Índice El cuento que nunca fue escrito – 3 Seguir la corriente – 11 El ladrido de la madrugada – 16 El balcón de madera azul – 19 La hija de la mujer cocodrilo – 25 Un ángel llamado Pavitto – 31 Superman – 40
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EL CUENTO QUE NUNCA FUE ESCRITO ―¿Me escribís un cuento?‖, me dijo Angélica. Ella jugaba con Armando y Lucía. Jugaban a hacer el muñeco de plastilina más asqueroso. Yo estaba recostado en la hamaca que cuelga en el corredor principal de la casa de campo de los papás de An. Tenía el pie derecho sobre el suelo y con él me mecía. —¿Sí me lo escribís? —insistió desde la mesa donde amasaba el muñeco, mientras Armando y Lucía se tiraban bolas de plastilina. Se asomó la mamá de An en la ventana de la cocina. Los niños la vieron y se calmaron. María tiene un gran control sobre ellos, basta que les eche una mirada para que ellos anden bien derechitos. —¿Y? —me preguntó, poniendo sus brazos como asas de jarro. An ya estaba parada frente a mí y me sentí pequeño. No sé por qué siempre ante la mirada de los niños siento empequeñecer. Dejé de mecerme, subí la pierna derecha y le dije que estaba bien, que le escribiría el cuento. —¿Me lo tenés mañana? —Sí, An, mañana te lo tengo. —¿A primera hora? Me encanta y, a la vez, me enerva la forma en que los niños se expresan. Les basta formular dos o tres preguntas para inquietar a los adultos. ¿Escribir un cuento de la noche a la mañana? ¡Habrase visto! Estuve a punto de decirle que escribir un cuento no es tan simple como modelar un muñeco de plastilina, pero no lo hice. ¡Qué bueno! Porque los niños creen que escribir un cuento ¡es algo simple! Los he visto escribir cuentos con la misma facilidad con que modelan muñecos asquerosos. Los niños convierten en sencillo todo lo complicado.
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Armando y Lucía siguieron modelando la plastilina, pero ya en silencio, con caras de santo mártir. An, con el dedo meñique, se sacó un moco y lo repasó sobre el muñeco que construía. —No se lo digás a nadie, pero este muñeco es Salomón —me dijo en voz baja y reafirmó su condición de secreto sellando con un dedo sus labios que sonreían.— No lo olvidés, tío Alejandro, mañana a primera hora. Los tres niños abandonaron la mesa y entraron a la casa, supuse que para cenar, bañarse y acostarse. Nadie había calificado las obras, pero si hubiese existido un jurado habría determinado que el muñeco de An era el ganador, porque, además del moco, le había embarrado chicle y un poco de yogurth de fresa sobrante del desayuno (―¿Parece vómito, verdad?‖, había dicho). Salomón es el papá de An y ahora se acercaba para ofrecerme una taza de té de menta. Yo estaba de paso en casa. Al otro día, Salomón y María me llevarían al aeropuerto de Chiapa de Corzo para viajar a la ciudad de México. La casa de campo está en la parte alta de la carretera vieja de San Cristóbal a Tuxtla. La casa está llena de pinos y de pájaros que acá llaman ―azulejos‖. Me levanté de la hamaca y me senté al lado de la mesa, para tomar el té. —María dice que con el té se te quitará la molestia de la garganta —dijo Salomón. Metió su mano adentro de la chamarra y sacó una pequeña botella metálica. —Pero, por supuesto, si ayudamos a la menta con un poco de ron ¡mañana estarás como nuevo!— Y sirvió un poco sobre el té. No me dolía la garganta, pero acepté la infusión. Tomé un sorbo; una caricia, como ducha de agua caliente, me cubrió todo el cuerpo. María se asomó en la puerta de entrada de la casa, ya tenía puesto un chal sobre sus hombros. 4
—¿Te traigo una chamarra? —me preguntó Salomón y caminó, por la vereda, hacia la casa. —La temperatura bajará más.— Salomón entró a la casa. Me dieron ganas de orinar y, yo también, fui a la casa. Llevé la taza de té entre mis manos. El frío y el viento comenzaron a arreciar, los pinos -como si estuviesen sobre una hamaca- se mecían de uno a otro lado, con violencia. Dejé la taza sobre un atril y entré al baño del piso de abajo. Pensé que los niños ya los habían enviado a dormir, porque todo estaba en silencio. Comencé a orinar. Oí a María: —¿Cómo estuvo hoy? ¿Siguió con las alucinaciones de los niños? —No, estuvo tranquilo —dijo Salomón—. Se la pasó haciendo muñecos de plastilina. —¿Le diste el somnífero? —Sí, se lo tomó como niño en la mamila. Terminé de orinar. Le bajé el agua a la taza. Abrí la puerta, ambos me quedaron viendo como si yo fuese un fantasma. Era obvio que no esperaban verme ahí. Salomón se hizo para atrás y se sostuvo en la mesa del comedor. María fue al fregadero, tomó un vaso limpio y volvió a lavarlo. —¿Y los niños? —pregunté—. ¿Ya se fueron a dormir? María y Salomón guardaron silencio, pero miré hacia arriba y vi a An asomándose a través de los barrotes del barandal del segundo piso. Tenía puesto el pijama de venaditos. —Ya me voy a dormir —dijo An—, soñá con los angelitos —gritó. —Gracias.
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—No te vayás a hacer tacuatz, acordate que mañana me tenés que dar mi cuento. Me aventó besitos con su mano derecha, entró a su cuarto y dio un portazo. Sus papás parecieron ignorarla y ella hizo lo mismo. Esta niña tiene algo en contra de sus papás, sobre todo, en contra de Salomón. —¿Por qué Armando tiene que tomar somnífero? —pregunté. Levanté la taza y me senté en el sofá. El té ya estaba frío. —¿Te lo recaliento? —dijo María, pero no dejó que yo respondiera, me arrebató la taza y la llevó al fregadero. Oí pasos en la parte de arriba. Era Armando, tenía puesto el pijama de leones. Se recargó en el barandal. María se quitó el mandil y subió. A la hora que el niño vio a María, echó a correr y se metió en su recámara. Las casas con niños son muy alegres, pero se convierten en algo peor que desiertos tristes cuando los niños duermen o no están en casa. Por esto no me casé, me hubiera dolido mucho quedarme solo cuando mis niños crecieran y se fueran a estudiar a otro lado. —¿Por qué le dan somnífero a Armando? —le pregunté de nuevo a Salomón— . Parece que no le hizo efecto porque sigue despierto. Salomón se sentó a mi lado, sacó la botella de su saco y me ofreció un trago. —No —dije—. El ron me provoca dolor de cabeza y mañana quiero estar al ciento por ciento para el viaje. —¿Vas a viajar? —Claro, tú y María quedaron de llevarme al aeropuerto, ¿o no?
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María apareció en la escalera, bajó. Todo estaba en silencio de nuevo. Confirmé la capacidad de ella para controlar a los niños. María es mi prima hermana. Ella no lo admite, pero sé que me rehúye, tal vez algún resentimiento infantil la sigue acosando. Ella y yo vivimos en casa de la abuela Azucena. Nunca ha querido hablar de los juegos que jugábamos en el cuarto prohibido. Me rehúye. Salomón, quien resulta mi primo político, es más tolerante conmigo. Cuando vengo a su casa nunca tuerce la boca, como sí lo hace María. —¿Ahora sí ya durmieron? —pregunté. María se sentó a mi izquierda. Extendió sus piernas y colocó sus manos debajo de su cuello. —Ah, fue un día agotador —dijo, cerró los ojos. —Le decía a Salomón que habíamos quedado en que mañana me llevarán al aeropuerto. ¿Podrán hacerlo? María puso su mano sobre mi pierna y me dijo: —Mira, Alejandro. Hemos tenido días muy pesados. Tal vez fuera más conveniente que te llevara un taxi. —Sí, está bien, no hay problema. María me dio unas palmadas cariñosas, se levantó, descolgó el teléfono y marcó. Volteé a ver a Salomón, él se paró y dijo que iría por mis cosas. —Pero, ¿qué les pasa? ¿Esto es una broma? Ahora son las ocho de la noche y el vuelo está programado para las siete de la mañana. —María dice que así es mejor, Alejandro —dijo Salomón, caminó hasta la puerta de entrada y comprobó que estaba entreabierta (yo la había dejado así a la hora que entré a la casa para ir al baño). Luego Salomón subió por mi maleta.
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Pensé que no podía irme. A Angélica le había prometido un cuento. Le escribiría el cuento que desde hace tiempo rondaba, como abejorro, por mi cabeza: el del hombre triste y solitario que platica y juega con fantasmas. Salomón bajó y, con cierto desenfado, dejó la maleta a mi lado. No dije algo. Abrí la maleta y saqué la libreta. ¡Escribiría el cuento de An! No podía fallarle. María se acercó, me dio un papel y dijo: —En cinco minutos llega el taxi, es el número 324. —Abrazó a su esposo y, con tono de cierta culpa, dijo —Lo sentimos, Alejandro, pero es lo mejor. Iba a decirle que no se preocupara, que no me iría esa noche porque tenía un compromiso a cumplir, pero no lo hice porque los tres niños bajaron y quedaron parados frente a mí. An se acercó y me abrazó. —¿Te vas a ir, tío? —No. ¡No!, hasta que escriba tu cuento. Ella me abrazó con fuerza. Cuando se separó vi que sonreía. Se colocó al lado de Lucía y Armando. Los tres niños, igual que María y Salomón, colocaron sus brazos detrás de la espalda, quedaron serios, como esperando mi reacción, que no fue otra más que sacar el bolígrafo para comenzar a escribir. Me extrañó que, contra su costumbre, María no echara una mirada fulminante a los niños para obligarlos a regresar a la cama. Un claxon sonó. El taxi, pensé. Nadie se movió. Yo quería ignorar a María, Salomón, a los niños y al taxista que ahora volvía a sonar el claxon, para concentrarme en la labor de escritura, pero era imposible. La presencia de ellos era asfixiante, como una losa de piedra. El claxon volvió a sonar. Escuché dos portazos y luego voces. 8
—¡Chale, parece que nos tomaron el pelo! Esta casa está deshabitada. —La puerta está abierta. Dos muchachos entraron, uno de ellos vestía bufanda y una boina; el otro, chamarra de cuero y llevaba las llaves del carro en sus manos, las movía con aprehensión. Apenas dieron dos o tres pasos adentro de la casa. —¿Serías tan amable de decirles que no iré con ellos? —le dije a María. Ella no dijo algo. Los niños vieron a Salomón, pero éste tampoco hizo nada. Los hombres del taxi dieron dos pasos más adentro. Pensé que eran unos groseros porque no nos saludaron. —Mejor nos vamos —dijo el de boina. —Sí, mejor se van, porque yo viajaré hasta mañana —dije. Me paré y me coloqué al lado de María. Lo hice como un acto reflejo para sentirme protegido. —¡Vámonos! —apuró el mismo muchacho, pero el de las llaves lo detuvo: —Espérate, no seas collón. Veamos por ahí, ¿no ves que no hay nadie? —Sí, pero… —¡Órale! Busca en ese mueble, busca relojes, dinero, celulares, lo que sea… María y Salomón no tuvieron ninguna reacción ante el movimiento del muchacho que comenzó a abrir las gavetas del mueble empotrado en la pared. —Oigan, ¿qué intentan? —grité y me coloqué frente al de la boina. El muchacho se detuvo, vio a su compañero, quien, de igual manera, dejó de abrir las gavetas, y vio hacia todos lados. —¿Sentiste? —dijo el de boina. —¿Sentiste esa ráfaga de viento helado? —¡Largo de aquí! —grité y tomé del brazo al de la chamarra de cuero. —¡Ay, ojeras de ojete! Vámonos, acá espantan. 9
Y los dos muchachos salieron corriendo. Jalé a Salomón, pero él me rechazó. No me quedó más que ir solo hasta la puerta. Puse mis manos empuñadas sobre mi cintura. Si los muchachos intentaban regresar ahí me encontrarían. Pero ellos deseaban todo menos regresar a la casa, subieron al taxi, dieron portazos y, mientras el de la boina exigía a su compañero echara a andar el motor el otro no lograba meter la llave. Por fin lo logró y echó a andar el motor y aceleró. ¡En ese instante vi a los niños! Estaban sentados en el asiento posterior del taxi. An tenía la carita y sus manos repegados al cristal. Me veía con cara de reproche. Cuando el carro avanzó, ella se hincó en el asiento trasero, de tal suerte que cuando el carro se retiró yo la vi en el cristal trasero. Seguía viéndome con su cara de reclamo. Quise correr tras el auto, pero un brazo, con la fuerza de una pinza, me detuvo. ¡Era María! —Te lo advertimos. Tú debiste haberte ido —dijo. No pude hacer más, fue como si estuviese clavado al piso de madera. María me puso un chal sobre la espalda y me llevó al interior de la casa. Salomón cerró la puerta y echó seguro. Vi la libreta y la pluma sobre el sofá. Ya no tenía caso escribir el cuento. —¿Viajarás mañana? —me preguntó Salomón. No dije algo. Subimos y cada uno entró a su recámara.
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SEGUIR LA CORRIENTE Hubo una época en que el mundo no hallaba qué hacer. Aún no existía la rueda, y el bordado no se había descubierto. Las mujeres sacaban sus sillas a la calle y miraban pasar el tiempo. El paso del tiempo era como una nube pesada, o como el andar lento de una carreta sin ruedas, porque (ya se sabe) aún no existían éstas. Los sabios de Arana se reunieron. Tenemos que hacer algo, dijo el más viejo. Todos los demás aplaudieron, tomaron sus morrales, las jícaras con pozol blanco y fueron a la montaña. Ahí se sentaron e hicieron lo mismo que las mujeres: vieron pasar el tiempo. ―¿Ya miraste el río, vos?‖, dijo uno de los sabios. El río, como siempre, andaba apresurado por llegar al mar. Como desde el principio de los tiempos el río seguía una ley inmutable: corría de la parte más alta a la más baja; la cascada caía de arriba hacia abajo y los troncos flotaban en la misma dirección que el agua. Uno de los sabios metió la jícara al río y la llenó con agua, lo hizo con un movimiento contrario al cauce del río, mientras el agua fluía permanentemente hacia un lado, él movió su brazo en sentido contrario y llenó la jícara. ―Basta hacer lo contrario para que el vacío se llene‖, pensó un pez que vio el movimiento del sabio. El sabio no pensó en algo, metió la bola de pozol adentro de la jícara y preparó su alimento, con sus manos deshizo la bola hasta que ésta perdió su forma y se integró dándole otra consistencia al agua. El pez (que al parecer era más sabio que el sabio) siguió dándole vueltas al asunto del movimiento y, en una de esas vueltas, decidió nadar en sentido contrario al cauce del río. Se volvió loco, dijeron sus compañeros que
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nadaron ―siguiéndole la corriente al río‖, como siempre lo habían hecho. El pez nadó a contracorriente y descubrió que saltando lograba vencer la fuerza del caudal. ―¡Mirá, vos!‖, dijo uno de los sabios y todos vieron. El pez brincaba alegre sobre el agua y nadaba violentando la ley inmutable. ―¡Salta!‖, dijo el sabio que se encargaba de definir los movimientos del mundo. ―¡Hace la curva como de un monte!‖, dijo otro sabio, que era el encargado de comparar las trayectorias formadas. Los sabios quedaron viendo a quien inventaba las palabras, éste se rascó la cabeza, cerró los ojos y buscó la nueva palabra, una que sintetizara la acción de saltar y la forma del monte. ―Sal-món‖, dijo y sus compañeros estuvieron de acuerdo y bajaron hacia su pueblo y dieron la buena nueva: el mundo ya tenía en qué entretenerse. A partir de ese día, las mujeres sacarían sus sillas a la calle e ignorarían el paso del tiempo, dedicarían sus tardes a esperar el regreso de sus hombres, quienes irían a la montaña a buscar animales que alteraran las leyes inmutables. El sabio más viejo había dicho que el iniciado que hallara el animal más extraño sería nombrado Gran Maestre. A la mañana siguiente, todo el pueblo salió a despedir a cinco sabios que subieron a la montaña. Mientras los sabios aventureros caminaban por las calles las muchachas les aventaban pétalos de rosa y las mujeres mayores juntaban las palmas de sus manos y oraban. Como sucede siempre que se busca algo: ¡algo se encuentra! El primero de los sabios, el más joven, el de los ojos claros y mirada de tucán alebrestado, halló un prodigio: una mariposa encaramada sobre un caracol y no supo si llamarle ―Maricol‖ 12
o ―Caraposa‖; el segundo sabio, un hombre que vestía siempre con una túnica blanca y con huaraches tejidos con lazo, vio una garza en medio del lago; el tercer sabio, después de mucho caminar, se encontró en medio de un claro en la selva habitado por monos; el cuarto sabio halló, en un estanque, a un manatí; y el quinto sabio, al doblarse el pie y quedar tirado sobre el suelo, vio una araña descolgándose de una rama de pino. Los cuatro sabios ayudaron al que se había torcido el pie y llegaron al pueblo al atardecer. En la noche, los sabios prendieron teas y convocaron al pueblo. Los cinco sabios contaron el prodigio hallado. El primero dijo: ―Encontré un maricol, conocido también con el nombre de caraposa. Este animal dice que el mundo será mejor cuando se conjunten dos o más razas. ¿Imaginan lo que podremos hacer el día que tengamos un cerdo con alas de colibrí, o una rata con aguijón de alacrán o un pato con patas de avestruz? (Este animal ya no enterraría su cabeza nunca más, la escondería adentro del agua)‖. El silencio fue roto con una diana interpretada por los marimberos y con gritos de aprobación de las personas reunidas. Tocó el turno al segundo sabio. En medio del círculo hecho por los demás sabios que estaban sentados dijo: ―Yo encontré una garza blanca -y mostró su túnica-. Durante todo el tiempo permaneció estática, parada adentro del fango de la laguna, pero advertí que adopta la forma de un signo de interrogación. Comprendí que contraviene una ley inmutable, obedece su karma, pero no deja de protestar. ¿Imaginan lo que podremos hacer el día que tengamos armadillos que sean puntos
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suspensivos, jirafas como signos de admiración, colibríes como comillas, o elefantes como paréntesis?‖. Los aplausos fueron menores y la marimba no tocó. El tercer sabio dijo que al principio no entendió que estaba en una reserva de monos. Pensó que había entrado a una casa de espejos pues en todo lugar hallaba una imagen semejante a la suya. ―¿Imaginan –dijo- lo que podría ser el mundo el día que todos los animales sean a imagen y semejanza de los monos y de los hombres? Las víboras, toros, cerdos, búhos, cabras, pumas y zopilotes nos mostrarán nuestra verdadera esencia‖. Un silencio como losa pesada cayó sobre la multitud. El hombre salió del círculo y empujó al cuarto sabio. El cuarto sabio dijo que antes de hallar al manatí vio una manada de lobos, un enjambre de abejas y una parvada de loros. El manatí estaba solo y no hacía más que comer hierbas. ―¿Imaginan lo que sería el mundo si todos los animales supieran estar solos y fueran herbívoros? ¿Imaginan un mundo en donde el tigre no coma más a la gacela y en donde los ratones estén a salvo del ataque indiscriminado de los gatos?‖. Sólo un bolillazo le dio a la marimba uno de los ejecutantes. La multitud sufría un desencanto. La decisión parecía ya tomada. El primer sabio sería nombrado Gran Maestre. Pero faltaba el quinto sabio. Sus compañeros lo llevaron en camilla hasta el centro del círculo. El sabio dijo: ―No hallé nada más que una araña bajando por uno de los hilos de su telaraña. Cuando todo mundo quiere subir, este animal sólo piensa en bajar. ¿Imaginan lo que sería el mundo si todos los animales fueran como la araña? ¿Imaginan a elefantes haciendo su telaraña? (que en este caso se llamaría telafante)‖. Nadie dijo algo.
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El grupo de sabios entró a una cabaña para decidir. Iba a comenzar la votación cuando una mujer envuelta en un chal se acercó y pidió hablar con los sabios. La mujer entró, se quitó el chal y dejó al descubierto una pecera. Los sabios se acercaron y uno de ellos reconoció al pez: ―Sal-món‖, dijo. El pez había perdido su capacidad juguetona, estaba triste. Era como si hubiese perdido la brújula. Adentro de la pecera no había alguna corriente qué seguir, ninguna corriente qué contravenir. Los cinco sabios y la multitud esperaban el veredicto, pero los sabios más viejos callaron al salir. Tomaron las teas y caminaron hacia la montaña y al llegar al río dejaron en libertad al pez y éste volvió a juguetear en el agua y nadó a contracorriente. Todo mundo en Arana entendió el mensaje: ―Basta hacer lo contrario para que el vacío se llene‖.
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EL LADRIDO DE LA MADRUGADA Miles de hombres y mujeres desaparecen cada año. Un día apareció una nota en la prensa: ―Desaparece Hilario, famoso jazzista‖. El artista salió del hotel donde trabajaba y vivía. No regresó. Nadie sabe qué le sucedió. ¿Qué sucede con las personas desaparecidas? Los familiares y amigos los buscan por todos lados, pero nunca los hallan. Es como si se convirtieran en polvo y el viento los esparciera; es como si se evaporaran. Pero no sólo desaparecen, los hombres también olvidan. Un día el recuerdo se vuelve polvo y nadie vuelve a hablar de los desaparecidos. Por el mismo olvido es que las personas no aceptan la posibilidad de que la gente no desaparezca sino que cambie su condición humana el Día del Trueque. Por esto ahora cuento algo que los hombres olvidan año tras año y que, tal vez, explica el destino de los desaparecidos. Un día de cada año, sin aviso previo, ocurre que, en la madrugada, todo el pueblo escucha ladridos. Cualquiera pensaría que es normal que los perros ladren en la madrugada cuando advierten la presencia de un fantasma despistado. ¡Pero no es así! Estos ladridos son la señal del inicio del Día del Trueque (también llamado La Cambiadera), porque no son perros los que ladran sino los gallos del pueblo. Una vez que los pobladores se reponen del asombro inicial, abren puertas y ventanas y miran con simpatía cómo cientos de perros cantan trepados sobre los gallineros. Sólo por ese día las perritas ponen huevos y las gallinas son pisadas por jaurías. El trueque tarda veinticuatro horas. Luego todo, en apariencia, vuelve a la normalidad.
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El Consejo de Ancianos asegura que la tradición del Día del Trueque data de la época precortesiana y se efectuaba en el Mercado de Tlatelolco, en una fecha señalada. En ese tiempo no era raro ver a todos los xoloitzcuintles cacaraquear los huevos que ponían, mientras las gallinas andaban sin plumas y con la piel como de elefante recién planchado. El Día del Trueque se instituyó como un homenaje al Dios Azcaetitotl (Dios de las Mil y Una Caras). Es costumbre que, como ofrenda eterna al Dios, una de las razas abandone su condición natural y adopte para siempre el rasgo de la raza con la que realiza el trueque. Así, cuenta la tradición oral, hubo un tiempo en que los ahora temibles jaguares chiapanecos comían alpiste, cantaban y brincaban adentro de jaulas de carrizo. Hace cuatro días se dio el ritual de este año. Don Papalote de La Barreda despertó intranquilo. Él es el sacristán del templo de San Caralampio, en el barrio de La Pila, en Comitán. El viejo siempre viste de blanco y su cuerpo exuda olor de vino de consagrar. Don Papalote se incorporó sobre su cama y supo que algo extraño ocurriría, porque el silencio caía como una fina arena sobre los techos de las casas del pueblo. El sacristán se levantó (estaba lleno de sudor, a pesar de que la temperatura no rebasaba los veinte grados), se sirvió un vaso de agua en la cocina y abrió la ventana que da a la calle. Sacó la cabeza, un viento fresco revoloteó su escaso cabello. La calle empedrada estaba vacía, sólo unos papeles eran empujados por el viento. Vio la lámpara de la esquina llena de esas mariposas llamadas palomitas. Giraban alrededor del foco, como si estuviesen adentro de una licuadora. Don Papalote iba a cerrar el postigo cuando oyó un estruendo como si un río desmadrado inundara la calle. ¡Eran las palomitas que habían hecho trueque con una manada de búfalos! Don 17
Papalote volvió a hurgar por la ventana y vio cómo las luces de las casas vecinas se prendieron; la gente, en pijama, se asomó por las ventanas y se cubrió los oídos por el estruendo que hacían los búfalos alrededor de la lámpara. ―¡Es La Cambiadera!‖, gritó la gente, cerró puertas y ventanas y se enclaustró en sus casas. Permanecerían encerrados en sus casas durante todo el día, ya que la conseja popular recomienda a la gente no presenciar el proceso de trueque, porque existe el riesgo de contagio. Un hombre alucinado puede recordar su condición original y convertirse en animal de cuatro patas para siempre. Pero don Papalote olvidó la consigna y cuando oyó algo como una bandada de loros, buscó por encima del techo de las casas vecinas y vio a cientos de peces parlanchines que volaban. El viejo se maravilló con esa imagen de peces voladores llenos de aromas de selva. Intuyó que cuando los pescadores regresaran a la playa en la tarde depositarían cientos de loros pescados en las profundidades del mar. Al cumplirse las veinticuatro horas todo, en apariencia, regresó a la normalidad. Los perros volvieron a ser perros, las palomitas volvieron a ser las mariposillas encandiladas de siempre y la gente abrió las puertas y salió a comentar el suceso. Pero, dos días después de La Cambiadera los vecinos comenzaron a rumorar que don Papalote había desaparecido. Llegaron a su casa, tumbaron la puerta de madera y sólo hallaron una gallina sobre la cama, con la cresta un poco desmerecida y con un tufo irritable a vino de consagrar. ¿Qué será de Hilario, el jazzista? ¿A dónde van a dar los miles de hombres y mujeres que desaparecen cada año?
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EL BALCÓN DE MADERA AZUL Desde lejos, la casa parecía como cualquier otra de Chiapas. Su fachada tenía una puerta imponente; un techo que era como un copete de pájaro con teja de barro; y dos regios balcones de madera, finamente labrados. Pero era una casa excepcional porque sus balcones tenían nombres: el de la izquierda se llamaba Macbeth, y el otro balcón se llamaba Las Tres Brujas. Sus nombres eran esos porque don Ausencio Arcadia, dueño de la casa, quiso hacer un homenaje al escritor inglés William Shakespeare. —Velo, qué alzado este mudenco —dijo, don Anselmo, el dueño de la casa de junto-. Pucha, entonces yo bautizaré con los nombres de Adán y Eva a mis dos ventanas para homenajear a la Palabra de Dios. Pero don Anselmo no lo hizo porque le pareció un acto de soberbia; para celebrar a su Dios bautizó el jardín de su casa con el nombre de Abraham porque los árboles más prominentes eran unos ahuehuetes. Abraham, en primavera, era el jardín más bello del vecindario y los colibríes lo preferían porque estaba lleno de unas flores amarillas que producen un néctar único; pero en otoño e invierno se convertía en un bosque gris. La gente del pueblo denominaba a la casa como la ―Casa del Balcón de Las Tres Brujas‖. Pero a las brujas esto no las satisfacía (todas las brujas son gruñonas), porque la casa la tenían que compartir con Macbeth. Macbeth, siempre cándido, desde pequeño se imaginaba descendiente de bosques regios escoceses y veía a todos con desprecio desde ―su altura‖. Las Tres Brujas gozaban al imaginar el momento en, que por fin, eliminarían a Macbeth. ¡Ah, soñaban con que una mañana la fachada de la casa apareciera como rostro de pirata y ellas fueran El Ojo! Por esto, a diario insistían:
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—Buenos días, su alteza —decían Las Tres Brujas. —¿No tiene su Eminencia algún deseo para que le cumplamos esta hermosa mañana? Se sabe que los deseos son el viento de la esperanza. Cuando una bruja (o un hada) cumple el deseo de un hombre o de una mujer el deseo desaparece y con él desaparece la esperanza. Las Tres Brujas gozaban al imaginar el momento en que, por fin, fastidiarían a Macbeth. A Las Tres Brujas les llegó la oportunidad por azar. Una mañana, la piedra trescientos dos de la banqueta del frente platicó con la puerta de la casa. —¿En dónde naciste?, preguntó la piedra. —Soy del mismo lugar de Macbeth. —¿De Escocia? —abrió los ojos como búho. —¡No, no, qué Escocia ni qué nada! Nosotros estamos hechos de madera de pino de acá de por la zona de Los Lagos de Montebello. No sé de dónde a Macbeth le dio por creerse de madera azul. El balcón se hinchó, pero no de orgullo, sino de coraje. Su madera crujió, como si fuese un hueso de pavo en temporada invernal. Macbeth ya sabía que su madera era modesta, pero su nombre le imponía algo de gloria; por esto pensó que en algo debía diferenciarse de la puerta. ¿Podía creerse? ¡La puerta plebeya se le estaba sublevando! Así que escondió su orgullo, tantito, y decidió pedir a Las Tres Brujas le concedieran su deseo: ¡una corona para ceñir su capitel! —¡Hey, Brujas! ¡Concededme una gracia! Lo dijo como si en realidad fuese un Noble. Las Tres Brujas se rieron, pero una de ellas, la de los seis dedos, calló a sus hermanas con un gesto. Macbeth, por fin, estaba pidiendo un deseo. 20
—¿Qué se le antoja a su majestad? —dijo la bruja que tenía los ojos y el cabello de color piedra de desierto*, y asfixió la risa detrás de su mano. Macbeth dudó en responder. Sabía, por las historias y leyendas que contaban los dueños de la casa, que las brujas eran mujeres perversas (aunque no entendía a cabalidad el concepto de lo perverso, intuía que convertirse en sapo después de haber sido un príncipe bello era una maldad soberana). —¡Concededme una corona! —Sus deseos son órdenes —dijo, la bruja más narigona, mientras las tres se frotaban las manos. El deseo de Las Tres Brujas estaba por cumplirse. —¡No se preocupe, su Alteza, le haremos la corona más bella del mundo! Las Tres Brujas formaron un triángulo y le concedieron a Macbeth el deseo en un instante. —¡Moronga de mona / mona de tonga / tanga moronga / aparece la corona! — gritaron las malvadas al tiempo que señalaron a Macbeth, con sus dedos torcidos de rama vieja. El balcón sintió algo como una descarga eléctrica. Tuvo miedo, pero subió sus manos y palpó su cabeza con emoción. ¡Su deseo le había sido concedido! Pensó que así, sin duda, el Rey Macbeth lucía en su castillo. Por lo regular los Nobles no agradecen algo, así que Macbeth bajo sus brazos con la dignidad de quien repasa la seda de su vestimenta real y, sin ver a las brujas, dijo: —¡Os debo una! Las tres brujas sostenían sus panzas flácidas y gelatinosas por el ataque desmedido de risa. —¡No nos debes nada, nada, nada! —dijeron Las Tres Brujas a coro. 21
—Ahora su Majestad debe dar el paseo triunfal —dijo una bruja, mientras caminaba como si ella fuese una reina de trapo. —Todos sus súbditos claman por su presencia en el Jardín Real. —¡Sí, sí! —apoyaron las otras dos brujas. —Baje su Majestad y reciba el saludo de la plebe. Macbeth oyó las trompetas y los gritos de la multitud reclamándole (en realidad, qué pena, lo que Macbeth escuchaba como fanfarrias eran sonidos agudos que Las Tres Brujas producían con trompetillas y con pedos). Macbeth cerró los ojos e imaginó que sus súbditos regaban con pétalos de rosa su camino; imaginó que lo vitoreaban como el máximo Rey Escocés de Chiapas (claro, este término es inadecuado, pero Macbeth, en su delirio de grandeza, así lo imaginó). No dudó más. Con un ligero movimiento de hombros se desprendió de la pared que lo alojó durante tantos años. La tarde en que Macbeth bajó a recibir el saludo de su pueblo, no supo que se despedía para siempre de su condición de altura. Más tardó en poner los barrotes sobre el suelo, que Las Tres Brujas en hacer un pase mágico para cubrir el vano. ¡Por fin, las malvadas habían logrado su objetivo! Para celebrarlo se pedorrearon con más ganas. Y Macbeth, rumbo a Abraham, creyó que eran cohetes y fuegos artificiales en su honor. Pero apenas entró al jardín sólo halló una alfombra de hojas secas que crujió con dolor ante su paso. La tarde era fría. El jardín era como la colcha triste de un mendigo. Macbeth sintió una opresión en su pecho, como si su corazón fuera una esponja húmeda y alguien se la exprimiera.
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A pesar de que, como ya se dijo, Macbeth era cándido se dio cuenta de la trampa que le tendieron las brujas. A lo lejos vio la fachada de su casa y halló que su lugar ya no existía. La gente del pueblo no se percató de la ausencia. A la casa la siguieron llamando Casa del balcón de Las Tres Brujas, y cuando alguien decía: ―Oí, vos, ¿no había otro balcón en esa casa?‖; el otro decía: ―Pero, ¡qué mudo, sos! Si así hubiera sido la casa se hubiese llamado La Casa de Los Dos Balcones”. ―¡Tenés razón!‖, aceptaba el primero y con esto ponían punto final al comentario. El dueño de la casa nunca se enteró de la ausencia permanente de Macbeth, porque las brujas hicieron un hechizo, con el cual, desde el interior de la casa, todo parecía inalterado. La mañana en que don Ausencio salió a la calle y creyó que algo le faltaba a la fachada de su casa, su amigo oftalmólogo le confirmó que su ojo izquierdo había perdido la visión. Después de la operación, don Ausencio continuó con su rutina. Todas las mañanas abría los postigos de ambos balcones, luego, colocaba sus manos sobre el barandal del balcón izquierdo y veía la calle; en seguida, hacía lo mismo en el balcón derecho. Los niños que pasaban por la calle lo veían en el balcón de Las Tres Bujas y decían, en voz baja: ―Mirá, mirá, ahí está el pirata Arcadia‖, y se alejaban corriendo porque sus mamás les habían dicho que don Ausencio se quedó tuerto por el embrujo que unas malvadas brujas le hicieron. ¿Qué pasó con Macbeth? Cuando don Ausencio lo bautizó con ese nombre le marcó su trágico destino. No hay peor cosa para un Noble que convertirse en lo que Macbeth se convirtió: un balcón de piso. ¿Qué sentido tiene ser un balcón si no está en
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lo alto? Con resignación se acercó a un ahuehuete, el más viejo y le pidió permiso para descansar en él. —¡Qué bonita corona! ¿Es usted un Rey, acaso? —preguntó el ahuehuete, mientras, con sus ramas llenas de arrugas, ayudaba a Macbeth a recargarse sobre él. —No —contestó Macbeth— soy un simple balcón. —¿Simple? ¡No, qué va! Usted es uno de los balcones más bellos que he visto y vaya que conozco muchos (el ahuehuete, en su juventud, había sido un árbol hippie). —¿Usted cree? —preguntó Macbeth. Sin saber por qué comenzaba a sentirse bien. —Sí, usted es un balcón bello. —Soy bello —dijo en voz baja—, un ―ple-bello‖. Macbeth se encogió tantito y buscó acomodo en un hueco del tronco y ahí se quedó para siempre. A veces, cuando los nietos de don Anselmo llegan a casa, juegan en el jardín. Arturito, que es el nieto más pequeño siempre se acerca a ver el balcón (que ya está integrado perfectamente al tronco, tanto que parece que su lugar hubiera sido ese desde el principio). Arturito repasa sus manos sobre los barrotes e imagina que es un Rey, sube al balcón y desde ahí presencia el desfile de los ejércitos de su reino.
*Si el lector piensa que en el desierto no hay piedras, ya puede imaginar perfectamente de qué color tenía los ojos y el cabello.
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LA HIJA DE LA MUJER COCODRILO Mentira que todas las niñas sonríen. Eliane nunca había sonreído. Su rostro parecía uno de esos marcos de madera apolillada con los vidrios rotos. La mamá de Eliane era la mujer cocodrilo de la feria, esto a la niña de ocho años le provocaba una niebla de tristeza. Cuando la gente acudía a la feria a subirse a los caballitos, a la rueda de la fortuna o a ver el acto de su mamá, ella salía de su carpa, se sentaba a mirar el horizonte y a pedirle a Dios que le limpiara el cuerpo, que no permitiera que se llenara de escamas; le pedía que la liberara de esa herencia maligna. La mujer barbuda la enseñó a rezar, así pues, cada mañana al despertar, le pedía a Dios: ―Que yo no sea como mi mamá, te lo pido, te lo pido‖, y abría los ojos y tiraba las colchas y prendía la luz del buró y revisaba su cuerpo. La tarde que ―La feria de los Hermanos Mendizábal‖ llegó a Comitán, todos los niños de la primaria ―Adolfo López Mateos‖ vieron cómo los camiones se estacionaron en los terrenos baldíos de enfrente y, en medio de una nube de polvo y carreras de ratas, decenas de hombres con el torso desnudo armaron la rueda de la fortuna y demás juegos. Mientras el maestro escribía sumas y restas sobre el pizarrón, los alumnos, desde la ventana, vieron a los hombres colocar los caballos de hierro forjado sobre una tarima circular de madera para armar la rueda de los caballitos. Los alumnos vieron, desde lejos, a los trabajadores limpiarse el sudor con franelas rojas, escupir, tomar cerveza, empujarse en medio de grandes carcajadas y practicar el tiro al blanco con las ratas que buscaban un escondite, y vieron, también, a Eliane levantar las ratas recién muertas para llevárselas a su mamá. A la hora de salida de clases, los niños regresaron a sus casas a romper las alcancías para ir en la tarde a la feria y subir a los juegos y comprar muñecos de plástico que imitaban a los 25
luchadores, y comprar algodones de azúcar y entrar al cuarto húmedo donde, en medio de una pecera con agua apestosa, permanecía recostada la mujer cocodrilo que se convirtió en tal por desobedecer a sus padres. Esa tarde Eliane le pidió a su mamá que le peinara el cabello, le pasó el cepillo de carey, se sentó frente al espejo y, como todos los días, le preguntó: —¿Es cierto que te volviste mujer cocodrilo por portarte mal? La mujer cocodrilo emitó un gruñido y siguió peinando los cabellos de su hija. A pesar de que la niña siempre escuchaba los gruñidos de su madre, jamás terminó de acostumbrarse. Esos gruñidos le parecían como silbidos de un tren desvencijado subiendo por una ladera. —¿Por qué no me contestas, mami? —La niña se bajó del taburete y atrapó la mano con que su mamá cogía el cepillo, y la zarandeó— ¿Por qué nunca me hablas? Yo no quiero ser una niña mala, mami, no quiero. No quiero ser como tú. La mujer cocodrilo terminó de peinar a su hija, dejó el cepillo sobre un taburete, se desplazó sobre el suelo arenoso y subió a una especie de vitrina a fin de prepararse para el espectáculo. La niña se pasó el suéter sobre su cara, se limpió las lágrimas y tomó la foto en color sepia que miraba siempre. —¿Quién es el que está contigo en esta foto? —Eliane preguntaba esto a su madre todos los días a todas horas. Ella apenas emitía un gruñido y continuaba con lo que estaba haciendo. En la foto aparecía la mujer cocodrilo, de niña, tenía tres a lo máximo cuatro años, estaba parada, desnuda, junto a un estanque de aguas ligosas. Al lado de la niña aparecía un cocodrilo, fuera del estanque, y era como un tronco expuesto al sol. 26
Eliane siempre pensó que ese cocodrilo era su abuelo. Por esto le pedía a Dios que, si debía heredar algún gen que fuera el de su padre. ―Que yo herede la piel del papá de mi papito‖, rezaba, casi gritaba. A todo mundo sorprendía el cabello rizado de la niña, que brillaba con la intensidad de un campo sembrado de trigo. La mujer barbuda le había contado que su papá era de un país llamado Francia. Lo que nunca le contó fue que a Francoise lo hallaron muerto en su tienda, completamente descuartizado. El médico forense no logró determinar la causa de ese desmembramiento. Doña Eulogia, mujer encargada de vender los boletos en la taquilla, siempre deslizó la posibilidad de que los miembros parecían rasgados por la mandíbula de un animal muy poderoso. Esa tarde, mientras los niños de la ―López Mateos‖ hacían cola ante la mujer de la taquilla y el viejo Mendizábal ponía diesel a la planta de luz de la feria, Eliane colocó un balde con agua sobre la estufa. Luego se quitó el pantalón, la blusa y la pantaleta y se paró frente al espejo y comenzó a revisar su cuerpo. Revisarse el frente no le costaba trabajo, lo difícil era la espalda y las nalgas. La niña se volteó y revisó sus nalgas, repasó sus dedos sobre cada uno de los pliegues. Al llegar a la espalda notó algo como un endurecimiento, se alarmó. Su mamá ya no estaba, desde hacía más de diez minutos había cruzado por debajo de la lona a la tienda contigua, lugar en penumbra donde estaba la pecera que recorría el público. La niña se acercó más al espejo y con la ayuda de la lámpara de mano trató de descubrir qué era aquello. Justo en el área del omóplato, vio una protuberancia de color café verduzco, que parecía abrir su piel como si fuera un pequeño volcán. Eliane aplastó el montículo, pero éste no cedió, era duro, muy rugoso, parecía una de esas breves lancetas que cubren el cuerpo ¡de los cocodrilos! 27
—¡Tía, tía, tía! —salió gritando la niña y sin importarle que estuviera desnuda entró a la carpa donde la mujer barbuda se peinaba la barba que le llegaba hasta el nacimiento de los pechos. —¡Pero por el amor de Dios, qué te pasa, hija, qué te pasa! Cuatro o cinco meses antes, en una mañana lluviosa, Eliane se recostó sobre la pierna derecha de la mujer barbuda, y mientras ésta metía y sacaba la aguja con un hilo color azul sobre una manta, la niña le preguntó: ¿Tú también te quedaste barbuda por portarte mal con tus padres? ―No, cómo crees, hija.‖ ¿Entonces, por qué a mi mamá le cayó esa maldición? ―No, niña, tu mamá no tiene ninguna maldición. Lo que hace es un trabajo más, como el de la mujer que hace las palomitas o como el de la Eulogia.‖ ¿Si no me porto bien seré como mi mamá? ―No, mi niña, no, pero, claro, es bueno que tú seas una niña buena para que Dios esté contento siempre contigo.‖ ¿Si Dios se enoja conmigo me mandará una barba como la tuya? ―Ay, niña, qué preguntas haces.‖ Esa mañana lluviosa, Eliane subió a la rueda de los caballitos y encima de uno de estos, como si fuera una amazona guerrera en son de paz, le prometió a Dios que ella se portaría bien siempre, siempre y cuando Él no le mandara algún castigo. Y a pesar de que ella había cumplido su trato, parecía que Dios lo había olvidado porque ahora tenía esa protuberancia que la mujer barbuda repasaba una y otra vez sin alcanzar las palabras para tranquilizar a la niña que insistía, en medio de un llanto que parecía eterno, en que se estaba convirtiendo en un cocodrilo. —Yo no quería, tía, no quería. Y la niña hundía más su cara en el regazo de la mujer, mientras ésta seguía pidiendo a Dios la iluminara con su luz para que lograra calmar a la niña. 28
—No, hija, no. Ninguna niña en el mundo se ha convertido en cocodrilo. La niña, limpiándose los mocos con el suéter levantó su cara y dijo: —Entonces ¿por qué mi espalda ya se parece a la de mi abuelo? ¿Por qué Dios es tan malo? —Lo decía como si tuviera frente a ella la foto color sepia. —No, hijita, Dios no es malo, al contrario, Dios es bueno —y en este instante pensó que Dios la iluminaba —Y como tú has sido una niña buena te está mandando un premio. —¿Esto es un premio, tía? —dijo, toda enojada, mientras se señalaba la protuberancia. —¡Sí, mi niña bonita, sí! ¿Sabes qué es esto? ¿Lo sabes? —dijo la mujer, mientras repasaba con alegría ese pequeño volcán terco. La niña, por primera vez desde que entró a la carpa de la mujer barbuda, pareció calmarse, por primera vez puso una cara de duda y abandonó la certeza de que se estaba convirtiendo en mujer cocodrilo. Pareció dejar el destino en manos de ―su tía‖. —¿Sabes qué es? ¡Es el nacimiento de tus alas! —¿Unas alas? —Sí, mi niña. Son tus alitas. Dios ha visto que eres una niña muy buena y por eso te manda esto como premio. —¿Voy a ser un pájaro? ¿Podré volar como el pájaro carpintero? —¡Más que eso, mi niña! Así como las niñas no se convierten en cocodrilos o en arañas, ¡tampoco se convierten en pájaros! ¿Sabes en qué se convierten las niñas bonitas?
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Y, por primera vez en su vida, la niña esbozó una sonrisa, mientras preguntaba: —¿En qué, tía, en qué? —Dios las convierte en angelitos para que llenen de luz a la vida. —¿Para que llenen de luz a las ferias? —Sí, también para que llenen de luz a las ferias. Y cuentan que muchos años después, cuando ―La Feria de los Hermanos Mendizábal‖ volvió a llegar a Comitán, la atracción para los niños estudiantes de la ―López Mateos‖ fue visitar la carpa de la mujer cocodrilo, pues al final del espectáculo una muchacha llena de luz asomaba su carita, sonreía y el maestro de ceremonias la presentaba como la ―Mujer murciélago‖ que se convirtió en tal por desobedecer a su madre.
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UN ÁNGEL LLAMADO PAVITTO —¡Vieja el último! —gritó Pavitto y se echó a volar por los corredores del monasterio. Pavitto era el más travieso. A diferencia de los demás ángeles, que tenían la cabellera color trigo, él tenía el cabello corto y de color negro. En compensación era el ángel ¡más luminoso! En las noches se sentaba en una banca de la biblioteca y el ángel Rector leía como si estuviera haciéndolo en el patio a pleno mediodía. —¡Lero, lero, no me alcanzan! —dijo cuando estuvo por encima de las nubes, y vio que sus compañeros apenas volaban alrededor de los arcos de piedra. Como si estuviera en su cama colocó sus manos debajo de la cabeza, estiró el cuerpo (bueno, el espíritu) y cerró los ojos. Quedó suspendido en el aire, como un papalote sin prisa. ―Les daré chance‖, pensó. Pero le sucedió lo mismo que al conejo de la fábula con la tortuga; sus compañeros alcanzaron las nubes, lo rebasaron a él y fueron los primeros en atravesar la ventana del Norte. Todo mundo sabe, es conocimiento elemental, que un ángel se convierte en agua cuando cruza la ventana. Así, el grupo de ángeles se convirtió en lluvia y jugó a brincar sobre los charcos que formó. Pavitto oyó el griterío pero creyó que era una parvada de loros y siguió descansando. Cuando abrió los ojos y miró hacia abajo y no halló ningún rastro, voló y voló sin descanso, en intento de alcanzar a los otros, pero lo hizo de manera atolondrada y cometió un grave error: ¡voló en sentido contrario! Todo mundo sabe que el Sur es territorio prohibido porque ahí vive el laberinto de la oscuridad, que es un ser que engulle la luz y la convierte en sombra. Pavitto no supo en qué momento entró, pero sintió que volar le costaba más y más trabajo cada vez, sus alas se hicieron pesadas, se llenaron de un polvo negro como
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hollín; su luz comenzó a extinguirse y llegó el momento en que fue tan pálida como la flama de un cerillo, y la lengua rasposa y helada del laberinto la apagó por completo. * —¿En dónde estoy? —preguntó Pavitto cuando abrió los ojos. Le dolía todo el cuerpo, sus alas parecían trapos húmedos deshilados. El lugar donde cayó era muy caluroso, miró que un sarpullido había brotado en su cuerpo (bueno, ya se sabe, espíritu). —Estás en Chiapas, compa —le dijo Anselmo, que era uno de los murciélagos extraviados que vivía en el interior de la cúpula de una fuente construida con ladrillos, en un pueblo llamado Chiapa de Corzo. —¿Quién eres? —¡Hmmm, sos un preguntón! —dijo el murciélago, mientras le colocaba su brazo debajo de la cabeza e incorporaba a Pavitto para darle de beber agua. —Yo soy un ángel —dijo Pavitto, y trató de alisar las alas con sus manos temblorosas. Notó que sus alas eran negras. —¿Qué? ¿Ángel? Pucha, más bien parecés una tórtola en tiempo de hambre — dijo el murciélago y rió tanto, y de manera tan sabrosa, que contagió a los demás murciélagos, quienes, como racimo de uvas negras, colgaban del techo, y rieron tanto que cayeron de cabeza. Ya en el suelo se incorporaron sobándose las orejas, dieron brincos y rodearon a Pavitto y a Anselmo. —¡Qué animal más raro! —dijo el murciélago Rodrigo, mientras trataba de tocarle la nariz. —¡No soy animal, soy un ángel! —reclamó Pavitto, incorporándose por completo y mostrando un puño en lo alto. 32
—¡Ya, ya, no te enojés! —dijo Anselmo—. Está bueno, está bueno, sos un ángel. ¿Sos acaso un enviado del cielo? Pavitto vio que los murciélagos esperaban su respuesta con inusual curiosidad. ―No puedo dejar pasar esta oportunidad‖, pensó y mintió: —Sí, soy un enviado especial. —¿Nos traés alguna buena nueva? —preguntó Lorena, quien era la murciélago más joven. Pavitto infló el pecho y dijo: —Les traigo la buena nueva de que… —pero al mirar sus plumas negras, sin el brillo de antaño, perdió su aplomo y se echó a llorar—. Estoy perdido —dijo y se cobijó debajo de una de las alas de Anselmo. Entre hipo e hipo explicó: Creo que volé en dirección al Sur. —¿Al Sur? —gritaron todos a un mismo tiempo y se hicieron para atrás buscando un apoyo para no caer. —¡Qué tragedia! —dijo Eusebio, que parecía ser el murciélago más viejo porque ya tenía callos en las garras. Todos los murciélagos adquirieron una mirada triste y temerosa. La simple mención de la palabra Sur les recordó su propia pesadilla. Tiempo atrás, ellos también habían salido de su casa para jugar por los campos cercanos, pero una tormenta los desorientó y confundieron la ruta. Ellos, en realidad, eran guacamayos, pero al cruzar por el laberinto, éste les robó su brillo y los convirtió en ratones negros con alas. Pavitto no se había dado cuenta pero estaba convertido en simple zanate. *
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Las gotas, exhaustas de tanto jugar, vieron que era momento de regresar a casa, se evaporaron, se hicieron nubes y cruzaron la ventana, de inmediato recuperaron su condición de ángeles. * —¿Y Pavitto? —preguntó el ángel Rector cuando llegó el grupo y entró al salón de los vitrales. El ángel Rector dejo el peine con el que arreglaba su barba y oyó lo que Gabriel dijo: la última vez que vio a Pavitto lo vio durmiendo sobre una nube. El ángel Rector voló al comedor, a la cocina, a las celdas, a los lavaderos y a la capilla de oración. ¡No halló a su ángel amado! Dejó la biblioteca para el final, tenía la esperanza de hallarlo ahí. ¡Nada! Cuando estuvo seguro que Pavitto no estaba en el monasterio voló al salón y dijo al grupo de ángeles: —Hijos míos, nuestro árbol está incompleto. Mucho temo que ese gajo voló en sentido contrario —notó cierto temblor en los rostros de sus pupilos—. Búsquenlo y no regresen sin Pavitto. ¡Háganlo en nombre de Dios y en su compañía! Todos sabían qué hacer, abandonaron el salón y fueron al centro del patio en donde formaron un círculo compacto. El ángel Rector voló sobre ellos y les vació una olla con chapopote. Los ángeles perdieron su resplandor y a la voz de: ¡uno, dos, tres!, volaron, como si fueran la sombra de una mantarraya celestial. Se dirigieron con rumbo al Sur. * —¿Y por qué no regresan a su casa? —preguntó Pavitto cuando se enteró de la tragedia de los ratones-guacamayos, pero Lorena explicó que en la tierra ningún mortal sabe cómo encontrar la ruta para entrar al laberinto.
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La tarde cubrió la plaza. Los murciélagos comenzaron a prepararse para salir a buscar comida. —¿Vas a volar con nosotros? —le preguntó Lorena a Pavitto. Las mujeres del pueblo, que durante el día habían ofrecido sus dulces y artesanías a los turistas en los portales, levantaron las mesas y se recostaron sobre las hamacas, dispuestas a mirar cómo llegaba la noche. Los murciélagos activaron su sistema de ultrasonido y desaparecieron en lo alto del cielo. La plaza quedó vacía y Pavitto buscó cobijo en una de las gruesas pilastras de la fuente. * —¡Silencio todo mundo! —ordenó Gabriel. Los ángeles vieron en la entrada del laberinto la lengua enorme que se retorcía de un lado a otro. La lengua tenía unas ventosas, como las que tienen los pulpos, y con ellas succionaba la luz para alimentarse. El grupo entró al laberinto, las alas de cada uno de los ángeles se llenó de una escarcha oscura y con olor a drenaje. Como el grupo se deslizaba únicamente con el impulso de la inercia y, además, no tenía ningún fulgor, el laberinto no detectó su presencia. Sólo sintió una ligera corriente de aire y estirándose como gato dijo: ―Ah, qué viento más sabrosón‖ y siguió durmiendo. El mínimo error significaría el fin del grupo de ángeles. Gabriel estaba satisfecho del desempeño de sus compañeros, todos estaban pendientes para eludir las paredes ligosas del laberinto, pero una de las alas del ángel Pablo rozó la nariz del ángel Arturo y le hizo cosquillas. Pablo lo vio, hizo a un lado su ala y con la otra trató de tapar la nariz de Arturo, pero ya era tarde: —Ah…ah…ah… ¡achú! 35
Por fortuna, el estornudo apareció cuando el grupo estaba justo en la salida del laberinto. ¡Uf! Todos soltaron la respiración y rieron, más de nervios que de gusto. Cuando alguien entraba al laberinto no sabía en qué territorio sería expulsado. Se dice que el laberinto tiene cien mil posibles salidas. Por fortuna, el ángel Gabriel era experto en rastrear las huellas de los ángeles, así logró determinar la ruta exacta por donde había pasado Pavitto. El grupo apareció arriba de la fuente de Chiapa de Corzo. No sólo Arturo estornudó, todos lo hicieron. El calor intenso les hizo cosquillas en su nariz. Los ángeles están acostumbrados al clima frío. Pavitto oyó el murmullo y creyó que era el grupo de murciélagos que regresaba. Estiró el cuello por encima de la pilastra y tuvo una de las emociones más grandes de su vida. ¡Su carita se iluminó al reconocer a sus compañeros detrás de esas caras enchapopotadas! —¡Que Dios bendiga a Dios! —gritó, citando al poeta Sabines, y que era uno de los poetas que leía el ángel Rector todas las noches en voz alta. Intentó volar hacia donde estaba el grupo, pero no pudo hacerlo, el calor había convertido sus alas en un amasijo pegajoso. Al oír su voz, los ángeles reconocieron a su compañero y bajaron. —¿Qué te pasó, Pavitto? —le preguntó Gabriel, y lo tomó entre sus manos. Era tan pequeño y tan frágil que el ángel debió sostenerlo como a un pájaro recién nacido. Pavitto no dijo algo, encogió sus patas y dejó que sus compañeros lo acariciaran, uno a uno. Pero no había tiempo qué perder. Debían regresar antes que el laberinto se desplazara en busca de rayos de sol o de reflejos de luna. Si el laberinto cambiaba de posición, a los ángeles les llevaría siglos encontrar una de las cien mil entradas. 36
Pavitto lamentó no poder despedirse de los murciélagos, se metió en el hueco que el ángel Santiago formó con sus manos y cerró los ojos. Algunos ángeles tomaron un poco de agua de la fuente, fueron cuidadosos en no borrar el chapopote de sus labios y volvieron a colocarse en posición de vuelo. La sombra se levantó y se desplazó con velocidad de crucero. Por suerte, dos o tres metros antes de entrar al laberinto, el grupo de ángeles se topó con el de murciélagos que regresaba a la fuente. Pavitto los vio a través de las rendijas de los dedos de Santiago y les gritó: —¡Adiós amigos guacamayos, adiós! Los murciélagos oyeron la voz de Pavitto, dieron media vuelta y se acercaron a la sombra. Gabriel alzó una de sus alas y el grupo hizo una pausa en su vuelo. En poco tiempo se enteraron de todo y Gabriel sugirió al grupo de murciélagos se uniera a ellos. ¡Era su única oportunidad para regresar a su casa! Los murciélagos gritaron de emoción y cada uno de ellos se metió en el hueco que formó cada ángel con sus manos. Los ángeles llevaron sus manos al pecho, mientras los murciélagos apagaban su sistema de transmisión de ultrasonidos. De nuevo se hizo el silencio. Gabriel contó: uno, dos y tres, y el grupo se deslizó adentro del laberinto. Los murciélagos y Pavitto aguantaron la respiración, cerraron los ojos y oraron mentalmente. Una corriente de aire helado cubrió sus cuerpos. Sólo se oía la respiración del laberinto, que era como un ronroneo de gato con pulmonía. El grupo volaba a mitad del laberinto cuando sintió un temblor. El laberinto estiró sus brazos para desperezarse, pues ya era hora de ir a buscar comida. Por fortuna, los ángeles y murciélagos (y Pavitto, el zanate) habían alcanzado la puerta de salida. A una señal de Gabriel movieron sus alas de manera frenética y lograron salir a la inmensidad del cielo azul. El laberinto miró frente a sus ojos una enorme mancha negra y pensó que era la sombra de una lagaña. 37
—¡Ah! —alzó sus brazos—. Todavía estoy dormido —dijo y escupió sus garras y refregó su cara con saliva. Nunca imaginó que esa mancha que tenía enfrente era un grupo de los seres más luminosos del universo. Ah, ¡qué atracón se hubiera dado! —¡Que Dios bendiga a Dios! —volvió a gritar Pavitto cuando respiró el aire limpio y bebió el azul tranquilo de esa tarde. Los ángeles continuaron el vuelo hacia el Norte. En menos tiempo que aparece un lucero llegaron a la ventana y la cruzaron. De inmediato, todos se convirtieron en agua. Formaron un charco de agua negra y pestilente, se acercaron a un lago de agua limpia y se confundieron en esas aguas. Un rato después todas las gotas estaban claras y transparentes. Se unieron, se evaporaron, se hicieron nube y, una vez más, atravesaron la ventana. Se vieron: habían recuperado su forma. Los ángeles cantaron y rieron y su risa rebotó en la alharaca de los guacamayos. De pronto hicieron silencio. ¿En dónde estaba Pavitto? Buscaron por todos lados, hasta que uno de los guacamayos señaló con una de sus alas: Pavitto estaba encima de una nube pequeña. —No nos engañó, la mera verdad es que es un ángel —dijo Lorena. En realidad, Pavitto no había recuperado su forma de ángel, pero tampoco era ya un zanate. Al contrario, Pavitto se había convertido en un cenzontle. * —¿Un cenzontle? ¿Dicen que Pavitto ahora es un cenzontle? —preguntó el ángel Rector. Dejó el cepillo con que se peinaba la barba y salió al patio. En medio de los guacamayos estaba Pavitto, con su plumaje color cielo a punto de atardecer. El ángel Rector dio dos pasos y Pavitto voló hasta su hombro izquierdo, dio dos brinquitos y con voz baja le dijo: —Lo siento, padre mío, ¿me perdonas? 38
El ángel Rector lo tomó entre sus manos y lo besó. Cuando Pavitto le habló al Rector en realidad no le habló, le cantó. Los guacamayos abrieron sus picos y se les cayó la baba de la emoción. —¡Canta hermoso! —dijo Lorena. —Sí —dijo Anselmo—. Es un pájaro encantador. Y ángeles y guacamayos volaron alrededor de Pavitto y del ángel Rector. * Pavitto es muy feliz, porque ha sido declarado como el ángel de la voz más hermosa. Los guacamayos se quedaron a vivir en el monasterio. Nunca han olvidado que fueron murciélagos, por eso cuando hay una celebración especial se cuelgan de cabeza en los arcos y forman festones de gran colorido. Pavitto sigue siendo el más travieso. Descubrió un hueco en la biblioteca que le permite ir del cielo a la tierra en un batir de alas. Le encanta bajar a la tierra y jugar en las plazas o en los teatros o adentro de jaulas. Pero lo que más le divierte es esconderse adentro de las gargantas de los cantantes de ópera y cantar a dúo. Por eso, cuando un tenor canta e ilumina el corazón de los espectadores ¡seguro que Pavitto está jugando en esos escenarios!
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SUPERMAN Superman vivía enfrente de mi casa. Mi mamá y yo habíamos hecho un trato: ella me dejaba mirar la calle, siempre y cuando la acompañara en sus rezos. En cuanto decíamos ―amén‖ yo iba al balcón a mirar a Superman, éste salía cuatro veces al día, lo hacía cogido de la mano de su mamá. Doña Luchita entregaba pan para torta en la fonda de la esquina. Él caminaba sacando el pecho, para que la ―S‖ se viera más, mientras la capa se movía al ritmo del viento. Doña Luchita tenía la costumbre de poner una cadena con dos candados en la puerta. * —Si te sigues portando bien, vendrá El Viejito de la Nochebuena —con esto me chantajeaba mi mamá cada vez que le preguntaba si Santa Claus me traería la máscara y capa del luchador Santo, El Enmascarado de Plata, que había pedido. En la madrugada del veinticinco oí ruidos en la sala. Me levanté y abrí la puerta. Por una rendija miré que mi papá envolvía los regalos. Vi la capa y la máscara sobre el sillón. ¡El viejito había cumplido mi deseo! * Me vi al espejo. ¡Nadie podría adivinar que yo estaba debajo de esa máscara plateada! ¡Ah, qué envidia sentiría Superman cuando me viera! Él no tenía máscara. Ese día mi mamá salió varias veces a la calle. La acompañé en todas sus salidas. Don Eutiquio me saludó desde su sillón de peluquero: ―Adiós, campeón‖. Pero no me vio quien más me interesaba. En la última salida regresé pateando un bote, ¡qué descrédito para todo un campeón de la lucha libre! * 40
—Se accidentó Jaimito —dijo mi papá, a la hora del desayuno. Jaimito era ¡Superman! Llenamos una canasta de mimbre con dulces, mi mamá tomó su bolsa negra y yo me puse la máscara y la capa y fuimos a casa de Jaimito. —Ay, Merceditas, una tragedia —dijo doña Luchita mientras se limpiaba las lágrimas con una punta del rebozo—. Yo le dije a Gonzalo que no lo dejara salir, pero este muchachito estaba como loco con la bicicleta que le dejó el viejito. No acababa de salir cuando vino doña Lupe a decirme que mi niño estaba tirado a media calle. Ay, Merceditas, salí como loca, la capa de ese traje estúpido se le atoró en una llanta, y luego pasó el camión, y bendito Dios que no lo apachurró, pero mire usted cómo quedó. Llegamos al final del corredor y doña Luchita abrió la puerta del cuarto y entramos. El cuarto olía a medicina y a ruda con alcohol. Jaimito tenía los brazos enyesados, y una venda de color blanco en la cabeza. Mi mamá dejó la canasta sobre el buró, a Jaimito le acarició la cabeza. Yo me senté en una silla que estaba junto a la cama. Las ventanas de madera del cuarto estaban cerradas y la única luz era la de la lámpara del buró. —¿Qué te pasó? —le pregunté a Jaimito. Movió su cabeza con dificultad, llevó las manos a la garganta y dijo: —Lex Luthor me agarró a traición, Santo, me atacó un comando de cobardes. Acerqué mi silla, me había dicho ¡Santo! Lo único que se me ocurrió fue tomar un dulce de la canasta y ofrecérselo. Movió la cabeza apenas, y yo hice lo que me demandaba: acercarme más. Habló casi en secreto:
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—No, Santo, esos dulces tienen kriptonita. ¡Ah, me siento débil! Debes tirarlos en la taza del baño. ¡Pronto! Cogí la canasta, la oculté debajo de mi capa, y pedí permiso para ir al baño. Dos veces le jalé a la taza. Me hinqué y metí la cabeza para comprobar que no quedaba ningún vestigio de kriptonita. —¡Misión cumplida, Superman! —le dije al oído cuando regresé al cuarto. Mi mamá se levantó y se despidió. —Ay, qué bueno —dijo mi mamá—, mire Luchita, Jaimito ya se acabó todos los dulces. Superman cerró un ojo y yo levanté mi pulgar derecho. A partir de ese día llevé un registro en mi cuaderno. Anoté las misiones que juntos emprenderíamos. Las momias, zombis y marcianos acechaban al mundo, pero Superman y yo los acabaríamos. * Un día lo vi salir con su mamá. ¡Por fin! Ambos cargaban canastas para la entrega. ¡Estaba recuperado! Abrí la puerta del balcón y le grité: —¡Superman! —y levanté el pulgar derecho. Él se volvió para ver quién le gritaba, cuando me vio me ignoró y siguió caminando. Yo apreté los barrotes con coraje. —¡Pero qué tonto! —me dije. Había saludado a Superman sin mi traje de Santo. Por eso no me había saludado. Fui al ropero y saqué la capa y la máscara y me las puse. —¡Superman! —grité a su regreso. Saqué mi brazo por en medio de los barrotes, levanté el pulgar derecho y sonreí. El muy mula volvió a ignorarme. Sentí 42
como retortijones en mi panza y mis mejillas parecieron arder. ¡Eso no se quedaría así! Pensé vengarme. Sí, le aventaría kriptonita. Al otro día, muy temprano, me aposté en el balcón y esperé. La puerta se abrió y salió en compañía de su mamá, mientras ella echaba candado, Jaime sostuvo la canasta llena de panes. Me repegué a los barrotes y a ambos los vi doblar la esquina. En un paliacate metí varios dulces, le hice dos nudos al pañuelo y corrí hacia la calle. Desde mi banqueta medí el balcón y lancé el pañuelo, con tan buen tino que pasó por en medio de los barrotes. Seguro que había caído sobre el piso de madera, a mitad de la sala de su casa. No supe a qué hora regresaron porque mi mamá me llamó a rezar y luego sirvió la cena. * Mi papá trabajaba en la Cruz Roja, en el turno de la noche, por eso aprovechaba el desayuno para ponernos al tanto de los sucesos. —Jaimito volvió a accidentarse. El piso pareció hundirse. Apoyé mis manos sobre la mesa y dejé que algo como una culebra fría se paseara por mi cuerpo. —¿Y ahora qué le pasó a ese chico? —preguntó mi mamá, desde la cocina. —Se volvió a caer de la bicicleta, menos mal que fue en el patio de su casa. Anoche le pusimos varios puntos en la cabeza. —Ay, debieran quitarle la bicicleta a ese niño —dijo mi mamá apareciendo con la jarra de la leche—. ¡Uno de estos días se va a matar! —Ni te preocupes, don Gonzalo la vendió anoche mismo. —¡Fue la kriptonita! —grité. —¿Qué dices? —preguntó mi mamá. 43
* Al otro día lo vi salir con un vendaje alrededor de la cabeza. Mi mamá me contó que el papá había vendido la bicicleta y su mamá había quemado el traje. En un acto de solidaria prevención mi mamá requisó para siempre mi capa y mi máscara de Santo, el Enmascarado de Plata. * Una tarde tocaron a la puerta, abrí, era Jaime. Junto con sus papás se iba a vivir a otra ciudad. —Estoy vendiendo mi colección de revistas de Superman, ¿no la quieres? —¿A cómo? —Dame cien, y te regalo este llavero del Santo. —¡Está padre! ¿Dónde lo conseguiste? Y entonces rió. Tomó el cuello de su camisa con ambas manos y las hizo hacia adelante. —No me lo vas a creer. Una vez que estaba yo enfermo llegó el mismo Santo a mi casa y estuvo platicando conmigo, así bien cerquita, como estamos tú y yo. Le creí, vaya que le creí. Le di dos billetes y él me dio las revistas y el llavero, me hizo un guiño y yo alcé mi pulgar derecho. Puso los brazos hacia adelante en forma de flecha y se echó a volar. Alcé la vista y le grité: —¡Buen viaje, Superman! Pero él no me escuchó, ya volaba por encima de los techos de las casas de Comitán.
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