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El sistema capitalista versus la alegría de vivir, por Cris Villarreal Navarro

Una de las características de las sociedades modernas es la cíclica recurrencia de las crisis que engendran una profunda sensación de miedo e incertidumbre. Cuando la gente empieza a hablar de los beneficios del progreso, de una aparente riqueza mejor distribuida, de repente se presenta la crisis. Ésta puede revestir el impacto de una brutal devaluación de la moneda, o la desolación impotente de percibir el propio país en manos del crimen organizado. En este horizonte de cataclismos en donde los ahorros se pulverizan y abundan noticias de secuestros, degollados y extremas brutalidades, un emotivo desequilibrio lleno de contradicciones y fundados temores aparece y da al traste con la aparente presunta prosperidad que se disfrutaba.

El capitalismo ofrece estos escenarios en una forma cíclica y deja al ciudadano común con una escandalosa percepción general de ser víctima de un engaño colectivo, de estar acorralado en un callejón sin salida. El ser contemporáneo, en particular el mexicano con su habitual pasividad, se adapta al nuevo intenso habitat social que se le impone, acomoda como puede su libertad personal y tiende a ignorar la inseguridad y las implicaciones morales que esa pérdida de independencia personal conlleva.

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Desde hace décadas la sociedad mexicana enfrenta un estado de caos permanente. Este estado de aturdimiento general es explicado por Naomi Klein en su Doctrina del shock. La activista social canadiense lo describe como una desorientación pública producto de una colección masiva de shocks, que van desde desastres naturales hasta ataques terroristas o guerras, para así aplicar políticas “terapéuticas” cuyas características antipopulares jamás habrían sido aprobadas sin estas circunstancias extraordinarias (solapa anterior). Calderón con la implementación de su guerra contra el narcotráfico, o su burda fabricación de la epidemia de la influenza que paralizó al país, fue el introductor de este método de reestructuración social, que sacó adelante la militarización sin objeciones del país para beneficio de la industria bélica y probó también su eficacia en el ámbito de la salud pública.

En condiciones de excepción la resistencia de la sociedad a medidas arbitrarias se reduce. La estrategia capitalista de la utilización de desastres para beneficiar a las grandes corporaciones, ha tenido un éxito contundente en nuestro país. Las reformas neoliberales instrumentadas en este sexenio, sin consulta popular alguna, se han hecho bajo esos parámetros irracionales.

En este nervioso marco de referencia el sistema capitalista compensa el desencanto con el relativo fácil acceso, generalmente a crédito, a infinidad de bienes materiales, la mayoría inútiles. Las grandes corporaciones consuelan al individuo con autos híbridos o teléfonos celulares de última generación que serán obsoletos al año siguiente. Al comprar objetos, el programa insertado en la mente del hombre actual por los medios del sistema, lo hace sentirse altamente gratificado: soy dueño de cosas, luego soy.

El pago del Internet le ofrece acceso instantáneo a información de lo que sucede en cualquier rincón del mundo, pero todos estos sucedáneos de perecedera felicidad a las crisis que lo agobian, no satisfacen la más elemental de las necesidades humanas, que es la de vivir con una mínima arropada tranquilidad, no se diga con dignidad.

Para pagar por esos bienes materiales promovidos por el sistema, es necesario tener una fuente de ingreso. Si partimos de la premisa de que el trabajo productivo es tedioso y poco satisfactorio la mayor parte del tiempo, podemos afirmar sin lugar a dudas que su desempeño no es generador de bienestar interior. Esta inferencia se hace más evidente en las actuales deterioradas relaciones laborales bajo contratos parciales favorables a las empresas, que así evitan el compromiso del otorgamiento de beneficios de salud a sus empleados. Bajo esta óptica beneficiosa sólo a una parte del binomio, el inseguro empleo remunerado aparece ante el trabajador como una solución ficticia a sus necesidades, un insulto a su potencial y una agresión a su derecho a la felicidad.

El trabajo productivo no tendría que ser necesariamente una tarea tortuosa o desagradable, pero esa eventualidad no entra en la ecuación laboral actual. Los avances tecnológicos, salvo en contadas excepciones, no han redundado en la disminución de horas en los centros laborales. Las jornadas de trabajo van de 35 a 40 horas a la semana. Si a finales del siglo diecinueve un día laboral era de 10 a 12 horas, dos centurias después la jornada de trabajo se mantiene inalterable en 8 horas, 5 días a la semana.

Durante este periodo de tiempo, la productividad se ha multiplicado decenas de veces, pero los trabajadores no han sido compensados por este aumento en la plusvalía de su rendimiento. Con el presente grado de sofisticación del desarrollo tecnológico, el tiempo invertido en el trabajo productivo, muchas veces tedioso y percibido como un castigo, tendría que ser replanteado y aminorado.

Como dicen los manuales, este modelo cuaternario laboral empezó cuando un pequeño grupo de individuos tomó el control de los medios de producción y se hizo del marco jurídico para dominar y explotar a las mayorías. Actualmente, para desgracia del gremio obrero, esa atmósfera persiste en los centros de producción. Incluso se advierte que la relación obrero-patronal se ha vuelto más deshumanizada y menos dirigida a las necesidades del trabajador. Como es de esperarse, en el capitalismo las demandas de la sociedad giran en torno a las expectativas del sistema.

Desde hace más de cuatro décadas Erich Fromm (1976), señalaba: “El desarrollo de este sistema económico ya no es determinado por la pregunta ¿qué es bueno para el hombre? sino por el planteamiento: ¿qué es bueno para el crecimiento del sistema? Se trata de esconder la claridad de este conflicto vendiendo la suposición de que lo que es bueno para el crecimiento del sistema (o incluso para el crecimiento de una gran corporación en particular) es también bueno para la gente” [p.7].

La anterior es una hipótesis largamente manipulada. La iniciativa privada que controla los medios de producción cuenta con un aparato de propaganda que sustenta y promueve su ideología como algo irrebatible. La conciencia del hombre actual se inserta en un molde genérico conveniente a la preservación del sistema. Su imagen y semejanza es impuesta por la deidad de los intereses corporativos. Se le endilga la idea de que como trabajador asalariado debe besar la mano del empresario que le provee un empleo.

La sociedad clasista imperceptiblemente obliga a sus miembros a vivir de una forma que es contraria a su plena realización como individuos. En una sociedad en que la propiedad privada se antepone a la preservación de la vida humana y a la salud del mismo planeta, la acumulación de bienes de consumo se convierte en enemiga de las más genuinas inclinaciones del hombre por mejorar sus condiciones de vida.

El estado es de clase dijo Marx el siglo antepasado y el hombre de nuestros días lo tiene muy claro. El hombre contemporáneo percibe a la clase gobernante no como su legítimo representante y administrador de sus impuestos, sino como un abierto enemigo de sus propios intereses. La cofradía de las corporaciones nacionales e internacionales que mueven a los gobiernos locales como marionetas, y la falta de credibilidad en los medios, nunca han sido más palpables. El hombre actual enfrenta desalentado, la versión distorsionada de la realidad que propagan los medios. Estas embestidas cotidianas a su inteligencia le crean la sensación de una absoluta falta de control sobre su vida. Lo hacen sentir que está a merced de las decisiones impulsivas de gobernantes impredecibles sin escrúpulos ante quienes está totalmente indefenso.

En Monterrey este paradigma es incuestionable. El regiomontano vive ese diario desamparo al respirar un aire completamente contaminado. Un aire delictivo producto del amasiato entre las autoridades fiscales locales y las empresas contaminadoras. El abandono a su suerte se advierte también en el análisis del agua de los grifos de sus casas e incluso de la embotellada, que ha arrojado resultados de una dudosa consumición humana. Los alimentos genéticamente alterados se venden sin control en tiendas de conveniencia y supermercados, al igual que los alimentos chatarra cuyos químicos preservadores son altamente tóxicos para el organismo. La rampante obesidad es también producto de la venta de refrescos con cantidades industriales de azúcar. Todo pareciera apuntar al sistemático e impune envenenamiento del ser humano de nuestro entorno.

Para sortear su hastío, nuestro hombre promedio envuelto en un trabajo que no disfruta, rodeado de gente igual de indiferente a sus problemas comunes, se adhiere a todas las fuerzas de la industria del entretenimiento fútil. Consume bebidas alcohólicas, marihuana si hay a la mano, se afilia a clubes deportivos, y su necesidad existencial de sentirse parte de algo, por más peregrino que sea, lo hace adscribirse a un equipo de fútbol al que defiende con más celo que a su patria. Para no dejar un espacio libre en el que corra el riesgo de pensar qué sucede con su vida, se hace adicto a Netflix, Amazon Prime, YouTube, Facebook y a cualquier fuente de retransmisión continua en línea que le permita ausentarse de sí mismo.

Envuelto en la vorágine del cultivo de la imagen, compra membresías a gimnasios que no visita. También, por aquello de la pose, descarga libros electrónicos para su Kindle que nunca tiene tiempo para leer, y se suscribe a revistas de matices pseudointelectuales que tampoco lee.

Para cultivarse y así pasar por buen conversador, compra discos compactos de audiolibros de obras clásicas, que intenta escuchar en su auto pero que al final los encuentra poco estimulantes.

En referencia a este comportamiento, Karen Horney (1937), señala que: “…una de las tendencias neuróticas predominantes de nuestro tiempo es la excesiva dependencia de la aprobación o el afecto de otros. Todos deseamos ser apreciados o gustar a los demás, pero en el caso de las personas neuróticas la necesidad de afecto o aprobación de los demás es desproporcionada a la significación que esta dependencia tiene en las vidas de otras personas.” [p. 34].

El único espacio que el ser contemporáneo puede reclamar suyo es el dedicado al sueño. Aun así, para que el hombre no pierda tiempo mientras duerme, el sistema ha creado cursos para ser tomados mientras se esté en la cama descansando. Como Huxley (1932), escribió: “El principio del aprendizaje al estar dormido, o hipnopedia ha sido descubierto.” [p.27]. El otro momento libre, sin interferencias, que tendría que ser consignado a tomar los alimentos, también ha sido violado por la supeditación a los medios. La ingestión de los comestibles se hace frente a la televisión o a la laptop. La comida rápida preparada en serie también está hecha para ser engullida en la más clara estrategia de pérdida mínima de tiempo.

El tiempo está tan valorado porque su venta puede ser intercambiada por cosas. Muchos doctores tienen en sus consultorios médicos varios apartados en su interior para así ver amplificadas sus cuentas bancarias con mayor rapidez. Atienden a varios pacientes simultáneamente y aplican el principio de la producción en serie a su práctica médica. Entran y salen de cada apartado a la velocidad de la luz tras dedicar de dos a tres minutos a cada paciente. Para ellos, éstos han perdido su dimensión humana para ser convertidos en vehículos de enriquecimiento.

También padres y abuelos, quienes consideran su tiempo demasiado valioso para perderlo en la compañía familiar, compran regalos a sus hijos y nietos para ganar su aprecio.

A los ojos de la ideología dominante todos los hombres deben demostrar sus habilidades para obtener el éxito material. Ser ambiciosos y agresivos son características vistas como deseables en la configuración del empresario del capitalismo salvaje. Aun así, la ansiedad que va aparejada con la búsqueda por la adquisición de un estatus económico elevado, genera una personalidad permeada por la frustración.

Un trabajador que vende su fuerza de trabajo a una empresa o a una institución pública es considerado por el sistema como un ser prescindible, desechable, sin valor. Una buena persona, por ejemplo un maestro con un salario decente, por más contribuciones que haga al desarrollo de la sociedad, por más inspiración y entrega que tenga por la construcción de buenos ciudadanos, será siempre calificada por el capitalismo como un pobre diablo en la jerarquía de personalidades exitosas a emular.

“El anhelado ideal del capitalismo no es tanto perfeccionar la capacidad de apropiarse de cosas materiales sino de seres humanos.” [p.76], nos dice Erich Fromm (1976). Bajo este planteamiento, nuestros sentimientos, nuestra voluntad, nuestra vocación, nuestra orientación sexual y hasta nuestro cuerpo en gran medida, dan la impresión de ser entidades ajenas susceptibles de ser controladas y reprimidas por la ideología dominante. La alternativa ética a esta orientación inmoral encaminada hacia el éxito individual a costa de los demás, es la lucha por el bienestar común.

Si bien este sistema es el dueño absoluto de nuestro destino en muchos sentidos y la infraestructura de que dispone es muy poderosa, la perspectiva de abolirlo a través de pequeñas victorias en diversas arenas laborales y electorales, es la postura que se debe asumir. A pesar del desencanto prevaleciente, habría que sacar fuerzas de flaqueza y generar una lucha persistente y sistemática por un mundo mejor donde los seres humanos no se vean poseídos por sus patrones ni sujetos a largas y desmoralizantes jornadas de trabajo.

Pascal dijo que la única forma de amortiguar nuestras miserias es divertirnos, pero la diversión, agregó, es la más grande de nuestras miserias porque nos previene de vernos a nosotros mismos. A pesar de los signos de fatiga por tantos años de luchas infructuosas y de las múltiples contradicciones que se presentan en el camino hacia la construcción de una vida mejor, la derrota del neoliberalismo y la transformación social que traerá consigo la alegría de vivir nos compete a todos.

Esta larga marcha ya no es tanto una lucha entre clases sociales, sino una firme tarea de multitud de colectivos entre los que se cuentan: intelectuales, estudiantes, obreros, feministas, ecologistas, homosexuales, campesinos, amas de casa, grupos organizados en torno a los desaparecidos por el narcoestado, y tantos otros que no han bajado las manos en la búsqueda del México feliz que todos añoramos. La alegría de vivir, la esperanza por lograr una interacción armónica entre los hombres, los sentimientos de solidaridad, la confianza en un porvenir más equitativo y justiciero, la prevalencia de los más caros valores morales, son acariciados ideales reñidos con el actual utilitario sistema capitalista. De nosotros depende cambiar este remedo de vida. §

Bibliografía

Klein, Naomi. The Shock Doctrine. New York: Metropolitan Books. Henry Holt and Company, 2007. Fromm, Erich. To Have or To Be. New York: Harper &

Row, 1976. Huxley, Aldous. Brave New World. New York: Harper &

Row, 1932. Horney, Karen. The Neurotic Personality of Our Time. New York: W. W. Norton, 1937.

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