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Las letras latino-americanas en el realismo mágico

El cuento fantástico es una de las más sorprendentes entre las diferentes manifestaciones literarias que fluyen a ambas márgenes del Río de la Plata. Uruguay y Argentina escribieron desde siempre sus buenas letras en la historia de la literatura hispanoamericana y mundial a través de grandes novelistas y poetas. Los que se abocaron al cuento, sin embargo, son los autores de la región que más trascendieron sus fronteras, y en especial aquellos que dominan el difícil arte del cuento fantástico.

Pero, ¿por qué este tipo de literatura fue más fuerte y compacta en los países platinos que en el resto de América Latina? Pues porque el Río de la Plata es más pobre en colores, flora y fauna, comparados con la exuberancia tropical de México, Cuba o Colombia. Fue al menos lo que opinó Julio Cortázar en cierta ocasión al ser preguntado sobre el tema.

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Pero tal vez las fuertes influencias literarias que vivieron los autores rioplatenses de inicios y mitad del siglo XX fueran más marcantes que el determinismo geográfico. Sobresalen entre ellas la de los estadounidenses Edgar A. Poe y Henry James; la del alemán Ernst Hoffmann; la del francés Julio Verne; el checo Franz Kafka; el escocés Robert L. Stevenson y los ingleses Thomas de Quincey, H. G. Wells y Gilbert Keith Chesterton, entre otras.

Como un departamento dentro de la literatura, el cuento fantástico es, sin embargo, tan antiguo como las propias letras. Hallar el origen y el desarrollo posible de esta línea literaria exige remontarse a los mitos greco-romanos, pasar por las novelas medievales de caballería, los relatos románticos y góticos ingleses, franceses e ibéricos. Presente en todas las épocas, esta línea literaria incluye expresiones muy diversas, y tiene en común con todas la inquietud que toda obra de tipo fantástico quiere mostrar y con la cuál seduce al lector como lo hacía con los oyentes en otras épocas: una realidad mágica, diferente de la histórica y concreta.

Los hechos y fenómenos que la literatura fantástica relata parecen ir siempre en contra de las leyes naturales. No imitan la realidad: crean otras, alternativas o paralelas, que sobrepasan lo verosímil o lo que se considera tal. Esos elementos sobrenaturales son muy distintos al de un contexto mitológico greco-romano o mediaval, comparados a los de un texto actual, que al explicar esa otra realidad mágica no da respuestas, si es que puede haberlas, dentro de lo divino o lo mágico. Usa lo racional, lo lógico y científico, incluso con el auxilio lujoso de la tecnología, como lo hacen J. Verne y H. G. Wells desde el siglo XX. Esto es lo que lleva a que los estudiosos de las letras tengan que definir más precisamente un término usado para obras, estilos y características tan distintos dentro del campo de lo fantástico.

Y, justamente, las narraciones fantásticas de Lugones o Quiroga hasta Cortázar, Borges o Bioy Casares, rompen el sistema de creencias monolítico que reinaba en el siglo XIX, y exigen que todos estos autores forjen una cosmogonía propia, a veces en cada cuento. Los disturbios mentales y psicológicos, tema de muchos de los cuentos de Horacio Quiroga -El almohadón de plumas, El solitario, La gallina degollada, etc.- y de Felisberto Hernández, escritor y músico también uruguayo, cuentista de los más originales -con extraños relatos de personajes desquiciados y sus obsesiones- que estudió algunas de las patologías mentales.

El amor, poco frecuente en la lite- ratura fantástica, está presente en dos cuentos de Quiroga, casi siempre vinculado a lo imposible, o difícil, -El almohadón de plumas-, o en Continuidad de los parques, de Julio Cortázar. En la literatura fantástica hay también, no importa el tema que se trate, un juego libre del concepto de tiempo-espacio en la narración, como se puede ver claro en Continuidad de los parques de Cortázar y El Aleph de Jorge L. Borges.

Los españoles y otros ensayistas europeos nos dirán, sin embargo, que las letras fantásticas crecen inusitadamente desde fines del siglo XVIII, y ascienden paralelos al romanticismo, sea este europeo o americano. Y que sobrevive cuando este movimiento muere, y a otros que lo suceden: el simbolismo, parnasianismo, modernismo, surrealismo, etc. Pero, bueno, admiten, eso sí, que si su origen es europeo, la renovación en el siglo XX se debe a la literatura hispanoamericana, en especial a la argentina, con Borges y Cortázar.

Pero, si afinamos más la sintonía y levantamos la mira, Leopoldo Lugones y Horacio Quiroga, ambos rioplatenses, son dos ejemplos de todo lo que dijimos antes. A ellos, claro, cada uno de nosotros le irá hallando un J. L. Borges aquí, un M. Benedetti más allá, con una pitada de Eduardo Galeano, Bioy Casares y J. Cortázar, sin duda. Es lo normal. El propio Jorge L. Borges decía que hasta el plagio puede ser “incluso un homenaje”, sin duda um sarcasmo referido a los limites sutiles entre la inspiración, la influencia y la copia desfachatada. Por algo Federico García Lorca no queria leer nada inédito que Pablo Neruda le mostrara: “¡No me influencies!”, gritaba y se reía. Y de allí tal vez venga la teoria de “la cebolla”, metáfora usada al hablar de Dalí. Y parte de la historia intelectual hispanoamericana no se entiende sin estas influencias mutuas, permanentes. “La única diferencia entre un loco y yo es que yo no estoy loco”, decía Dalí, navegando entre el surrealismo y el realismo mágico.

El Imperio Jesu Tico

El de Leopoldo Lugones debe ser el más literario entre los muy variados modos de escribir la historia latinoamericana. El imperio jesuítico, como ya conté en textos anteriores, le fue encargada a Lugones por el gobierno argentino en 1903 para ilustrar la historia de la llamada hasta entonces República cristiana, nombre que los jesuitas daban a lo que él rebautizó en su obra como Imperio.

Aunque era apenas un encargo, Lugones usó sus mejores esfuerzos para ser original. Su propósito -como el del lejano Fray Bartolomé de Las Casasera desmentir la supuesta “barbarie” de los pueblos nativos americanos, y hacer dudar de la también presunta “nobleza” de las empresas militares y espirituales de los invasores ibéricos. Al hablar de los guaraníes decía: “trabajaban, pero no poseían”.

El imperio jesuítico es la interpretación de Leopoldo Lugones sobre el ideario hispánico. Pero, ¿qué es lo que fascina al lector que se aventura en las páginas de uno de los poetas argentinos más importantes, polémicos y contradictorios? Tal vez lo seduce ese modo nuevo de escribir la historia, lanzando un género que luego se llamaría “ensayo histórico” o, como sugieren otros, “historia poética”. ¡Tan diferente de los de Sarmiento y Mitre!

La calidad de su pluma también sedujo a Jorge L. Borges y a toda la generación de autores que ve en El imperio jesuítico un ensayo histórico novedoso, que combina la descripción geográfica y arqueológica con la crítica a lo que los jesuitas llamaban República Cristiana. Lugones muestra en su texto que “república” define un concepto democrático, opuesto al que había en la sociedad de las Misiones. El libro de ensayo histórico y geográfico, pleno de dibujos, planos y fotos que ilustran el texto, fue una contribución a la creación de los mapas de la identidad nacional argentina a inicios del siglo XX.

Otros, como dije antes, creen que, aunque sea novedosa por su contenido en el discurso literario nacional, no se puede incluir la obra en el que es llamado hoy identitario argentino. Opinan que la argumentación de El imperio jesuítico, entrelaza con riqueza aspectos históricos, geográficos y culturales del pasado del territorio misionero de la Compañía de Jesús, pero no es suficiente para que las imágenes de esa región del país sean conciliables con la narrativa oficial promovida durante las décadas siguientes a su publicación.

HORACIO QUIROGA Y LEOPOLDO LUGONES, VIDAS MARCADAS POR LAS DESGRACIAS Y LA BÚSQUEDA OBSESIVA DE LA MAGIA EN LA REALIDAD

Quiroga descubrió la obra de Leopoldo Lugones y E. A. Poe, y ellas marcaron su escritura incluso cuando colaboraba con La Revista y La Reforma, uruguayas. A inicios de 1898 tuvo su primer amor, Esther Jurkovski, que inspiraría dos de sus obras: Las sacrificadas y Una estación de amor. Trabajó también en el semanario Gil Blas de su Salto natal, Uruguay, y conoció a Leopoldo Lugones en un viaje fluvial, naciendo una amistad que duraría toda su vida. En 1899 Quiroga fundó la Revista de Salto En 1900, con una herencia, fue a París, donde conoció a Rubén Darío. Volvió cuatro meses después, miserable y con la barba que sería su marca registrada.

En Uruguay fundó el Consistorio del Gay Saber, laboratorio literario experimental modernista. Lanzó su primer libro de poesía, Los arrecifes de coral, en 1901, el mismo año en que murieron de fiebre tifoidea sus hermanos, Prudencio y Pastora, en el Chaco argentino. La muerte accidental de manos del propio Quiroga de su amigo Federico Ferrando, que iría a batirse en duelo siguió sumándole desgracias. Horacio limpiaba su arma cuando esta se le disparó. Estuvo preso, pero recuperó la libertad comprobando lo involuntario del accidente. La desolación por lo ocurrido, sin embargo, lo llevó a dejar Uruguay.

Fue a Argentina a vivir con María, su hermana. Su cuñado le presentó la pedagogia y fue profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires en 1903. En junio de ese año viajó como fotógrafo con Leopoldo Lugones en la expedición a Misiones -el Infierno verde, como la llamaba- pagada por el Ministerio de Educación, para estudiar las ruinas de las Misiones Jesuíticas. La experiencia lo marcó tanto que gastó la sobra de su herencia en unos campos de algodón en el Chaco. El proyecto fracasó, pero fue fundamental para el escritor y cambió radicalmente su obra y su vida.

A partir de entonces se dedicó al cuento breve, en un estilo inspirado en los espíritus torturados de Lugones de E. A. Poe. En 1904 publicó El crimen de otro, influido por el estilo de Edgar A. Poe. Sus primeros cuentos nacieron en la revista argentina Caras y Caretas En 1905 volvió a la selva, a una chacra a orillas del Alto Paraná. Enamorado de una de sus alumnas, consiguió que los padres les permitieran casarse y los llevó a vivir a la selva con ellos.

En 1911 nació su hija Eglé. Quiroga empezó explotar sus yerbatales, y fue nombrado Juez de Paz en el Registro Civil de San Ignacio. Un año después nació su hijo Darío. Quiroga se ocupó de la educación de sus niños, adaptándola a la vida autónoma y autosuficiente en la selva. Pero otra vez la desgracia golpeó a su puerta: su esposa, en profunda depresión, se suicidó tomando veneno. Tras la muerte, Quiroga volvió con sus hijos a Buenos Aires, como Secretario Contador en el Consulado uruguayo. Lanzó entonces uno de sus libros más famosos: Cuentos de la selva

Publicó su única pieza teatral -Las Sacrificada - en 1920, estrenada en 1921. Empezó también a entregar sus relatos al diario argentino La Nación, obteniendo gran popularidad. En 1921 apareció Anaconda y el escritor se dedicó a la crítica de cine, tomando la sección en las revistas El Hogar, La Nación y Atlántida

Volvió por un tiempo a Misiones y armó una barca. Y regresó navegando en ella a Buenos Aires. En 1927 publicó Los desterrados. Fue cuando se enamoró de María E. Bravo, colega de escuela de su hija Eglé, y se casaron ese mismo año. En 1932 se mudó por última vez a Misiones, a su retiro definitivo, con su mujer y la hija del segundo casamiento. Dejó el consulado y sus amigos lo ayudaron con la jubilación argentina. La secuencia de desgracias, sin embargo, no lo dejaba en paz: su mujer lo abandono, llevándose a su hija, y al volver a Buenos Aires y ser internado en el hospital, supo del diagnóstico de un cáncer avanzado.

EL 19 DE FEBRERO DE 1937 HORACIO QUIROGA TOMÓ CIANURO Y MURIÓ MINUTOS DESPUÉS.

Las desgracias persiguieron a su familia y luego que lo hiciera el escritor, Eglé Quiroga, hija mayor de Horacio, se suicidó también. Igual destino siguió su amigo Leopoldo Lugones un año más tarde. Finalmente, su hijo Darío, se quitó la vida en un brote de desesperación en 1951.

Pero, ¿cuánto de su obra fue marcada por Kipling, Conrad y Edgar A. Poe? ¿Y cuánto por estas desgracias? La poesía viene de la poesía, como los cuentos nacen de otros cuentos y cuentistas, que no se generan espontáneamente, ni brotan de un vacío verbal o por intervención divina. El joven que empieza a escribir cuentos lo hace poseído por otros tantos que ha leído u oído. Los cuentos de Quiroga respiran el aire de alucinación, crímenes e insanidad de Kipling, Conrad y Edgar A. Poe, pero enmarcados en la naturaleza salvaje de la selva que fue su propia vida.

Quiroga escribió su Decálogo del perfecto cuentista que resume su estilo de prosa concisa, estilizada y contundente, que lo llevó ser uno de los grandes maestros del relato breve. Algo así como un simple escopetazo en la catedral de las letras. “Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo. Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciência”.

Coincidiendo con Horacio Quiroga en su ruta infausta de desgracias, Leopoldo Lugones, tal vez por causa de la gloria y el repudio que cosechó con sus giros e inconsistencias ideológicas y políticas, aunque todavía se especule las causas, el hecho es que también, como Quiroga, puso fin a su vida poco después. Había pasado un año del suicidio de su amigo cuando Lugones entra al hotel El Tropezón, en el Delta del Tigre. Aquello fue algo más que un tropiezo: era la caída libre hacia la muerte. Había en su valija una dosis de cianuro, de libre venta en esos años, y una botella de whisky. Era la tardecita del 18 de febrero de 1938.

Javier Villanueva. São Paulo, Brasil, agosto de 2017.

Javier Villanueva. Argentino, establecido en Brasil, profesor de idiomas, editor, traductor, escritor y librero. Investigador y conferencista de temas hispanoamericanos y de la historia y las culturas de los pueblos nativos. Autor de más de una centena de libros didácticos publicados en Brasil, y de dos colecciones de cuentos en Argentina.

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Por: Arturo González - POSTA

Foto: Cortesía POSTA

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