Suplemento La Miranda

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DIARIO de IBIZA

VIERNES, 8 DE MAYO DE 2009 | 21

La miranda PÁGINAS DE CULTURA

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La exposición muestra más de cien piezas y es la retrospectiva más amplia realizada hasta ahora del artista madrileño fallecido en Eivissa en 2001.

Figuras de Juan Muñoz Enigmáticas, entre la realidad y el sueño, en una atmósfera inquietante creada para que el espectador no pasee demasiado cómodo entre ellas, las figuras humanas de Juan Muñoz pueblan desde hace unos días y hasta finales de agosto el jardín, el claustro, la terraza y algunas salas del madrileño Museo Reina Sofía. Una oportunidad extraordinaria para ver y experimentar el mundo escultórico de este artista que murió a los 48 en Eivissa, en 2001, mientras veraneaba con su familia. Página 23 22 MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ: UMBRALES | 25 ANTONI MARÍ: CAN JORDI

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Viernes, 8 de mayo de 2009 | La miranda

ARQUITECTURA

Umbrales La puerta o entrada de una casa contiene múltiples significados intuitivos o inconscientes MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ

Siempre he preferido regalar libros a prestarlos porque estos últimos, las más de las veces, no suelen tener camino de vuelta. Me pasó con ‘La poética del espacio’, de Gaston Bachelard, que acabo de recuperar en el Mercado de San Antonio (Barcelona), en la primera edición francesa de Presses Universitaires de France, (1957), por el módico precio de 7 euros. El librero debió marrar al valorarlo, pero me cuidé mucho de corregirle. El caso es que, al repasar el índice del libro que tenía olvidado, comprobé que, aunque Bachelard recorre con incisiva fenomenología los rincones del habitar, se deja en el tintero el umbral, y en él, el espacio porticado y la puerta. Y también descubro que habla de lo de dentro y lo de fuera sólo desde el análisis de determinados textos literarios. Esta limitación, evidentemente intencionada, me ha hecho pensar en el umbral de la casa tradicional ibicenca, pues estoy convencido de que precisamente en el umbral, en la porxada o porxo, tenemos un arquetipo incomparable del espacio poético. Por su resonancia de ser y, por tanto, por su categoría ontológica, pero también por su estremecedora belleza oculta.

Habitar y habitación Bastaría recordar que «habitación» no sólo es el espacio habitado, sino la forma de habitar, ese lugar íntimo en el que se configuran los hábitos, la forma de ser. Por eso a la casa la llamamos estancia, porque define la forma de estar. Y a nadie se le escapa que si en la persona, como decimos, la cara es el rostro del alma y la expresión más exacta de la intimidad, el rostro de la casa ibicenca es la porxada. De hecho, nada identifica más y mejor a la casa que el porxo, entre otras cosas, porque no encontraremos dos porxos iguales. Pero dicho esto, situémonos en el espacio porticado que está en función de la puerta, ese punto ambivalente por el que, indistintamente, se puede entrar y salir. Y es que la puerta, en cierta manera, es un no-lugar, un punto de tránsito en el que no estamos ni dentro ni fuera. Pues bien, el porxo ibicenco, paradójicamente, rompe ese sentido enajenante de «quedarse en puertas» porque anticipa el habitar. El porxo, en la casa ibicenca, es una forma de antesala y tiene, por así decirlo, un manifiesto valor vestibular. De ahí que veamos en muchos porxos una cisterna y un banco corrido. En las iglesias es un lugar de encuentro y en las casas un espacio doméstico, es decir, una prolongación del espacio habitado en el que se hacen no pocas actividades de la vida rural y, en este sentido, es un lugar que religa al hombre con la naturaleza. Por el porxo, la casa se abre a la naturaleza y la naturaleza penetra en la casa. El hombre primitivo, en la cueva, tuvo que conformarse con proteger el umbral con la hoguera para defenderse de la intemperie exterior. La cabaña y más tar-

«Damos un solo paso y estamos dentro o, en el caso contrario, estamos ya fuera»

«Y a nadie se le escapa que, si en la persona, como decimos, la cara es el rostro del alma y la expresión más exacta de la intimidad, el rostro de la casa ibicenca es la porxada»

de la casa nacen para proteger ese espacio interior y propio, es decir, la habitación como intimidad y refugio. Y el fuego se sustituye por la puerta, un artefacto híbrido que, con goznes en su quicio, puede atrancarse y cerrar el paso o quedar abierta para que quede franca la entrada. Pero no olvidemos que también podemos entrar por un resquicio de la puerta cuando ésta queda entornada, es decir, entreabierta o entrecerrada. En tales casos, su traspaso en uno u otro sentido impone prevención. Y es así porque la puerta es, esencialmente, un límite que nos lleva al «otro lado»: la atravesamos y ya estamos en «otro lugar». Por eso hablamos metafóricamente del umbral sonoro o del um-

«La puerta es, en resumidas cuentas, una metáfora de la existencia. Entrar por la puerta de una casa supone recuperar la penumbra y la seguridad del espacio uterino»

bral lumínico, el punto y el instante a partir del cual empezamos a percibir «algo nuevo». En este sentido, el mayor problema de la puerta es la inmediatez del cambio que su traspaso produce. Damos un solo paso y estamos dentro o, en el caso contrario, estamos ya fuera.

Metáfora de la existencia Las puertas esconden una fenomenología sumamente compleja que, con todo su juego, se manifiesta en el habla. La puerta de servicio es la puerta trasera o secundaria; la puerta franca está abierta para todos; la puerta secreta está oculta o disimulada; abrir la puerta es dar ocasión o facilitar una cosa; a puerta cerra-

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PÍA G. CRUZ

da implica hacer algo con reserva; cerrar la puerta es impedir hacer algo; coger entre puertas es sorprender; darle a uno con la puerta en las narices es negarle algo bruscamente y de mala manera; coger la puerta es marcharse; ir de puerta en puerta es mendigar; de puertas adentro sugiere intimidad; de puertas afuera es hacer algo a la vista de todos; escuchar detrás de la puerta es espiar; echar la puerta abajo es superar una dificultad; estar en puertas es estar a punto de conseguir algo; llamar a la puerta es pedir, implorar; y también hablamos de las puertas del cielo y del infierno; o que casa de dos puertas es mala de guardar; o que cuando una puerta se cierra, se abre otra; y que estar en las puertas de la muerte es estar en peligro de perder la vida. La puerta es, en resumidas cuentas, una metáfora de la existencia. Entrar por la puerta de una casa supone recuperar la penumbra y la seguridad del espacio uterino. Y al revés, salir por la puerta es someterse a la intemperie de lo imprevisible y desconocido que caracteriza los espacios abiertos. Pues bien, esta brusquedad del cambio es la que llevó al payés, de forma posiblemente intuitiva o inconsciente, a la creación del porxo como amplificación existencial del umbral. Y por eso afirmamos que el porxo de la casa tradicional ibicenca nos ofrece uno de los ejemplos más elaborados y multiformes de los umbrales como espacios de significación ontológica, como espacios de mediación y acomodo, de adecuación y de correspondencia entre yo y lo otro, entre lo de dentro y lo de fuera.


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EXPOSICIONES

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Espacios habitados de Juan Muñoz El Museo Reina Sofía presenta un amplia retrospectiva del artista fallecido en Eivissa en 2001 VICENTE VALERO

Alguien dijo que la vida de un hombre no puede ser nunca observada con plenitud hasta conocer el momento de su muerte. Este momento, con todo su caudal de sorpresas, de inesperadas circunstancias, puede alterar completamente trayectorias y biografías que parecían abocadas a muy distintos destinos. Estoy pensando en el artista madrileño Juan Muñoz, en cuya biografía siempre leemos desde el año 2001 un dato tan anecdótico como inmesurable: murió en la isla de Eivissa, un 28 de agosto, mientras veraneaba con su familia, en una casa del municipio de Santa Eulalia. Mientras esto ocurría, los aficionados al arte londinenses –o de cualquier otro lugar, pero que en aquellos días se encontraran en Londres–, disfrutaban de la oportunidad de contemplar, estupefactos, una de las obras más ambiciosas y extraordinarias del arte contemporáneo. Se trataba de 'Double Bind', una estructura de 155 metros de largo y 35 de alto, construida en varios niveles, con retablos de inquietantes y muy particulares figuras. Era la última gran obra de Juan Muñoz y estaba expuesta en la Turbine Hall, la inmensa sala de exposiciones de la Tate Modern, ubicada en la antigua central eléctrica, muy cerca del Támesis, y que, por sus dimensiones, difícilmente tendremos oportunidad de volver a ver alguna vez en ninguna parte. Sí tenemos, en cambio, la oportunidad de ver ahora, desde hace unos días, en el Museo Reina Sofía, de Madrid, la retrospectiva más completa que se haya dedicado al artista madrileño, con más de un centenar de piezas, una muestra que ha pasado anteriormente por el Guggenheim de Bilbao y la Tate Modern de Londres. Pasear por sus salas, por el claustro, la terraza y el jardín del Museo Reina Sofía se convierte en una experiencia singular, única y, desde luego, inolvidable. Porque las esculturas de Juan Muñoz, ubidadas precisamente para dar un nuevo significado a los espacios, están siempre en constante relación con el espectador, parecen saberse miradas, y te transmiten toda la inquietud que llevan dentro, que expresan en su gestualidad detenida. El mundo artístico de Juan Muñoz nos remite siempre a territorios urbanos, a espacios donde las personas se reúnen y hablan, a escaleras, a plazas en los que hay edificios con balcones... Estos escenarios reales son recreados bajo una atmósfera de irrealidad en las exposiciones del artista madrileño, irrealidad que no es fantasía, sino una acentuación del misterio que envuelve siempre lo real, una acentuación de la imposibilidad de llegar a conocer en verdad esos mismos escenarios que aparentan ser transparentes. Un arquitectura desubicada, fuera de contexto, nos atrae por su irrealidad y nos perturba por su supuesta familiaridad. Y estos escenarios alcanzan su inquietud mayor con la presencia de figuras humanas, de estos seres creados por Juan Muñoz con resinas o bronce, con ropas viejas y arcillas, casi siempre sonrientes, parlanchines, calvos, de rasgos asiáticos, sin pies, que forman un mundo cerrado, impenetrable aunque podamos pasar y rozarlos, como si estuvieran departiendo en

La exposición fue inaugurada hace unos días en el Museo Reina Sofía de Madrid y podrá verse hasta finales de agosto

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Contemplar una exposición de Juan Muñoz es una experiencia única, difícil de olvidar.

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alguna plaza pública mientras paseamos por ella, un mundo lleno de extrañas sensaciones, de temores que nos remiten a los muñecos de los ventrílocuos o a los enanos de Velázquez, a los circos y a los teatros de marionetas. Figuras que hablan, ríen, lloran, o apa-

recen colgadas. Aunque no sepamos de qué hablan, por qué ríen, lloran, o quién las ha colgado. Aunque no sepamos, en definitiva, por qué se reúnen, por qué están ahí, qué quieren de nosotros. Es, sí, como se ha dicho muchas veces, el lamento por la incomunicación, expre-

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sado como silencio a través de seres que hablan pero que no oímos. Pero no menos también, me parece, el reconomiento al misterio profundo que existe en todos los seres humanos: ese misterio que nos hace singulares y únicos, secretamente incomprensibles.


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Viernes, 9 de mayo de 2009 | La miranda

ARTE

Marnie: el cazador y la presa CARLES FABREGAT

Si hay un título de inspiración psicoanalítica en la filmografía de Alfred Hitchcock, ese es sin duda ‘Vértigo’ –llamado en su día entre nosotros ‘De entre los muertos’–, mórbido melodrama en el que el psicoanálisis, en su variante lacaniana (la «metáfora del espejo», la obturación de la «falta», la cuestión del «doble»…), se trenza con el mito (‘Tristán e Isolda’) como elementos consubstanciales del lenguaje elegido por este director para crear uno de los relatos más bellamente melancólicos y desesperadamente románticos jamás filmados. Sin embargo, las dos películas a las que se atribuye un mayor componente psicoanalítico en la carrera de Hitchcock son aquellas en que utiliza su particular versión de la «teoría del trauma» (más tarde abandonada por Freud), convenientemente transformada en un mecanismo casi de carácter mágico, por cuya potencia liberadora el acto de revivir un suceso traumático en una atmósfera y circunstancia propicias, permite sacar a la luz el conflicto latente derivado de aquel, por medio de una resolución teatral muy adecuada para el happy end. El primero de estos títulos es ‘Recuerda’, de 1945, y el segundo ‘Marnie’ (1964), apellidada aquí ‘la ladrona’, por obra y gracia de los exhibidores españoles, siempre dispuestos a enmendarle la plana al genio británico. Si el desenlace de la película, subrayado por la fuerza expresiva de la música de Bernard Herrman, se corresponde con las expectativas creadas a lo largo de su proyección –la fobia suscitada por la visión del color rojo (cuando éste es susceptible de sugerir la idea de la sangre), o la pérdida temporal de conciencia cuando un suceso reactiva el material inconsciente reprimido–, lo que eleva sin embargo a esta

LA PELÍCULA

‘Marnie, la ladrona’  (1964) Dir: Alfred Hitchcock. Con Edmund Gwenn, Tippi Hedren, Sean Conery. HOY, 23, 45H. TAULA DE CINEMA IB3

La película se emitirá esta noche en IB3 en el programa ‘Taula de cinema’

cinta por encima de su condición de convencional thriller de suspense con coartada psicoanalítica, para convertirla en una obra de extraña fascinación, casi hipnótica, es la intuición de Hitchcock al dotarla de su singular atmósfera enfermiza, debida principalmente a todo lo que nos es dado adivinar bajo su superficie, ya sea que esté únicamente sugerido o bien tenga reservado en el desarrollo de la trama un lugar secundario, aparentemente aleatorio. O sea, aquello que más participaría propiamente del discurso freudiano, a modo de fragmentos emanados directamente del registro inconsciente del director o de los personajes de su invención: un rastro de tinte oscuro

en el lavabo, metáfora de la suciedad susceptible de ser eliminada, privada de la facultad de manchar el espíritu; el juego de los bolsos, con su permanente abrir y cerrarse, como recipientes de un misterio siempre a punto de revelar; el placer de cabalgar, sustitutivo de aquel otro «cabalgar» devenido acto punitivo; el robo ritualizado a los hombres, en tanto que acto de restitución del legalizado saqueo del «tesoro» más preciado de las damas; o la visión del mar a modo de metáfora de la turbulencia de sentimientos. Otra de sus inspiradas aportaciones es la histerización del objeto de deseo, simbolizado en esa mujer de aspecto cambiante –una y todas

a la vez–, tan fría como frágil, más inaprensible cuanto más se creería su belleza al alcance de la mano. Esa mujer que justamente desea el protagonista en su condición de «ladrona», pues eso le permitirá poseerla como un objeto de uso privado, dada su privilegiada posición para entregarla a la policía, pero también esa mujer que le excita por su entrega a la práctica transgresora del robo. Para decirlo en palabras del propio Hitchcock: «si me hubiera servido, como en mi vieja película inglesa ‘Murder’, del procedimiento del monólogo interior, hubiéramos oído a Sean Connery decirse a sí mismo: ‘me gustaría que (Marnie) se diera prisa en cometer otro robo, sorprenderla en plena acción y poseerla al fin’». Si Freud eligió el campo de los sueños para formalizar y universalizar el concepto de inconsciente (soñar soñamos todos), podría igualmente pensarse que Hitchcock, conocido misógino y adorador de mujeres de belleza inalcanzable (según se sabe por las crónicas, Tippi Hedren no sería aquí más que un pálido sustitutivo de Grace Kelly), se sirve de Marnie para escenificar aquel arquetipo de la vida en pareja largamente instalado en el imaginario colectivo, que representaría a un cazador obsesionado por aquella pieza que precisamente más se le resiste, mientras ésta, la mujer, consideraría su entrega al macho como un mal necesario susceptible de posibilitarle el acceso a una existencia asegurada.

El lenguaje y el olvido HELENA TUR

Todo está en Platón. El resto de la filosofía occidental son palimpsestos, glosas, comentarios o caminos ya iniciados en la dialéctica platónica. Y que sea así no es motivo de demérito para ellos. El Psiconálisis de Freud tiene como objetivo la anámnesis («desolvidar lo olvidado»), concepto que cita Platón en el Menón (después en el Fedón) y que a su vez recoge del pensamiento órfico y pitagórico. Este concepto platónico se basa en la supuesta cohabitación anterior del alma con el mundo de las ideas, donde ha contemplado las formas perfectas que luego el mundo sensible evocará y traerá a la conciencia. Para que se dé esta reminiscencia, es necesario el lenguaje. En Freud, esta vivencia anterior, que él considera traumática y por eso, como defensa, la conciencia la olvida, no se produce en una vida previa a la sensible, sino en la misma existencia de la persona que sufre un trastorno. Mientras Platón, en sus diálogos, se refería a los conocimientos de geometría, Freud señala un suceso ingrato que algo en el hombre ha decidido borrar de su memoria. Sin embargo, en ambos es común la referencia al lenguaje como conducto para llegar a la anámnesis. El lenguaje es creador de imágenes (cierto que de una imagen surgen mil palabras, pero también es cierto que de una palabra

surgen mil imágenes). Aquí, las imágenes se desplazan de lo que se pretende señalar, tienen un carácter metonímico, metafórico, porque aluden no sólo a lo silenciado, sino también al silencio, a lo que no se puede describir, pero sí mostrar. El psicoanálisis trata de interpretar estas imágenes que se suceden en la narración o en el encadenamiento libre y sucesivo para llegar a los hechos que originaron la reacción del olvido del paciente y que éste muestra en sus síntomas (en el caso de la protagonista de ‘Marnie, la ladrona’ estos síntomas son la fobia al color rojo y la frigidez). George Steiner, en contra de la interpretación como método objetivo, recalca que una imagen siempre sugiere otras imágenes, por lo que no hay una lógica que implique ante cuáles hay que detenerse. Además, el lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción. Por lo tanto, el psicoanalista debe recurrir a su intuición y ayudar al psicoanalizado a moverse en estas imágenes para descubrir cuáles de ellas son las que conducen a la racionalización del problema. El diálogo, la palabra, como en Platón, es imprescindible. Pero, una vez sacado a la luz el origen del malestar, salir airoso de este enfrentamiento con uno mismo, es cosa del psicoanalizado. Es decir, sólo cuando la vivencia engullida logra ser digerida para convertirse en experiencia, el pa-

Escena de ‘Marnie, la ladrona’

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ciente (el hombre) puede desesclavizarse de su propio grillete. En el caso Marnie, el color rojo y las relaciones sexuales no son algo perjudicial en sí, sino que simbolizan un momento traumático de la infancia de la protagonista que su memoria decide anular. Es como si un niño no soportara el amarillo porque una vez

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apartó unas cortinas de ese color para colocar sus dedos en un enchufe que lo escarmentó. Si el niño tuviera miedo a los enchufes, no sería una cuestión que el psicoanálisis tuviera que resolver: ese conocimiento previo o prejuicio, ese miedo a cualquier enchufe, lo protege contra un peligroso calambrazo. Sin embargo, el miedo al color amarillo en sí, debe ser interrogado adecuadamente. Desde distintos frentes, se ha atacado al Psicoanálisis por no tratarse de un método científico y precisamente este alejamiento de la ciencia y el potencial que abre en otros terrenos (por ejemplo, en las vanguardias artísticas) es lo que lo hace interesante frente a la prepotencia de una Psicología que olvida lo que conoce: el hombre es inabarcable y las metáforas se atrofian cuando se convierten en conceptos. Y atrofiar conceptos, diseccionar el lenguaje y reducir el pensamiento es algo habitual en los quirófanos semánticos de la Psicología. Tal vez por eso Thomas Szasz siente la necesidad de recurrir al aforismo en ‘El mito de la enfermedad mental’, porque es una expresión que aún condensa la intensidad de la metáfora, porque el aforismo a veces quiere y, por tanto, hace. Porque extrae, del olvido, la voluntad, esa gran desaparecida. Todo está en Platón, sí, pero lo mejor de Platón está en Nietzsche.


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ARTE

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Can Jordi ANTONI MARÍ

Posiblemente las botigues, las tiendas ibicencas de las diferentes carreteras de la isla, sean de las pocas instituciones tradicionales que se mantienen incólumes. Conservan el mismo espíritu entre almacén, bar, tienda de comestibles, farmacia y ferretería. Antiguamente las botigues vendían únicamente aquellos artículos de primera necesidad que no se tenían en casa, como arroz, lentejas, garbanzos, guixes, bacalao, esparto, cáñamo, especias, tabaco, azufre, alpargatas, flit, sardinas de casco, aceite a granel y petróleo. Generalmente, las patatas, los embutidos y las hortalizas, como cada casa cultivaba y producía las propias, era muy raro encontrarlas para la venta. Sobre todo, sa botiga era un lugar, como la iglesia del pueblo, donde se hacía sociedad: se informaba, se conversaba, se apalabraba y se intercambiaba lo que le faltaba a uno y necesitaba otro, se liaba un cigarrillo de pota y se podía tomar un vaso de vino o un palo con ginebra; la sociedad dispersa de la isla no permitía otra forma de relación comunitaria que la compra y la asistencia a la misa los domingos. Nunca han faltado las tiendas en las carreteras de la isla y apenas han cambiado su perfil, puesto que las necesidades son las mismas y la estructura de la sociedad rural se mantiene como casi siempre. En el kilómetro 7,7 de la carretera de Eivissa a Sant Josep hay una botiga, Can Jor-

di, abierta desde hace más de setenta años, donde podremos encontrar todo lo necesario para la supervivencia, desde la bombona de butano hasta el cucharón de matanzas, habas del huerto, naranjas buenísimas de la tierra, el pan, el vino, la sobrasada y la ensaimada. Una barra de bar, escueta y magnífica, permite sentarse en ella y tomar cualquier cosa mientras se escucha los Rollings Stones, els Ressonadors, o los Beach Boys. Can Jordi tiene un porxet con pilares, con un cierto aire clasicista, que cubre la entrada a la tienda, la preserva del sol y de las inclemencias y permite tomar café y leer el periódico en unas mesas preparadas para lo que sea necesario. Este porxet es un espacio verdaderamente humano, un lugar para estar solo si uno quiere estarlo y para el diálogo y el intercambio de todo lo que hace posible la amistad y el mutuo reconocimiento. Posiblemente la ubicación de Can Jordi, en el cruce del antiguo camino de Es Cubells con la carretera de Sant Josep, hacen propicio que sea un lugar donde comprar cualquier cosa, se convierta en un pretexto para ir allí. Pero creo, sobre todo, que es la atenta y generosa disposición de Cati y de Vicent –siempre dispuestos a invitarte a un café o una cerveza con la amplia sonrisa de la hospitalidad– lo que favorece y hace posible

«Hace unos meses, Vicent, que tiene un envidiable entusiasmo para el trabajo y una imaginación capaces de transformarlo todo, ha despejado el almacén que da al porxet y ha creado un espacio abierto a todo lo que sea posible»

que se reúnan un alemán que hace muchos años vive en el barrio, una catalana que vive en la montaña, un francés un poco más lejos, els josepins que salen del trabajo y se detienen a tomar el aperitivo y es vileros que conocen el lugar y saben que serán bién atendidos. Hace unos meses, Vicent, que tiene un envidiable entusiasmo para el trabajo y una imaginación capaces de transformalo todo, ha despejado el almacén que da al porxet, ha encalado las altas paredes, ha limpiado los techos de tegell y ha creado un espacio abierto a todo lo que sea posible: a quien tenga algo que mostrar o simplemente a quien quiera estar un poco apartado del trajín de la tienda y los clientes. Es magatzem de Ca’n Jordi es un pretexto para hacer del local un lugar de mayor interés. Desde hace unos meses se han expuesto fotografías, dibujos y pinturas que ofrecen al local un aire peculiar donde el arte y la existencia diaria se identifican en la voluntad de hacer de la vida algo memorable. Aquí han expuesto artistas del lugar y forasteros, que al final se quedan a tomar algo y se llevan un par de kilos de patatas, mientras los clientes pueden contemplar arte colgado de los muros. Es magatzem de Ca’n Jordi es una prueba de que ses botigues son todavía lugar de convivencia, de vitalidad y de asombro.

«Can Jordi tiene un porxet con pilares, con un cierto aire clasicista, que cubre la entrada a la tienda, la preserva del sol y de las inclemencias, y permite tomar café...»

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PERIODISMO Y LITERATURA

Los tres entierros de Fígaro Se cumple el bicentenario del nacimiento de Larra, cuyos artículos forjaron un nuevo estilo ducirlo hacia un sentimiento de desesperación. Su carácter intransigente y sus exigencias forzaron su salida de El Español, el mejor periódico madrileño de la época, el más progresista y el de mayor tirada (4.794 suscriptores), en el que había forjado su personalidad y ganado una buena parte de su prestigio, para pasar a formar parte de la redacción del conservador El Mundo (473 suscriptores), a cambio de una remuneración muy elevada (20.000 reales por dos artículos a la semana), convencido de que su firma, con su nombre y sus seudónimos como el de Fígaro, arrebataría a su anterior periódico miles de lectores. Se equivocó. Su nuevo empleo creó en él inseguridad al temer que el desinterés por sus artículos iba a suponer una importante merma en sus ingresos, al tiempo que la separación matrimonial le obligaba a atender simultáneamente sus responsabilidades familiares y las necesidades propias. El continuo cambio de domicilio (de la calle Visitación a la de Caballero de Gracia y de aquí a la de Santa Clara), buscando un alojamiento céntrico que agradase a la persona con quien pensaba compartir su vida, muestra en cierto modo una inseguridad que colaboró también a su abatimiento.

FRANCISCO R. PASTORIZA

Había caído la noche en Madrid aquel frío 13 de febrero de 1837. Dolores Armijo subía lentamente las escaleras del número 3 de la calle de Santa Clara en la que se había instalado su amante Mariano José de Larra. Iba a comunicarle la decisión de rehacer su vida con su marido José María Cambronero, un teniente de caballería que pidió destino en Filipinas tras conocer las relaciones de su esposa con el escritor. Larra también se había separado de su mujer y de sus tres hijos para iniciar una nueva vida con Dolores, pero finalmente ella había decidido reconciliarse con su esposo. Aquella tarde se citó con Larra para que le devolviera las cartas que se habían cruzado. A fin de evitar escenas desagradables se hizo acompañar de una hermana de su marido. Poco después de salir, cuando las mujeres ya habían doblado la esquina de la calle, rumbo a la plaza de Santiago, donde les esperaba un coche, una detonación rompió el silencio de la noche. Mirandita, un banderillero sevillano que pasaba frente al portal, corrió escaleras arriba, entró en la vivienda y halló el cadáver de Larra en un charco de sangre, con un minúsculo orificio en la sien derecha. En su mano aún sostenía la pistola con la que se quitó la vida. Tenía 27 años. Fue el suicidio más comentado de todo el siglo XIX español. ¿Fue la ruptura amorosa la causa del suicidio? El movimiento romántico, en pleno auge aquellos años en España, difundió sobre todo esta hipótesis, pero más allá de esta circunstancia ocasional, fue una conjunción de episodios la que provocó el dramático desenlace.

Entierro sicológico

Entierrro político Primer entierro. La intercesión del ministro de Gracia y Justicia José Landero, que vivía en el mismo edificio de Larra, permitió que se celebrase un funeral en la iglesia de Santiago y su entierro en sagrado, vetado entonces a los suicidas. Camino del Cementerio General del Norte, de Fuencarral, doce pobres de San Bernardino con hachas encendidas precedían a un enlutado coche fúnebre tirado por cuatro caballos. Sobre el féretro, ejemplares de sus artículos y una corona de laurel. Cuatro berlinas y un bombé cerraban la comitiva. Un joven desconocido llamado José Zorrilla leyó unos versos. La política persiguió a Larra durante toda su vida, desde que naciera el 24 de marzo de 1809 en plena Guerra de la Independencia. Hijo de un médico bonapartista cuyo hermano murió luchando contra el francés (lo que provocó una ruptura familiar), Larra se educó en internados de Burdeos y París durante el exilio de sus padres, antes de regresar a España a los nueve años. En Madrid ingresó en el colegio de San Antonio Abad y, según algunos testimonios (‘Larra y España’. José Luis Varela. Espasa, 1983), en el centro liberal de San Mateo, aquel en el que Alberto Lista afirmaba que las matemáticas eran la base de toda educación literaria. En su adolescencia Larra se alistó como voluntario realista, un cuerpo juvenil creado por Fernando VII para defender el absolutismo. Tardó poco en desengañarse. Entró en el periodismo para denunciar los vicios de una sociedad cuyas miserias eran en buena parte fruto de la corrupción política y el mal gobierno. Sus artículos políticos están impregnados de progresismo romántico y revolucionario. Participó en la política activa como miembro del Partido Liberal para luchar contra los conservadores y absolutistas y lle-

Mariano José de Larra visto por Toni Planells

gó a alistarse, con Espronceda y Ventura de la Vega, en la milicia urbana que combatía el carlismo. Su alineamiento con la facción de Istúriz frente al ala progresista de Mendizábal (alentado por sus amigos Alcalá Galiano y el Duque de Rivas, que habían entrado en el Gobierno Istúriz) supuso un desgaste de su figura frente a la opinión pública, pero gracias a ello consiguió un acta de diputado por Ávila en 1836. Sólo le duró seis días porque los sucesos de La Granja, cuando una rebelión de sargentos instigada por Mendizábal consiguió restablecer la constitución de Cádiz, forzó la disolución de las Cortes. Esta situación le produjo una profunda desmoralización que no había superado en el momento de su muerte.

Entierro literario Segundo entierro. Ante el inminente cierre del cementerio de Fuencarral, el 18 de marzo de 1843 los restos de Larra fueron trasladados al cementerio de la sacramental de San Nicolás, al sur de la Puerta de Atocha, hoy desaparecido. Aquí reposaron junto a los de Espronceda, Rosales y los de otros personajes de la época. Larra había triunfado en el mundo del periodismo como articulista original y crítico, denunciando los males de una sociedad en descomposición en un país corrupto y sin rumbo

político. Sus piezas eran leídas y comentadas y se elogiaba unánimemente su visión crítica y su estilo innovador. Desde sus primeras revistas El Duende Satírico del Día y El Pobrecito Hablador, hasta sus colaboraciones y artículos en La Revista Española, El Correo de las Damas, El Observador... el éxito y la popularidad lo acompañaron. Sin embargo no había llegado a cuajar una obra literaria de altura. Ni su novela ‘El Doncel de Don Enrique el Doliente’ llegó a alcanzar el éxito literario que perseguía, ni su obra de teatro ‘Macías el enamorado’ consiguió perpetuarse en los escenarios sino apenas unos días después de su estreno. ‘El conde Fernán González y la exención de Castilla’ ni siquiera llegó a estrenarse, en parte por la censura. Sintió como una puñalada el desinterés del público por Macías y Elvira, los protagonistas de su drama, trasunto de su amor apasionado por Dolores (en ‘El Doncel...’ se trata también el mismo asunto con los mismos protagonistas). El fracaso como narrador y dramaturgo (sin hablar ya de su obra poética, ciertamente extensa y absolutamente olvidada. Véase una recopilación en el reciente ‘Larra. Biografía de un hombre desesperado’, de su descendiente Jesús Miranda de Larra. Editorial Aguilar, 2009) colaboró también a con-

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Tercer entierro. El 25 de mayo de 1902 los restos de Larra, siempre con los de Espronceda y Rosales, se trasladan al Panteón de Hombres Ilustres de la sacramental de San Justo, en la ribera del Manzanares, donde aún permaneLORENA PORTERO cen junto a los de otros personajes como Ramón Gómez de la Serna. Desde que Larra regresara de Francia, su deficiente dominio del idioma en los primeros años («el francés fue mi primera lengua», escribiría en una carta a Manuel Delgado en 1835) le supuso un complejo de inferioridad frente a los escritores que leía y admiraba, a los que trató desde muy joven y algunos de los cuales llegaron a ser sus amigos (Espronceda, Ramón de Mesonero Romanos, Bretón de los Herreros). La palidez de su cara, su figura extremadamente delgada, su débil complexión y su baja estatura (Bretón le llamaba el imperceptible y Pérez Galdós decía de su aspecto que era casi lechuguino) le hacían sentirse en inferioridad en sus relaciones con los apuestos personajes con los que se codeaba y con las mujeres a las que pretendía, sentimiento agravado por el llamado «suceso misterioso» ocurrido durante su adolescencia en Valladolid y que dejó en él una profunda huella sicológica: sus amores con una mujer que resultó ser amante de su padre. También sus amigos le fallaron en los últimos años. Bretón estrenó una obra, ‘Me voy de Madrid’, justamente cuando Larra estaba de viaje en Londres y París, en la que lo identifica con el canallesco protagonista de la trama. Cuando esperaba de sus amigos una reacción crítica ante el estreno, ésta no se produjo. Sólo le defendió Campo Alange, que moría poco después añadiendo un nuevo motivo a su melancolía. De nuevo caminaba solo hacia ninguna parte. A los 27 años, con su matrimonio roto, apartado de sus hijos y de sus padres, con el país hundido en una guerra carlista, decepcionado por la política de Mendizábal, temiendo que con el cambio de un periódico progresista a otro conservador sus amigos y sus lectores le verían como un traidor a sus principios, sólo le quedaba una única tabla de salvación a la que asir su vida: su amor por Dolores Armijo. También le falló.


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