-Los pasos de la lectura divina de la Palabra: aquí te proponemos un modo simple de rezar con la Palabra. Lo puedes hacer cada día, dedicándole una media hora cotidiana: 1. Incorporar la Presencia de Dios e invocar al Espíritu Santo: es bueno que, antes de abrir la Palabra, nos tomemos un momento para hacernos conscientes de la presencia de Dios en su Palabra. Algún gesto corporal nos puede ayudar para ello: arrodillarnos antes de escuchar el texto, besar el texto antes y después de leerlo. Invocamos al Espíritu Santo con la certeza de que no sabemos orar como corresponde y por eso el Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad (Rm 8). El mismo Espíritu que inspiró a los escritores sagrados, es el mismo que habita en nosotros y nos abre a la escucha. 2. Escuchamos durante 10 o 15 minutos: decimos intencionalmente escuchamos, ya que es una actitud distinta a leemos. Tratamos de hacerlo sin prisa, pausadamente, detenidamente, como quien escucha por primera vez, con asombro y humildad. Saboreamos cada palabra, tratamos de memorizarla. Aún no reflexionamos, ni pensamos, simplemente escuchamos con atención, sin sacar aún conclusiones. 3. Luego tomamos una palabra y le agradecemos al Señor: puede ser una frase, o unas palabras. Es importante no irnos aún en reflexiones, conclusiones y meditaciones. Podemos repetir internamente durante un rato esa Palabra escogida (o, mejor dicho, esa Palabra que nos escogió a nosotros). Es algo maravilloso descubrir que luego, a lo largo del día, esa Palabra se nos hace presente, se vuelve a repetir, ilumina alguna situación que estamos viviendo. Esto sucede si vivimos este tercer paso con tranquilidad y fidelidad, sin apresuramientos. Repetir la palabra (con la mente o con los labios) ayuda a que vaya bajando hasta el corazón, cayendo en él por su propio peso y gravedad y, de este modo, moldeando nuestro corazón y sus actitudes. Y luego, agradecemos a Dios su Palabra dada, pasando al siguiente paso: 4. Respondemos a esta gracia con nuestras palabras: esta Palabra decantada en el corazón, hace surgir una respuesta espontánea de parte nuestra: alabanza, gratitud, súplica, pedido de perdón, intercesión por otros. No nos miramos a nosotros mismos, sino que lo miramos a Dios y le hablamos. 5. Descansamos en Dios en una actitud contemplativa: este paso es fundamental. Si bien, no depende exclusivamente de nosotros el don de la contemplación, sin embargo nos podemos predisponer a ella o quitar los obstáculos comunes para que se pueda dar. ¿De qué se trata? Simplemente de dejar de lado ya las palabras y pensamientos y quedarnos en profundo silencio delante de Dios, estando con Él, mirándolo con amor y dejándonos mirar por Él. Como dos enamorados, nos damos cuenta que las palabras están de más, sobran, basta simplemente una mirada o un estar juntos. Podemos cerrar los ojos y destinar unos 5 o 10 minutos para estar en silencio. Si nos viene un pensamiento o idea, podemos dejarla pasar sin detenernos en ella, por más genial que parezca. Podemos elegir alguna palabra que nos ayude a mantener nuestra intención de estar con Él en silencio. Así, cada vez que se cruce en ese rato una idea, podemos decir suavemente esa palabra, como deseo de permanecer en silencio con el Señor. Puede ser Jesús, María, Amén, Gracias, Ven… No la repetimos continuamente, sino sólo cuando aparece algún pensamiento. -Podemos concluir este rato, con alguna oración simple (Padrenuestro u otra), recitándola lentamente, como un modo de irnos preparando para retomar nuestra actividad cotidiana y llevar lo rezado a nuestra vida de todos los días. -Este ejercicio practicado religiosamente y fielmente durante varios meses y años, traerá grandes beneficios en nuestra vida espiritual. Muchas veces nos aburriremos, o esperaremos que sucedan cosas extraordinarias. Lo importante en esto es la fidelidad en la práctica, no dejarla de hacer. Ese sería nuestro único error: dejar de hacerla. No importa si no sacamos ninguna conclusión, o si nos distraemos durante todo ese rato. Lo importante es hacerla con fidelidad. Con el tiempo, si tenemos paciencia y confianza en Dios, veremos los frutos. Pero no en la oración, sino en nuestra vida cotidiana. Nos veremos más humildes, más comprensivos con los demás, con más predisposición al amor y a la entrega generosa. Muchas veces nos descubriremos en alguna actividad, repitiendo espontáneamente alguna frase de la Palabra, o alguna Palabra. Con el tiempo, sentiremos una necesidad imperiosa de ir ampliando nuestro tiempo de oración. Tendremos una sed mayor de Dios, de silencio y de encuentro con Él. Tomaremos consciencia de que la oración no es un rato para pensar, o sacar conclusiones o proponernos cosas, sino un rato de estar, de permanecer, de relacionarnos con Dios. Dejaremos de lado, paulatinamente, pensamientos, ideas, emociones, que muchas veces nos hacen centrarnos en nosotros y no en Dios. Y de a poco iremos centrando nuestra vida en Él, en su presencia que mora en nosotros y nos revela nuestra bondad fundamental. Bondad oscurecida por el pecado, o por tantos traumas y heridas de nuestra historia.