La Luz s贸lo se manifiesta entre intervalos de infinitos destellos poblados por sombras
Por el alba, por el sueño, por el vuelo: a mis padres, a María, a Mónica y a Eric. Siempre.
LOVEY ARGÜELLO
BANCO DE COMERCIO Impulsando el nacimiento de un nuevo valor de la literatura Salvadoreña, se honra en presentar el libro “PRESENCIAS DE LUZ Y SOMBRA” de Lovey Argüello Un hermoso trabajo, fruto de una profunda reflexión y una delicada pluma
Dos palabras Hace ya algunos años, Lovey Argüello me presentó, con la gentileza sutil que la caracteriza, un manojito de cuartillas mecanografiadas, que contenían breves y leves prosas poéticas. Conozco a Lovey desde hace mucho tiempo, he observado su desarrollo intelectual, he tenido el privilegio de compartir con ella tareas profesionales, y por todo eso no tuve ninguna extrañeza cuando supe que se había decidido a poner en las páginas en blanco el testimonio de sus visiones, sus sensaciones y sus ensueños. Aunque algunos no quieran percatarse de ello, escribir es un acto de profunda sinceridad. Aun aquellos que conscientemente quieren esconderse detrás de la palabra, o usar ésta como instrumento de propósitos torcidos, se descubren en lo que escriben. Ya no se diga cuando la escritura es la vía de expresión de un espíritu tan depurado y riguroso como el de Lovey Argüello. La prosa poética, que podría también llamarse poema en prosa, es una variante estilística de difícil dominio. El que piensa que es fácil escribir este tipo de prosa no sabe el desafío que implica agrupar palabras con alas, recoger pequeños gajos de flores vibrantes. El poema en prosa debe ser ligero y grácil; pero de ninguna manera puede exponerse a la liviandad y a la fácil efusión. Exige conocimiento de la forma, habilidad en la disposición de los contenidos, y, sobre todo, gracia expresiva y finura innata. En El Salvador, ha habido cultores insignes del poema en prosa. Recuerdo los nombres luminosos de Julio Enrique Ávila y Ricardo Trigueros de León. No olvido a Juan Miguel Contreras e Ítalo López Vallecillos. Y, allá en el horizonte mayor de nuestra cultura, brillan algunos militantes poemas en prosa de Masferrer y de Gavidia. En nuestros días, una bella voz femenina se refugia en esta forma: Yanira Soundy. Y ahora, para beneplácito de las letras nacionales, Lovey Argüello se suma a esa lista de nombres ilustres. En las prosas poéticas de Lovey Argüello van de la mano su finísima sensibilidad estética y su agudo sentido filosófico. Siendo profesional de las letras y la filosofía, Lovey desarrolla un
magisterio gentil, que la mantiene en permanente levitación espiritual. Con la serenidad de las almas grandes, tiene en primer término una genuina capacidad de comunicación. Ella le habla al lector como un amigo entrañable, y así le transmite sus ideas y sus sueños con una suavidad espontánea y esencial. Este libro es una fiesta de hermosos hallazgos. Como para ser leído en el silencio de una terraza frente al bosque, con el cielo magnánimo de fondo y los árboles de testigos. Así lo he leído yo, y ha sido una experiencia inolvidable. Léelo tú, amigo lector, y ya me dirás tu experiencia. Tú y yo le pediremos a Lovey que siga su camino de luz, que es la vía para penetrar “al lado radiante de la oscuridad”.
David Escobar Galindo
Introducción Las presencias nacen de adentro. Todos los seres en la creación reflejan a su artífice; sin embargo, sólo nuestra sensibilidad es capaz de aprehender su verdadera esencia, desentrañar su música, su silencio. “Presencias de luz y sombra” son reflexiones que ahondan en los temas de la esperanza, aridez, dignidad, armonía, incertidumbre, ilusión, plenitud, ausencia. Surgen del abandono, y adquieren una dimensión en personas y en objetos. Así, recubiertas de imágenes que provienen de nuestra capacidad de relación, asombro y añoranza, cada una encuentra un perfil más íntimo, más cálido. En el esfuerzo por captar los diversos matices que las abrigan, el alma transforma su significado, remontando su materia a límpidos horizontes alados. Los trazos de estas presencias no están definidos a cabalidad: anhelan colmarse más allá de su vivencia terrenal. En su peregrinaje hacia el arco iris, oscilan entre las constantes dualidades de sumisión-reciedumbre, temor-confianza, vacíoplenitud, silencio-expresión, cautiverio-libertad. Buscan trascender las ingratas fronteras de la indiferencia, y revestirse del brillo que emana de la comprensión, de la hermandad. Mas un rasgo las mantendrá siempre a prueba: el perenne claroscuro. Del forcejeo entre la luz y la sombra dependerá su permanencia en nosotros. Las que aniden en las tinieblas se vestirán de ausencia; en cambio, las que sobrevuelen la oscuridad se arroparán de cercanía. Y al abrirse paso hacia el ensueño definirán su ser eterno.
Alas
En la playa desierta, cerca de las rocas, descubriste una pequeña silueta que atrajo tu atención. Se trataba de un pelícano que se erguía frente al oleaje. Quisiste reconocer el motivo de su estancia en la arena, y te acercarte con suma cautela. El no advirtió tu arribo; se encontraba sosegado, apacible, sumergido en ese elemento que lo había nutrido y arrullado desde siempre. Parecía que su mirada acariciaba el vaivén de las olas, como queriendo recordar cuando él rozaba la cresta con su pico, planeando con la agilidad del mejor equilibrista de las alturas. Mas ahora no se movía; sus alas escondían una herida profunda, desgarradora. Nunca más volvería a surcar los cielos, ni a volar en alegre compañerismo; no, nunca más. Sin embargo, se notaba sereno, en actitud de espera, de partida. A lo largo de los años, en sus desplazamientos, había disfrutado de la caricia del viento, del colorido de la primavera. Hoy, su ciclo vital se estaba estrechando, y su postura indicaba que así lo presentía. Hubieras anhelado la destreza de un Ícaro para ofrecerle su libertad, su vida. Pero estabas limitado a tu condición humana, como él a la suya. Te alejaste con un silencioso adiós. La distancia entre ustedes adquirió la reciedumbre del faro que salva al naufrago y la calidez del astro que guía al peregrino. Jamás se borró de tu cielo el digno gesto del pelícano. Y aprendiste, frente al mar, que las alas genuinas y las únicas capaces de hacernos libres -mediante la plena aceptación de nuestro destino-, son las que llevamos dentro.
Ventanas
La luz del atardecer se abría paso entre las rendijas de una mohosa ventana. Al bajar los peldaños de la casa de campo, te sorprendió la luminosidad que penetraba a través de las angostas ringleras. Nunca hubieras imaginado que en un mínimo espacio se pudiera filtrar tanto colorido, tanto cielo. El cálido adiós del día no necesitaba de amplios ventanales para proyectar su tenue nostalgia. Ese pequeño hueco era suficiente; más allá, tú presentías la silente transformación majestuosa que se estaba llevando a cabo. Extasiado te quedaste observándola. De pronto, tus reflexiones te hicieron recordar que el arco iris no siempre se manifiesta en su totalidad; con frecuencia es sólo un trazo de colores. Y es el ensueño el único capaz de concluir su forma. El íntimo mirador, al captar la belleza, trasciende las estrechas fronteras terrenales, vivifica el alma y el pensamiento, abriéndose de par en par al bien.
Vuelos, voces, alturas
El duermevela te colocó frente al espejo de tu alma, y escuchaste una voz que insistente preguntaba: “¿Sabes cuál es tu verdadera esencia? ¿Es de hombre, ángel o pájaro?” Como intento de resolver el enigma acudieron a tu mente pinceladas del ayer confundidas entre soledades, caricias, llantos, sonrisas. Vislumbraste auroras en que tu sol interno no se atrevía a salir por temor a la ingratitud, al desamor; atardeceres que te inspiraron a limar asperezas, a entretejer hilos fraternos; noches en que la luna de tu ensueño te mecía en la cuna de la esperanza, de la fe. Las imágenes variadas se perfilaban, insistentes, en un amplio claroscuro. Buscabas afanoso la línea divisoria; sin embargo, la brújula de tu percepción no era la adecuada. De cara al ayer no te era posible encontrar una respuesta certera. Quizás te faltaba romperte el alma, de extremo a extremo, y aun así dudabas. Enfrascado en tus cavilaciones no te percataste de una diáfana luz dorada que empezó a desvanecer perfiles en tu espejo. Vaporosas alas inundaron el espacio; armónicas melodías acompañaban su aparición. Y al sentirte parte integrante de este singular calidoscopio, te reconociste en los vuelos, en las voces, en las alturas. Sólo en el ascenso se esfumó tu confusión; sólo en la unión de tonalidades perdió su fuerza el ayer. Rodeado de fulgores y notas, comprendiste que estabas frente al más gratificante y comprometedor amanecer de tu existencia.
Rieles
Las tonalidades plomizas del atardecer le otorgaban al campo una sensación de vaga irrealidad. De regreso a la cabaña, tus pasos confundieron el sendero y, de repente, tropezaste con unos rieles oxidados como salidos de un relato misterioso. Abandonados en medio de la naturaleza, la intemperie los había convertido en solitarios trozos de hierro, inútiles, absurdos. En el pasado habían sido un importante vehículo de transporte, acortando distancias, uniendo a peregrinos; sin embargo, ahora estaban reducidos a unas cuantas piezas de metal que no conducían a sitio alguno. Su camino se había desdibujado para siempre; su rumbo, truncado sin clemencia. Mientras la penumbra se imponía con firme solemnidad, tus pensamientos se alojaron en archivos del ayer. Y ante los rieles desvencijados, reconociste que muchas de tus ilusiones habían sufrido la misma suerte. Tu kilometraje anímico ya no albergaba la fluidez del recorrido armonioso: la perspectiva de tus quimeras descarriladas se había precipitado en simas infranqueables; estaciones sombrías y despobladas fueron la culminación de algunos de tus viajes. Te asombraste al comprender que tú también albergabas muchas capas de moho en tu interior. Añorando raspar la pátina acumulada, tu marcha se tornó lenta, anhelabas recuperar la orientación que le había dado un rumbo diáfano a tus anhelos. Concluiste que sólo la alcanzarías si elevabas tus rieles a las alturas, si los apoyabas sobre nubes y si los enfilabas hacia las estrellas.
Tenues alientos
El
concierto ejecutado por la orquesta sinfónica desató lianas adormecidas en tu pentagrama anímico. Al inicio del primer movimiento, las cuerdas de tu alma se desplazaron sutilmente hacia sonoridades lejanas. Tu imaginación envolvió la estancia en una vaporosa nube, elevándote más allá de los músicos. De improviso, te viste rodeado de ondulantes cañaverales, de cristalinos riachuelos. En tu dulce vagar, te percataste de la melódica coherencia proveniente de violines, oboes, flautas, timbales; percibiste su hermandad como una explosión armónica. Poco a poco, dentro de ti comenzó a gestarse otra música, un contrapunto íntimo que, a su vez, perseguía los vaivenes de las notas en un aleteo ansioso de libertad. Los aplausos interrumpieron tu fantasía; el peregrinaje había concluido. Sin embargo, decidiste permanecer unos minutos más en el teatro; un mundo de tonalidades imperaba a tu alrededor, y anhelabas apropiártelo nota a nota. Ya afuera, te sorprendió sentir que la melodía continuaba guiando tus quimeras. Su eco te hizo comprender que era tuya, y que, como tenues alientos, reposaría en ti siempre y cuando la nutrieras con tu honda cadencia.
Nostalgia
Sientes pena por tu amigo triste. Cada día lo ves más sumido en su dolor, alejado de toda presencia que pueda brindarle un alivio a su desencanto. Se ha replegado entre el velo gris que envuelve su corazón; agazapado, no aparenta trascender las heridas, las ruinas que lo circundan. Sólo tú has podido acercarte, con delicadeza y tacto, incitándolo a reflexionar con pensamientos que manifiestan la reciedumbre humana en medio de la desolación. Sin embargo, sufres al creer que tus palabras no han logrado separar los matices claros de los oscuros, y te colocas en el umbral de su desaliento. Aunque comprendo tu sentir, recuerda que la luz de la bondad puede borrar los más insondables nubarrones e irradiar los asilos de las sombrías almas doloridas. Piensa que la melancolía lo ha ceñido durante largo tiempo, transformándose en su segunda piel. Y despojarse de ella requerirá de un enorme esfuerzo, sobre todo, para que no sienta la desnudez frente al abandono. Ya que ha sido lejano su vivir, sólo al reconocer los fulgores de tu amistad podrá encender la chimenea del hogar. El cálido regazo de tu cariño se convertirá en un acogedor manto, capaz de abrigarlo mientras se desprende de su gélida nostalgia.
Contrastes
El
viento mecía el trigal en un armonioso compás. Las altas espigas frágiles se dejaban arrullar, inmersas en una genuina complicidad. Parte del horizonte se había convertido en un trémolo aleteo que imprimía al campo un resplandor de tenue caricia. Próximo al sembrado, reconociste la silueta de varios pinos que permanecían ajenos a la intimidad entre el aire y las espigas. El contraste fue adquiriendo mayores relieves a medida que ahondabas en la sumisión y en la reciedumbre. Ante ti, la naturaleza se mostraba espléndida en su dualidad, rica en proyecciones que te remontaron a oscilantes vivencias en las que tus cuerdas anímicas se habían templado en su afán por encontrar una moderada cadencia. Sin embargo, reconociste que, en muchas ocasiones, lejos de establecer la rima anhelada tus melodías se habían desafinado sin remedio. Con marcada nostalgia tuviste que abandonar un cuadro tan fértil en abstracciones; hubieras querido indagar más en la riqueza de los contrastes, pero el manto azul envolvió el paisaje, adueñándose del lienzo impresionista, y lo ocultó a tus ojos, anhelantes de luz. Siguiendo el curso de las estrellas, te prometiste volver hasta armonizar el abandono del trigal y la entereza del pinar. Deseabas hacer tuyo su enigma, y alcanzar así -en un perfil intermedio- la serenidad que redime.
Escombros
Encima
de un viejo baúl, en la sacristía de la pequeña iglesia devastada, la imagen de San Antonio llenaba con su graciosa presencia todo el espacio. Habías emprendido el viaje a esa remota aldea con fines humanitarios; llevabas medicinas, ropas, alimentos y, en tu corazón, el genuino anhelo de prodigarte. La quietud de la sacristía te sobrecogió. Con reverencia te acercaste al santo. Su tierna mirada se posaba sobre un trocito de pie del Niño Jesús; unos instantes bastaron para que te percataras de la mutilación: faltaban los dedos que, sin duda alguna, habían sido cincelados con la misma delicadeza que se desprendía de ambas figuras. Conmovido, tu pensamiento se remontó a momentos de gran dolor, de marcada nostalgia. Te reconociste en el miembro destrozado, incompleto. Ante las ruinas de tu alma, una pregunta comenzó a intrigarte: ¿Cómo es que permanecías erguido? Tímidas sonrisas inocentes disiparon las congojas enquistadas en tus cavernas. Al concluir la generosa misión, dirigiste tus cansados pasos al templo. Frente al rostro de San Antonio, sentiste que una eterna mirada lo abarcaba a él, al Niño, a ti. Inmerso en esa piadosa afinidad, tu interrogante perdió fuerza. Y al intuir la respuesta, una sentida caricia comenzó a reconstruir tus escombros.
Diáfana visión
Llegabas malhumorado a la oficina. Habías tenido que resolver varios contratiempos, y la serenidad que te caracterizaba se había esfumado desde tempranas horas. Un olvido te forzó a salir en busca de los documentos que esperabas fueran la adecuada respuesta y conclusión a incansables desvelos. Cuando cerrabas la puerta de tu automóvil, frente a ti comenzó a cruzar la calle una joven ciega. Su caminar seguro fue lo primero que te sedujo. En medio del bullicio se dirigía con cautela, pero con firmeza, hacia la parada de buses. Luego, guiada por su fino bastón, se volteó para esperar como los demás. Su noble porte sereno te impresionó hondamente. Y ante su presencia, intuiste que albergaba cristalinos cielos internos, vedados a tu mustia mirada. En esos momentos te invadió un genuino afán por intercambiar cercanías, pero tus reflexiones se confundieron en un sordo laberinto. A pocos metros de ella te sentiste ingrato, frágil, limitado. Por vez primera te aproximaste al lado radiante de la oscuridad, y presentiste que la ausencia de la luz puede contener mayor brillo que los rayos del sol. De nuevo en el despacho, colocaste en la última gaveta los papeles que, para entonces, habían perdido toda importancia. Cerraste los ojos para dejarte llevar por la diáfana visión que habías contemplado; aferraste entre tus manos la diminuta imagen de la Virgen que reposa sobre tu escritorio y, al observarla detenidamente, anhelaste aprender de Ella, es decir, de ambas.
Palabras
Fuertes ráfagas gélidas han dado paso a una cálida floración que ha perfumado tu alma. Suavemente, tus pétalos anímicos se han abierto a la esperanza, a la claridad. Lejos han quedado los días en que tus emociones, al convertirse en rehenes de ti mismo, aprisionaron las alas del vuelo, contuvieron las aspas del ideal. Invernaste dentro de la rígida forma de una estatua de mármol, incapaz de romper el cautiverio que te mantuvo ajeno a cualquier emoción. Una palabra bastó para abrir las puertas de tu prisión, y otorgarte la libertad que te ha colocado en el sendero de la melodía. Animado por tu naciente cantar, crea un pentagrama en donde el silencio musical se escriba con notas armónicas, capaces de borrar las cercas de la indiferencia. Tu palabra, entonces, encontrará el resquicio adecuado para desatar amarras en quienes ansíen espacios de luz para revivir sus acallados poemas.
Ángeles
Las ruinas del monasterio se alzaban
majestuosas en medio del bullicio de la ciudad. Los automovilistas, ajenos a cualquier vestigio antiguo y bello, transitaban con desdén por sus alrededores. Nadie se volteaba a observar las estatuas que se erguían en la fachada principal. Al caer el sol, la iluminación especial hizo resaltar los cuatro ángeles que parecían no inmutarse ante el desinterés popular. Ellos tenían una misión que cumplir: proteger al monasterio de los irreverentes. Ya estabas por encaminarte al hotel cuando, de pronto, viste a un anciano harapiento y encorvado salir cautelosamente de un ángulo del recinto. Al notar tu presencia, la mirada que te dirigió no podía ser más elocuente; como tardabas en reaccionar, te hizo enérgicas señas para que abandonaras el lugar. Mas él te había cautivado de una forma inesperada; algo en su vehemencia te impulsaba a vigilarlo. Agazapado, pudiste observar con qué familiaridad se instalaba en las gradas, buscando una cómoda posición para dormir. Pero antes de abandonarse al sueño, su mirada se posó en cada uno de los ángeles y, al comprobar su bienestar, notaste una sonrisa de satisfacción en su rostro. ¡Qué contraste entre las estatuas y su fiel guardián! Ellas eran blancas, altas, elegantes, camino al cielo; él, sucio, bajo, andrajoso, de paso por la tierra. La evidente disparidad se abrió paso en tu ánimo; sin embargo, poco a poco se volvió casi imperceptible. Por azar descubriste que la gracia también se anida en contornos ásperos y toscos, pero que por su voluntad de ser adquieren dimensiones de gran altura. No te equivocas al decir que el monasterio tiene una guardia de honor compuesta por cinco ángeles.
Plenitud
Tu imaginación cobraba el ímpetu de un molino libre al viento cada vez que te ubicabas frente al lienzo, soñando mariposas, luciérnagas, estrellas. El cuadro era sencillo: representaba un amanecer en medio de sinuosas cordilleras. Mas la luz, poseedora de un imán angelical, ejercía una fuerte atracción en tu interior, ávido de cielo. Anhelabas penetrar ahí donde tu mirada se extraviaba. Con el transcurrir de los días, las actividades que antes te habían absorbido perdieron su encanto; la ilusión te envolvió por completo. Ya no distinguías si soñabas despierto o si el duermevela era tu vida. Lo que importaba era estar fijo ante la luz multicolor que había irradiado tus confines afectivos. En el crespúsculo de un día brumoso, tu sueño dio paso a un estremecimiento prolongado, confuso. De improviso, te encontraste en medio de la luz. Podías caminar entre las cordilleras, aspirar el aroma silvestre, acariciar la brisa. Habías logrado tu afán; sin embargo, el tiempo continuó dándole vueltas a las aspas de tu molino y, a pesar de ser parte del diáfano cielo, tu mente se pobló de mariposas, luciérnagas, estrellas. La dorada luz de tus quimeras era incapaz de aplacar la incertidumbre; acogido por las tersas pinceladas, tu corazón no lograba la altura del canto pleno. Entonces ansiaste volver, comenzar de nuevo, encontrar el equilibrio de tu existencia. Plegado sobre ti mismo, abrazado a tu más hondo ideal, te quedaste dormido. Al despertar, estabas frente al lienzo, a la atracción más fuerte que jamás habías sentido. Lentamente recobraste la calma. Y en ese momento de recogimiento, comprendiste que un sueño se desvanece en el instante en que se torna realidad, y que soñar un sueño incesante es la esencia de la plenitud. Te alegró estar de regreso, poder establecer una límpida distancia entre el cielo amado y tu interior -permitiéndote un espacio con alas- y, sobre todo, continuar soñando mariposas, luciérnagas, estrellas.
Arpegios
En su mirada has intuido un renovado fulgor. La timidez que lo envuelve como delicada seda no te ha permitido abordarlo en llana confidencia. Albergas una recóndita inquietud por conocer la razón que ahora lo impulsa a buscar mariposas en vez de guijarros. Te preguntas cómo penetrar el velo de su corazón sin rasgarlo; qué cuerdas tocar para no desafinar las otras. Creo que no tienes más opción que la paciencia. Llegará el momento en que él mismo anhele descubrirse, ir más allá de su ropaje, atreverse a depositar en tus manos su ceñida túnica. En esos momentos deberá encontrarte accesible, comprensivo. Al reconocer su enorme esfuerzo, anímalo a tocar su escondida lira solitaria. No dudo que de ella se escaparán notas lejanas. Y cuando sientas que se han independizado del instrumento musical, podrás hermanarte con su generosa cadencia. Enriquecido por el encuentro, despójate de tu canción, permite que vague en libertad para que se inunde de luz y se eleve entre arpegios de esperanza compartida.
Imágenes
Atraído por sugestivas evocaciones te recostaste sobre la hierba para acariciar la íntima proyección de sueños, lágrimas, risas. En luminosos retablos viste desfilar imágenes de tu niñez y juventud que habían conformado el mosaico de tu existencia. Etapas relevantes del ayer inundaron tu mirada interna, colmándola de múltiples tonalidades. Impresionado por la fragilidad de algunas, ansiaste establecer un balance entre opacidades y brillos, disonancias y melodías. Te debatiste con vehemencia por satisfacer tu anhelo, hasta concluir que el lienzo anímico posee un singular equilibrio, ya que no hay luz sin sombra. Al calor del recuerdo, las estampas se consumieron en oscilantes llamas, dejando tras de sí cenizas de añoranza. El claroscuro de tu alma pedía una aceptación serena y mesurada; sólo así podría esculpir la obra que yace inconclusa en nuestros adentros.
Campanas
El horizonte de tu ensueño oscilaba entre luciérnagas y estrellas. En la tibia noche de verano, los parpadeos luminosos encendieron tus luceros internos, contrastando con la ausencia de electricidad. Instalado cómodamente en la terraza, tu atención se dejó cautivar por una aureola de luciérnagas que giraba alrededor de una vieja campana. Aunque no lograbas distinguir sus formas con precisión, de ella se desprendía un total desamparo. Trasladada desde un antiguo campanario, ahora yacía entre flores silvestres, abandonada en la tierra, privada de su voz para llamar a misa, recordar gestos patrios, encaminar al campo santo. Su misión, en apariencia, ya había concluido. Sin embargo, las diminutas luces intuían que aún albergaba el timbre del canto pleno, el timbre del canto cincelado a golpe de quimeras inconclusas, de melodías interrumpidas por la ausencia de amor. El esfuerzo del dorado círculo era animarla a elevarse por encima de su prisión terrena. Tú, como único testigo de tan singular compañerismo, quisiste ser de alguna utilidad, mas no fuiste capaz de contribuir al encanto de las luces encendidas y de las voces apagadas. Tratando de evadir una cierta congoja, tu mirada se concentró en lo alto, allá donde las estrellas nos permiten crear nuestras propias campanas, libres para redoblar ilusiones, vuelos. A cambio de tu fracaso, te prometiste elaborar una que fuese resistente a todos los vendavales, y cuyo tañido se fundiera con la melodía de las esferas celestes.
Pájaros
Bajaba de la montaña con la liviandad del que está acostumbrado a vivir entre nubes. En su mirada limpia, en su sonrisa franca, en su palabra cálida, se manifestaba la transparencia de su alma. Nadie sabía qué alimentos lo sostenían; sin embargo, en su dieta no se descartaban luceros. Se incorporaba a la aldea pocas veces en el año para vender orquídeas que arreglaba primorosamente en su cesta, y luego, sin faltar, entraba a la pequeña iglesia. Ahí lo encontraste una tarde de verano. Visitabas ese pueblo con el fin de obtener datos sobre ciertas especies de pájaros en extinción, y tu natural curiosidad te impulsó a penetrar al templo. En la quietud del recinto, te distrajo el ruido de unas monedas al caer dentro de la cajita de ofrendas. Al pasar cerca de ti, su delicado halo te rodeó de una genuina sensación de paz. Se acercó al altar con una gran familiaridad, y depositó dos orquídeas blancas a los pies de Cristo. Sin moverse, mantuvo su pupila fija en la de Él, abandonado a su oración. Entonces comprendiste que estabas frente a la más cristalina y espontánea de las comuniones. La beatitud que se desprendía del joven no era de este mundo; el suyo pertenecía a las alturas. Los apuntes que habías colocado en la banca perdieron gran parte de su encanto. Sí, las frágiles criaturas del viento ameritaban un sincero esfuerzo en su defensa, no lo dudabas; sin embargo, otra te había regalado un innato ejemplo de santidad que superaba al más alto de los vuelos. Antes de alejarte supiste que volverías no sólo a salvar, sino a ser salvado.
Álamos del campo
Al rayar el alba saliste a recorrer el amplio sendero que conduce al bosque. La luz, que venía despintando nubes, se vistió de oro para estar a tono con los trigales, y te envolvió en señal de cálida bienvenida. Los álamos, a uno y otro lado del camino, se alzaban con naturalidad, reciedumbre. Su firmeza te hizo reflexionar; ahí permanecían como fieles centinelas del paisaje. La poca frondosidad de sus ramas atrajo tu atención: la escasez les imprimía un halo especial, un anhelante vigor de seguir creciendo hacia lo alto. Amparado bajo finas sombras, intuiste la presencia de la fecundidad inmaterial, ésa que brota del afán por suplir las carencias más allá de los rústicos linderos terrenales.
Caricia divina
Los
vitrales de la iglesia, al recibir el primer rayo del sol, multiplicaron la luz en diminutos mosaicos que invadieron el silencioso recinto. Frente al sagrario, tu oración se iluminó de finos colores, facilitando su ascensión a las alturas. Concentrado en una devota meditación, tu pensamiento quedó fijo en una imagen que acababas de ver: se trataba de una piscucha que hondeaba en la copa de un ciprés. Tu imaginación se deslizó hacia esa dualidad del hombre que ansía volar, pero que teme a las cumbres. Recordaste tus años infantiles en que las ondulantes alas eran tus silentes cómplices en la cima del cerro. Sus libres vuelos desbordaban tu fantasía hacia castos horizontes diáfanos. Las notas del órgano interrumpieron tus errantes estampas, disipando en frágiles transparencias el cálido ayer. Decidiste, entonces, afincar tu aliento en la fe, en la oración; sólo así volverías a sentir la caricia divina, la única capaz de fortalecernos para alcanzar la más alta cúspide.
Ausencias
En
tu furtivo lienzo continúan revoloteando las mariposas esbozadas en el cuadro que te ha colmado de perspectivas. Has descubierto un encanto inusual en la pintura de las delicadas y transparentes siluetas, en el frágil y breve desplazamiento, en el colorido tan difícil de precisar. En sí, has concluido que la sencillez resalta como su mayor cualidad, y que su autor desbordó todo un mundo de sensaciones, reflejadas en el esmero y voluntad de plasmar algo bello. Al observar el fondo, su profundidad se hermanó con tus inquietudes perennes. Lo que más atrajo tu atención fue la ausencia de objetos: no había nubes, ni prados, ni flores, únicamente unas cuantas mariposas suspendidas en un fondo sin límites. Y en él te has adentrado. Tu pensamiento vagó por todo aquello que no está ni siquiera sugerido, pero que sientes igualmente atractivo, estimulante. Meditaste acerca de todo lo que no has nombrado, lo que no has poseído, lo que no has sido. Una y otra vez, las ausencias dejaron a su paso una estela de sordos ecos, de lánguidas resonancias. La percepción artística de la nada te ha revelado tus enormes espacios deshabitados. Sin embargo, ya has aprendido que, mientras nos esforzamos por suplir esos vacíos, crecemos más allá de nuestros límites, revistiendo de presencias las desoladas ruinas del alma.
Perspectivas
La furia de la tormenta te ha obligado a permanecer en casa. Al disponer de largas horas de ocio, te has dedicado a recorrer cada habitación y, curiosamente, has advertido nuevas sensaciones al observar un cuadro, un tapiz, un adorno. Hace años que ocupan un sitio en tu hogar, pero hasta ahora han adquirido una justa dimensión en tu alma. Y has meditado que con las personas que te rodean la impresión ha sido la misma. Piensas que la rutina, unida a nuestra falta de interés, contribuye a que aprehendamos de los otros sólo los rasgos comunes y tediosos. Sin embargo, sientes que si nos detuviéramos a observar sus gestos e inclinaciones, descubriríamos insospechados anhelos de amistad, libertad, paz. A medida que el vendaval cedía, tu aliento se tornaba más y más inquieto. Entre ráfagas comprendiste que te habías perdido de un valioso universo espiritual. Tu refugio estaba agotado; ningún peregrino lo había buscado para reposar. Y ahora que anhelabas trocar en cálidas vivencias tus opacidades, deduciste que sólo humanizando perspectivas podrías convertir en oasis los espejismos de tu existencia.
Azul desencanto
Mientras tu mirada se perdía en el intenso atardecer, recordaste el artículo que explica cómo el cielo no es sino una combinación de gases y que, realmente, no existe como tal. El ser humano, ansioso de celestes relaciones que le permitan sobrellevar su cruda realidad, lo inventó para abrir ventanas a la esperanza. Ante semejante desengaño, tus noches han sido más largas, tus preguntas se han vuelto dolorosas. Te has sentido burlado, confuso. En el pasado, te complacías en paragonar su matiz con el del mar, con el de unos ojos expresivos. Fácilmente lo veías adornado de estrellas y planetas; todo en orden, todo obedeciendo a una ley matemática, real. Pero, ¿y la anímica? Me uno a tu desencanto: no hay cielo, no hay nubes, no hay más que el inalcanzable infinito solitario. Sin embargo, aún nos queda el aliento de crear el nuestro, ése que, despojado de celajes y de oxígeno, se puede convertir en un cosmos que abrigue nuestra sensibilidad –a veces herida, a veces halagada- que nos hace seres únicos. Y a lo mejor, con el transcurrir del tiempo, agradeceremos a esta desilusión el habernos forjado un cielo tan azul como nuestros anhelos.
Arte alado
Tu mirada quedó presa en un punto azul. Habías llegado a esa lejana comarca en busca del viejo molino, tema de tu próximo lienzo. En el rústico hospedaje escuchaste las lamentaciones de los aldeanos por su inminente demolición. Habían crecido al amparo de sus poderosas aspas que, a sus ojos soñadores, poseían la dimensión de un águila en pleno vuelo. Gran parte de la actividad del pintoresco caserío se había desarrollado en torno a sus blancas formas. A medida que te narraban su relación con el molino, tu interés por conocerlo aumentó. Comenzaste a imaginar las características que le otorgarías en la tela, los elementos naturales que lo enmarcarían. Sin embargo, tu pródiga fantasía no estaba dispuesta para el primer contacto. Desde lejos advertiste que en una de sus aspas se alojaba un objeto que, en apariencia, era de color azul. Cuando te acercaste pudiste comprobar que se trataba de un gorrión que yacía en actitud de vuelo. Su diminuta figura te hizo cambiar drásticamente la idea preconcebida del molino. De pronto, el íntimo bosquejo no coincidía con la realidad. Frente a ellos, tu mente se colmó de alas; sólo así te aproximaste a su genuino enlace. Ambos eran guerreros del viento, soñadores de lo eterno, unidos en un lance postrero que los elevaba más allá de cualquier condición terrena. Al alejarte de la aldea, la aridez del campo se identificaba con la tuya. Te sentías abrumado por el anhelo de una cristalina honestidad que te permitiera desplegar tus pensamientos hacia esa región misteriosa e ilimitada de tu alma. Quizás entonces, y sólo entonces, podrías plasmar las sensaciones de armonía y libertad del molino y del gorrión; sin embargo, dudabas. ¿No estarías acaso intentando deformar el más bello cuadro que habías presenciado? Querías poner tu arte mundano a su altura, más ellos, ellos eran arte alado.
Silencios
Has permanecido en silencio. Tu voz se ha replegado como una sábana que, limpia y perfumada, regresa al armario. Ahí te has quedado en serena actitud de intimidad. Tu sigilo brotó a causa de un desencanto enraizado en la incomprensión, en la indiferencia. Decidiste callar, pues ya has aprendido que, con frecuencia, las palabras opacan en vez de esclarecer situaciones delicadas. Necesitabas hacer acopio de todos tus recursos para conseguir el equilibrio que anhelabas poseer. Dentro de ti revoloteaban huidizas semblanzas del ayer, de conquistas basadas en al prudencia, en la franqueza. Te viste ante una situación ajena a tus vivencias que requería de actitudes diferentes. Así, obligado a contener tu aliento, lograste sobrevolar el cruel desengaño; la ausencia de voces se convirtió en una nube que cubrió tus reflexiones para otorgarles una mística transparencia. Cuando tu alma recobre el ímpetu para despejar nostalgias, la experiencia de tu introspección le otorgará un significado más profundo a tus palabras. Mas no olvides que Él, en el sagrario, guarda silencio.
Anhelos del ayer
La grácil silueta avanzaba rasgando la arena. Jadeante se detuvo ante el niño, y ambos comenzaron a dar vueltas hasta que el pequeño cayó vencido por el cachorro. Después de unos minutos, el cariño los armonizó de tal manera que sus figuras se confundieron en un prolongado abrazo. Mientras el sol se hundía en el espacio, te quedaste extasiado frente a tan efusivo vínculo. En la atmósfera de suave añoranza, tu espíritu se internó en el esplendor que los rodeaba, y no pudiste menos que envidiarlos por su refrescante inocencia, por su completo abandono. De ellos provenía una devota afinidad, una tácita comprensión que ya no puedes encontrar en tu mundo de adulto. Trataste de prolongar la agradable visión a orillas del mar hasta que la penumbra cobijó a los amigos. Sin embargo, quedaron grabados en tu corazón como baluarte viviente del universo cálido, puro y espontáneo de la infancia, época que ansiamos superar para alcanzar la madurez. Me solidarizo con tu nostalgia. Lejos han quedado los días en que una frágil piscucha elevaba nuestras risas al cielo. Ojalá pudiéramos recuperar algún rasgo de esos años que se perdieron para siempre.
Corrientes
La nostalgia del sauce llorón se había esparcido sobre la cristalina superficie del estanque. Las ramas se destacaban por la nitidez de sus perfiles esbozados con pinceles de luceros. Atraído por la doble proyección que te incitaba al recogimiento, quisiste captar cuál de los dos era el más valedero, si el ramaje o su reflejo, que en el agua había adquirido un recio volumen a pesar de su natural delicadeza. Después de agotar las posibles respuestas, has concluido que la prolongación de uno es lo que le otorga vida al otro, fuera de él, pero muy unido a su esencia. Y has pensado que el hombre es también un destello de sí mismo que, a fuerza de permanecer tan oculto, no logra emerger a la superficie, ni brillar con fulgores propios. Cuando el crepúsculo desdibujó el último trazo, una cierta añoranza se permeó en tu recóndito arroyo. Comprendiste que debías esforzarte por acortar la distancia entre las presencias y las sombras que se alojaban en tu interior; sólo así alcanzarían un nivel armónico las corrientes de tu alma.
Amigos del viento
Al desprender tu mirada del brumoso horizonte, el aleteo de los pájaros te hizo reflexionar en su plácida ascensión. De improviso, tu pensamiento se pobló de interrogantes que me has trasladado con el deseo de esclarecerlos. Y bien, te daré mi parecer. Creo que hay dos clases de vuelo. El solitario y el de manada. Admiro y envidio a ambos. Cuando observo la placidez que fluye de un pelícano al serpentear sobre la cresta de las olas, cuando comprendo que su esfuerzo se transforma en gracia y en destreza, me siento limitada, anclada a un cuerpo demasiado terreno. Por otra parte, si van juntos, en alegre camaradería, intuyo su estrecha relación, su obediencia al mando del que encabeza el vuelo; unidos, pero cada uno desplazando sus alas a su manera, libre y acompañado a la vez. Para ellos, el aire es su elemento natural, y se desprende, por su abandono, que conocen sus diversos matices, sus fuerzas encontradas. Y nosotros, ¿qué conocemos del anhelo de las aves por subsistir? Estamos asidos a lo terreno, atados a cadenas que aprisionan nuestros recintos de armonía, de hermandad. No logramos ver más allá de la pared, ni visualizar que una ala extendida es una ilusión a punto de realizarse. Quizás ahora compartirás mi asombro por los pájaros. Y ya que ellos le hacen honor al viento al dejarse mecer en grácil renuncia, nosotros deberíamos trasladarnos hacia los horizontes azules, donde no hay más ataduras que el ideal de convertir nuestras vidas en una melódica migración.
Luz desde lo alto
En
el acogedor salón predominaba un ventanal, portavoz del atardecer. Las nubes se habían empecinado en ocultar las últimas ráfagas del sol, y tal parecía que, de un momento a otro, la oscuridad prevalecería serena, grandiosa. Sin embargo, un obstinado rayo de luz desvaneció las sombras, cubriendo a una chiltota que se destacaba en el ramaje. ¡Qué espectáculo! Amarillo el reflejo, el anhelo, el pájaro. La calidez del astro era una dorada caricia que, posada sobre la libre criatura del viento, la animaba a erguirse más allá de los impenetrables huracanes. De improviso, la estancia perdió su hermosura; el paisaje que te embelezaba llenó todos los espacios, incluyendo los tuyos. La armonía se transformó en un arco iris capaz de eternizarse en el corazón de quien la persigue. Frente a esa natural relación simbólica, recodaste las veces en que diáfanos destellos te habían abrigado, incitándote a no desfallecer ante la oscuridad. Bastaba abandonarse como la chiltota; la luz desde lo alto despejaría las tinieblas que arrojaban sombras a tu ensueño.
Relaciones celestiales
A través de las nubes te has adentrado en los frescos celestiales. Fija tu mirada en el manto azul, lograste desentrañar las figuras de un cordero, un caracol, un pájaro. Suspendidos en lo alto, sus perfiles vaporosos se convirtieron en estampas peregrinas, cuya esencia la ubicaste en la tierra, el mar, el cielo: los tres asideros del hombre. De pronto, su afinidad te hizo comprender que el motivo de su creación había sido una prueba para el hombre. Así, en el mundo debemos acrisolar nuestro amor; en el océano, nuestro aliento; en el firmamento, nuestro ensueño. Y de acuerdo a la pureza que acompañe al esfuerzo, la tonalidad del cuadro personal obtendrá mayor luz. El lienzo de la bóveda infinita desvaneció las siluetas, y las trasladó a tu recóndita visión. Su fugaz presencia había reforzado tu vínculo con el entorno, tanto físico como espiritual. Inmerso entre pinceladas, advertiste que sólo descansarías en la anhelada armonía si alcanzabas fundir ambos en una sola lágrima, en una sola dicha.
Presencias
Amasaba el barro con la mirada puesta en el umbral del cielo. Entre sus candorosas manos se establecía un ritmo acompasado e íntimo que le otorgaba a las figuras una tersa consistencia liviana. Lentamente, la materia cobraba la forma anhelada de un pájaro, tema único de la joven artista. La humilde habitación que la albergaba se había llenado de cientos de alas que añoraban elevarse a las alturas. Una tarde, al regresar de la excursión que te había llevado a la cumbre, encontraste hospedaje en la casa vecina. Después de acomodar tu equipaje, saliste a impregnarte de cielo; nunca hubieras imaginado que la limpidez de los espacios azules se proyectaría a tu lado. A través de una amplia ventana, que se abría a los cerros y a los nidos, observaste cuando ella comenzó a guardar las figuras terminadas dentro de sencillas jaulas de madera. Luego, colgó unas diminutas estrellas en las varillas para animarlas al ensueño. Las inconclusas encontraron un espacio más libre: el marco de la ventana. Y fue entonces cuando en tu recóndito paisaje se dibujó la añoranza. Advertiste cómo su dulce y casta mirada buscaba un faro celestial; apenas lo distinguió, sus ojos se colmaron de lágrimas que se fundían con el barro recién amasado. Enternecido, intuiste que se había adentrado en una presencia que ya no era terrena. Y a pesar de su lejanía, ella continuaba asida a ese amor único, vital, eterno. Ante su dolor, experimentaste una genuina necesidad de brindarle consuelo, de abrazarla con infinita ternura; sin embargo, no osaste interrumpir la privacidad de su diálogo. Al solidarizarte con su sentir, tu rostro se bañó de rocío. Amaneciste al pie del sauce que te había protegido de su mirada, mas no así de su alma. Gradualmente, una ráfaga de renovación invadió tu interior. Habías ascendido en un acercamiento de alas que te reafirmó, una vez más, que la fuerza de nuestras amadas presencias ausentes se acrecienta en el tiempo, poblándonos de luz y sombra.
Transparencias
Has vuelto al bosque de los robles. Caía la tarde; los rayos del sol, al filtrarse suavemente a través del ramaje, le otorgaban al paisaje un aire de cálida añoranza. Ya conocías el lugar; de adolescente lo recorriste palmo a palmo. Entonces, tu innata curiosidad te había atraído hacia los senderos revestidos de hermosas veraneras, hacia los nacimientos de cristalinas aguas. Sin embargo, ahora nada te parecía igual. ¿Cómo explicarte el fenómeno? Concluiste que una prolongada ausencia cambia los matices de la geografía íntima y física. Debías abandonarte al sueño para aclarar tus pensamientos; así, te quedaste dormido con risueñas estampas juveniles. Al amanecer, volviste sobre tus pasos como se vuelve al recuerdo: buscando encajar, sin dolor, las transparencias del pasado con las del presente. De improviso, tu atención se concentró en un nido construido sobre una rama quebradiza. Te acercaste con cautela, tomaste en tu palma al más frágil de los tres pajaritos que se protegían de la inclemencia humana. En tu nerviosismo, lo apretaste más de la cuenta, y su quejido te llenó de sobresalto. Fue en ese instante cuando miraste tu mano –la de antes- aferrando otra ave similar, mas, lejos de estrujarla, la acariciabas, inspirado por un sentimiento natural, espontáneo. Te estremeciste al comprender que necesitabas limpiar cristales, remover escombros, prodigarte. Sólo así lograrías acoplar las transparencias del tiempo. El esfuerzo iba a exigirte una enorme dosis de humildad; sin embargo, la imagen de la limpidez anhelada te serviría de guía en la fusión de tus quimeras.
Aurora
Una
vez más has presenciado la primera nevada que te ha envuelto en un lírico silencio. Extasiado has visto caer los blancos pétalos que contrastan con la explosión de colores primaverales. Su compás en el descenso ha establecido un ritmo en tu alma que te ha aproximado a los linderos entre la plenitud y la ausencia. Como peregrino que ansía percibir las mutaciones naturales, te has sentido impactado por la suavidad de la nieve que, al cabo de unas horas, ocupa un espacio, se materializa y se torna en presencia. Has meditado en la fragilidad del ser humano que se asemeja a la del terso algodón, cuya insistencia en poseer un sitio se cristaliza en fortaleza. Y así todo el que persevera y mantiene encendida en su pupila la llama votiva de un ideal; la cercanía al paraíso será la recompensa a su desvelo. Inmerso en tu paisaje anímico, concluiste que, al persuadirnos de nuestras certezas, debemos aceptar los vacíos, ya que a partir de la nada, el esfuerzo hacia una nueva aurora abre los espacios que nos permiten recomenzar la vida.
Índice -
Alas Ventanas Vuelos, voces, alturas Rieles Tenues alientos Nostalgia Contrastes Escombros Diáfana visión Palabras Ángeles Plenitud Arpegios Imágenes Campanas Pájaros Álamos del campo Caricia divina Ausencias Perspectivas Azul desencanto Arte alado Silencios Anhelos del ayer Corrientes Amigos del viento Luz desde lo alto Relaciones celestiales Presencias Transparencias Aurora
Ilustraciones en interior: Raquel Asturias Dise帽o: Walter Iraheta Pre prensa: Visi贸n Digital Impresi贸n: Impresora Digital Publicitaria Producci贸n: Banco de Comercio San Salvador, El Salvador, C.A. 1996
Esta primera edici贸n consta de 1,500 ejemplares Se termin贸 de imprimir en febrero de 1996 en los talleres de Impresora Digital Publicitaria Prohibida su reproducci贸n total o parcial sin previa autorizaci贸n
Del regazo de la mecedora emana la ternura de los brazos que arrullaron nuestra alba y nuestro ocaso