29 de noviembre de 2015. Comitán de Domínguez, Chiapas Editor responsable: Alejandro Molinari
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En un mundo llamado Arana
Arenilla : Lectura de una fotografía donde el cielo es un jardín
Fotogramas parlantes
El museo de la Inocencia David Tovilla
LA REVISTA QUE HABLA DE VOS
5.- EDITORIAL
CONTENIDO
10.- ZAGUÁN Arenilla: Lectura de una fotografía donde el cielo es un jardín
13.- PATIO El museo de la Inocencia David Tovilla
20.- BALCONES Fotogramas parlantes
25.- SITIO En un mundo llamado Arana
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EDITORIAL El 4 de diciembre se conmemora el vigésimo sexto aniversario del fallecimiento del padre Carlos J. Mandujano. Un destacado comiteco. Fue el fundador del Colegio Mariano. N. Ruiz. institución que, hasta la fecha, se caracteriza por su prestigio y la importancia que da al fomentar el lado humanista en niños y jóvenes. En la actualidad, la sociedad exige a profesionistas competentes en su área, sin embargo, es fundamental inculcar, en cada uno de los jóvenes, el arte y la cultura. Estos elementos no solo complementarán su formación académica sino que nutrirán su espíritu.
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LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL CIELO ES UN JARDÍN ARENILLA Al estilo de José Martí, esta pared podría decir: “Flores en mis manos crecen”. Tal vez esto es algo como una enseñanza. La pared acusa debilidad y arrugas, ya extravió su lozanía de juventud. ¡Quién sabe cuántos años tiene! No obstante, en compensación, como si le creciera una mata de cabello, las flores la orlan a modo de corona. ¡Ah, qué juego de danzarines a la hora que el viento juega con esas flores! La inmovilidad de la pared (inmóvil por siempre, hasta que un temblor o un pico de albañil le hagan la travesura) hace un prodigio de espejismo. No todo es estático, su aparente inmovilidad hace que el movimiento de arriba sea más visible, un poco como sucede cuando estamos estacionados sobre un auto y el auto que está al lado comienza a moverse: sentimos la sensación como si nuestro auto se moviera también. El piedrín y las piedras más grandes del suelo juegan el mismo juego de “encantados” que juega la pared. Las piedras tienen la particularidad de poder modificar su vocación. Imaginemos a un niño (un niño que se llame Alejandro y que es hijo único) que va al traspatio de la casa y juega solo en ese espacio donde la pared recibe, como madre generosa, los nidos de flores. En un momento determinado podrá levantar una piedra pequeña, apenas del tamaño de una canica y la lanzará contra la pared, imaginará que esa pared no es una pared simple sino que es el muro de un castillo, porque esta pared se rebela en la aceptación de ser una pared modesta, por eso tiene torreones al estilo de las almenas de castillos. El niño (Alejandrito) imagina que está en la orilla de un foso lleno de cocodrilos, pero debe seguir aventando piedras, como en catapulta, porque es la única forma de abrir las defensas del enemigo. Pero Alejandro, ¡qué pena!, termina triste y se sienta en una de las piedras grandes, olvida el foso y olvida el castillo, porque fue incapaz de hace algún daño en esa trinchera adversa. Alejandro no puede mover las otras piedras, lo único que puede hacer es levantar guijarros y aventarlos a determinada distancia, distancia muy breve, porque sus brazos son débiles, nunca como los de Arturo que, en la escuela, es el representante del lanzamiento de bala en los concursos deportivos de zona. Pobre Alejandro, lo que él no alcanza a ver es que la inmovilidad de la pared (el muro del castillo) es aparente. También se mueve a la hora que el viento mueve las flores que nacen en su cima. ¡Ah, qué bonito movimiento de esas flores! Se mueven como si fueran integrantes de un ballet ruso. ¿Cómo es que tanta flor nació ahí arriba? ¿A poco la corona del muro es algo como un arriate? Por lo regular, las plantas tienen la vocación de la tierra, pero a éstas, insolentes, les gusta la altura. Lo bueno es que no tienen a alguien que les prohíba subir. Ahí,
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Zaguán
LA REVISTA QUE HABLA DE VOS cerca del cielo, se sienten bien. Estas flores saben que cuando están sembradas en la tierra se vuelven tan indefensas como las piedritas, cualquier niño las corta. Alejandro ha visto a Margarita cortar flores y hojas para jugar a la comidita. Qué contradicción tan grande. ¿Cómo es posible que alguien que tiene nombre de flor corte las flores? Tal vez estas flores no pertenecen a la tierra, tal vez son del cielo; tal vez sólo se pararon ahí para descansar un rato; tal vez son nietas de un papalote. Alejandro escucha el grito de su mamá desde la cocina: “Vení ya a cenar”. Alejandro se limpia los ojos con la manga de su suéter, no quiere que su mamá vea que tiene los ojos rojos, le preguntaría y Alejandro, como ha aprendido a no mentir, tendría que decir la verdad, que ha estado llorando porque no pudo debilitar las defensas enemigas y nunca se sabe la respuesta de la mamá, porque ella lo quiere mucho, pero es una adulta y se sabe que los adultos no entienden las gestas heroicas que realizan los niños en los traspatios de las casas.
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El Museo de la Inocencia
David Tovilla
En el 2012, el diario español “El país” escogió diez títulos a los que denominó “Los mejores libros del siglo XXI”. En ese decálogo, promovido entre los lectores de ese medio, estaba: “El Museo de la Inocencia” de Orhan Pamuk. Publicada cuatro años antes, ese año el proyecto alcanzó notoriedad: en el mes de abril, la ficción pasó a la realidad. El Museo de la Inocencia, perfilado en la novela, abrió sus puertas, con el mismo número de vitrinas como capítulos tiene el libro. En 2014, obtuvo el reconocimiento como el mejor museo europeo, otorgado por el Foro Europeo de Museos. El museo real quiere asociar un sinnúmero de objetos que se detallan en la novela: pendientes, colillas, ceniceros, que se aluden en la ficción. Es la recreación de aspectos de la narración pero, al mismo tiempo, de un periodo de la vida de Estambul. Así, Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura 2006, consolidó la universalidad de su texto. Porque “El Museo de la Inocencia” es una suma de intenciones, un planteamiento disidente ante los manuales para el sentimiento que se transmiten por generaciones, una invitación a revisar los lugares comunes enraizados hacia temas como el tiempo, el amor, la felicidad. Es fácil caer en el simplismo de catalogar a la historia de Kemal y Füsun en una obsesión amorosa. Las casi seiscientas cincuenta páginas de “El Museo de la Inocencia” encierran: historia, filosofía, ejercicios narrativos y especial emotividad. De esos libros para vivir, aprender, crecer, madurar. Para recordar que cada personalidad tiene formaciones y motivaciones particulares que llevan a tomar una decisión u otra. Que la riqueza humana no reside en la uniformidad, la estandarización, las semejanzas, sino en lo que hace auténtico, original, diferente
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a cada persona. Que no es suficiente con estar y ser: debe saberse permanecer y existir. Que la vida no consiste en un abecedario riguroso: que ordena la A, la B, la C, hasta concluir en la Z. Que hay otros lenguajes, otras capacidades para compartir. Que lo predecible llena al mundo y lo impredecible sustenta las historias profundas. Que en los detalles, instantes, momentos, episodios, objetos, se concentra lo que somos. Que inculcan una mentalidad utilitarista aplicable hasta a las relaciones personales: “qué me deja”, que lleva a nunca plantearse “qué doy”. Como dice el propio narrador: “La esencia de la historia de Füsun consiste en el hecho de entregar algo que consideramos muy preciado sin esperar nada a cambio”. Sí, “El Museo de la Inocencia” es de esos libros que dejan una profunda huella en su lector. Porque está bordado con una perspectiva inusual: “En realidad nadie sabe que está viviendo el momento más feliz de su vida mientras lo vive. Puede que haya quienes piensen o digan sinceramente (y a menudo) en ciertos momentos de entusiasmo que están viviendo “ahora” ese instante dorado de sus vidas, pero, a pesar de todo, con parte de su alma creen que más adelante vivirán momentos más hermosos y más felices.” Ese es el tono reflexivo, introspectivo. Además, se percibe una poderosa melancolía pero se registra para cuestionarla: “La felicidad pura en este mundo sólo puede conseguirse abrazando a alguien y “en el instante presente”. Algo que recuerda el eje de la exitosa novela de Jane Teller, “Nada”: todo lo que significa algo es valioso mientras es; cuando deja de serlo, es nada. Aún cuando “en la vida las cosas nunca salen como queremos”, “digan lo que digan, lo más importante en la vida es ser feliz”. Porque no es una historia tradicional, “El Museo de la Inocencia” equilibra: meses de intensidad, un par de años de dolorosa ausencia, ocho años de observación, una noche de realización, una vida de celebración. Orhan Pamuk muestra que la totalidad es lo importante: qué y cómo. Un libro que deleita, conmueve e instruye en su lectura o feliz relectura.
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FOTOGRAMAS PARLANTES
Balcones
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Cuando tenés la capacidad de decir a tus papás que tenés mucha tarea en equipo, pero a tus amigos les falta ingenio para hacer algo más divertido.
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Como todo novio quisiera ver a todos esos chicos que andan en busca de los huesitos de su novia.
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-Cuando me dijiste “vonós a echar pata”, pensé en algo más divertido.
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ยกAh, caray! Me dijeron que en los tumultos toqueteaban, pero no me dijeron que me iba a gustar.
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Cuando le caés mal a tu suegra, ni porque te hagás el muerto.
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En un mundo llamado Arana Yo vivo en un mundo llamado Arana. En Arana, los tartamudos se llaman tartahablantes, porque, es cierto, tartajean, pero hablan. Los tartahablantes son considerados seres especiales, casi casi consentidos de los Dioses. Su discapacidad nació del asombro. Cuenta la leyenda que Homero, el primer tartahablante de Arana, un muchacho de ojos azules, decidió hacer un viaje. Homero era hijo de doña Odisea, la mujer que vendía pan en el mercado de los desamparados. Su mamá le rogó que no se fuera, le prometió que le compraría un barco para que diera vueltas por la laguna. Pero, Homero ya había decidido viajar, preparó su maleta y se despidió. Todo el pueblo de Arana fue a despedirlo. Los pobladores sacaron pañuelos blancos y los movieron como si fueran gaviotas. Desde la popa del barco, Homero abrió la boca para gritar el adiós último, pero un pez vela voló frente a él y, todo mundo lo dice, se llevó sus palabras. El pez vela era un pez con cuatro alas y tenía el cuerpo lleno de escamas de oro. Homero quedó casi mudo. Cuando el habla regresó a sus labios, estos temblaban como si fuesen el domo de un volcán a punto de hacer erupción. Desde entonces, Homero tartajeó. Cuando señalaba una rosa decía ro ro ro ro sa. Mariano dijo que Homero había quedado tartamudo, pero los sabios de Arana señalaron lo que ya se dijo: Homero, como todos los demás no eran mudos, hablaban, hablaban como si necesitaran que les dieran cran como autos antiguos, pero hablaban, por eso en Arana a los tartamudos les dicen tartahablantes y les tienen consideraciones especiales, porque son hijos del asombro y del prodigio.
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