15 de agosto de 2017. Comitán de Domínguez, Chiapas Editor responsable: Alejandro Molinari
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Arenilla
Fotogramas parlantes
Arana
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CONTENIDO 5. EDITORIAL 10. ZAGUĂ N Arenilla: De cuando anduvimos de chalequeros en una comida donde estaba Enoch Cancino Casahonda
25.CORREDORES Fotogramas parlantes En un mundo llamado Arana
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EDITORIAL El lunes 28 de agosto la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar presentará “Antología de cuentos” el segundo libro de su colección editorial literaria. El año pasado se presentó la novela “El día que Julio Cortázar llegó a Chiapas”. Este año toca el turno a los cuentos. El libro a presentarse reúne relatos de 22 autores de diversos lugares de Chiapas y de la República Mexicana. Aquí podrá encontrarse la visión de autores de 13 años como de personas jubiladas. La Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar demuestra su compromiso por la cultura y el arte. Es una institución que promueve el talento de jóvenes y grandes. La invitación a la presentación de “Antología de cuentos” está abierta a todo el público.
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DE CUANDO ANDUVIMOS DE CHALEQUEROS EN UNA COMIDA DONDE ESTABA ENOCH CANCINO CASAHONDA ARENILLA Era otro Comitán. Caminábamos por el parque de San Sebastián, a las once o doce de la noche. Habíamos comenzado la parranda a las dos de la tarde. Quique, Javier, Jorge y yo dábamos vueltas al parque, abrazados (abarcando todo el pasillo). Alguien sugería que fuéramos a tocar la puerta de doña Mariana y si alguien respondía adentro, pidiéramos “Un kilo de puntería”. Era una broma local, porque en la cancha Pantaleón Domínguez, cuando alguien no encestaba un aficionado al básquetbol gritaba: “Andá a comprar un kilo de puntería con doña Mariana”. Pero alguien de nosotros (el menos bolo) decía que no, que no molestáramos, y comenzaba a cantar la canción de José Feliciano que siempre cantábamos: “Pueblo mío, que estás en la colina, tendido como un viejo que se muere…” Nos gustaba la canción y el pueblo de ella la convertíamos en el nuestro, aunque, en ese tiempo no pensábamos que estaba tendido como un viejo que se muere. En realidad, a Comitán lo mirábamos como un pueblo que estaba en la colina y si estaba tendido era porque se había agotado de tanta pachanga. Porque, ¡Dios mío!, a cuánta pachanga íbamos. Pedro se tiraba y colocaba una oreja sobre la calle y ubicaba en dónde estaba sonando la marimba y para allá íbamos y entrábamos de chalequeros a la fiesta. Nunca faltaba un amigo o amiga que nos conocía y, diez minutos después, ya estábamos sentados y los dueños de la casa nos atendían con afecto, porque Alejandro era hijo de don Augusto, Javier, hijo del notario Aguilar, Quique, del notario Robles y Jorge, hijo de don Jorge Pérez. Los papás eran reconocidos en la sociedad y ésta nos recibía, aunque, al final, alguien de nosotros terminara haciendo desfiguros porque insistía en bailar con la quinceañera pero ella se resistía porque miraba que el compa ya se mecía como barco en alta mar y más que bailar terminaría recargado sobre el pecho de ella, con el riesgo de que el vestido impecable terminara manchado de vómito. Caminábamos por el parque de San Sebastián, cantábamos. Quique (motivado por lo que habíamos vivido a la hora de la comida) se paró y nosotros lo rodeamos y, como si fuera Manuel Bernal, el declamador famoso, levantó un brazo y dijo: “Me gusta cuando callas porque estás como ausente…”. Ahí hizo una pausa, tal vez disfrutaba nuestro silencio, nuestra atención, porque los demás seguíamos abrazados, columpiándonos. Una luz ambarina iluminaba nuestras miradas un poco extraviadas. Luego, Quique levantó el otro brazo y repitió el verso de Neruda, pero ya con un tono diferente, con un tono bromista: “Digo que me gusta cuando
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callás, pero me gusta más cuando hablás de vos” y rio y nosotros con él. Neruda se había vuelto comiteco y nosotros lo disfrutamos. A la hora de la comida habíamos estado en una gran mesa en el restaurante Tono Gallos. Habíamos convivido con los organizadores del Concurso Nacional de Oratoria. Esa vez nos colamos porque, tal vez, Quique era amigo de los muchachos oradores. En esa ocasión había estado Enoch Cancino Casahonda presidiendo la mesa (creo que era jurado del concurso). Ya todo mundo sabía quién era él, porque a mitad de la comida, alguno de ellos (pudo ser Benjamín o Cuati Bonifaz o el mismo Mario Uvence) se paró, pidió silencio, el mismo silencio que tanto ponderaba Neruda, y, con voz emocionada, dijo que declamaría El Canto a Chiapas, de Enoch Cancino Casahonda, y todo mundo aplaudió y dos o tres tintinearon los vasos llenos con las cucharas y el poeta, quien echaba traguito bien sabroso, levantó su vaso y dijo ¡Salud! y todos tococheamos los tragos y una manta de silencio nos cubrió, porque el declamador había comenzado a decir, en forma magistral: “Chiapas es en el cosmos”, y todos nos emocionamos y, en lo interno, cada uno admiró al poeta. ¿Cómo había escrito esa pieza casi perfecta, que nos hablaba de nuestro más íntimo sentimiento chiapaneco?, y admiró al declamador que, con voz de agua sencilla, cantaba el prodigio de Chiapas y cuando llegó a la última parte y sentenció que “…Cuando viejo, solo y abatido, se aproxime el final de mi existencia, he de besar tu tierra para siempre…”, yo vi a mis compas aguárseles los ojos, a través de mi aguada mirada. Porque, años después, cuando bebíamos en el departamento de estudiantes, en la Ciudad de México, nos abrazábamos y pensábamos en el parque de San Sebastián y ellos, mis amigos, pensaban en sus novias (yo pensaba en mi amor platónico) y gritábamos cotz, mientras Quique decía “Chiapas es en el cosmos lo que…” y diez minutos después se aventaba el momento esperado, levantaba un brazo y decía: “Me gusta cuando callás pero me gusta más cuando hablás de vos” y reíamos y decíamos ¡salud! y la nostalgia nos ganaba y terminábamos chillando, añorando a nuestro querido Comitán.
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Cuando vas a dar una vuelta al parque central y lo hacés de luto, porque el parque ahora está sepultado bajo tantas carpas.
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Cuando sos comiteco y te vas a estudiar a otro lugar y te preparรกs para combatir cualquier acento nuevo que se te pudiera pegar.
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Así es como muchos hombres educan a su pajarito: -”Vonós a pasear, muchacho; pero eso sí, ¡no te me alebrestés con cualquiera!”
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-Papá, ¿todas las mujeres se ven igual de bonitas sin maquillaje? -No todas, hijito, no todas.
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Comiteca que se respeta, goza con las subidas y bajadas de su pueblo.
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Yo vivo en un mundo llamado Arana Yo vivo en un mundo llamado Arana. En Arana, el tiempo es como una cuerda sin reloj. Todo mundo sabe que los relojes antiguos necesitaban que alguien les diera cuerda para que funcionaran. Si alguien olvidaba darle cuerda a un reloj, éste se paraba. Los habitantes de Arana consideraron que era un absurdo dejar que el tiempo dependiera de la cuerda. El tiempo es eterno, infinito, por lo tanto no debe tener alguna sujeción o dependencia. De ahí, los mayores de Arana determinaron que a los relojes les quitaran la cuerda y que ésta fuera la que determinara el tiempo. De esta manera, las manecillas, los engranes y demás elementos del reloj sirvieron para que los niños jugaran con ellos, pero la cuerda de los relojes se colgó sobre la viga de las casas y se convirtió en el símbolo del tiempo. Ahora, ¡qué prodigio!, si alguien pregunta qué hora es, el aludido responde: “La hora de la cuerda”; es decir, la hora que se te antoje. De esta manera, la gente de Arana vive sin agobios, sin prisas, como Cortázar decía: Sin citas previas, y todo mundo es feliz, porque los actos cotidianos se dejan al libre albedrío, a la feliz coincidencia. Así se ha sabido de casos en que la novia y el novio han coincidido en el templo y se han casado. En Arana, el tiempo es como una cuerda sin reloj. De esta manera se reconoce la infinitud temporal y se llega al convencimiento de que no es bueno que el tiempo de los hombres sea como una cuerda que ahorca el futuro de los seres humanos.
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