Ejercicio I: Desaceleración de media carilla. Hay alguien esperando fuera de este baño, lo sé. Escucho una respiración que no me es familiar. El miedo me ataja: no voy a salir de acá. La luz que pasa por debajo de la puerta es tenue, como de sol al mediodía, aunque no logro distinguir bien qué hora es. De nuevo la respiración. Una voz femenina parecida a la de una mujer de cuarenta o cincuenta años, resquebrajada, entrecortada. Olor a cigarrillo. Me siento en un rincón y trato de no hacer ruido. Ahí estoy, bicho bolita, sentada en el piso frío y respirando muy lento. Cierro los ojos y viajo por esa oscuridad luminosa que se genera en la retina; podríamos compararla con un universo negro con pequeños destellos de colores que a veces bailan y otras van desapareciendo, o tal vez con una pintura abstracta que todavía espera ser terminada en el taller de arte de algún estudiante de visuales en La Boca, vaya uno a saber. Escucho un golpe. Y otro. Hay alguien esperando fuera de este baño, es que ya no hay dudas. Guardo la cabeza entre mis rodillas, cada vez más bicho bolita, tratando de apretarme los oídos para no escuchar a nadie. En el silencio uno puede tratar de entender cosas trascendentales, como por ejemplo el por qué de que a veces el llanto se convierta en estado de ánimo sin previo aviso o por qué hay hábitat para la risa en una depresión o en dónde cabe tanto daño y por qué nunca se detiene. Un golpe más fuerte. Abrieron la puerta.
Ejercicio II: Construir en cinco minutos un texto que incluya personaje de 48 años. Cuando era muy niño, Octavio jugaba a no tener familia. Le fascinaba la idea de andar así, solito por el mundo, sin tener que apretar la mano de nadie para cruzar. A veces, en el supermercado, se escondía atrás de la góndola de los cereales y esperaba que su madre jamás lo encontrara. Hoy, con 48 años, la busca por todos lados, hasta detrás de la góndola de los cereales. Octavio tiene la esperanza silenciosa de que un día, de pronto, su madre lo tome de la mano y le diga que basta de darle disgustos, que elija algo para la merienda y que dale que ya es tarde y tu padre nos espera. Mira hacia los dos lados, elige algo para merendar y se dirige a la caja, cabizbajo. Quizás mañana, viejita. Quizás mañana.
Ejercicio III: Construir un texto en quince minutos a partir de los disparadores que surjan de las siguientes preguntas: ¿Cómo era mi cara de bebé? ¿Cómo es mi cara social y cómo es mi cara cuando estoy sola? ¿Qué cosas tolero de mi cara y qué cosas no tolero? ¿Qué cosas ven los demás de mi cara? ¿Cómo es mi cara cuando lloro o cuando me enamoro? ¿Cómo nos vemos frente al espejo? De vos me acuerdo muchas cosas. Tengo miles de imágenes mentales y todas ellas muy hermosas. Los hombres no saben lo que se pierden sin poder ver la cara que ponen después de un beso. Me pregunto: ¿tendría yo la misma cara de tonta, de enamorada, de te quiero pero no me animo a decirlo? Una vez un pibito de la calle me dijo que me parecía a Kate Moss. Él estaba muy drogado y yo me reía mientras hablábamos del barrio, de Messi y de la corrupción. Cuando dormimos parecemos mudos. El rostro parece mudo. Me acuerdo que te miraba dormir y te veía niño. Me gustaba mirarte, o despertarme entre sueños y verte ahí: con la mirada fijada a la mía. De esto no se habla pero es así: cuando mirás fijo a alguien que duerme es probable que se despierte, tarde o temprano. No tiene mucha explicación, pero sucede. Me dijo que le gustaba mi boca. Que nunca iba a poder decidirse entre mis ojos o mi boca. Le ahorré la indecisión y me fui antes de tiempo (como casi siempre). Conozco a alguien que como TIC se toca las pestañas. Yo me toco la nariz cuando estoy nerviosa. Cuando quiero contener el llanto me muerdo los labios y parpadeo mucho. Nunca puedo contener el llanto, no me sale. Dicen que cuando era bebé me reía a carcajadas. Todos se sorprendían porque los bebés suelen pasarse el tiempo llorando. Bueno, a mí se me daba por reír. ¿Te acordás de la primera vez que dormí en tu casa? Ese día cocinaste pasta y yo te conté los ocho minutos. Cuando te dije que había que sacar los fideos, los dos
nos miramos y entendimos todo. La complicidad, el amor, la compañía. Fue toda una promesa en un segundo. Lo fácil dura poco, dicen. Me parece muy fuerte la idea de estar frente a un espejo. Uno está solo, desnudo, frente a un espejo que no dice nada pero a su vez grita y te pide que te veas, que te asumas, que sos esto. Sos esto y no corras. De lejos veo muy mal. A veces me gusta jugar a achinar los ojos para ver mejor. Es una lástima no haberte visto. Si te hubiera reconocido, lógicamente te saludaba. Pero es que a veces... ni haciendo foco te encuentro.
Ejercicio IV: Escribir un inicio de novela en una hora. Longitud: entre una carilla y media y tres carillas. Agua salada I Se acabó el papel higiénico. Grito para que me alcances otro, pero es en vano: nadie responde. A veces, cuando afuera es invierno y una medio que se seca por dentro, me olvido de tu ausencia. Me olvido tanto que grito a la nada. Quizás no hay una voz que habla, quizás nadie articula las palabras. Lo más probable es que yo las invente, porque el silencio envuelve una miseria que acaba por volvernos locos a todos. Nadie nos puede quitar eso; está ahí, en los libros que leemos, en las palabras que no decimos, en el eco de mi voz cuando le grito a un hombre que no existe para que me alcance el papel higiénico o para consolarme en la ilusión de que algún día llegue a responder. Escucho el timbre y me da miedo. En el silencio cualquier ruido da miedo, especialmente si ese timbrazo va a suponer cualquier tipo de contacto humano. No contesto, me niego a contestar. Pero insiste. “Juana, contestá por favor, hace días que no sé de vos”, y me basta terminar de escucharla para empezar con las palpitaciones. Nos sentamos en el sillón un rato largo. Me miraba con pena, con ojos de quien teme, sacudía un papel de lado a otro y se prestaba al silencio. A veces, en los encuentros, se hace menester el silencio. Erica vino a verme y el acto de venir, de mirar con asco la basura acumulada de hace días, de tener los ojos llenos de lágrimas y aún así clavarme la mirada, hace que las palabras sean prescindibles. Su presencia era la enunciación de un lenguaje que sólo nosotras dos, en ese preciso instante, éramos capaces de comprender.
Me levanté y disimulé un recorrido por la habitación en una suerte de intento de romper el hielo. Había mucha ropa tirada en el piso, la fui juntando rápido y ella no dejaba de mirarme. Fui a la cocina, la metí toda dentro del lavarropas y mientras el jabón la iba cubriendo de a poquito, yo me refugiaba en esa espuma gris, deseando que lavara lo impuro, lo maldito, la angustia que se convirtió en estado de ánimo sin previo aviso. Ella seguía sentada en el sillón. Era la primera vez que la miraba directamente y recién en ese momento noté que llevaba los labios de color rojo, mal pintados, unas medias negras rotas en la zona de las rodillas y la cartera que le regalé para su cumpleaños pasado. El aire se ponía cada vez más denso dentro de esas cuatro paredes, pero ambas nos conformábamos con la prudencia. Rogaba por dentro que no pronunciara nada, que de su boca no saliera una sola palabra. Porque si de pronto, en el impulso, se atrevía a tomar aire y romper la barrera del silencio; si entonces la casualidad o el azar hacían que ella osara tener voz… yo me habría consumado en llanto. Un llanto tímido, atorado por meses en la garganta, pero llanto al fin. Y eso, sin dudas, hubiera sido estar desnuda; expuesta ante el juicio de alguien que no sería capaz de levantarme del suelo. “¿Te sirvo algo de tomar?”. Me reí y le ofrecí café. Rompí con ese juego mudo, escapé de ese clima tortuoso porque, aunque produzca terror, en el mar hay que meterse y con todo el cuerpo. Porque el agua salada cura aunque el frío desgarre. “No tomo café, deberías saberlo”. De nuevo las palpitaciones. En ese momento quise destruir el pacto que propuso al instante de tocar el timbre, de sentarse en mi sillón e inspeccionar sordamente cada una de mis cosas. Porque su mirada estaba apenada, sí, y los ojos le brillaban cada tanto. Pero en ningún momento de esa media hora pude percibir su perdón; ella fijaba su mirada como quién quiere cumplir, como quien visita obligadamente a alguien, pero no tuvo la humanidad suficiente como para dejar escapar –aunque fuera por poco tiempo, yo me habría dado cuenta- una gota de vulnerabilidad.
“Te traje algo. Tomá, me tengo que ir”. Se asomó a la puerta, insinuando que le abriera. Me saludó sin mirar y salió para la derecha. Una carta. Me trajo una carta.
Ejercicio VI: Literatura alternativa en un viaje en transporte público. En la estación de tren todo parece más lindo. Hasta las arrugas que se me hacen en la frente cuando achino los ojos por el sol. Me dijo que no iba a venir, que él era así con todo el mundo y que no iba a venir. Me cansé, pero no se lo dije. Los finales no se anuncian, no se dicen. Hoy a la mañana prendí la radio porque necesitaba algo de ruido. Lo único que hay en el departamento, además de la cama y la heladera, es un equipo de audio que dejó el inquilino anterior. Puse la 94.3 porque era la radio que ponía mi mamá cuando nos llevaba al colegio a la mañana y me acordé de lo mucho que me gustaba, antes, escuchar la radio. También me acordé de lo mucho que quisiera volver a esa época a veces, pero esa es otra historia. Acá en frente hay un tipo que estornuda igual de fuerte que mi mamá, y me pregunto qué estará haciendo ella. Qué estará haciendo ahora, siete y media am, cada una de las personas que significan algo en mi vida. Quizá hayan podido dormir mejor que yo. En la cabeza me resuena lo que dijo Esteban, o más bien lo que le dijo el psicólogo a él, ¿cómo voy a tener miedo de estar sola si ya estoy sola? En Chacarita se baja un montón de gente. El transporte está tan bien pensado que yo podría bajar en cualquier estación y combinar con cualquier cosa para llegar. Ojalá fuera así con todo. Este último tiempo me di cuenta de algo: hay dos cosas fundamentales para alcanzar lo que querés. Una es no tener miedo y la otra es tener un foco. Yo tengo mucho miedo, pero hago igual. Hago temblando. Ser miedoso no te hace menos valiente. No puede ser que en quince minutos haya llegado a Palermo. Quince minutos reloj. Ayer me bañé con el jabón que me regalaste y no me acordé de vos (hasta ahora, en este mismo instante, en que volví a pensar en el jabón). También me pregunto qué andarás haciendo en este exacto momento (tomando el tren para el otro lado, seguramente) y un poquito te entendí con lo de no querer estar solo.
De todas las relaciones que tuve aprendí algo. De la mayoría de ellas aprendí lo mismo; todos tenemos un lenguaje distinto. Imposible a veces la plena comunicación humana, diría Alejandra. No puedo pretender que entiendas mi lenguaje, ni yo perderme por entender el tuyo. Entonces, en serio, está bien si no querés venir. Pero si querés venir, entonces seamos incondicionales. Hagamos el esfuerzo. Al fin y al cabo hay muchísimas posibilidades para una misma persona, aunque el único nombre que resuene por estos pagos sea el tuyo. Tengo grabado en la cabeza el capítulo 93 de Rayuela. Julio, no tenías que parar nada. Stop no es la palabra amiga del poeta. A el poeta le brota la pasión por los sentidos y te escupe el amor en la cara. A todos se nos tendría que escapar la pasión por los ojos. Cuando era más chica no podía dormir si no me ponía los auriculares y escuchaba música. Hacía preguntas y las contestaba azarosamente pasando nueve veces de canción. Nueve es mi número favorito. El título de la canción que salía era la respuesta a mi pregunta. Y si no me gustaba, seguía pasando otras nueve veces. Porque así somos. Escribimos nuestra propia historia. Alguien me mira con ojos de querer decir algo y yo sólo pienso en vos. Si querés a alguien y no se lo decís, ¿cómo pretendés que lo sepa? Me bajé en Retiro.
Ejercicio VII: Trabajar desde la primer inquietud que surja en la cabeza. Era domingo, llovía. La primita de Euge tenía un cumpleaños y su mamá había traído dos regalos, envueltos en ese típico papel metálico rojo y un sweater negro para que Manu no tuviera frío. ¿A qué hora es el cumple? A las seis. Y en ese momento deseé ser ella, para preocuparme por estar bien abajo de la piñata y hacer canastita con la remera para agarrar la mayor cantidad de caramelos posible esos Arcor de fruta (si juntaba menos verdes mejor) y no tener, en cambio, que pensar en el futuro, en lo que cuestan las cosas en el chino, o en para qué estoy viva; que cuánta plata queda en la cuenta, que existen en el mundo enfermedades horribles, que la constancia ante todo, o en que no colgué la ropa y tengo que actualizar el CV.
Ejercicio VIII: Literatura alternativa en un viaje en transporte público. Creo que se asustó porque no me habló más. Tengo los zapatos un poco rotos; me compré otros pero sigo usando estos. Salir de la zona de confort es dejar de usar los zapatos que te quedan cómodos. Decía que creo que se asustó porque en un momento me di cuenta de que le gustaba nuestro encuentro, entonces ni bien dejó el vaso de café, le encajé un beso para no alargarla más. Justo se corrió y se lo terminé dando en la comisura del labio. Después de eso se levantó a ponerle azúcar al café. Número desconocido me mandó un mensaje de texto y, aunque fuera equivocado, me di cuenta de que probablemente había bocha de historias sin azúcar esperando por ahí. Me levanté y me fui. Dicen que la literatura existe sólo después de la crítica. No me acuerdo quién lo dijo -tengo mala memoria- pero sé que cuando me lo dijeron lo escribí en mi cuadernito tapa rayada. La frase que le sigue está doblemente tachada y abajo hay un número de teléfono. Llamé y no me atendieron. No atender el teléfono es cerrar una puerta y abrir otra. 'Que la literatura nos reviva siempre' dice una pared mientras el colectivo dobla en la esquina. Una nena llora en silencio. Le digo telepáticamente que grite, que duele más el llanto para adentro. No me escucha. Que la literatura nos reviva siempre, sí, como cuando en la presentación de Milena Busquets una mujer hizo llorar a todos. Yo estaba en la segunda o tercer fila, pero parada, llegué tarde y ya no había lugar. Me había olvidado los anteojos y la miraba a Milena -o más bien a la figura borrosa de Milena- decir lo siento mucho a esta mujer que hablaba del suicidio de su hijo. Cabe decir que el acento español es emotivo por naturaleza, pero bastó que la mujer dijera 'yo sin literatura no hubiera podido, la literatura me salvó siempre' para que yo no pudiera ver más. La literatura nos salva. Alguien siente, mastica, traga, escupe, vomita y arroja algo al mundo. Lo deja ahí, quieto o chispeando. Otro lo
encuentra, lo agarra, lo palpa, lo amasa, le da vida, lo absorbe. Dos personas no se enteran pero están abrazándose mediante las palabras. Quien escribe da y abraza al mundo indefectiblemente. La literatura abraza porque pone a emisor y a receptor en un mismo lugar, porque supone ser una creación de humano a humano que nos ayuda a comprender un poco más nuestra complejidad. Escribí. Son las ocho y media, ellos toman una Quilmes en una estación de servicio, yo me pongo a pensar en tu cara al momento de volver a la mesa y no verme. ¿Habrás girado para ambos lados? Suena el teléfono. Número desconocido. Esta vez soy yo la que no atiende.
Ejercicio IX: Pensamiento dentro de otro pensamiento. Poesía en transporte público. En un colectivo hay una nena con una bolsa transparente. Adentro de la bolsa hay un pez un gordo pez naranja. Ella dice que le va a poner Dorado. su mamá no la escucha. Ayer Sol me preguntó ¿cómo estuvo eso anoche? brotaron de mí solas las palabras "cada vez mejor, como si lo hubiera merecido desde siempre" y esa espontaneidad me da ganas de escribir. Quiero escribirlo gritarlo ocultarlo arruinarlo explotarlo estirarlo hundirlo masticarlo asfixiarlo, todo sin comas, y llenarte la piel de esos besos chiquitos, inoportunos, que te dibujo a veces, en la cara, mientras dormís. Buenos Aires es hermosa cuando llueve. La nena dibuja un algo en el vidrio empañado. su madre le dice basta, está sucio ahí, ¿no ves? Me mira. Sonreímos. Saludo a Dorado y toco el timbre.