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LIC. MARÍA CRISTINA VÁZQUEZ BALTAZAR

Una lección de ultratumba ¿Dama o víbora?

*Lic. en educación con especialidad en inglés. ENP, UNAM Plantel #2 “Erasmo Castellanos Quinto”.

Fotos: pixabay.com

LIC. MARÍA CRISTINA VÁZQUEZ BALTAZAR*

Por fin, te encontramos. ¡Alabado sea el Señor! −exclamaba Gertrudis con todas las fuerzas de su ser y levantando los brazos hacia el cielo, en señal de agradecimiento hacia el Creador. Sin esperar un instante, corrió presurosa hacia donde se encontraba su hijo menor, Apuleyo, quien estaba parado sobre un grueso tronco tirado a la orilla del camino, con los ojos extraviados, con una mirada de loco, la camisa desabotonada, el pelo revuelto y una expresión de locura en su rostro. Los otros dos hijos de Gertrudis quienes la acompañaban le lanzaron un grito de advertencia: “¡Cuidado, madre! Espérese, hay que ver cómo reacciona con nuestra presencia”. Ella se detuvo un instante, pero su sexto sentido la empujó hacia él, tenía que rescatar a su hijo del trance en que se encontraba. Con voz muy suave pronunciaba su nombre: “Apu, hijo, cálmate, estamos aquí para protegerte, tus hermanos y yo. No temas, nada te va a hacer daño. Dame ese machete y esa rama. Tranquilo, hijito. Soy yo, tu madre”. Al mismo tiempo, se iba acercando a

su hijo, muy despacio, y hablándole con mucho amor. En un instante, le arrebató el machete y con mucha ternura le tomó su mano, lo bajó del tronco y lo abrazó tiernamente, él se rindió y la abrazó fuertemente, rompiendo un llanto tan lastimero, que todos los presentes se quedaron boquiabiertos. No comprendían qué le había pasado a Apuleyo, quien de pronto se desvaneció. Si no es por sus hermanos, hubiese tumbado a su madre. Lo recargaron sobre el tronco, junto a las piernas de su madre, donde se quedó por unos minutos tranquilo, abrazado al regazo de su “jefa”, como la llamaba.

Cuando todo estuvo en calma, decidieron llevárselo a casa en su carcacha. En ese momento, volvió a ponerse como loco, rehusándose a subir al auto. Entonces lo treparon al camión de pasajeros de su hermano mayor. Pensaron que allí iría más cómodo. Lo acostaron en los asientos de atrás, junto a su madre, a quien le tomó su mano fuertemente, pero con la vista fija en el infinito. Gertrudis le acarició la cabeza y le cantaba la canción preferida por él. Poco a poco se fue quedando dormido, en un sueño reparador, hasta que llegaron a casa. Entre los dos hermanos lo bajaron, acomodándolo en su cama. De inmediato se fueron por el médico del pueblo, quien instantes después llegó sudoroso a ver al enfermo. Después de auscultarlo minuciosamente, dijo: “Doña Gertrudis, su hijo está muy mal, sufrió una fuerte impresión que lo mantiene bajo un tremendo shock, lo acabo de inyectar para que descanse y pueda reponerse lo antes posible. Déjenlo dormir, no lo despierten hasta que lo haga por sí mismo. ¿Entendido?”

Gertrudis sólo movió la cabeza en señal de afirmación. Cobijó bien a su amado hijo en desgracia. Lo santiguó, apagó las luces y encaminó al doctor hacia la puerta del humilde hogar. Allí, con más confianza, preguntó al galeno: no es de cuidado lo que tiene mi hijito, ¿verdad, doctorcito?

Él contestó: mira, mujer, no sabremos que le provocó ese shock, hasta que no salga de él, no podré diagnosticar nada. Seamos pacientes. Mañana Dios dirá. Se puso su sombrero de ala ancha, se despidió de la angustiada mujer, no sin antes recomendarle que también se fuera a descansar, pues su hijo iba a necesitar mucho de sus cuidados. Se encaminó hacia su casa.

Pasaron varios días, mientras Apuleyo seguía en ese letargo reparador bajo el cuidado de su madre y la vigilancia del doctor. Una bendita mañana, mientras Gertrudis barría el frente de su vivienda, escuchó un grito desgarrador, sintiendo

Fotos: pixabay.com

que se le paralizaba el corazón. Tiró la escoba y corrió hacia la recámara de Apuleyo. Abrió la puerta de golpe, y en la penumbra de la habitación medio distinguió a su amado retoño. Esa habitación era un poco oscura, y con las cortinas corridas era mucho más, buscó con desesperación el encendedor y prendió la luz.

Ahí estaba Apuleyo, sentado en medio de la cama, con su humilde pijama, el pelo revuelto, emanando un mal olor de alguien que no se ha bañado en días, la mirada vacía, sin comprender que hacía ahí; cuestionó a Gertrudis: “Madre, ¿qué estoy haciendo aquí? Si esta noche salí de mi chamba, porque doblé turno. Ahora veo que ya es de día, ¿quién me trajo aquí?” −Cálmate, hijo, tus hermanos y yo te trajimos. No fue ayer cuando saliste de tu trabajo, sino hace 23 días de eso. Pero tranquilízate, tómate tus cucharadas que te recetó el doctorcito Garnica.

Como buen hijo obedeció a su madre, sin chistar. Poco a poco se fue calmando, las imágenes de aquella terrible noche se le presentaban, tratando de ponerlas en orden como sus pensamientos, recordando qué había sucedido. Gertrudis lo abrazaba tiernamente y muy atenta a las palabras de aquel turbado joven, escuchó asombrada lo que le ocurrió. −¿Qué te pasó, m´hijito? Cuéntame, no me tengas en ascuas −inquirió Gertrudis. −Ayer, es decir, hace veintitrés días, de esos días que me encontraba sobrio e iba camino a casa, ya entrada la noche, había doblado turno, iba muy solito en la carretera, cuando a lo lejos, cerca de la curva del espinazo del Diablo, divisé a una señora muy bonita, que me hizo la señal de parada; me pidió si la podía llevar al próximo pueblo. Le contesté que sí.

“Sus ojos eran grandes, enigmáticos y verdosos −prosigió Apuleyo−. Su cabello se veía sedoso, a la luz de la luna le brillaba tanto como si trajera una red hecha de piedras de acerina.

“Se subió a mi viejo carro, con ademanes muy finos, en la parte de atrás. La puerta delantera no servía. Como me gasto el dinero en parrandas, no me alcanza

para esos pequeños menesteres, el carro se llenó de un suave perfume.

“Durante el trayecto, la bella dama iba platicando conmigo muy amenamente, hasta que tocó el tema de las personas que abusaban de beber alcohol y descuidaban sus obligaciones. Me sentí incómodo, y aunque quería cambiar de tema, ella volvía a tocarlo.

“La señora con una voz suave, pero entrecortada por la emoción, me comentó que su marido tomaba mucho y la maltrataba, un día le causó la muerte, por la paliza que le propinó.

“Con los ojos desorbitados por la sorpresa, repetí sus palabras ‘Le causó la muerte’. Entonces, usted está muerta.

“Estaba perplejo y deseaba ansioso oír su respuesta, cuando por el retrovisor alcancé a ver con la luz de la Luna llena una víbora de cascabel, en vez de la hermosa figura de la señora; me sorprendí tanto, que frené de sopetón mi carcacha, me armé de valor e intenté librarme de semejante viborón, con mi machete, que siempre llevaba conmigo escondido a un costado de mi asiento, corté una gran rama de un árbol tirado a la orilla de la carretera, uno en cada mano respectivamente; pero la muy perversa trató de morderme varias veces, con esas fauces y enormes colmillos, por fin acabé con ella al darle varios golpes en la cabeza y como pude la arroje lejos del auto, aún se retorcía, haciendo sonar su cascabel.

“Entonces volteé hacia el asiento delantero y... ¡Ay, jefecita! Fue una experiencia terrible, nomás de acordarme se me enchina la piel. Le juro, jefecita, de hoy en adelante seré su mejor hijo. Aprendí la lección. Sí deseo llegar a viejo debo seguir los consejos de mis mayores, prometo nunca más tomar una sola gota de alcohol y cumplir con mis obligaciones.” −Está muy bien. ¿Qué más te pasó? −respondió la madre.

Pero Apuleyo daba excusas de su mal comportamiento. −Creo que lo que más la desespera, jefecita, es no saber qué hacer conmigo −. Soy terco como una mula, cuando me ve ebrio, se llena de muina contra mis amigos, según usted son los causantes de mi perdición, pero el único culpable soy yo, por no querer dejar ese vicio; para usted es su escudo de defensa, es mejor echarle la culpa de lo que es su hijo, que aceptar la verdad. Hay maderas que no agarran el barniz. Yo soy una de ellas.

“¿Sabe una cosa, jefecita? − continuó Apuleyo− la vida lo va poniendo a uno en su lugar. Si no quiere uno ni escuchar ni hacer caso de los consejos y se encierra en su necedad, se va hundiendo poco a poco, a veces reacciona uno, pero la mayoría de las veces, toca uno fondo, es entonces cuando se da cuenta de lo mal que ha actuado, si bien le va, o te pierdes para siempre.”

Moviendo la cabeza desesperadamente gritó: “¡No quiero perderme! Le prometo convertirme en un hombre muy diferente de lo que he sido”. −Cálmate. ¿Pero qué más viste m’hijito? −repuso desesperadamente su madre.

−Vi el esqueleto de esa mujer en el asiento delantero, llevaba la misma ropa que ella, me fui para atrás con la desesperación de pedir auxilio, pero ningún sonido salía de mi garganta seca. Creí volverme loco cuando el esqueleto salió flotando a través del parabrisas y se iba acercando a mi muy despacio, quería gritar y correr, pero mi voz se apagó y las piernas no me respondían. Atravesó mi petrificado cuerpo por el miedo y por el terrible frío que me dejó en los huesos, desvaneciéndose, entonces sentí morir. No recuerdo más y no sé cuánto tiempo pasó.

Rompiendo en llanto agregó: “Ahora, pensándolo bien, los ojos de esa mujer eran igual a los de la víbora, bellos y enigmáticos”.

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