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Evocando a James Brown
from FITO PAEZ
by Ciento Uno ®
Aldo Fulcanelli
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¿pudo alguien tolerar un torrente de mil voltios en el escenario, sin rendirse a los pies de aquel chaman Yoruba liberado del inframundo para aliviar los múltiples males de una humanidad doliente?
Un apoteósico artista que fue uno de esos dilectos meteoros, que suelen atravesar la atmósfera una vez cada cien años.
El constructor de ininteligibles jadeos solo explicables a través del dogma y ritual del místico soul, el santo patrono del rush en el escenario-oráculo donde para el contento de los auditorios que se multiplican con los años, se convirtió en la perenne alegoría de la resistencia de lo que fuera y frente a lo que fuera.
Los puños del barrio, los muros de la cárcel, el aire anquilosado del sur racista en la América brava, las macanas de la policía, el aletargado puritanismo de los blancos, que piensan que amar a Dios, es incendiar las cruces en los montes baldíos.
Toda tu sombra gatuna fue la metáfora de la sanguínea realidad que asecha bajo la piel, el corazón bombeando, las venas recibiendo, las arterias reventando de vitalidad bajo esa misma epidermis.
Siempre el aquí y el ahora del universo, que se reaviva al segundo como el estornudo del padre cronos, impulsando una infausta pero grácil marejada de engranes.
Santo James Brown, mártir del denuedo que se agolpa en ese músculo de apariencia visceral, que desprende violáceos tam tam, violáceos como tu piel de bisonte que huele a cuero quemado, que huele a inframundo, que huele a la piel rugosa de las vacas sagradas frente a los paredones del tiempo.
Todos conocen el tam tam del corazón que rebota en los tam- bores del soul, tú lo volviste un góspel enamorado, enamorado de ti, de tus pasos lacerando la contrariedad del piso frío.
Gracias oh padre negro de Carolina del Sur, caballero del gazné y la capa verdosa que brilla en la anunciación del funk apocalíptico, un alarido metálico que partió en dos al mundo desde las heredades de los cuáqueros, hasta la irresistible Zaire.
Gloria a ti, gloria al denuedo, otra vez el denuedo, ese kamikaze que se incendia y agoniza como el monje inmolado, goteando deshecho contra el subyugante metal de las trompetas.