EL TERREMOTO
Autor: Alejandro Molinari
El terremoto del 8 de abril fue demoledor. Nometientes quedó casi devastado. Nometientes era uno de esos pueblos donde nunca había sucedido algo relevante, hasta el mediodía en que el terremoto de 8.7 grados Richter llegó con su furia de topo ciego. Ese día, Alfonsina, la sacristana, minutos después del sacudón, entró al bar “El Templo” y, con la mirada de libro deshojado, levantó los brazos y dijo: ¡Un milagro, ha ocurrido un milagro! * Don Sebastián, el dueño del bar, era un hombre que, desde niño, anheló ser testigo de un milagro. Cuando asistía a misa, le gustaba escuchar el sermón del padre Eugenio. El cura, desde el púlpito de madera desvencijada, levantaba los brazos y miraba el cielo mientras hablaba de los prodigios realizados por Jesús. Al niño le gustaba mirar a los fieles moviendo sus abanicos o sombreros de palma en intento de espantar el calor, en tanto el padre Eugenio, con las manos sobre el barandal de madera y echado hacia adelante como barco a punto de encallar, decía que nadie debería dudar: ¡Jesús era hijo de Dios!, porque no había tenido ningún empacho en caminar sobre el agua o en resucitar a un hombre muerto, y cuando la gente reía por lo bajito, tapándose la boca, él somataba el puño derecho y decía: “No, no se rían, digo que resucitó a un hombre muerto, porque hay hombres vivos que están como muertos”, dicho lo cual hacía un repaso con su mirada a las dos primeras filas de feligreses que tosían y se abanicaban con más fuerza. Sebastián, sentado en una banca triste, al lado del confesionario, sentía un cosquilleo y pensaba en la fascinación del milagro. ¿Había otra cosa en el mundo que pudiera superar el misterio de algo que no tenía explicación racional? ¿Caminar sobre el agua, resucitar a los muertos? ¡Ah, qué prodigio! Pero más que los relatos del cura, Sebastián sentía el toque de la luz del misterio cuando iba
a casa de la tía Elena, una viejita que permanecía sentada en la bacinica. Muy temprano salía de su cuarto, colocaba la bacinica a mitad del patio, debajo del árbol de durazno, y desde ahí, con un clec clec clec llamaba a las gallinas y les regaba granos de maíz. Las gallinas se acercaban con gran algarabía y formaban un círculo alrededor de ella, como si ella fuese una matrona incorregible. La tía abandonaba la bacinica a la hora en que su hija Ruperta la llamaba, a gritos, para el desayuno, la comida o la cena. Terminados los alimentos, ella regresaba a su sitio, hasta que llegaba la hora de dormir. Por ello, a la hora que Sebastián llegaba siempre la encontraba a mitad del patio y él, maravillado, escuchaba los relatos de ella: “Sí, criatura mía, Jesús era potestad desde pequeño. A la edad en que los otros niños deshojan la oscuridad, él niño Dios abría la flor de la luz. En el patio de su casa, con perfección de orfebre, modelaba la arcilla, la modelaba con la delicadeza del cinto que rodea a Júpiter. El niño Divino modelaba palomitas. Él, Jesús, el único, el verdadero, tomaba a la palomita de arcilla entre sus manitas benditas, acercaba sus labios y soplaba. ¡Le trasfundía vida!, y la palomita ¡volaba! Su mamá, la única, la verdadera, la encarnación de la Verdad suprema, veía cómo su primogénito daba vida a las palomitas y lo reprendía: Hijito, rama bendita del Espíritu Santo, no hagas eso. No le des vida a las palomitas. ¿No ves que así no prospera el negocio?, y es que en ese tiempo, la Virgen María tenía un puestecito de artesanías en el portal de su vivienda”. ¡Ah!, Sebastián, sudaba de gusto al oír los relatos de la tía, pues cada palabra tomaba vida en su imaginación: podía ver cómo el niño Jesús modelaba la palomita con sus manos y luego soplaba y la palomita tomaba vida y volaba. Le gustaba mucho el instante en que Jesús soplaba para dar vida. Muchas veces él jugó a ser Jesús y a modelar palomitas, pero por más que sopló y sopló jamás logró dar vida al objeto. Se enojaba, al principio, pero luego reía, pensando que la Virgen María lo hubiese mirado con satisfacción al ver
que él, al contrario de su hijo, sí contribuía al engrandecimiento de la tienda; pero luego volvía a entristecerse porque pensaba que a su abuelo le gustaría que él fuera como Jesús y diera vida a las palomitas. El abuelo tenía un criadero de palomas mensajeras. * La historia de las religiones da cuenta de seres únicos capaces de provocar milagros, con ayuda de una potestad Divina; asimismo habla de hombres o mujeres que han sido bendecidos con el don de presenciarlos. En el libro: “Relación de milagros ocurridos en los Siglos Nones”, de Bernardino de Mantua, edición de 1764, España, se lee, en página sin número: “…y de todos los fenómenos acaecidos en la tierra, los más señalados como prodigiosos son los de la devolución de la vista. Rodrigo de Albanzor consigna en su Crónica de cosas extraordinarias ocurridas en la tierra, cómo una vez un hombre ciego que tenía dos alas, a manera como los ángeles las ostentan, le ocurrió el milagro de la conversión de su forma humana y recuperó la vista de sus dos ojos al momento de perder las alas…”. Cuando Sebastián creció continuó con la obsesión del milagro, pero una tarde, cuando ya también había acunado en él la vocación de la bebida, se reclinó en una ventana, dejó la cerveza a un lado y miró la gran extensión del desierto que parecía no tener fin y pensó que quien tiene la capacidad de realizar milagros es el ser más poderoso del universo; al contrario, quien lo presencia es el más infeliz de los mortales. Quien es testigo de un milagro es tan miserable como aquél que estuvo frente a Midas y vio cómo éste convertía en oro todo lo que tocaba. Los que viven en medio del cobre son infelices ante el oro ajeno. Así sucede con los elegidos que presencian un milagro. Sebastián dudaba en la mañana y se entretenía en las cosas cotidianas, pero a la hora que hacía las chamarras a un lado y se acostaba, a él volvía la certeza de querer presenciar un hecho extraordinario, aunque luego se convirtiera en un hombre miserable. Incluso, a
veces, como colofón de una cena opípara, pensaba en que le gustaría ser uno de esos hombres capaces de provocar el milagro. ¡No! No la osadía de compararse a Jesús, pero sí la bendición de ser uno de esos hombres comunes y corrientes que cuando los entronizan como Santos dan a conocer los hechos extraordinarios que lograron realizar en vida y después de ésta; y entonces, al día siguiente subía a la ermita de la Virgen de Guadalupe, subía los ochocientos treinta y dos escalones de cantera rosa, con el calor de treinta y seis grados, con un paliacate enredado en su cuello para no manchar la camisa blanca, y entraba a la penumbra y frescor de la ermita y miraba, extasiado, la pared llena de ex votos donde la gente consignaba los milagros de la virgencita. ¡Miles de testimonios! ¡Miles de milagros! Por algo la Virgencita era la mamá de Jesús. Entonces, a Sebastián, le volvían las ganas de ser alguien especial y provocar milagros. ¡No! No tanto, se conformaría con mirar uno. Y ahora, Dios mío, después de tantos años, ahí estaba Alfonsina, a mitad del piso lleno de aserrín, gritando: ¡Un milagro, ha ocurrido un milagro!, y la mirada de la mujer, como mirada de vaca desorientada, no mentía. Afuera del bar había sucedido algo extraordinario, eso que no puede explicarse con el agua de todos los días y que el hombre ha dado en llamar: ¡milagro! Don Sebastián limpió sus manos con la franela roja, cerró sus ojos y dio gracias a Dios por el favor recibido. ¡Por fin, sus años de búsqueda eran compensados! ¡Estaba a punto de ser uno de los pocos elegidos! La mujer, como poseída, seguía gritando: ¡Un milagro, ha ocurrido un milagro! * En el instante que la mujer irrumpió en el bar, los clientes escuchaban la última parte de Amorcito corazón, yo tengo tentación de un beso... Porque toda la gente de Nometientes sabía que la regla tres del bar de don Sebastián era que cada día de la semana se escuchaba música de acuerdo a una programación especial. El sábado de todas las semanas (y sábado
fue el 8 de abril, día en que el terremoto casi acabó con el pueblo) los parroquianos disfrutaban música latinoamericana, de acuerdo con el siguiente programa: 1.- Amorcito corazón, con Pedro Infante. 2.- Yo soy mexicano, con Jorge Negrete. 3.- No dejes que te olvide, con Bola de Nieve. 4.- Un gran amor, con Jorge Fernández. 5.- Farolito, con Agustín Lara. 6.- Contigo aprendí, con Los Panchos. 7.- Qué te ha dado esa mujer, con Pedro Vargas. 8.- Volver, con Carlos Gardel. 9.- Arráncame la vida, con Emilio Tuero, y 10.- Toda una vida, con Los Tecolines. Como todos los días, el sábado 8 de abril don Sebastián había abierto el bar a las diez de la mañana, en punto; después de haber regado aserrín ligeramente mojado sobre el piso de tierra; después de haber colocado cáscaras de limón en el canal del meadero; después de haber quitado el lienzo azul que cubría el tocadiscos; después de haber limpiado los diez acetatos de 78 rpm que correspondían al día. Los clientes, como todos los días, habían permanecido en fila india frente a la puerta de madera y cuando ésta franqueó el paso, se habían sentado en las mesas destinadas a ellos y habían pedido las primeras cervezas. Los parroquianos, picando con palillos la botana de quesos y pedazos de jamón, platicaban los sucesos de la tarde anterior y entrecerraban los ojos cuando algún verso les tocaba la grieta que ofende al corazón: …todo se fue, tanta vida te esperé…o …hallé en mi vida un gran amor, un solo amor…. A fuerza de escuchar una vez por semana las mismas líneas, éstas eran como clavos que abrían más y más la hendija. Se cuenta que R se infartó
en la mesa, que estaba al lado de la entrada, al día siguiente que Eusebia se entregó a él en el monte que llamaban La Escondida. R llegó feliz y contó su hazaña a los amigos a la hora que Sebastián sirvió la sexta ronda de cervezas; conforme la borrachera lo fue apresando, algo como una frazada de incertidumbre lo cubrió y a las cinco con treinta y dos minutos, hora en que el disco de Los Panchos comenzó a sonar, R llevó sus manos al pecho y lanzó un suspiro de liana enredada en el árbol más alto. A la hora en que se escuchó: …aprendí que puede un beso ser más dulce y más profundo, que puedo irme mañana mismo de este mundo… R volvió a llevarse las manos al pecho para no abandonarlas jamás. El infarto fue fulminante. * Cuando la mujer entró y comenzó a gritar como loro enjaulado, todos los parroquianos se alarmaron, no por el grito ni por la posibilidad del suceso sino por la intrusión de la mujer a ese bar exclusivo para hombres. Don Sebastián era tan misógino que nadie, en su sano juicio, hubiese intentado llamarle cantina a su local, pues esto implicaba emplear un término femenino. Afuera se oyó el repique alborotado e inusual de las campanas de la iglesia de Santa Teresita. Era sábado de Gloria y, de acuerdo con la tradición, los habitantes del pueblo se mojaban y se golpeaban con ramas a fin de prepararse para el advenimiento de la Resurrección del Señor. Claro, los asiduos de “El Templo” se mojaban con cerveza de barril. Pero don Sebastián notó que el repique de las campanas sonó sordo, como si fuese el croar de un sapo enterrado, asfixiado. F, al oír que había sucedido un milagro, pensó que lo sería si, en lugar de Alfonsina, Jesús hubiese entrado al bar para convertir en vino las cubetas llenas de agua. En esos días la escasez de alcohol cundía como plaga en toda la región. A su vez, W pensó que el
milagro estaba en el atrevimiento de la mujer, quien, jalándose los cabellos como surcos de tierra huérfana, se hincó a mitad del establecimiento y siguió gritando: ¡un milagro, un milagro! El interior de ese recinto jamás había sido profanado de esa manera. H tomó de un brazo a la mujer y la arrastró por todo el piso de tierra con viruta de madera, hasta dejarla en el rincón del mingitorio; T se levantó y, en intento de emular a Cristo, con un movimiento de látigo jaló su cinturón de piel de cocodrilo y lo blandió para azotarlo contra el cuerpo de la mujer a fin de retirar de “El Templo” a esa mercader putativa. Pero la mano de X, llena de grasa, lo impidió. La mujer parecía en estado de gracia y no se daba cuenta del hormiguero que había azuzado y continuaba con los gritos que pregonaban el suceso de un milagro. P rumiaba su coraje mordiendo con rabia un pedazo de queso, mientras parecía preguntarse qué esperaba el viejo S para correr a esa mujer a patadas. Pero don S, con su barba rala y aliento de albañal, estaba entre la espada y la pared. Era cierto que la presencia de la mujer contravenía con la regla número uno de su local, pero también era cierto que era la posibilidad de acercarse a lo que siempre había buscado. Don S llegó un día a Nometientes, venía de quién sabe dónde y dijo llamarse Sebastián, tener sesenta y ocho años de edad y ser sonámbulo. El día que llegó fue directamente a la iglesia, tocó la puerta de la casa parroquial y cuando estuvo frente al cura, colocó un fajo de billetes sobre el escritorio, se acercó al sacerdote y le susurró quién sabe qué al oído. Doña Emerenciana, quien cepillaba una casulla, no supo por qué pero sintió un calambre en el estómago parecido al coraje (muchos años después cuando doña Emerenciana se atrevió a preguntar por el contenido del susurro, el sacerdote unió las manos sobre su estómago de bidón y dijo que cómo se atrevía a pedirle tal exceso, ¿no comprendía que era secreto de confesión?).
“Doña Emerenciana -dijo el cura- por bendición divina, el señor Sebastián vivirá un tiempo con nosotros, así que le suplico le dé albergue en su casa y lo atienda como sólo los Nomes sabemos hacerlo”. No hubo más palabras, el cura extendió la mano derecha para que la mujer le besara el dedo donde debía estar un anillo, y, con la mano izquierda, jaló el fajo de billetes y lo guardó adentro de la sotana. En el sermón del domingo, el cura subió al apolillado púlpito de madera, que en treinta y cuatro años nunca había usado, y dijo: “Recordemos, amadísimos hermanos, que los caminos del Señor son inexpugnables. Hoy, Dios nos envía a un hermano, don Sebastián, que es flor en medio de la zarza; viene a dar agua al sediento y a procurar cobijo para el desamparado. Recibámoslo como sólo los Nomes sabemos hacerlo”. Doña Alfonsina tocó la campanita y todos, incluido el cura, se hincaron como si estuviese expuesto El Altísimo. Don Sebastián permaneció sentado y esbozó una sonrisa de represa a punto de desborde. Días después, en el frente de la casa de doña Emerenciana, el mudo subió a la escalera y clavó un letrero: “Bar El Templo”. Luego bajó por un cubo de pintura roja y con brocha de una pulgada pintó, debajo del letrero, lo siguiente: “Exclusivo para hombres mayores de treinta años, casados. Mujeres absténgase”. Algunas mujeres, desde la banqueta de enfrente, se reunieron y cuchichearon la novedad, mientras se abanicaban en intento de mitigar el calor de piedra de temascal. Dos o tres mujeres movieron el chal con furia y manifestaron su inconformidad, pero callaron cuando el cura apareció al fondo de la calle, seguido por un grupo de hombres que partía el aire con sus carcajadas y sus chanzas. El cura saludó al grupo de mujeres, mientras don Hugo, el capataz del rancho “La Soledad”, sacó el hisopo de oro envuelto en un lienzo de terciopelo rojo. El cura introdujo el hisopo en la cubeta de agua bendita, levantó la mano y roció con generosidad la puerta y balcones del nuevo local, mientras mascullaba, entre dientes, una oración que, según don Eulogio,
era un latín inédito, como si el Espíritu Santo infundiera nueva vida a la lengua muerta: “Provenis aquae convertirus en tragus incredibili pars borrachus puer cerdorum. Amén”. Hombres y mujeres repitieron el amén con diferente tono, los hombres con prisa de entrar a recibir la bendición de su garganta, y las mujeres con el fastidio de quien regresa a su casa a preparar la comida para los hijos. * De todos los que estaban adentro del bar, sólo don S concedió la posibilidad de que el milagro ¡hubiese ocurrido! Él tenía la certeza de que algún día presenciaría uno y parecía que el momento había llegado. Esa mujer entró a su bar porque afuera había ocurrido algo sorprendente. El atrevimiento parecía estar enredado en esa cuerda luminosa que sólo les es permitido ver y tocar a algunos elegidos. De los siete mil millones de seres humanos ¿cuántos han sido tocados con la luz de ese misterio? ¿A qué milagro se refería esa mujer? Él, limpiándose las manos con el trapo que usaba para limpiar las mesas, pensó que no podía regresar a la mujer a la calle, porque ella era el eslabón. ¡Un milagro! ¡Santo Dios -pensó-, por fin le sería concedido el privilegio de tocar ese hilo invisible que se llama milagro! ¿Cuántos hombres en la historia podían vanagloriarse de ello? Se limpió la cara con el trapo y luego limpió la barra; una y otra vez repasó la superficie hasta dejarla brillante. R y M lo quedaron viendo y, con una mirada de león al acecho, parecieron exigirle hiciera respetar el reglamento de su negocio. Pero don S dio otro trapazo a la barra, tomó un vaso, le infundió calor con su vaho y lo limpió hasta dejarlo reluciente; puso el vaso a contraluz y, con voz de megáfono, dijo: “Hoy, la cuenta ¡corre por la casa!”. Todos los parroquianos gritaron enardecidos, aplaudieron y echaron vivas. Hasta el mudo, que estaba ya ahogado de borracho, recostado sobre la mesa del rincón, abrió los ojos y somató su mano derecha sobre el tablero metálico.
¡El mu mu, el mu mu, el mu mudo está ha ha hablando! dijo el tartamudo y todos rieron. La mujer, como perro acosado por una jauría, permanecía arrumbada en el rincón del mingitorio. Temblaba. La táctica de don S había funcionado, la caterva de borrachos olvidó a la mujer en cuanto vio la garrafa de ron que el viejo puso sobre la barra. A codazos, el enjambre de borrachos corrió. * No pregunten por qué yo soy, en este momento, quien interviene y les dice que la regla dos del dueño del bar dictaba que los parroquianos debían dejar sus nombres a la entrada, como si colgaran sacos sobre el perchero, y reconocerse por las letras iniciales. Por desgracia, no alcanzará el tiempo para decirles por qué Sebastián odiaba a las mujeres o por qué en lugar de ir a la escuela, cuando niño, su papá lo obligó a oír, de cuatro de la tarde a ocho de la noche, todos los discos que él escuchaba mientras acariciaba una escoba que, durante las mañanas, su mujer usaba para barrer la calle y los corredores de la casa. El destino me puso acá, en esta página, pero no me dio el tiempo suficiente para narrar lo antes dicho. El azar es así, mi madrina Clara, si siguiera viva, diría que es voluntad de Dios. Sebastián niño vivió en la casa paterna, de un pueblo olvidado de Dios, llamado Asunción. La casa estaba al fondo de la última calle y marcaba el límite entre el pueblo y el Valle. Si alguien, su hermano Benjamín o su madre, se paraba en la ventana de la sala miraba las otras ventanas de las casas; un auto, sin llantas, soportado sobre bancos de madera, en medio de charcos de grasa; el barandal de una escuela primaria, donde, según la tía Eufrasia, debía haber acudido Sebastián; o los puestos de fruta y verdura colocados sobre las banquetas de las
calles. Si alguien, su hermana Verónica o su padre, se paraba frente a la ventana de la recámara de Sebastián miraba los árboles de jocote sembrados en el terreno de tío Chilo o la ciénaga llena de garzas. Si en ese tiempo a Sebastián le hubiesen preguntado qué le gustaba más, si el pueblo de la derecha o ese pedazo de tierra tirado como sábana, tal vez, sólo tal vez, habría contestado que el Valle, porque su carácter tenía mucho de esa nostalgia de vacío y de ausencia. Cuando Sebastián cumplió treinta y dos años seguía soltero. Todas sus novias lo habían rechazado porque era un borracho consuetudinario. Era tanta su obsesión por presenciar un milagro que la frustración lo había llevado a refugiarse en el alcohol. El día que cumplió treinta y ocho tocó fondo y decidió visitar un grupo de Alcohólicos Anónimos, debido a la insistencia de su padrino Ramiro. Él y su padrino bajaron del auto y entraron al salón del grupo “Sólo por hoy”. La entrada estaba disimulada por un biombo con tela floreada. El salón era pequeño, el piso estaba lleno de colillas de cigarro y en un esquinero estaba una mesa con una cafetera, unas tazas y un frasco con azúcar. Los alcohólicos, ocho, estaban sentados en sillas de madera, plegables, y se apoyaban en las paredes que rezumaban humedad. De acuerdo con el protocolo, ante la visita de un novato, los integrantes del grupo debían explicar los pasos, pero esa noche, el grupo estaba preparado para escuchar la primera participación de un integrante que se había resistido a compartir su experiencia, así que hicieron caso omiso de Sebastián y el padrino y motivaron a Arturo a hacer uso de la tribuna. “Buenas noches, soy Arturo, soy alcohólico…”, dijo y habló, habló y habló. Sebastián se sintió intimidado al principio. Arturo tenía el rostro torcido, uno de sus ojos parecía encaramado en el lugar de la frente y su boca era como una rama de árbol vencida por un columpio pesado. Ante la pregunta, el padrino le dijo que Arturo había sufrido una parálisis facial por algún desajuste emocional. ¡Ah!, dijo Sebastián y siguió
escuchando: “…una noche llegué y, mientras mi mamá me servía la cena, yo aventé el plato, tomé la botella y…”. Arturo comenzó a llorar, su relato se volvió más cenagoso, comenzó a pedir perdón a su mamá, a su mamita, ¡mentó madres! Desde el principio, Sebastián pensó que, por tener la boca torcida, hablaba como si fuese un comediante interpretando un chiste de gangosos. Sebastián había tenido un ataque de risa, que contuvo con su pañuelo, pero conforme Arturo avanzó en su discurso, comenzó a sentir conmiseración por la historia miserable de ese hombre, que seguía llorando. Poco a poco el hombre se liberaba de algo que lo ataba desde quién sabe cuándo. Entonces Sebastián vio que el rostro de Arturo se enderezaba, como si alguien frotara un papel arrugado sobre la mesa y le devolviera la forma original. Se frotó los ojos y buscó en la mirada de los demás alcohólicos la prueba de la visión falsa, pero vio que todos los demás estaban con la boca abierta y con ojos de claraboya. Arturo, mientras continuaba llorando y vomitaba sus experiencias, recuperaba los rasgos originales de su rostro a tal grado que, cuando terminó su perorata, su cara derecha parecía la de otro hombre. Todos sus compañeros se acercaron, extendieron sus brazos y tocaron su cara, como si fuesen Santo Tomás y debieran comprobar que el milagro ¡había sucedido! ¡Milagro, milagro!, gritó uno de ellos y comenzó a llorar, emocionado. Otro se dejó caer sobre la silla, se cubrió la cara con sus manos y dijo: “No es posible, Señor, no es posible”, se hincó y comenzó a rezar, a dar gracias a Dios. Fue preciso que alguien saliera, caminara a su auto y regresara con un espejo para que Arturo creyera el prodigio. Lloró más. Sebastián ¡no creyó! ¿Por qué un hombre que siempre ha estado detrás del milagro, cuando ocurre no logra aprehenderlo? ¿Quién sabe? *
En la confusión de la algarabía atolondrada de los parroquianos del 8 de abril, nadie advirtió que don S levantó a la mujer y la llevó al otro cuarto; la recostó en el catre, al lado de las cajas de botellas vacías de cerveza y puso a hervir agua para preparar un té. El cuarto apenas tenía una ventana en la pared del fondo, y servía de dormitorio, de cocina y de bodega. En el bar los borrachos seguían arrebatándose la garrafa de licor. La mujer llevaba puesto un chal negro y un escapulario, de donde el hombre pensó que, tal vez, ella había ido a la iglesia, pues a esa hora estaba programado un oficio santo. La mujer había entrado al bar a las trece con cinco minutos. El terremoto había sucedido a las doce con cincuenta y dos minutos. A la hora que el pueblo de Nometientes fue sacudido por ese monstruo que recorrió las galeras subterráneas con furia, los parroquianos escuchaban: …arráncame la vida, con el último beso de amor. Arráncala, toma mi corazón, arráncame la vida… El terremoto dio el sacudón brutal a la hora que el padre daba la bendición urbi et orbi (como Nometientes era un pueblo olvidado ¿quién se enterará de lo que acá hago?, pensaba el cura y hacía cosas que no le correspondía). La gente se vio con el temor del canario, se santiguó, vio el candil que parecía se desgajaría en cualquier instante, colocó sus manos en el respaldo de las bancas y cuando comprobó que ese movimiento de tierra estaba más allá del círculo de Dios se abalanzó en busca de la puerta, entre empujones, hasta que alcanzó la calle. Ahí todos vieron cómo a las calles les brotaban grietas y los perros y las gallinas eran tragados; desde ahí, hincados, vieron cómo todas las casas se rendían. Las paredes -de bajareque y de adobe- cayeron y alzaron nubes de polvo que cubrieron el pueblo. Un minuto con doce segundos tardó el terremoto, pero el horror clavado en el alma de los habitantes les duraría toda la vida. Cuando el movimiento cesó, la gente se quitó el polvo de los ojos, se sacudió la ropa y comenzó a caminar con rumbo a su casa para ver qué
hallaba en pie. Las madres corrieron desesperadas gritando ¡ay, mis hijos!, sin que sonaran a La Llorona, sino a un lamento de tragedia real. Los padres fueron a buscar palas y picos y comenzaron a despejar las piedras donde se escuchaba una voz que pedía auxilio. A doña Alfonsina no se le ocurrió otra cosa que entrar al bar y, sin quererlo, sin pensarlo, infringió la regla número uno del bar. * Cuando el agua hirvió, don Sebastián sacó unas hojas de naranja y flores secas de buganvilia de un bote metálico y las dejó caer sobre el agua llena de burbujitas. El agua tomó un color como de agua estancada; pero era todo lo contrario, porque acá el agua tenía movimiento. Don Sebastián se regodeó en el juego de las burbujas que subían a la superficie y desaparecían al contacto con el aire. Vivían y crecían adentro del agua, pero al contacto del aire ¡morían! Tal vez, pensó don Sebastián, el milagro representaba un fenómeno similar; por algún fuego insólito el agua de la vida crecía dentro de sí, apenas un instante y luego regresaba a su forma original, sin antes haber rebosado. El agua se evapora y ya no es posible tener constancia de su forma; lo mismo sucede con el milagro. Cuando Sebastián presenció el milagro de Arturo, mientras todos los demás estaban inmersos en el asombro él dudó. Al otro día fue a la casa de Arturo, tocó, esperó que le abrieran, entró y buscó el rostro de Arturo en las fotos colgadas en las paredes de la sala. Lo vio en su foto de generación de preparatoria y lo halló limpio (pensó, ¡claro, todo fue un truco!), pero luego vio la foto de su boda y lo halló con la boca torcida; en la foto del bautizo de su hijo, ¡torcido!; en la mesa, rodeado de amigos, al cumplir treinta y cuatro años: ¡torcido! ¿Entonces no era una puesta teatral? Pero luego exigió verlo. La mujer, sin comprender del todo, señaló hacia la esquina más retirada del patio y entró a la cocina. Sebastián fue hacia donde estaba el hombre y lo encontró con el rostro entre las manos,
sollozaba. Sebastián le quitó las manos de la cara y descubrió, con horror, que su rostro había vuelto a desencajarse. ¡Todo fue apenas un instante! El instante que Dios les envió para decirles que el milagro ¡existe!, pero, tal vez, como uno y otro no creyeron, Dios volvió a cerrar la ventana. * Doña Alfonsina permanecía callada. Estaba recostada sobre su lado derecho y miraba fijamente lo que hacía don Sebastián. Él tomó el vaso de peltre con un trapo y sirvió el té. La mujer estaba callada. Don Sebastián pensó que se había quedado vacía después de tanto vociferar. ¿Se habrá quedado muda?, pensó. La historia consigna a personas que, después de presenciar un milagro, pierden el habla. Por esto, don Sebastián tenía una atención especial para el mudo, porque algo en su mirada advertía que su mutismo podía ser causa de un hecho extraordinario. Sonó otro arrebato de campanas sordas, oscuras, que quebró el silencio. ¿Por qué había tal manifestación afuera? –¿Qué pasó? –preguntó él, mientras dejaba la taza en el buró y tomaba una mano de la mujer entre sus manos callosas. La mujer lo vio. Tenía la mirada como extraviada en bosques de árboles gigantescos. –Un milagro. –Sí, eso ya lo sé, ya lo dijiste, pero ¿qué clase de milagro? ¿En dónde? –Usted no lo creerá, porque no es creyente –dijo y se apoyó en su brazo izquierdo, tomó la taza y bebió un sorbo del té. Don Sebastián la agarró del brazo y, en tono de súplica, dijo: –¡Cuéntame!
La mujer dejó la taza sobre el buró, con la punta del rebozo se limpió la frente y dijo: –Salga, salga y vea con sus propios ojos– dijo la mujer y se volteó para el lado de la pared. Un ruido de cristales quebrados apareció desde el salón. La puerta se abrió y M gritó: ¡Don S venga rápido! y desapareció. Don S vio a la mujer. No podía dejarla ir. Con amoroso tono le dijo: No te vayas. Abrió la gaveta de un escritorio herrumbroso, sacó un par de esposas y sujetó una arilla al barrote de la cabecera de la cama y otra a la mano izquierda de la mujer. Antes de salir de la bodega pensó que, tal vez, las preguntas que debía responderse era: ¿por qué la mujer se había atrevido a entrar al bar? ¿Y si todo hubiese sido una calculada intromisión para violentar sus reglas? Volvió la mirada y vio a la mujer que, como canario, había aceptado el encierro. Cerró la puerta y entró al salón. * El salón estaba vacío. Dos mesas estaban volcadas. Vio la puerta de entrada, ¡abierta! Por el vano de la puerta vio a R y S que estaban hincados a mitad de la calle. Una luz de ámbar los iluminaba. Don S caminó por el salón. El tocadiscos estaba mudo (hizo una mueca de coraje, pero luego pensó qué él había propiciado tal caos al rendirse ante la posibilidad de que fuera cierto lo que la mujer había gritado. ¿Por qué había cedido tan fácil?). Conforme se acercó a la puerta, un olor de polvo inclemente se metió en su nariz. Estornudó. Llegó al vano, puso una mano sobre el marco de madera y entonces vio a todos sus parroquianos sentados en la banqueta o hincados a mitad de la calle, con las manos sobre las cabezas o sobre los pechos, con la mirada del incrédulo. El pueblo estaba destruido. Corrió hasta la mitad de la calle y luego volteó a ver su local. “El Templo” era la única construcción en
pie. Todo alrededor era como la réplica de una fotografía de Hiroshima. El terremoto volvió a abrir los ojos y, por cuarta ocasión, la tierra volvió a moverse en una réplica fría y aguada. Ahora ya era de menor intensidad (de seis punto cuatro), pero el miedo lo magnificaba. Las personas que ahí estaban se tiraron al suelo boca arriba, abrieron los brazos y pidieron a Dios que calmara su furia. Se escuchó el sonido de viejo tuberculoso de las campanas de la iglesia. Así que ese era el milagro, pensó Sebastián, parado a mitad de la calle, recibiendo el hielo de los rayos del sol a esa hora. Como en cámara lenta dobló las rodillas y cayó hincado sobre el piso de tierra ardiente, frente al único local que permanecía inalterado. Sí, era un milagro que ante tanta destrucción “El Templo” continuara intocado. Pensó en Alfonsina, jaló a T, le dijo que ella estaba encerrada en la bodega. Le dio las llaves de las esposas y le pidió, le exigió, que fuera a por ella. T se levantó y corrió para ir en busca de su esposa Alfonsina. La tierra seguía temblando, lo hacía con un ritmo de miércoles, día en que los parroquianos de “El Templo” escuchaban soul, rock y jazz; día en que primero asomaba Charlie Parker, luego Kiss, más tarde Duke Ellington y en el número ocho aparecían los Rolling Stones. Alfonsina y T asomaron en la puerta, asomaron como sobrevivientes de la peor tragedia, conforme caminaron hacia la mitad de la calle, a sus espaldas, el edificio del bar se fue desmoronando como galleta. Sebastián cerró los ojos, pensó que, igual que la vez anterior, el rostro del milagro había retomado su rostro original, ¡todo por no creer! Cuando abrió los ojos de nuevo todo era polvo, una nube llena de nada. Con el tiempo, los habitantes del pueblo limpiaron las calles y reconstruyeron sus viviendas. Don Sebastián, ya viejo y cansado, decidió ir a morir a un lugar cercano al mar. Toda su vida la había pasado en lugares polvorientos y entre animales ponzoñosos como alacranes. Todos los parroquianos y el padre fueron a despedirlo en la estación del tren. E estuvo a punto de suplicarle que no se fuera, a punto de decirle que dónde iba a ir a tomar cerveza los días que le restaban de vida, pero se contuvo. Don Sebastián llevaba debajo del brazo un promontorio con los discos de 78 revoluciones y el libro de Bernardino de Mantua. El complemento de su equipaje era una maleta de cuero con su ropa y una caja de madera donde había embalado el tocadiscos. Tenía puesta una chamarra canadiense, con cuello de pelo de foca, llena de grasa y con manchas de aceite. Su cara sudaba como un grifo descompuesto, por lo inadecuado de su vestimenta.
Cuando el tren se desplazó sobre los rieles, don Sebastián miró el pueblo ya reconstruido y sintió nostalgia por los Nomes, con quienes había convivido muchos años. Sólo el lugar donde estuvo “El Templo” seguía sin construir. Los habitantes lo habían limpiado y decidieron que ese espacio quedara como un monumento permanente al terremoto del 8 de abril. Se veían algunas plantas que crecían entre las piedras. El viejo cerró los ojos y se preguntó: “¿Por qué adentro nunca sentimos el terremoto?”, y sonrió porque, pensó, que tal vez ahí estaba la respuesta para el milagro que comenzó a negar en el instante en que su bar se derrumbó como se derrumban los pajaritos ante un huracán. Junto al chuc chuc chuc de las llantas sobre los rieles la voz de doña Alfonsina traqueteó en su memoria: ¡Un milagro, ha ocurrido un milagro!