Algunas notas de la espiritualidad misionera

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La renuncia de sí mismo Santos Lugares, 15 de mayo de 2014 “Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24)

Antes de abordar el tema de la renuncia, me parece primordial, poder reconocer lo que elegimos, esa perla preciosa, ese tesoro (Mt 13,44-46) que le dan sentido a la renuncia y a todo tipo de sacrificio. Podríamos decir que al elegir la misión como estilo y forma de vida, elegimos ponernos en las filas de los discípulos misioneros de Jesús. Elegimos salir de nosotros mismos y estar en continua salida. Elegimos la desinstalación y la intemperie como forma habitual de vida. Elegimos la intimidad itinerante (como dirá Francisco en EG 23) como cotidiana forma de relación con el Maestro. Elegimos dejarnos llevar, más que llevar nosotros. Elegimos dejarnos evangelizar, antes que evangelizar nosotros. En definitiva, elegimos seguir ese impulso que brota desde muy adentro, de la seducción total que provoca en nosotros Jesús, el Misionero del Padre. Y a medida que la seducción crece, las elecciones también. Algo en nosotros nos “obliga” a ir dando pasos, fronteras que se van cruzando, horizontes nuevos que se van abriendo, preguntas nuevas que van brotando… Este camino concluye -pero a su vez empieza- con la disponibilidad que nos hace audazmente (y tal vez ingenuamente) gritar: Aquí estoy, envíame a mí (Is 6,8). Esta disponibilidad al llamado acuciante del Señor, se hace punto de llegada y a su vez de partida, en este camino misionero. Camino que irá acompañado de renuncias, ante encrucijadas que nos inviten a tomar el camino más fácil. Vamos a ir, entonces, a algunas renuncias que en mi experiencia personal, tuve que ir haciendo y seguir haciendo, que se pueden resumir en: la renuncia de sí mismo, y que las iremos desplegando en forma de pequeños consejos, que tal vez sirvan de aliento y luz para los jóvenes misioneros, que empiezan su camino espiritual: a) A caminar más lento: esa fue la nueva consigna con la que me topé al desensillar en Santos Lugares. Mi prisa habitual porteña chocaba de frente con la parsimonia de mis hermanos santiagueños. Desde el modo de hablar pausado, los grandes silencios, la paciencia en la dificultad, la aceptación serena ante las adversidades que la vida nos presenta, hasta el aceptar el ritmo que la naturaleza impone. Horarios nuevos, temperaturas nuevas, caminos nuevos. Todo eso me fue obligando a hacer un gran frenazo en mi vida. No faltaron las primeras lluvias, que tiraron por el piso todos los planes, impidiendo salir a visitar las comunidades. Como así tampoco los primeros fracasos y desilusiones, ante las abundantes expectativas propias. Todo esto, y mucho más, me fue obligando a detener mi paso, y aprender a caminar al ritmo de la gente y de Dios. Fue una experiencia (y lo sigue siendo) como la de Nicodemo: tuve que nacer de nuevo. Es otra cultura, otra historia, otros tiempos, otros valores, otra lógica. Y esto necesita tiempo, silencio, apertura, mirada atenta y muuuuucha paciencia. Renunciar a las propias categorías, para abrazar las nuevas, es todo un camino de aprendizaje… b) Si no los entiendes, al menos no los desprecies: luego de la idealización primera, del enamoramiento inicial, suele visitarnos una tentación habitual: la desilusión, el enojo por la respuesta de la gente, o por las contrariedades: ya no son tan buenos como pensaba. Estos “pobres” ideales que conocía en experiencias puntuales, o por fotos, ahora eran los “pobres” reales que el Señor me invitaba a amar. Este aterrizaje forzoso en la realidad, necesario para empezar a caminar en la verdad y no en los sueños, se tornaba sutilmente desprecio, sentimiento de superioridad, incomprensión, dureza. Me había salteado el primer paso: amarlos, entrar en la amistad con ellos, quererlos por ellos mismos, no como estrategia pastoral, sino como gratuidad del amor, que no espera recompensa, ni reconocimiento del otro. En esos días hacía mía la plegaria del P.Carlos Mugica: Señor, quiero quererlos por ellos, y no por mí. Ayúdame. c) Para dar un paso adelante, fíjate en la huella del que vino antes, sigue su rastro: por gracia de Dios, tuve el privilegio de seguir el camino andado por un cura italiano, P.Duilio, que estuvo más de 25 años por aquí. Su caminar, su estilo misionero, su entrega fueron grandes faros que iluminaron mi camino. Aún cuando la presunción me hacía tender a ponerme enseguida a abrir picadas nuevas, fue bueno aceptar la riqueza del camino anterior y ponerme en su huella. Luego el Señor me permitió ir abriendo nuevos caminos o pisar la huella con mi propia riqueza y originalidad, pero sin descuidar nunca el camino sagrado del otro, tan marcado aquí y que tanto bien hizo en los inicios de la vida parroquial.


d) Ten fe en la fuerza de crecimiento de la semilla del Reino, su fuerza es incontenible e imparable: muchos de los tropiezos, reniegos y enojos, vinieron por mi excesiva expectativa respecto a los resultados que esperaba de mi siembra. No podía creer cuando, habiendo hecho innumerables kilómetros para llegar a una comunidad, me encontraba con una o dos personas y a veces con ninguna. Sufría los “fracasos” de misas poco concurridas, o de comunidades divididas, indiferentes, reticentes ante varias propuestas. Esto me hizo ir cambiando y convirtiendo la mirada. Me hizo agudizar la vista para descubrir los pequeños brotes de vida del Reino, que la miopía habitual me impedía ver. El detalle empezaba a cobrar importancia, dejando para otro momento el diagnóstico del “todo”. Estando en un retiro del clero de la diócesis, dos sacerdotes santiagueños, de los 23 que éramos, compartían que su vocación sacerdotal surgió gracias al testimonio del grupo misionero que visitó su paraje. Esto es la fecundidad escondida. Tal vez estos misioneros nunca lleguen a conocer estos dos grandes frutos. Así son las cosas de Dios… e) Se hace lo que se puede, con lo que se tiene, ni más ni menos de lo que se pueda: esa es la ley de Dios: esta fue la feliz conclusión a la que llegaba el Negro Barrera, un poblador de Toro Pozo, cuando orgulloso mostraba la mediasombra preparada por la gente, para cubrir el lugar del almuerzo en aquel mediodía caluroso de visita del obispo. Palabras que quedaron dando vueltas en mi corazón, mostrándome la honda sabiduría de nuestra gente… Un día de lluvia, más que una mañana desperdiciada, es una hermosa ocasión para hacer otro tipo de actividad, más de adentro, más orante, más contemplativa... La imposibilidad de llegar a Villa Palmar para celebrar unas primeras comuniones, por el barro que me hizo pasar la noche en el camino, fue una hermosa ocasión para descubrir que no soy Dios, soy tan solo un hombre, nosotros proponemos, pero siempre será Dios el que disponga. También esta gran verdad me ayudó a atenuar el dolor de la renuncia a dos espacios que valoraba mucho y me sostenían. El primero, la amistad sacerdotal con algunos curas de Buenos Aires. Al menos dos veces al mes pasábamos un día juntos, compartíamos la vida, charlábamos cosas de adentro, rezábamos juntos. Ese espacio ahora no lo tengo. Sin embargo, a través de algunos llamados telefónicos, o algún mail, o cuando viajo para allá, podemos seguir encontrándonos. Valorar esto que se da y que es posible, me ayuda a no añorar las cebollas de Egipto, sino a abrazar esta tierra prometida, que el Señor me regala, disfrutando de lo posible y resignificando algunos espacios de encuentro. A su vez, también pude valorar los encuentros con los curas de aquí, esporádicos, pero ciertos, con los que fuimos creciendo en un mayor nivel de intimidad y cercanía. La otra renuncia, que también me costó, fue la distancia física con mi director espiritual. Doce años ininterrumpidos de charlas frecuentes fueron suspendidos. Sin embargo, fui valorando otro tipo de comunicación con él a través del mail, más ocasional, aprovechando y optimizando los momentos de encuentro en los viajes a Capital. También reconozco que me costó acostumbrarme a encontrar otros confesores, abrirle a ellos, confiado, mi corazón y descubrir la fuerza y el poder transformador del perdón sacramental, más allá de su mediación humana y visible. Todo esto me fue ayudando también a descubrir otros tipos de presencia de los amigos y de la familia que la meramente física. Como compartía en el capítulo anterior, la presencia mística es bien real y nos sostiene misteriosamente en esta hermosa, valiosa y bien real comunión de los santos. f) En medio de tantas voces, escucha la de Jesús que te dice: “lo que yo les mando, es que se amen los unos a los otros”: frente a tantos mandatos, externos e internos, de que el misionero debe hacer esto, debe ser así o asá. Frente a tantas voces que me presionan para llegar a todas las comunidades, visitarlas, desarrollar tal proyecto, etc. Frente a tantas palabras, mandatos e imperativos, que muchas veces no vienen de Dios, se puede debilitar la fuerza del mandato con mayúscula: el amor a los demás. Cuántas veces la prisa, los requerimientos (internos y de afuera), las exigencias me han hecho olvidar la esencia del Evangelio: amar a cada uno como Dios nos ama. Si nuestra vida fuera tan solo respuesta a este mandato, creo que la cosa sería muy distinta. Es verdad que todo lo que uno trata de hacer, es signo del amor que tenemos, pero muchas veces nos mareamos en las formas, y nos gana la desilusión, tristeza, la dispersión, la prisa, el activismo, y perdemos de vista al hermano que tenemos en frente. En esto, los santiagueños, siguen siendo mis maestros, y yo sigo recursando esta materia: la persona está antes y primero que los asuntos. El sentido de hospitalidad, el afán desmedido por recibir bien a las visitas (tanto que llega por momentos a incomodarte), las horas que pueden pasar tomando mate juntos, o preparando una cena o un almuerzo, ponen de relieve que lo primero y primordial es la persona. g) Caminas junto con otros, junto a una Iglesia que te envía y a otra que te recibe: esta conciencia de ser enviado, me ayudó a no desligarme de Buenos Aires, su clero y su obispo. Siempre me sentí deudor


de todos ellos y traté, en la medida de lo posible, de no perder contacto con ellos, ya que, gracias a ellos, soy lo que soy. A su vez, a través de mi pobre persona, es toda la Iglesia de Buenos Aires la que anda estos caminos y anuncia el Reino de Dios. También esta profunda comunión se fue concretizando en la hermosa experiencia de recibir grupos misioneros, que tanto bien le hacen a nuestra gente. La inserción en la diócesis de Añatuya, fue una gracia de Dios. Fui y soy muy bien recibido por el obispo, el presbiterio, los consagrados y laicos. Me siento parte integrante de esta hermosa Iglesia joven, que recién está estrenando sus primeros 53 años de existencia. Participar de los eventos diocesanos, de los encuentros con los agentes de pastoral, me ayudó a descubrirme parte de un todo, hermanado con tantos otros que caminan estas tierras y entregan su vida cotidianamente, aun en medio de hostilidades, dificultades y sinsabores. Ahora, como nunca antes había sentido, necesito el encuentro con otros hermanos, a pesar de las distancias, de los kilómetros a recorrer, hechos con mucho sacrificio, pero con profundo gozo. Los curas que más cerca tengo, viven todos a más de 70 km de aquí, por eso, cada experiencia de encuentro la vivo con profunda alegría. Di un paso decisivo cuando, en vez de seguir lamentándome por debilidades o fragilidades diocesanas, o demandar más atención y cuidado de parte de los demás, caí en la cuenta de que venía a servir a una Iglesia pobre y no a esperar que ella me sirviera a mí. Descubrí entonces mi participación activa y necesaria para colaborar en la construcción de esta diócesis y no esperarlo todo de ella, sino aportar lo mío, sabiéndome corresponsable. También esto se expresó en compromisos con organismos diocesanos (equipo de misiones, acompañamiento a los seminaristas, equipo de animación pastoral diocesana) que, si bien le pueden restar algún tiempo a lo parroquial, sin embargo es un aporte a la Iglesia local y particular. Valorar, amar y respetar el camino y la historia diocesana, con los pasos sagrados de tantos misioneros, consagrados y laicos que entregaron su vida aquí, me ayudaron a ser más humilde y a descubrirme como un eslabón más de una cadena. h) Descubre el valor simbólico y sacramental de tu persona: al vivir en un lugar pequeño, se van estableciendo relaciones con distintas personas, que no necesariamente frecuentan las comunidades cristianas. Como misionero, uno va descubriendo un rol de liderazgo en la comunidad, más allá de lo estrictamente religioso. Por eso, nuestra misión excede muchas veces lo estrictamente religioso o sacramental, y nuestra persona se va transformando en ese sacramento de Dios y su presencia. Nuestra vida cobra un valor de signo muy importante para mucha gente que entrará en comunión con Dios a través de nosotros. Descubrirme como signo, me ayudó a unir más la “función” con mi propia identidad, a sentirme hasta la médula misionero, las 24 hs del día, y no exclusivamente en las “actividades misioneras”. Mi sola presencia aquí es un signo que recuerda la presencia de Dios a la gente, que lo hace presente, como un memorial que actualiza la acción salvífica de Jesús en medio de su pueblo. i) Cambia tus parámetros de “éxito o fracaso” por el de fecundidad. Ten fe en la siembra, que nada nos impida hacerlo apasionadamente, mirando en esperanza los frutos. Cosechamos lo que otros sembraron y otros cosecharán nuestra siembra: los primeros años estaba muy pendiente de los “frutos” visibles, valoraba una actividad por la respuesta numérica de la gente. Sin embargo, con el tiempo y con varios golpes, el Señor me va ayudando a tener una mirada más evangélica y menos “empresarial”. La fe nos hace confiar, esperar y realmente creer que todo lo que hacemos con amor, no se pierde, sino que cobra un valor infinito, nunca será estéril, siempre será fecundo. El estar y permanecer con la gente, en lo cotidiano de cada día, también va haciendo su obra de salvación escondida. A su vez, muchas veces el Señor nos sorprende con otro tipo de fecundidad, en los lugares menos pensados. Algo así como andar hurgando los frutos en un cerco, y encontrarlos sorpresivamente y abundantes en el cerco de al lado. A su vez, también me ayudó a descubrirme fecundo en otros ámbitos y lugares, que no pasan estrictamente por el de Santos Lugares y sus parajes. Algunos frutos los recojo de las resonancias que fueron teniendo algunos escritos que fui mandando y publicando, surgidos en momentos de oscuridad y de aparente “fracaso”. A su vez, luego de 6 años de presencia aquí, voy recogiendo algunos frutos en la gente, en la comunidad, varios pasos lindos que fuimos dando. Por último, no puedo dejar de reconocer los frutos que el Señor fue haciendo crecer en mi propio corazón, todo lo que el Señor me va haciendo crecer en mi vida espiritual y misionera, todo lo que el Señor me fue puliendo, podando, para estar más centrado en Él y menos en mí. Para todo esto, me parece, se requiere un tiempo prolongado de estadía en el lugar de misión. Es verdad que muchas veces hay otros factores que obliguen a estar poco tiempo, pero creo que, en la medida de lo posible, es bueno poder estar un tiempo prolongado, venciendo la tentación de dispersión o de buscar otras experiencias más “gratificantes”, evadiéndonos de esta oscuridad, necesaria para que germine y muera el grano de trigo hundido y resucite, nuevo, en frutos abundantes en la espiga.


j) Es preferible caminar juntos, aunque vayamos más lento, que llegar solos a la meta: el caminar comunitario se fue fortaleciendo en este tiempo. Las expectativas fueron bajando y me fui amigando más con lo posible y real. La gente aquí es muy sencilla, la mayoría de los adultos y ancianos apenas han concluido su séptimo grado, la mayoría de los jóvenes también. Recién en estos últimos años, algunos están concluyendo su secundaria. Los que lo han hecho anteriormente, en las ciudades, han quedado en ellas, muy pocos han vuelto. A medida que fui conociendo y queriendo más a la gente, fui descubriendo la necesidad de simplificar las cosas, de proponernos objetivos sencillos y realizables. Abordar un tema al año y trabajarlo juntos en las comunidades, no pretender avasallarlos con temas o propuestas muy buenas, pero no acordes a sus necesidades y posibilidades. Eso nos ayudó a simplificar la misión y ajustarla a la realidad. Los conceptos más abstractos, fueron reemplazados por símbolos más cercanos y concretos: canciones, un lema, un dibujo, imágenes sencillas. Volver al Evangelio, a las imágenes usadas por el Señor, a su paciencia por acercar la Palabra de Dios a todos, me ayudó a ir a lo esencial. Y así poder incluir a todos en este caminar, caminando más lento, pero entre todos para no dejar a nadie rezagado. Descubro así, con mucho orgullo, capacidades, fortalezas, protagonismos, decisiones que la gente comenzó a tener en la conducción de sus comunidades. k) No hagas siempre lo que te gusta, acepta también tareas no tan gratas, pero necesarias: en la misión uno va descubriendo también muchas necesidades, a las cuales el Señor nos invita a responder. A mí me tocó aceptar la representación legal de un colegio secundario del obispado, el San Benito, aquí en Santos Lugares. Al principio, reconocí muchas resistencias en mi interior, sin embargo, el Señor me ayudó a descubrir mi aporte, el sentido pastoral de este cargo. Y lo que fue abrazado un poco a desgano, terminó siendo una fuente de gracia y fecundidad para mí y para los alumnos, familias, docentes y directivos de este colegio. l) Confía en la Providencia, totalmente, sin reparos, pues nunca te abandonará: no me alcanzarían las hojas de este libro para describir las innumerables presencias de la Providencia a lo largo de estos años. Ella actuó en los momentos menos pensados, ella está, estuvo y lo estará siempre. Es el signo claro de que, si Dios me trajo hasta aquí (certeza que nunca hay que olvidar y que muchas veces el mal espíritu me hizo tambalear dudando de esto), Él se hace cargo de mí y me acompañará hasta el final. Nunca me faltó nada, ya sea material como espiritual, siempre fueron apareciendo personas, “ángeles” de Dios para los momentos de adversidad, gente generosa que aportó sus bienes, o que aparecieron en los momentos menos pensados. Para poner un ejemplo, el día en que el mecánico me pasaba por mail el presupuesto del arreglo de la caja de cambios de la camioneta, que superaba los 10 mil pesos, ese mismo día, minutos después de leer ese mail, recibía un llamado de mi madre, que ignoraba lo de la camioneta, para decirme que tenía ese mismo importe, que había recibido de un grupo de padres de un colegio, que habían realizado un beneficio para la misión en Santos Lugares. Como estas, podría contarles innumerables historias más... ll) No pierdas la flexibilidad para cambiar el rumbo sobre la marcha: algo también muy propio de un estilo de vida misionera, es la apertura constante a los cambios e imprevistos que salpican cotidianamente nuestra vida. Podemos enojarnos, patalear, despotricar, o podemos aprovechar estas ocasiones para crecer en libertad, desprendimiento y humildad. Mientras les escribo todo esto, voy por el noveno día consecutivo de llovizna. Tuve que suspender al menos la visita a doce comunidades, dos encuentros bíblicos con entrega de la Palabra, cuatro fiestas patronales, etc. La primera reacción fue de enojo. Pero Dios me permitió llenar de sentido nuevo este tiempo, aparentemente “perdido”, y ponerme a escribir estas líneas. Sin esta llovizna, tal vez nunca hubieran brotado estas palabras. Dios sabe lo que hace… m) No desprecies los quehaceres cotidianos y las tareas domésticas: la vida en misión tiene mucho de cotidianeidad. Desde la limpieza de la casa, de los espacios de la parroquia, los arreglos de las instalaciones, el lavado de la ropa, la cocina, arreglos de la camioneta, son todas actividades que forman parte de la vida de inserción en una comunidad. Aquí las cosas llevan un poco más de tiempo, debido a la falta de algunas comodidades más propias de los centros urbanos. Sin embargo, en la sencillez de lo cotidiano, también descubrimos el rostro de Jesús de Nazaret, que compartió estas labores humildes, tan propias de nuestra condición humana. Esto nos hace sentirnos más unidos con la gente, con nuestros vecinos, mirándonos también como uno más en la vida del pueblo. n) Atentos a la comunidad eucarística, sin descuidar la comunidad bautismal: esta distinción que me iluminó mucho, la encontré expresada en la carta pastoral de adviento de 2013 de Mons. Ojea. Si bien,


podría decir que la mayoría de mi gente, pertenece más a la comunidad bautismal, sin embargo, en algunas comunidades, hay personas más constantes, o más habituales en su participación. Y otras solamente aparecen en alguna misa de difuntos, en alguna fiesta patronal. Creo que es acuciante la llamada de Francisco de ir hacia las periferias. Por tanto, el cuidado de la comunidad más cercana, más estable, que podemos llamar eucarística, no nos debe impedir el tiempo y el cuidado de la bautismal. Es más, es bueno ayudar a la primera a que tenga esta solicitud e inquietud por llegar a la segunda. Ambas expresan su fe, al menos en estos lugares, con los mismos signos de religiosidad popular, que tanto estamos llamados a valorar, favorecer y enriquecer. Son una fuerza de evangelización, con la que el pueblo se evangeliza a sí mismo, según el decir de Puebla. Por tanto, no perder la mirada a esta comunidad bautismal, creo que es un rasgo que nos debe identificar a los misioneros, como exigencia continua de derribar fronteras y abrir nuevos caminos de salida. Al menos en mi experiencia, rescatar signos de la religiosidad popular como el agua bendita, la vela encendida, las procesiones, el tomar gracia de las imágenes, los cantos, las flores y tantos otros sacramentales más; como el favorecerlos, disponerlos y enriquecerlos, fue ayudando a incluir a muchos hermanos, que tal vez se sentían ajenos a otro tipo de expresión de su fe. Unido a esto, la opción por los más pobres, sigue siendo un reto, un desafío y a su vez un signo muy elocuente del modo de Iglesia que proponemos y deseamos ser. Ellos han de ser ya no objetos pasivos de nuestra evangelización, sino sujetos y artífices protagonistas de su propio destino. En esto podemos enriquecer estas palabras con la reflexión tan rica y novedosa de Francisco en los números 186 al 216 de la Evangelii Gaudium. Recordemos siempre que nuestras actitudes y gestos educan y dicen más que muchas palabras. Esta tensión hacia los últimos, es sacramento y signo elocuente para nuestras comunidades que se van formando, creciendo y constituyendo. ñ) Promociona los liderazgos locales y laicales: de la mano de lo que decíamos recién, está la constatación cierta de que cada una de las 43 comunidades que integran nuestra parroquia, con suerte, recibe la visita y la celebración eucarística unas 6 veces en el año. Por tanto, la fe no puede quedar reducida a estos momentos, sino que ha de ser algo más habitual y constante, sobre todo el momento comunitario de vivencia y celebración de la fe. De ahí que hace tiempo, en la misma línea de trabajo de los misioneros anteriores, venimos promocionando a los animadores y catequistas de cada comunidad para que asuman su misión de convocar dominicalmente a su comunidad para rezar y celebrar la fe. En algunos lugares está más asumido, en otros aún cuesta más. El centro de la comunidad empieza a ser la Palabra de Dios, de ahí que este año, estamos tratando de que cada familia pueda tener un ejemplar de la Biblia para llevarla y usarla en el encuentro dominical comunitario. Esto nos hace sabernos más humildes y más corresponsables con otros en la misión pastoral, dedicando tiempo, espacio para ir animando a nuestros animadores, para que sean ellos los principales agentes de comunión en su lugar. Esto también nos despoja de todo clericalismo y mala dependencia de la gente hacia nosotros y los promociona en su unción bautismal. o) Cuida con uñas y dientes tus espacios de encuentro con el Señor, para seguir madurando tu corazón misionero en el silencio orante y descubre nuevos espacios de encuentro con Él: por todo lo dicho anteriormente, podemos decir, a manera de conclusión y sin miedo a equivocarnos, que todas estas exigencias nuevas, modos nuevos de vivir la misión, claman por una armadura espiritual, un andamiaje espiritual que sustente los cambios, los momentos de dolor, los fracasos, los horizontes nuevos que se abren. Algo muy lindo que me decía un cura estos días: para permanecer en las periferias donde nos invita Francisco, necesitamos tener una fuerte espiritualidad, estar bien arraigados en Jesús, sino es como que nos manda el muere. Las exigencias de la misión nos van purificando de todo aquello que “nos sobra” y que nos estorba en el seguimiento a Jesús, para hacerlo con más liviandad y premura. Todo esto nuevo nos puede tirar abajo o puede ser una magnífica oportunidad para empezar un camino serio de crecimiento espiritual. En estos años, descubro con humildad, el gran trabajo que el Señor viene haciendo en mi corazón. Por eso, me reconozco como el primer evangelizado, beneficiado de estar por estos lados, ya que es el lugar donde Dios me está haciendo crecer mucho. De más está decir que la vida espiritual del misionero, y de todo cristiano, se alimenta con la oración y con la acción. Ya que es el amor la verdadera fuente de crecimiento de la presencia del Espíritu en nosotros, que nos hace salir continuamente al encuentro del otro y del Otro. A su vez, este mismo Espíritu nos va haciendo más contemplativos. La belleza del monte, los largos viajes en camioneta, el silencio elocuente que envuelve estos espacios, las visitas a las casas, los rostros de la gente, las misas, los tiempos que impone la naturaleza, son verdaderas citas del Señor que nos espera para el encuentro, para que Él siga amasando nuestro corazón misionero…


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