Encuentros de reflexión pastoral seminaristas en Parroquia

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Encuentros de reflexión “Año de vida en Parroquia” 1. Peregrinos o turistas A lo largo de este año de “vida en parroquia”, se nos ofrece una maravillosa oportunidad para hacer una experiencia pastoral. Sin embargo, cabe aclarar de entrada que la sola experiencia de por sí, no es tanto la que cuenta, sino la vivencia de la misma en el sujeto que la realiza. Porque se podrían dar todas las facilidades para realizar esta experiencia, y que la misma fuera muy interesante, pero que no se aproveche, o no se la considere como formativa o que no se le encuentre su sentido más hondo en el camino vocacional. De ahí, que tengamos que atender a algunos aspectos y aclaraciones para poder aprovecharla y “sacarle” toda su fuerza formativa en nuestro itinerario vocacional. Vayamos a algunas consideraciones: a) ¿Peregrinos o turistas?: estamos acostumbrados a vivir las cosas sin una valorización de su sentido en nuestras vidas. Muchas veces pasan ante nuestras narices infinidad de experiencias que desfilan delante nuestro como acumulación de “saberes prácticos”. A veces, se escucha decir: cuántas más experiencias tengamos, mejor, todo sirve, ayuda… Y no percibimos la falacia escondida. No se trata, pues, de acumular experiencias de lo más variadas, sino de aprovechar y recepcionar el mensaje o enseñanza de cada una de ellas, en el itinerario de nuestra vida. No se trata de la cantidad, sino de la calidad de cada experiencia. No se trata de la variedad de las mismas, sino de lo que hacemos con ellas, de qué lugar les damos en nuestro “proyecto de vida”, de cómo las interpretamos en el todo de nuestra vida. Y aquí viene bien la imagen del turista y del peregrino. El primero es aquel que pasea, picotea, visita, deambula, prueba “cosas nuevas”, interesantes, exóticas, llamativas, “cuántas más diversas y variadas –se dice a sí mismo-, mejor así”. El peregrino, por el contrario, tiene un rumbo fijo, una meta, un sentido. Habrá cosas que le ayuden a lograr esa meta y otras que lo distraigan de la misma. Necesita ir discerniendo y eligiendo, ponderando y renunciando, si quiere llegar a destino. Cuenta el P.Menapace: Una vuelta, tuve que llevar hasta su casa a un paisano amigo, indio de la tribu de Coliqueo. Mi amigo, como todo hombre de su raza, no era de gastar muchas palabras para expresarse. Iba con el rumbo a su casa por unos callejones que yo nunca había transitado. Ir era fácil. Bastaba seguir las breves indicaciones que me daba. Un poco por romper el silencio, y otro poco porque realmente me preocupaba la idea del regreso, hice una alusión a la dificultad de volver sin sus indicaciones. Y me sorprendió su respuesta, que llegó clara y tranquila: No haga cuidao: el rodao lo va a llevar. Yo me había complicado la cosa al tratar de retener un sinnúmero de detalles exteriores al camino, y que estaban a su borde. La cosa era mucho más simple. Bastaba ser fiel, con la mirada sobre la huella, prestando atención al rodao. Había que saber


reconocer la propia huella. Y de hecho fue así nomás. A la vuelta me agarré con la mirada al rodao, que era mi propia marca dejada en la tierra. Y eso, además de ayudarme a no perder el rumbo, me facilitó el esquivar una cantidad de barquinazos que tenia ese callejón poco transitado. Estoy seguro de que si me hubiera fiado de mis indicaciones exteriores al camino, en lugar de haber estado obligado a seguir con atención mi propio rodao, habría agarrado más de uno de esos barquinazos. Con ello tal vez tuve que sacrificar imágenes, y privar a mis ojos de paisajes novedosos. Pero a veces en la vida no hay más remedio que elegir. Y elegir es renunciar. Cuando lo que está en juego es el propio rumbo; cuando lo que se decide es el llegar o el enredarse, no hay más remedio que sacrificar paisajes y seguir el propio rodao. Hay circunstancias en nuestra vida en las que no podemos ser turistas. (P.Mamerto Menapace, El rodao). Y en forma de poema, dice: Es poco lo que aparece,/ y mucho lo que hay detrás;/ para poder comprenderlo/parate, hermano a pensar. Que el pasto no da la leche/ por mirarlo y nada más;/la leche la da la vaca/después de mucho rumiar. El que es turista en la tierra,/ anda nomás por andar;/ no llega a ninguna parte/ porque no busca llegar. Resumiendo: para que una experiencia sea de provecho para nuestra vida, ha de ser vivida en un itinerario personal, para que encuentre un sentido y un mensaje en el todo de mi vida, y no sea algo más, como añadida a nuestra vida sin un por qué o para qué. De ahí que sea necesario preguntarnos: 1) ¿Cuál es el sentido de este año en parroquia para mi vida? ¿Qué me invita vivir Dios en este año? ¿Cuál será su deseo o voluntad para mi vida con este año en parroquia? 2) ¿Qué es lo que yo deseo vivir este año? ¿En qué me gustaría crecer en este año? 3) ¿Cómo surgió este año en parroquia? ¿De dónde viene? ¿Por qué se me propuso hacerlo? ¿Qué desean mis formadores que yo trabaje mediante esta experiencia? 4) ¿Veo claro su sentido o encuentro alguna resistencia en mí? ¿Cómo se encuentra mi corazón al iniciar esta etapa: agrado, desgana, bronca, entusiasmo, disponibilidad, miedo, me siento castigado, que voy a atrasarme un año de mi formación? 5) ¿Qué aspectos de mi persona tengo que trabajar más en este año para mi formación sacerdotal? ¿Cómo puedo hacer para que las experiencias de este año me encaminen hacia este proyecto y no me desvíen o dispersen de este objetivo? b) Después de la experiencia, ¿qué?: esta pregunta es fundamental. Sorteado el primer escollo: habiendo evitado la acumulación de experiencias, variadas y dispares, que dispersan y distraen del propio rumbo, y, habiendo elegido las que nos acercan a la meta, hemos de dar un paso más. El desafío es leer dentro de ellas, para poder extraer y recibir todo lo que tienen para decirnos. Una experiencia no reflexionada es una experiencia perdida. La experiencia habla y dice algo sólo cuando hay un corazón que escucha. Debe haber un sujeto capaz de aprovechar esta experiencia de Dios, para dejarse enseñar por ella y aprovecharla como alimento en este rumbo que nuestra vida va tomando.


c) Necesitamos de una estructura: durante un buen tiempo hemos vivido con la ayuda de una estructura, de unos “andamios” que nos fueron sosteniendo en la formación: horarios, actividades, normas, etc. Todo ello nos fue ayudando a ir creando un andamiaje interior, una disciplina, un orden de prioridades en nuestra vida. El tiempo de vida en parroquia no cuenta con estas herramientas. Tal vez, esto nos puede producir un cierto “alivio”, pero también un cierto vértigo: ¿a qué hora me levanto?, ¿cuándo y cuánto rezo?, ¿participo de esta actividad o no?, ¿esto es mi responsabilidad o no?, ¿cuándo y cuánto descanso?, ¿cuándo visito a un amigo?, ¿hasta qué hora veo tele?, ¿hasta qué hora estoy con la compu?, etc. El desafío, por tanto, será el ir encontrando el propio ritmo, eligiendo y optando por algunas cosas, renunciando a otras. Para ello, nos ayudaremos de un autor que nos dará una mano para delinear una pedagogía, un estilo de vida para quien desea hacer una experiencia de Dios. Vamos al texto de Cristianos en intemperie: Encontrar a Dios en la vida, Darío Mollà, sj.: En nuestro crecimiento como sujetos, el estilo de nuestra vida es determinante. Hay estilos de vida que nos ayudan a crecer como sujetos, simplemente por vivir de una determinada manera, y otros que nos lo impiden, también por vivir de otra concreta manera. Muchas veces he experimentado en mí y en otras personas que los bloqueos en los procesos “interiores”, “espirituales”, tienen que ver con cuestiones relacionadas con el estilo de vida y están pidiendo cambios en el modo de vivir. Hablamos de estilo de vida antes que de actividades, porque es el primero el que da contexto y sentido a las segundas, que no se validan por sí mismas, sino por ayudar a sostener o profundizar algo que va más allá de ellas mismas. Esbocemos, pues, algunos rasgos elementales de un estilo de vida que ayude al crecimiento del sujeto: 1. Austeridad: que podríamos definir como el correcto uso de las cosas. Una austeridad que no es, sólo o principalmente, eliminar aquello de nuestra vida que es superfluo o excesivo (también eso, claro), sino que pretende, principalmente, el uso adecuado de todo aquello que nos es necesario, el control de la respuesta que damos a nuestras necesidades de todo tipo: no sólo las más físicas y primarias (el comer, el dormir) sino también aquellas que nuestra vida nos plantea: el trabajo y sus herramientas, el descanso y sus exigencias, la vida de relación y sus compromisos. No se trata, pues, principalmente, de eliminar lo superfluo, sino de tener un criterio adecuado en el uso de lo necesario: el celular, el coche, la computadora, los viajes, la televisión, etc. En el plano meramente humano el objetivo de esta austeridad es asegurar que seamos señores de nosotros mismos, y que la “sensibilidad obedezca a la razón”, que no perdamos el control sobre ningún aspecto de nuestra vida, que nosotros poseamos las cosas y no que las cosas nos posean a nosotros. En un plano más trascendente, se trata de que nada se nos convierta en falso Dios, en ídolo


que nos esclavice: si algo nos esclaviza, si algo nos está ocupando el corazón, nos está quitando posibilidades de abrirnos al Dios verdadero y a aquello que Él espera y busca en nosotros. Se trata también de asegurar nuestra libertad: en una época de tantas y tan variadas adicciones, de asegurar que somos nosotros mismos los que escogemos nuestra vida. Con la austeridad tiene que ver la tradición, tan antigua en la vida eclesial, del ayuno, de la privación de lo necesario. El ayuno es el medio que utiliza el fiel para crear un espacio vacío en el que repose el Espíritu permitiéndonos distinguir lo esencial de lo superfluo. El ayuno de pensamientos, de ruido o de imágenes es tan importante como abstenerse de comer. Es la libertad del hombre, su deseo de unión con Dios y con toda la humanidad lo que anima su gesto guerrero. Corresponde a cada uno saber cuáles son los ámbitos en los que le conviene ejercer este ayuno: de la palabra para aprender a escuchar; ascesis de los pensamientos para vivir en el presente; ascesis en la utilización de los Medios de Comunicación (diarios, revistas, tv, radio, celular, internet) para poder asimilar tanta información. Un control sobre nuestras necesidades y las respuestas que damos a ellas es un elemento imprescindible para un sujeto cristiano maduro. 1. ¿A qué cosas estoy más apegado y me quitan cierta libertad? ¿De qué debo ayunar?

2. Orden en las actividades: no sólo es importante en nuestra cultura el control de las necesidades, sino también el control de nuestras actividades es necesario en una vida tan “agitada”, tan llena de demandas y de ocupaciones, como la que muchas veces nos toca vivir. Es un elemento a atender con preferencia. Control de actividades. Hablo de la adecuada organización de aquellas que son necesarias, ineludibles; del discernimiento sobre aquellas que siendo complementarias, puedan o no ser útiles; de la limitación e incluso la supresión de otras, que pueden ser incluso atractivas, pero que ya no “caben” en la vida, salvo a costa de pagar un precio excesivamente costoso en calidad de vida humana y espiritual. Y no sólo hay que mirar a las actividades. Se trata también de asegurar un adecuado descanso: adecuado en duración y forma. No sólo aquel descanso que sirve simplemente para mantenernos en pie o seguir trabajando, sino aquel que es necesario para vivir el conjunto de la vida con una mínima calidad. La dinámica de la vida no puede ser “no parar” para caer rendidos y descansar entonces compulsivamente para volver a no parar. Cuando se vive así, incluso trabajando en las actividades más nobles y altruistas, se está en el camino directo que conduce al autocentramiento y, en consecuencia, a la insensibilidad para Dios y para los demás. Metidos en esa dinámica, sólo importará lo que yo hago y mi propia supervivencia, amenazada, antes que por otra cosa, por mi mismo y por mi ritmo de vida. Un ritmo de vida “ordenado” es necesario para una vida abierta a la experiencia de Dios. Hablar de orden es hablar de un proyecto de vida, un sentido y meta, y en coherencia con él, y en libertad ante las cosas, va


colocando cada cosa en el lugar que le corresponde y utilizándola en mayor o menor medida. Pero hay un criterio claro y firme de decisión, un eje central de la vida, desde el que se “ordena”, se jerarquiza, se prioriza, se decide... Nos topamos, entonces, con un tema decisivo en nuestra cultura: el uso de nuestro tiempo. El tiempo, que es un bien escaso y limitado, hay que saber utilizarlo y administrarlo de acuerdo con nuestras prioridades vitales, sin dejar ni que se nos escurra entre las manos ni que nos queme o nos someta a presión. Pocas cosas son tan clarificadoras sobre las prioridades vitales de una persona como el modo en el que administra su tiempo. La importancia que damos a las cosas se manifiesta notablemente en el tiempo que les damos. El tiempo que les damos en cantidad y en calidad. No todo el tiempo es igual: hay tiempo de oro y tiempo basura. ¿Qué tiempo dedicamos en nuestra vida a las dimensiones más “espirituales” de la misma, a las que tienen que ver con nuestra calidad humana y con la calidez de nuestras relaciones con Dios y con los demás? Y qué tiempo les dedicamos, no ya en cantidad, sino en calidad. A aquello que afirmo como importante no le puedo dedicar el tiempo basura. Dios, los demás, mi interioridad quizá no necesitan, ni es posible, dedicarles mucho tiempo, pero sí el mejor tiempo. La revisión de nuestro estilo de vida pasa por la revisión de nuestra utilización del tiempo. Y por ver si aquello que afirmamos como importante, como trascendente en nuestros planteamientos se hace de verdad presente en lo más concreto y cotidiano de nuestras vidas, para que no se quede en pura y vacía palabra. 2. Parafraseando el dicho, podríamos decir con verdad: dime a qué cosas le dedicas tiempo y te diré lo que amas… El siguiente ejercicio no es un examen, ni una rendición de cuentas. Simplemente un sinceramiento con nuestras opciones, una revisión de vida. a) Vamos a tomar una jornada común de nuestra vida y anotamos los minutos que le dedicamos a cada actividad: a.Dormir; b.Rezar; c.Leer; d.Estudiar; e.Trabajar (apostolado); f.Comer; g.Descansar (no hacer nada); h.Ver televisión o algo en la computadora; i.Compartir con otros; j.Cuidado de mí mismo y tiempo para mí mismo (limpieza, orden, cocina, etc.); k.Deporte. b) Luego, haremos una lista de mis prioridades vitales, en orden de importancia. c) Cotejamos si esa prioridad se corresponde con la cantidad y calidad del tiempo real que le destino en el día. d) Por último, intento delinear un horario nuevo, real y posible, que contemple estas prioridades, para confrontarlo con mi director espiritual y evaluarlo cada tanto.

3. “Espacios verdes” en nuestra vida: son esos espacios donde no se haga nada directa y concretamente útil en el sentido más inmediato de la palabra, espacios de convivencia, de oxigenación, de juego, de disfrute de los sentidos, de gratuidad. No poseen un “provecho” inmediato, pero que son los que, a la larga, dan calidad a nuestra vida. La convivencia, el gozo y el cultivo de la amistad, el ejercicio del deporte,


el disfrute de la naturaleza o del arte en cualquiera de sus formas, el puro silencio... ¡Tantos son posibles! Ellos tienen el efecto y el valor de liberar, o al menos de aminorar, la presión que la vida nos pone encima: nos descompresionan y, al liberarnos de presión, o de parte de ella, nos disponen para la relación. Presionados, tensionados, difícilmente somos nosotros mismos en la relación y difícilmente la profundizamos: nos puede la prisa, la preocupación por lo que ha pasado, la angustia por lo que va a venir, ya sea real o imaginario... No acabamos de estar con el otro aunque físicamente lo estemos; y seguimos estando, en el fondo, con nosotros mismos. La relación sana con Dios y con los demás exige una cierta serenidad de partida. ¿No podemos interpretar en esta línea esa exigencia tan hermosa de la Escritura de “descalzarse” antes de entrar en contacto con Dios? Descalzarse es relajarse, situarse en intimidad, renunciar de momento a “dar más patadas” (en los variados sentidos que esa expresión tiene). Con tensión, incluso nuestro acercamiento a Dios es compulsivo, con lo cual lo estropeamos: ¡qué difícil es entonces situarnos ante Dios sin exigencias, sin condiciones, sin imposiciones...! Nuestra oración, si no nos descalzamos de nuestra tensión, más que en un tiempo de relación y diálogo, se convierte en un tiempo de pensamientos o de monólogo con nosotros mismos sobre nuestras necesidades y nuestras angustias. Hay definiciones preciosas de la oración que tendríamos que recuperar. La oración como disfrutar de Dios, la oración como descansar en Dios... Todo esto es tan gratuito, sí, pero tan humano, tan hondo, tan transformador, tan sorprendentemente transformador. Disfrutar de Dios: de esa Presencia cálida, que acoge sin exigir, que nos escucha antes que hablemos y cuando no tenemos palabras para expresar lo que sentimos, que lava unos pies que se han ensuciado caminando por donde no debían. Sentir eso en lo hondo del corazón es lo que transforma. Descansar en Dios. Tanto como padecemos, tanto como deseamos, tanta impotencia cuanta experimentamos, tanto fracaso cuanto nos cuesta asumir... Disfrutar de Dios, descansar en Dios: sólo será posible si antes hemos “paseado” por los espacios verdes de nuestra vida... ¿Y cómo pasearemos si no los tenemos? 3. ¿Qué cosas disfruto más en mi vida cotidiana? ¿Esos momentos son compartidos o vividos en soledad? ¿Disfruto de los momentos de oración? ¿Cómo los vivo: como descanso o como “tensión”, aburrimiento o rutina? ¿Rezo por necesidad o sólo por cumplimiento (cumplo y miento)?

4. Darnos a conocer: es verdad que Dios y su Espíritu pueden atravesar los muros, pero cuánto más fácil será que puedan entrar en nuestra vida si en ella hay espacios por donde pueda entrar lo que hay fuera de nosotros mismos, aquello que es distinto y por donde nos venga el Distinto, el Otro. Encastillamientos físicos, mentales, personales no favorecen la entrada de Dios. ¿Por qué nos encastillamos? ¿Por qué protegemos con vallas de todo tipo nuestras vidas? ¿Por qué tanta


videocámara, guardia de seguridad, códigos secretos para entrar o para salir? Por miedo a que nos puedan agredir, a que nos hagan daño. ¿Qué sentido tiene tener miedo a Dios, a no ser que nuestro Dios ya no sea el de Jesús?... Por comodidad, para que no nos molesten, para que nos dejen en paz con nuestra vida y con las comodidades de nuestra vida: dejados a esa tendencia, falta el aire, nuestra vida se va haciendo raquítica, despreciable, carente de frescura y de verdor, insípida... Para que los que vienen de fuera no nos quiten lo que tenemos, lo que es nuestro, lo que nos ha costado años y años, quizá siglos, conseguir: trabajo, seguridad, modos de hacer y de vivir, salud: como si algo de lo que tenemos, y especialmente aquello más valioso que tenemos, no lo hubiéramos recibido de otros, como si aquellos que vienen de fuera no tuvieran nada que aportarnos, nada con que enriquecernos, precisamente en aquellos ámbitos en los que más carecemos. ¿Y tiene esto algo que ver con la experiencia de Dios? Creo que sí. Está bien comprobado y sobradamente demostrado que los encastillamientos exteriores provocan ensimismamientos, aislamientos interiores, rigideces, bastante patéticos, porque acabamos creyendo que la realidad es nuestra realidad: “¡Yo tengo las ideas claras, no me molesten con hechos!”. Por eso es necesario que dejemos en nuestro ritmo de vida espacios para que otras personas, otras realidades, otros modos de entender el mundo y la vida se hagan presentes. Ellos van a ser muchas veces el instrumento con el que Dios va a tocar y quebrar nuestra seguridad, disponiéndonos, de modo a veces muy radical, a recibirle. 4. ¿Percibo en mi vida actitudes de aislamiento? Trata de descubrir en qué momentos te cierras a otros y te aíslas. Trata de descubrir alguna causa o explicación de esta actitud. Busca algún medio como para vencer estos encierros. d) Tomando algunas decisiones: recapitulando, vimos que es necesario, ante todo, definir nuestro proyecto de vida, nuestro rumbo a seguir, como peregrinos, evitando la tentación tan común de vivir como turistas. Hemos delineado un estilo de vida adecuado que favorezca la vivencia fructuosa y provechosa de las experiencias de Dios que tendremos este año y a lo largo de toda la vida. Finalmente, queremos proponer algunas normas de acción más concretas para hacer posible todo esto que venimos diciendo. Indicaremos, algunas “prácticas” o ejercicios concretos que pueden contribuir a una mayor agilidad personal y espiritual, que pueden ayudar a consolidar y conformar un estilo de vida adecuado, que ayuden a una estructura interna. Es posible que algunas prácticas representen una dificultad por no ser habituales, que significan un esfuerzo que se asume de buena gana en función del fin que se pretende. Es el estilo de vida a potenciar el que les da sentido y el que determina la elección de estas acciones a trabajar:


a) Aquellas que tienen que ver con el cuidado de la vida “interior”: Son las habituales de una vida cristiana medianamente seria y comprometida: la oración, en sus diversas formas, la participación en los sacramentos, la vida litúrgica... Hay una que se recomienda de modo particular: el examen del día: un examen hecho con frecuencia y periodicidad. No es tanto un ejercicio moral en el que la pregunta clave es por mí y por lo que yo he hecho bien o mal, sino un ejercicio contemplativo, de atención, en el que el protagonista es Dios y la pregunta es por el paso de Dios, por el toque de Dios en la vida concreta que voy viviendo, con sus circunstancias, personas, acontecimientos... b) Aquellas que me ayuden a salir cada vez más de mí mismo, entrando en relaciones profundas con los demás: como seminaristas hemos de aprovechar el no tener tantas responsabilidades directas, como para disfrutar este mayor tiempo para darnos a los demás, acercarnos al otro, escucharlo, “perder” el tiempo. c) Atender al uso que hago del tiempo: tener una consciencia clara de en qué cosas voy dando mi tiempo, aprendiendo a distribuir mejor el tiempo, optando, renunciando, evaluándome. Aprovechar para rezar más, leer más, capacitarme de acuerdo a las responsabilidades que voy teniendo, para hacerlas mejor y con mayor calidad, preparando bien las tareas que tengo por delante. Esta acción escondida es un gesto claro de entrega y amor a la gente, buscando lo mejor para ellos. d) Ir descubriendo y favoreciendo actitudes más pastorales, más paternales, proyectándome como sacerdote, descubriendo los matices que va tomando mi amor al otro y a Dios, matices más propios de esta vocación sacerdotal. e) Contemplar a la gente, aprender de ella, no sólo tomar un rol activo y protagónico, sino también receptivo y de discípulo, disfrutando de la presencia de Dios en el hermano, en la comunidad, en el modo de expresar su fe. f) Tomar tiempo para reflexionar sobre las experiencias, sacando enseñanzas, escuchando lo que ellas mismas nos van sugiriendo, animando, diciendo. Propuesta para el mes: A) Poner por escrito los objetivos de este año pastoral: institucionales (los propuestos por los formadores) y personales (los que yo quiero trabajar en mi vida espiritual). Para ello, confrontarlos con tu director espiritual. B) Toma cada día un momento (a la noche, si no estás muy cansado) para: 1) Releer los objetivos de este año en parroquia. 2) Pasar por el corazón las experiencias vividas. Discierne cuáles te ayudaron a vivir estos objetivos y cuáles te dispersaron o alejaron de ellos. 3) Preguntarte: ¿qué disfruté en el día de hoy? Y agradécele a Dios.


Encuentros de reflexión “Año de vida en Parroquia” 2. ESPIRITUALIDAD PASTORAL En el encuentro pasado, tratábamos de descubrir e integrar este año pastoral en el marco de nuestro proyecto de vida, con objetivos claros y explicitados. Vimos que cualquier experiencia, por el hecho de ser tal, no necesariamente nos lleva por el sendero del proyecto personal. Vamos ahora a detenernos en la vivencia de la acción pastoral, de la actividad. Nuestra atención no estará centrada en qué hacemos, sino en cómo lo hacemos. Uno de los principales temas del ministerio sacerdotal pasa por integrar la acción pastoral con la espiritualidad. Aún seguimos creyendo que son dos caminos paralelos o incluso adversarios entre sí. Comencemos, pues, mirando algunas tentaciones en nuestra vida apostólica. Seguiremos a Carrau, El discernimiento apostólico ignaciano: 1. TENTACIONES QUE APARECEN EN LA VIDA APOSTÓLICA: a) Postergar: bajo múltiples excusas (pereza, desgano, miedo, baja autoestima, perfeccionismo) dejamos para después lo que podemos hacer hoy. Generalmente acompañamos esto con una idea ilusoria que nos quita la culpa de no realizar nuestra responsabilidad. Esta idea tiene que ver con el futuro: cuando sea cura…, cuando esté en otra pquia…, etc. b) La parálisis: consiste en quedarnos quietos, no hacer nada porque percibimos que nuestro esfuerzo frente a todo lo que hay que hacer es como una gota de agua en el mar. Y como una gota más ni suma ni resta, nos quedamos quietos. Esta tentación se nos puede presentar bajo dos aspectos: es tanto lo que hay que hacer y tan pocas mis fuerzas o los desafíos son estructurales y por tanto no puedo hacer nada, ya que no puedo cambiar lo macro. c) Evitar o no atender los ambientes y situaciones diferentes: los ambientes o personas diferentes a nuestro entorno diario pueden plantearnos situaciones conflictivas o tensionantes que tendemos a evitar; sin embargo, todo servicio implica siempre un grado de tensión y/o conflicto provocado justamente por la necesaria inserción o “inculturación”. d) Centrarnos en un servicio que nos sirva de escape o excusa: para no servir en el lugar primario donde deberíamos hacerlo, buscamos otras actividades más gratificantes, sin hacer lo que tenemos que hacer. e) Falta de disponibilidad: que se manifiesta en seleccionar el servicio donde me siento más cómodo (lo mío es esto, no me pidan otra cosa) y circunscribir mi tiempo sólo a ello. Esta tentación suele encubrirse con una falsa humildad: el cura no puede saber ni hacer todo, por ello, yo me limito a lo que veo que puedo hacer bien. De este modo, nos encasillamos y no estamos disponibles a lo que el Espíritu nos pida. Este pensamiento suele ser muy egoísta ya que no


considera la necesidad real de la diócesis o el exceso de trabajo de otros hermanos sacerdotes. f) La comodidad: se trata de la tendencia al menor esfuerzo. Primero está el sujeto y luego el resto. Se elige siempre pensando en uno, en lo que pueda ser más placentero o menos doloroso. Se suele esconder con excusas: no tengo experiencia, no lo sé hacer, nadie me enseñó, recién estoy empezando, no me di cuenta, no quise robarle el espacio a otro ni ser metido. g) La inconstancia: suele acompañar a la impaciencia y a la comodidad. La ausencia de resultados visibles e inmediatos nos desmoraliza y nos hace creer que es inútil nuestro esfuerzo. Se puede presentar bajo el pensamiento de que lo que hacemos no vale la pena porque no es lo mejor o ideal, y de allí a abandonarlo todo no hay más que un paso. Expresa una falta de fe en el poder de Dios y una ausencia de convicción en la fuerza de lo que anunciamos. h) La mediocridad o conformismo: a causa del desánimo ante los “fracasos” o del temor de entregarnos a fondo, nos vamos conformando con poco; intentamos no comprometernos demasiado; damos el mínimo imprescindible en entrega y servicio. Lo acompaña la mirada escéptica, desconfiada, desanimada. El cinismo y la ironía juegan en el sujeto el papel de atenuar la culpa. i) El anteponer nuestros intereses a los de Dios: se centra en las necesidades del yo (fama, éxito, destacarse, ser admirado, bienestar y comodidad, seguridad), que termina por desplazar a Dios y al prójimo. Cada actividad estará empañada por esta motivación narcisista y egocéntrica. j) El miedo: al fracaso, al rechazo, al ridículo, al compromiso. Eso nos lleva a agrandar obstáculos, disminuir fuerzas, imaginar dificultades insuperables, desconfiar de Dios, paralizarnos, impedirnos la entrega y la creatividad. k) Despreciar lo pequeño, cotidiano y sencillo: buscamos cosas espectaculares y huimos de la aridez de la rutina, sin tener en cuenta que la novedad viene no de la tarea en sí, sino del modo de realizarla. l) Pesimismo paralizante: ante las dificultades y la falta de una reacción creativa propia frente a las mismas, buscamos un culpable para tranquilizar nuestros “fracasos”. Nos volvemos amargos diagnosticadores de esta mundanidad, jueces implacables y profetas de desventuras. Nos colocamos en la vereda de los buenos, puros y santos, dedicándonos a un grupito selecto. ll) Esquizofrenia espiritual: separamos nuestra misión de nuestra oración y de nuestra identidad. Vivimos las actividades como una función o un trabajo, sin reconocer nuestra identidad o nuestra realización en nuestra misión. m) Activismo: trabajamos intensamente hacia el exterior sin atender nuestro interior; sin atender nuestra vida espiritual las motivaciones últimas que respaldan nuestra acción. Buscamos “justificar” nuestra vida con nuestro trabajo, ser admirados, aplaudidos. Suele ser una excusa para evitar la intimidad consigo mismo, con Dios y el prójimo. Es un modo sutil de camuflar


nuestro dolor y necesidades más hondas de comunión. Nos lleva a volvernos muy autosuficientes, sin capacidad receptiva. Luego de un tiempo, termina desgastándonos y llevándonos a la falta de sentido existencial. n) El “Bombero”: nos dedicamos sólo a lo urgente, no planificamos, hacemos por hacer, descuidamos lo fundamental y atendemos sólo lo inmediato.

2. CÓMO PROCEDER FRENTE A LA TENTACIÓN: Ella forma parte de nuestra vida y es una ocasión de discernimiento, de crecimiento y de purificación. Posiblemente sea de las oportunidades en que más claramente sentimos nuestros límites y, por tanto, nos encontramos más abiertos a Dios, lo que nos lleva a confiarnos más en Él. 1. Identificarla lo más claramente posible, poniéndole nombre: me pasa esto… 2. En la tentación nadie es buen juez de sí mismo, por lo que necesitamos abrirnos a nuestros hermanos para discernir nuestra situación. Debemos ser humildes para evitar la soberbia y autosuficiencia, creyendo que solos podemos. 3. La Palabra, los sacramentos, la vida comunitaria son nuestras herramientas más importantes. El examen nocturno ayuda a medir el pulso de nuestra vida espiritual y sus motivaciones, escuchando lo que está presente en el corazón. 4. Recordar la regla de oro de San Ignacio: en tiempo de desolación no hacer mudanza, es decir, no cambiar las decisiones tomadas. 5. Identificar las formas más frecuentes de tentación y nuestro modo de reaccionar ante ellas. Descubriremos ciertas constantes que nos ayudarán a atender las raíces profundas que están en nosotros: indiferencia ante los demás, tibieza en el seguimiento del Señor, egoísmos, arrogancia, vanagloria. 6. Una vez descubierta (en qué consiste y hacia dónde me lleva), y visto lo que hemos de hacer, debemos estar dispuestos a actuar en consecuencia. Se discierne para actuar, para tomar una decisión, que nos llevará a un giro en nuestra vida.

3. BUSCANDO SOLUCIONES MÁS DE FONDO: P.V. Fernández: Sugerencias para desarrollar la profundidad espiritual en la misma actividad Si se piensa que el objetivo fundamental de los seminarios es formar pastores, entonces parece indispensable establecer una íntima relación entre la formación espiritual y la formación pastoral. De lo contrario, la persona andará dividida, la espiritualidad irá por una parte y la actividad pastoral por otra. No hay más salida, entonces, que conectar muy bien la espiritualidad y la actividad pastoral, de tal manera que la actividad pastoral sea profundamente espiritual y la espiritualidad sea esencialmente pastoral. Ambas se alimentan y se sostienen mutuamente. Pero es un arte que no se improvisa, que no brota mágicamente cuando llega la ordenación. Los años del seminario son el tiempo adecuado para iniciar este entrenamiento, y la formación permanente debería ocuparse de este aprendizaje de un modo privilegiado. Aquí van algunos aportes en orden a encauzar este aprendizaje:


1. El hábito de reconocer los llamados de la vida: es necesario ayudar al seminarista –o al sacerdote joven– a crear el hábito de ser contemplativo en la acción. Para ello, es importante estimularlo permanentemente a narrar lo que ha encontrado de bueno en la gente y en los servicios pastorales. No es saludable reducir las narraciones sobre la tarea pastoral a las anécdotas llamativas, los logros personales y las actividades realizadas. Hay que procurar que se comenten también las interpelaciones recibidas en la actividad, los llamados de Dios que se perciben en la acción misma. Esto puede hacerse tanto en la dirección espiritual como en las reuniones comunitarias o talleres, en la revisión del proyecto personal, etc. Se trata de un ejercicio de la dimensión receptiva de la vida teologal, que es una de las dos columnas de una buena experiencia pastoral. Esto implica una liberación del egocentrismo: hice tal cosa, me felicitaron por esto, una persona me agradeció mucho, pasé un fin de semana muy interesante, yo tuve una actividad muy intensa. Pero también requiere el desarrollo de una capacidad de dejarse enseñar por la vida de los demás y sus inquietudes y el hábito de recoger los desafíos externos escuchando cómo Dios habla a través de las personas y acontecimientos. Porque en la misma actividad el pastor intenta vivir un constante, sereno y sincero discernimiento de sus actitudes, motivaciones y sentimientos. Porque Dios habla y ofrece su amor también en medio de la tarea a la cual él mismo nos envía. Hay una llamada que Dios hace oír en una situación histórica determinada. En ella y por medio de ella Dios habla al creyente (PDV 10). El Espíritu otorga permanentemente luces e impulsos que hay que acoger con docilidad en medio del trajín y el vértigo de la acción; la presencia de Cristo resucitado es tan real en medio de la misión que cumplimos como en los momentos de silencio y quietud. 2. El hábito de una oración pastoral: los estilos y modos de oración que suelen fomentarse en los seminarios serían muy útiles si, terminada la formación, el seminarista se fuera a vivir a un monasterio o a una comunidad contemplativa; pero no suelen ser tan adecuados para la vida en el mundo, con una actividad pastoral intensa. Evidentemente, esta es la razón principal por la cual los buenos hábitos de oración adquiridos en el seminario suelen perderse al poco tiempo del egreso. Son hábitos muy buenos, pero no adecuados para la misión apostólica que Dios confía. Por lo tanto, una de las claves para la armonía entre espiritualidad y pastoral está en ayudar a crear un estilo y unos modos de oración que puedan mantenerse con gusto y facilidad en la vida parroquial futura. Tendrá que ser necesariamente una oración en íntima conexión con la actividad pastoral, con sus exigencias, desafíos, gozos y preocupaciones. Esto implicará, ciertamente, llevar a la oración la actividad vivida. Veamos algunos ejemplos de este estilo de oración pastoral: a) Su forma más propia es la intercesión sincera, la necesidad de entregar en la presencia de Dios a las personas que uno atiende, con sus dificultades y progresos.


b) Otra forma es el hábito de descargarse en la presencia de Dios, conversando con él las resonancias propias de las dificultades, fracasos y exigencias de la tarea. c) Otra manera es buscar, en la presencia de Dios y en su Palabra, las motivaciones que puedan brindarle más sentido, luz y entusiasmo a las actividades concretas. d) También debe ejercitarse en positivo, gozándose en la presencia de Dios al recordar y ofrecer los momentos agradables, agradeciendo las cosas buenas y felices de los demás, contemplando con agrado la presencia y la acción del Espíritu en nuestra tarea, en el Pueblo de Dios, en la vida del mundo, en la cultura, etc. 3. El hábito de elaborar profundas convicciones que favorezcan la acción: la dirección espiritual, y también la formación académica y otras instancias formativas, deberían ofrecer toda una riqueza de motivaciones teológicas que le den sentido y gusto a la acción evangelizadora y a las diversas tareas. El estudio de la teología nos ha de llevar a motivar más y a entusiasmarnos a la misión, en estrecha relación con las resonancias y consecuencias espirituales y pastorales de los contenidos. 4. Sanar la actividad: es necesario ayudar al seminarista a controlar sus ansiedades, sus obsesiones, su impaciencia; a reconocer y superar los mecanismos del idealismo, la comodidad, los controles excesivos, etc. Se trata de puntos débiles directamente relacionados con la actividad, que tarde o temprano la vuelven enfermiza, complicada, insatisfactoria. El desarrollo de estas patologías de la actividad tiene que ver con inclinaciones psicológicas, pero también con concepciones erradas sobre la evangelización, el ministerio o la vida cristiana, y con escasas o parciales motivaciones espirituales. En el diálogo con el seminarista sobre su modo de vivir la actividad, es clave reconocer cuáles son las patologías de la actividad que comienzan a presentarse en su tarea pastoral, para revisar con él las motivaciones reales y profundas de su actividad y así poder modificarlas a tiempo. La transformación de esas motivaciones y el adecuado dominio de estas perturbaciones de la actividad, deberá constatarse luego en la actividad misma. 5. Percepción del peso institucional de los valores espirituales apostólicos: en esta línea, es importante que el seminarista advierta que un sano entusiasmo pastoral (expresión de la caridad pastoral) es un valor espiritual necesario para un candidato al sacerdocio. Para ello, es necesario que él advierta claramente que es uno de los más importantes criterios de discernimiento que los formadores tienen en cuenta y procuran confirmar, junto con los otros elementos de juicio que suelen predominar: la madurez humana, la aptitud para el celibato, la obediencia, la disciplina o la contracción al estudio. Parece mentira, pero cuando se pregunta a los seminaristas cuáles son los elementos a tener en cuenta para discernir sobre el propio crecimiento, raras veces mencionan el entusiasmo apostólico, aun cuando esperan con ansias el fin de semana para ir a las parroquias. ¿Será éste un indicio de que la formación espiritual


se ha vuelto una vez más demasiado volcada a lo íntimo, subjetivo e individual? Sin embargo, la consagración sacerdotal sólo tiene sentido en orden a la misión, por lo que el fervor apostólico es un criterio clave de discernimiento. 6. Dos actitudes espirituales-pastorales complementarias: para sostener una actividad pastoral sana y vivida con hondura espiritual, es necesario inculcar y alimentar desde el seminario –y también en la formación permanente– dos convicciones profundas que se complementan entre sí: a) Sentido de misterio: en la actividad pastoral no faltan los fracasos, que pueden llevar a la persona a bajar los brazos, o a debilitar su impulso apostólico a causa del orgullo herido. Es verdad que muchas veces los seminaristas y los sacerdotes más jóvenes desean éxitos pastorales a causa de un narcisismo adolescente que se prolonga. Necesitan demostrar quiénes son y ser tenidos en cuenta a través de logros apostólicos destacables. Por la misma razón, suelen obsesionarse y destacar sobremanera las tareas en las cuales se sienten más capacitados. El problema es que normalmente los éxitos no responden al ideal que la persona ha forjado, porque nadie puede dejar contentos a todos. Por lo tanto, esta carencia o debilidad de auténticas motivaciones espirituales puede terminar en un profundo descontento que finalmente lleva a reducir al mínimo las actividades pastorales. Otras veces la persona tiene un deseo sincero y no narcisista de cambiar el mundo, de hacer el bien, de aportarle algo a la vida; pero al descubrir los escasos resultados visibles que se logran a costa de mucho esfuerzo, baja los brazos. Por eso es tan importante educar en el sentido espiritual del misterio. ¿Qué significa esto? El “sentido del misterio” es saber con certeza que, quien se ofrece a sí mismo a Dios por amor y se entrega a la misión que Dios le confía, seguramente será fecundo. Más allá de lo que vean los ojos, será un sarmiento con abundantes frutos (Jn 15,5); su vida y su actividad no serán estériles. Jesús decía: La gloria de mi Padre está en que den fruto abundante (Jn 15,8). Por lo tanto, cuando deseamos ser fecundos estamos respondiendo a su amorosa voluntad. Pero esos frutos se producen de manera misteriosa, esa fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Por eso, el evangelizador puede entregarse intensamente a la misión con la seguridad de que su vida será fecunda, pero sin pretender saber cómo, ni dónde ni cuándo. Dios utilizará también sus aparentes fracasos para realizar misteriosamente alguna obra de su gracia en alguna parte, por caminos que él conoce y que no siempre se nos manifiestan. No se pierde ninguno de nuestros trabajos realizados con amor, no es inútil ninguna de nuestras preocupaciones sinceras por los demás, no es en vano ningún cansancio generoso. Todo eso queda dando vueltas por el mundo como una fuerza de vida que va dando frutos. Esto es lo que llamamos la comunión de los santos. Sin embargo, aunque sepamos en la fe que el dolor del fracaso es también fecundo, eso no quita el dolor.


Por eso es necesario encontrar algo más que la fecundidad: una experiencia de amor. La superación del cansancio escéptico no pasa por eliminar los momentos de aridez o de desaliento, sino por encontrarles un sentido más hondo que el dolor de un yo humillado y desilusionado. La imitación de Jesucristo, que es también una misteriosa asociación a su Misterio, a veces implica experiencias poco gratificantes, pero que no dejan de ser experiencias de amor. Es cierto que a veces los momentos de fracaso y debilidad se hacen muy duros para la autoestima, y siempre corremos el riesgo de caer en la depresión, el aislamiento, la dejadez. Por eso es importante aprender a dejarse amar también en el fracaso, aprender de a poco a dejarse estar en la ternura de los brazos del Padre, dejarse tocar por la gracia permitiéndole a Dios que nos consuele, de modo que no renunciemos al ministerio de derramar consuelo en los demás. b) Respuesta creativa al amor de Dios: lo que acabamos de decir no implica disminuir el empeño por ser eficientes en la tarea. La preocupación por la calidad y la perfección de la obra externa es también una expresión de la autenticidad del amor, porque indica que no se le quiere regalar a Dios y a los demás algo mediocre o de poco valor. Por el contrario, la dejadez y el desinterés por la perfección de la obra externa y su eficacia, suelen indicar la pobreza de ese amor y en definitiva una débil espiritualidad que no alcanza a tocarlo todo. Por tanto, también el camino responsable de planificación pastoral, de preparación, de búsqueda de recursos y técnicas a la luz de la Palabra, forma parte de este proceso de santificación, y ha de vivirse como respuesta al amor de Dios y al impuso del Espíritu. El Dios creador busca prolongarse en el pastor promoviendo todas sus capacidades, y el Espíritu Santo no quiere instrumentos pasivos. La preocupación por el cómo, incluso por la técnica, debería estar incorporada en esta actitud espiritual que es responder creativamente al amor de Dios y amar al prójimo con todas nuestras capacidades. Si retomamos ahora lo dicho atrás sobre el sentido de misterio, podremos reconocer que la entrega generosa y creativa es necesaria, como parte inseparable de todo amor auténtico. Pero el buen resultado de la obra se buscará por amor a Dios y a los demás, y no por una necesidad egocéntrica de reconocimiento inmediato. 7. Establecer puentes entre la actividad y la privacidad: muchas veces no terminamos de identificarnos con nuestra misión, y entonces nos sentimos verdaderamente nosotros mismos cuando podemos disponer libremente de nuestro tiempo para lo que nos plazca, pero no siempre cuando estamos ejerciendo el ministerio. La prioridad del ser por sobre el hacer nos invita a buscar algunas actitudes estables, actitudes de fondo que no se hagan presentes sólo cuando estamos haciendo algo o atendiendo a una persona, e inmediatamente desaparezcan cuando volvemos a nuestra intimidad y accedemos a un momento de libre esparcimiento, sino que se mantengan cuando cesa la actividad porque son verdaderamente personales, libres,


espontáneas, porque no son pura apariencia en el cumplimiento meramente funcional de un rol. Así se evita arraigar lo que tan bien describe un autor, al decir: los sacerdotes, luego de haber compartido algunos momentos con otras personas, cuando vuelven a casa, a su soledad de siempre, se depositan en su sillón y lanzan un suspiro de alivio. Como si allí, en el sillón, recuperaran el sentido real de sus vidas, como si en ese momento volvieran a tener la libertad que perdieron para “adaptarse” esforzadamente a una tarea y a una máscara profesional. Esta costumbre de separar tanto la actividad de la soledad y el descanso, es sumamente dañina y refleja la carencia una auténtica unidad de vida. Por eso, como decíamos, es conveniente alimentar algunas actitudes básicas estables, que no cesen en la soledad, sino que se expresen de alguna manera también cuando la actividad ha terminado. Habrá que insistir para que el seminarista logre efectivamente desarrollar estas actitudes adquiriendo un determinado hábito. ¿Cómo se logra? Por ejemplo, evitando el simple gesto externo de alivio y de aparatosa distensión cuando terminamos una actividad pastoral, como si haberla terminado fuera una feliz liberación de un peso insoportable, como si sólo allí retomáramos nuestra verdadera identidad y nuestra opción real. Más bien conviene, al terminar una actividad, aun cuando haya sido dificultosa y algo agobiante, detenerse brevemente –bastan unos pocos minutos– a darle gracias a Dios por haber podido ser útil, contemplar por un instante la belleza de esa actividad, ofrecerle a Dios las tensiones vividas en ella, hacer una pequeña oración de intercesión por las personas que hemos atendido. De este modo, dándole un sentido al momento vivido y valorándolo, abrimos el corazón para estar disponibles ante otra actividad semejante que pueda requerirnos, y no estaremos a la defensiva, protegiendo de un modo enfermizo nuestro tiempo de recreación y descanso. Igualmente, nos dispondremos para vivir la actividad de una manera más natural, espontánea, libre, y no tanto como un esfuerzo que contradice nuestras inclinaciones. La soledad, cuando la actividad termina, tiene que ser apacible; un espacio en el que, poniéndonos frente a Dios, nos reconciliamos con la actividad, las personas, y, restaurando lo dañado, logramos despertar una sonrisa agradecida por la vida que llevamos. De otro modo, la soledad será un espacio donde rumiamos nuestras insatisfacciones y buscamos alguna manera de hallar satisfacciones y compensaciones para una afectividad no armonizada y para una actividad mal vivida. Propuesta para el mes: A) Mirando tu acción pastoral, trata de identificar tus principales tentaciones. ¿Cómo puedes luchar contra ellas? B) Leyendo el nº 7, trata de vivir este modo de oración en este mes: dar gracias, contemplar, ofrecer, interceder. C) Leyendo el 3,1: trata de prestar atención a lo que el pueblo de Dios te enseña, para compartirlo en el próximo encuentro.


SUBSIDIO PARA EL 2º ENCUENTRO: TENTACIONES EN LA VIDA APOSTÓLICA (adaptados de Segundo Galilea) 1. La presunción: nos puede pasar que una vez que entramos al Seminario o una vez ordenados, creamos que la sabemos toda, que somos realmente héroes. Iniciamos el camino con mucha fuerza y ganas, pero confiando más en nosotros mismos. Es lo que le pasa a Pedro que, presumido, dice: Te seguiré donde quiera que vayas, para luego concluir con humildad: Tú lo sabes todo, sabes que te quiero. Muchas veces, necesitamos morder el polvo de nuestro pecado, de nuestro límite para caer en la cuenta de que todo es gracia. En el silencio y en el convivir con otros, se va mostrando el fondo de nuestra verdad, no para avergonzarnos, sino para confiar más. 2. Internismos: tomamos partido por algunas cosas, seguimos ideologías, cosas mundanas, y nada evangélicas. Empezamos a determinar bandos y partidos. Yo soy de Apolo, yo de Pablo. Nos ponemos en la vereda de los buenos, y empezamos a juzgar a todo el mundo. Mi medida es la única válida, con la que examino y estudio a todo el mundo. Nos convertimos en jueces, y todos pasan por el banquillo de los acusados, menos nosotros. Comparamos a todos, nos volvemos observadores desconfiados de todo el mundo. Como los escribas y fariseos. Empezamos a proclamar grandes verdades de escritorio, máximas de vida, imperativos, que muchas veces son más nuestros que de Jesús. ¿La misericordia? Bien gracias…A fin de cuentas, lo que importa es el amor y la entrega al otro, y no la bandera que lleve. 3. El mesianismo: me siento indispensable para todo, yo soy el piloto y Dios es el copiloto. Soy incapaz de delegar responsabilidades o tareas porque no confío realmente en los demás y tampoco en Dios. Esto va de la mano del paternalismo. Nos conviene que el otro nunca haga nada y yo haga todo por él (encima después nos quejamos) para fomentar nuestro ego. Cuando me toca irme, se desvanece todo, la casa estaba cimentada sobre arena, no sobre roca. El fracaso, las humillaciones, las entregas ocultas por amor, que nadie ve, sino sólo Dios, van sanando esta ansia desmedida de ser el centro. De la mano del mesianismo está también: 4. La pérdida del sentido de las personas: el trabajo es tanto que empiezo a despersonalizar. Me paso gran tiempo armando cosas, actividades, planificando. Horas enteras en la computadora, pero lejos de la gente. A fin de cuentas, es más cómodo, ya que no me siento interpelado y tironeado por nadie. Me refugio en mi propia realidad de proyectos y sueños, donde nadie me cuestiona, ni me exige, ni me corrige. Es la tentación de dejarse absorber de tal modo en lo administrativo y organizativo, que ya no se tiene tiempo, y sobre todo, espacio psicológico para dedicarse a las personas por las cuales trabaja, para darles el tiempo necesario y estar cercano a ellas. Estamos con todos y no estamos con nadie. Vivimos con tal exigencia el ministerio que apenas nos detenemos a conversar o escuchar al otro.


5. Vivir el ministerio como un trabajo: empiezo a poner horarios de atención o de trabajo, y separo mi vida personal, de mi ministerio. No me involucro en lo que hago, lo vivo como una profesión, no como una vocación. Esto no plenifica mi vida, sino que la desgasta. Me voy volviendo un funcionario de la fe, no un hombre de Dios. No me identifico con lo que hago, que va en contra de mi identidad. Vivo una especie de esquizofrenia entre mi vida personal y mi vida apostólica. Voy dando las cosas y mi tiempo como si me las quitaran, como si no me dejaran ser yo mismo. 6. Vivir como un solterón: todo me molesta, empiezo a cultivar mañas que retacean mi entrega, la van haciendo a cuentagotas. Empiezo a estar detrás de caprichos personales, cosas a las que no renuncio, me voy instalando y acomodando. Voy armando mi día de acuerdo a mis planes y a mi agenda de gustos personales. Al no tener hijos, ni tampoco mujer, vivo cómodo en mi burbuja. 7. Vivir enamorados de nuestra propia imagen: vivimos pendientes de cómo caemos a los otros. Nos da vergüenza mostrarnos como curas o seminaristas, somos más amigos o “tíos solterones” que padres que engendran vida. Nuestro estilo de vida se empieza a mundanizar. No queremos vivir lejos de la gente, pero cometemos la torpeza de ser caricaturas de la moda. La gente nos necesita curas y no amigotes. 8. El activismo: podemos vivir con la sombra de que el cura no hace nada, son vagos y mantenidos. Y queremos demostrar y demostrarnos que estamos siempre corriendo con mil actividades y cosas para hacer. Nos da prestigio tener la agenda llena y nos angustia no tener nada para hacer, o tener una tarde libre. Es la falta de renovación en la vida personal del consagrado. La oración se va volviendo insuficiente y deficiente. No hay tiempos prolongados de soledad y retiro. No se cultiva el estudio y apenas se lee, ni siquiera se deja tiempo para descansar lo suficiente y reponerse. Hay sobrecargo de trabajo, de actividades múltiples y la agenda suele estar repleta. Esto trae aparejado: 9. La pérdida del sentido del humor: andamos con el seño fruncido, enojados, nos quejamos de la cantidad de cosas que tenemos. Andamos rayados, la gente nos escapa porque nos tiene miedo, o andamos corriendo ensimismados en nuestras actividades, y ante el primer imprevisto, ya ponemos el grito en el cielo. Esto se traduce muchas veces en desánimo o pesimismo: al encontrarnos con las dificultades o fracasos, perdemos fuerza y alegría por poner demasiado empeño en nuestros propios deseos y planes y no en los de Dios. 10. Pérdida de fe en lo que hacemos: Tenemos una mirada muy humana de todas las cosas, buscamos resultados rápidos y efectivos. Como sembradores impacientes andamos ansiosos mirando continuamente para ver cuándo recogemos frutos. Pero nos olvidamos que lo nuestro es sólo siembra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo sin que él sepa cómo (Mc 4,26-29), así son las cosas del Reino. Esto se traduce también en no confiar en la fuerza de la verdad: es la tentación de vacilar, de no ofrecer la verdad de Cristo tal cual es. Hay afirmaciones


que no son tan populares y por eso las callamos por miedo o vergüenza o temor al qué dirán. Soslayamos ciertas verdades o caemos en la ambigüedad, confiando más en la prudencia humana que en la fuerza y el poder de atracción de la verdad. No somos fieles al mensaje del Evangelio, sino que damos consejos “razonables”. 11. Sectarismo y acepción de personas: le damos más tiempo, más interés y estamos más disponibles para los que tienen más cualidades, son más inteligentes, simpáticos o nos caen mejor; dejando así de lado a los menos inteligentes, simpáticos y atractivos, o a los que nos cuestionan y no piensan como nosotros. Todo lo que es diferente de nuestra propia visión o experiencia es cuestionable. Así nos vamos aislando y acostumbrando a trabajar solos o con un grupo reducido de gente. 12. El aislamiento y la huida de la realidad : al sentir conflictos y choques, nos vamos aislando, dejando que el mal espíritu entre en nosotros. No compartimos con nadie lo que nos pasa, nos ponemos como víctimas del sistema injusto. Estamos en lucha continua con lo que nos toca vivir: le echamos la culpa a los demás de los que nos pasa. Soñamos con la parroquia ideal, los compañeros ideales. Y así nos vamos separando y automarginándonos. Nadie nos entiende y buscamos compensaciones para esta soledad malsana. No aceptamos los límites reales de la comunidad y así los despreciamos interiormente, creyéndonos más capaces, o no sientiéndonos reconocidos, o que aquí estamos desaprovechados. 13. Estancamiento o conformismo: el testimonio cotidiano y la misión pierden el encanto de los primeros años y se vuelve monótono, gris y rutinario. Todo lo hacemos movidos por una especie de inercia en donde el corazón no está comprometido. Nos conformamos con nuestro estilo de vida mediocre y dejamos de caminar. Perdemos las motivaciones primeras, enfriando nuestro amor primero. Esto nos lleva a una actitud muy común en nuestros tiempos: 14. Búsqueda constante de emociones fuertes e intensas: buscamos adrenalina, hacemos zapping con la vida, probamos todo, no hacemos pie en ninguna cosa, vivimos desde la piel y la superficie, no aguantamos los valles, ni desiertos, buscamos la emoción de los abismos. El transitar por lo cotidiano, lo que no brilla ni tiene una especial emoción sensible, nos desanima y hace perder el entusiasmo y la alegría. 15. Separar la oración de la vida: la oración se va volviendo intimista, narcisista, con poca relación con la realidad (con la propia del ministerio y con la del común de la gente). Más que encontrarnos con Dios, nos encontramos con nuestro ombligo, y más que alimentar nuestra acción y fervor, sentimos que se apaga cada vez más. 16. Envidia pastoral: Vemos al hermano cura como un enemigo, sus logros son mis fracasos, me muestran lo que yo no pude o no puedo hacer, vivo comparándome con otros, buscando sobresalir o ser mejor.


PECADOS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN (San Alberto Hurtado) 

Creerse indispensable. No orar bastante. Perder el contacto con Dios.

Andar demasiado a prisa. Querer ir más ligero que Dios. Pactar aunque sea ligeramente con el mal para tener éxito.

No darse entero. Preferirse a la Iglesia. Tenerse más que la obra que hay que realizar, buscarse en la acción. Trabajar para sí mismo. Enorgullecerse. Dejarse abatir por el fracaso. Aunque más no sea, nublarse ante las dificultades.

Emprender demasiado. Ceder a impulsos naturales, prisas orgullosas e inconsideradas. No controlarse. Apartarse de los principios.

Trabajar por hacer apologética y no por amor. Hacer del apostolado un negocio, aunque sea espiritual.

No esforzarse por tener una visión lo más amplia posible. No retroceder para ver el conjunto. No tener cuenta del contexto del problema.

Trabajar sin método. Improvisar por principio. No prevenir. No acabar. Racionalizar con exceso. Ser titubeante, o ahogarse en los detalles. Querer siempre tener razón. Mandarlo todo. No ser disciplinado.

Evadirse de las tareas pequeñas. Sacrificar otro a mis planes. No respetar a los demás; no dejarles iniciativa ni responsabilidades. Ser duro con sus asociados y sus jefes. Despreciar a los pequeños, humildes y a los menos dotados. No tener gratitud.

Ser sectario. No ser acogedor. No amar a sus enemigos.

Tomar a todo el que se me opone como un enemigo. No aceptar con gusto la contradicción. Ser demoledor por una crítica injusta o vana.

Estar habitualmente triste o de mal humor. Dejarse ahogar por las preocupaciones del dinero.


No dormir ni comer lo suficiente. No guardar por imprudencia y sin razón valedera la plenitud de sus fuerzas y gracias físicas.

Dejarse tomar por compensaciones sentimentales: pereza, ensueños. No cortar el día, el mes o el año con períodos de calma.

¿Con cuál te identificas más? ¿Qué puedes hacer para que no te domine tanto? Encuentros de reflexión “Año de vida en Parroquia” 3. PARA MIRAR NUESTRO CRECIMIENTO Muchas veces nos preguntamos cómo andamos para ser curas, si nuestra vida cubre las expectativas de los formadores y lo que la gente y la Iglesia espera de un cura. No contamos a veces con un parámetro objetivo concreto, para confrontar nuestra formación. Eso nos inquieta y preocupa. A continuación veremos algunas prioridades de la formación, para poder confrontar nuestra vida real y con realismo, sin autorreproches, ni lamentos, y con la mirada de Dios, no sólo con la nuestra, podremos nombrar y definir mejor nuestra situación actual, nuestras luces y sombras, para elegir nuevos objetivos y prioridades a trabajar en estos años de formación inicial. Seguiremos los criterios (del a) a i)) del Cardenal Patrón Wong, secretario de la Congregación para el Clero, encargado de la formación en los seminarios, dados en 2012, teniendo en cuenta que son los lineamientos objetivos para nuestra formación en estos tiempos. Luego, agregaremos algunas notas a tener en cuenta (del j) a l)). 1.La gradualidad y la diversidad de las etapas formativas: Desde una perspectiva teológica y espiritual los valores que se proponen al candidato son ideales de gran altura. Es el inicio de un camino donde al don de la gracia tiene que estar secundado por el esfuerzo, la acción ascética que depende del autoconocimiento y la confrontación. El deseo y la vivencia de los valores vocacionales no brotan de la nada, no son flores silvestres. Son frutos bien cultivados, intencionalmente buscados, propuestos de manera explícita y clara. Los itinerarios formativos favorecen una interiorización paulatina y evolutiva del ser hombre, cristiano, discípulo y Buen Pastor. En el Curso Introductorio se profundiza la experiencia de un cristiano en discernimiento vocacional vivido en comunidad. La etapa filosófica es propuesta como el aprender a ser discípulo de Cristo, más allá de simples estudios filosóficos. La etapa teológica incluye un itinerario específico: los sentimientos, las actitudes, el estilo de vida de Jesucristo Buen Pastor. Debe ser la etapa no únicamente más prolongada, sino la más exigente en la formación inicial. El año o tiempo de experiencia pastoral se verifica la vivencia de valores vocacionales adquiridos y la prevalencia de una autoexigencia y generosidad que demuestren su idoneidad.


2. Algunas líneas pedagógicas y principios formativos prioritarios: a) Conversión integral La conversión es un fenómeno que ocurre en el ámbito de la fe, pero que debe incluir a toda la persona, especialmente en tres áreas: El plano de la Verdad: es necesaria la apertura a la realidad, no construir la formación en la fantasía, en la imaginación o en expectativas no realistas. Nos lleva a percibir valores objetivos y a contemplarlos como meta de la propia existencia. Aunque siempre conserva su carácter de misterio, el candidato debe poseer la capacidad de aproximarse a la realidad personal y del entorno, aunque sea dolorosa. Debe preguntarse dónde están sus motivaciones reales más profundas y por qué se adhiere a ciertos valores. Se cuestionan sus móviles inconscientes y sus orígenes. Se los reconoce y nombra sin miedos, para poder convertirlos. El plano del Bien: no basta comprender la verdad, es necesario que sea significativa para la persona, que sea percibida como un bien, que se elije libremente (y no como una norma exterior a cumplir) y que abre a la persona a la experiencia subjetiva de un valor objetivo. El plano del Amor: es el carácter afectivo, tan central e importante en la vivencia de los valores propuestos. La verdadera amistad, las relaciones cordiales, maduras, fraternas, la vida comunitaria donde se da y se recibe deben ser constatadas con mucho cuidado. No se trata de cualquier afectividad, sino que viene caracterizada por el don de sí mismo en favor de los demás. Sólo en la oblación y no en la gratificación de necesidades personales se construye una vida célibe. b) Verificación de la relación con la totalidad del yo y la propia identidad La persona que ha evolucionado normalmente logra la doble capacidad de diferenciarse e integrarse. Esta capacidad lleva al sujeto a fijar sus propios límites ante los demás (diferenciación) y, a la vez, asumir su propia realidad compleja y ambivalente, ligando el pasado y el presente con un ideal proyectado hacia el futuro (integración). Esto permite tener la certeza de la propia amabilidad subjetiva y el carácter positivo y estable de la persona. Cuando no se puede reelaborar lo vivido, captar su sentido, recomponer las rupturas y divisiones, y reconciliarse con las vivencias negativas o percibidas como tales, es muy difícil elaborar y vivir un proyecto de vida sano e integral. Hasta que no sane, nombre y dé sentido a su propia historia familiar y a las heridas de su niñez, siempre será esclavo de estos reclamos, ausencias, carencias que le quitarán libertad para la entrega generosa, quedando encerrado en sí mismo. Esto se verifica a través de algunos signos concretos de la vida diaria: a) No limitarse al comportamiento externo, sino


incluir también las predisposiciones y motivaciones, los sentimientos y las sensaciones conscientes o inconscientes siempre ligados a relaciones conflictivas con los demás: los celos, las intrigas y las mentiras. b) Cuando los conflictos relacionales no se ven como un problema personal, sino como un problema siempre de los demás, el candidato percibe sus caprichos como legítimos y justificables. Sus propias gratificaciones afectivas, sexuales o de poder, son realmente la fuente energética de su vocación y por lo tanto no ve internamente por qué habría de cambiarlas. c) La incapacidad de asumir los medios ofrecidos por la formación para vivir la falta de gratificación y salir de sí mismo: oración, vida fraterna, deporte y apostolado. Estos elementos son decisivos para el futuro sacerdote, porque generan una identidad estable que lo hace capaz de vivir en forma unitaria, la multiplicidad de experiencias y de relaciones, de donde se pueden desarrollar los parámetros fundamentales de la personalidad del Buen Pastor. Hay que tener en cuenta, que la certeza sobre la propia identidad y la orientación sexual no es fácil para el joven de hoy, porque su definición tiene que hacerla de frente a una sociedad “líquida”, que parece hacer igualmente viables todas las posibilidades, en todos lados y en todo momento. Los candidatos deben tener en cuenta que algunas dificultades, a primera vista marcadamente sexuales, reflejan problemáticas de otro tipo, como la estima de sí mismo, la madurez y la dificultad de donación y de vivir relaciones profundas y estables. c) La capacidad de amar y de donarse Una de las expresiones más importantes de la madurez afectiva es la capacidad de reconocer y querer el bien del otro, en la búsqueda de la empatía. La vocación cristiana es la invitación a salir de sí mismo para poner en Dios el centro de la propia existencia, contra la tentación de hacer del yo el centro de la propia vida. Si bien lo que nos debe mover a ser sacerdotes es la entrega a Cristo y al prójimo, lamentablemente prevalecen motivos secundarios como el ocupar un rol, anhelos de protagonismo, realización de actividades de desarrollo humano. El cardenal Hume aconsejaba a los futuros sacerdotes: el único modo de vivir como célibes es vivir una vida disciplinada de oración. Esto es lo que al final nos salva. Llenar nuestra mente y corazón con una gran aspiración por Dios, y por las cosas de Dios. No podrás hacer esto al máximo nivel, pero deberías intentarlo cada día. d) La centralidad de la afectividad En los últimos tiempos, se ha revalorado la centralidad del mundo afectivo de cada persona y de la comunidad. Esto significa ir a la fuente de la propia


vocación, que no es simplemente una renuncia al matrimonio, sino un don. Es el amor de Cristo que se apodera del elegido, que siente la necesidad de permanecer libre para responder con plenitud a la elección. No es el celibato lo que constituye la esencia de la vida consagrada, sino la respuesta amorosa en la relación al Señor que nos ha amado primero. Por esto, la ausencia de sentimientos es un dato muy preocupante en la dinámica formativa, porque revela la falta de alegría, propia de quien ha encontrado el tesoro en el campo o la perla preciosa (Mt 13,44-46). Este candidato corre el riesgo de recurrir al sacerdocio como a una especie de profesión, un poder socialmente reconocido, un rol importante en la sociedad, que le daría (de modo fantasioso) una estima de sí mismo, una protección de miedos e inseguridades. Así las motivaciones espirituales terminan por volverse del todo secundarias hasta irrelevantes. Esto lleva a vivir en una fachada hacia fuera, sin una adhesión de mente y de corazón, ni una coherencia de vida, ni un convencimiento de los valores que aparenta vivir y mostrar. Tienen una pobre experiencia de Dios, incapaces de reconocer las propias debilidades y pecados y de trabajar sobre sí mismos, en un camino de conversión. La mayoría de los abusos sexuales siempre fueron precedidos por años de mentira y apariencia, sin dirección espiritual ni sacramento de la confesión. e) El valor formativo de la renuncia La renuncia indica cómo un seminarista pueda perseverar en una elección aun sin haber recibido las gratificaciones esperadas. Es fundamental distinguir la tensión que viene de la renuncia y la de la frustración. En el primer caso la renuncia no se considera central en la motivación, no le quita la paz y la serenidad, porque no es percibida como algo indispensable y necesario para la propia vida. Si así fuera, la tensión sería frustración y haría que la vida sacerdotal fuera algo contra-natura, que nos llevarían a no estar nunca contentos con la elección realizada. La tensión de renuncia se fundamenta en la capacidad de autodominio, en el poder vivir con libertad y conscientemente el origen de la tensión, que es propio de la lucha espiritual de la vida cristiana. El candidato maduro no niega la tensión de crecimiento con justificaciones. No pierde la paz y es capaz de permanecer en la situación, con una libertad básica que no se pierde en las dificultades. f) Una espiritualidad de comunión Se debe constatar dos elementos aparentemente opuestos pero paradójicamente conectados en la experiencia de la comunión: Saber vivir la soledad: la experiencia de soledad y silencio, es un banco de pruebas indispensable para el futuro sacerdote, que en el celibato renuncia a vivir


una relación exclusiva con otra persona. Si el seminarista no sabe estar bien consigo mismo, difícilmente podrá tener relaciones serenas con los demás. El sentido de soledad acompaña la vida humana porque existe un aspecto interior, un vacío, que ningún otro ser humano puede colmar. Esta soledad, cuando no es aceptada, lleva irremediablemente a expectativas ilusorias que nunca se podrán cumplir y que ocasionan el fracaso en el matrimonio y, en el caso de sacerdotes y religiosos, una serie de graves compensaciones psicológicas entre las que se encuentran los abusos y desviaciones sexuales, la búsqueda de poder y la acumulación de bienes. Las relaciones sanas de amistad: una característica dolorosa, en las personas que han provocado escándalos sexuales, es la falta de relaciones con pares, de amistades gratuitas, afectuosas, en las que no se desempeñan roles o funciones. Esta carencia habla de personas profundamente solas, heridas, frustradas y angustiadas. Las buenas relaciones de igualdad son un elemento esencial para la aprobación de las órdenes sagradas. Dice la PDV 44: Los candidatos al sacerdocio necesitan una madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia a todo lo que pueda poner el celibato en peligro, a la vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, a la estima y respeto en las relaciones interpersonales con hombres y mujeres. Una ayuda valiosa podrá hallarse en una adecuada educación para la verdadera amistad, a semejanza de los vínculos de afecto fraterno que Cristo vivió en su vida. g) Aprender a integrar la agresividad La agresividad es parte de la naturaleza humana y es indispensable para vivir. Es un componente psíquico que nos permite afrontar los obstáculos, es la garra que da fuerza y coraje para no sucumbir ante las dificultades y permite llevar a buen término cualquier objetivo en la existencia. Las pasiones son fuentes energéticas para encauzar. La responsabilidad no está en la pasión en cuanto tal, sino en la dirección que le es asignada. Es la elección del sujeto la que confiere connotaciones morales a las pasiones: él puede usarlas para afrontar las dificultades de un apostolado o para convertirse en un capo del narcotráfico. La negación de la rabia no lleva a una vida más reposada y tranquila; ésta es más bien potenciada. Los sentimientos se revelan cuando no son escuchados, cuando no encuentran su lugar adecuado. Y las consecuencias pueden ser muy graves, para uno y para otros (exabruptos, ironías, venganzas, críticas, burlas, cinismo). En la base de muchos escándalos sexuales se halla justamente la agresividad negada. h) La respuesta formativa: el acompañamiento formativo


El acompañamiento permite un camino de crecimiento humano y cristiano preventivo y propositivo. Los itinerarios y planes formativos quedan sin alma si falta la relación viva, sincera y profunda entre el formador y el formando. Cuando esta relación no existe o es superficial, simplemente no hay proceso formativo real. Las relaciones defensivas, superficiales o carentes de verdad hacen imposible la formación. Sólo en la confianza, en la mirada de fe al formador (reconociéndolo como mediación de Dios para mi vida), en la humildad, la verdad y la transparencia, el corazón puede ser transformado. i) Presencia mariana y vocación a la santidad La relación simbólica humana y espiritual que se cultive en relación con la Virgen María resulta indispensable en la sana relación humana afectiva que el futuro sacerdote tendrá en las múltiples interacciones con la mujer como madre, hermana, amiga y colaboradora. No podemos ser cristianos solos, con un cristianismo construido según mis ideas. La Madre es imagen de la Iglesia, de la Madre Iglesia y, confiándonos a María, también tenemos que confiarnos a la Iglesia, vivir la Iglesia, ser Iglesia con María. j) Dejarnos acompañar: la necesidad de la dirección espiritual Aceptar dirección es parte del crecimiento. La inmadurez espiritual consiste en no dejarse ayudar, pensando que solos podemos. El crecimiento depende de lo que se aprenda de los demás, con actitud humilde y disposición a someter el propio criterio al criterio más sabio del otro. Pensar que debemos tener respuesta para todo, es una terrible carga. Vivimos con la falsa idea de que no saber algo es signo de fracaso. Aprender nunca es fácil, ya que debemos reconocer que no tenemos la última palabra, la respuesta final, la visión más clara. La humildad radica en aprender a escuchar las palabras, orientaciones y visiones de cuantos nos rodean. Ellos son la voz de Dios llamándonos aquí y ahora. Resistirse tercamente al cuestionamiento de los que tienen derecho a plantearnos exigencias, dudar de su cariño, no aprovechar su presencia y su esfuerzo de estar disponible para nuestra formación, es una peligrosa incursión en la arrogancia. Cuando no respetamos la buena voluntad y la sabiduría ajenas, corremos el riesgo de hacer de todo el mundo objeto de competición, un obstáculo que superar, un enemigo. Buscamos fuera de nosotros la explicación del fracaso que está en nuestro interior. Sustituimos la adultez espiritual por una perpetua adolescencia espiritual. Necesitamos el poder de la humildad para salvarnos de la mezquindad de nuestra egoísta vida, de la insignificancia de nuestro pequeño horizonte y de la poquedad de nuestra limitada visión.


k) Reconocer nuestras faltas, asumir nuestra verdad Una cosa es reconocer la presencia de Dios en el director espiritual y otra, enteramente distinta, admitir nuestras sombras, lo que no somos, lo que no podemos. La humildad nos hace confiar en el director espiritual y reconocer que no somos perfectos y que no tenemos que serlo. Hace falta mucha valentía para no ocultar al guía espiritual todos los malos pensamientos que llegan a nuestro corazón, ni las malas acciones cometidas en secreto. Se trata de mostrarnos como somos, no como quisiéramos ser. Se trata de dejar de mentirnos a nosotros mismos y de fingir ante los demás. Es una carga terrible tener que ser perfecto, tener que estar en lo cierto cuando se teme no estarlo, no equivocarse nunca cuando, en lo más profundo, se sabe que se está equivocado. Y cargar con el secreto de las propias necesidades y la culpa personal es un peso aún peor, que nos consume por el miedo a ser descubiertos. Así desarrollamos una relación tensa con nosotros mismos y con los demás, que nos llevará al aislamiento, la vida solitaria, la vergüenza y la timidez. Después de todo, lo que no podemos aceptar en nosotros, nunca podremos tolerarlo en los demás. De ahí que nos volvamos personajes extraños y oscuros, hoscos y huraños, evitando toda relación, vínculo e intimidad. Nos molesta su imperfección, porque nos molesta la nuestra. Por eso nos escondemos, por miedo a ser descubiertos por los demás. La humildad nos hace valientes para admitir nuestras debilidades y limites. Una vez que admitimos lo que somos, ¿qué otra crítica puede rebajarnos o destruirnos? Al saber quiénes somos, mueren todas las falsas ilusiones de grandeza y todo fariseísmo. Estamos en paz con el mundo. Una vez que nos deshacemos de la carga de la perfección, podemos empezar a relajarnos y vivir. La mayor tragedia de la vida puede consistir en negar nuestra debilidad y no recurrir a otro cuando caemos. Tratamos de salvarnos aferrándonos a una imagen personal que, en lo más profundo, sabemos que es inútil, y que nos impide convertirnos plenamente en nosotros mismos. Nos destruimos al no confesar el germen de codicia, ambición, ira y lujuria en el momento mismo en que está creciendo en nuestro corazón. La humildad es paz. Toma en su mano la vida con suavidad y se la toma tal como viene y nos hace capaces de ver que las riquezas del presente, antes ocultas por tener los ojos en la fantasía. Ligada a la autoaceptación está la capacidad de aceptar lo que tenemos. El anhelo de cosas se ha convertido en una obsesión. La necesidad de tener lo suficiente se ha tornado en una lucha por tenerlo todo que corroe el alma. Y es de estas cosas de lo que la humildad nos salva. Lo que necesitamos para ser felices en esta vida es más que cosas. La vida no consiste en tener los


mejores productos, sino en tener lo necesario para nuestro cuerpo, a fin de que nuestra alma pueda desarrollarse. La vida consiste en saber apreciar lo que se tiene. ¿Por qué no tener todas las cosas que es posible tener? Porque no las necesitamos. Porque sobrecargan el alma y nos atan a los aspectos inferiores de la vida. No hay tiempo para descubrir las alegrías básicas de la vida cuando se nos hace aprender, desde pequeños, la necesidad de superar al vecino en número de cosas. No hay tiempo ni siquiera para aprender el valor del dinero cuando lo usamos para algo que no es en absoluto necesario. Estamos llamados a contentarnos con menos. La humildad consiste en saber quiénes somos a los ojos de Dios y en no pedir más lugar que ése. Estar dispuestos a admitir quiénes somos y aprender a conformarnos con lo que tenemos son las dos piedras angulares de la humildad. l) Crecer en la confianza, apertura y transparencia Al profundizar nuestra vocación, tomamos conciencia de que Dios, en su infinito amor, nos miró con amor y nos eligió. Sabiendo quiénes somos y de lo que somos capaces de hacer, nos llamó a la vida, confiándonos esta hermosa vocación. Si nos sabemos aceptados incondicionalmente por Dios (y por sus mediaciones: formador, director espiritual, obispo), no necesitamos huir de nosotros mismos y de los demás. Algunos jamás llegan a esto. Tal vez no encontraron amor, sólo miradas exigentes y un desfigurado e incompleto rostro de Dios. Sin amor, no hay verdad, vivimos escondidos. La confesión no es una vergonzosa prueba para quien no tuvo vergüenza y pecó. La confesión es la hermosa posibilidad de escuchar y saber que alguien sabe quién soy y me ama en nombre de Dios. Pobre del hombre que no sabe que alguien lo puede conocer y amar. Pobre del que no sabe cómo es el corazón del Padre: celebren una fiesta, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado… Vengan a mí los cansados y agobiados y yo les daré descanso, porque soy manso y humilde de corazón... Nuestra deuda es saber mirar, que a nadie le cueste ser pobre, ser como es a nuestro lado. Que no tengamos otra expectativa que amar su verdad y de verdad. Jesús no solo acoge a pecadores y come con ellos, nació por ellos, vivió por ellos, murió para ellos. Que nunca sea difícil estar junto a nosotros. Hay un texto que ilustra lo que venimos diciendo: En el circo, los payasos no son el centro de los acontecimientos. Aparecen entre los grandes actos, tambalean y se caen, y nos hacen sonreír otra vez, después de las tensiones que los héroes, que hemos llegado a admirar, han creado (acróbatas, trapecistas, domadores, contorsionistas). Los payasos no las tienen todas consigo, no tienen éxito en lo que intentan, son torpes, no tienen un buen equilibrio,


pero están de nuestro lado. No respondemos a ellos con admiración, sino con simpatía; no con asombro, sino con comprensión; no con tensión, sino con una sonrisa. Decimos de los virtuosos: ¿Cómo pueden hacerlo? Decimos de los payasos: Son como nosotros. Y nos recuerdan, con una lágrima y una sonrisa, que compartimos las mismas debilidades humanas (H Nouwen, Payasadas en Roma, p.10).

SUBSIDIO PARA EL 3º ENCUENTRO: EVALUANDO EL PRIMER CUATRIMESTRE  Una vez que recorrimos algunos criterios objetivos del itinerario de formación, podemos confrontar nuestra vida. Se trata de ponernos bajo la mirada de Dios, sin dejar que el mal espíritu nos acuse y nos entristezca, ni tampoco nos impulse a quitarnos el lazo, para evitar que nos hagamos cargo de nuestra propia vida.  La sugerencia es realizar lentamente este ejercicio, eligiendo 1 o 2 preguntas en cada rato de oración. Evita hacerlo de golpe. Puedes empezarlo por la mañana y dejar que esas preguntas resuenen a lo largo del día. Anímate a mirar tu propia verdad, con amor, como Dios te mira. Sin exagerar ni tampoco minimizar tus sombras.  Sólo es posible llegar a tu propia verdad, si te sientes profundamente amado y aceptado por Dios. De ahí que sea necesario primero, ponerte en su presencia y renovar en ti, su mirada buena que confirma tu bondad, tus buenos deseos e inclinaciones más genuinas.  Por último, presenta todo esto a tu director espiritual para que, juntos, elijan algunas prioridades para trabajar en este año. a) Tu fe en Dios, tu consagración a Él (formación espiritual) 1. ¿Cómo te ha ido en la oración? ¿En qué momento del día rezas? Si tuvieras que definir tu experiencia de oración en estos meses, ¿qué dirías? (dispersa, aburrida, entusiasta, oscura, indiferente, etc.) ¿Has tenido alguna experiencia profunda de encuentro con Dios en tu oración? 2. ¿Has sido fiel a un tiempo y lugar determinado de oración, cada día? En el caso contrario, ¿a qué le atribuyes? 3. ¿Has crecido en una mayor intimidad y pertenencia a Jesús? ¿Han entrado en tu oración la vida de los demás? ¿Has intercedido por el pueblo que Dios te confió durante el día? ¿Cómo has vivido el celibato? ¿Qué fue lo que más te ha costado en este aspecto? ¿Cómo comienzas cada día? ¿Cómo lo terminas? 4. ¿Has crecido en una mirada de fe: para con vos mismo y los demás, apostando por aquellas cosas que no se ven, pero que son importantes?


5. ¿Cómo has vivido la Eucaristía cotidiana? A nivel vivencial, ¿ha sido lo más importante del día? ¿Has crecido en tu piedad eucarística? 6. ¿Te has reconciliado con Dios frecuentemente? ¿Cada cuánto charlas en serio con tu director espiritual? ¿Eres totalmente sincero o te guardas algo? En el caso de no haber cuidado mucho este aspecto, ¿a qué se lo atribuyes? ¿Has buscado excusas con facilidad o te haces cargo? b) Tu formación humana-comunitaria 7. ¿Cómo te sentiste en este tiempo? ¿Te has hecho consciente de tus sentimientos? ¿Cómo te sientes ahora? 8. ¿Cómo has vivido las exigencias de cada día? ¿Cómo has manejado y resuelto tus sentimientos y emociones? ¿Has descuidado el descanso y la recreación; la amistad y la familia? ¿Desatendiste alguna responsabilidad? ¿Te has sentido solo, enojado, frustrado, harto, aburrido? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Cómo has resuelto esos sentimientos? ¿Los has podido reconocer en el momento? ¿Te has enojado contigo por tener estas emociones? 9. ¿Cómo has vivido los vínculos con los demás? ¿Cómo te llevaste con tu párroco? ¿Y con la gente de la comunidad? ¿Has sentido celos, broncas, desprecios, complejos? ¿Te interesaste por sus vidas? ¿Fuiste indiferente? 10. ¿Qué responsabilidades te costaron más? ¿Te has sobrepuesto a las dificultades para realizarlas igual? ¿Las has esquivado con excusas? ¿Has elegido siempre lo más fácil? ¿Has esquivado lo más difícil? 11. ¿Has podido salir de vos mismo? ¿Te has centrado en el prójimo? ¿Recuerdas algún momento en que pudiste amar en serio a alguna persona en este tiempo? ¿Has sido el centro de referencia de las relaciones o has podido ponerte en el lugar del otro? 12. ¿Has podido abrirte para darte a conocer a los demás? ¿Has podido establecer algún vínculo profundo con alguien? Ante algún error cometido, ¿has podido charlarlo o pedir perdón? ¿Has podido aceptar serenamente las correcciones? ¿Te has dejado formar por Dios y la gente? ¿Has sabido pedir ayuda y hablar cuando necesitabas? ¿Por qué? 13. ¿Cómo has usado tu tiempo? ¿Lo has aprovechado? ¿En qué has perdido el tiempo? ¿Has sido puntual con tus obligaciones? ¿Has llevado un orden y disciplina en tus cosas? Cuando te tocó ir al Seminario, ¿cómo has vivido esos días? ¿Has aprovechado para encontrarte con tus compañeros, confesarte, estudiar, descansar, visitar a la familia? 14. ¿Cuáles han sido tus motivaciones principales? (aprobación del otro, agradar a los demás, que me reconozcan, miedo a que me reten, deseo


que me admiren, que me tengan miedo, pasarla bien, hacer lo que me gusta, para sentirme conforme conmigo mismo, demostrarme y demostrar a los demás que puedo y que soy valioso, por amor a Dios, por amor a los demás, por obligación, etc.) 15. ¿Cómo ha sido tu relación con las cosas (bienes, dinero)? ¿Has sabido valorarlas y cuidarlas? ¿Cómo has administrado lo que se te ha confiado? c) Tu formación intelectual 16. En el caso de deber alguna materia del profesorado, ¿has podido estudiar? ¿Lo has vivido como una prioridad? 17. ¿Has dedicado tiempo a la lectura espiritual? ¿Qué has leído? 18. ¿Te has tomado tiempo para preparar adecuadamente tus actividades? (charlas, celebraciones, clases, retiros, reflexiones, etc.). d) Tu formación pastoral 19. ¿Descubres en tu corazón actitudes de Jesús Buen Pastor? ¿Cuáles? ¿Has crecido en tu deseo de consagrar tu vida en la vocación sacerdotal? 20. ¿Te has involucrado de corazón con la comunidad? ¿Has tomado iniciativas o esperaste todo de arriba? ¿Cuál crees que ha sido tu aporte a la comunidad en este tiempo? ¿Te sentiste conforme con vos mismo? ¿Qué te reprochas continuamente? ¿Qué crees que te diría Dios al respecto? 21. ¿En qué momentos te has sentido más “cura”? 22. ¿Te ha surgido algún miedo o inquietud respecto de la vocación en este tiempo? ¿Has podido compartirla con alguien? 23. ¿Te imaginas ya como sacerdote de tu diócesis? ¿Lo deseas profundamente? ¿Qué es lo que más te gusta de este estilo de vida? ¿Qué es lo que más te atemoriza de la vida sacerdotal? 24. ¿Cómo te sientes con tu identidad de seminarista? ¿Te dio vergüenza mostrarte como tal? ¿Te has sentido más que otros por ser seminarista? ¿Aprovechaste tu condición para sacar algún provecho o tajada de algo? 25. ¿Cómo te has posicionado con la gente? ¿Desde arriba, sintiéndote más? ¿Has despreciado a alguien internamente? ¿Has sido distante con los demás? ¿Has sido demasiado “confianzudo” y “amigote” de modo que alguno se haya confundido o le haya costado verte como consagrado? ¿Tu cercanía ha sido por necesidad del otro o por tu propia necesidad? 26. Los que se han encontrado contigo, ¿han recibido un testimonio de tu amor a Jesús? ¿O has sido obstáculo para encontrarse con Él? ¿Te has sabido correr del medio en las relaciones para centrarlo a Jesús?


27. ¿Has dedicado tiempo a los pobres, sencillos, enfermos y ancianos? ¿Has realizado actos de amor ocultos y pequeños sin buscar la aprobación o la mirada del otro? 28. ¿Qué realidades consideras periféricas en la comunidad? ¿Has hecho algo por llegar a ellas? 29. ¿Tienes una mirada de pastor respecto a tu comunidad? ¿Te duelen sus dolores? ¿Te alegran sus alegrías? ¿Has intercedido por ellos en tu oración? 30. ¿Has trabajado con tus palabras, actitudes y acciones por el bien y la unidad de la comunidad? ¿Has provocado divisiones a través de comentarios o gestos? ¿Te has abierto a todas las personas o solamente a un grupito? ¿Te has acercado al que no era tan simpático o no fue tan gentil contigo? 31. ¿Has crecido en tu inserción en la diócesis? ¿Te interesas por la vida diocesana? ¿Te sientes parte de su identidad y de su historia? ¿Has juzgado o criticado a algún agente de pastoral? ¿Te has prestado en algún chisme, ya sea escuchando o transmitiéndolo? ¿Has sido misericordioso en tu mirada y tus juicios? 32. ¿Te has esforzado por sumarte a la pastoral específica de tu comunidad? ¿Te has abierto para aprender nuevos y distintos modos de hacer las cosas? ¿Te has cerrado en tu propio punto de vista? ¿Te has animado a expresar lo que disentías o no estabas de acuerdo? 33. ¿Has vivido de un modo demasiado cómodo? ¿Te has animado a salir al encuentro de los demás? ¿Te has arriesgado por los otros? ¿Te has animado a quedar mal parado, con tal de defender una verdad o ser fiel a tus principios? 34. Si tuvieras que enumerar las cosas que aprendiste de los curas con los que convives, ¿cuáles serían? ¿Qué fue lo que más aprendiste de tu comunidad? 35. Resumiendo todo este sinceramiento con Dios, ¿qué cosas buenas has descubierto de tu persona? ¿Cuáles son tus mejores dones? Elige al menos 5 cualidades que Dios te dio y que son bien tuyas. ¿Cuáles puedes potenciar más? ¿De qué modo lo puedes hacer? 36. ¿Cuáles son tus sombras? ¿Qué cosas debes aceptar más de ti mismo? ¿Qué cosas deberías corregir y cambiar? NO TE OLVIDES DE COMPARTIR ESTO CON TU DIRECTOR ESPIRITUAL


La espiritualidad popular: un tesoro para contemplar (1) Consideraciones generales: Marco teórico Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra por haber revelado estas cosas a los pequeños y haberla ocultado a los sabios y prudentes. Sí, Padre, porque así lo has querido. (Lc 10,21-22)

1. Introducción: Luego de la hermosa experiencia de la fiesta de Huachana del 2016, nuestro padre obispo expresó en la reunión del Consejo Pastoral Diocesano del mes de agosto, el deseo de fortalecer más nuestras devociones populares, para darle una mayor identidad a nuestra diócesis de Añatuya. A raíz de estas palabras, nos pareció importante brindar un pequeño aporte para los agentes pastorales a fin de ir concretando esta intuición de nuestro pastor. Este primer escrito busca brindar un marco general y teórico, sustentado con citas del Magisterio. Dios mediante, presentaremos otros aportes que nos ayudarán a despertar las mejores actitudes para acompañar y cuidar este tesoro y que también contemplarán algunos aspectos del mismo, para poder (ante todo) disfrutarlo y recibir la Palabra que Dios nos quiere decir a través de estos gestos religiosos. A su vez, buscaremos aprovechar toda su fuerza evangelizadora, para promocionarlos más y proponer acciones más significativas y encarnadas a nuestro pueblo fiel, aprovechando el potencial evangelizador de nuestra religiosidad popular. Antes que nada, nos parece fundamental enunciar, desde el inicio, algunas certezas que serán desarrolladas a lo largo de este subsidio: a) En la religiosidad popular (=RP) aparece el alma de los pueblos latinoamericanos y es el precioso tesoro de la Iglesia católica en


América Latina, que hay que promover y proteger. Así la definen nuestros obispos en Aparecida (nº 258), citando a Benedicto XVI. b) La RP es obra principal del Espíritu Santo, según el decir del Papa Francisco en diversos textos de la Evangelii Gaudium (=EG). c) Dicen los obispos en Aparecida (=DA): 263. No podemos devaluar la espiritualidad popular, o considerarla un modo secundario de la vida cristiana, porque sería olvidar el primado de la acción del Espíritu y la iniciativa gratuita del amor de Dios. En la piedad popular, se contiene y expresa un intenso sentido de la trascendencia, una capacidad espontánea de apoyarse en Dios y una verdadera experiencia de amor teologal. Es también una expresión de sabiduría sobrenatural, porque la sabiduría del amor no depende directamente de la ilustración de la mente sino de la acción interna de la gracia. Por eso, la llamamos espiritualidad popular. Es decir, una espiritualidad cristiana que, siendo un encuentro personal con el Señor, integra mucho lo corpóreo, lo sensible, lo simbólico, y las necesidades más concretas de las personas. Es una espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos, que, no por eso, es menos espiritual, sino que lo es de otra manera. 264. La piedad popular es una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia y una forma de ser misioneros, donde se recogen las más hondas vibraciones de la América profunda. Es parte de una “originalidad histórica cultural” de los pobres de este continente, y fruto de “una síntesis entre las culturas y la fe cristiana”. En el ambiente de secularización que viven nuestros pueblos, sigue siendo una poderosa confesión del Dios vivo que actúa en la historia y un canal de transmisión de la fe. El Papa Francisco recoge estas intuiciones y las desarrolla en la EG, proponiéndolas en su Magisterio Universal como válidas para toda la Iglesia. d) Todas las expresiones de fe populares nos han precedido en el tiempo y continuarán después de nosotros. Ellas han suplido nuestra ausencia en lugares donde durante años y siglos, les ha mantenido la fe una vela encendida a un santo, una procesión, un rosario rezado durante una novena de difuntos, una imagen velada en algún hogar. Ellas han sido


fruto del Evangelio predicado por santos misioneros que dejaron sus tierras y vinieron a predicar la Palabra de Dios, dejando en el pueblo, expresiones de fe que pudieran mantener en el tiempo, fusionando de forma increíble, creencias ancestrales y muy originales, con la novedad del Evangelio. Por eso, el Documento de Puebla (=DP), allá por el año 1978, reconocía en la RP una fuerza activamente evangelizadora (DP 396). Subestimar su valor, por tanto, sería faltar el respeto y no reconocer la siembra de tantos hombres y mujeres de Dios. e) Dicho esto, hemos de reconocer, con humildad y sin dramatismos, que muchas veces, como Iglesia, no hemos sabido apreciar toda la riqueza de este tesoro escondido. El obispo de San Isidro, Oscar Ojea, lo expresa con mucha claridad y lucidez: El Concilio Vaticano II nos aportó la conciencia de la centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana, lo cual es algo muy importante y valioso. Esto nos llevó a promover la celebración comunitaria de la eucaristía y a vernos a nosotros mismos como comunidades eucarísticas. Los agentes de pastoral hemos sido formados para integrar y promover comunidades eucarísticas. Sin embargo, la realidad nos va mostrando que -si bien se trata de un deseo muy auténtico y que necesitamos continuar viviéndolo en profundidad- nuestras comunidades son sobre todo, comunidades de fe, más que comunidades eucarísticas. Es decir nuestra Iglesia es una gran comunidad bautismal que no participa mayoritariamente de la Eucaristía. Es mínimo el porcentaje de católicos que participan de la misa dominical y es enorme la cantidad de personas bautizadas que tienen el don de la fe. Sin embargo nosotros hemos destinado muchos agentes pastorales dirigidos a la formación de las comunidades eucarísticas: sacerdotes, diáconos, ministros de la eucaristía, lectores, guías, cantores, etc. Pero poquísimos agentes para servir a la fe del pueblo de Dios… Vivimos entonces una cierta tensión: mientras se hace más complejo el acceso a la comunidad eucarística, la fe no ha perdido su capacidad de atraer a las personas. El bautismo es el sacramento del nacimiento de la fe, una fe que ciertamente necesita crecer y madurar. Pero nada puede crecer si primero no nace... Tal vez


hemos pensado siempre a la Iglesia como comunidad eucarística y lo es, pero es bueno seguir creciendo en nuestra concepción de la Iglesia como comunidad de fe, como comunidad de bautizados. Como ven, necesitamos en muchos aspectos tomar denodadamente el camino de la “conversión pastoral” de la que nos habla Aparecida. ¿Acaso no son ciertas estas palabras? Siendo sinceros, ¿no resulta desproporcionada la inversión de recursos humanos y materiales para la atención de la comunidad eucarística por sobre la bautismal? Y aquí nos pueden venir muy bien las palabras de Francisco, para completar nuestro examen de conciencia eclesial: Quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria (EG 200). 2. ¿Qué es la religiosidad popular? ¿Cómo se manifiesta? -Por religión del pueblo, religiosidad popular o piedad popular, entendemos el conjunto de hondas creencias selladas por Dios, las actitudes básicas que de esas convicciones derivan y las expresiones que las manifiestan, Se trata de la forma o de la existencia cultural que la religión adopta en un pueblo determinado. La religión del pueblo latinoamericano, en su forma cultural más característica, es expresión de la fe católica. Es un catolicismo popular. (DP 444) -Entre las expresiones de esta espiritualidad se cuentan: las fiestas patronales, las novenas, los rosarios y via crucis, las procesiones, las danzas y los cánticos del folclore religioso, el cariño a los santos y a los ángeles, las promesas, las oraciones en familia. Destacamos las peregrinaciones, donde se puede reconocer al Pueblo de Dios en camino. Allí, el creyente celebra el gozo de sentirse inmerso en medio de tantos hermanos, caminando juntos hacia Dios que los espera. Cristo mismo se hace peregrino, y camina resucitado entre los pobres. La decisión de partir hacia el santuario ya es


una confesión de fe, el caminar es un verdadero canto de esperanza, y la llegada es un encuentro de amor. La mirada del peregrino se deposita sobre una imagen que simboliza la ternura y la cercanía de Dios. El amor se detiene, contempla el misterio, lo disfruta en silencio. También se conmueve, derramando toda la carga de su dolor y de sus sueños. La súplica sincera, que fluye confiadamente, es la mejor expresión de un corazón que ha renunciado a la autosuficiencia, reconociendo que solo nada puede. Un breve instante condensa una viva experiencia espiritual. (DA 259) -Allí, el peregrino vive la experiencia de un misterio que lo supera, no sólo de la trascendencia de Dios, sino también de la Iglesia, que trasciende su familia y su barrio. En los santuarios, muchos peregrinos toman decisiones que marcan sus vidas. Esas paredes contienen muchas historias de conversión, de perdón y de dones recibidos, que millones podrían contar. (DA 260) -La piedad popular penetra delicadamente la existencia personal de cada fiel y, aunque también se vive en una multitud, no es una “espiritualidad de masas”. En distintos momentos de la lucha cotidiana, muchos recurren a algún pequeño signo del amor de Dios: un crucifijo, un rosario, una vela que se enciende para acompañar a un hijo en su enfermedad, un Padrenuestro musitado entre lágrimas, una mirada entrañable a una imagen querida de María, una sonrisa dirigida al Cielo, en medio de una sencilla alegría. (DA 261) 3. Nos encontramos frente a un preciado tesoro: -En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta unción que lo hace infalible «in credendo». Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación. Como parte de su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe —el sensus fidei— que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que los


permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión. (EG 119) -Cada porción del Pueblo de Dios, al traducir en su vida el don de Dios según su genio propio, da testimonio de la fe recibida y la enriquece con nuevas expresiones que son elocuentes. Puede decirse que «el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo» (cita de Puebla 450 y de Aparecida 264). Aquí toma importancia la piedad popular, verdadera expresión de la acción misionera espontánea del Pueblo de Dios. Se trata de una realidad en permanente desarrollo, donde el Espíritu Santo es el agente principal. (EG 122) -En algún tiempo la RP fue mirada con desconfianza, ha sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al Concilio. Fue Pablo VI en su Exhortación Evangelii nuntiandi (=EN) quien dio un impulso decisivo en ese sentido. Allí explica que la RP refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer y que hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, en América Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro de la Iglesia católica» y que en ella «aparece el alma de los pueblos latinoamericanos». (EG 123) -En el Documento de Aparecida se describen las riquezas que el Espíritu Santo despliega en la piedad popular con su iniciativa gratuita. En ese amado continente, donde gran cantidad de cristianos expresan su fe a través de la piedad popular, los Obispos la llaman también «espiritualidad popular» o «mística popular». Se trata de una verdadera «espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos». No está vacía de contenidos, sino que los descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón instrumental, y en el acto de fe se acentúa más el credere in Deum que el credere Deum. Es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros»; conlleva la gracia de la misionariedad, del salir de sí y del peregrinar: «El caminar juntos hacia los santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular, también llevando a los hijos


o invitando a otros, es en sí mismo un gesto evangelizador». ¡No coartemos ni pretendamos controlar esa fuerza misionera! (EG 124) -Con deficiencias y a pesar del pecado siempre presente, la fe de la Iglesia ha sellado el alma de América Latina, marcando su identidad esencial y constituyéndose en la matriz cultural del continente, de la cual nacieron los nuevos pueblos. (DP 445) -El Evangelio encarnado en nuestros pueblos los congrega en una originalidad cultural que llamamos América Latina. Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe que se yergue al inicio de la Evangelización. (DP 446) -Esta religión del pueblo es vivida preferentemente por los "pobres y sencillos" (EN 48), pero abarca todos los sectores sociales y es, a veces, uno de los pocos vínculos que reúne a los hombres en nuestras naciones políticamente tan divididas. Eso sí, debe sostenerse que esa unidad contiene diversidades múltiples según los grupos sociales, étnicos e, incluso, las generaciones. (DP 447) -La RP, en su núcleo, es un acervo de valores que responden con sabiduría cristiana a los grandes interrogantes de la existencia. La sapiencia popular católica tiene una capacidad de síntesis vital; así conlleva creadoramente lo divino y lo humano; Cristo y María, espíritu y cuerpo; comunión e institución; persona y comunidad; fe y patria, inteligencia y afecto. Esa sabiduría es un humanismo cristiano que afirma radicalmente la dignidad de toda persona como Hijo de Dios, establece una fraternidad fundamental, enseña a encontrar la naturaleza y a comprender el trabajo y proporciona las razones para la alegría y el humor, aun en medio de una vida muy dura. Esa sabiduría es también para el pueblo un principio de discernimiento, un instinto evangélico por el que capta espontáneamente cuándo se sirve en la Iglesia al Evangelio y cuándo se lo vacía y asfixia con otros intereses (DP 448). -Porque esta realidad cultural abarca muy amplios sectores sociales, la religión del pueblo tiene la capacidad de congregar multitudes. Por eso, en el ámbito de la piedad popular la Iglesia cumple con su imperativo de universalidad. En efecto, "sabiendo que el mensaje no está reservado a


un pequeño grupo de iniciados, de privilegiados o elegidos sino que está destinado a todos" (EN 57), la Iglesia logra esa amplitud de convocación de las muchedumbres en los santuarios y las fiestas religiosas. Allí el mensaje evangélico tiene oportunidad, no siempre aprovechada pastoralmente, de llegar "al corazón de las masas" (DP 449) -Como elementos positivos de la RP se pueden señalar: la presencia trinitaria que se percibe en devociones y en iconografías, el sentido de la providencia de Dios Padre; Cristo, celebrado en su misterio de Encarnación (Navidad: el Niño), en su Crucifixión, en la Eucaristía y en la devoción al Sagrado Corazón; amor a María: Ella y sus misterios pertenecen a la identidad propia de estos pueblos y caracterizan su piedad popular, venerada como Madre Inmaculada de Dios y de los hombres, como Reina de nuestros distintos países y del continente entero; los santos, como protectores; los difuntos; la conciencia de dignidad personal y de fraternidad solidaria; la conciencia de pecado y de necesidad de expiación; la capacidad de expresar la fe en un lenguaje total que supera los racionalismos (canto, imágenes, gesto, color, danza); la Fe situada en el tiempo (fiestas) y en lugares (santuarios y templos); la sensibilidad hacia la peregrinación como símbolo de la existencia humana y cristiana; el respeto filial a los pastores como representantes de Dios; la capacidad de celebrar la fe en forma expresiva y comunitaria; la integración honda de los sacramentos y sacramentales en la vida personal y social; el afecto cálido por la persona del Santo Padre; la capacidad de sufrimiento y heroísmo para sobrellevar las pruebas y confesar la fe; el valor de la oración; la aceptación de los demás. (DP 454) -A través de las distintas advocaciones marianas, ligadas generalmente a los santuarios, comparte las historias de cada pueblo que ha recibido el Evangelio, y entra a formar parte de su identidad histórica. Muchos padres cristianos piden el Bautismo para sus hijos en un santuario mariano, con lo cual manifiestan la fe en la acción maternal de María que engendra nuevos hijos para Dios. Es allí, en los santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne a su alrededor a los hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y dejarse mirar por ella. Allí encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los sufrimientos y cansancios de la vida. Como a san Juan


Diego, María les da la caricia de su consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?». (EG 286)

La espiritualidad popular: un tesoro para contemplar (2) Dejándonos interpelar por una simple narración Cuando de comer se trata… La cena estaba tranquila. La casa estaba en orden… Los primeros platos habían sido servidos. Los convidados guardaban silencio. Algo se respiraba en el ambiente. Como una cierta lejanía y frialdad, aún cuando todos estaban muy cerca físicamente. Fue ahí cuando de repente la casa se impregnó de un perfume barato y ordinario. Varios lo pudieron reconocer, tal vez a alguno se le hizo “preocupantemente” familiar. Esta fragancia anunciaba la llegada inesperada de alguien que rompía aquel orden. Era una prostituta. Las miradas reprobatorias se cruzaban, ¿cómo hizo para meterse en esa cena? ¿Quién la había invitado? ¿Cómo se atrevía a pisar ese suelo? Un rostro pintarrajeado escondía la desnudez, ocultaba la fragilidad y vergüenza de aquella mujer. Con decisión asombrosa, se fue abriendo lugar, acercándose por detrás del Maestro, para comenzar con su ritual, bellamente preparado. A sus pies, las lágrimas empezaron a correr la pintura de su rostro, dejando traslucir y desnudar su profunda belleza. Sus hermosos cabellos se soltaron y, con indecible ternura, comenzaron a lavar los pies de Jesús. El manantial de las lágrimas, mezcladas ya con la pintura corrida, era el ungüento que acariciaba y lavaba los pies del Maestro… La tranquilidad y el orden se rompieron. Menos mal que fue así. Algo tenía que irrumpir en aquella sala, para cortar ese clima de hostilidad y desconfianza. Los convidados comenzaron a mirarse entre sí, aprovechando esta situación para poner al desnudo la sabiduría del huésped de honor. Veremos si es tan profeta como parece… Y la Sabiduría se hizo flecha certera que señaló el gesto heroico de esta mujer. Y la última, la pecadora, la que se puso por debajo; se hizo maestra para los “maestros”… Su mucho amor derrochado en besos, lágrimas, perfumes y cabellos, desnudaba la mezquindad e indiferencia de los presentes. Su osada exposición descubría la oculta dureza de los “sabios y prudentes”. Todo su “armamento” reservado para su vida impura, se transformaba –al contacto con la carne humana del Hijo de Dios- en ofrenda de amor ante el gratuito perdón. Lo que aparentaba aberración, se


convirtió en instrumento de salvación. Donde estuvo su pecado, estaba ahora su don, la otra cara de la misma moneda… La misa estaba tranquila… El templo del santuario estaba en orden, en aquel domingo. El padre trataba de acercar y hacer llegar de forma más comprensible la Palabra a sus fieles. En ese momento, las miradas, atentas en las palabras del sacerdote, se dirigían ahora, curiosas, hacia el bullicio que venía del fondo. Unas rodillas rozaban el piso impecable del recinto, avanzando decididamente hacia el Santo. No faltó quien chistara, ni quien comentara algo al compañero de banco, ni quien suspirara con exageración, ni quien moviera la cabeza desaprobando esta actitud… La escena se repetía: jueces implacables condenaban esta demostración de cariño y ternura, expuesta sin miedo, como expresión corporal del ¿con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?… Todo es poco, para el que se siente agraciado. Todo gesto, sacrificio, esfuerzo resulta una migaja frente al manjar recibido… ¿Cuándo llegaremos a comprender la profundidad de estos gestos? ¿Cuándo dejaremos de solemnizar, aparatosamente y de alejar la Cena del Señor? ¿Cuándo lograremos una mirada mística que disfrute de estas tonalidades hermosas que embellecen la celebración eucarística? ¿Cuándo integraremos mejor estos gestos simbólicos y sensibles? ¿Cuándo llegaremos a descubrir el valor del tacto, del trato personal y familiar con el Señor, que siempre apreció estos gestos auténticos y tan espontáneos? ¿Cuándo dejaremos de juzgar a los que poseen otra manera de expresar su fe y su espiritualidad a través de gestos tan sencillos y evangélicos? ¿Cuándo dejaremos de luchar contra la espontaneidad del Espíritu que se manifiesta y nos descoloca y libera de todo racionalismo que ahoga, interpreta, juzga y condena? ¿Cuándo cambiaremos nuestros criterios morales o dogmáticos por otros más evangélicos, estéticos e integradores? Nuestros santuarios están repletos de estas expresiones de mística popular cuyo autor es sin duda el Espíritu de Dios, que sopla donde quiere y cómo quiere, sin que sepamos de dónde viene ni a dónde va. ¿Cuándo nos pondremos de rodillas para alabar el hermoso lío con que el Espíritu nos va desinstalando y conduciendo? ¿Cuándo dejaremos de ponernos en el pedestal de los que saben, para juzgar de ignorancia o de menos fe a los que expresan su amor a Jesús Eucaristía desde otros parámetros y símbolos? ¿Cuándo nos pondremos en discípulos y aprendices del pueblo de Dios que es tan sabio y tan lleno del Espíritu, tan corajudo y atrevido en sus gestos familiares, y para nada artificiales, como muchos de nuestros gestos? En el desarrollo de algunos ritos de la liturgia oriental, cada fiel, movido por el Espíritu, se acerca espontáneamente a venerar el ícono, con un beso,


posando la frente, y ofreciendo una vela encendida, mientras la celebración sigue su curso. Eso no distrae la atención del ritmo de la liturgia, ni de las palabras que se están pronunciando, sino que, más bien, la explican, la manifiestan con un gesto sensible y corpóreo. Eso embellece la celebración y la concentra en el verdadero núcleo de fe, que es el cariño al Señor, a la Virgen, a los santos… Si no tenemos la suficiente fe para ver el tesoro escondido del Reino en estos gestos, al menos no los juzguemos, ni los pretendamos controlar o manipular. La ternura con que la que un peregrino acaricia a su Santo, la seguridad con la que sostiene una estampa en sus manos, la firmeza de esas rodillas que sostienen horas en la fila del Patrono, la mirada misteriosa y profunda de la madre que amamanta a su hijo, extasiada de ese don acurrucado en sus brazos, el comentario testimonial y kerigmático con el que un peregrino cuenta a otro su milagro, la promesa que es depositada con todo el agradecimiento del alma, la bandera agitada en alto, la imagen familiar apretada fuertemente contra el pecho, la ofrenda cargada con fe generosa y servicial como signo de gratitud, los regalos “misioneros” que son bendecidos para ser entregados a vecinos y a quienes no han podido llegar, el rozar sagrado de los pies, suave murmullo que sube al cielo, como clamor de pueblo peregrino, el comentario amoroso y catequético de un padre a su hijo asombrado ante este “espectáculo” de fe. Todo esto es un anticipo del cielo, son signos de la presencia irrefutable del Reino entre nosotros, son regalos que embellecen la celebración del mayor de los regalos: el Cuerpo entregado, la Sangre derramada… El murmullo, los ruidos, las “distracciones” son expresiones de la vida que corre por las venas del santuario, que no es un museo, sino una casa familiar, donde hay bulla, porque hay vida… Maldito sea el día en que el silencio impostado y solemne opaque las manifestaciones de vida que riegan y corren por las venas de nuestros santuarios… Maldito sea el día en que el racionalismo estéril opaque la fecundidad de la vida que fluye, se celebra y se festeja… Fue en otra comida, en donde el derroche se hizo fragancia que llenó todos los rincones de la casa. También tuvo por protagonista una mujer. Ella también fue víctima de la mirada oscura y rastrera de los que no entienden y calculan, de los que miden y no intuyen. Este gesto quedó para siempre grabado en la memoria de la primera Iglesia y se contó de generación en generación. Gestos así, sólo surgen en la intimidad de una casa, donde hay confianza, donde nos sentimos parte, donde abunda más el olor a pan casero, que el olor a desodorante de ambiente En otra comida, Jesús nos invitaba a cambiar nuestra mirada comenzando por los últimos, por los que no tienen cómo retribuirnos, los


postergados y despojados de tantos derechos. Muchos hermanos vienen a los santuarios porque se sienten como en casa, con dignidad, tratados bien. Ellos andan, caminan, se sientan, toman mate, se lavan con el agua bendita, permanecen y se mueven como en su casa. El santuario es su casa. Tal vez, para muchos, será su única casa, su lugar de pertenencia, su oasis en el desierto de sus anónimas vidas. Por eso, reclaman con insistencia una atención personalizada, piden que se los escuche, se los mire con atención, se los respete en silencio, se los acepte tal como son y como vienen, se les sonría y reconozca como personas. Jesús sabe de esto, porque Él mismo quiso ocupar ese lugar y nos dejó el signo más claro en la Eucaristía. Allí el Señor queda expuesto, desnudo en la simpleza del pan, despojado de todo ropaje, mostrado, disponible, vulnerable, en un poco de pan, sobre la mesa familiar. Allí mismo, Él nos espera a la intemperie de la vida, en la calidez de una mesa, para que, al mirar la humildad de Dios, derramemos nuestros corazones ante Él; para que, al contemplar su exposición y máximo despojo, invirtamos nuestra mirada comenzando por los últimos, por aquellos que nunca, tal vez, podrán recompensar nuestros gestos de acogida, de ternura, de escucha detenida… Cuando de comer se trata, hay mucho por aprender, mucho para descubrir, mucho para disfrutar, mucho para integrar, a muchos por incluir. Nuestros santuarios siguen siendo el tesoro de América Latina, el don preciado de Dios para nuestro tiempo y para nuestra incipiente fe. Son el alma de los pueblos de América Latina, el reservorio de fe que sostiene la vida del universo. La mesa del altar es el símbolo en donde nos encontramos todos, venidos de diferentes lugares y culturas, con tantos ritmos distintos de vida y con tantas cruces y flores en este camino, cuya meta o lugar de encuentro tiene forma de mesa, lugar compartido e inclusivo. Cuando de comer se trata, el desafío será hacernos pan para los otros, dejándonos amasar por la fe del pueblo de Dios, partir en el servicio generoso, compartir migaja por migaja para realizar la comunión y comer para alimentar tanta hambre, la propia y la del prójimo. Los santuarios siguen siendo acontecimientos de fe, pasos certeros de Dios por nuestra historia, pedazos de cielo que reconfortan nuestras vidas y la alientan en la esperanza, signos elocuentes de un Reino ya muy cercano a nosotros. Cuando de comer se trata, sólo queda el ir hambrientos a este encuentro, dispuestos a ser saciados y a ser usados, con ternura, como pan para otros hambrientos…

1. ¿Qué gestos espontáneos y muy propios usas para expresar tu fe? 2. ¿Quién te ha enseñado a manifestar tu fe con estos gestos?


3. ¿Has juzgado o despreciado manifestaciones de fe distintas a las tuyas? ¿Te has sentido superior a otros? 4. ¿Qué actitud te invita a tener Jesús para con los que expresan la fe en modos distintos a los tuyos?


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