La soledad del misionero Santos Lugares, 14 de mayo de 2014 Soledad que odiamos, y extrañamos cuando no está (R. Barrionuevo). Hablar de la soledad, supone, a mi parecer, una postura, una toma de posición respecto de la misma, un jugarnos a favor o en contra de ella. Frente a esta realidad, no podemos quedar neutrales. Su misma palabra nos acusa, nos juzga, nos pone entre la espada y la pared. Aparecen contradicciones, certezas, experiencias, gritos, recuerdos, anhelos. En nosotros mismos se combate el dolor cuando la tenemos y la añoranza cuando se nos va… ¿Qué sería entonces la soledad en el misionero? ¿Qué relación deberíamos tener con ella? ¿Se la debe buscar a toda costa? ¿Se la debe evitar? ¿La hemos de aceptar con resignación? Cuando nos visita, ¿qué posición debemos tomar? ¿Acogerla o evitarla? Lo primero que viene a mi corazón, es la sentencia clara del Creador, al comienzo de la historia de salvación: No es bueno que el hombre esté solo (Gn 1,18). Somos imagen, llevamos la marca registrada en nuestra alma, en nuestra propia carne, de un Dios Comunión, de un Dios Trinitario, no solitario. Por tanto, el proyecto de Dios es la comunión, somos hechos para el encuentro, para la salida de nosotros mismos hacia un tú. Sin embargo, también es cierta la necesidad vital de estar solos, de pasar momentos solos. Innumerables textos evangélicos, muestran a Jesús solo, retirándose, en su misión pastoral. Necesitamos estar solos. Lo dice por ahí León Gieco: Todos los gritos fuertes nacen de la soledad, uy que fuerte gritas, uy soledad, soledad. La soledad, por tanto, es ese ámbito propicio para ahondar bien adentro nuestro, descubrirnos, descubrirlo a Dios y desde ahí salir al encuentro, ya sea lanzando un grito, que clama al menos por una oreja (sino, no gritaríamos), ya sea en un gesto nuevo de amor al hermano, ya sea en una disponibilidad mayor para escuchar y reconocer al otro. Todos llevamos la experiencia universal innata y evidente de la soledad. La primera acción que recibimos al ser acogidos en este mundo, es el corte, la separación de nuestra madre. Más que ser acogidos, nuestra experiencia original parece ser la de ser arrojados, lanzados a la soledad. Y esta es la primera y vital experiencia que nos acompañará toda nuestra vida: estamos cortados, separados, amputados del otro. Y eso nos provoca un dolor, una sensación de aislamiento, de abandono, de soledad. Pero justamente eso nos hace tomar conciencia de que no nos bastamos solos. Esta herida, esta fragilidad esconde una gran riqueza, se nos vuelve energía, motor, fuerza y dinamismo para poder salir al encuentro del otro. Encuentro que se busca ya no para recobrar esta tan ansiada e idílica comunión, que podría hacernos perder nuestra identidad y soledad, sino más bien, para entrar en comunión desde dos identidades distintas y distantes. Y aquí creo que se juega el camino de felicidad de cada persona, ya que, si salimos movidos por el deseo de tapar y amortiguar la angustia que nos provoca la soledad, nuestro corazón no encontrará sosiego, sino más bien, más hambre, más dolor, más angustia. Porque nadie puede llenar este hueco, que está llamado a mantenerse siempre así: vacío, incompleto, no satisfecho. ¿Por qué, para qué, cuál es este sentido? ¿Acaso Dios es un morboso y desea que vivamos infelices y angustiados toda la vida? No, simplemente, para hacernos poner en camino, para que no nos instalemos, para que comencemos esta aventura y desafío, que nos llevará toda la vida, de buscar el Verdadero Amor capaz de llenar este hueco, tan profundo y por momentos tan doloroso. En cambio, si nuestra salida de nosotros mismos, brota de una experiencia de desborde, no ya de carencia, sino de experiencia de ser amados, que desea darse y volcarse a los demás, eso va haciendo descubrir que hay más alegría en dar que en recibir, nos va haciendo gustar la felicidad, ya desde ahora, porque vamos reproduciendo con mayor fidelidad, el Modelo, el Original, del que nosotros somos su imagen, y nos vamos asemejando más a su modo de ser. Ya van seis años que me encuentro misionando en Santos Lugares, diócesis de Añatuya. Una parroquia rural emplazada en medio del monte santiagueño, con 43 parajes/comunidades para atender, cuya sede no llega a ser un pueblo, sino un paraje más grande. He sufrido en estos años la soledad y, paradójicamente, la he disfrutado mucho. La he llorado, pataleado, pero también la he guardado, cuidado y buscado. Podría compartir que la soledad que más he sufrido fue la soledad pastoral, que la definiría como el no poder contar con nadie para tomar algunas decisiones, el no poder confrontar con nadie, ni discernir con otros el mejor camino para llevar adelante esta extensa comunidad. He sufrido también la soledad afectiva, sobre todo en los primeros meses: la separación física y la esporádica comunicación con los míos, como así también la inactividad en las largas siestas de verano, por momentos interminables, en
los días largos de lluvias y lloviznas, ocasiones que me obligaban a quedarme en casa, a la espera de un tiempo más favorable. Sin embargo, esta soledad sufrida ha despertado en mí, por pura gracia de Dios, otros aspectos que nunca había descubierto o explorado. Soledad que me hizo escuchar con más atención al corazón, para descubrir ese lugar habitado por Dios, transformándola en una soledad acompañada. Soledad que empezó a ser habitada, llena de sentido, espacio vital para el encuentro con el Amado, para el silencio, para la escucha, para la intimidad. Soledad que le empezó a dar más sentido y hondura a la actividad. Soledad que empezó a reclamar su lugar y sus derechos, frente al activismo que deseaba invadirla, avasallarla y conquistarla. Soledad que marcó su límite, su territorio, frente a todo lo que podía hacer que yo la ignorara y la tapara y me escapara, para confrontarme con su dulzura, pero también con su amargura. Soledad que me ayudó a amar más la sencilla vida cotidiana, a semejanza de Nazaret, amigándome con lo sencillo, lo oculto, lo que no brilla. Soledad que me hizo más atento y más vigilante ante la presencia misteriosa del Reino en la vida de la gente, en sus pequeños pasos en su vida de fe, en sus gestos de solidaridad y cercanía, en su vida tan sencilla y silenciosa… Por tanto, toda esta rica experiencia que voy saboreando, se me va haciendo sabiduría, para poder distinguir la buena de la mala soledad. Discernir, para abrazar y buscar la primera, y rechazar y rehuir de la segunda. Podría decir que la buena soledad es la que me predispone para el encuentro, la que me impulsa a salir, a descubrir un tú, a entregarme al otro. Entrega que no es entendida como invasión del otro a mi privacidad o libertad, o como algo que me quitan contra mi voluntad, sino que surge de un amor desbordante que desea darse, como el de Jesús: No es que me quitan la vida, yo la doy por mí mismo (Jn 10,18). La mala soledad, en cambio es la que me encierra en mi propio mundo, la que me enreda en pequeñeces, la que pone su centro en las necesidades inmaduras de mi yo más infantil y más egocéntrico, la que me hace aislarme e instalarme en la propia comodidad y bienestar. Esta mala soledad que nos hace retacear nuestra entrega, la expresa muy bien un autor de espiritualidad cuando dice: “El propósito final de nuestra vida es renunciar a ella, como lo definen los evangelios. Pero, ¿a qué tenemos que renunciar exactamente? Los evangelios nos piden que renunciemos a nuestro individualismo, a nuestros miedos, nuestra seguridad y nuestra necesidad de destacarnos y ser especiales. Nos piden que renunciemos a nuestros planes, ambiciones, iras y todas aquellas cosas que nos mantienen solos y apartados. Lamentablemente, esta renuncia no se produce en muchas vidas, incluida la vida religiosa; especialmente a medida que envejecemos comenzamos a reclamar más espacio privado. Debemos preguntarnos: ¿acaso nos estamos volviendo demasiado cómodos al estar solos? ¿Es saludable querer nuestra propia cama para nosotros solos a la noche, un espacio para nosotros solos durante el día y la realización personal en nuestros proyectos y planes? ¿Es saludable querer una vida que no se comparte? Resulta una auténtica tragedia bíblica que personas de mediana edad y aún mayores vivamos tan cómodamente solos, que el compartir nuestras vidas con otros se convierte en el mero apéndice de un mundo privado celosamente guardado.” (Ron Rolheiser, Adorar con la vida). Y aquí quisiera citar a un poeta, Pablo Neruda, un hombre que, para poder decir palabras tan hondas y tan bellas, necesitó la buena soledad, la experimentó y la vivió en carne propia, para poder salir bien al encuentro, para darnos palabras con sentido, para comunicarnos experiencias de vida. En su Oda a la soledad, nos regala estos hermosos versos: Soledad, yo no quiero/ que sigas/ mintiendo por la boca de los libros/… No es verdad/ la soledad creadora./ No está sola/ la semilla en la tierra./ Multitudes de gérmenes mantienen/ el profundo concierto de las vidas/ y el agua es sólo madre transparente/ de un invisible coro sumergido./ Soledad de la tierra/ es el desierto. Y estéril/ es como él/ la soledad/ del hombre./… La soledad no recibe semillas. Y como dirá en su maravilloso canto de El hombre invisible: la soledad no tiene flor ni fruto. Por tanto, en el fondo descubrimos que no estamos solos, sino que nos envuelve una profunda comunión. Todo esto, necesariamente me remitía a las palabras de Jesús: si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12,24). Palabras que contraponen la soledad con el fruto, la esterilidad con la fecundidad. Por consiguiente, para que nuestra vida esté cargada de sentido, y no quede sola, necesita darse, hundirse, morir, para resucitar en el grano abundante, bien unido en comunión a los demás granos en la espiga. De todo esto, podemos concluir que la buena soledad es la que está cargada de presencia, la que está habitada, la que habla de intimidad, de encuentro. Soledad que nos predispone a la comunión, que nos hace escuchar más y mejor al hermano, acogerlo, valorarlo, amarlo. Soledad que acalla nuestros deseos más inmaduros, para recibir al otro y quererlo en tanto otro. Soledad que nos predispone a escuchar tantos gritos que claman por la comunión, como los escuchó Jesús: no tengo marido (Jn 4,17),
no tengo a nadie (5,7), para darles así una respuesta nueva: la presencia consoladora y vital de Jesús, el agua viva, que calma nuestra sed más hiriente, y que se convertirá en fuente, en manantial de vida para otros (cfr. Jn 4,14; Jn 7,37-39). Soledad que nos predispone a la escucha del grito de todos los crucificados de la historia, que, a una con Jesús, nos claman: tengo sed (Jn 19,28), y nos hace correr ya no para darles vinagre, sino para entregarles el mejor de nuestros vinos, aquellos que se gestaron en el silencio orante, en la escucha silenciosa, en el corazón habitado, con nuestra agua sin sabor, aburrida, rutinaria, sufrida, pero ofrecida hasta el borde, entregada hasta el extremo y convertida, en las manos de Jesús, en el mejor de los vinos (cfr. Jn 2,1-11). No quisiera concluir tan pronto, sin antes mencionar otras dos presencias que habitan nuestro corazón misionero. Hemos hablado ya extensamente de la presencia de Dios, que habita nuestro hueco existencial, el Único capaz de llenarlo. Ante la ausencia física del otro, ante la experiencia de cierto abandono pastoral y la austeridad expresiva, en el modo de la gente de aquí, estoy invitado a decir con Jesús: Me dejarán solo. Pero no, no estoy solo, porque el Padre está conmigo (Jn 16,33). En el corazón del misionero, se encuentran también los rostros concretos de los hermanos por quienes entregamos cotidianamente nuestra vida. Por eso, doy fe realmente de que, tanto en los momentos de inactividad, como en los de intenso trabajo, el rostro de nuestros hermanos le da verdadero sentido a nuestra acción y misión. El amor concreto hacia ellos, descubriéndolos como valiosos, dignos de la entrega de nuestros mejores años, de nuestro sacrificio, de nuestros desvelos, va ampliando los pliegues de nuestro corazón, que van siendo invadidos, poblados, tomados por ellos. A medida que va pasando el tiempo, experimento el cariño que les voy teniendo, que va tomando formas paternales, y que van volviendo fecundo mi ministerio y lo llenan de sentido. Doy gracias infinitamente a Dios porque ellos han ampliado, y lo siguen haciendo cada día, mi capacidad de amar, es decir, me han hecho más humano, más cristiano, más cura, más misionero. Ellos educan mi corazón, lo sacan cotidianamente de la mala soledad y lo predisponen a seguir caminando y saliendo. Por eso, al regresar cada día, de las visitas a las comunidades, al entrar en mi casa, descubro que no lo hago solo, sino con el corazón lleno de rostros, que le dan sentido de comunión a la soledad elegida y abrazada en el celibato sacerdotal. No puedo dejar de compartir los sentimientos de Pablo, modelo de todo misionero: Siempre y en todas mis oraciones pido con alegría por todos ustedes... Y es justo que tenga estos sentimientos hacia todos ustedes, porque los llevo en mi corazón… Dios es testigo de que los quiero tiernamente a todos en el corazón de Cristo Jesús. Y en mi oración pido que el amor de ustedes crezca cada vez más… (Flp 1,4-19). Por último, la presencia eclesial, en el corazón del misionero, es digna de mención. Por un lado, experimento ahora, luego de varios años, la presencia de animadores y catequistas locales que van tomando un mayor protagonismo en la conducción pastoral de la parroquia. Hemos podido armar un Consejo Parroquial Pastoral, con algunos de ellos, con los que comparto con mucha alegría el discernimiento, las opciones y el camino de nuestra parroquia. Miro orgulloso el crecimiento de alguno de ellos, en los que me apoyo, y descubro su madurez, su mirada lúcida para campear juntos el camino por el que nos quiere hacer transitar Dios como parroquia, y siento ahora, que la carga pastoral está un poco mejor repartida en varios hombros. A esta presencia física en la corresponsabilidad del trabajo compartido, se suma otra presencia que podríamos llamar mística, a través del maravilloso misterio de la comunión de los santos. La comunión con la Iglesia que me envía, la de aquí que me recibe, la de ambos obispos y presbiterios, hace que mi corazón no se sienta solo, aunque físicamente lo esté. La fuerza que posee esta intensa comunión es tan real, que es capaz de sustentar, acompañar y hacer fecunda la misión aquí, ya que como dice San Pablo: todos nosotros formamos un solo Cuerpo en Cristo, y en lo que respecta a cada uno, somos miembros los unos de los otros (Rm 12,5). Esto tan bello, lo vivió en carne propia San Francisco Javier, patrono de los misioneros, y lo expresa de múltiples maneras en sus cartas. La ausencia corporal que sufrió el corazón tan sensible y afectuoso de Francisco en las lejanas tierras de misión, fue suplida por esta presencia mística: Un solo vínculo ha de subsistir siempre, el que nos une con Cristo, mediador entre Dios y los hombres, que está todo en todos… Busquémonos los unos a los otros y contemplémonos mutuamente en Aquel que es nuestro origen, nuestra causa, nuestro principio. Si alguno desea mi presencia, que me mire en el precio que he costado, es decir, que contemple el precio con que he sido rescatado.(2/3/1545). Y dice más adelante, en otra carta: Muchas veces Dios Nuestro Señor me tiene dado a sentir dentro en mi ánima, de cuántos peligros corporales y espirituales trabajos me tiene guardado (protegido) por los devotos y continuos sacrificios y oraciones de todos aquellos que debajo de la bendita Compañía de Jesús militan, y de los que están ahora en la gloria con mucho
triunfo, los cuales en vida militaron y fueron de la dicha Compañía… Hízome Dios Nuestro Señor tanta merced por vuestros merecimientos de darme, conforme a esta pobre capacidad mía, conocimiento de la deuda que a la santa Compañía debo… Así ceso rogando a Dios Nuestro Señor que, pues nos juntó en su santa Compañía en esta tan trabajosa vida por su santa misericordia, nos junte en la gloriosa Compañía suya del cielo, pues en esta vida tan apartados unos de otros andamos por su amor (20/1/1548). De esta manera, la soledad del misionero, termina siendo un corazón superpoblado de presencias: la de nuestros hermanos por quienes ofrendamos nuestra vida, la de otros que comparten nuestro trabajo pastoral, la de tantos hermanos en la Iglesia con los que estamos en real comunión profunda y mística. Presencias todas que son sacramento fiel de la Presencia de Dios que habita y sacia infinitamente por desborde, nuestro pequeño corazón… Y esta palabra que aquí dejo en la rama suspendida, esta canción que busca ninguna soledad sino tu boca para que la repitas la escribe el aire junto a mí, las vidas que antes que yo vivieron, y tú que lees mi oda contra tu soledad la has dirigido y así tus propias manos la escribieron, sin conocerme, con las manos mías. (Pablo Neruda, Oda a la soledad)