19 de julio de 2016. Comitán de Domínguez, Chiapas Editor responsable: Alejandro Molinari
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Lectura de una fotografía donde está un cuarteto Arenilla
En un mundo llamado Arana Fotogramas parlantes
El Uninajab de los años 60 Por Enrique Robles Solís
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CONTENIDO 5. EDITORIAL 9. ZAGUÁN Arenilla: Lectura de una fotografía donde hay un cuarteto
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Uninajab de los años 60 por Enrique Robles Solís
29.CORREDORES Fotogramas parlantes
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EDITORIAL ¡Ah, Uninajab! A los comitecos este nombre les remueve el portal de la nostalgia. Las palabras poseen el don de trasladarnos al futuro y al pasado. El presente sirve para entrar a esas habitaciones donde existe un letrero que, a la usanza clásica, dice: “Acá estuvo fulano de tal. Este mensaje es para recordar que un día hubo vida”. En el clásico libro “Uninajab. La feliz niñez”, cuatro autores nos comparten sus vívidos recuerdos de temporada en ese lugar entrañable. Ramiro Gordillo García, Eugenio Cifuentes Guillén, César Gordillo Vives y Armando Alfonzo Alfonzo reviven las aventuras que vivieron en ese balneario en los años cuarenta. Ahora, Enrique Robles, sensacional contador de anécdotas, comparte el Uninajab que le tocó vivir en los años sesenta. De esta manera, así, como metiéndonos a la poza, poco a poco, los comitecos escribimos la historia para decir: “Acá estuvimos”; acá seguimos estando y estaremos por siempre.
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LECTURA DE FOTOGRAFÍA, DONDE ESTÁ UN CUARTETO
ARENILLA
Los Beatles nos enseñaron que el número correcto es el cuatro. Claro, en México, Los Panchos insistieron en el número tres, y Pimpinela apostó por el número dos. Los sobraditos, nunca faltan, hacen a un lado a los demás y, como Luis Miguel, se hacen solos. Pero, habrá que reconocerlo: los cuartetos son los que han trascendido. Me refiero a los nombres, porque alguien puede decir que en los años setenta Paul Muriat o Ray Coniff hicieron historia, pero, ¿quién recuerda el nombre del trompetista número cinco de esas grandes orquestas? ¡Nadie! Paul y Ray sí se llevaron las palmas, pero ¿los demás? En cambio, cuando el número de integrantes de una banda no es excesivo los nombres de cada uno trasciende, pero ninguno supera a los nombres de Paul, Ringo, John y George. Ningún cuarteto en el mundo ha dejado más huella. Por supuesto que los melómanos pueden mencionar nombres de otros cuartetos famosos, pero éstos no son tan reconocidos a nivel mundial. Porque, por ejemplo, en Comitán, muy alejado del glamour de Londres, hay un cuarteto de marimbistas que no canta mal las rancheras e interpreta muy bien los boleros y los zapateados. Acá está la foto de este cuarteto inolvidable de Comitán. Esta foto, hay que reconocerlo, tampoco será tan famosa como es aquella donde Paul, Ringo, John y George caminan por una cebra de protección en una calle cualquiera de Londres; digo que era una calle cualquiera antes de que estos genios la colocaran en la portada de un disco, porque un día después se había convertido en una calle celebérrima y ahora, los viajeros, aprovechan a tomarse la foto en ese espacio. Ah, tomarse una foto donde caminaron los cuatro Beatles debe ser como tomarse una foto en el lugar donde nació Jesús, y pongo este ejemplo, porque un día John dijo que ellos eran más célebres que Jesús de Galilea. “La lira de oro” no necesita más que cuatro integrantes, porque hay marimbas como Águilas de Chiapas que tienden a ser como la Paul Muriat del pueblo, porque, de marimba sencilla, pasaron a ser marimba orquesta. Los conocedores dirán que la modesta Lira de Oro queda muy por debajo de la conocidísima Águilas de Chiapas que, en los tiempos de su director Límbano Vidal, fueron a tocar hasta Japón. Sí, los de la Lira son más de pueblo y esto es lo que hace la diferencia, porque quienes han tenido la oportunidad de escucharlos sabe que cuatro es el número perfecto. Acá no hay metales, acá está la marimba casi en su estado más puro, es una marimba simple, una batería y un bajo. No conozco nada de música, pero puedo decir, por mi experiencia de escucha, que los dos marimbistas tienen funciones bien definidas, uno
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de ellos lleva la melodía y el otro sólo (este sólo no es un solo simplista) apoya con los bajos. Y digo que aparece en su estado casi puro porque la batería es un agregado que sirve de apoyo, lo mismo resulta con el bajo eléctrico que bien se pudiera eliminar, pero le da un poco de brillo a la ejecución. Si hiciéramos un ejercicio sencillo de imaginación bien podríamos decir que Ringo es el maestro de bigotito que ejecuta la batería. El baterista es el único que está sentado, los demás deben permanecer parados para realizar el oficio maravilloso de dar vida a esos instrumentos que son unos armatostes cuando no reciben la bendición del sonido. La marimba, dicen los que saben, es un instrumento de percusión, para provocar sonido, el ejecutante debe somatarla (acariciarla) con bolillos. El que lleva la melodía en este grupo (llamémosle Paul) sostiene cuatro bolillos en sus manos y quien tenga la fortuna de escucharlo y verlo en plena ejecución comprobará que es un maestro brillante. A cualquier melodía le agrega arpegios (¿se vale el término?) que la convierten en prima hermana del agua y del arco iris. El otro marimbista es quien lleva la armonía, al igual que quien toca el bajo eléctrico. ¡Cuatro, no más! ¡Cuatro, no menos! Igual que los Beatles. Acá, en Comitán, no son Ringo, Paul, George y John. ¡No! Acá, los cuatro de la Lira de Oro son Víctor, Ramón, Antonio y Emilio. En esta fotografía están en el atrio del templo de San Sebastián, que ya es famoso por ser el espacio donde se gestó la independencia de Chiapas. Cuatro es un número emblemático. Acá está la muestra. Estos compas nunca alcanzarán la fama de aquellos cuatro de Liverpool, pero sí alcanzan el aplauso de quien sabe que la vida está enredada en las lianas de la marimba tradicional.
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El Uninajab de los años 60
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El Uninajab de los años 60 Enrique Robles solís (Versión estenográfica de la charla que el maestro Robles Solís ofreció en el programa radiofónico Crónicas de Adobe, el día 12 de julio de 2016).
Yo tuve la fortuna de crecer en Uninajab. Dieciocho años de mi vida fui, consecutivamente, a divertirme a Uninajab. Prácticamente fue mi juventud la que se quedó ahí. Y ahora, con emoción lo digo, tengo la fortuna de tener un pedacito de paraíso donde disfruto mis fines de semana cotidianamente. En aquellos tiempos, en Semana Santa, iban a Uninajab tres familias y nada más. Todo el montón de los que iban se bañaban y dejaban todo sucio El Amate eran los García. Eran los únicos atrevidos que bajaban en ese camino a pie, a camión, en bicicleta, rodando como armadillos, ¡como sea! Llegaban a los jacales que hacían y ahí se quedaban toda la Semana Santa. Eran atrevidos, porque en aquellos tiempos era muy difícil bajar a Uninajab. Yo no sé cómo mi papá o mi abuelo descubrió Uninajab, tal vez mis abuelos, o los abuelos de sus abuelos. Bajar a Uninajab era una odisea. Primero tenías que avisar con un propio, que bajaba caminando, que veía algún carro que hubiera bajado, para que se asegurara de que no subiera hasta que el camino estuviera despejado. Era un camino muy peligroso, de piedra, derrapaban las llantas, las curvas muy pronunciadas. Yo me acuerdo que el camión de tres toneladas de don César García, cuando iba a dar vuelta, le tenían que poner gato, iban torciendo, torciendo, hasta que lograba dar vuelta. Todos íbamos arriba del camión, con todo el cargamento y la Guadalupana sonaba y resonaba, por todo el cielo; mi tía Merce nos obligaba, cuando llegábamos a un lugar que se llamaba El Voladero, a rezar la Guadalupana completita, ¡y mi abuelita se lo echaba en latín! Así que no cualquiera podía ir a Uninajab, lo que hacía que se convirtiera en un lugar mágico, en el sentido de la preservación. Si ahorita uno va a Uninajab, se puede ver que ya lo acabaron, todo encementado, puro asador de carne. Y yo no termino de entender por
LA REVISTA QUE HABLA DE VOS qué todos se bañan con ropa, si para eso son los trajes de baño, ¡las chamacas deben lucir sus cuerpos! Después de que terminaba la Semana Santa, un número determinado de familias, por costumbre y tradición, bajábamos a Uninajab. Previamente subía Félix y compañeros, papá de Agenor, muy conocido en Uninajab por mil razones, subía a preguntar a las casas de los asiduos si iban a bajar para que hiciera el jacal; previo anticipo bajaba Félix, otra vez, a conseguir palma no sé de dónde y hacían los jacales. Jacal por familia; la ubicación estaba reservada siempre en el mismo lugar para cada familia. Las familias privilegiadas La familia de mi abuelo César, obviamente con mi abuelita Cholita, la Lolita Guillén, la Josefina Pinto, la Gemita Pinto, la Cristi alcázar; y los tres nietos: César, Rodolfo y Enrique. También la Coquis y Roberto Pulido, éramos los que viajábamos. A cien metros del jacal: doña Beatriz Sosa, el abuelito de aquel nuestro compañero Mincho, que tenía un hijo bolo, que se llamaba Luis Sosa; después don Carlos Escobar. Enfrente del Amate:
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LA REVISTA QUE HABLA DE VOS tío Chepón. Y párenle de contar. Rumbo a la poza, estaba instalado el jacal de doña Marianita Pérez. Esos éramos todos. Doña Marianita Pérez tenía una situación privilegiada en su jacal, porque era la única que su baño tenía corriente de agua. Entonces, para evitar los malestares del cuch, pues muchas veces éramos clandestinos, íbamos a hacer nuestra necesidad en el baño de doña Marianita. Era muy común que cuando llegabas había una cola. Como había corriente, se iba todo y ya no había necesidad del cuch. Claro, esa corriente no caía en la poza, sino que los lugareños la desviaban a una fosa séptica. Entre todos los que íbamos había una gran camaradería. Ahí fortalecí mi amistad con Carlos Conde, con Luis el bolo. Toda una parafernalia Ocho días antes, en la casa de mis abuelos, se empezaban a acumular las cosas: el tambo con su mallita para el anafre, bolsas y bolsas de carbón; tres días antes, ya estaban listos los costales llenos de hielo con su aserrín, y la catazumba de comida, tostadas, chorizos, manteca. ¡Mil cosas! Lo más importante de todo era que el día del viaje llegaba el camión de tres toneladas de don César García. A las cinco de la mañana mi abuelo ya me tenía vestido, con la resortera en el cuello y mi sombrero. Esperábamos el baño, que ya tenía listo su huequito en el camión. El baño estaba recién hecho de madera fresca. Por donde se sube para ir al Foquito, tenía su carpintería un señor al que le decían el maestro copetón. El baño lo traían cargando unos muchachos, era como si el baño fuera un rey africano, en aquellas sabanas. Lo que siempre me llamó la atención es que el baño tenía tres calibres, pero yo nunca supe en qué se basaba el maestro copetón para hacer los calibres. El baño tenía tres hoyos, pero no era para que tres fueran al mismo tiempo, sino que, por ejemplo, tu calibre no era el grandote sino el medianito, dependiendo pue´ de la redondez de tu tutís. Pero yo siempre me pregunté cómo lo sabía el maestro, hasta llegué a pensar cómo lo medía, ¿no será que miraba el de mi tía? A veces entrabas, y ya con la urgencia y necesidad, te sentabas en el calibre grandote, así que tenías que estar pescado a la madera para que no te fueras a ir hasta abajo; porque abajo te estaba esperando pue´ un elegante cuch, hambriento y deseoso. El viaje Era todo una odisea. La primera parada para desayunar era en San Rafael, con la mamá
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de Abadía. Ahí nos vendían costales y costales de juncia y huevos de gallina de rancho. Desayunábamos tamales, cerca de un arroyito que había en ese tiempo. Después de determinado tiempo pasábamos en Tenam, que era terracería. La gente del lugar salía a vendernos figuritas, caritas, manitas hechas por los antepasados y nosotros no sabíamos ni qué era. Todavía íbamos bien, en cuanto al movimiento del camión, todavía no era tanta la rechinadera. Pasábamos a un lugar que se llamaba El Vergel, donde nos esperaban unas personas con unos barriles de agua dulce, porque Uninajab tiene el agua con una alta concentración de cal y azufre, por lo que no se puede tomar. Si alguien pone a cocer los frijoles con esa agua pasará todo un año y no se van a cocer. A partir de ahí empezaba la aventura, que era la bajada del cerro. La redila del camión, con tanto que iba adentro, se movía de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. A veces nos decían bájense; en lo que daba vuelta el camión y sólo se quedaba el chofer. Con gato, daba vuelta la llanta. Súbanse, nos decían y va pa´rriba. Había un lugar que se llamaba El Voladero, el camión pasaba en la orillita y se veía hasta allá abajo. Ahí empezaba El Rosario. Por ahí platiqué un día que, cuando paso por ahí ya bolo, escucho los gritos de la Guadalupana; porque nosotros cantábamos la Guadalupana, aparte de que lo hacíamos con gran fe y fervor, ¡con un miedo de la fregada! De repente veías hasta allá abajo la laguna de Coilá, con un azul extraordinario, era la primera evidencia de que ya nos íbamos acercando. Todos bajábamos a ver Coilá; no había teléfonos ni las cámaras de ahora, con suerte tu kodak, de esas que cuando, la mayoría de veces, sacabas el rollo ya se había velado. Después bajábamos al Trapichito. Ya estábamos en Uninajab. Ya se oía la cantadera de palomas y chachalacas. Nuestra llegada era una entrada triunfal, pasábamos por una recta donde ahora tiene su tienda el Agenor, y llegábamos a nuestro jacal. Salíamos a las seis de la mañana y llegábamos como a la una. Nuestro jacal era de gran belleza, ¡qué preciosidad! Con sus puertas de caña y varios departamentos porque éramos muchos. Nosotros bajábamos corriendo y ya nos queríamos meter al Amate, pero los trajes de baño venían en la maleta de petate, con su lazo. Los petates, que eran las maletas, servían para coserlos en las paredes del jacal a una altura determinada, con una aguja capotera, para
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que se evitara la entrada de polvo y la entrada de animal, y esos mismos petates eran otra vez la maleta. Entonces nada de bañarse ni qué la fregada. Nuestra primera tarea era buscar la percha. La percha era un palo largo, el más largo que encontrábamos en el monte, lo colocaban adentro del jacal con unos lazos para colgar la ropa. Mientras mi abuelo y mis tías esparcían la juncia en el suelo, porque era de tierra y no era parejo, tenía su chibola, nosotros buscábamos la percha. Está muy chiquita, nos decían, váyanse a buscar otra, tiene que ser del largo del jacal. La suerte era que había muchos palos tirados; cuando de plano no encontrábamos percha nos íbamos a bajar la aguja de una tranca, bien redondita, bonita y esa era nuestra percha. ¿Por qué no guardaban la percha? No que cada año teníamos la tarea de buscar una nueva. Después de que la colgaban, entonces sí, a desenvolver maletas. La juncia ya estaba regada y ya estaban listas las colchonetas de todos. Cuando ya estaba listo el jacal, la abuelita empezaba a organizar la cocina. Las empleadas
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domésticas iban a ayudar, empezaban a encender el fuego.
El primer chapuzón
El Amate tenía, obviamente, un árbol que atravesaba la poza. Un árbol precioso que ahora ya tiraron e hicieron un puente. En los extremos había un sabino inmenso, que todavía está. También había una gran piedra que era donde nos parábamos cuando nos cansábamos. Nuestra primera expedición era agarrar mulutut. Ya que estábamos instalados, en la noche, nos recibía Eolo, con unos ventarrones de la fregada hasta el amanecer. “No podés ir al Amate ya tarde porque hay mucho viento”, me decían, entonces se encerraba mi abuelo y mi abuela para jugar Porrazo. Este es un juego que estoy tratando de recuperar. Se juega con baraja española. Me acuerdo que vas matando, hay un contraporrazo, vas subiendo chuchos, y usaban frijoles y maíz. Y así pasábamos las noches. Llegó el tiempo que a lo mejor no funcionó la lámpara de gas porque el bombillo se quemó, pues nos quedábamos con las velitas. A veces, las lámparas de gas las usaban porque tenían que acompañar a las señoritas al baño, pero en lo que llegaban y buscaban su calibre, teníamos que quedar a oscuras. Por las mañanas, me acuerdo, mi abuelo nos decía: Levántense ya, para que desayunen dos soles estrellados. Estoy seguro que todos los que en este tiempo fuimos a Uninajab tuvimos una experiencia extraordinaria. El libro de don Armando Alfonzo narra perfectamente todas estas cosas. Nos pasábamos toda una semana ahí, una semana extraordinaria de nadar, solo nos quedaba la piel blanca donde estaba el traje de baño, las pestañas llenas de piedrita y mil aventuras vividas. Mi abuelo, don Carlos Escobar y mis tíos, bajaban a tirar palomas. Nosotros a juntar una fruta que se llama lengua de vaca, a la que poníamos un palito y ya era nuestra lanchita. Todos los días bajábamos a la poza y de regreso era inevitable saludar a doña Marianita, porque ella estaba en un lugar estratégico. Ella, siempre amable, nos ofrecía jocotes y, a mis tíos y a los demás señores, les ofrecía un pitutazo de comiteco. Historias para preservar Ahora para ir a Uninajab se necesita 45 minutos o menos. Hacés tu parada en Tzimol, en la
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pasadita y en lugar de llevar juncia llevás harto trago. Ahí ya hay casas de primer nivel, con aire acondicionado, ya hay restaurantes, ya no hay tecomate para nadar. Me acuerdo de las señoras con su camisón, querían guardar todo el pudor con el camisón. A la primer zambullida, cuando salían, ya sin camisón. “Mirá, por ahí lo va a comer un chiboj”, decían porque se le subió el camisón y ya le habían visto algo en la entrepierna. Pero todo era así, alegría. Yo ahí aprendí a nadar. Y todo eso nos hizo muy sensibles. Cuando el camino empezó a mejorar, ya las curvas se hicieron un poquito más amplias, la gente empezó a bajar. No había esta ruta de Tzimol. Empezó a llegar gente y más gente y empezaron a construir casas de otro tipo, ya no jacales. Ya había tortillerías, ya el Agenor puso su Cumbala, y en Semana Santa ya estaba el night club, que por cierto nos chinga a todos porque jala mucha luz. Pero ese Uninajab de los sesenta es un referente de Comitán. Ahora es nuestro centro de recreación, nuestro Cancún particular. Mucha gente disfruta, igual que nosotros, de las tardes, las noches, las semanas y el agua. Desafortunadamente hay quienes lo vieron con otra visión, con otra óptica y ya construyeron andadores y todo, a lo mejor eso era lo que tenía que hacerse. Pero la imagen rústica de nuestro Uninajab se acabó. Entiendo que ahorita ya nadie quiere ir a dormir con juncia y a nadar con tecomates, pero en nuestros tiempos a veces despertábamos con un cosquilleo en tus pies y veíamos que era un cangrejón. Y eso era una experiencia inigualable. En las noches, cuando no hacía viento, nos prestaban una lámpara, agarrábamos un palo largo, en la punta le poníamos tripa de gallina con lazo. Una muchacha que se llamaba Cuca, creo, no sé con quién iba, era muy audaz. Nos íbamos por toda la orilla del amate a agarrar cangrejos, donde mirabas el cangrejo
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le acercabas la lámpara, luego el palo con la tripa y el cangrejo se acercaba, lo sacabas y lo metías en un balde con agua, porque al otro día le iban a hacer su consomé al doctor Esponda. Como eran bastantes cangrejos, destapaban el balde, se salían y se iban directo a hacernos cosquillas en los pies. Metíamos una canasta de mimbre (a la que también le poníamos tripa de gallina, ahí donde nace el Amate) y esperábamos a que empezaran a entrar los pececitos, cuando ya había suficientes le dábamos un jalón a la canasta; muchos salían, pero muchos se quedaban ahí. Entonces la abuelita los despanzurraba y los ponía en un traste para que se secaran. Al otro día nos comíamos unos charalitos estupendos; mis tíos lo disfrutaban con su caguama y nosotros con un vaso de tiste, porque en ese tiempo no había permiso de ingerir otro tipo de bebidas. Uninajab siempre ha tenido historia y la va seguir teniendo. Cuando estoy los fines de semana allá, me doy cuenta de la cantidad de carros que llega. Ahora los muchachos se van de pinta en su camioneta, en su carro, ya no tienen ningún problema para rezar la Guadalupana, ya no tienen el peligro del cerro; ya no llevan resortera, a lo mejor ahora llevan escopeta. Pero la historia de Uninajab quedó viva para los que de alguna manera lo disfrutamos. Ahora se llena de mucha gente. Yo todavía no acabo de entender porque la gente va y se baña con ropa, ¡no lo acabo de entender!, es muy extraño. A cualquier lugar vacacional al que uno va la gente está con su traje de baño. Nosotros tenemos unas albercas ahí y hasta pusimos un letrero donde dice que no se puede meter a bañar con ropa, mejor que nos luzcan su bikini, los chavos deberían lucir sus cuerpos, no que van todos con su playerota. El ritual Todos esperábamos la temporada y cuando ésta llegaba, todos a comprar hules de resortera con doña Estela, ir a encargar la chapeta de la onda y sus cueritos. Cuando pasábamos a San Rafael nos poníamos a juntar piedra bolita, porque en Uninajab solo hay piedra pojtonuda. Empecé a ir a Uninajab a la edad de tres años y dejé de hacerlo, regularmente, a la edad de dieciocho. Cuando mi abuelo se murió se acabó todo. Luego entró la carretera y empezaron a construir. Nunca pudieron componer la bajada del cerro. Pero eso sí, la noche, los amaneceres y los ventarrones en Uninajab son los mismos y no los cambia nadie.
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Cuando vas a Uninajab y te sentís representante de México en las Olimpiadas.
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Cuando no te importa la opinión de los demás y a todo les decís que sí, hasta cuando te dicen que te bajaron del cerro a punta de tamborazos.
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Cuando tus abuelos te cuentan que, por la necesidad y la premura, no encontraban su calibre correcto en el baĂąo.
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Es tu foto de graduación, decían. Ni se nota tu grano, decían.
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Cuando te vestís de manera formal, y lo odiás, pero aún así te sentís bien sexi.
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