catequesis, pastoral. Una llama a la otra, la necesita, sugiere y complementa. 8. La liturgia también es participación en la oración de Cristo, dirigida al Padre, en el Espíritu Santo: esta dimensión no hemos de perderla nunca. Cada oración, canto, silencio, gesto (tanto de la Misa como de otras celebraciones comunitarias) es Cristo quien reza al Padre, a través nuestro. El Espíritu toma nuestras vidas, nuestra conciencia libre, para que se hagan dóciles a la plegaria de Cristo al Padre. De este modo, nuestra oración rompe las ataduras del tiempo y del espacio, de lo local, para abrirse a lo universal. Esta comunidad concreta, que el día Domingo, abre la Capilla, canta, reza con el texto bíblico del día, está prestando su tiempo y humanidad al mismo Cristo para alabar al Padre, que hace descender su bendición al pueblo, su unción, su Espíritu. Rezar el padrenuestro en comunidad, es permitirle a Cristo, a través nuestro, volver a decirle a Dios: Padre. Es unirnos a la plegaria de Cristo que alaba al Padre,


santifica su nombre, clama por la venida del Reino, implora el pan para toda la humanidad, pide perdón por nuestras culpas, nos anima a la reconciliación entre nosotros. No es un simple recitar, es unirnos a una plegaria universal. De ahí que sea muy necesario transmitir esto a nuestras comunidades, descubrir este umbral al comenzar la celebración, descubrirse ellos como parte de esta oración, cambiar la mirada para descubrir en la fe, todo lo que implica estar ahí rezando juntos. Si ayudamos a descubrir esta riqueza, tendremos un mayor impulso para celebrar nuestra fe, más allá de que seamos dos o seamos cien. Ya no dará lo mismo hacer la celebración que no hacerla. En aquella tarde de domingo, cuando muchos están en la cancha de fútbol y otros mirando los partidos a través de la tele, Cristo, desde ese pequeño rincón de la tierra, a través de este racimo de fieles, está elevando su plegaria al Padre, quien es glorificado, bendecido, adorado y de quien manan las bendiciones para toda la humanidad. 9. La catequesis litúrgica pretende introducir en el Misterio de Cristo (mistagogia), procediendo de lo visible a lo invisible, del signo a lo significado, de los “sacramentos” a los “misterios”: se hace urgente, por tanto, desarrollar un camino, una pedagogía de ir introduciéndonos de a poco en el misterio. Catequesis que ya no será racional o conceptual, sino más bien simbólica, integradora. Catequesis que tendrá que asumir los símbolos culturales de aquí, para que sea atractiva y, sobre todo, decidora. Signos del lugar, cantos con letras apropiadas, silencios, gestos en la celebración, todo eso irá ayudando a tomar conciencia de lo que celebramos, a valorarlo, a desearlo. Ya no será, entonces, el ir a la celebración para cumplir o no dejar solo al cura o al animador, sino más bien, por necesidad, porque algo sucede en ese tiempo y espacio distintos, porque descubro el poder sacerdotal de mi bautismo, porque intercedo por mi comunidad, porque otra cosa no puedo hacer, sino orar, pedir, suplicar ante tantas impotencias. 10. Dios comunica su gracia, asumiendo nuestra humanidad, nuestra cultura. De este modo, con una gran pedagogía, sigue el mismo camino que realizó en la Encarnación de su Hijo, asumiendo nuestra realidad humana, histórica, social y cultural. Dice el CEC: 1146 En la vida humana, signos y símbolos ocupan un lugar importante. El hombre, siendo un ser a la vez corporal y espiritual, expresa y percibe las realidades espirituales a través de signos y de símbolos materiales. Como ser social, el hombre necesita signos y símbolos para comunicarse con los demás, mediante el lenguaje, gestos y acciones. Lo mismo sucede en su relación con Dios. 1189 La celebración litúrgica comprende signos y símbolos que se refieren a la creación (luz, agua, fuego), a la vida humana (lavar, ungir, partir el pan) y a la historia de la salvación (los ritos de la Pascua). Insertos en el mundo de la fe y asumidos por la fuerza del Espíritu Santo, estos elementos cósmicos, estos ritos humanos, estos gestos del recuerdo de Dios se hacen portadores de la acción salvífica y santificadora de Cristo. 1207 Conviene que la celebración de la liturgia tienda a expresarse en la cultura del pueblo en que se encuentra la Iglesia, sin someterse a ella. Por otra parte, la liturgia misma es generadora y formadora de culturas.” 1208 Las diversas tradiciones litúrgicas, o ritos, legítimamente reconocidas, por significar y comunicar el mismo Misterio de Cristo, manifiestan la catolicidad de la Iglesia. 11. A semejanza de Cristo, que nos salvó a través de acciones y palabras, así también Dios santifica a su Pueblo a través de gestos y palabras: todo sacramento tendrá esta doble dimensión que será instrumento de la fuerza y el poder que Dios nos transmitirá. Dice el CEC: 1153 Toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras. Ciertamente, las acciones simbólicas son ya un lenguaje, pero es preciso que la Palabra de Dios y la respuesta de fe acompañen y vivifiquen estas acciones , a fin de que la semilla del Reino dé su fruto en la tierra buena. Las acciones litúrgicas significan lo que expresa la Palabra de Dios: a la vez la iniciativa gratuita de Dios y la respuesta de fe de su pueblo .” 1155 La palabra y la acción litúrgica, indisociables en cuanto signos y enseñanza, lo son también en cuanto que realizan lo que significan. El Espíritu Santo no solamente procura una inteligencia de la Palabra de Dios suscitando la fe, sino que también mediante los sacramentos realiza las “maravillas” de Dios que son anunciadas por la misma Palabra: hace presente y comunica la obra del Padre realizada por el Hijo amado . 1190 La Liturgia de la Palabra es una parte integrante de la celebración. El sentido de la celebración es expresado por la Palabra de Dios que es anunciada y por el compromiso de la fe que responde a ella. 3. Algunas propuestas para la salida de esta crisis: Todas estas opiniones que fuimos recogiendo anteriormente, más que enojarnos, o “atrincherarnos” para defender nuestra fe, pueden ser una gran oportunidad para ayudarnos a vivir mejor nuestra liturgia. Todo esto nos puede servir de aguijón para cuestionarnos:


1) Nuestra inmersión existencial en los ritos sagrados: es fundamental examinar y corregir nuestro modo de vivir la liturgia, nuestra participación consciente, estando con el cuerpo, alma, sentimientos y corazón, todos presentes en lo que se celebra. De ahí que, para que nuestro modo de celebrar no caiga en un ritualismo vacío, nuestra vida ha de ser llevada a la celebración: trabajo, relaciones, preocupaciones, decisiones, debilidades. A su vez, nuestro cuerpo no queda ausente. De ahí que, como veremos después, lo vayamos incorporando a través de las posturas realizadas con sentido, en los distintos momentos de la celebración. Todos los sentidos desean ser atendidos: vista, olfato, tacto, gusto, oído. Muchas veces sólo el oído aplicamos en la liturgia y a veces, ni siquiera eso, ya que escuchamos de fondo la voz del cura, mientras que en el primer plano de atención se hallan nuestros asuntos y pensamientos. O a veces, aplicamos mal lo sentidos, leemos cuando hemos de escuchar (la Palabra), callamos cuando hemos de hablar (las aclamaciones), miramos cuando hemos de cerrar los ojos (nos dispersamos o distraemos), cerramos los ojos cuando hemos de mirar (el Cuerpo y Sangre de Cristo expuestos en la consagración). O a veces, no los aplicamos con profundidad: no escuchamos nuestra voz que se une a una aclamación, o la del hermano que tengo al lado, o a Jesús que se quiebra y parte por nosotros para ser comido. 2) Nuestra vivencia de los sacramentos desde un “nosotros” eclesial, sabiéndonos Cuerpo de Cristo. Esto, podríamos decir, es lo que hace la diferencia esencial, la nota distintiva del cristiano. La mejor manera de combatir el individualismo, propio y cultural, es desarrollar esta actitud espiritual. Excluir este nosotros, por un marcado individualismo religioso, distorsiona la liturgia, ya que atenta contra uno de sus aspectos más originales: el sentido eclesial. 3) Este sujeto comunitario de la liturgia, este nosotros supone un “yo”. De lo contrario, no habría nosotros, sino una “masa anónima” de seres inertes. De ahí que necesitemos estar presentes desde lo que somos, como un miembro activo de este Cuerpo de Cristo. Nuestro crecimiento espiritual requiere que alimentemos este “yo”, de modo que redunde para el bien del “nosotros”. La liturgia nos debe llevar a profundizar nuestra relación con Dios, en la oración cotidiana, de modo que nuestra oración personal enriquezca el momento comunitario y éste anime, alimente y aliente nuestra oración cotidiana. 4) Desarrollar una vivencia contemplativa-estética-mística de la liturgia: es bueno recordar que la liturgia apela al corazón del hombre. La palabra, las ideas, la catequesis apelab principalmente a la inteligencia, a la razón, a través de los conceptos y los juicios. Los valores, mandamientos y enseñanzas se dirigen especialmente a la voluntad. La inteligencia capta las ideas como verdad. La voluntad se dirige a los mandamientos como bien. La liturgia se desarrolla mejor en el ámbito de la belleza. Esto no la priva de su verdad y su bondad. Los símbolos expresados en la liturgia atraen a los que participan, los representan, los conducen a la Realidad significada, a la Belleza por antonomasia. Todo lo que podamos hacer en esta dirección ayudará a una mejor vivencia del Misterio Eucarístico: -el desarrollo del tiempo de la celebración: invitando a vivirlo como un espacio gratuito, como un tiempo “sin tiempo”, sin reloj, sin apuros, ni prisas; -el realce de los signos litúrgicos, su belleza y sobriedad, su manifestación clara y al alcance de todos; -el espacio sagrado que ayude a sentirse en el “descanso” de Dios, en la compañía de una comunidad, en un encuentro con otros y con Dios; -el silencio que dispone para el encuentro, que ayuda a la serenidad, a la escucha, a la disponibilidad a la obra de Dios en nosotros. En esto hemos de insistir en que la liturgia, como hemos visto, es palabra y gesto, palabra y acción redentora. Nuestras liturgias occidentales, muchas veces, han desplazado, apagado o reducido todo el universo simbólico y este vacío lo han llenado con palabras. Cuántas veces hemos explicado todo, hasta lo que no necesitaba palabra. La homilía empezó a acaparar el máximo tiempo de la celebración, como si fuera lo más importante de la misma y hemos terminado reduciendo la misa a esa “charla” o “reflexión interesante” del cura. Hemos llegado a tenerle terror al silencio. Ni bien el cura hace una pausa después de la comunión, el ministerio de la música llena rápidamente este “peligroso vacío” con algún canto. Nuestra ansiedad habitual con la que vivimos, nuestra prisa tan común es trasladada a la misma celebración, cuando, en realidad, necesitamos esas pausas de silencio, para percibir mejor la voz de Dios. El Misterio se muestra en la liturgia con infinidad de símbolos, gestos, silencios, espacios, elementos. Por tanto, decimos que se muestra, no que se de-muestra con conceptos, explicaciones, análisis, palabras. De ahí que necesitemos revisar el sentido y el modo de nuestros “guiones litúrgicos”. La inflación de palabras sólo trae aparejada una “sordera” e indiferencia de los fieles. El guión tendría que buscar sugerir, más que explicar, abrir más que cerrar en conceptos y definiciones,


atraer más que encasillar… Conviene recordar lo que dice SC 34: Los ritos tienen que resplandecer por la noble sencillez, ser diáfanos por la brevedad y evitar las repeticiones inútiles, han de adaptarse a la capacidad de los fieles y, en general, no tienen que precisar muchas explicaciones. -la transición, como ese umbral que nos ayude a dejar de lado nuestras preocupaciones, angustias, apuros, para entrar en el tiempo de Dios, en la alabanza de todo el Cuerpo de Cristo al Padre. -la mirada atenta y contemplativa al misterio que se nos da a conocer, no para entenderlo o para aplicarlo en la vida (aunque después lo comprendamos y vivamos), sino para apreciarlo, disfrutarlo, apropiarlo, contemplarlo. Dice S.Weil: Para comprender las imágenes, los símbolos, no se trata de interpretarlos, sino simplemente mirarlos hasta que brote de ellos la luz. La condición es que la atención ha de ser una mirada y no un apego. En este punto, hemos de reconocer que nuestros hermanos del Oriente nos pueden enseñar mucho para acercarnos a la liturgia con el corazón, renunciando un poco a la cabeza y a las manos, para incorporar más a los ojos y a los oídos, soltando más nuestro cuerpo para que se deje conducir por la liturgia. Dice un autor acerca de esta tradición de la Iglesia Oriental: ¿Cómo logrará el hombre participar en semejante deificación? ¿Cómo conseguirá dejarse hacer por Dios? La respuesta resulta casi ofensiva para el occidental, dada su simplicidad: el hombre participa de la Plenitud Divina por la visión, visión-escucha de la Liturgia y la Palabra y visión-contemplación de los iconos. Sí, hemos llegado al extremo. El hombre se "dejará salvar" en la liturgia, en la escucha de la Palabra, ante los iconos... La visión será el remedio para el hombre incapaz de reaccionar; al igual que Pedro, Santiago y Juan en el Monte Tabor, una luz radiante iluminará su ser y el hombre verá salvado en él el abismo antes imposible de superar entre el mundo sensible y el espiritual. Es, pues, imposible fiarse de estructuras mentales como itinerario de salvación, como gustara Occidente. La escucha litúrgica, la contemplación iconográfica, serán los elementos que desbordarán al hombre. («La Espiritualidad Del Oriente Cristiano», Hermano Fernando de la Cruz) 5) Entrar serenamente en la complejidad del símbolo: es propio de todo símbolo mantener una tensión. El símbolo tiene un significado abierto, remite a muchas cosas, abre caminos. El signo, en cambio, define algo concreto y unívoco. Una señal de tránsito, por ejemplo, tiene una sola interpretación. El símbolo, por el contrario, mantiene la tensión. Busca unir, integrar, no cerrar. De ahí que nosotros debemos mantenernos en esta doble dimensión: cielo y tierra, cercano y lejano, tremendo y fascinante, palabra y silencio, acción y recepción, individuo y comunidad, escucha y respuesta. El sentido del sacramento es expresar el misterio para que significando, es decir, mostrando su luz interna, realice, obre en nosotros la salvación, es decir, lo que el mismo símbolo (rito o sacramento) está significando. Esto mismo es lo que expresa el Catecismo: La palabra griega “mysterion” ha sido traducida en latín por dos términos: “mysterium” y “sacramentum”. En la interpretación posterior, el término “sacramentum” expresa mejor el signo visible de la realidad oculta de la salvación , indicada por el término “mysterium”. (774). Dice un autor: Independientemente de la vida según la fe, que es necesaria para profesarla y celebrarla, la crisis de los sacramentos es crisis de una verdadera conciencia y experiencia de lo que es ser humano. La iniciación al símbolo, como única manera humana posible para poder vivir las realidades más profundas de la existencia, es el primer paso para recuperar el lenguaje de la fe. Sospecho que el problema de los símbolos no es que sean viejos o arcaicos o desfasados. Lo que les ocurre es que no están incorporados. Separados de la unidad de la persona, se vacían de significado y carecen de la experiencia que en ellos se podría hacer presente. La iniciación a los símbolos no consiste en cambiar unos por otros, sino en educar a una verdadera experiencia humana que encuentre en ellos y por ellos su verdadera expresión y enriquecimiento. Cuando se vive, el símbolo que expresa este vivir adquiere todo su brillo y novedad . Cuando no se tiene experiencia, entonces todo símbolo, hasta el recién inventado, está destinado al fracaso. No hay símbolo alguno que resista la ausencia de significado, y esto acontece cuando el que realiza la actividad simbólica no tiene sentido que expresar. Cuando la expresión simbólica no está habitada por la experiencia, no hay nada más caduco, carcomido, inútil, superfluo, viejo y muerto que un símbolo. Somos, además de racional, un animal simbólico y gracias al símbolo llegamos a la profundidad del ser y de la realidad; adonde el discurso no llega accede el símbolo. La actividad simbólica nos invade por doquier. Detrás del qué hay siempre un quién. Toda la vida del ser humano, por ser humana y, por lo tanto, toda la vida de la fe, por ser fe humana, están transidas de acciones simbólicas. De lo contrario, no se podría expresar lo inenarrable ni sacar a la superficie la hondura ni vivir corporalmente lo espiritual ni hacer sensible lo invisible ni patentizar lo oculto. Lo importante del símbolo no es si es viejo o nuevo, sino la realidad y su expresión. Sin realidad la expresión carece de sentido. Sin expresión, la realidad no alcanza su desarrollo humano y, por lo tanto, se degrada y pervierte. Cuando se unen la realidad y su expresión, aparece con todo su vigor la actividad simbólica. Si hubiera algún símbolo que no dijera hoy nada a nadie, la misma experiencia humana buscaría, como la corriente de un río, su cauce adecuado de expresión. Porque, desde que el mundo es mundo y el hombre es hombre, toda la realidad visible está puesta al alcance de nuestras manos para que llegue a ser acción simbólica, medio de expresión. (Jesús Burgaleta, La fe, ¿necesita símbolos y símbolos nuevos?) Por tanto, para que la participación pueda ser más “consciente, activa y fructífera” (SC 11), se hace necesaria la iniciación en el carácter simbólico de la liturgia, el volverla más significativa y decidora


para la vida de la actual sociedad. Si no atendiéramos este aspecto tan importante, estaríamos cayendo en una concepción mágica de la liturgia. Pretender que por el solo hecho de estar en una misa, se obra la transformación del corazón, es dejar muy librada a la Providencia, nuestra colaboración y acción. Jesús realizaba su obra sanadora partiendo de la fe de la persona. Esa fe es necesaria para la vivencia litúrgica. Fe que es suscitada por la belleza simbólica de la liturgia y por la interpelación real y existencial que el símbolo sagrado provoca en el fiel. De ahí la necesidad de una evangelización previa y de una catequesis mistagógica continua. Dice el CEC: 1072 “La sagrada liturgia no agota toda la acción de la Iglesia” (SC 9): debe ser precedida por la evangelización, la fe y la conversión; sólo así puede dar sus frutos en la vida de los fieles: la Vida nueva según el Espíritu, el compromiso en la misión de la Iglesia y el servicio de su unidad.” 1074 “La catequesis está intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental , porque es en los sacramentos, y sobre todo en la Eucaristía, donde Jesucristo actúa en plenitud para la transformación de los hombres” (CT 23).” 1075 La catequesis litúrgica pretende introducir en el Misterio de Cristo (es “mistagogia”), procediendo de lo visible a lo invisible, del signo a lo significado, de los “sacramentos” a los “misterios” . 6) Buscar la sencillez, la simpleza y la austeridad en los símbolos, además de su cercanía y representatividad: es todo un arte poder expresar simbólicamente una realidad, de forma que atraiga, pero que no encandile, que sugiera y que no defina, que interpele, seduzca y enamore, pero que conduzca a la Belleza de Dios. El símbolo busca conducir a Otro a través de su belleza. El símbolo no es el punto de llegada de nuestra mirada contemplativa, sino el trampolín para el encuentro con el Autor de todo Bien y Belleza. Al respecto comenta un autor de espiritualidad: De un modo u otro, todos buscamos a Dios: esta es una de las tres o cuatro convicciones pastorales a las que he llegado tras casi veinticinco años como sacerdote. No todos lo buscamos de la misma manera, eso es evidente, como lo es que hay muchos que ni siquiera saben que es a Él a quien están buscando. Pero tras cualquiera aspiración de plenitud o felicidad, late siempre el propio Dios, discreta y anónimamente…Todos sabemos muy bien que lo religioso debería estar al servicio de lo espiritual, pero todos sabemos también que casi nunca es así, y esta es la segunda de mis convicciones pastorales. Lees un libro de teología y nunca te dan ganas de orar. O escuchas una predicación moral y no sientes el deseo de ser mejor persona. O asistes a una eucaristía y no hay ni un segundo en el que puedas experimentar que se celebra la comunión. Dicho con rotundidad: el actual prestigio de la espiritualidad se está construyendo sobre el merecido desprestigio de la religión. No concluyo de aquí que haya que acabar con las religiones, pero sí resulta imprescindible recrearlas y renovarlas, so pena de que persistan en el tiempo como mero residuo cultural. Mi empeño como sacerdote es el de insuflar vida a los ritos y mitos religiosos para mostrar que son un camino privilegiado e insuperable –y subrayo esto de privilegiado e insuperable– de acceso a lo espiritual. Para insuflar vida no basta el entusiasmo o la voluntad. A este fin es preciso tener un criterio pedagógico muy claro: la simplicidad. Sólo lo que es sencillo es espiritual: esta es la tercera convicción a la que he llegado en estos últimos veinticinco años. Por desgracia, hemos construido una sociedad y una Iglesia en la que sólo lo complicado tiene prestigio. Pero lo que el alma necesita realmente es la simplicidad. Las cosas sencillas son elegantes en su sobriedad. Y la elegancia, como la sobriedad, nos hace mucho bien. Lo sobrio nos sana porque crea espacio en nuestro interior, permitiéndonos el movimiento de la elección, la libertad, que es lo que nos caracteriza como humanos. Lo abigarrado, exuberante o complejo, por contra, tiende a ocupar nuestro espacio interior, dificultando la actitud receptiva, base de toda espiritualidad. El hombre está hecho para lo sencillo. Es en lo sencillo donde se realiza. La elegancia no es posible sin sencillez. La elegancia es la maestría natural en el movimiento, y eso, cuando lo vemos, cuando lo protagonizamos, nos devuelve a nuestra patria. Mi principal empeño pastoral, tanto por lo que se requiere a la práctica de la oración como a la profundización y difusión del mensaje del Evangelio, es hoy la simplicidad. Un texto, un ejercicio, una ceremonia que no sean claras y sencillas no son pastorales. Y a mí, lo que me interesa por encima de todo, es la pastoral y la espiritualidad, es decir, alimentar el alma de los otros y la mía. Para eso escribo ahora. Para eso he escrito en el fondo siempre. (Pablo d Ors, Todo lo espiritual es sencillo) Tarea para el mes: Fecha de entrega: miércoles 28 de mayo: 1) Resumir con tus palabras los distintos aspectos de la crisis en la vivencia de los sacramentos. Puedes agregar otras ideas que no estén en el apunte. 2) ¿Qué cosas, actitudes, usos o costumbres hacen menos atractiva la liturgia? 3) Resumir en 5 frases las ideas principales desarrolladas en el punto 2 del apunte. 4) De cada una de estas 5 ideas, enuncia una actitud espiritual que se desprenda de esa frase (es decir, alguna aplicación práctica para la vida) y una sugerencia práctica para vivir mejor la Misa.


Encuentro nº 2: La Eucaristía: variaciones y matices de su Misterio Sus nombres diversos. Su poder transformador. Su atracción, adecuación y necesidad para nuestra vida. 1) Aspectos variados del Misterio eucarístico expresados en sus diversos nombres: La Eucaristía es el Misterio de la fe que no puede ser enclaustrado en algunos conceptos e ideas. Necesitamos usar metáforas, imágenes, símbolos como para ir arrimándonos a su misterio inagotable. Cualquier tipo de reduccionismo atenta contra su riqueza. No acoger sus matices, exagerar solamente un aspecto, olvidando los otros, no contemplar su vastedad, acercarnos con una mirada mundana, sociológica o ideológica (sea del tinte que sea): terminará por opacar su luminosidad, distorsionar su belleza, domesticar su sentido libre e inaferrable. En definitiva, a lo que terminaremos llegando será a otro puerto, no, precisamente, al que deseamos llegar en este curso. Así lo expresa el Catecismo: La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. (CEC 1328): a) La Misa es un Memorial: La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (cf. Éx. 13,3). En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la pascua, los acontecimientos del Exodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos. El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual: Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención (CEC 1362-1364). Memorial, por tanto, es mucho más que recuerdo, es actualización, presencia sacramental del acontecimiento histórico de la Pascua, que se hace actual, en el hoy de la salvación. Dice Dolores Aleixandre: «Partir el pan» es mucho más que un gesto ritual: es una forma de comer que expresa una forma de vivir. Hacemos memoria de Jesús para seguir haciendo lo que él hizo: «partirse la vida», «vaciarse hasta la muerte», según la expresión del cuarto canto del Siervo. De esa memoria nace nuestra fraternidad, y sólo se «reconoce a Jesús al partir el Pan» cuando el estilo de vida que él expresó en su entrega se hace presente, aunque sea germinalmente, en los que pretendemos seguirle. Cuidado: guárdate muy bien de olvidar los hechos que presenciaron tus ojos, que no se aparten de tu memoria mientras te dure la vida. Recordar qué es lo que «presenciaron nuestros ojos», lo que significa para cada uno hacer memoria de Jesús y confesarnos las razones secretas por las que preferimos vivir desmemoriados a volver una y otra vez al recuerdo perturbador de quien llegó por nosotros hasta la muerte y muerte de cruz. Y comprobar desde la propia experiencia cómo ese síndrome amnésico suele ir unido al olvido y a la despreocupación de todos los que hoy siguen en la cruz. Es importante, entonces, no perder nunca de vista que cada Misa es hacer presente un sacrificio, una entrega de amor, una muerte pascual. Esto nos ha de despabilar, encendiendo el fervor, la atención, la participación amante y agradecida. b) La Misa es un Sacrificio: Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: Esto es mi Cuerpo que será entregado por ustedes y Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por ustedes. En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que derramó por muchos para remisión de los pecados. La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto: (Cristo), nuestro Dios y Señor, se ofreció a Dios Padre una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) una redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio, en la última Cena, la noche en que fue entregado, quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana), donde sería representado el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz cuya memoria se perpetuaría hasta el fin de los siglos y cuya virtud saludable se aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día (Trento: DS 1740). El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: Es una y la misma víctima, que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, que se ofreció a sí misma entonces sobre la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer :. La Pascua de Cristo incluye, con la pasión y muerte, también su resurrección. Es lo que recuerda la aclamación del pueblo después de la consagración: Proclamamos tu resurrección. Efectivamente, el sacrificio eucarístico no sólo


hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía pan de vida, pan vivo. La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con él, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo, presente sobre el altar, da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda. (CEC 1365-1368) Participar, pues, del sacrificio eucarístico es algo serio. Es volver a estar al pie de la Cruz, como María, contemplando extasiados, el don de la Vida Nueva, entregada hasta el extremo. Dice Pagola: No hemos de olvidar que comulgar con Jesús es comulgar con alguien que ha vivido y ha muerto entregado totalmente por los demás. Jesús insiste en ello. Su cuerpo es un cuerpo entregado y su sangre es una sangre derramada por la salvación de todos. Es una contradicción acercarnos a comulgar con Jesús resistiéndonos egoístamente a vivir para los demás. (José Antonio Pagola). Dice otro autor: La Iglesia, sobre todo en la Eucaristía, celebrando el memorial de la muerte de Cristo, participa en la «entrega por» de Cristo. Comiendo su «Cuerpo entregado» y bebiendo su «Sangre derramada», acoge en sí misma el sacrificio de Cristo, lo hace suyo, lo presenta al Padre como el único y verdadero acto de entrega por la salvación del mundo. No ofrece otro sacrificio: ofrece una y otra vez el mismo sacrificio de la cruz, pero hecho también propio. Por tanto también hay que decir que la comunidad cristiana se «auto-ofrece», uniendo su propia entrega a la de Cristo. A la vez que hace el memorial de la cruz, con un tono de acción de gracias, recuerdo y ofrecimiento, se quiere «sumar» vitalmente a la Pascua de Cristo . Y la Eucaristía es, entonces, sacramento y signo eficaz, también de su propia entrega junto con Cristo. El sacrificio no es en Cristo una circunstancia pasajera: es su misma definición. El «ser por los demás», el «ser para los demás», el «entregarse por», es algo consustancial a Él, también en su nueva realidad gloriosa. El Señor Glorioso, que se nos hace realmente presente en la Eucaristía, es el que en sí mismo tiene permanentemente presente el sacrificio de la cruz. La entrega de entonces no hace falta que se repita, porque sigue estando viva, porque no ha terminado. Cada Eucaristía es así presencia no sólo de Cristo como Persona, sino también de su Sacrificio en la cruz. Él mismo nos lo hace presente cuando hacemos su memorial (José Aldazábal). c) La Misa es un Banquete Sagrado: por lo tanto es: * Comida festiva: misteriosamente, a pesar de ser el verdadero sacrificio de Jesús, tiene resonancias festivas: porque es la celebración de la fidelidad de Dios, de su amor; es la celebración de la reconciliación, del perdón que Dios ha otorgado al hombre. Es la fiesta por la que el hombre puede presentar a Dios el culto perfecto. De aquí que la Misa haya de celebrarse con signos que manifiesten lo festivo: luces, cantos, adornos y, sobre todo, el júbilo en los corazones de todos los participantes. * Banquete fraternal: el término banquete alude a una celebración que se hace con otros (nadie banquetea en soledad). Por eso, la Misa es un banquete fraternal. Es la acción comunitaria por excelencia, porque así, juntos como hermanos, es como nos quiere el Padre. Así quiso Jesús que nos reuniéramos. Y ese es el término al que impulsa la acción unificadora del Espíritu. Basta escuchar la insistencia del Señor en la última cena: Tomen, coman todos, beban todos. Y la frase de San Pablo: Ya que hay un solo Pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único Pan. Comiendo del mismo Pan y bebiendo del mismo Cáliz, Cristo nos une íntimamente entre nosotros. Por lo que con razón se llama a la Eucaristía sacramento de la unidad de la Iglesia. Y por eso la insistencia de que todos, dejando nuestras ocupaciones habituales, nos reunamos cada domingo para celebrar, juntos, la santa Misa. * Comida y bebida: al decir banquete estamos hablando de una comida y bebida, elementos infaltables en todo banquete. Por lo cual la Misa tiene como término pleno de participación la Comunión, por medio de la cual Jesús nos comunica la vida eterna y permanece estrechamente unido a cada uno de nosotros, en esa comunión de amor que es propia de los que se aman de verdad. Dice un autor: Esa vida entregada de Jesús queda condensada en el gesto de despedida que nos dejó y nos mandó actualizar. Como recapitulación y como recepción de la vida entregada de Jesús, la eucaristía es el sacramento de la fraternidad, igual que el bautismo es el sacramento de la filiación. La Iglesia, en efecto, ha calificado siempre al Jueves Santo, que conmemora la institución de la Eucaristía, como día del amor fraterno. Según una oración muy conocida del siglo II, los primeros cristianos celebraban agradecidos que, así como los granos de trigo desperdigados por los campos han sido unidos para formar un único pan, del mismo modo los seres humanos, con nuestras distancias y diversidades nos encontramos formando un mismo cuerpo gracias a la Eucaristía (Didajé). Por tanto, si los cristianos no somos ante el mundo una señal visible y


perceptible de fraternidad, algo muy serio falla en nuestras celebraciones eucarísticas. San Pablo, cuando en Corinto se tropezó con unas celebraciones eucarísticas que discurrían en medio de la insolidaridad y tolerando desigualdades entre los participantes, reprendió duramente a aquellos cristianos: eso que hacéis ya no es celebrar la Cena del Señor. Esa reprensión seguirá vigente para nosotros, siempre que concibamos la eucaristía como la ofrenda de algo exterior y ajeno a nosotros, que agrada a Dios sin que nos haga sentir la necesidad de cambiar nuestras vidas y nuestras relaciones entre nosotros. Esa correspondencia implica algo muy importante: a la vez que la Iglesia celebra la Eucaristía, es rehecha y transformada por ella. La eucaristía debe hacer eucarística a la Iglesia, es decir, convertirla en un espacio donde las relaciones humanas estén transformadas de relaciones de dominación en relaciones de fraternidad, de relaciones de esclavitud en relaciones de libertad, como reza la misma Iglesia en su celebración eucarística: un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando. En esa transformación, la Iglesia se convierte también en sacramento (en señal y realización) de la presencia de Dios entre los hombres. Sacramento de comunión la definió el Vaticano II aludiendo a la comunión de todos los hombres con Dios y entre sí. La ambigüedad de la palabra comunión en muchas lenguas latinas, donde significa a la vez recepción de la eucaristía y calidad suprema de las relaciones humanas, se convierte en una ambigüedad de rico significado teológico. La comunión no es pues simplemente un acto de piedad o de enriquecimiento personal; es además un compromiso y una toma de conciencia por el que ofrecemos nuestra solidaridad y nuestra acogida a todos los hombres: por eso, en la celebración eucarística nos damos todos el abrazo de fraternidad y nos deseamos la paz unos a otros, inmediatamente antes de recibir el Cuerpo del Señor. (J.I. Gonzalez Faus) Si bien, la Eucaristía encierra múltiples aspectos, de ahí la variedad de sus nombres, sin embargo no hay que olvidar el acontecimiento original histórico. Es decir, la Misa nació en una cena de despedida. Cena íntima en que se hacía el memorial de la Pascua. Por tanto, el signo que usa Jesús es la realidad humana del comer y beber juntos. Esto no hay que olvidarlo, porque es el símbolo por excelencia. De ahí que sea imprescindible preguntarnos si nuestras celebraciones no tienen más de conferencia, charla, dramatización, monólogo, que de comida pascual. En la comida se participa, se ríe, se comparte, se escucha, se entra en la intimidad del diálogo, donde nos encontramos y nos reconocemos como familia. La comida crea intimidad, encuentro, reconciliación, comunión profunda. Al respecto, comenta un autor: Jesús instituyó la Eucaristía durante la última cena, asumiendo un símbolo muy rico y muy humano, la comida. Los textos del NT nos permiten ver el sentido de la eucaristía para la Iglesia primitiva: • La Iglesia la recibe del mismo Jesús (institución): 1 Cor 11,23-26; Mt 26,26-29; Mc 15,22-25; Lc 22,15-20. • Ella es celebrada por la comunidad: Hch 2,42-47; 20,7-12; cf. 27,35. • La Eucaristía edifica la Iglesia como Cuerpo de Cristo: 1 Cor 10,14-22. • La Eucaristía es presencia real de Cristo en medio a su comunidad: 1 Cor 10,16 y los relatos de la institución. • La Eucaristía no es... Una comunidad puede llegar a anular la eucaristía, cuando establece distinciones sociales entre sus miembros: 1 Cor 11,17-34. • En el evangelio de Juan (Jn 6), en vez de la Ultima Cena, tenemos la multiplicación de los panes; las palabras de Jesús sobre el pan del cielo y el pan de la vida; el discurso de la promesa; el lavatorio de los pies. Dos elementos básicos se observan en estos textos: en primer lugar, es clara la dimensión comunitaria; ni un solo texto presenta la Eucaristía como gesto individual, realizado por un individuo o para un individuo. En segundo lugar, la Eucaristía es una comida compartida; la eucaristía es una acción que comporta determinada praxis y simbolismo. Todo el significado y simbolismo de la Eucaristía, todos sus elementos importantes se encierran en el lenguaje privilegiado de las oraciones eucarísticas y de la fórmula de la consagración. En todas las culturas los momentos importantes de la vida se celebran con comida y bebida. Comer y celebrar la vida van juntos: nacimientos, aniversarios, casamientos, triunfos, el encuentro de dos amigos, todos estos son acontecimientos que se celebran comiendo y bebiendo juntos. En la comida eucarística se celebra toda la vida vivida por la comunidad cristiana. Pero se recuerda, además de eso, la historia que está por detrás y en la cual la vida cristiana se enraíza: la pascua judaica con el nacimiento del pueblo de Dios por la liberación de la esclavitud de Egipto (Antigua Alianza), y la pascua cristiana de la vidapasión-muerte-resurrección de Jesús (Nueva Alianza, Misterio Pascual). El acto de comer tiene una fuerte vinculación con la vida. Aunque se dé el caso de personas que viven para comer, lo normal es que se coma para vivir. Comer y vivir están íntimamente relacionados. Comemos cuando tenemos hambre, cuando nos sentimos desfallecer y las reservas de vida se acaban. Al comer, la vida se restaura y fortalece. El acto de comer cuando se tiene hambre es un grito en favor de la vida y es expresión del sencillo y profundo deseo de vivir. Por el contrario, en el acto de no-comer se encierra la consciencia de la amenaza que el hambre supone para la vida. Si el pan es vida para el ser humano, la falta de pan es amenaza a la vida. El no-pan es no-vida. Tirar el pan es


tirar la vida. Quien tira el pan o se lo saca a los otros es un homicida. Tener hambre y sed es expresión profunda de los deseos insaciables de vida de todo ser humano y de sus aspiraciones más íntimas y últimas. El hombre tiene hambre de pan para poder vivir, pero también tiene hambre de justicia, de dignidad y de vida abundante. Esta hambre es más profunda y radical. Llega hasta al punto de que personas optan libremente por no comer (huelga de hambre) para conquistar el pan de la justicia y de la dignidad que les está siendo negado. En nuestros países tenemos múltiples ejemplos de hermanos y hermanas que dejaron de comer su pan de cada día para alcanzar el pan de la justicia. Toda esa riqueza de contenido se recuerda y es celebrada por la comunidad cristiana que se reúne en el Espíritu de Jesús para compartir el pan y el vino de la comida eucarística. (Juan Fernando López sj: ¿¡POBRES SACRAMENTOS!?) d) La Misa es acción de gracias y alabanza al Padre: La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo, la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad. La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación. Eucaristía significa, ante todo, acción de gracias. La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: él une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en él (CEC 1359-1361). e) La Misa es un Anuncio escatológico: La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística: hasta que vuelvas. La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo; es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y «prenda de la gloria futura. En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo. Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el secreto de la resurrección. (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 18) f) La Misa es la fracción del pan: este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia. En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección, y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas. Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con El y forman un solo cuerpo en El (CEC 1328). Dice bellamente un texto de San Juan Crisóstomo: ¿Quieren de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintan que esté desnudo. No lo honren aquí con vestidos de seda, mientras fuera le dejan perecer de frío y desnudez. Porque el mismo que dice: Este es mi cuerpo, dice también: tú me has visto hambriento y no me diste de comer. Y cuando no lo hiciste a uno de estos más pequeños, a mi no lo hiciste. El sacramento no precisa de manteles preciosos, los pobres, por el contrario, exigen mucho cuidado. Tribútale la honra que él mismo mandó por ley empleando tus riquezas en socorrer a los pobres. ¿Qué le sirve al Señor que su mesa esté llena de vasos de oro, si él se consume de hambre? Sacia primero su hambre y luego, de lo que te sobre, adorna también su mesa (Homilías Mt). g) La Misa es envío misionero: Santa Misa porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (missio) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana. (CEC 1332) La Eucaristía está íntimamente ligada a la misión. De hecho, sus últimas palabras, pueden ir en paz, significan el envío a la misión cotidiana, a prolongar la Misa en el día a día. El gesto del lavatorio de los pies sucede en la cena eucarística. Desde aquella noche, la Eucaristía no se puede entender sin el servicio y el servicio no puede entenderse sin la Eucaristía. Dice Cantalamessa: Esto es mi cuerpo: Cuerpo indica toda la vida. Jesús al instituir la Eucaristía, nos ha dejado como don toda su vida, desde el primer instante de la encarnación hasta el último momento, con todo lo que concretamente había llenado dicha vida: silencio, sudores, fatigas, oración, luchas, humillaciones. Ésta es mi sangre: ¿Qué añade con la palabra sangre, si con su cuerpo ya nos ha dado toda su vida? ¡Añade la muerte! Después de habernos dado la vida, nos da también la parte más preciosa de ésta: su muerte. Ahora, descendiendo a cada uno de nosotros, podemos preguntarnos qué ofrecemos al entregar nuestro cuerpo y nuestra sangre junto con Jesús en la Misa. Con la palabra cuerpo, damos todo aquello que constituye la vida que llevamos a cabo en este cuerpo: tiempo, salud,


energías, capacidades, afecto. Con la palabra sangre, expresamos la ofrenda de nuestras pequeñas muertes cotidianas: humillaciones, fracasos, enfermedades, limitaciones debidas a la edad, a la salud, todo aquello que nos mortifica. Todo esto exige que cada uno de nosotros, nada más salir a la calle al término de la misa, nos pongamos manos a la obra para realizar lo que hemos celebrado. De otro modo, todo se quedaría en palabras vacías. Es necesario, pues, que después de haber recibido a Jesús, nos dejemos comer realmente, sobre todo por quien no lo hace con toda la delicadeza y cortesía que esperaríamos. Tratemos de imaginar qué sucedería si celebrásemos la misa con esta participación personal, si dijéramos realmente todos, en el momento de la consagración, el sacerdote en voz alta y nosotros en silencio: Tomad y comed. Imaginemos una madre de familia que celebra así su misa, y después va a su casa y empieza su jornada hecha de multitud de pequeñas cosas. Su vida es literalmente, desmigajada; pero lo que hace no es en absoluto insignificante: ¡Es una Eucaristía junto con Jesús! (P. Cantalamessa, La Eucaristía, nuestra santificación, pp. 26-29). Dice la Madre Teresa: Para continuar haciendo lo que hacemos en todas partes del mundo, necesitamos un espíritu profundo de oración y unión con Dios. No somos trabajadores sociales sino contemplativos en el corazón del mundo. Nosotros no seríamos capaces de sostener nuestra vida de amor por los pobres y los olvidados si no tuviéramos un espíritu de oración, silencio, contemplación, y compasión. Esta es la razón por la cual pasamos una hora y media todas las mañanas en oración, meditación y la celebración de la Misa. Cuanto más tierno es nuestro amor por Jesús, el Pan de Vida en la Eucaristía, más tierno será nuestro amor por el Cristo hambriento en el más pobre de los pobres. 2. Retomando algunos abusos que empobrecen el misterio y la riqueza de la Eucaristía: 1) Espiritualismo desencarnado: algunos modos de celebrar la alejan de nuestra vida volviéndola ajena, abstracta y extraña. La rigidez, frialdad, las caras serias terminan por copar toda la celebración. Lo solemne no es necesariamente sinónimo de sagrado, lo complicado y difícil no lleva de por sí a Dios. 2) Espectáculo interesante: algunos acuden a la Misa como guardianes de la fe para cazar el mínimo exceso litúrgico, para dictar la condena. Otros, con una mirada curiosa e inquieta, buscan encasillar la ideología del que preside la celebración. A veces, el mismo que preside usa la liturgia para expresar sus ideas y defender su pensamiento. 3) Algo rutinario: mi corazón tiene ya tantas capas de autodefensa, que impiden descubrir la novedad de la salvación que Dios nos trae en cada celebración. Conviene recordar que la liturgia es la acción santificadora de Cristo a través de su propio Cuerpo, la Iglesia; y nuestra identificación con Él en la alabanza al Padre. Esta sola afirmación nos debería hacer estremecer, evitando toda rutina o aburrimiento. 4) Magia: el solo hecho de poner el cuerpo en la Misa, me transforma, sin poner nada de mí. 5) Pasividad e individualismo: voy sólo a recibir, no me siento parte del Cuerpo de Cristo que celebra como un todo la liturgia. No canto, no contesto, tomo cualquier postura exterior que me resulte más apropiada para mí, sin tener en cuenta al resto de la asamblea. Participo como un miembro anónimo, sin voz, ni rostro, ni presencia. El cura es el protagonista de la función religiosa. La misa es linda cuando el cura es piola y habla bien, y es aburrida cuando sucede lo contrario. Reduzco todo al hacer del cura. 6) Obligación más que un don: asisto como haciéndole un favor a Dios, cuando en realidad sucede lo contrario: es Dios el que nos da la posibilidad y el regalo de celebrar su Vida y recibir su gracia. 7) Inflación de palabras y devaluación de los símbolos: la liturgia es palabra y gesto, palabra y acción redentora. Muchas veces, nuestras liturgias occidentales han desplazado, apagado o reducido todo el universo simbólico, llenando este vacío con palabras. Explicamos todo, hasta lo que no necesita palabra. La homilía empieza a acaparar el máximo tiempo de la celebración, como si fuera lo más importante, reduciendo la misa a esa “charla” o “reflexión interesante” del cura. 8) Ausencia de silencios: hemos llegado a tenerle terror al silencio. Ni bien el cura hace una pausa después de la comunión, el ministerio de la música llena rápidamente este “peligroso vacío” con algún canto. Nuestra ansiedad habitual con la que vivimos, nuestra prisa tan común es trasladada a la misma celebración, cuando, en realidad, necesitamos esas pausas de silencio, para percibir mejor la voz de Dios. 9) Comercio religioso: voy a la misa para cumplir con Dios, con mi familia, con mi difunto. No sea cosa que Dios después me castigue, o que me pase algo malo. Cuando nos sucede alguna desgracia, nos enojamos con Dios por no atender nuestra asistencia perfecta. La vivimos más como práctica, costumbre o disciplina, que como misterio, celebración, culmen de la vida de la Iglesia. 10) Excesiva familiaridad: muchas veces hemos reducido la celebración a un encuentro que nada se diferencia de cualquier fiesta familiar o de un encuentro de amigos. Por pretender acercar demasiado el misterio, hemos terminado haciéndolo desaparecer. 3) El poder salvador de la Eucaristía:


A fin de evitar algunos de estos abusos, nos detendremos en el aspecto más antropológico de los sacramentos. Así, descubriremos mejor su belleza y su valor esencial para nuestra vida. El olvido de estos aspectos ha sido una de las causas principales de su devaluación. Habrá que desandar, pues, este camino, para volver a proponerlos de forma más atractiva y revalorizarlos. Seguiremos la reflexión de Pagola: 1) Dimensión atractiva y significativa de los sacramentos: Para que los sacramentos desplieguen su fuerza transformadora en el interior de la comunidad cristiana es necesario que su celebración remita a la praxis curadora de Jesús y facilite el encuentro sacramental con él. Esto requiere cuidar diversos aspectos: a) El sacramento ha de ser un gesto humano: un encuentro festivo, una acogida en la comunidad, un gesto de perdón, una imposición de manos protectora, una bendición. Los sacramentos no son cosas, objetos, sino «acciones comunicativas», símbolos que han de hablar no sólo del mundo invisible de la gracia sino de la experiencia real de la persona, de su vida amenazada, de sus crisis y miedos, de su culpabilidad y fracasos, de su necesidad de perdón y consuelo, de su deseo de ser amada. Los gestos sacramentales, ritualizados y sometidas al esquema de la celebración, difícilmente pueden desplegar su virtud sanadora si no se recupera y actualiza el contenido simbólico que encierran. Al respecto, conviene recordar la síntesis que realiza un autor acerca de este contenido simbólico, de esta sacramentalidad: 1. La realidad es intrínsecamente simbólica (se la podría llamar “sacramental” en un sentido muy lato). 2. Por eso la vida humana está plagada de acontecimientos significativos (o “sacramentos” laicos) que, en horas densas y ricas de la vida, señalan más allá de su materialidad. 3. Por eso, nuestra relación con Dios, en los momentos más significativos de la vida de fe, se activa de manera sacramental (en sentido estricto del término). 4. Si las cosas son así, los sacramentos no pueden ser ritos con los que “comprar” a Dios. Son dones de Dios a los hombres que se reciben al celebrarlos. 5. Y si las cosas son así, la inevitable regulación que todo acto comunitario necesita, no puede convertirse en un ritualismo rubricista y leguleyo, que impida cumplir la voluntad de Dios, por acogerse a tradiciones humanas. (Gzlez Faus) b) El sacramento ha de ser un gesto creyente, celebrado con fe : No basta el cumplimiento automático del rito. La celebración ha de expresar y actualizar la fe del creyente que desea, busca y acoge la salvación de Dios en su corazón roto o en su vida desfallecida o enferma. Sin «encuentro creyente», no hay sanación. c) El sacramento ha de ser encuentro eclesial y comunitario, no una acción privada, aislada, cerrada sobre si misma. En el sacramento ha de aparecer la Iglesia como sacramento del amor de Dios revelado en Cristo. Por eso, la comunidad está llamada a expresar el modo como Dios nos acoge y salva. Esto exige eliminar lo que humilla y discrimina, lo represivo, lo dañoso y autoritario, cuidando la acogida, el respeto, la comprensión y gratuidad. d) El sacramento ha de ser actualización del encuentro con Cristo, el Señor resucitado : lleno de poder salvador, el mismo que comía con pecadores, perdonaba a publicanos y prostitutas, imponía sus manos sanadoras sobre los enfermos, bendecía a los niños y expulsaba los males. Cristo es sacramento primigenio de Dios apasionado por el ser humano, que sólo busca liberar, elevar y potenciar la vida. Los creyentes deberían hallar en los sacramentos la posibilidad de captar y experimentar algo de lo que la gente vivenciaba en su encuentro sanador con Jesús. Sólo entonces el sacramento es celebración y acción de gracias; sólo entonces el creyente alaba como el leproso agradecido, y escucha las mismas palabras: Levántate y vete; tu fe te ha salvado. 2) Celebración sanante de la Eucaristía: Señalo brevemente algunos aspectos que hemos de recuperar en orden a una celebración más sanante de la eucaristía. La celebración de la misa como memorial del sacrificio de la Cruz ha hecho olvidar en buena parte que el simbolismo básico de la eucaristía es comer y beber juntos. El pan y el vino son símbolos de vida y no de muerte. La invitación de Jesús a comer y beber, precisamente en el contexto de la última cena y en un horizonte de tinieblas y de muerte, expresan las ganas de vivir y el ansia de un Dios que nos espera más allá de la crucifixión actual y de la muerte como fuente de vida plena. La celebración de la eucaristía ha de recuperar todo su contenido, su fuerza y su llamada a vivir y vivir de manera sana. Este carácter de comida recuerda y actualiza las comidas de Jesús marcadas por su deseo de empatía con los pecadores y excluidos, y su voluntad de comunicar vida, salud y esperanza. La «mesa compartida» con Jesús era y ha de ser lugar de comunión, es decir, de superación de la soledad, la incomunicación y el aislamiento de Dios y de los demás. Lugar de reconciliación donde se sella la paz con Dios y con los hermanos, experiencia de perdón que invita a definir la vida de manera nueva, renovación del consuelo frente a las amenazas, los miedos y las crisis de la existencia. Lugar de purificación en virtud de la función crítica y saludable de la Palabra de Dios que nos invita a entender la vida en una dirección y sentido más sanos. Lugar de crecimiento de la esperanza donde se pueden abrir nuestros ojos entristecidos y donde podemos sentir «ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros» al percibir que el resucitado camina junto a nosotros y nos acompaña con su palabra y su pan. Lugar de acción de gracias a Dios, de


bendición y celebración de la vida, que invita a la afirmación positiva de nuestro ser y libera de represiones, pasividades estériles y moralismos enfermizos. (La comunidad cristiana, fuente de salud integral, J. A. Pagola) 3) El poder sanador de los rituales: Sin rituales, la vida está vacía y sin sentido. Todo es mera banalidad. Sólo hay trabajo y diversión, pero no hay un sentido más profundo. Los ritos muestran que nuestra vida tiene un sentido, que tiene un valor divino. El ser humano necesita, para permanecer sano, algo que sea mayor que él. Esto se expresa en los ritos. Dado que nuestra vida tiene un infinito valor divino, le damos forma con los ritos, la celebramos con nuestros rituales. Los ritos son expresión de aquello que decía ya Atanasio, a saber: que el Resucitado celebra en nosotros una fiesta sin fin. Nuestra vida es digna de ser celebrada porque Cristo mismo nos ha elevado en su resurrección y nos ha dado una dignidad intangible. Si tenemos la sensación de que somos hijos e hijas de Dios y de que estamos a su servicio, esto nos da paz interior. Depender solamente de la carrera, ganar cada vez más: todo esto hace que la vida tenga aún menos sentido. Jung ve el secreto de la Iglesia católica en el hecho de que ella, con sus ritos y sus símbolos, ofrece siempre una existencia llena de sentido a las personas. Los ritos tienen la función de protegernos contra las tendencias inesperadas y peligrosas del inconsciente (Jung). Los ritos tienen la misión de exorcizar la angustia y conducirla por sus justos cauces. Donde faltan los ritos, la persona no es capaz de controlar las fuerzas desconcertantes de su inconsciente. Los ritos no me crean sólo un espacio de libertad en el que puedo respirar, sino también un lugar de quietud, un lugar en el que no puede entrar el ruido del mundo. Muchos ritos son una interrupción de la vida. De hecho, interrumpo mi trabajo, interrumpo mis pensamientos y mis planes para dar a Dios una posibilidad de entrar en mi vida. Justamente los ritos de la mañana y de la tarde suelen consistir en crear un lugar de silencio en el que puedo entrar en contacto con mi espacio interior de quietud, en el que Dios mismo habita en mí. En este espacio íntimo no pueden entrar los demás con sus expectativas y sus deseos; en él me siento verdaderamente libre, soy realmente yo mismo. Puedo respirar a pleno pulmón. Siento que hay algo en mí que no ha sido tocado por el ruido del mundo, por el trabajo, por la responsabilidad que tengo para con los demás. En todo lo que hago, la experiencia de este espacio interior me da una sensación de amplitud, de libertad y de seguridad en Dios. Los ritos crean sentido y esto vale tanto para los ritos personales como para los comunitarios. Los ritos personales me muestran que mi vida es valiosa. Si la vida tiene una dignidad intangible y divina, entonces está también llena de sentido. Los ritos son una afirmación del ser. Me comunican la sensación de que es bueno que yo viva, de que el mundo es bueno ya en sus cimientos. La bondad está también siempre llena de sentido. Las fiestas del año litúrgico, en las que lo divino irrumpe en nuestra vida, nos descubren el sentido de nuestra vida. Nuestra existencia tiene un sentido porque está sostenida, confirmada, regalada, hecha fecunda, liberada y querida por Dios mismo. Una fiesta significa y manifiesta siempre la adhesión a la vida. Quien asume su propia vida la experimenta también como una realidad llena de sentido. Sin fiestas, sin ritos, la vida se vuelve banal, insignificante, «mera trivialidad»: C. G. Jung. (El espacio interior, Anselm Grün) 4) El efecto de los rituales cristianos: se trata de doce notas tomadas de El gozo de vivir, rituales que sanan de Anselm Grün. Los rituales son siempre parte integrante de un camino espiritual, métodos que conducen hacia el camino interior y que han de ayudarme a vivir conscientemente mi vida en presencia de Dios y a dejarme transformar más y más por Él: a) El juego: los rituales están libres de toda finalidad y nos permiten vivir la libertad de nuestra vida. En ellos representamos lúdicamente la vida que Dios nos concede día tras día. b) La celebración: se celebra la vida de Dios, diciendo un sí de aceptación a la propia vida. En los rituales expresamos nuestro anhelo de absoluta seguridad y felicidad. c) La creatividad: en los rituales se suelta la fantasía, abriendo posibilidades inmensas de creatividad. Pero los rituales no son únicamente expresión de creatividad, sino que además la estimulan. Ellos despiertan la energía que dormita en una persona y confieren creatividad y fecundidad a la labor misma. d) La libertad: en el ritual expresamos que nosotros pertenecemos a Dios y no a los hombres, lo que nos hace libres en lo más íntimo frente a los que quieren poseernos. Los rituales nos permiten tomar consciencia de que somos nosotros los que vivimos activamente, en vez de limitarnos a vivir pasivamente. Ellos nos liberan de toda esclavitud, de la tiranía del tedio y del sin-sentido y nos capacitan para liberar a otros. e) La identidad y el gusto por la vida: en los rituales encontramos y expresamos nuestra propia identidad, encontrándole un gusto especial a la vida. f) El espacio de recogimiento: los rituales crean un espacio de silencio en donde el yo puede entrar en contacto con Dios mismo que mora en nuestro interior. Esto nos confiere amplitud, libertad, seguridad.


g) La estética: la belleza es un aspecto esencial de la liturgia cristiana, que refleja la gloria y magnificencia de Dios, difundiendo sobre todo lo cotidiano el suave aroma de lo divino. h) El orden: los rituales confieren una estructura sana a la vida, situándonos en el ritmo de la vida. Su orden y estructura interna nos lleva internamente al orden y al sentido. De ahí la necesidad de la repetición, ya no como rutina o anquilosamiento, sino como orden interno, armonía, sentido. i) La vinculación: los rituales comunitarios rompen nuestro aislamiento y nos vinculan de un modo mucho más profundo que otros espacios de la vida cotidiana. Al respecto, viene bien recordar lo que decía Juan Pablo II al iniciar el nuevo milenio: Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo. ¿Qué significa todo esto en concreto? También aquí la reflexión podría hacerse enseguida operativa, pero sería equivocado dejarse llevar por este primer impulso. Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión. Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como «uno que me pertenece», para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un «don para mí», además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber «dar espacio» al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento. (Novo Millennio Ineunte, nº 43) Por tanto, este anhelo tan universal de comunión, se va logrando misteriosamente a través de la vivencia comunitaria de los ritos sagrados, mucho más eficaces que los instrumentos externos que llegan a ser máscaras de comunión. j) La curación: al estructurar el caos interno, los rituales tienen un efecto terapéutico para las personas. Cristo continúa su obra sanadora a través de los ritos sacramentales. Su gracia tiene un efecto curativo e integrador en las profundidades del alma, la salud para la totalidad de la persona. Efecto que muchas veces no lo sentiremos inmediatamente o sensorialmente. k) La creación de sentido: la irrupción de la presencia de Dios en nuestras vidas, a través de los rituales, genera en nosotros un sentido nuevo de lo cotidiano, transformándolo en sagrado, digno de ser bendecido y celebrado. l) El sacerdocio: en los rituales vivenciamos que nuestra vida es posesión de Dios. Todo lo cotidiano se transforma en vehículo de su presencia, en reflejo luminoso de su gracia. Nuestro sacerdocio bautismal encuentra su expresión en nuestra adhesión, apropiación y participación activa en los ritos sagrados, haciendo que lo divino se haga humano y lo humano se transforme en espacio habitado por Dios. Tarea para el mes: Fecha de entrega: martes 14 de junio: 1) Tomando el misal y recorriendo sus ritos, trata de identificar la parte de la misa que más refleje el sentido de cada uno de los nombres que se le da a la Eucaristía (siguiendo el punto 1 del apunte). 2) Releyendo el punto 1 del apunte, elige dos nombres de la Eucaristía y trata de desarrollar la actitud espiritual que nos impulsa a vivir dicho sentido de la Eucaristía. 3) Leyendo el punto 3.3 y 3.4 del apunte, busca el ejemplo de algún tipo de ritual (que no sea estrictamente eclesiástico) y compara los puntos en común que tiene con los rituales cristianos, sus beneficios y aportes psicológicos y sociales para la salud integral y la buena convivencia de las personas. 4) Del punto 3.1, elige alguno de los 4 aspectos a cuidar, para desarrollarlo más y busca algunas citas bíblicas que sustenten estos aspectos. 5) Ya que como pastores de esta diócesis celebraremos muchos responsos (y también ya lo hacemos como seminaristas), trataremos de profundizar en el efecto sanador que contiene su ritual. Luego de leer del Catecismo los nº 1680 al 1690, aplica las 12 notas del ritual cristiano (del punto 3.4) a la celebración de las exequias, descubriendo cada uno de estos efectos en el contexto de dicha celebración.


Encuentro nº 3: Los RITOS INICIALES Entrando en el Misterio. La experiencia de ser Asamblea. Descentrados de nosotros mismos. Con el deseo ardiente de Dios. 1) Ritos iniciales: Constan de todo lo que precede a la Liturgia de la Palabra de Dios, es decir: desde el canto inicial hasta el “amén” que concluye la oración llamada “colecta”. Su finalidad “es constituir en comunidad a los fieles reunidos y disponerlos a escuchar debidamente la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía” (Congregación sobre el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción General del Misal Romano =IGMR, nº 46). Se trata de una pedagogía, que se ha ido formando a lo largo de los siglos, para conseguir que los fieles reunidos se motiven para la celebración, adquiriendo, sobre todo, conciencia de ser una comunidad celebrante. La asamblea cristiana es la primera realidad litúrgica de la celebración: una comunidad que celebra, y en medio de la cual, ya desde el primer momento, está presente Cristo, el Señor. Es la primera y más insistente noticia que el NT y los escritos de los primeros siglos nos han dado sobre la Eucaristía: la reunión de la comunidad. Todos los elementos que llamamos ritos introductorios tienen esta finalidad: ayudar a madurar la propia conciencia de una comunidad que va a celebrar la Eucaristía con su Señor. Citando el nº 7 de la SC, el CEC nos recordará esta múltiple presencia de Cristo: Cristo está siempre presente en su Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos. Está presente en el sacrificio de la misa, no sólo en la persona del ministro, ‘ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz’, sino también, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues es El mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura. Está presente, finalmente, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: ‘Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’ (Mt 18, 20). (CEC 1088). Esto que creemos, lo expresamos ritualmente con el incienso, donde Cristo es reconocido e inciensado en estas presencias. a) CANTO DE ENTRADA: ¿Cuándo comienza la misa? Dice el IGMR nº 47: Una vez reunido el pueblo (la asamblea), comienza el canto de entrada. Ahí entra el ministro que se dirige procesionalmente hacia el altar. Esta procesión simboliza el camino que la Iglesia peregrina recorre hacia la Jerusalén celeste. La finalidad del canto consiste en abrir la celebración, fomentar la unión de los que se han congregado e introducir los espíritus en el misterio del tiempo litúrgico o de la fiesta, y acompañar la procesión del sacerdote y los ministros. Este canto tiene, pues, un carácter procesional, solemne y festivo. b) DOBLE SALUDO: 1) al ALTAR como lugar del misterio eucarístico. Durante el tiempo de la misa el altar representa a C risto, por ello es el centro y lo más importante de la celebración. Los signos de su veneración son: -La inclinación: el sacerdote y los ministros hacen una inclinación profunda. Es un gesto de respeto muy expresivo, que forma parte del patrimonio religioso de casi todos los pueblos. -El beso: es uno de los gestos de la vida humana que también en la liturgia tiene su eficacia de lenguaje. Esta vez dirigido al altar como la mesa a la que vamos a ser invitados todos. Este parece ser el simbolismo más evidente que tuvo desde el principio, aunque luego se le añadió el cristológico (Cristo como el altar, como la piedra) y también, ya en la edad media, el de la veneración hacia las reliquias de los santos que se colocaban en el mismo altar. El misal sólo dice que el sacerdote y el diácono (y los concelebrantes, si los hubiera) “en señal de veneración”, lo besan, incorporando, en ese gesto, a toda la asamblea –es decir, a todos nosotros–. Así saluda a Jesús –como nosotros saludamos al dueño de casa cada vez que vamos a visitar a alguien–. -La inciensación: el incienso es otro de los gestos simbólicos que la Iglesia adoptó para su liturgia cuando ya no era peligrosa la aproximación a los usos paganos de culto a dioses o emperadores. Es un signo que expresa respeto, oración y ofrenda. En el inicio de la celebración se dirige el gesto hacia el altar. En el ofertorio envolverá con su perfume y su columna de humo el altar, las ofrendas sobre el mismo, al presidente y a toda la comunidad, como símbolo de su disposición próxima de ofrenda al Señor, cuando la comunidad celebre la ofrenda definitiva y absoluta de Cristo en la cruz. 2) y a la COMUNIDAD CONGREGADA. Después de hacer la señal de la cruz, el sacerdote mediante el saludo manifiesta a la comunidad congregada la presencia del Señor. Este saludo y la respuesta del pueblo hacen patente el misterio de la Iglesia congregada (IGMR 50). El presidente actúa en nombre de Cristo, quien es el verdadero Sacerdote, Maestro y Pastor de la comunidad cristiana. Con el saludo, toma el


primer contacto expreso con su comunidad, y lo hace manifestando la presencia del Señor, dando así plenitud a la comunidad reunida como signo de la Iglesia unida a su Señor. c) LA SEÑAL DE LA CRUZ: Dice un biblista reconocido: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén». Así empieza la misa y así comienzan muchas acciones nuestras. Y no nos damos cuenta de lo que hacemos, quizá porque tenemos prisa por rezar. Nos parece que santiguarnos no es rezar, sino un simple pórtico para rezar. No es que hagamos un garabato en el aire, apenas reconocible; lo hacemos correctamente, pero sin detenernos, sin particular atención, porque tenemos que rezar un Avemaría o un Padrenuestro, o vamos a celebrar la misa. Sin embargo, pocos momentos de oración hay tan intensos, tan concentrados, como el hacer la señal de la cruz. La señal es un uso cultural muy antiguo, que conserva su validez en nuestros días. Señal, marca, contraseña, etiqueta. El verdadero sentido es una dedicación total, una consagración, un poner a nombre de la Santísima Trinidad. Así de grande es la señal de la cruz y el nombre trinitario sobre esa criatura, que empieza a ser «superhombre», hijo de Dios marcado para siempre. Marcamos nuestra actividad y nuestro reposo, gozos y dolores con la señal de la cruz y el nombre trinitario, y así vamos realizando nuestro ser cristiano a lo largo de la vida. Y también nuestra muerte será marcada con la señal de la cruz. ¿Y qué significa marcar nuestra actividad con la señal de la cruz? La cruz significa sacrificio por amor, es muerte para la resurrección. La señal de la cruz sobre nuestras obras significa anular nuestro egoísmo y liberar para el amor. Significa renunciar a la vanidad, al prestigio, al afán de poseer o dominar, para consagrar la obra a Cristo. Es un sacrificio propio para una vida más alta. Una obra que realizo por pura vanidad no puede llevar la señal de la cruz, no está crucificada, no está santiguada cristianamente; una obra de apostolado por amor al prójimo está ofrecida y consagrada. Anular el sentido egoísta de una acción es marcarla con la cruz; es también liberarla y dejarla disponible para un dinamismo nuevo, trinitario. He aquí la grandeza y la responsabilidad de santiguarse. Pues bien, cuando comenzamos la obra más importante de la semana o del día, al empezar la Eucaristía, nos santiguamos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y el sentido trinitario de la celebración eucarística, que volverá a expresarse en varios momentos, queda proclamado desde el principio. (LUIS ALONSO SCHÖKEL, MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA). d) EL ACTO PENITENCIAL: Dice el IGMR nº 51-52: Luego el sacerdote invita al acto penitencial que, después de una breve pausa de silencio, hace toda la comunidad mediante una fórmula de confesión general, y que el sacerdote concluye con la absolución. El domingo, especialmente durante el tiempo pascual, en lugar del acostumbrado acto penitencial, puede hacerse alguna vez la bendición y aspersión del agua en memoria del bautismo. Después del acto penitencial comienza siempre el Señor, ten piedad, a menos que éste ya haya formado parte del mismo acto penitencial. Siendo un canto en el que los fieles aclaman al Señor e imploran su misericordia, de ordinario será cantado por todos, es decir, tomarán parte en él el pueblo y los cantores o un cantor. Cuando el Señor, ten piedad se canta como parte del acto penitencial se propone un “tropo” para cada aclamación. Dice Schökel: la liturgia penitencial se desarrolla normalmente en tres actos: acusación, confesión, perdón, antecedidos por un espacio de silencio para que los presentes repasen concretamente algunas culpas más importantes o más recientes o más relacionadas con la celebración específica. Los libros litúrgicos de la misa nos ofrecen un par de fórmulas: «Señor, ten misericordia de nosotros, porque hemos pecado contra ti», «Tú que has venido a llamar a los pecadores, Cristo ten piedad». El nuevo formulario italiano es más rico y diferenciado: «Reconozcamos que somos pecadores e invoquemos confiados la misericordia de Dios.» «Humildes y penitentes como el publicano en el templo, acudamos al Dios justo y santo, para que se compadezca de nosotros, pecadores.» «Cristo, que en la cruz has pedido perdón por los pecadores, ten piedad de nosotros.» Observemos otro aspecto importante. En la liturgia penitencial de la misa no intervienen individuos aislados. No es que el asunto sea de cada uno con Dios y que accidentalmente nos encontremos todos en el mismo sitio y, por ahorrar tiempo, digamos todos a una las mismas palabras. Lo individual no queda anulado, pero no es lo específico en este caso. Es verdad que el yo confieso suena en primera persona del singular, pero es compartida con un efecto recíproco de confesión y testimonio de los «hermanos». Lo propio de la liturgia penitencial en la Eucaristía es su aspecto comunitario. Además de las responsabilidades individuales irrenunciables, hay una solidaridad en la culpa. Los dos elementos no se oponen ni se excluyen, aunque algunos encuentren difícil la armonización o integración. Algunos temen que, al ponderar la responsabilidad comunitaria, se quiera o se pueda desvirtuar la responsabilidad personal. De ninguna manera. La responsabilidad es de toda la comunidad, incluso de los antepasados. Cada uno se siente solidario de los demás y carga con la historia del pueblo. Es admirable: solidario en la confesión de un pecado común, el pueblo disperso se siente uno. En presencia de Dios los pecados no abruman; antes bien, aglutinan a la comunidad. La corresponsabilidad no se opone a la responsabilidad, antes la engloba. Habría que desarrollar simultánea y armónicamente los dos factores: la conciencia de que individual y comunitariamente


somos responsables ante Dios. No sólo el cristiano falta a sus compromisos de alianza, sino que esta comunidad cristiana, en cuanto tal, falta a sus compromisos evangélicos con Jesucristo. La liturgia penitencial eucarística puede ser un momento oportuno para educar y robustecer esa conciencia. Respecto del último acto, el perdón, también se enuncia en forma plural. Y se pronuncia en forma de petición. Dios no viene como juez a condenar al culpable, convicto y confeso; viene como parte ofendida a reconciliar al hombre consigo. El hombre no puede por su cuenta reconciliarse con Dios. La acción es de Dios Padre y de Jesucristo. La liturgia penitencial eucarística nos ofrece un maravilloso desenlace: Dios perdona y sellará la reconciliación con el banquete. Y lo hace por medio del sacerdote que no habla en representación de Dios o de Jesucristo, pues se incluye entre los pecadores. Habla, más bien, como miembro cualificado de la comunidad y en nombre de ella, incluyéndose en esta comunidad de pecadores. (LUIS ALONSO SCHÖKEL, op. cit). e) EL GLORIA: El origen de este himno se remonta hasta las primeras generaciones, probablemente en el siglo II o III. Originariamente no fue compuesto para la Misa, sino para la oración de la mañana. Es un himno trinitario, aunque centrado sobre todo en el Padre y en Cristo. Los orientales lo llaman la gran doxología, en comparación con la menor, que es el Gloria al Padre... Es en verdad un canto completo: alabanza, entusiasmo, doxología y súplica. Un canto que rezuma alegría, confianza, humildad, y que da al inicio de la Eucaristía un tono de festividad: la mirada de la comunidad está puesta en la gloria de Dios. f) LA ORACIÓN COLECTA: Es la culminación de los ritos iniciales. Su nombre se refiere a la reunión de la comunidad y a la recolección de las intenciones que los fieles en silencio han expresado ante Dios. Es la primera oración del presidente; su dinámica queda bien expresada en el misal: el sacerdote invita al pueblo a orar, y todos, junto con el sacerdote, guardan un breve silencio para hacerse conscientes de estar en la presencia de Dios y formular interiormente sus intenciones y deseos . Entonces el sacerdote profiere la oración que suele llamarse «colecta» y por la cual se expresa la naturaleza de la celebración. Conforme a una antigua tradición de la Iglesia, normalmente la oración se dirige a Dios Padre, por Cristo en el Espíritu Santo (IGMR 54). 2. Actitudes espirituales suscitadas por los RITOS INICIALES: Vayamos, pues, al sentido hondo de estos ritos, para explotar su riqueza simbólica, evitando toda rutina, mecanicismo, automatismo y poder vivirlos mejor y hacerlos vivir mejor a nuestros hermanos. a) Introducirnos en el misterio Decíamos que una de las principales finalidades de estos ritos es la de irnos haciendo entrar lentamente en el misterio que vamos a celebrar. No podemos pasar tan rápido y espontáneamente de la vida cotidiana a la celebración litúrgica. Necesitamos hacer una transición, cruzar un umbral, ir entrando en clima. Cuánto más dispersa esté nuestra vida cotidiana, mayor será la necesidad de esta transición. La prisa, la multiplicidad de imágenes, la dispersión de nuestra vida actual van cercenando nuestra capacidad contemplativa, aturdiendo nuestros sentidos, adormeciendo nuestra vida, mecanizando nuestra rutina y van impidiendo el encuentro profundo con una realidad distinta. Lo sagrado es algo distinto, separado de la vida cotidiana (aunque no extraño ni ajeno a la misma, sino, más bien, su corazón, su realidad más profunda). Es irrupción, novedad, acontecimiento. De ahí que tengamos que hacer un camino para entrar en este tiempo y espacio nuevos. De ahí que, si nos metemos de lleno en lo que celebramos, la liturgia nos hará volver distintos, transformados, ayudándonos a descubrir esta presencia de Dios en la vida cotidiana. De este modo, al ir haciendo más religiosa nuestra vida, ya no nos costará tanto hacer el salto entre la vida y la celebración. Nuestra vida será una liturgia y una prolongación de la misa. Y nuestra celebración será una acción significativa y elocuente para nuestra vida. Vamos a ahondar un poco en este paso de lo cotidiano a lo eterno. 1) Pasar de lo cotidiano a lo festivo: dice el P.Gera: Lo cotidiano se manifiesta como la repetición de lo mismo. Es lo continuo, lo ininterrumpido de lo igual, lo que se mantiene siempre idéntico. Lo cotidiano es el ritmo de lo igual, donde un día es igual a otro; siempre acontece lo mismo. Es lo regular, lo habitual, lo ordinario. Es pan “común”, la repetición del vivir diario: del comer, del trabajo, de un mismo descanso, la repetición de lo mismo, de lo habitual. A nivel psicológico ha de ser traducido como un sentimiento de lo monótono, o sea, como un sentimiento de hastío, de fastidio; se impone como un cansancio, un desgaste vital. La forma típica de lo cotidiano es entonces el aburrimiento. Lo repetido, lo siempre igual se torna saturante. De modo que ya no tiene gusto la vida; es un pan repetido, que ha cansado. No se puede gustar (sapere), es típico de lo cotidiano que se pierda la sabiduría (sapientia) en cuanto gusto por la vida, es decir, en cuanto captación afectiva del sentido de las cosas y de los acontecimientos. De este modo, la forma cotidiana


de la existencia se caracteriza por la pérdida de la capacidad de sorpresa, donde ya nada sorprende. Las cosas dejan de maravillar. De este modo se torna existencia no festejada. Se pierde el sentido festivo, el sentido litúrgico de la vida. Lo cotidiano impone una tendencia a la muerte, o sea, quien está oprimido por lo cotidiano llega a un punto en que "quiere morir". Pues el ritmo de lo igual ahoga, angustia. Y la angustia impulsa a salir de ella, a toda costa, lo cotidiano busca ser rescatado. Para ello, tiene que salir de sí mismo, tiene que dejar de ser, en algún aspecto, al menos, cotidiano. Ahora bien, lo cotidiano se rescata únicamente por un acceso a lo diferente, a lo nuevo. Así se renueva. Esto equivale a decir que su rescate está en su transformación, en el cambio. Empleamos aquí el lenguaje eucarístico, con el cual queremos ya sugerir una conexión del sacramento del pan con lo cotidiano. Necesita, pues, pasar a otra cosa; requiere cesar, dejar de ser lo que es, en algún modo, para transmutarse y convertirse. Por supuesto que esta transformación de lo cotidiano no implica una aniquilación, sino su transfiguración. Para ello, requiere participar (comer) de un nivel cualitativamente diferente y superior, que introduzca en sí mismo una nueva dimensión. Ha de alimentarse de un pan supersubstancial, en el que lo cotidiano pueda trascender su nivel mediocre y la historia humana pueda salir de su intrascendencia e insignificancia. Lo cotidiano requiere una liberación que se da con la introducción, en el tiempo humano, de un Acontecimiento único, original. Con la aparición de un día, de un hoy que no sea como los restantes días sino que resulte ser el día. Acontecimiento que introduzca realmente, en la existencia humana, la novedad y se constituya así en conocimiento, en día nuevo que, reactualizándose en la sucesión de lo cotidiano, haga trascenderlo de su nivel de repetición de lo idéntico. Se introduce un acontecimiento que permite a lo cotidiano tornarse tiempo de celebración; y es entonces que lo cotidiano es redimido, cuando el hombre convierte su existencia diaria en espacio celebratorio, es decir, en espacio festivo, dominical: el tiempo se torna lugar de inauguración de la vida y de anticipación de su plenitud; la historia humana se realiza como conmemoración y anuncio, es decir, como conversión de la conciencia hacia un sentido, acontecido (la Pascua) y que ha de acontecer (la Vida eterna) y, por eso, que ya acontece. De este modo, la vida hace lugar a la fiesta auténtica y se torna fiesta. La existencia se torna espacio de admiración, espacio maravillado. Al celebrar se reactualiza (se repite pero de un modo nuevo, cualitativamente distinto del tedio de lo cotidiano) y se anticipa el acontecimiento original y así se lo apropia. Apropiárselo es participarlo, comerlo. Celebrar es equivalente a bendecir, dar gracias, aclamar, festejar: la aparición de la Novedad a través de un acontecimiento nuevo, original y lleno de sentido; celebrar es ser bendecido, apropiarse los frutos de la bendición. De este modo la existencia cotidiana se transforma en tierra bendita, o sea bendecida y bendiciente: fecunda, viviente, vitalizante. (Lucio Gera, Eucaristía y Vida cotidiana) 2) Paso que no debe atentar contra la noble sencillez de la liturgia: Dice un obispo de España: En el nº 34 de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia (SC) del Concilio Vaticano II encontramos esta afirmación: Los ritos tienen que resplandecer por la noble sencillez, ser diáfanos por la brevedad y evitar las repeticiones inútiles, han de adaptarse a la capacidad de los fieles y, en general, no tienen que precisar muchas explicaciones. Los ritos tienen que resplandecer por la noble sencillez. Estas palabras son de esas que, a base de diálogo, enmiendas e intervenciones de la asamblea conciliar, acaban bien ajustadas y pulidas. Conviene explicar qué es lo que hay en el fondo de cada uno de los elementos de esta frase. Menciona los ritos, que son acciones, gestos establecidos. Pero lo que se dice de los ritos también podría decirse igualmente de todo cuanto forma parte de la liturgia: objetos, luces, vestidos, cantos, adornos, palabras, arquitectura... Dice que todo tiene que resplandecer. En el original latín se usa la palabra fulgeat, que también podríamos traducir por brille o luzca. Son verbos que hacen referencia a la belleza, pues la belleza, si se nos permite la expresión un poco filosófica, viene a ser el resplandor, el brillo del ser. Toda la liturgia, en efecto, tiene que transparentar belleza, precisamente la belleza del misterio de comunión y de amor celebrado. Pero lo más interesante de este texto es haber unido las dos palabras: noble sencillez. Porque, a veces, por noble se entiende algo extraordinario, fuera del pueblo común, o bien algo llamativo y caro, rico e impactante; y, a la vez, por sencillo se entiende algo vacío, sin forma ni sentido, incluso chapucero. El texto, por el contrario, une los dos sentidos: pone sencillez como sustantivo, porque la cualidad más importante en todo cuanto pertenece a la liturgia es ser accesible a la gente; y a la vez añade noble como adjetivo, porque todo debe ser también digno de la belleza del misterio. En definitiva, el misterio de comunión y de amor tiene su lugar adecuado en aquella liturgia que realiza la belleza del misterio en lo más sencillo. (LOS SACRAMENTOS, CELEBRACIÓN Y VIDA, Agustín Cortés). 3) El Misterio no es algo lejano al hombre, sino que es “más interior a nosotros que nosotros mismos” según el decir de San Agustín: con una manera poética e irónica, Von Balthasar, nos advierte del peligro de exiliar a Dios de nuestra vida, para poder vivir más tranquilos. Esto lo podemos hacer de


forma más burda, viviendo expresamente al margen de Dios. O podemos ser engañados sutilmente al vivir en la práctica al margen de Dios, pensando que estamos cerca: Si tienes fuego en casa, cuídalo bien en un hogar incombustible, cúbrelo, pues si una sola chispa de él sale fuera y tú no lo adviertes, serás tú con todas tus cosas pasto de las llamas. Si tienes al Señor del mundo en ti, en tu incombustible corazón, cuídalo bien, vete cuidadosamente con él, que no empiece a exigirte y ya no sepas a donde te lleva. Ten las riendas fuertemente de la mano. No abandones el timón. Dios es peligroso. Dios es un fuego devastador. Dios ha puesto sus miras en ti. ¿Qué se hace cuando amenaza un gran fuego? Se le rodea. Se procura limpiar cuanto le rodea, y si es necesario, se acude a la dinamita y se derrumban barrios enteros. Se abre a través del bosque una vereda, o si es un valle el que arde, se abre una amplia zanja. También nosotros tenemos que empeñarnos en poner un dique a este fuego. Se crea en torno a él un espacio sin aire en el que ni el fuego ni el amor pueden respirar. ¡Ahogadlo - aunque suavemente -! Cogedle la palabra, es lo mejor que podéis hacer: Mi reino no es de este mundo . Ahí tenéis la llave. Su Reino no es de este mundo, no es este mundo. ¡Qué grandioso! ¡Qué celestial! Posee un reino superior. ¡Elevadlo, subidlo a ese reino superior! Dejadle con su reino, entonces él tendrá que dejarnos con el nuestro. Pues entended: El quisiera la proximidad, quisiera habitar en vosotros y mezclar su respiración con vuestro aliento. Querría estar con vosotros hasta el fin del mundo. El llama a todas las almas, se hace pequeño e insignificante, para poder participar de todos vuestros pequeños negocios y preocupaciones. Se presenta suavemente para no molestar, para no ser conocido, para estar de incógnito, en medio de todo el barullo del mercado anual. Busca confianza, intimidad, mendiga vuestro amor. Aquí se impone mostrarse inflexible. No borrar los límites. El es Dios, pues que siga siéndolo. Que no se rebaje. Su Reino no es de este mundo. Por esa razón no ha perdido nada en los asuntos temporales que nos corresponden. Dejadle sus catedrales, y que él nos deje nuestros bancos, nuestros negocios, nuestra política, nuestras escuelas, las obras de nuestra cultura, nuestra patria. Dejadle a él esa zona tan cuidada, el parque nacional de sus iglesias; nos comprometemos a no cortar árboles ni a cazar allí, nuestras calles tienen que disponerse en arco en torno a esta zona protegida. En vuestra vida cotidiana erigid en cualquier parte, en una esquina apacible, una capilla. Poned en ella un altar, y en primer término un reclinatorio. Allí queda reservado; allí, prescindiendo de la importante visita de la misa del domingo, podéis visitarle un par de momentos durante el día. “Mis cinco minutos diarios”. Para vosotros la saludable gimnasia matinal del alma, para él una señal de que no le habéis olvidado, de que contáis con él. Le podéis pedir que bendiga los negocios de vuestro día. Reza con tanto fervor, de modo de que quedes absorbido por tus propias palabras y ya no quede tiempo ni posibilidad para oír la voz de Dios. Así se logra alejar con la oración al Dios que está cerca de nosotros y convertirlo en un Dios lejano. Tú le abrumas con tus ruegos, hasta que él enmudece con los suyos. Usa de él miles de veces, entonces él no podrá presentarte demandas. Gracias al cumplimiento de tus deberes religiosos, o lo que sería más noble todavía, gracias a los voluntarios ejercicios de piedad, te has ahorrado el tener que escuchar su pesada voz. Créeme, este método es con mucho el mejor, y si le eres fiel, a la larga o en breve tiempo llegarás a sustituir con tu propia religión la suya. Entonces tendrás definitivo reposo. Sólo que todo sucede en nombre de la piedad y del cristianismo. Es esencial que frente a él estés cubierto. Dile que él es Dios, que él lo sabe todo. Entonces no necesitas hacer nada juntamente con él. O dile que en definitiva tú no eres más que un hombre, esto le impresionará y le moverá a compasión. Muéstrale una piedad ingenua, infantil, firme y de una sola pieza, y, abre en dirección a él unos ojos inocentes, angelicales y no se atreverá a introducirte en sus trastornadores misterios. Que su Reino no sea de tu mundo. Déjale su obscuridad, tu luz no necesita comprenderla. Pero todavía queda la misma Iglesia. Su lugar de refugio. La Iglesia, y las iglesias. Aquí hay que darle un golpe decisivo. Entonces ya no quedará nada de él, entonces habrá perdido el suelo que le quedaba bajo sus pies, entonces ya de verdad que su Reino no estará entre nosotros. Pero confiad, también esta batalla está ya casi ganada. Todo se mueve con el propósito de aislarlo en la Iglesia. Pues también aquí, y aquí sobre todo, querría él tratar humanamente con los hombres. Aquí, en este terreno, ha inventado la maravilla de su Eucaristía: él está en ti y tú estás en él. Una fiesta de bodas entre tú y él, fiesta que no tiene fin, matrimonio que comparado con la unión del hombre y la mujer, la supera hasta tal punto que esta unión no es más que un breve y pobre remedo. Con este ropaje de pan y vino quiere vivir corporalmente presente entre nosotros, para participar de las alegrías y de los sufrimientos de nosotros. Pero ¡recordadle la distancia del respeto! El sentido simbólico de la Eucaristía. ¡Enseñadle a pensar más escatológicamente! Finalmente nosotros estamos en el tiempo, él en la eternidad. Y con esto entenderá lo que queréis decirle, ¡arrojadle fuera juntamente con su sagrario! ¡Queremos pensar de él de una manera más espiritual y


elevada! Que su presencia sea espiritual, que sea espiritual su Reino. Y ese cortejo humano, demasiado humano de estatuas, confesionarios, reclinatorios, viacrucis, pinturas e incensarios: ¡fuera este escándalo de proximidad! (Hans Urs von Balthasar, El corazón del mundo). b) Sentirnos convocados Dice el CEC nº 751: La palabra Iglesia (ekklèsia, del griego ek-kalein: llamar fuera) significa convocación. Participar de la Eucaristía con esta conciencia de ser llamados, invitados, convocados, es fundamental. Forma parte, pues, de los primeros ritos, el ayudarnos a descubrir este único llamado, con dos matices fundamentales. Por un lado, el personal y, por otro lado, el comunitario. Al respecto, dice el P.Manuel Pascual: Dios nos llama, nos elige y nos convoca para la Eucaristía. Así como lo hizo con María, lo vuelve a hacer con cada uno de nosotros en cada Eucaristía. El sentido del canto de entrada y del saludo inicial es el de sentirnos nombrados y llamados por Dios para encontrarnos con Él. Dios nos invita, a su vez, a animarnos a nombrar con amor a los demás. Cada vez que cada mañana el sol da a tu ventana, cada vez que brota un árbol, una flor, que alguien te llama, es Dios que nos está despertando a la conciencia de nuestra sublime vocación que es la vida. Si supiéramos oír, sabríamos que Dios nos está llamando siempre. El canto de entrada unifica la asamblea que se ha congregado. ¿Cuándo puede empezar la Misa? Cuando las personas son congregadas y forman una familia o asamblea y el canto inicial quiere darle una sola voz a ese conjunto de personas para que sea una unidad y no muchos rezando en forma paralela. Si lo trasladamos al plano personal: diríamos que sin recogimiento no hay encuentro ni oración posibles. ¿Cuando uno va a rezar?: cuando se siente llamado por Dios para un encuentro, cuando alguien nos dice ¿podemos hablar? Si no nos recogemos, concentramos, silenciamos, no podemos encontrarnos con otro porque estamos dispersos. Vieron qué feo cuando uno siente que la persona que está enfrente está pensando -“tengo que hacer esto o aquello, después hago un llamado, voy al banco...”-, uno siente que el otro no está conmigo aunque esté frente a mí. Tanto como para rezar como para el encuentro humano, ¿qué es lo que unifica el corazón de un hombre para que se concentre? No basta un lugar y no basta un método. El canto es un método, una pedagogía; el templo es un lugar y uno puede estar en el lugar, puede estar cantando, uno puede estar en la capilla, puede estar en una misión, pero ¿eso significa que estoy concentrado? No. Lo que unifica el corazón del hombre no es un lugar o un método sino un amor. Ahí sí nos centramos, porque nos llama la atención, nos gusta, nos fascina, nos atrae. Sólo un amor profundo es capaz de convocar; por eso, si no nos dejamos enamorar, difícilmente nos concentraremos. ¿Cuándo el hombre se concentra? El hombre se concentra y se detiene cuando alguien se queda frente a él y es para él. La soledad es redimida cuando alguien pronuncia tu nombre, no para pedirte algo, sino para nombrarte. Lo de María Magdalena. Cuando Jesús Resucitado le dijo: “María”. Ahí no era para pedirse cosas, se nombraron, se celebraron. ¿Cuándo una vida tiene sentido? La soledad es redimida cuando alguien espera algo de vos, cuando alguien te necesita para vivir, goza porque estás vivo, celebra tu existencia y se consagra a desplegarla. Sólo los nombrados pueden nombrar. Una cosa es llamar para pedir algo, otra cosa es llamar para nombrarte. ¿Quiénes pueden nombrar a los otros y despertarlos del anonimato, de la nada, de la soledad? Los que han sido nombrados con amor por otro. Habernos creado con hambre y sed infinitas, es la primera manera de buscarnos que tiene Dios. ¿Cómo nos busca Dios? Creándonos hambrientos. “Haber dejado en tu corazón huella de mi Amor es mi primera manera de buscarte”. Dentro de nuestro corazón hay un grito: necesito amor, busco a Dios, quiero felicidad, necesito compañía, ese grito nos fue puesto por Dios y esa es la manera de buscarnos. (P.Manuel Pascual, Lo reconocieron al partir el pan) c) Descentrarnos mirando a Dios y a la comunidad En el mundo actual, todo tira hacia nosotros mismos, todo tiende a encorvarnos sobre nuestro propio yo. Los ritos iniciales nos ayudan a salir de todo aislamiento, para mirar a Dios y a los hermanos. El Gloria es una muestra excelente de este descentramiento. El canto de entrada nos ayuda a tomar consciencia de que somos una comunidad, cantando el mismo canto, unidos en una sola voz. La oración colecta busca reunir las necesidades de todos y no solamente las propias. Ella nos introduce en la fiesta eclesial que se está celebrando en todo el mundo, derribando las fronteras y tejiendo una profunda comunión universal. También el acto penitencial, como veíamos más arriba, es un momento comunitario y, a su vez, teologal. De ahí que los tropos que introducen el Kyrie eleison no hacen referencia a nuestros pecados, sino a algún atributo de Jesús, a alguna acción salvífica de Cristo. Dice el P.Manuel Pascual: ¿Cuál es el fin del acto penitencial? El fin no es tanto que nos reconozcamos pecadores, sino que sepamos que el Padre nos reconoce hijos aunque no nos comportemos como tales. No es que le vamos a informar a Dios que somos pecadores, sino que nos vamos a informar nosotros de que somos hijos aunque seamos pecadores.


El acto penitencial nos invita a hacer silencio, un silencio humilde lleno de verdad: Dios sabiendo quienes somos, nos llamó y, así al fin, sabiéndonos aceptados podemos no huir de nosotros mismos y de los demás. ¿Por qué digo huir de nosotros mismos? Porque sólo el hombre que se sabe aceptado y amado por Dios tal como es, no tiene que vivir huyendo de sí. Uno puede ser un fugitivo de sí mismo, evito encontrarme conmigo mismo, tengo miedo a despreciarme, miedo a no aceptarme, tengo miedo de aceptar ser el que soy. El hombre que se sabe aceptado por Dios ya no teme que lo encuentren porque sabe que la última verdad no es el desprecio sino la acogida, la valoración, la aprobación, el perdón, la misericordia; es decir el amor, entrañable de madre y fiel como el de un amigo, nos capacita para el encuentro. Ese sabernos amados y perdonados termina de disponernos para permitirnos ser encontrados por un Dios que nos anda buscando. No hay apuro en hablar, Dios nos quiere hablar (las lecturas de la Misa), pero antes de hablarnos quiere hacernos sentir amados, porque si no nos sentimos amados, no lo vamos a escuchar. Para escuchar hay que estar reconciliado es decir, sabernos amados, esperados, aceptados como somos, con nuestro misterio y realidad. ¿Por qué se acercaban publicanos y pecadores a Jesús? Porque Jesús no les infundía miedo; se podía estar junto a ese profeta, se podía estar cerca de ese hombre; no los despreciaba, no los condenaba. El corazón del hombre sólo sabe lo que es la paz cuando puede decir “me conocen y me aman”. Muchas personas nunca logran tener confianza en Dios y en los demás. ¿Por qué? Porque nunca los amaron bien y, por eso, nunca el amor suscitó en ellos la confianza. Si yo predico “un rostro de Dios severo, juez, exigente, que está mirando lo que falta, el detalle que está mal hecho”, ante ese Dios tiemblo, no me presento confiado. Nuestra deuda es saber mirar: que a nadie le cueste, al lado nuestro, ser pobre, ser como es. Si yo vivo en un lugar y las personas que viven al lado mío, con el tiempo, nunca terminan de ser ellas mismas, el problema no lo tienen ellas sino yo. ¿Qué es lo que suscito para que ante mí no puedan mostrarse pobres y auténticos? (P.Manuel Pascual, op. cit.) d) Despertar nuestra hambre de Dios Por último, los ritos iniciales nos ayudan a despertar nuestro deseo de Dios, nuestra necesidad de su Palabra y de su Pan, la necesidad de salir de nuestro aislamiento para encontrarnos con la comunidad, nuestra necesidad de alzar la mirada para alabar, dar gracias y bendecir. Dice Dolores Aleixandre: A fuerza de estilizar los símbolos, de respetar los ritos y de cuidar la liturgia, corremos el peligro de olvidar que en el origen de lo que celebramos hubo una cena de despedida, y que a lo que estamos invitados es, no a un espectáculo, ni a una representación, ni a una conferencia, sino a una comida fraterna. Y, para comer, lo primero que uno necesita es tener hambre. Esta realidad tiene mucho que ver con un cierto «estado de vigilia» que mantiene despierto el deseo, como el sentido del ayuno. De entre todas las estrategias pastorales de las que echamos mano a la hora de motivar a la gente para que participe en la Eucaristía (y de motivarnos nosotros, que buena falta nos hace), quizá ésta de invitar a contactar con la autenticidad del deseo sea de las más olvidadas. Y, sin embargo, es la que toca la zona más honda de nuestro ser: «Mi alma te ansía en la noche, mi espíritu en mi interior madruga por ti!» (Is 26,8-9). «Mi garganta tiene sed de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra seca, agostada, sin agua (Sal 63,2.6). Lindo sería que, antes de celebrar cada Eucaristía, escucháramos de labios de Jesús, aquellas palabras dirigidas a sus íntimos, antes de la Cena Pascual: He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes (Lc 22,14). 3) Algunas sugerencias prácticas: -Disponernos para celebrar: llegar antes para recoger el corazón y sentir esta convocación, despertando este deseo y hambre de Dios. -Celebrar el ser comunidad, Iglesia reunida: cantar, mirar a los presentes, renovar la fe en la presencia de Cristo en este grupo humano que ya no es tal, sino que es ahora una asamblea. Recitar las oraciones con esta experiencia de ser Cuerpo de Cristo que eleva su alabanza al Padre y recibe su acción santificadora. -No saltear el “Señor ten piedad” y dirigir a Jesús sus tropos. -Disfrutar y cuidar los silencios: en sus dos momentos propuestos: el que antecede al acto penitencial y antes de la oración colecta. Es bueno cuidarlos, disfrutarlos y promocionarlos. -Ayudar a crear este sentido de asamblea: hay lugares en que resulta más fácil como, por ejemplo, las comunidades rurales. La falta de prisa y ansiedad, el contacto con la naturaleza y la vivencia de ciertos valores que aún se conservan, facilitan la actitud contemplativa y celebrativa. Ser comunidades pequeñas, donde todos se conocen y se reconocen, también facilita a la experiencia de saberse asamblea. En las comunidades urbanas habrá que hacer un camino más creativo y nuevo para ayudar a la conciencia de ser asamblea. Aspecto fundamental de la liturgia, para nada secundario. Muchas veces, entre que llegamos


tarde, nos quedamos al fondo del templo, nos distraemos, seguimos enganchados con lo que veníamos haciendo, nos cuesta mucho entrar en la celebración y, por tanto, sabernos asamblea. -Animarnos a entrar en un ámbito nuevo, sin calcular los tiempos: prolongar el canto de entrada puede ayudar a esto de sabernos asamblea, el hacer unos 2 minutos de silencio para con-centrarnos, es decir, para poner nuestro centro en Dios y en la comunidad y estar así más presentes en la celebración. La Misa no puede ser una actividad más en nuestras apretadas agendas. Es otra cosa. Es lo que le da sentido al trajinar cotidiano, es el momento celebrativo, festivo, tanto del día, como de la semana. Es el espacio y el tiempo sagrado que irrumpe como novedad y acontecimiento en nuestra gris rutina. Todo lo que hagamos para fomentar esto, será de gran ayuda. Para ello, es fundamental ser creativos, pensando los antes y los después de la celebración. Como veremos en otros encuentros, la belleza de la liturgia será lo que atraiga y mueva los corazones, lo que cautive y llame a participar. Es fundamental fomentar el sentido de pertenencia a una comunidad, con la que me encuentro a celebrar. Sin forzar nada y respetando la idiosincrasia de cada lugar, se podría invitar una hora antes de la celebración, a compartir unos cantos, una merienda, un momento de oración o de compartir vivencias de la semana. Se puede ofrecer un espacio similar al concluir la celebración. También se puede poner música tranquila o acompañar con algunos cantos que ayuden a serenar el corazón, antes de la misa. Y luego, comenzar la Misa con el canto de entrada. Resulta obvio que no todos se sumarán a esta propuesta. Se trata, simplemente de ayudar a desplegar algunas actitudes para vivir con más fruto la celebración: tomar contacto con el presente, estar y vivir cada momento de la celebración con mayor consciencia, sentirme pueblo de Dios convocado, recoger las vivencias de la semana para ofrecerlas en la Misa. La Iglesia, experta en humanidad, ha de responder a este desafío tan propio de la cultura urbana que consiste en el aislamiento, el anonimato, la orfandad, la falta de pertenencia, la marginación, la prisa, el consumo, el eficientismo, la indiferencia. Esta necesidad de pertenencia se evidencia de modo especial en los santuarios, donde la gente no concurre simplemente a una misa y se va, sino que destina un tiempo prolongado, ya que lo experimenta como un día distinto, especial, festivo, que le da sentido al resto de sus días. Y lo expresan al quedarse, luego de la celebración, sentados en el atrio, o dando vueltas, o participando en otra misa. 4) A modo de conclusión, compartiendo un testimonio: Hace unos días, de visita por Las Palmitas, comenzamos con algunos cantos para disponernos para la celebración de la Misa. Algo habitual en la visita de las comunidades, que nos va ayudando a ir creando el clima familiar y propicio para el encuentro eucarístico. Algo que la gente disfruta mucho como momento de encuentro comunitario, familiar, de oración. Celebrar la fe, cantar nuestra fe, manifestarla de modo bello, en comunión, en la alegría compartida. Algo que aprendí del cura anterior, el P.Duilio, que entre canto y canto, realizaba algún momento de catequesis, de oración. Sin otro apuro que el de disponer ese grupo humano y, con la fuerza oculta del Espíritu Santo, con la participación primero tímida y luego más expresiva de los presentes, la asamblea comienza a constituirse. Ese grupo de gente, venida cada uno desde su lugar, desde su casa, desde los trabajos del día, desde sus alegrías y tristezas, desde sus soledades del monte, comienza a tornarse asamblea, convocación, Iglesia. Necesitamos tiempo para esta transformación lenta, pero misteriosa y cierta. El pueblo disperso que, tal vez, en otros momentos del año, no tiene tantas oportunidades de encontrarse, de compartir tiempos gratuitos, encuentra, en el espacio de la comunidad cristiana, el momento propicio para hacerlo. Sin miedo a exagerar, podría decir que es como un anticipo de cielo, donde nos vamos reconociendo unos a otros, donde ya no nos sentimos extraños, sino hermanos, donde vamos reconociendo nuestro origen común, nuestras dificultades compartidas y tan humanas, nuestra meta y anhelo más profundo: la comunión. Y es así como el grupo humano, ya empieza a ser comunidad, casa y hogar, familia, donde alcanzamos intimidad y pertenencia, sentido de identidad, de estar en algo muy propio y nuestro, de que formamos parte de una asamblea. Y todo esto envuelto en una sencillez rotunda que asusta. Hombres grandes, rudos, con su cancionero en mano, cantando, otros aplaudiendo, otros haciendo algún cariño a algún bebé en brazos. Los niños, los más entusiasmados, que no se cansan de cachetear el cancionero, gritando números, eligiendo ya la próxima canción, comparando con el cancionero del compañero de al lado, para ver si están en el canto adecuado. El apuro y la solicitud por el que todos lleguen a encontrar el canto elegido. Las bromas y comentarios entre canto y canto. Las palabras en voz alta de alguna abuela acerca del tiempo, o la consulta por el animalito perdido hace días, o la preocupación por la salud de un vecino. Todo esto se desarrolla en un tiempo sin tiempo. Se va creando un clima en el que muchos se van arrimando para agrandar la ronda, con sus cabellos recién lavados y peinados, con su ropa impecable, signos inequívocos de la fiesta que se vive…


Un tiempo sin tiempo, nadie mira el reloj, porque no lo tienen, no es necesario. El tiempo lo va haciendo Dios, el único dueño de las horas. Alguno relojea el sol, a lo sumo, para ver si vamos a tener que buscar algún foquito con batería para iluminar el altar, o el motor para el desarrollo de la celebración. Un tiempo, sin tiempo, con sabor a eternidad. Espacio sagrado comunitario para saciar nuestra sed de comunión con el hermano, con el Amigo que golpea nuestra puerta para sentarse a cenar con nosotros. Y así, la mesa está dispuesta, la gente, que ahora se hizo comunidad convocada, también lo está. Es tiempo, entonces, de comenzar la celebración propiamente dicha. Nuestros espacios de oración son generalmente abiertos, a causa del calor propio de la zona, debido también a la pequeñez del espacio de las capillas, usadas muchas veces para guardar los bancos, las imágenes, o para resguardarnos en algún día de frío. El espacio habitual es la sombra de algún coposo árbol. Espacios abiertos e infinitos, con un cielo naranja de atardecer, con sombras de monte virgen, un espectáculo de unidad cósmica. Nos sentimos pequeños en medio de este paisaje. Esa orfandad o desamparo que el hombre del monte experimenta ante la inmensidad cerrada del monte espeso, es compensada por el calor de hogar que se halla en el seno de la comunidad. Los cantos, oraciones, charlas previas, van siendo ese umbral, ese atrio por el que vamos entrando en el descanso del Señor. Umbral que marca una diferencia, pero que no separa, sino que une. Umbral necesario, para poder mirar con otros ojos y desde otro lugar, el espectáculo cotidiano, humilde y rutinario, ofrecido ante la mirada de los pobladores de esta zona. De este modo, la asamblea está dispuesta para el rito eucarístico. Tal vez, muchas de las palabras pronunciadas, rezadas, cantadas, queden más acá de toda comprensión. Sin embargo, en el corazón hay una intuición fuerte de presencia de Dios, de compañía, de sanación, de comunión profunda con el vecino, de protección, de petición, de alabanza. Momento muy fuerte de comunión con nuestros antepasados, de memoria agradecida y colectiva de los que caminaron antes que nosotros y que no debemos olvidar. Por eso, muchos vienen ya preparados, desde sus casas (además de la ropa de ocasión), con algún papelito conteniendo el nombre de sus difuntos y algún paquete de velas para el santo patrono. Las botellas de agua también suelen acompañar su avío, para llevar la bendición a la casa, renovando la gracia bautismal. Momento profundamente humano y profundamente divino, donde las aguas se entremezclan, donde lo humano se llena de lo divino y lo divino toma la forma humana, siguiendo el mismo sendero sacramental del Hijo de Dios, en un maravilloso intercambio (oh sacrum convivium) y compenetración hipostática, de modo de que el hombre no separe, lo que Dios ha unido. (P.Juan Ignacio Liébana, Corazón adentro). Tarea para el mes: Fecha de entrega: martes 5 de julio: 1) Releyendo el punto 1, escribir algunas actitudes espirituales nuevas que se desprendan de cada uno de los momentos de los ritos iniciales. Trata de que no sean las mismas que sugerimos en este apunte. 2) Releyendo todo el apunte, escribe algunas sugerencias concretas para una parroquia en una ciudad, que ayuden creativamente a sabernos asamblea y poder vivir mejor esta primera parte de la Misa 3) Leer los nº 2168 al 2195 del CEC y contesta: a) ¿En qué ayuda el Domingo a la vida cotidiana del hombre? b) ¿Qué diferencia hay entre lo cotidiano y lo festivo? c) A partir de lo leído, escribe algunas sugerencias sencillas para motivar a la participación en la misa dominical para los fieles de una parroquia rural. Sugerencias que han de ser leídas y presentadas a los fieles a través de un programa de la FM parroquial del lugar.


Encuentro nº 4: LA LITURGIA DE LA PALABRA Su sentido profundo en la Misa. Sus diversas partes. 1) La liturgia de la Palabra: Dice la IGMR nº 55: Las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura con los cantos que se intercalan, constituyen la parte principal de la liturgia de la palabra; la homilía, la profesión de fe y la oración universal u oración de los fieles la desarrollan y concluyen. Pues en las lecturas que la homilía explica, Dios habla a su pueblo, manifiesta el misterio de la redención y salvación, y brinda el alimento espiritual; y Cristo por su palabra se hace presente en medio de su pueblo. El pueblo hace suya esta palabra por el silencio y los cantos, y se adhiere a ella por la profesión de fe; y alimentado por ella, ruega en la oración universal por las necesidades de toda la Iglesia y por la salvación de todo el mundo . De este modo, señala como decisivos los siguientes elementos: Dios que habla a su Pueblo (lecturas); en un “aquí” y un “ahora” (homilía), y el pueblo que escucha a Dios en silencio y responde después con los cantos, la profesión de fe y la oración universal. Conviene prestar atención al texto citado que nos dice que lo principal es la proclamación de la Palabra. El resto ayuda a desarrollar y concluir esta liturgia. De hecho, las misas de semana transcurren sin estos elementos (homilía, credo, intenciones) que desarrollan el primero. A veces nuestras liturgias contradicen lo que acabamos de aprender. La homilía ocupa el aspecto principal. Incluso, a veces la parte principal sufre alguna amputación, para contar con más tiempo para la homilía. Viene bien saber estas cosas para darle a cada rito su justo lugar y prioridad. En la liturgia de la Palabra hay que resaltar dos realidades: a) La proclamación de la Palabra de Dios: esto es lo más trascendente. Cristo mismo es quien la realiza, tanto a través de las lecturas del N.T. como del A.T., pues al ser la Palabra de Dios encarnada, es la única Palabra que resuena en ambos Testamentos. Él es la Palabra definitiva de Dios y desde su existencia gloriosa se nos da en la celebración. Pero también el Espíritu Santo, el dador de vida, el mismo que actuó como protagonista en la encarnación, en la resurrección de Cristo, en Pentecostés, es el que ahora, en la celebración, no sólo actúa sobre los dones eucarísticos o sobre la comunidad que participa de ellos, sino ya en la proclamación de la Palabra. El Espíritu Santo es quien hace realidad la Palabra y abre el corazón de los fieles a su acogida: Para que la palabra de Dios realice efectivamente en los corazones lo que suena en los oídos, se requiere la acción del Espíritu Santo , con cuya inspiración y ayuda la palabra de Dios se convierte en fundamento de la acción litúrgica y en norma y ayuda de toda la vida. Por consiguiente, la actuación del Espíritu no sólo precede, acompaña y sigue a toda la acción litúrgica, sino que también va recordando, en el corazón de cada uno, aquellas cosas que, en la proclamación de la palabra de Dios, son leídas para toda la asamblea de los fieles (Congregación para el Culto y Sacramentos, Ordenación de las lecturas de la Misa, nº 9. = OLM). Por lo tanto, esa proclamación no es una mera repetición de palabras pronunciadas en el pasado y registradas en un libro, ni un vacío recuerdo de hechos pasados; es, más bien, un memorial bíblico, es decir, una memoria que actualiza lo que se recuerda, haciéndolo eficaz, en el momento de la proclamación, para aquellos a quienes se dirige. Lo que se reactualiza es el misterio de Cristo en su triple dimensión: pasado (salvación obrada por Cristo), presente (actualizada aquí y ahora) y futuro (en continua apropiación por parte de los fieles, hasta la salvación definitiva). b) La relación entre liturgia de la Palabra y liturgia Eucarística: ya desde los primeros testimonios parece que la comunidad cristiana ha organizado su celebración con las dos partes integradas: la palabra y el sacramento. La comprensión de su íntima relación se ha hecho ahora más clara. Están tan íntimamente unidas, que constituyen un solo acto de culto. En efecto, en la Misa se prepara la mesa tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, en la que los fieles se instruyen y alimentan (IGMR 28). La liturgia de la Palabra proclama la historia de la salvación obrada por Dios; la Eucaristía, memorial activo del misterio pascual de Cristo, realiza de otro modo, sacramentalmente, esta misma historia de la salvación. La liturgia de la Palabra crea el ambiente de fe para la Eucaristía, que es sacramento de la fe: la asamblea acoge primero a Cristo como la Palabra, comulga con él, para celebrar después el memorial sacramental de su muerte salvadora. La Palabra inicia ya el clima de comunión sacrificial con la adhesión a Dios, que habla hoy y aquí por medio de Cristo. En este punto, nos detendremos unos instantes, como para entender mejor la necesidad de que palabra y sacramento, palabra y acción simbólica (rito, acción, gesto) vayan siempre juntos: Es fenómeno común a muchas religiones que la liturgia se componga de palabras y gestos. Una escuela de investigadores lo formula «mito y rito». Los gestos, o ceremonias, o rito, constan de posturas, movimientos, acciones. Los llamamos gestos porque suelen tener un significado natural o convencional. A veces los gestos se organizan en una especie de acción dramática. Paralelamente discurren las palabras que lo


explican. También podemos empezar por el mito, que narra con símbolos un hecho primordial, fundacional. Esa historia que se cuenta al recitar el mito se puede escenificar, estilizada, en una representación, que es el rito. Israel ha sucumbido repetidas veces al peligro de ritualización, donde, los ritos y todo el acto litúrgico pierden su sentido. Entonces los asistentes ya no participan. Asisten simplemente, como podría hacerlo un sordo que no oye, como un extranjero que no entiende textos y explicaciones, como un no creyente que asiste por cortesía, por razones sociales. La entera celebración, con palabras y gestos, se ha cerrado en sí misma y no relaciona al hombre con Dios, antes lo encierra en una ceremonia hueca. El hombre, incluso el profesional del culto, dispone de la celebración, la mantiene equipada con los medios tradicionales, pero la vacía de sentido y la cierra, encerrando a todos dentro. ¿Hay salida? Hace falta una instancia externa y superior, un poder que no esté a disposición de cualquiera, algo que desde fuera abra brecha en el círculo cerrado, vicioso. Es la palabra profética. Ultima instancia en Israel, por encima de rey, sacerdote y juez (LUIS ALONSO SCHÖKEL, op. cit). Un ejemplo claro de esta palabra profética, que denuncia la perversión del rito, lo encontramos en Isaías 1,10-18: ¿Qué me importa la multitud de sus sacrificios?... Estoy harto de holocaustos de carneros y de la grasa de animales cebados; no quiero más sangre de toros, corderos y chivos. Cuando ustedes vienen a ver mi rostro, ¿quién les ha pedido que pisen mis atrios? No me sigan trayendo vanas ofrendas; el incienso es para mí una abominación. Luna nueva, sábado, convocación a la asamblea... ¡no puedo aguantar la falsedad y la fiesta! Sus lunas nuevas y solemnidades las detesto con toda mi alma; se han vuelto para mí una carga que estoy cansado de soportar. Cuando extienden sus manos, yo cierro los ojos; por más que multipliquen las plegarias, yo no escucho: ¡las manos de ustedes están llenas de sangre! ¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda! Vengan, y discutamos. Aunque sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana. Continúa diciendo Schökel: Vengamos ahora a nuestra liturgia. También ella suele constar de palabras y gestos. Entrada procesional, inclinaciones, genuflexiones, sentados, de pie, manos juntas, alzadas. La división no es por partes: primero palabras, luego gestos, porque los dos se combinan a lo largo de la Eucaristía. Sí podemos decir que en la liturgia de la palabra domina la palabra sobre el gesto, y en la liturgia eucarística se equilibran ambos. El sacerdote levanta la hostia y el cáliz, rompe la hostia, reparte la comunión. ¿Tenemos también nosotros peligro de ritualizar nuestra celebración? Al peligro no podemos sustraernos; por eso es conveniente conocerlo y afrontarlo. El peligro de ritualizar toda la ceremonia, y en concreto la liturgia de la palabra. En el AT la palabra profética era externa al rito, actuaba sobre él o contra su deformación, invadía soberanamente el espacio cúltico. Lo describía como un círculo y una flecha que taladra la superficie. Nosotros hemos incorporado la palabra de Dios como parte integrante de la celebración eucarística. La flecha está dentro. ¿Se dispara contra alguien, contra algo? El peligro es ahora convertir las lecturas bíblicas en un rito más, quitando el aguijón a la palabra. Escuchamos entendiendo apenas, decimos «palabra de Dios» hemos despachado una ceremonia más. Es tanto como embotar la espada tajante de la palabra profética o evangélica. Seria perversión refinada o descuido fatal domesticar litúrgicamente la palabra que interpela a la comunidad. La palabra bíblica debe conservar todo su vigor. Aunque está dentro, hay que escucharla como venida de fuera para irrumpir y penetrar, como situada enfrente para enfrentarse y sacudir. Los israelitas le decían a Moisés: «Háblanos tú, y te escucharemos; que no nos hable Dios, que moriremos» (Ex 20, 19). Digamos nosotros: Que nos hable Dios y viviremos; que nos hable Cristo y viviremos cristianamente. Lo contrario de la ritualización es la recepción de la palabra con fe, en cuanto palabra inspirada o llena de Espíritu. Recepción y asimilación, como se asimila un alimento -el pan de la Palabra-; como un aparato que, enchufado a la red eléctrica, recibe energía con que actuar. Así hemos de imaginar y entender la palabra bíblica en la celebración. Es activa y dinámica, en forma de palabra. Quiero decir que no actúa por arte de magia, como un conjuro ininteligible, como un abracadabra, sino a través de la percepción y comprensión. De ahí la importancia de proclamar los textos en la lengua que la asamblea entiende, la conveniencia de explicarlos o comentarlos en la homilía. Hablo de una comprensión espiritual, del hombre libre que no se cierra a la llamada del Espíritu (LUIS ALONSO SCHÖKEL, op. cit). Dice muy acertadamente el filósofo Kierkegaard: Confieso que todavía no he encontrado un hombre que tenga facilidad para colocarse sinceramente y a solas ante la Palabra de Dios. Sería hablar con franqueza decir: La Biblia es un libro peligroso, porque te atrapa por entero. Es mejor guardarla en un estante que colocarse ante ella con ánimo sincero. Por tanto, la Palabra aparece como un remedio eficaz contra la posible ritualización o mecanización autómata de los ritos. Ella incomoda, advierte, desnuda, discierne. La Palabra proclamada en la liturgia ya es activa y santificante: objetivamente. Luego está nuestra recepción y nuestra respuesta. Dice Dios


por medio del profeta (Is 55, 10-11): Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo. Al respecto comenta Schökel: Es interesante la aparición del pan en este contexto. La misión última de la lluvia es dar a los hombres el pan de este año y la semilla para el siguiente. La liturgia de la palabra apunta al pan eucarístico, que es la Palabra enviada desde el cielo. En la parábola del sembrador la palabra se compara a la semilla (Mt 13, 18-23). Fecundidad no es lo mismo que eficiencia, y la fecundidad de la palabra bíblica tiene sus plazos. Si por una parte hemos de esperar resultados concretos de las lecturas de la misa, por otra parte no podemos imponerles nuestras medidas de tiempo e intensidad. Sí podemos esperar que las palabras cumplirán su misión (LUIS ALONSO SCHÖKEL, op. cit). Y remata Francisco: La Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros esquemas (EG 22). 2) Elementos de la liturgia de la Palabra a) LAS LECTURAS BÍBLICAS: Dice la IGMR nº 57: En las lecturas se prepara a los fieles la mesa de la palabra de Dios y se les abren los tesoros de la Biblia. El Evangelio es el punto culminante, como lo destaca el OLM nº 13: La lectura del Evangelio constituye el punto culminante de esta liturgia de la palabra; las demás lecturas preparan la asamblea para esta lectura evangélica. El misal señala una serie de gestos de aprecio especial a la lectura del Evangelio: reservarla a los ministros ordenados, prepararse con una oración o pidiendo una bendición, las aclamaciones por parte de la asamblea, escucharlo de pie, las muestras de veneración que se tributan al libro (el beso, el incienso). En el Leccionario se habla también de estos signos: llevar procesionalmente el evangeliario, acompañado con incienso y ciriales, la señal de la cruz, el beso al libro. Dice el P.Pascual: En la Eucaristía Jesús nos deja su persona y su acción amorosa, en ella se concentra el misterio de la fe. Por eso día tras día, a lo largo del año litúrgico la Iglesia nos va leyendo la escritura para asomarnos desde distintos ángulos al mismo misterio que no podemos abarcar de una mirada. Los diferentes tiempos litúrgicos son una pedagogía destinada a concentrarnos en los aspectos centrales de nuestra fe. Ellos nos dan luz sobre Dios y sobre nuestra humilde, dramática y bella existencia. (P.Manuel Pascual, op. cit.) b) LOS CANTOS INTERLECCIONALES: A través de las lecturas Dios habla a su Pueblo que, a su vez, se siente interpelado y muestra allí mismo su reacción, su respuesta dentro de la liturgia de la Palabra con el salmo responsorial, el aleluya y las secuencias (en alguna fiesta). Su finalidad es doble: lograr un diálogo entre Dios y su Pueblo y romper la monotonía que podría originar la lectura ininterrumpida de las lecturas. Salmo responsorial: su existencia es antiquísima y tiene la finalidad de prolongar, interiorizándolo, el mensaje de la primera lectura. Hace de eco al contenido de la lectura, pero con la misma Palabra de Dios, que toma carácter poético y lírico. Se crea un clima para rumiar, meditar la Palabra, para que cale hondo en nuestro corazón. Entonces se interiorizan y personalizan los sentimientos y valores proclamados en la lectura, haciéndonos entrar en diálogo con Dios. Aleluya: es una aclamación alegre, festiva, como rito que prepara la proclamación del Evangelio. Esta aclamación por sí misma constituye un rito o un acto por el que la asamblea de los fieles recibe y saluda al Señor que le hablará en el Evangelio y confiesa su fe con el canto (IGMR 62). De pie, la asamblea cambia de actitud y se dispone a un encuentro fuerte con el Señor que habla. La secuencia: es una composición litúrgico-musical, como una continuación del aleluya. c) LA HOMILÍA: En relación con otras expresiones del ministerio profético, como la evangelización y la catequesis, la homilía tiene su propia identidad. La evangelización es el anuncio global, kerigmático, de la salvación que Dios nos ofrece en la persona de Cristo. La catequesis es como el eco y la profundización más o menos sistemática de los contenidos de esta fe. La homilía sucede dentro de una celebración, y su identidad se puede describir siguiendo tres direcciones, según el nº 24 de OLM: -Es un género de predicación que no se puede considerar independiente: está al servicio de la Palabra que se acaba de proclamar. Se hace a partir del texto sagrado, de la palabra de Dios proclamada. -Debe conducir a la celebración sacramental que sigue, en una función mistagógica. La historia de la salvación se va a cumplir de modo privilegiado en el rito sacramental de la Eucaristía, que es la realización condensada del misterio pascual de Cristo que las lecturas han anunciado. Así, el presidente, a partir de las lecturas, y por medio de la homilía, introduce a los fieles en la liturgia eucarística.


-Finalmente, la homilía aplica a la vida el mensaje de la Palabra. Sobre este tema, nos detendremos más adelante. Citamos, por ahora, un texto de Benedicto XVI que resume muy bien el sentido de la homilía, en Verbum Domini, 59: La homilía es parte de la acción litúrgica; tiene el cometido de favorecer una mejor comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles. La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico, de modo que se lleve a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida. Debe apuntar a la comprensión del misterio que se celebra, invitar a la misión, disponiendo la asamblea a la profesión de fe, a la oración universal y a la liturgia eucarística. Por consiguiente, quienes por ministerio específico están encargados de la predicación han de tomarse muy en serio esta tarea. Se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico. Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía. Por eso se requiere que los predicadores tengan familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado; que se preparen para la homilía con la meditación y la oración, para que prediquen con convicción y pasión. La Asamblea sinodal ha exhortado a que se tengan presentes las siguientes preguntas: «¿Qué dicen las lecturas proclamadas? ¿Qué me dicen a mí personalmente? ¿Qué debo decir a la comunidad, teniendo en cuenta su situación concreta?». El predicador tiene que «ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncia», porque, como dice san Agustín: «Pierde tiempo predicando exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior». d) LA PROFESIÓN DE FE, EL CREDO: recibe también el nombre de símbolo, que significa señal por la que a uno se lo reconoce; y al cristiano se lo reconoce por el Credo. Dice el CEC, 188: La palabra griega symbolon significaba la mitad de un objeto partido (por ejemplo, un sello) que se presentaba como una señal para darse a conocer. Las partes rotas se ponían juntas para verificar la identidad del portador. El símbolo de la fe es, pues, un signo de identificación y de comunión entre los creyentes. Symbolon significa también recopilación, colección o sumario. El símbolo de la fe es la recopilación de las principales verdades de la fe. De ahí el hecho de que sirva de punto de referencia primero y fundamental de la catequesis. La IGMR nº 67 explica su razón de ser: El Símbolo o profesión de fe tiende a que todo el pueblo congregado responda a la palabra de Dios anunciada en las lecturas de la Sagrada Escritura y expuesta en la homilía, y a que, al proferir la norma de su fe, recuerde y confiese los grandes misterios de la fe, antes de comenzar su celebración en la Eucaristía. La postura de pie expresa el ardor y firmeza de la fe de la comunidad que lo recita. e) LA ORACIÓN UNIVERSAL: se la llama también oración de los fieles, ya que en este momento de la celebración, después de la homilía, se realizaba la despedida de los catecúmenos y quedaban sólo los fieles para la Eucaristía. La IGMR nº 69 explica su razón de ser: En la oración universal u oración de los fieles, el pueblo en cierto modo responde a la palabra de Dios recibida con fe y ejerciendo la función de su sacerdocio bautismal, ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos. La comunidad cristiana se sitúa, pues, de mediadora entre Dios y el resto de la humanidad, para interceder por ella. El nº 30 de OLM añade un matiz: esta oración universal, por una parte, es fruto de la audición de la Palabra, y por otra, preparación para el paso a la Eucaristía: de modo que, completando en sí mismo los frutos de la liturgia de la Palabra, pueda hacer más adecuadamente el paso a la liturgia eucarística. Los fieles de pie se dirigen a Dios mostrando, a la vez, la sintonía con lo que Él les ha comunicado y su solidaridad con sus hermanos los hombres. Las series de las intenciones, de ordinario, serán: a) por las necesidades de la Iglesia; b) por los gobernantes y por la salvación del mundo entero; c) por los que sufren cualquier dificultad; d) por la comunidad local. Sin embargo, en algunas celebraciones particulares, el orden de las intenciones puede considerar más de cerca esa ocasión particular (IGMR 70). 3) Algunas actitudes espirituales que se desprenden de la liturgia de la Palabra: a) ACOGER AGRADECIDOS LA INICIATIVA GRATUITA DE DIOS, QUE COMIENZA UN DIÁLOGO CON EL HOMBRE: Dice Benedicto XVI en su exhortación Verbum Domini: Dios ha pronunciado su palabra eterna de un modo humano; su Verbo «se hizo carne» (Jn1,14). Ésta es la buena noticia (VD 1). Cada hombre se presenta como el destinatario de la Palabra, interpelado y llamado a entrar en este diálogo de amor mediante su respuesta libre. Dios nos ha hecho a cada uno capaces de escuchar y responder a la Palabra divina . El hombre ha sido creado en la Palabra y vive en ella; no se entiende a sí mismo si no se abre a este diálogo. La Palabra de Dios revela la naturaleza filial y relacional de nuestra vida (VD 22). En este diálogo con Dios nos comprendemos a nosotros mismos y encontramos respuesta a las cuestiones más profundas que anidan en nuestro corazón. Sólo Dios responde a la sed que


hay en el corazón de todo ser humano (VD 23). La Iglesia no vive de sí misma, sino del Evangelio. Sólo quien se pone primero a la escucha de la Palabra, puede convertirse después en su heraldo. En la Palabra de Dios proclamada y escuchada, y en los sacramentos, Jesús dice hoy, aquí y ahora, a cada uno: «Yo soy tuyo, me entrego a ti» , para que el hombre pueda recibir y responder, y decir a su vez: «Yo soy tuyo» (VD 51). La Palabra, por tanto, brota de Dios hacia nosotros. Somos valiosos a sus ojos y por eso nos dirige su Palabra, ya que se interesa por nosotros. Somos sus interlocutores, su rostro para dialogar. La Palabra nos habla de vínculo, relación, intimidad, cercanía, apertura, vulnerabilidad, confianza. Se trata de entrar en esta dinámica de diálogo íntimo: Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre (Jn 1,18). La Palabra eterna de Dios mora en el seno del Padre, único lugar autorizado para conocerlo y luego revelarlo. Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar (Mt 11,27). Y esta revelación se empieza a dar a través de los gestos y palabras de Jesús. Esta Palabra empieza a ser narrada, desplegada, empieza a decir-se y a decir al Padre y decir-nos nuestra verdad más profunda. De ahí que ya no nos llame servidores, sino amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre (Jn 15,15). Los que recibieron esta Palabra, hicieron experiencia directa y la comunicaron: Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14). Al responder nosotros a este diálogo gratuito e inmerecido, iniciado por el Padre, entramos en una experiencia directa y amorosa de la Palabra de Vida, que deseamos compartir para que muchos hagan esta experiencia fundante que dio un sentido nuevo a nuestras vidas: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, es lo que les anunciamos. Porque la Vida se hizo visible, y nosotros la vimos y somos testigos, y les anunciamos la Vida eterna, que existía junto al Padre y que se nos ha manifestado. Lo que hemos visto y oído, se lo anunciamos también a ustedes, para que vivan en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Les escribimos esto para que nuestra alegría sea completa (1Jn 1, 1-4). Dice el P.Manuel Pascual: Estábamos de pie y ahora podemos tomar asiento, el Padre nos quiere abrir el corazón, nos quiere dejar pasar a su misterio, allí también se esconde el nuestro. Dios se quiere dirigir a la inteligencia del hombre para comunicarle la verdad, capaz de hacerlo libre. La ignorancia es un mal, siempre quita vida, pero no debemos ser racionalistas y creer que todo pasa por la razón. La inteligencia ilumina la voluntad para que pueda actuar bien. Pero para entender no sólo es cuestión de pensar, también es necesaria la sensibilidad y la afectividad. Hay razones que sólo entiende el corazón. Más aún, a lo más profundo no se llega razonando sino intuyendo y creyendo. Dios se asoma al hombre desde las creaturas pero sobre todo desde Jesús. El asume el lenguaje humano, enseña viviendo y hablando. Las palabras de Jesús nos ayudan a entender la Palabra que es Jesús. La mejor predicación es la existencial. Jesús no escribió un libro, vivió al hombre como hijo de Dios y vivió a Dios como hombre. Para terminar de comprender al Dios hecho hombre hay que terminar de ser hombre (P.Manuel Pascual, op. cit.). b) RECEPTIVOS, HUMILDES, DEJÁNDONOS HACER: Qué importante es saber dialogar, decirse y escucharse. Humilde pero real manera de abordar el misterio parcial y el misterio total. Chispazos de infinitud, reposo, paz, que desinstalar y desequilibrar. Hay un diálogo primordial e insustituible, sin el cual no son posibles los demás. El diálogo con uno mismo, saber escucharse, saber percibir ese sin número de sentimientos, emociones, gemidos; saber escuchar el alma y el cuerpo, aprender el sinnúmero de idiomas y lenguajes con que cuenta el hombre para asomarse a su misterio. Escuchar es más que percibir sonidos, escuchar, mirar, tocar es percibir una presencia, una alteridad, otro. Es una manera de estar, de vivir en expectativa comunicativa. Es tener hábitos más que actos, un estado de apertura, de permeabilidad capaz de percibir el más allá. Permeabilidad para entrar y salir desde lo más profundo a lo más profundo. Escuchar es dejar hacer, consentir que el amor realice su obra en nosotros, es no resistir la realidad, es dejarse iluminar, interpelar. Es recibir en el corazón lo que proviene del corazón sin filtrar e intelectualizar. Quién se revela nos revela... La palabra proclamada se hace elocuente cuando es escuchada con el corazón en la mano, desde una historia real que gime por encontrar sentido. La palabra es proclamada y esa palabra leída pretende ayudarnos a interpretar esa otra palabra que es la realidad, la historia, lo que acontece. La palabra de Dios nos permite conocer su voluntad, es lugar para encontrar respuesta a la pregunta que inquieta la conciencia humana. ¿Qué debemos hacer, qué no debemos hacer? Sin embargo hay maneras de escuchar que cercenan la palabra. Una de ellas es moralizar, restringiendo la escucha al hacer y no al ser. La Palabra es una persona, escuchar es acoger a alguien que se nos dice, se nos entrega. Dios nos quiere revelar quién es y quiénes somos nosotros, sólo así sabremos qué hacer. Lo mismo en nuestros diálogos humanos podemos oír a alguien toda una vida y no haberlo escuchado. Podemos vivir hablando y no decimos


nada si nuestra palabra no es personal. Tan importante como saber qué quiero decir, es saber a quién, es decir si lo puede recibir; es saber como, es decir el modo de hacerse entender; es discernir la oportunidad, es decir el cuando, las circunstancias, el como está la otra persona o como estoy yo. Escuchamos desde lo que conocemos pero escuchamos para conocer. Partimos de lo conocido pero no debemos reducir a lo sabido, sino abrirnos a lo nuevo. No poner en los casilleros conocidos sino crear uno nuevo. Los antiguos filósofos comparaban el conocimiento al agua que adopta la forma del recipiente, pero para recibir algo nuevo hace falta odres nuevos. No pretendamos conocer nuevos mares sin perder de vista la orilla... María es discípula e interprete de la palabra. La escucha profunda se hizo interpretación vivida. Sólo los oyentes se hacen palabra, aún sin palabras... (P.Manuel Pascual, op. cit.). c) DIÁLOGO PERSONAL, PERO NO INDIVIDUALISTA, COMUNITARIO, PERO NO ANÓNIMO: Dice Benedicto XVI en su exhortación Verbum Domini: La Biblia ha sido escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el Pueblo de Dios podemos entrar realmente, con el «nosotros», en el núcleo de la verdad que Dios mismo quiere comunicarnos (VD 30). La Palabra de Dios está en la base de toda espiritualidad auténticamente cristiana. No obstante, se ha de evitar el riesgo de un acercamiento individualista, teniendo presente que la Palabra de Dios se nos da precisamente para construir comunión, para unirnos en la Verdad en nuestro camino hacia Dios. Es una Palabra que se dirige personalmente a cada uno, pero también es una Palabra que construye comunidad , que construye la Iglesia. Por tanto, hemos de acercarnos al texto sagrado en la comunión eclesial. En efecto, «es muy importante la lectura comunitaria, porque el sujeto vivo de la Sagrada Escritura es el Pueblo de Dios, es la Iglesia ... La Escritura no pertenece al pasado, dado que su sujeto, el Pueblo de Dios inspirado por Dios mismo, es siempre el mismo. Así pues, se trata siempre de una Palabra viva en el sujeto vivo. Por eso, es importante leer la Sagrada Escritura y escuchar la Sagrada Escritura en la comunión de la Iglesia, es decir, con todos los grandes testigos de esta Palabra, desde los primeros Padres hasta los santos de hoy, hasta el Magisterio de hoy». Por eso, en la lectura orante de la Sagrada Escritura, el lugar privilegiado es la Liturgia, especialmente la Eucaristía, en la cual, celebrando el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el Sacramento, se actualiza en nosotros la Palabra misma . En cierto sentido, la lectura orante, personal y comunitaria, se ha de vivir siempre en relación a la celebración eucarística. Así como la adoración eucarística prepara, acompaña y prolonga la liturgia eucarística, así también la lectura orante personal y comunitaria prepara, acompaña y profundiza lo que la Iglesia celebra con la proclamación de la Palabra en el ámbito litúrgico (VD 86). d) DEJARNOS INCOMODAR, CUESTIONAR Y LEER POR LA PALABRA: Audazmente decía el Beato Monseñor Oscar Romero en sus homilías: Una Iglesia que no provoca crisis, un evangelio que no inquieta, una palabra de Dios que no levanta roncha —como decimos vulgarmente— una palabra de Dios que no toca el pecado concreto de la sociedad en que está anunciándose, ¿qué evangelio es ése? Consideraciones piadosas muy bonitas que no molestan a nadie, y así quisieran muchos que fuera la predicación. Y aquellos predicadores que por no molestarse, por no tener conflictos y dificultades, evitan toda cosa espinosa no iluminan la realidad en que se vive. No tienen el valor de Pedro de decirle a aquella turba donde están todavía las manos manchadas de sangre que mataron a Cristo: “¡Ustedes lo mataron!” Aunque le iba a costar también la vida por esta denuncia, la proclama. Es el evangelio valiente; es la buena nueva del que vino a quitar los pecados del mundo (16/4/1978). Es muy fácil ser servidores de la palabra sin molestar al mundo, una palabra muy espiritualista, una palabra sin compromiso con la historia, una palabra que puede sonar en cualquier parte del mundo -porque no es de ninguna parte del mundo-, una palabra así no crea problemas, no origina conflictos. Lo que origina los conflictos, las persecuciones, lo que marca la Iglesia auténtica es cuando la palabra quemante, como la de los profetas, anuncia al pueblo las maravillas de Dios para que las crean y las adoren, y denuncia los pecados de los hombres que se oponen al Reino de Dios para que los arranquen de sus corazones, de sus sociedades, de sus leyes, de sus organismos que oprimen, que aprisionan, que atropellan los derechos de Dios y de la humanidad. Éste es el servicio difícil de la palabra. Pero el Espíritu de Dios va con el profeta, va con el predicador, porque es el mismo Cristo quien se prolonga anunciando su Reino a los hombres de todos los tiempos (10/12/1977). e) NUESTRA RESPUESTA COMO ECO DE LA PALABRA ACOGIDA: La Palabra provoca un eco, una respuesta, un diálogo, una mutua entrega, un confiarse. Una palabra de amor no es inofensiva, como la levadura actúa lentamente sobre la masa, así la palabra en el corazón del hombre. Basado en tu palabra salgo de mí, dejo mis seguridades, ya no me apoyo, ni veo sólo desde mi experiencia. Este es el verdadero éxodo, el auténtico éxtasis, no la mera aceptación de un conjunto de verdades, sino una verdadera apuesta existencial. Creerte es ya no poder mirar, mirarme y mirarte sino con tus ojos. En este caso supone haber sido


buscado, convocado, acogido como soy y estoy, y haberse expuesto abriéndonos el corazón. El Credo es el eco humano de la revelación, un resumen del evangelio de Jesús, un resumen de la catequesis antes del bautismo. Es lo que entendimos de Dios, un don del Espíritu que no es contradictorio a la razón, pero que va más allá. Es como el grano de mostaza, pequeño pero capaz de crecer y darnos sostén y refugio como a las pequeñas aves... Le creemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, que nos han manifestado su amor. A un Dios que nos ha asumido, sanado y elevado. Creemos no sólo en lo que es, sino en lo que está haciendo. Como Abraham, el padre de los creyentes, salió sin saber a dónde pero confiado en Alguien. La fe que Dios tiene para con el hombre suscita nuestra fe, no sólo en Él sino en nosotros. Podemos creer en el hombre, en lo que somos, si Él cree en nosotros. Aún en el plano humano, no hay autoestima posible si alguien no nos ha descubierto, elegido, celebrado y gastado su vida en nosotros... Todo hombre tiene sus credos, implícitos o explícitos, pero es muy importante discernir, cuál es de hecho, el que rige una vida. Podemos confesar una cosa y vivir de otra manera, confesando implícitamente otra. La Verdad los hará libres, decía Jesús, y por eso, es importante verificar si es su verdad, su mirada, sus sentimientos los que rigen nuestra vida. Hay que velar y evangelizar nuestras profundidades, para que el trato con Jesús, como pasa con los amigos, nos vaya transformando el corazón y la mente. No será extraño que, a pesar de ser creyentes hace años, un día nos demos cuenta de que hay que dar un salto definitivo, cierto y oscuro, y terminar de abrazar la fe con una decisión libre y consciente, donde le rindamos al Padre el sublime culto de una confianza filial (P.Manuel Pascual, op. cit.). Este momento de la Misa nos “obliga” a hacernos cargo de nuestro acto de fe, de nuestra respuesta a Dios, de nuestra total confianza y disponibilidad hacia Él. “Responder” por el don recibido desde nuestra identidad más profunda. Eso significa ser adultos en nuestra fe: aceptar la soledad existencial en la que se da este acto de fe y de confianza, este salto en el abismo de la confianza. Nadie lo puede hacer por nosotros. No podemos evadir nuestra respuesta, ni dilatarla en el tiempo. Sin embargo, es importante tener en cuenta lo que dice el Catecismo: 166 La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a los demás. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros. 167 “Creo” (Símbolo de los Apóstoles): Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. “Creemos” (Símbolo de Nicea-Constantinopla, en el original griego): Es la fe de la Iglesia confesada por la asamblea litúrgica de los creyentes. 185 Quien dice “Yo creo”, dice “Yo me adhiero a lo que nosotros creemos”. La comunión en la fe necesita un lenguaje común de la fe, normativo para todos y que nos una en la misma confesión de fe. f) CONTINUAR EL DIÁLOGO EN LO COTIDIANO : Dice el poeta Paul Claudel: No basta con leer la palabra con los ojos y con los labios; es necesario aferrarse a ella, conservarla, impregnarse de ella. Y es necesario hacerlo no con un espíritu de vana curiosidad, sino con espíritu de devoción, es necesario hacerla habitar, almacenarla en nosotros. Es necesario aprender a dormirse y despertarse con la Palabra. Es necesario llegar a persuadirse de que es pan, y el único pan del que estamos hambrientos. Dice Benedicto XVI: Que cada jornada nuestra esté marcada por el encuentro renovado con Cristo, Verbo del Padre hecho carne. Él está en el principio y en el fin, y «todo se mantiene en él» (Col 1,17). Hagamos silencio para escuchar la Palabra de Dios y meditarla, para que ella, por la acción eficaz del Espíritu Santo, siga morando, viviendo y hablándonos a lo largo de todos los días de nuestra vida. De este modo, la Iglesia se renueva y rejuvenece siempre gracias a la Palabra del Señor que permanece eternamente (VD 124). De modo especial, esta familiaridad con la Palabra se le pide a los ministros ordenados: Antes de ser transmisor de la Palabra, el cristiano tiene que ser oyente de la Palabra. Ha de estar como dentro de la Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en un regazo materno . El sacerdote es, ante todo, ministro de la Palabra de Dios, por eso, debe ser el primero en cultivar una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: «no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (1 Co 2,16)». Consiguientemente, sus palabras, sus decisiones y sus actitudes han de ser cada vez más una trasparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; «solamente “permaneciendo” en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre» (VD 79-80). Lo mismo se espera de los aspirantes al sacerdocio ministerial que están llamados a una profunda relación personal con la Palabra de Dios, especialmente en la lectio divina, porque de dicha relación se alimenta la propia vocación: con la luz y la fuerza de la Palabra de Dios, la propia vocación puede descubrirse,


entenderse, amarse, seguirse, así como cumplir la propia misión, guardando en el corazón el designio de Dios, de modo que la fe, como respuesta a la Palabra, se convierta en el nuevo criterio de juicio y apreciación de los hombres y las cosas, de los acontecimientos y los problemas (VD 82). Nuestro trato asiduo con la Palabra nos ayudará a crecer en la capacidad de silencio y de escucha. A su vez, estas actitudes son el fundamento esencial para nuestro acercamiento a la Palabra. Dejamos el tema del silencio para retomarlo en el siguiente encuentro, donde será presentado como uno de los gestos importantes y necesarios de la liturgia, olvidado y devaluado, aún cuando se impone, hoy más que nunca, como urgente y necesario. g) AMPLIAR NUESTRA CAPACIDAD DE ESCUCHA: Dice el P.Jálics: ¿Qué nos enseña el contacto asiduo con la Palabra de Dios? Nos enseña a escuchar. Nos enseña a escuchar a Dios y con ello nos enseña a escuchar a los seres humanos, porque es lo mismo. O dicho de otra forma: el que puede prestar oídos a las personas, puede escuchar a Dios. No hay técnica ni ejercicios de dinámica de grupos ni curso de autoconciencia que sea tan eficaz para relacionarse con seres humanos como aprender a escuchar. ¿Para qué sirve rezar con la Palabra de Dios? Para aprender a escuchar. Aprendemos a escuchar, a comprender, dejar las cosas en su lugar, dejar que algo actúe sobre nosotros. Si aprendimos esto, podemos escuchar a Dios y a los seres humanos de la misma manera, porque nuestra relación con ambos es la misma. El primer problema en el trato con las personas es que no escuchamos a las personas. Escuchar a alguien significa no sólo oír las palabras, sino dar cabida a la preocupación del interlocutor. Es más: estar con todos los sentidos con él, para que se sienta completamente comprendido y aceptado en su totalidad. Escuchar correctamente nos cuesta mucho. En el trato normal sólo escuchamos hasta que hemos entendido más o menos lo que nuestro interlocutor quiere decir. Luego seguimos nuestros propios pensamientos o intereses. Nuestro interlocutor puede seguir hablando tranquilamente. Pero nosotros ya no estamos con él. Alguien nos cuenta un problema. Rápidamente damos un consejo. Creemos saber muy bien lo que el interlocutor necesita en esta situación. Es posible que nuestro semejante no quería un consejo, sino solamente quería ser escuchado. Quería aliviar su corazón y por eso había buscado a alguien que lo escuchara. Escuchar exige tranquilidad interior y el valor de poder soportar el sufrimiento. Cuán rápidamente nos olvidamos de Dios y del prójimo para poner en el centro de nuestra atención intereses o ideas propias. Dejar al otro y al Otro en el centro de nuestra atención exige mucha serenidad interior (Francisco Jálics, Ejercicios de contemplación, pp. 56-57). 4) La homilía: Ya que gran parte de nuestro ministerio profético se expresará en la homilía, nos detendremos un poco más en este aspecto de la liturgia de la Palabra. Ahí van algunas aproximaciones: a) Un género literario original: La homilía es un discurso de carácter sagrado litúrgico que lleva el corazón del hombre, del oyente, a la fe en Dios, a la alabanza de Dios, a la celebración de la redención que se hace presente en el sacrificio eucarístico. Predicamos y celebramos. Por eso, la misa no queda completa si sólo venimos a oír y no nos quedamos a la parte eucarística. Lo principal no es la predicación; esto no es más que el camino. Lo principal es el momento en que adoramos a Cristo y nuestra fe se entrega a él. Iluminados con esa palabra, y desde allí, vamos a salir al mundo a realizar esa palabra. Se oye la palabra, se acomoda a la realidad, se celebra y se alimenta en la vida de Cristo y lleva el compromiso del hombre a su deber, a su hogar, a sus servicios en el mundo para que sea verdaderamente vida según Dios (Beato Mons. Oscar Romero, Homilía del 27/1/1980). Apenas un par de años antes de estas palabras de Romero, los obispos latinoamericanos destacaban en Puebla sus aspectos esenciales: La homilía como parte de la liturgia, es ocasión privilegiada para exponer el misterio de Cristo en el aquí y ahora de la comunidad, partiendo de los textos sagrados, relacionándolos con el sacramento y aplicándolos a la vida concreta. Su preparación debe ser esmerada y su duración proporcionada a las otras partes de la celebración (DP 930). Recientemente, nos hemos enriquecido con el valioso aporte y claridad del Papa Francisco. Llama la atención el gran espacio que dedica el Papa Francisco al tema de la homilía, en la Evangelii Gaudium. Es importante prestar atención a lo que nos dice en esos números. Trataremos de resumir los conceptos principales: Cabe recordar ahora que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza. Hay una valoración especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión sacramental (EG 137). Es un género peculiar, ya que se


trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro (EG 138). Por tanto, no es ni catequesis, ni meditación. No es una charla ni una clase. Tiene un objetivo claro: ser la parte de un todo celebrativo, que busca mostrar el misterio de Cristo, orientando a todos a la comunión sacramental, despertando el deseo de vivir la liturgia eucarística. Debe ser breve y proporcional con el resto de la celebración, para no opacar su ritmo y armonía. Continúa Francisco: La homilía es un retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto (EG 137). Etimológicamente hablando, homilía viene de la palabra griega "homilía" (reunión, conversación familiar) y del verbo "homilein" (reunirse, conversar). Homilía significa trato o conversación familiar. Qué hermoso, entonces, descubrir nuestro lugar, en medio de este diálogo entablado, comenzado y, a veces, truncado. Misión de favorecer, acompañar, disponer, alentar este diálogo de palabras, silencios, escucha, respuesta. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la represente como tal (EG 143). b) Con la atención puesta en el pueblo: El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea». Se trata de conectar el mensaje del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los acontecimientos el mensaje de Dios» y esto es mucho más que encontrar algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor desea decir en una determinada circunstancia» (EG 154). Por tanto, hay que atreverse a encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva carne para la transmisión de la Palabra que pueden ser poco significativos para los evangelizadores, pero que se han vuelto particularmente atractivos para otros (EG 167). c) Atrayendo más que convenciendo: En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia (EG 142). Recordemos, por tanto, que una imagen, un símbolo, una fibra profunda tocada por la Palabra, despierta una respuesta y adhesión afectiva a Dios con más contundencia que una palabra o una verdad explicada. Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una imagen» (EG 157). A partir, entonces, de la contemplación de imágenes, símbolos vitales y culturales de nuestro pueblo, podremos decir una palabra con mayor calidad y hondura.


d) Con humilde sencillez: Belleza, incorporación de símbolos e imágenes y, por último, la sencillez, han de ser la clave para este anuncio de la Palabra. La sencillez tiene que ver con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos. El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención (EG 158). De más está decir que la sencillez no significa falta de hondura. Los verdaderos sabios son, justamente, aquellos que hablan de cosas profundas y vitales y que son comprendidos por todos. Hemos confundido sabiduría con erudición. Hemos escuchado alguno que hablaba difícil y lo hemos tenido por sabio. Jesús se tomó 30 años para escuchar mucho, compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención y, de este modo, sus palabras fueron claras y sencillas. Todo predicador ha de hacer este camino de despojo, de kénosis del propio lenguaje, conceptos, tradiciones, esquemas, para poder abrazar los de su pueblo. Despojo no significa rechazo, ni vergüenza, ni acomplejamiento de la propia realidad, simplemente es realizar el camino de Jesús: quien siendo de condición divina se despojó de su gloria, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor, haciéndose semejante a los hombres, presentándose con aspecto humano, incluso en su lenguaje. e) Con rasgos maternales: La Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso (EG 139). f) Con profunda fe en la fuerza de la Palabra: Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás también mediante nuestra palabra (EG 136). Jesús comparó la palabra a una semilla. Es un germen de vida que necesita tiempo para crecer y que no se puede sembrar en cualquier tiempo y lugar. La predicación está a su servicio, no tiene otro fin que hacerla actual e inteligible al hombre de hoy (P.Manuel Pascual, op. cit.). Tarea para el mes: Fecha de entrega: martes 9 de agosto: 1) Releyendo el apunte, explicar con tus palabras el sentido de cada una de las partes de la liturgia de la Palabra. 2) Extraer una actitud espiritual a vivir, de cada una de esas partes. 3) Juntarnos en dos grupos para leer los subsidios de los lectores y de la homilía. Cada grupo preparará una actuación de una lectura mal leída y de una homilía mal predicada. A la hora de escenificarlas (puede ser en algún viernes comunitario) el grupo espectador tendrá que identificar los errores de la lectura y de la homilía.


SUGERENCIAS PARA LOS LECTORES 1. No proclamar un texto si antes no lo has ensayado. Toda lectura debes prepararla con anterioridad, ensayarla si es necesario. Lo peor es salir a leer en forma espontánea, ¡claro!, te puede resultar bien leída, pero tú bien sabes que tu corazón no ha sido preparado y no te has interiorizado en lo que el Señor quiere que transmitas. 2. Preocúpate de leer siempre desde un Libro (Biblia) y no desde una simple hoja. El modo externo de la lectura también es un signo de aprecio a la Palabra de Dios. 3. Cuida muy bien los aspectos técnicos. Antes de que se inicie la celebración debes ensayar, si es preciso, tu voz en el micrófono. Tienes que aprender a manejarlo bien y a tratarlo con delicadeza de tal manera que tu voz salga clara y nítida y no parezca una «chicharra vieja» 4. Recuerde que la gente no sólo te va a escuchar, sino que también te va a mirar. Por lo tanto es bueno que te preocupes de la manera como presentarte a la asamblea, me refiero a la vestimenta y la presentación personal. 5. No salir apurado a leer, hacerlo con naturalidad, con calma, llegar hasta el ambón y antes de comenzar «mirar a la asamblea». No debes empezar a leer hasta que todos estén atentos, dispuestos a escuchar la Palabra que tú vas a transmitir. Después del Amén de la oración-colecta, el lector avanza pausadamente hacia el ambón, saluda el altar con una inclinación (sin hacer la genuflexión ni la señal de la cruz). Antes de llegar al ambón, puede trazar la señal de la cruz sobre sus labios, diciendo en voz baja: «Señor, abre mis labios para que pueda proclamar dignamente tu Palabra» o bien: «Señor, utiliza mi boca, para que Tú mismo puedas hablar». 6. Fíjate bien que la lectura sea la que se ha elegido. Si ya has comenzado con otra lectura, debes parar y empezar de nuevo con la que corresponde. Si no te das cuenta, el ideal es que alguien te interrumpa y te haga leer la que está destinada para ese día. 7. Tus primeras palabras para dirigirte a la asamblea son: «Lectura del o Lectura tomada de la carta No debieras decir Primera lectura o Segundo lectura, ese no es tu papel, eso vendría siendo parte de la introducción a los textos. 8. Al proclamar la lectura hazlo con calma, controla tus nervios y lee lentamente... ¿Quién te apura? Al concluir, hacer una breve pausa, mirar a la asamblea y luego decir: Palabra de Dios. 9. Respeta las reglas de la puntuación: puntos, comas, signos de exclamación e interrogación, etc. Acostúmbrate a distinguirlos y no leas de corrido arrasando con todo lo que se te pone en el camino. 10. Pronuncia bien lo que estás leyendo. No te enredes con las palabras, ni te comas algunas letras. Cuida que cada sílaba salga en forma clara y nítida de tus labios. 11. Mirar a la asamblea. Es muy importante que te comuniques con la asamblea interesándole con tu mirada, expresando a través de ella lo que vas leyendo. Muchos lectores jamás levantan la vista cuando están proclamando un texto. Esta manera de leer no ayuda, en absoluto, a una buena comunicación entre el lector y la asamblea. 12. Leer por adelantado. Es algo muy importante para una buena proclamación, sobre todo si hemos dicho que los lectores deben mirar a la asamblea. Cuando a ti te corresponda proclamar un texto, procura ir leyendo por adelantado, es decir recogiendo con la vista toda la frase escrita, grábatela en la mente y luego dila ante la asamblea sin mirar el libro. Muchos lectores van siguiendo la lectura con su dedo para que, cuando levanten la vista y vuelvan de nuevo al libro, no se pierdan. En todo caso tú puedes buscar la manera que te resulte más fácil, pensando siempre en una buena lectura para la gente que te escucha. 13. Al estar proclamando el texto no bajes la voz en los finales de cada frase que pronuncies. ¿A ti te gusta ver películas cortadas?, no, ¿Verdad?. Algo parecido sucede con las lecturas, al bajar la voz en los finales, le quitas parte del texto. No olvides que la asamblea necesita escuchar todo para captar y entender bien la lectura. 14. Al proclamar una lectura, fíjate en el cambio de situaciones. ¿Qué significa esto?, simplemente que hay lecturas en que transcurren diferentes acontecimientos en diferentes días y lugares. Esto tú tienes que hacerlo notar a la asamblea.


15. Recuerda tu postura corporal, no estás haciendo un show, tampoco estás en una posición firme, como si fueras un sargento, ni con las manos en los bolsillos, ni con los codos en el ambón... Se trata detener una postura digna, que evoque respeto por lo que estás proclamando. Es fundamental que tus actitudes y tus gestos vayan creando un ambiente de acogida y respeto ante la Palabra de Dios. 16. Cuando proclames un texto, hazlo con naturalidad, convencido de que el Señor actúa por ti. De esta manera el servicio que estarás prestando será realmente hermoso, sentirás que el Señor pasa por tu vida y lograrás que la asamblea escuche tu voz. Cada lectura, cada párrafo contenido en la Sagrada Escritura debe ser leído y tratado dignamente, con la alegre convicción de que el Señor sigue actuando en medio de la comunidad de los creyentes. Las palabras escritas en la Sagrada Escritura contienen vida, todas «han sido escritas para que crean que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios, y que por esta fe, tengan vida que sólo Él puede comunicar» Juan 20,31. Tú como lector, tienes la gran responsabilidad de transmitir esa vida que nada ni nadie nos puede quitar. 17. Leer con expresión. El lector debe identificarse con lo que lee, para que la palabra que transmite surja viva y espontánea, captando a los oyentes y penetre en el corazón del que escucha. Leer con sinceridad, sin artificios; con claridad y precisión, conduciendo al contenido profundo; con originalidad, dando el sello personal a la lectura; con misión y convicción de estar realizando un ministerio eclesial confiando en el poder de Dios; con recogimiento y respeto como corresponde a toda acción sagrada. 18. Es importante, para la proclamación, saber distinguir: –un relato histórico; –una exhortación moral; –una enseñanza doctrinal; –un texto profético; –un poema (con estrofas o dísticos); –una oración o una doxología. Cada género literario necesita una proclamación distinta; un texto poético tiene un ritmo propio que hay que respetar.

SUGERENCIAS PARA LOS SALMISTAS 1. Ningún canto moderno debiera sustituir al Salmo. Esto lleva a un empobrecimiento de la Liturgia de la Palabra ya que los Salmos son una verdadera escuela de oración inspirada por Dios, por lo tanto debemos re-descubrir y valorizar este momento de la liturgia como una auténtica experiencia de oración. 2. El Salmo no lo debe hacer la misma persona que leyó la primera lectura, sino un salmista que cante o proclame en forma recitada y poética las estrofas y la asamblea responda a cada estrofa con una misma frase que llamamos Antífona. Es de máxima importancia que el Salmo sea rezado por otra voz que la del lector de la primera lectura y con otro tono de voz. El Salmo no es una proclamación, sino una respuesta a la Palabra de Dios. 3. El ideal es que el Salmo sea cantado en diálogo con la asamblea. El problema está en que en las comunidades no existen muchas personas que lo cantan, pero vale la pena hacer un esfuerzo y preparar a alguien que lo haga. 4. Si no se canta debe proclamarse no igual que las otras lecturas. Se lo debe dar siempre el tono de poesía, transmitiendo y resaltando el significado de cada estrofa. 5. El Salmo se puede acompañar con música suave de fondo (guitarra, flauta). Claro está que no se debe poner la música muy fuerte, de tal manera que distraiga, lo fundamental es que se escuche el Salmo. En lo posible la asamblea debiera cantar siempre la Antífona. No es bueno que el salmista repita y cante solo algo que es de toda la asamblea. Vale la pena, entonces, ensayar antes con la gente. 6. Como la lectura del Salmo es distinta a las demás es bueno y muy simbólico que el salmista, al proclamar las estrofas desde el ambón, no lo haga de frente mirando sólo a la asamblea, sino que lo haga mirando también al Cristo del altar (Cf. IGMR 36). Esto hace notar que el Salmo es Palabra de Dios y respuesta de su pueblo. 7. El Salmo requiere un tono de voz adecuado al tema del mismo: contemplación, meditación, acción de gracias, súplica, invitación a la alabanza. 8. En asambleas pequeñas, no conviene que se repita el estribillo entre cada estrofa, sino solo al principio y al final, a fin de facilitar la meditación personal del Salmo. La finalidad del Salmo es que la asamblea interiorice la Palabra de Dios proclamada.


¿Cómo se prepara la Homilía? La preparación remota se debería hacer unos días antes. El buen homileta no espera a última hora para preparar su homilía. La va rumiando. La consulta con la almohada. Esta preparación difusa, a lo largo de la semana, abarca varios puntos: la lectura del texto o de los textos escriturísticos, la meditación de los mismos en los ratos de oración, el bosquejo general de los elementos exegéticos, litúrgicos y vitales, la consulta de ciertas dudas o dificultades en diccionarios bíblicos, como de paso y entre ocupación y ocupación. Esta preparación es más importante de lo que parece y tiene la ventaja de que apenas ocupa tiempo. Se puede hacer en los momentos libres. La preparación próxima (tiempo dedicado a preparar la homilía) incluye varios puntos que, aunque varían de persona a persona, podrían resumirse así: 1) Concretar bien los puntos o ideas sobresalientes que han ido surgiendo en exégesis, liturgia y vida, independientemente de que se aprovechará de todo ello al final e independientemente de cómo se expondrá. Preocuparse primordialmente de cómo se propondrá una homilía, de la forma, etc., sin tener claras las ideas es un grave error, muy típico de principiantes. El que tiene algo que decir, lo dice. El que no tiene nada que comunicar, aburre por más que use bellas palabras. Ello no quiere decir que no se deba preparar la forma, como luego diremos. 2) Escoger una de las tres lecturas como núcleo referencial de la predicación. No querer comentar las tres (aunque se puede y conviene hacer alusión a las tres). Generalmente se deberá comentar el Evangelio. Convendría tener un plan para varios domingos. Es de gran fruto, pero supone una asamblea relativamente estable y por supuesto, un mismo predicador. El que escoge siempre lo más fácil (con la excusa de la falta de tiempo o de la simplicidad de sus oyentes) es el que no dice nunca nada nuevo y aburre a sus oyentes. El pueblo es más capaz de lo que pensamos, con tal de que le preparemos bien el manjar, sin provocarle indigestiones. 3) De los varios mensajes, ideas o temas encontrados en la exégesis conviene escoger UNO Y SOLO UNO. No debe salirse uno de este punto escogido, pero debe desarrollarlo. El público no soporta más de un punto y además dar varios puntos complica la homilía y la prolonga indebidamente 4) Una vez escogido y desarrollado un punto exegético, se busca UNA aplicación a la vida y UNA aplicación a la liturgia. El predicador ha de poder sintetizar esto en tres frases (p. ej., en las bodas de Caná comentadas para el sacramento del matrimonio los tres puntos podrían ser los siguientes: Cristo estuvo presente en una fiesta; ahora lo estará también aquí; y lo estará también aquí; y lo estará a lo largo de su vida. Con esto tenemos el esqueleto de la homilía; habrá que revestirlo de carne; pero el esqueleto es lo que da consistencia. 5) En principio es mejor que no sobresalga el esquema tripartito de exégesis, liturgia y vida; en todo caso el público no debe notarlo. Ya hemos visto que se trata de elementos y no de partes de la homilía. Seguir siempre este esquema quitaría originalidad y convertiría la homilía en una pieza oratoria excesivamente racional y fría. La homilía, no lo olvidemos, es mistagógica y es sencilla en cuanto a su construcción y exposición. 6) En cuanto a la forma de presentación lo más importante es encontrar un punto sugerente, estructurante y aglutinador que centre la exposición. Se lo puede encontrar en: una palabra clave, una frase, un ejemplo actual, una pregunta hecha a los oyentes, una actitud de vida, un interrogante, una preocupación del pastor. Estos son algunos ejemplos. A lo largo de la homilía hay que ser coherente con este punto central, sin salirnos de él. 7) Perfilar los pasos temporales de la homilía viendo en qué momento, en qué orden y en qué forma se expondrá el contenido (exégesis, liturgia y vida). 8) Ayuda a algunos una ficha escrita con el esquema general de lo que se va a decir. Es una ayuda para la memoria. Debe ser simple y legible a primera mirada. Llevar un sermón escrito a largos párrafos si no se va a leer la homilía -cosa desaconsejable en la mayoría de los ambientes- no suele ser práctico ni eficaz en el terreno real. La experiencia indica que sólo lo escrito en forma esquemática y por uno mismo sirve realmente en el momento de la predicación.

Indicaciones prácticas para la Homilía 1) Por tratarse de una conversación familiar, espiritual, comentativa y exhortativa, deben primar la sencillez, la sinceridad, la claridad la comunicación y una cierta unción. Hoy día difícilmente se acepta al predicador que dice cosas esotéricas a la masa o en un lenguaje rebuscado o en un tono grandilocuente. El predicador ha de buscar y encontrar un estilo más pastoral y funcional dentro de su manera de ser y de expresarse. Por lo mismo también debe


colocarse cerca de la gente y procurar que el empleo del micrófono (o en su ausencia la elevación de la voz) no rompan el estilo sencillo y coloquial. 2) Hay que tratar de predicar no a un público, sino a sí mismo dentro de un público, o mejor, dentro de una asamblea de la que uno forma también parte. Hay que hablar con la gente y no frente a la gente. No basta la "simpatía", sino que es necesaria la "empatía". El tono que se adopta es de gran importancia; debe ser moderado, íntimo. Nadie se dice a sí mismo las cosas chillando ni autoritariamente. Cuando por los motivos que sea hay que gritar, es difícil dar la sensación de empatía. Se debe evitar el tonillo clerical, doctoral y lograr un tono del discípulo, de amigo, de hermano (aunque uno ocupe un alto rango eclesiástico o quizá porque lo ocupa). 3) Hablar con el público no significa necesariamente introducir un diálogo o intervenciones que en ciertos ambientes, especialmente grandes y masivos o de gente no habituada a ello, pueden incluso parecer forzados. Cierto, ha de haber comunicación, pero no necesariamente por palabras de ambos lados (aunque no se excluya del todo esta reciprocidad, como luego diremos). La comunicación se logra cuando no se da la impresión de hablar ex cathedra, sino coloquialmente con unos hermanos y amigos. Hay que hablar en el público, desde el público y como formando parte del público. 4) No se debe renunciar, a pesar de lo dicho anteriormente, a ser original, nuevo, atrayente, impactante, cuestionador e interrogativo. Estas cualidades oratorias pueden lograr que nuestras aburridas homilías comiencen a cobrar interés para la gente. Y por lo mismo el predicador debe cultivarlas, sin hacer de ellas el centro, pues lo central es lo que se comunica. No es fácil la originalidad y la novedad. Parecemos cansados al predicar y predicamos un mensaje viejo, por más que prediquemos la Buena Noticia y la Novedad radical que es Cristo. Saber encontrar la novedad del fondo nos ayudará a encontrar la originalidad en la forma. 5) Hay que hacerse oír y entender (¿es necesario decirlo? Parece que sí). Un porcentaje elevado de predicadores no se dejan entender. Sus palabras se pierden en el ruido de una mala sonorización, por el mal uso del micrófono, por una mala vocalización, por la afluencia de niños de corta edad o por el ruido de la calle (las puertas no tienen por qué estar abiertas sino antes y después de la celebración litúrgica). Todo esto hay que tenerlo presente a la hora de predicar, no sea que prediquemos en vano. Por otro lado, el lugar de la predicación será aquél desde donde a uno se le ve y se le oye mejor. Pero hay que procurar que la sede de la palabra, el ambón, tenga estas características. 6) La homilía no debe ser larga. No debe cansar al auditorio y por lo mismo no debería nunca pasar de diez minutos aproximadamente, aunque si es más corta, mientras sea sustanciosa, los fieles lo agradecen incluso. Claro está que en esto la norma no puede ser tajante: mientras un predicador cansa al minuto de hablar, otro puede tener a la asamblea atenta durante un buen cuarto de hora. Pero aun así hay que recordar que la homilía es parte de un todo y que es mejor dejar tiempo abundante para la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística (ambas exigen tiempo para los cantos, las moniciones, la oración y los silencios). En la práctica vemos que la introducción del principio de la misa (en donde se acumulan demasiados cantos) y la homilía se llevan una porción excesiva de tiempo en desmedro de las dos partes principales de la celebración. 7) Una manera de comprobar la atención de los fieles es darse cuenta si durante las pausas de la predicación hay silencio en la Iglesia. Para ello hay que pasear también la vista por todo el auditorio y no predicar sólo a los que tengo en primera fila, a los de un lado o con la mirada en blanco. Si no hay silencio es probablemente señal de que el sermón no interesa... hay que corregir rápidamente el rumbo y no persistir en la forma comenzada. Si el sermón ha sido de interés para la asamblea, ésta es capaz de guardar unos minutos de silencio reflexivo después de la homilía. En nuestra liturgia de la palabra y en nuestra liturgia eucarística faltan momentos de silencio, no porque no estén indicados en las rúbricas, sino porque no se observan en la práctica. 8) Uno debe producir el sermón a medida que habla: lo modifica, lo construye, reflexiona con el auditorio, hace como si fuera uno de ellos, inquiere como pastor, comprende, amonesta, se


pone en la piel del extraño (el de la calle, el no creyente), se cuestiona como un cristiano más. 9) El estilo de la predicación debería ser de tal tipo que permitiera la intervención de un oyente (aunque sólo fuera hipotéticamente) como pregunta o como discrepancia. Es de gran impacto encajar bien la intervención inesperada (si es esperada es muy fácil) con serenidad, con una invitación a reformular la pregunta o repitiéndola y explicitándola el mismo predicador para el resto del auditorio. Jamás debe uno sentirse herido, molesto, ponerse nervioso o ironizar, aunque se trate de una zancadilla. Repito que esto en ciertos ambientes no suele pasar, pero debería poder pasar si nuestras homilías fueran esto: homilías, conversaciones en familia. En la homilética de los Santos Padres los fieles a veces intervenían, y fundamentalmente conformaban el mismo tipo de asamblea que las de hoy. Hay muchas maneras de responder a la posible interpelación de un oyente: aceptar la corrección si se trata de una discrepancia y es justa, contestar con una explicación, invitar a una conversación privada en otro momento, permitir que el interpelante exponga su punto de vista, su experiencia, etc.. 10) El principio y sobre todo el final de la homilía deben estar bien preparados. Hay que evitar los principios demasiado trillados (frases de arranque estereotipadas, el santiguarse cada vez: ¿por qué hay que santiguarse si se ha hecho al principio de la misa? ¿No da la impresión de que va a comenzar un sermón clásico misional de estos que no tenían otro arranque por ser el principio de la reunión?). En cuanto al final, un aterrizaje seguro, sin andar divagando o, para seguir la metáfora, sin andar ' planeando durante minutos en busca de pista (cosa muy desagradable para todos) es de gran impacto. A veces un interrogante sin respuesta, una pregunta que invite a la reflexión es mejor que unas frases demasiado redondeadas.


Encuentro nº 5: LA LITURGIA y LA BELLEZA Sentido de fiesta. Fuerza seductora de lo simbólico. Recreando nuestra participación. Antes de pasar a la liturgia eucarística, vamos a hacer un alto en la reflexión, para descubrir algunos desafíos que nos presenta la liturgia en la actualidad:

1) Recuperar el poder atractivo de la belleza LITURGIA Y BELLEZA (Carlos del Valle Caraballo, SJ) En la película de La Misión, un misionero jesuita, el Padre Gabriel, se adentra en la espesura de una selva exuberante después de haber escalado la imponente pared rocosa de una gigantesca catarata armado únicamente con un oboe. Al llegar a un claro, en el que no se ve a ningún indio pero donde se los presiente expectantes, el P. Gabriel se sienta y, un poco tembloroso, comienza a tocar una melodía. De todos los rincones de la selva virgen salen guerreros armados hasta los dientes, pero sin intención de atacar. La música los ha conquistado sin violencia, y el asombro que les produce esa sensación placentera hace que vean al misionero no como a un enemigo, sino como a un hombre especial, comunicador de una belleza más que humana y portador de toda clase de bienes. Por la belleza de la música, al corazón, y de ahí a la apertura al Evangelio de Jesús. Con tiempo y esfuerzo, las primeras comunidades cristianas se irán multiplicando por los bosques amazónicos. Se me antoja que una causa del éxodo silencioso que vivimos en la Iglesia actual y que va vaciando nuestras comunidades es el extrañamiento e indiferencia hacia la liturgia, a la expresión y celebración pública de la fe en Jesucristo. Una liturgia que es percibida y considerada por muchos como sosa, descafeinada, formalista y sin alma, que «no dice nada», que deja indiferente a quien participa en ella. ¿Se trata, acaso, de celebraciones que han perdido su significatividad a fuerza de haber perdido belleza, a fuerza de haber admitido lo racional en ellas y de haber excluido lo afectivo-simbólico, el enganche sensorial que nos hace estar presentes con todo nuestro ser en una celebración y nos permite pasar de los signos al misterio? 1. El símbolo, entre el ser humano y Dios: El sentido último de la experiencia religiosa, el sentido último de lo que en el cristianismo llamamos «misterio divino», no puede ser dicho. La celebración simbólica permite decir al indecible, permite tocar lo intocable, relacionarme, en definitiva, con el totalmente Otro. La liturgia es, por lo tanto, mucho más que la celebración comunitaria del credo recibido y compartido; no nos podemos cansar de repetir que tiene que ver con una profunda experiencia simbólica de la fe. Aunque es evidente que lo litúrgico tiene que ver con un conocimiento, se trata sobre todo de un hacer, de un ser. La liturgia no forma enseñando o transmitiendo conceptos, sino que es realizando como nos educa en un comportamiento espiritual propio. 2. La belleza en la acción litúrgica: La liturgia, se quiera o no, es urghia, actio symbolica, es decir, una acción y esto supone un arte de celebrar que, la mayoría de las veces, los mismos liturgistas dan por descontado o minusvaloran como si fuera el hermano menor y descolgado de la teología litúrgica. Las acciones de Jesús fueron profundamente sanadoras y salvíficas, porque fueron las del buen pastor mesiánico, el pastor bello, que da su vida por las ovejas y es capaz de hacernos vivir las promesas de Dios, de hacernos experimentar el don de su amor incondicional. Por lo tanto, en el tiempo de la Iglesia, en este espacio-tiempo en el que vivimos, será sobre todo la acción litúrgica la que ha de ser bella, pues no es otra cosa que la actualización de la acción transformadora de Jesús. 3. Los frutos de la belleza: De lo dicho hasta aquí resulta que la liturgia es «bella» no por incluir mucha belleza artística en las celebraciones (arquitectura, escultura-imaginería, música, pintura, orfebrería, carpintería, floristería, coreografía, etc.), sino por constituir ella en sí misma una acción bella, es decir, por actualizar las acciones de Jesús en nuestro aquí y ahora. Nos podemos preguntar en qué medida los efectos de la belleza, que tradicionalmente son tres: alegría, transformación y orden (como experiencia), coinciden con los frutos o efectos de la liturgia: a) Alegría: La belleza, como la liturgia, es enigmática, es fuente de realidad y de vida, capaz de generar un derroche de sentido, de percepción sensorial, que nos produce asombro, delicia estética, alegría, gozo, agradecimiento, lo mismo que producían las acciones de Jesús en su época. En el relato que hace el evangelista Juan de las bodas de Caná, Jesús derrocha el agua de las tinajas convirtiéndolas en vino, lo que produce un exceso de alegría y asombro primero en el maestresala y luego en los comensales: Todo el mundo sirve primero el mejor vino, y cuando los convidados están algo bebidos, saca el peor. Tú,


en cambio, has guardado hasta ahora el vino mejor. Una alegría que nos hace sentirnos trasladados ya al Reino, al Reino de lo incondicionalmente bueno, justo, amable y bello. Al atardecer de un frío día de Navidad de 1886, el diplomático, poeta y dramaturgo Paul Claudel asistió a las Vísperas en la catedral de Notre-Dame, en París. Allí, de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía, escuchaba la música que envolvía a los fieles llenando las naves de intensa alegría. Cuando los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet entonaron el Magnificat, el agnóstico Claudel sintió una sacudida interior de alegría que cambió su vida para siempre: «¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!». Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí, y el canto tan tierno del Adeste fideles (Cristianos vayamos) aumentaba mi emoción». Claudel comprendió enseguida que muchos aspectos de su vida necesitarían retoques y ajustes, pero lo fundamental estaba hecho. Claudel no solo oyó cantos conmovedores, sino que, sumergido en el mundo de la belleza, sintió una alegría que le llegaba hasta los tuétanos del alma. Escuchando el Magnificat tuve la revelación de un Dios que me tendía los brazos y que le fue llevando al nivel de existencia en el que se abrazan naturalmente las opciones radicales y se consuman con júbilo las adhesiones personales por los grandes ideales y valores, entre ellos la fe. El acceso a la belleza se da por una cierta elevación. Nos vemos atraídos irresistiblemente hacia la belleza de la acción salvadora, pero sin que nos sintamos forzados o violentados en nuestro ser, sino con una alegría interna que no procede de este mundo y que hace todo más fácil, real y duradero. En su obra El idiota, Fedor Dostoievski, advierte que la belleza salvará al mundo. Se refiere a la belleza redentora de Cristo. Advertimos que, al entrar en contacto directo con la belleza, nos sentimos atraídos hacia lo más valioso. Tal atracción no es una mera efusividad sentimental; es la instalación personal en una región elevada. Beethoven confesó, en cierta ocasión, que a él se le había concedido vivir en una región de belleza inigualable, y la tarea de su vida consistía en transmitir a los hombres ese tesoro a través del lenguaje musical. b) Transformación: La liturgia, en su más humilde concreción, ya sea en una pequeña comunidad andina de mamitas que celebra la eucaristía a casi cuatro mil metros de altura en una sencilla capilla de adobe y madera, o en una iglesia de arquitectura cisterciense, confiesa siempre la transfiguración de la realidad a manos de la acción del Espíritu Santo, desvela la posibilidad de que el corazón humano se abra a una realidad distinta, se «convierta» y deje salir lo mejor de sí, en vez de lo peor de sí. Una liturgia que cuenta con la belleza en cualquiera de sus manifestaciones como si fuera «un ministro» más de la celebración, es capaz de realizar de un modo especial y casi único esta transformación, este proceso de metamorfosis de nuestras vidas que tiene como sujeto agente al Espíritu de Dios actuando en nosotros. ¿De dónde procede entonces este poder transformador de la acción litúrgica y de la música, o de lo bello en general? De la capacidad que tienen para transportarnos de un nivel de existencia a otro. La acción litúrgica, prolongación de la actuación de Jesús (no lo olvidemos), como la música, la pintura o el buen cine (aunque sin igualarse a ellos), produce experiencia, experiencia sensorial, nos introduce por inmersión en una realidad expresiva abierta que es portadora de verdad y fuente de nuevas posibilidades. c) Orden como experiencia o armonía: Para que algo sea hermoso tiene que ofrecer no solo una imagen de orden, sino que ha de producir una experiencia de orden. Y esta experiencia de orden puede convertirse en un ministerio de consuelo para el corazón de tanta gente desgarrada por horarios de trabajo demasiado exigentes, dedicaciones laborales que fragmentan la vida, o relaciones personales y familiares poco sanas o rotas del todo. El orden como experiencia que produce la liturgia puede ser interpretado como experiencia de armonía, de unicidad plena, de gracia, de equilibrio de cada una de las partes de mi ser, pero no en un equilibrio frío, entendido de modo calculado y racional, sino al modo del equilibrio que hay en el interior de la Trinidad que, imaginado en un movimiento como de danza, cada uno es más sí mismo cuanto más se retira para dejar que el otro sea el primero y más importante. La experiencia de orden que provocan la belleza y la liturgia serenan nuestra respiración, sosiegan nuestro espíritu y nos hacen definitivamente presentes a nosotros mismos, restituyendo nuestro lugar en la creación, llenándonos de respeto por todo lo que sentimos y por todo lo que existe. Normalmente, cuando estamos realmente presentes a nosotros mismos ante Dios, sentimos paz. Y esa paz es ya un modo extraordinario de experimentar un orden distinto dentro y fuera de nosotros mismos, que nos ayuda a adoptar la relación debida con nosotros, con los otros, con Dios y con todo lo creado. El orden como experiencia, en definitiva, es sentir que estás en tu sitio en la vida y notar que te inunda la paz.


4. ¿Puede haber algo en la liturgia que no sea bello?: Nada más bello que permitir que actores y ministros de la liturgia no inmovilicen las celebraciones de modo que estas puedan reflejar la belleza de la verdad interior de que son portadoras, nada menos que la Verdad del Logos. Una Verdad que, de ser convenientemente celebrada y asimilada por todos los que participan en la acción simbólica, nos irá haciendo libres también cuando estemos fuera de la iglesia. Entonces, ¿es que se puede inmovilizar la acción litúrgica? Pues la verdad es que sí. Se me ocurren algunas cosas que, tras lo dicho, y a modo de enumeración, pueden ahora resultar «muy feas» en la liturgia: -No ayuda a «celebrar la salvación» que nuestras celebraciones se conviertan en escaparates de oro, joyas, plata y telas de antaño. –No ayuda a dejar traslucir la belleza de Cristo confundir en una celebración solemnidad con rigidez, o comportamiento ritual con formalismo sin corazón. –Tampoco es bella una liturgia en la que todo se deja a la improvisación, o aquella otra en la que tanto el presidente como la asamblea son parcos en expresarse con símbolos o no creen del todo en ellos y los usan torpemente, tan solo «porque está mandado». –No tiene nada de hermoso utilizar ideológicamente la liturgia y convertirla en arma arrojadiza entre facciones eclesiales. –No es muy bonito que la excesiva atención hacia el significante (gestos ampulosos o inventados por el presidente de una celebración o los tonos y miradas de un lector) nos lleve a distraernos y no dejarnos «alterar» por la Palabra y las acciones del Cristo amado y celebrado. Y que cada fiel cristiano añada las que quiera con una sonrisa... pues no se trata de señalar con el dedo, sino de recuperar lo esencial en nuestras celebraciones, prolongando humildemente la acción de Jesús hasta que vuelva. CARDENAL GODFRIED DANNEELS, Atraídos por la belleza de la liturgia Celebrar bien la misa es fundamental. No es nada nuevo, pero subraya que la primera obra de evangelización es la liturgia. Si se celebra bien la liturgia, ejerce una fuerza de atracción, es evangelizadora por sí misma, y no hay que añadir nada más. Cuando propones la verdad puedes producir como reacción el escepticismo. ¿Qué es la verdad? En el fondo somos todos unos pequeños Pilatos. Cuando insistes en predicar la perfección moral puedes desmoralizar: Dios es bueno y perfecto, pero yo sé que no lo soy, y es inútil intentarlo. Lo que es hermoso, en cambio, desarma. Muchos obispos africanos y asiáticos me han hablado de los “prosélitos del umbral”… ¿Quiénes son? Son los polígamos, los no bautizados, quizá también los musulmanes que se asoman a la puerta de la Iglesia atraídos por la belleza de la liturgia. Sienten que está pasando algo… Los jóvenes aprecian una fe anunciada sin complicaciones, sin interminables preámbulos y “trucos” de pre-evangelización. Están abiertos a quienes dan testimonio de su fe cristiana en la libertad, sin tratar de convencerles con presiones. Son como pajaritos que se paran curiosos en el alféizar de la ventana. No hay que tratar de capturarlos. Los mismos sacramentos son un hecho visible, son gestos concretos, que se sirven de signos materiales. El signo es siempre visible, pero es siempre signo de algo no visible: lo sagrado que, a través del signo, se comunica. Ahí está la fuerza de la liturgia. Esta realidad no es perceptible cuando la liturgia se vuelve teatro, autocelebración construida por nosotros. Y justamente cuando sucede esto, la liturgia se vuelve algo pesado. No tiene sentido ir todos los domingos a la misma obra de teatro. Los signos sacramentales se presentan con la fisonomía de la humildad. Son sencillísimos, ordinarios, pobres: el agua, el pan, el vino, el aceite. No se trata de causar impresión, de proponer escenas con efectos especiales. La liturgia con sus gestos repetidos y discretos sugiere, es sugerencia de realidades invisibles cuyos efectos se ven. Y el sujeto de la acción litúrgica y sacramental es el propio Cristo. La acción litúrgica y sacramental no es una técnica publicitaria para influir, hipnotizar, plagiar. Análogamente, la presencia pública de la Iglesia no es por naturaleza asimilable a una manifestación de poder, o a una técnica para hacer presión sobre la sociedad. Vienen a la mente las palabras de Péguy de que Jesús vino para salvar al mundo, no para cambiarlo. Lo primero es ser salvados. Luego viene el cambio. El cambio no es la premisa, sino el efecto visible de la conversión interior. Y todo impulso para cambiar cristianamente el mundo puede resultar violento si no deja vislumbrar la ternura del Señor hacia nosotros. No somos nosotros los que obramos el cambio en nosotros mismos.

2) Recuperar el sentido de la fiesta y nuestra participación LOS SACRAMENTOS, CELEBRACIÓN Y VIDA, Agustín Cortés 1) LA LITURGIA ES FIESTA: Nuestra liturgia siempre es festiva, incluso cuando celebramos algo tan triste como, por ejemplo, la muerte de un ser querido, pues en realidad nunca celebremos su muerte, sino el triunfo de la resurrección de Cristo en él. Montar una fiesta es muy fácil. Conocemos, y podemos usar,


los resortes, los estímulos, que crean ambiente festivo, como por ejemplo, canciones, luces, adornos, gestos... Lo hacemos en todas las liturgias, dentro y fuera de la Iglesia. Pero nos engañaríamos, si pensáramos que, simplemente haciéndolo, ya hemos cumplido con el principio de que nuestra liturgia debe ser festiva. Tratándose de niños o jóvenes, a menudo quedamos satisfechos, cuando una determinada celebración “ha sido divertida y se lo han pasado muy bien”. Y ojalá hiciésemos muchas celebraciones con este resultado. Pero nos podemos engañar. En definitiva, la fiesta radica, nace, se sostiene en la vivencia del misterio. Tanto los elementos que usamos en la fiesta litúrgica, como la alegría que ella despierta, no son otra cosa que signo o parábola de un gozo mucho más profundo. El gozo profundo del cristiano es una de las manifestaciones de la felicidad que otorga el misterio de comunión y de amor que nos hace vivir el Espíritu. El misterio de comunión y de amor es un don inmenso: la alegría es como el papel bonito con el lazo de colores, que envuelve el regalo. Así, no sólo nos alegra poder vivir el misterio de comunión en la liturgia, sino también el hecho de que nos ha sido dado por amor. 2) LA LITURGIA COMO PARTITURA: Participación quiere decir implicación cordial, vital y consciente. Si decimos que la liturgia es acción, entendemos que quienes la celebran no se han de sentir sólo como sujetos pasivos. Es verdad que el hecho de estar regulada y establecida, puede dar la impresión de que la liturgia de la Iglesia sólo consiste en recibir lo que nos dan. En efecto, contiene fórmulas, rúbricas, textos y normas. A veces nos revelamos frente a ello, reclamando el protagonismo que ha de tener la asamblea, el celebrante, o el responsable de turno. No nos faltan razones: la liturgia es experiencia del Espíritu y el Espíritu no se sujeta a normas, sino que es creatividad y espontaneidad. Lo otro, decimos, es hieratismo y formalismo. Sin embargo, la cuestión no es tan simple. Es más profunda y rica. Escribe un monje de la comunidad de Bose: Podría compararse la celebración a la interpretación de una obra musical. Al principio hay una partitura. Todavía no es música, sino sólo un conjunto de signos en un papel. Será música en el momento en el que los músicos la hagan sonar. Pero los músicos no son el compositor: es una música que viene de otro y que los instrumentistas interpretan siéndole fieles, si bien con aquel margen de libertad y de toque personal que permite que la música del mismo compositor tenga diferentes interpretaciones según sus intérpretes. La comparación es adecuada. La liturgia no son las fórmulas, los textos o las normas, sino la acción de celebrar realizada por la comunidad. La asamblea actúa siguiendo lo indicado, pero haciéndolo personal, con su impronta particular. Un texto, un gesto, una acción, siendo los mismos cambian profundamente según la situación vital del que celebra: el Padre Nuestro suena diferente en un clima absolutamente festivo, o en una comunidad dividida, o en una asamblea preocupada por el pan de cada día. Hoy la liturgia deja muchos elementos a elección de quienes celebran. Pero, aun lo establecido, debe ser actuado poniendo en ello la vida y el corazón. Además, la “partitura de la liturgia” es también una obra creadora del Espíritu Santo, que la ha ido componiendo a lo largo de los siglos mediante su obra en la Iglesia, que celebra el misterio de la fe. El mismo Espíritu que anima hoy la asamblea que celebra es quien pone en sus manos el modo de celebrar, Él es el propio misterio de amor que se celebra; es el compositor, es la música y el intérprete. 3) EL HUMILDE SERVICIO DE LA LITURGIA: Hay que reconocer que la liturgia es una actividad muy tentadora para un vanidoso, un espacio muy goloso para quien le gusta exhibirse. De hecho, por propia naturaleza, es una acción pública, que además cuida las formas y trata de poner estas formas al servicio de la belleza. Está por ello rozando la línea del espectáculo. Pero, como le gustaba decir a C.S. Lewis, lo más sublime siempre está tocando lo más ridículo. Y así también podemos decir que nada más ridículo que una liturgia cristiana convertida en espectáculo y ostentación. Es por este motivo por el que hemos de revisar dos actitudes contrapuestas y que nacen de un mismo error. Por una parte, no aceptamos la postura de aquellos que no dejan participar a otros en un determinado servicio litúrgico, como si se hubiesen aferrado al “cargo”. Pero también, por otra parte, hemos de evitar aquella falsa humildad de quien no acepta un servicio en la liturgia, porque tiene miedo de exponerse a la mirada de todos. Ambas actitudes obedecen al mismo defecto de dar demasiada importancia a la persona que actúa en la liturgia. Más bien al contrario, en los servicios y ministerios de la liturgia el individuo concreto no tiene que contar para nada, sino sólo su función, su servicio. Eso sí: que lo haga bien. Este principio tan importante es descuidado muy a menudo. Así, cuando en la celebración, con toda la buena voluntad, encargamos un servicio a una persona sólo “por darle protagonismo o importancia” (para que “participe”); o, lo que es más grave, cuando aplicamos unos criterios de “protocolo”, que están bien para actos sociales, pero que no sirven en la liturgia, como por ejemplo dar preferencia “al más importante” o huir de un lugar señalado para no “darse importancia”... En la liturgia no se rinde homenaje más que a Jesucristo y, absolutamente todos, son siervos, sea cual sea el


lugar que ocupen o el oficio que hagan. La liturgia es uno de los lugares donde ejercemos la humildad más profunda: es acción, obra de Dios, y nosotros sólo somos sus siervos. En la liturgia, por tanto, los agentes están ahí gracias a un encargo: les llamamos por ello “ministros”. La virtud que les corresponde, es la humildad, que se define como aquella forma de amar, que nos permite estar donde toca estar, y hacer lo que se nos ha encargado. San Agustín lo sabía por propia experiencia: presidir, para un presbítero o un obispo, no es sino estar para los demás, más aún ser para los demás. Robert Cabié, La Misa, sencillamente Los cristianos que se reúnen son conscientes de que responden a una invitación... Lo hacen porque han atendido una llamada del Señor. Este hecho tiene que hacerse visible para que no lo olvidemos. Por eso la asamblea tiene un presidente, que está allí en nombre de Cristo. A veces se habla del «celebrante». Esta costumbre data de la Edad Media, en la que se tendió a dar al sacerdote una importancia casi exclusiva. Hoy volvemos al vocabulario que se utilizaba en los tiempos antiguos: el sacerdote no es el único que celebra, sino que él celebra como presidente. Es un bautizado como los demás, pero ha recibido la misión de manifestar la presencia de Cristo como cabeza de su cuerpo. Esta función nos muestra claramente que todo lo que vivimos en esta asamblea es un don de Dios, algo que recibimos y que no podemos obtener por nosotros mismos, especialmente por lo que respecta a la Eucaristía: es Jesús quien se da y nos arrastra tras de sí. Pero este don que recibimos pide una respuesta, y antes de la respuesta, un terreno favorable para acogerlo... Todos los miembros de la asamblea son actores de la celebración; algunos pueden ejercer algunas tareas peculiares, pero todos son verdaderos participantes y, desde su lugar respectivo, celebrantes: cada uno viene marcado y moldeado por toda su vida con sus alegrías, sus penas y sus compromisos, para ponerlo todo bajo la mirada de Dios y dejarse transformar por su gracia.

3) La liturgia y nuestra vida LOS SACRAMENTOS, CELEBRACIÓN Y VIDA, Agustín Cortés 1) LITURGIA Y VIDA: Cuando voy a un museo, miro un paisaje bonito, celebro un encuentro de amigos, me encuentro bien, aprendo, salgo estimulado para hacer frente a los retos de la vida, despierto los mejores sentimientos en mi interior, pero no puedo decir que hago todo eso, precisamente para sentirme bien, aprender o animarme. Hay un montón de experiencias en la vida, que se justifican por ellas mismas y que, cuanto más elevadas, menos se pueden buscar por su “utilidad”: gozan de aquel espléndido don, que llamamos “gratuidad”. Como todo cuanto pertenece a la experiencia de amor, la liturgia es gratuidad, se vive y basta, no es preciso buscarle otros objetivos. Si lo hiciésemos la adulteraríamos, la vaciaríamos de su valor más profundo. Y la vivencia del misterio no se puede instrumentalizar, no se puede “usar” para alcanzar otro objetivo que no sea ella misma. Por ello podemos decir que: -La liturgia no es “útil”, pero es absolutamente necesaria para la vida, pues no podemos vivir sin la gratuidad del amor y su celebración. -La liturgia no es una lección, pero es absolutamente necesaria para saber quién es el Dios de Jesucristo: experiencia antes que idea, celebración antes que reflexión.-La liturgia no es un rato de “pasarlo bien”, pero nos es necesario experimentar el gozo de creer y de alabar al Dios que nos ama. 2) LA LITURGIA, PREGUSTACIÓN DE VIDA ETERNA: Hemos insistido repetidamente que la liturgia tiene que estar arraigada en la vida concreta, histórica, personal y comunitaria. Pero, una vez sumergidos en la atmósfera de los signos, de los cantos, del espacio, del lenguaje litúrgico en general, tenemos la impresión de que la liturgia nos acerca al cielo. Ha de ser así. Y lo decimos bien convencidos, si sabemos que aquel arraigo a la vida y a la historia no contradice este acercamiento al cielo, sino, al contrario, lo exige. Nuestra vida y la historia, de hecho, tienen en el cielo su conclusión. Más aún, hemos de decir que, si la liturgia no nos acerca al cielo, no sirve para nada. Al respecto conviene recordar que la literatura cristiana, desde la misma Sagrada Escritura, cuando ha querido expresar o describir la vida de la gloria en el cielo, no teniendo al alcance otros conceptos y otro lenguaje más adecuado para hacerlo, ha usado imágenes litúrgicas. Así, la llamada literatura apocalíptica. El libro del Apocalipsis es en eso un modelo: en el cielo hay asambleas de fieles bien dispuestas, cánticos, voces, luces, presidencia y ministros, movimiento de los personajes, música, incienso, palabras, vestidos. En el fondo lo que espontáneamente pensaban los autores de esta literatura era que “en el cielo hay que vivir algo parecido a lo que vivimos en nuestra liturgia”: al fin, la liturgia cristiana es una pregustación del cielo. Para cambiar el presente, hacer avanzar la historia, mejorar la persona y la sociedad, no nos basta con pensar o imaginarse un mundo mejor. Tampoco es suficiente poner en marcha estrategias de transformación y


calcular bien los resultados. Sobre todo, lo que necesitamos es hacer ya experiencia del futuro, que adivinamos como nuestra plenitud y nuestra felicidad. Podríamos decir que, quien no “prueba” nunca el cielo, no puede avanzar él ni hacer avanzar el mundo. Porque sólo la experiencia profunda del gozo futuro garantiza que vayamos por buen camino y que realmente crecemos hacia una plenitud. El Señor nos atrae desde el futuro con pequeños regalos, pequeños momentos de alegría serena. Y la liturgia quiere ser para ello un buen instrumento en sus manos. “Ven, señor Jesús”.

4) El valor y la necesidad del silencio LOS SACRAMENTOS, CELEBRACIÓN Y VIDA, Agustín Cortés LA LITURGIA: ELOGIO DEL SILENCIO: Puede resultar extraño el hecho de hacer aquí un elogio del silencio, cuando la liturgia es toda ella expresividad, lenguaje, “palabra” en sentido amplio, y comunicación. Pero lo hacemos con plena conciencia. Por dos motivos fundamentales: porque el silencio también es expresión, lenguaje, palabra y comunicación; y, además, porque todo lo sensible, que la liturgia utiliza para comunicar, ha de nacer de una interioridad, que se cuece en el silencio. Hacemos aquí una apología del silencio, pero no de cualquier silencio. A veces el silencio de la asamblea, que no canta, no responde, no interviene, es un verdadero sufrimiento para el celebrante: tiene la impresión de que no hay nadie, sólo las paredes, unas estatuas... De hecho hay silencios que provienen de la timidez (quienes tienen miedo a expresarse), los hay que son efecto de la ignorancia (no saben qué hay que decir), los hay que nacen de una disimulada “aristocracia” (responder, cantar, con los otros sería rebajarse), los hay que se alimentan de un individualismo poco cristiano (“es mi devoción”). Estos silencios, naturalmente, no merecen el elogio a la liturgia, no tienen lugar en ella, le son contrarios, pues no sirven a la expresión y la comunicación. En el otro extremo de los silencios negativos, encontramos liturgias que son un ruido continuo. En ellas no hay lugar para la introspección o la plegaria contemplativa. Un momento de silencio nos pone nerviosos, no sabemos qué hacer de él, queremos rellenarlo con música, un canto o palabras. Posiblemente no hacemos silencio, porque le tenemos miedo, porque huimos de todo cuanto nos hace encontrarnos a nosotros mismos. Hacemos elogio del silencio precisamente, porque es condición de la verdadera comunicación. El silencio nos permite recuperar la interioridad. También la interioridad de la asamblea. Desde ella comunicamos al exterior nuestra verdad, lo que somos y vivimos verdaderamente. El silencio nos ayuda a salvar la distancia entre lo que se expresa y lo que se siente dentro. Nos libera, por lo tanto, del formalismo, la teatralidad, el falseamiento. Y sobre todo, el silencio en la liturgia es el momento para la asimilación y la contemplación de aquello que se ha vivido exteriormente. La asimilación personal y la contemplación son un paso necesario para la “verdad”, la autenticidad, de nuestra liturgia. Un silencio oportuno de toda una asamblea en un momento determinado de la celebración puede ser una maravillosa expresión de que la comunidad reunida comparte un mismo corazón. Pablo D`Ors Estamos bombardeados por tantas palabras, imágenes y sonidos que si no creamos un espacio de acogida, en lugar de construirnos nos destruirá. El silencio no es otra cosa que la capacidad de acogida. Estamos en una cultura de la extroversión -volcados hacia fuera-, y precisamente por eso es importante mirar hacia dentro, volver a casa, porque el ser humano es también interioridad. Me gustaría que hubiera más silencio en las liturgias, que no hubiese tanta palabrería. Creo que hay demasiado verbo. El primer problema de nuestra sociedad occidental es el ruido, la prisa. Estamos bombardeados por palabras, imágenes y sonidos. Pero solo en la medida en que pasan por el tamiz del silencio nos pueden construir. De lo contrario nos aturden, nos destruyen, se convierten, simplemente, en recursos para la locura. Confundimos vida con vitalismo, con frenesí. En la medida en que te escuchas a ti mismo te capacitas para escuchar a los demás. Si además eres creyente, también para escuchar a Dios. Las tres escuchas, Dios, los demás y uno mismo, son la misma escucha, de igual forma que la confianza en Dios, en los demás y en uno mismo es la misma cosa. No puedes decir: 'Confío en Dios, pero no en los demás', no funciona así. John Main Parte del problema del debilitamiento de la religión en nuestros días se debe a que la religión usa palabras para sus oraciones y rituales. Pero esas palabras sólo pueden estar cargadas de sentido si surgen del espíritu, y el espíritu requiere silencio. Todos necesitamos usar palabras, por supuesto, pero para poder usarlas y que cumplan su fin, necesitamos estar en silencio. La meditación es el camino hacia el silencio. Estar en silencio con otra persona es una expresión de profunda confianza y seguridad; es sólo cuando nos


falta seguridad que nos sentimos urgidos a hablar. Estar en silencio con otra persona, es realmente estar con esa otra persona. Nada revela más dramáticamente la falta de autenticidad, que un silencio que no es creativo sino temeroso. Lo que debemos aprender es que no tenemos que crear el silencio. El silencio está allí dentro de nosotros. Lo que hemos de hacer es, simplemente, entrar en él, silenciarnos. El propósito de la meditación y su reto es permitirnos estar lo suficientemente silenciosos para permitir que este silencio interior emerja. El silencio es el lenguaje del espíritu. Anónimo: La semilla del silencio La semilla del silencio ha sido ciertamente sembrada en nuestros corazones. Todos sin excepción tenemos una interioridad y estamos llamados a cuidarla. La vocación de todo hombre es activa y contemplativa. La llamada a la oración es universal, no el privilegio de unos pocos. No meditamos para ser aristócratas del espíritu, sino para crecer en humanidad. Ahora bien, el futuro de esa semilla depende de cómo sea nuestra respuesta. La semilla del silencio puede caer en el camino de nuestra conciencia, sí, pero ser devastada por nuestras heridas del alma o sombras, que inevitablemente aparecen cuando nos silenciamos. El peso de nuestro pasado puede ser tal que nos rindamos y, en consecuencia, abandonemos la meditación. La culpa (nuestra enfermedad ante el pasado), o el miedo (nuestra enfermedad ante el futuro) pueden ser muy profundos y, por ello, difíciles de purificar. Pero la semilla del silencio puede caer también entre las rocas y allí, con el tiempo, secarse por falta de humedad. Sí, podemos ser inconstantes; y difícilmente podrá crecer esa pequeña semilla sin el agua de la práctica diaria, como tampoco podrá hacerlo si nos dejamos vencer por el peso de las múltiples preocupaciones que diariamente nos acechan. Por experiencia propia sabemos que si estamos demasiado enredados en los asuntos de este mundo difícilmente conseguimos concentrarnos algún minuto durante la meditación. El silencio, por otra parte, va simplificando nuestra vida. Si continuamos enganchados al tabaco o a la bebida, al sexo o a los placeres de la comida, al cine o la televisión, su eficacia quedará contrarrestada y la semilla luchará por crecer como pueda entre otras hierbas y espinos. Las cosas de este mundo no son malas, es malo nuestro apego a ellas. Apegarnos significa que las constituimos en fines, no en medios. Sin ejercitarnos en el desprendimiento –lo que en el lenguaje clásico se llamaba ascesis-, difícilmente seremos meditadores. Meditar no es tirar de la semilla hacia arriba, a ver si así crece más deprisa, sino limitarse a cuidar la tierra: levantarse cada mañana y regarla. Lo difícil no es meditar, sino querer meditar. Basta sentarse con un corazón puro, eso es todo. Basta entenderse a sí mismo como campo de cultivo. Franz Jálics Según la espiritualidad benedictina, se describe la meta del camino espiritual como «caminar en la presencia de Dios». Pero, como vivimos intensamente en el pasado y en el futuro, debemos aprender a permanecer en el presente. Estar constantemente atentos al presente nos llevará a la presencia de Dios. Dios existe. Está dentro de ti, en tu presente, en la realidad que te rodea. En Él vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser. Nos habla en nuestro interior, el reino de Dios está dentro de nosotros. No solo habla con palabras humanas, nos habla a través del silencio, a través del ser que no puede expresarse con palabras. Su palabra viva es la realidad misma. Si penetramos nuestra realidad nos encontramos con Él en forma directa.

5) El arte de celebrar Luis Fernando Álvarez González SDB, EL ARTE DE CELEBRAR Y DE PARTICIPAR 1) El arte de celebrar: La liturgia es para celebrarla no para explicarla. El arte de celebrar consiste en saber presidir, saber animar, saber conducir el orden de los ritos, de modo que en la acción celebrativa se vea, se escuche, se sienta el perfume, se toque, se guste y saboree el Misterio de Cristo. 1. Saber presidir la celebración es remitir y representar a Jesucristo, con humildad, con discreción, con el ejemplo, con las palabras, con los gestos, con la piedad sólida no improvisada, con la actitud orante. Llenar la celebración hasta los bordes de la Presencia del Señor, con sencillez y autenticidad, sin afectaciones ni exageraciones. Siguiendo los libros litúrgicos, conocidos y utilizados con sabiduría. 2. Saber animar el antes y el durante de la celebración significa ser y hacerse el alma de la Asamblea celebrante. Con muy pocas palabras. Haciendo hablar a los ritos, a los silencios, articulando sabiamente los ritmos de cada celebración, seleccionando los cantos, los diversos textos oracionales. Coordinando el trabajo del equipo de colaboradores y encomendando las diversas tareas: lectura de la Palabra, música y canto, servicio al altar, etc. Supervisando que todo esté preparado y ensayado.


3. Saber conducir la participación discreta pero eficazmente; no con la técnica, sino con el testimonio, transmitiendo interioridad y orientando hacia el misterio celebrado. Preparando el paso de la celebración a la vida. O sea, el después de la celebración. Como se deduce sin mucha dificultad el arte de celebrar está estrechamente relacionado: 1º Con la organización creativa del horario, de manera que facilite la presencia de todos; se dé todo el tiempo necesario para celebrar con calma; y se establezcan espacios de tiempo para ensayar y revisar. 2º Con la disposición adecuada del lugar de la celebración: noble, sencillo, bello, ordenado, conveniente para celebrar y para orar personalmente. 3º Con la preparación personal de cada hermano: acudiendo puntualmente (mejor con algún minuto de adelanto), vestido para la ocasión, con su parte ensayada o preparada (lectura, salmo cantado, homilía, moniciones, etc.). Dando importancia sobre todo al hecho de que la mejor preparación para la oración común es la oración personal. 2) El arte de participar: La participación es el núcleo esencial del culto cristiano: la ofrenda de la propia existencia al Padre y en el servicio a los hermanos por Cristo, con Cristo y en Cristo. El arte de celebrar está al servicio del arte de participar. Solo una liturgia que nos cambia la vida y nos hace santos vale la pena. El arte de participar debe preocuparse ante todo de los cinco sentidos del corazón, verdadera puerta de acceso al Misterio de la liturgia bien celebrada, viva y vivida: a) Aprender a ver la liturgia con ojos nuevos. El misterio de Dios invisible se nos hace patente en lo que ven nuestros ojos en la celebración. Eso quiere decir que lo primero es ver, después, en un segundo momento, entender; finalmente, creer. Más aún, si el significado de lo que se ve no nos entra por los ojos no lo entenderemos del todo bien. b) Aprender a hacer silencio para escuchar en la liturgia. Toda celebración con su lenguaje verbal y no verbal nos habla. La liturgia es una verdadera escuela donde se aprende a escuchar con el corazón, a acoger e interiorizar la Palabra. Pero si la Palabra no se oye, porque el micrófono no funciona o el lector no lo hace bien, o sencillamente preferimos otras voces, será muy difícil llegar a ser Iglesia discípula. c) Aprender a percibir en la liturgia el buen olor de Cristo. Cuando celebramos “somos el incienso que Cristo ofrece a Dios” (2 Co 2,15). En la liturgia el perfume del aceite de los enfermos, de los catecúmenos, del crisma, del incienso, de las flores, de las velas encendidas, desvía la atención del cuerpo de los creyentes para concentrar todo el interés de la asamblea sobre la presencia del Cuerpo del Señor. En el Nuevo Testamento el buen olor y la fragancia están relacionados con la ofrenda sincera de sí mismo, a ejemplo de Jesucristo. d) Aprender a dejarse afinar por la liturgia. El Espíritu toca en la celebración el arpa de nuestro ser con las cuerdas de la sensibilidad; pero hay que aprender a dejarse afinar por la liturgia. Tocar a Dios y dejarse tocar por Él. En todas las celebraciones litúrgicas somos tocados por la gracia y, lo que es todavía más importante ¡tocamos el Misterio de Dios con nuestras propias manos! e) Aprender a comer y gustar el Pan de vida en la liturgia. En la celebración se come y se bebe; pero hay que aprender a acoger al Señor y entrar en comunión plena con Él en la liturgia: Comer pan con otros y beber vino con otros ha sido asumido por Jesucristo como signo eficaz para expresar la donación total de su Vida y realizar la unidad de todos los miembros de Cuerpo. Es muy importante, desde la perspectiva de los signos en la que se desarrolla la celebración, que la asamblea participe “del Cuerpo del Señor con Pan consagrado en esa misma Misa” y con el Cáliz de la Sangre del Señor, para que la comunión aparezca más claramente como participación en el sacrificio que se realiza en ese momento. Comulgar con formas consagradas en otra Misa y conservadas en el sagrario para la comunión de los enfermos deteriora la expresividad simbólica de la celebración y la verdad del signo (de hecho, ¡el sacerdote no lo hace!). El Misal acentúa la importancia de que el pan aparezca verdaderamente como alimento (en su color, sabor, consistencia, tamaño adecuado). CONCLUSIÓN: Para concluir, es preciso superar algunas actitudes que son un serio obstáculo a la participación litúrgica, como la superficialidad espiritual y el rubricismo. Sin una seria vida interior personal, las celebraciones litúrgicas se vacían y el Misterio de Cristo no llegará a tocar el corazón y la vida del cristiano. Tendremos celebraciones carentes de atractivo, lastradas por la rutina y sin belleza alguna. La belleza de la celebración litúrgica no depende, por tanto, de una simple estética, sino de su capacidad de transparentar el misterio de Cristo, su gesto de amor presente en la liturgia. En cuanto prolongación y actualización de los gestos del Señor, la liturgia tiene su belleza en sí misma. La verdadera belleza es el amor y la santidad. Cuando nuestras celebraciones son capaces de reproducir y expresar en palabras, ritos, en canto, y orden de los elementos, en el silencio, en la oración sentida, ese amor “hasta el extremo y ese hacer en recuerdo y a ejemplo del Buen Pastor que se entrega, serán verdaderamente bellas.

6) Recuperar el valor simbólico de los objetos, lugares y gestos de la liturgia LOS SACRAMENTOS, CELEBRACIÓN Y VIDA, Agustín Cortés


1) LA LITURGIA Y EL LENGUAJE DE LAS COSAS: Cuando colgamos un cuadro en la pared, ponemos una flor, envolvemos un regalo, ponemos la mesa de una determinada manera, colocamos una luz en el lugar que nos parece adecuado, nos engalanamos con un vestido según la ocasión, colocamos un mantel u otro, estamos haciendo liturgia casera. Y en esta liturgia proyectamos nuestro sentido estético, creamos belleza al servicio de la experiencia que queremos provocar y compartir. Para entender qué es la liturgia en la Iglesia conviene que profundicemos un poco en esta conducta más cotidiana. Lo que hacemos es manejar cosas, objetos. Pero lo hacemos de tal manera que los convertimos en lenguaje, les hacemos hablar, los cargamos de significado. Esta acción de hacer hablar las cosas consiste en sacar de ellas toda su capacidad de comunicar belleza. Mediante esta comunicación provocamos una determinada experiencia en los otros: bienestar, gozo por la compañía, agradecimiento, alegría. Es esta experiencia lo que nos interesa de verdad, a pesar de que casi nunca la explicamos de palabra. Queda como una especie de misterio escondido y que hay que vivir, más que explicarse con razonamientos y discursos. Sólo falta que los otros, una vez recibida la comunicación, tengan la suficiente sensibilidad como para “entrar” en esta experiencia y compartirla. Pensemos en las cosas que usó Jesús para provocar la experiencia de su amor, como el pan y el vino que, en sus manos son cosas que hablan y comunican presencia, se hacen gesto de su propio amor, muriendo y resucitando por nosotros. Fue la primera liturgia cristiana. 2) LA LITURGIA Y EL LENGUAJE DEL CUERPO: En la liturgia las cosas hablan, no por ellas mismas, ya que son mudas, sino porque las hemos tomado, transformado, y colocado en un lugar significativo. Es nuestra acción lo que las hace hablar, al llenarlas de sentido. Empapadas de nuestro espíritu, son realmente otra cosa, como el pan y el vino en las manos de Jesucristo. Más todavía que las cosas, nuestro propio cuerpo también habla en la liturgia. Él es lo más cercano al espíritu: es su vivienda natural y su vehículo de expresión normal. A veces parecería que, en la liturgia, olvidamos el cuerpo en la calle, o que no lo llevamos con nosotros. Este olvido resulta un serio obstáculo para la liturgia y su participación personal en ella. Sólo se nos pide que pongamos espíritu en nuestro cuerpo, para que éste no permanezca mudo. Quien cree y trata de vivir el misterio que celebramos, es la persona que también es cuerpo. Dios se procuró también un cuerpo para amarnos más de cerca. No es indiferente ir vestido de una u otra manera, sentarse en un lugar u otro, con los otros o solo, saludar con un gesto o no, caminar en procesión o no, levantar las manos o dejarlas quietas, tomar o recibir la comunión, hacer una inclinación o una genuflexión o no hacerla. Todo habla y todo comunica; todo hace comunión y todo identifica. Nos hacemos presentes y nos comunicamos con nuestro cuerpo. 3) LA LITURGIA Y EL LENGUAJE DE LOS GESTOS: La liturgia no es una representación de actores que hacen cosas y hablan y de un público que mira. Se trata, más bien, de una acción que hacemos todos los que participamos en ella. Para ello, es preciso entrar, sentirse implicado en lo que se hace. El gran reto es alcanzar el amor de Jesús que renueva, fortalece, establece comunión de vida, perdona y reconcilia, a través de signos y gestos. No basta simplemente con usar los signos más adecuados a la sensibilidad de la gente para que los entienda y quede impresionada. Es preciso la apertura a Jesucristo que haga posible la comunión efectiva. No todos entran en la liturgia, porque no todos respiran su aire. Ni siquiera todos los que dicen que les ha gustado han entrado verdaderamente en la liturgia. El disfrute y la alegría profunda se alcanza en la comunión de vida que ella ha hecho posible. Tarea para el mes: Fecha de entrega: lunes 19 de septiembre: 1) Elegir uno de los 6 puntos del apunte, para desarrollarlo más con tus palabras y proponer alguna acción concreta en el Seminario para fortalecer ese aspecto de la liturgia. 2) Elegir otros 2 de los 6 puntos del apunte y explica cómo podrías aplicar uno en una parroquia de una ciudad y el otro en una parroquia rural. 3) En grupos de 2 compañeros, leer el subsidio y realizar un comentario de cada punto con alguna cita bíblica que explicite el sentido de ese objeto, lugar o postura sagrada.


OBJETOS y LUGARES SAGRADOS 1. Las vestiduras litúrgicas: El revestirse implica una renuncia del hombre viejo, un cambio exterior (símbolo del interior) signo del hombre nuevo, una purificación, una nueva dignidad que asume el ministro. Ellos no actúan como personas particulares en la liturgia, sino como ministros de Cristo, revestidos del Señor Jesucristo y de la Iglesia. Ellos no son dueños sino servidores de este misterio de comunión de Dios y su Pueblo. Estos vestidos los distinguen sin separarlos del pueblo. Contribuyen a decorar y resaltar el tono festivo y el aprecio a lo que celebramos. Dice el Misal: Como hay diversidad de ministerios hay también diversidad de vestidos. 2. Templo: Los cristianos no dieron tanta importancia al lugar como a la comunidad, al contrario de los judíos y paganos. Hablan de domus ecclesiae (casa de la comunidad) más que de domus Dei. La razón de ser de la construcción de templos es la necesidad de un recinto adecuado para la asamblea litúrgica del pueblo de Dios, con ministros jerarquizados y los fieles participantes activos. Primeramente, los cristianos usaron salas dignas bien iluminadas. La construcción de templos comenzó en el siglo IV. El templo cristiano es imagen de la Jerusalén celestial. Es el lugar que prefigura en la tierra el encuentro de los redimidos, presididos por Cristo, Cabeza de la Iglesia, en la casa del Padre. Es ante todo un espacio sagrado significativo: es Casa de Dios y Casa del Pueblo cristiano. La estructura arquitectónica del edificio debe reflejar en sí misma su destino social y sacral, ser apta y digna para el culto público. “El edificio de piedras materiales es signo visible de aquella Iglesia viva o edificación de Dios formada por ellos mismos” (rito de dedicación), a la vez que lo es también del Templo celestial, el Santuario definitivo hacia el que la comunidad va caminando en su existencia temporal. El pueblo de Dios, que se reúne para la Misa, tiene una ordenación coherente y jerárquica, que se expresa por diversos ministerios y acciones en las distintas partes de la celebración. Por lo tanto, es necesario que la disposición general del templo, en cierto modo, evoque la asamblea congregada, permita la colocación ordenada de todos y favorezca la correcta ejecución de cada una de las funciones. (Normas del Misal Romano No 257). El hombre contemporáneo huye de los ritmos alienantes de su vida laboral. Y huye no solo para no pensar, sino para buscar un sentido. Entrar en una iglesia o en un monumento religioso es, pues, entrar en un espacio «diferente», definición misma del espacio «sagrado». Y lo «sagrado» existe para dar sentido a lo que está «ante el templo» (pro-fanum). Por eso el turista de hoy entra en ese espacio que está «fuera del mundo» para encontrar «el sentido del mundo» o, al menos, «un sentido en su propio mundo». No solamente el turista, sino también los habitantes de la misma ciudad ven en sus propios monumentos religiosos un lugar de identidad. «Monumento» significa «memoria». Por eso el monumento religioso es un imán para el hombre, pues su memoria se borra al ritmo de la web. Es como si la identidad «líquida» de nuestras sociedades buscase las piedras del monumento para encontrar por fin una forma. (Jean-Paul Hernández, sj) 3. Puerta: Se encuentra entre el exterior y el interior, entre el mercado y el santuario, entre lo que pertenece al mundo y lo que pertenece al Dios sagrado. Cuando atravesamos la puerta, ésta nos incita a dejar afuera pensamientos, deseos, preocupaciones, curiosidad, vanidad, porque no les corresponde entrar. Dejar afuera todo lo que no es sagrado. Purificarnos para penetrar en el santuario. ¡No deberíamos pasar precipitadamente por la puerta! Deberíamos atravesarla con cuidado y abrir nuestro corazón para que perciba lo que ella dice. Incluso detenernos previamente un poco, si es posible sin molestar a otros, para que nuestro pasaje llegue a ser un paso de purificación y recogimiento. Pero la puerta todavía dice más. Cuando atravesamos la puerta levantamos instintivamente cabeza y ojos, elevamos la mirada y la extendemos en el espacio; el pecho se nos abre, el alma se nos agranda. El recinto superior de la iglesia es una imagen de la eternidad infinita, del “cielo” en donde Dios habita. La puerta conduce al hombre hacia este misterio. Ella dice: libérate de todo lo que es limitado e inquieto, desecha lo que rebaja. ¡Extiende el pecho, levanta la vista! Este es templo de Dios y una semejanza de ti mismo, un vivo templo de Dios. 4. Nave: Parte central de la iglesia, desde la puerta de entrada hasta el espacio del presbiterio. Está destinado a la comunidad, al pueblo sacerdotal que celebra la liturgia bajo la presidencia del ministro que representa a Cristo. Su nombre hace referencia a que todos nos encontramos embarcados, en la nave de Pedro, en medio de este mundo, hacia la Jerusalén Celestial. 5. Presbiterio: Es el lugar de quien preside y de los ministros. Debe destacarse sobre todo el edificio y ser centro de convergencia de toda la asamblea. Tendrá que contar con una conveniente elevación sobre el espacio destinado a los fieles y ser apto y digno para el altar, la sede presidencial y el ambón. Diferenciado, aunque no separado de la nave.


6. Sede: Es el lugar propio de la autoridad del que enseña, del que tiene autoridad. Es el lugar que representa a Cristo Rey-Pastor-Servidor (munus regendi). Es importante que esté colocada en un lugar en que se haga posible la comunión entre el sacerdote y la asamblea de los fieles, no sólo en los diálogos sino en toda la celebración. 7. Ambón: Es el lugar litúrgico destinado a la proclamación de la Palabra de Dios. Representa a Cristo Profeta (munus docendi) Con el altar y la sede del presidente, se lo considera un polo simbólico y de atención dentro de la celebración. La dignidad de la palabra de Dios exige que en la iglesia haya un sitio reservado para su anuncio, hacia el que, durante la liturgia de la palabra, se vuelve espontáneamente la atención de los fieles. Un lugar elevado, fijo, dotado de la adecuada disposición y nobleza, de modo que corresponda a la dignidad de la Palabra de Dios y al mismo tiempo recuerde con claridad a los fieles que en la misa se prepara la doble mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo. Conviene que sea un atril estable, no portátil. Desde el ambón se proclaman las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual; pueden también tenerse desde él la homilía y la oración universal u oración de los fieles. Es menos conveniente que ocupen el ambón el comentarista, el cantor o el director del coro, ya que se lo reserva a la proclamación de la Palabra. 8. Altar: Es el lugar del sacrificio y del banquete eucarístico. Representa a Cristo Sacerdote (munus santificandi). Debe ocupar el centro hacia el que espontáneamente converja la atención de toda la asamblea de los fieles. Los elementos necesarios para la celebración deben ser llevados oportunamente al altar y retirados cuando resultaren innecesarios. Esta limitación nos hace presente el debido respeto al altar, sobre el que sólo deben colocarse los elementos del sacrificio (pan, vino y agua) y el libro. El altar es el objeto más digno e importante del templo. Todo en el templo lleva al altar, hasta la arquitectura, porque él es el centro del culto. El altar “es ara del Sacrificio, mesa del banquete eucarístico, símbolo de Cristo, e imagen del Cuerpo Místico”. En la ceremonia de la consagración se dice que es “Cristo mismo”. Por eso se lo besa en algunos momentos, se lo inciensa y se procura que sea lo más digno posible. 9. Sagrario: Es el recinto donde se guarda la Eucaristía después de la celebración, en un ambiente que facilite la oración personal fuera de la celebración. Por lo que sería más conveniente colocarlo en una capilla separada. La finalidad de la Reserva es, en principio, posibilitar la comunión a los enfermos y, en segundo lugar, venerarla en un lugar digno. Según los documentos, las hostias para la comunión deben ser consagradas en cada misa para los que van a comulgar; y se recurriría a las guardadas en el sagrario por vía de excepción, es decir si faltaran las necesarias. La ubicación del Sagrario debe favorecer la atención principal de la asamblea en la celebración orientada siempre hacia el altar que, en ese momento, es el centro del Templo. ACTITUDES CORPORALES Como ser social, el hombre necesita signos y símbolos para comunicarse con los demás, mediante el lenguaje, gestos y acciones. Lo mismo sucede en su relación con Dios (CEC 1146). Para promover la participación activa de los fieles se fomentarán acciones o gestos y posturas corporales (SC 30). En la celebración litúrgica expresamos nuestros sentimientos ante Dios y la comunidad, no sólo con palabras y símbolos, sino con la riqueza expresiva del lenguaje de nuestro cuerpo. Uno de los criterios fundamentales que recuerda el Misal es que toda la comunidad adopte una postura uniforme: es un signo de comunidad, de unidad de la asamblea, ya que expresa y fomenta la unanimidad de todos los participantes (IGMR 20). 1) De pie: Estar de pie es una característica distintiva del hombre, el “homo-erectus”: postura vertical, símbolo de su dignidad como rey de la creación. Levantarse en presencia de otras personas, permanecer levantado ante las mismas como prueba de honor y respeto, es, en muchas culturas, una expresión de respeto. Signo de atención y vigilancia, de disponibilidad y prontitud. Quien esta de pie está disponible y puede ir hacia aquí o hacia allá, puede realizar sin demora un encargo. Es un signo dinámico. Es símbolo de libertad de movimiento. Es la postura de oración más clásica y más antigua de los cristianos de los primeros siglos. Es la actitud más normal u ordinaria en la liturgia. Expresa la naturalidad y confianza del hijo ante su padre. 2) Sentados: Expresa sosiego, recogimiento y contemplación, atención a lo que se lee o se escucha. Es una actitud de descanso, de estar en paz, distendidos, presenciando algo o en actitud de espera; es la postura que más favorece a la concentración y a la meditación. La comodidad del cuerpo ayuda a esa


concentración en lo que se hace. Es la actitud del discípulo frente al maestro. Se subraya así, el sentido de receptividad, de escucha concentrada, de pausa y meditación, de interiorización de la comunión recibida. 3) De rodillas: Es una actitud que expresa humildad y dependencia, arrepentimiento y petición de perdón, pequeñez y limitación. Es la postura más espontánea de adoración y de súplica. Es la postura clásica para la oración personal y privada. Orar de rodillas nos ayuda a reconocer nuestra pobreza ante Dios y sentirnos pequeños en su presencia. 4) Inclinación: Inclinar la cabeza o el cuerpo es un gesto muy común para expresar humildad, respeto y reconocimiento de la superioridad de otro. A modo de reverencia, se realiza este gesto ante el altar y en diversos momentos para expresar respeto y humildad. 5) Postración: Es un signo claro de humildad y suplica, expresa un profundo sentimiento de indignidad. 6) Caminar: Es la expresión de la vida cristiana como un camino hacia el Padre. Supone que la comunidad: “Sale de un lugar”, abandona una situación y un estilo de vida, se convierte. “Camina en unión”, unos con otros en fraternidad. “Con una intención”, es un caminar significativo que compromete la vida del cristiano. “Hacia una meta”, que puede ser un santuario, o el altar para la comunión. ALGUNOS GESTOS DEL MINISTRO: El cuerpo es instrumento y expresión del alma. Ella habla en cada línea, forma y movimiento del cuerpo. Pero, en modo particular, lo hace a través del rostro y de las manos. La celebración litúrgica comprende signos y símbolos que se refieren a la creación (luz, agua, fuego), a la vida humana (lavar, ungir, partir el pan) y a la historia de la salvación (los ritos de la Pascua). Insertos en el mundo de la fe y asumidos por la fuerza del Espíritu Santo, estos elementos cósmicos, estos ritos humanos, estos gestos del recuerdo de Dios se hacen portadores de la acción salvífica y santificadora de Cristo. (CEC 1189) Por lo tanto, durante la celebración litúrgica, quien la preside debe tener muy en cuenta cada gesto. Así, debe buscar que su corazón acompañe el simbolismo propio de la acción, y que cada gesto refleje en sí aquello que quiere significar. El ministro recoge en su persona una doble significación: por un lado asume los mismos sentimientos de Cristo y repite sus gestos en oración hacia el Padre; y, por otro lado, representa también a toda la comunidad de la Iglesia. Todo el ministro se vuelve gesto por el que Dios habla y representante de la comunidad orante. a) Las manos: Después del rostro, la mano es la parte más espiritual del cuerpo. Expresan nuestros sentimientos y, de acuerdo a su posición, expresan súplica, ofrenda, recogimiento, receptividad, alabanza. Extendidas: Acompaña todas las oraciones presidenciales. Indica el anhelo de unirse a Dios en actitud de ofrenda y de súplica intensa. Impuestas: Se extienden sobre una persona o una cosa, y su sentido es otorgado por las palabras que acompañan este gesto. Es signo de protección, bendición, cuidado y amparo. b) La mirada: Expresa adhesión, ternura, recogimiento, admiración, cercanía y atención. En la liturgia está prevista para el presidente en ciertas oraciones; para los fieles, al mirar la hostia en la elevación, antes de comulgar, y en la exposición del Santísimo. El hecho de dirigir la mirada hacia un lugar, persona o cosa tiene un significado y una fuerza especial. Cuando las miradas se encuentran, se establece una profunda comunicación que antecede a las palabras y gestos. A través de ella lo que está lejano se hace cercano, se hace nuestro, entra en nosotros. Es una ayuda pedagógica elemental. Y añade profundidad y sentido a los otros gestos que la acompañan. El presidente mira hacia arriba cuando realiza a Dios la oración presidencial y no necesita la ayuda de un libro. Esta mirada puede ser uno de los signos de su actitud interior, de cara a lo que se celebra y a la comunidad que preside. Cuando se levanta la mirada, se expresa el deseo de fijar la vida en Alguien que está más allá de nosotros. Aquel que levanta los ojos espera la ayuda de Dios. Es prácticamente un sinónimo de oración.


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