FLORES DEL SERTÓN1
Finalmente he encontrado tu pueblo, Mandy. Imagino tu sorpresa, aquí estoy, doy vueltas sobre el lugar del que tantas veces me hablaste, como un perro que hociquea entre las bolsas de basura que se quedan abiertas. Antes de llegar allí he estado en los alrededores de Rockford. Tú siempre me dijiste que esta ciudad no estaba muy lejos de Durand y tenías razón aunque tu pueblo estaba más al norte de lo que siempre imaginé. Lo estuve buscando más al sur, entre dos lugares que se llaman Byron y Dekalb, que imagino que detestas y de los que seguro podrías contarme más de una anécdota chusca. Llevaba demasiado tiempo perdido sobrevolando ese terreno insulso que rodea Rockford, tierras hechas cuartos de labradío, kilómetros de campos que imagino de maíz o de centeno. No ha sido hasta entonces cuando he recordado que me dijiste que desde una colina de tu pueblo se veía Wisconsin por lo que debía buscar al norte y en esa dirección lo encontré muy rápido, me ha
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Relato del libro “Safaris inolvidables” (Menoscuarto, 2012), de Fernando Clemot, de
próxima publicación.
costado pero ya estoy aquí, estúpidamente presente, diez años más tarde de lo que debiera. Quizá no es muy justo que venga por primera vez de esta manera cuando tú me invitaste mil veces. Te ilusionaba entonces pero te parecería despreciable ahora y entiendo que no es adecuado estar aquí pero necesito nutrirme de recuerdos para que me vayan pasando las horas. Tampoco creo que sea justo lo que me ha pasado a mí aunque tú no tienes la culpa de nada. Si lo piensas bien sonreirás: la vida es una paradoja, Mandy, siempre quisiste que estuviera aquí y ahora, que no te importa lo más mínimo, se me ocurre venir. No es la primera tontería que he hecho esta tarde, Mandy. Debería ponerte en antecedentes: hace casi una semana me abandonó mi mujer, Sylvia. Me dejó por un tipo indecente, un pijo redomado, carne de burdeles, un triunfador con la cartera llena que la lleva a buenos hoteles y que debe tener alguna virtud que desconozco. La primera estupidez del día ha sido buscar el teléfono de este personaje y llamarlo. No lo he hecho en caliente si no con toda la consciencia ya que no lo he hecho desde casa, he pensado que era demasiado evidente que viera mi teléfono Sylvia y por eso he bajado a un locutorio que hay debajo de casa. He sido estúpido, como te he dicho, pero también cobarde. Lo de cobarde me lo dijiste más de una vez y tenías toda la razón. También hoy lo he sido. Estaba al acecho detrás del auricular: ha sonado tres veces la línea y me ha contestado una voz masculina, una vocecilla baja y chillona, mucho más aguda de lo que esperaba. He imaginado que era un tipo mayor, de cincuenta o sesenta años. No sé por qué me había imaginado que era joven. El tipo tenía una voz ridícula, un pitidito que se escapa de su
garganta como la chirría de una chicharra. Ha preguntado tres o cuatro veces quién era hasta que ha colgado el teléfono. Todavía he estado unos segundos agarrado al auricular, con el zumbido del comunica clavándose en mis oídos. Ella debía estar ahí, estoy seguro que lo ha comentado con él, Sylvia se ha puesto un poco triste y se han dado un abrazo, quizá mi llamada lo único que ha conseguido es alguna cercanía que no estaba prevista. He pagado cuarenta y cinco céntimos de euros a la señora que me ha dado un tique que he guardado en la cartera, como si tuviera alguna importancia aquel papelucho, y he vuelto a subir a casa. No me he sentido bien, Mandy, como no me siento cómodo buscando en el programa todos los sitios de los que me hablaste. Si me coloco a veinticinco kilómetros de altura veo Durand, tu pueblo, y Rockford, la ciudad a la que ibas con frecuencia. Está el jodido Rockford o ir a Chicago, me decías, que está a cien kilómetros: casi no hay elección. La calle principal de Durand se llama Main Street y tiene un kilómetro y medio de largo. Todo parece pequeño, mucho más de lo que había pensado, y disperso, casas sueltas con un núcleo central que apenas se adivina. Abro algún enlace y veo que viven poco mas de un millar de personas en Durand, entre el pueblo y en los diseminados que lo rodean. Hay una foto de una plaza rodeada de edificios de una o dos plantas que tiene el curioso encabezamiento de “downtown”. Como me dijiste mil veces en Durand no había nada, te reías porque una de las vecinas había puesto un negocio de estética, con dos cabinas de rayos UVA, y ese era el gran chismorreo del pueblo, no había nada que hacer en Durand salvo coger color en Bryden Beauty, en Howard Street. Eso era lo que ofrecía aquel
villorrio, aburrimiento y cotilleos, y por eso íbais a Rockford el fin de semana; tampoco te gustaba demasiado pero que había algún bar que no estaba mal aunque lleno de paletos. La gente acudía los fines de semana a Rockford de los pueblos agrícolas de los alrededores y los granjeros solían ser muy poco delicados con vosotras. He seguido la ruta que cogías para ir a Rockford. Salías de tu pueblo por la Center Road hasta que entrabas en la R70, la Traskbridge Road. A cinco kilómetros de Durand atravesabas el río Stone, un laberinto de zonas húmedas y canales sin salida lo rodea, como si el río cambiara constantemente de dirección y se arrepintiera y dejara en sus márgenes culebras de agua que lo rodean a un lado y otro. Es la única zona con vegetación que atravesabas, también las únicas dos curvas hasta Rockford. Me solías llamar con el móvil y te pregunté varias veces si no estaba prohibido hablar conduciendo y me decías que no, el camino parece tan monótono como me contabas. He vuelto a Durand. He sobrevolado los campos que lo rodean a muy poca altura. Busco tu casa y el campo de aterrizaje de tu padre, que me decías que solía usar su avioneta para ir a Sant Louis, donde trabajaba para la Panam. No he visto la pista y ni siquiera reconozco cuál de las fincas de Crowley Road es la de tu familia. Me dijiste que estaba cerca de tu casa la pista pero no he podido encontrarla, quizá utilizaba un campo que he adivinado en Lake Sommerset, a siete kilómetros de tu pueblo. Quizá sea en este lugar aunque en los campos que rodean Durand he intuido multitud de lugares que podían ser la pista de despegue, también roderas para los tractores o largos bancales sin cultivar. No he podido localizar tu casa ni el lugar desde el que despegaba tu
padre para ir a Sant Louis, imagino que eso te deja un poco más tranquila. Sé que estarías disgustada y pese a lo que me decías en aquella última carta no creo que toda nuestra relación fuera una basura, que no he encontrado una traducción menos fiera de “garbage”. Hubo momentos buenos, Mandy: aquel viaje a Tarragona, las noches en el Harlem y en la terraza que daba a la Plaza Real. Poco antes de que te fueras dormíamos toda la noche abrazados, como si los dos intuyéramos que expiraban los momentos para estar juntos. Tú lo intuías y yo lo sabía con certeza: aquello no duraría mientras tu acababas la carrera en Urbana. También he recordado la entrevista que hicimos al profesor Losada. Él te había dado clase de Cultura Española nada más llegar y lo adorabas. Lo entrevistamos para la revista de la universidad, ¿recuerdas aquella tarde? Al salir comentamos que una anécdota suya valía una novela, nos reímos juntos después y dijimos que cuando saliera la novela nos repartiríamos los derechos e invitaríamos a Losada a una buena cena. Ojalá pudieras acordarte, no todo fue basura, mi cielo… El profesor nos contó una historia de treinta años atrás, cuando un amigo suyo de Granada, un tal Quiñones, atravesaba Brasil en uno de esos autobuses de largo recorrido que hacen a menudo trayectos de días. Por lo visto Quiñones iba de Belo Horizonte a Fortaleza, en el norte, un recorrido de más de dos mil kilómetros y en que esos autobuses suelen demorarse más de dos días. Cuando estaban a mitad de camino, atravesando el Sertón, el corazón árido del país, Quiñones se dio cuenta de que su compañero de asiento no se movía, lo agitó y le palpó el pecho. No respiraba: estaba muerto, posiblemente desde hacía un buen
rato. El amigo del profesor corrió hacia el conductor y le explicó lo que había pasado, también los otros trabajadores y campesinos que estaban en el vehículo se percataron de lo sucedido y se armó un revuelo considerable. El conductor se negó a parar. Dijo que ya poco podían hacer por aquel hombre y que su obligación era estar al anochecer en Fortaleza. Lo zarandearon e increparon pero nadie fue capaz de hacerlo desistir de lo que consideraba su obligación: el autobús debía seguir su camino hacia el norte y no se detendría aunque lo cosieran a machetazos. Fue entonces cuando ocurrió lo imprevisible, aquello que tú y yo consideramos que bien valía un cuento o el eje de una novela. Una de las mujeres que iba en el autocar sacó una sábana y cubrió el cuerpo del difunto y entre varios hombres obligaron a parar al conductor en un campo cercano. Todos los viajeros, en su mayor parte gente muy humilde, bajaron y durante un rato recogieron flores que depositaron alrededor del cadáver: lo cubrieron literalmente de margaritas, flores del marañón, de hojas de carnaúba, de flores de espino y de cáctus. Apenas si se entreveía entre ellas la sábana y su rostro. Así continuaron el viaje, encendieron alguna vela y alrededor de aquella montaña de flores empezaron a entonar canciones del campo y religiosas, oraron durante horas dando así un último homenaje a su desconocido compañero de viaje. El profesor nos dijo que Quiñones se emocionó ante el funeral más hermoso que había visto y si todo fue tal como lo contaba Losada no es extraño que fuera así. El funeral de mi madre no tuvo nada que ver con el de ese campesino del Sertón, Mandy. Fue triste y aséptico, no hubo cánticos ni el menor atisbo de magia, sólo ruina y cansancio. Los
tanatorios de Europa, como los aeropuertos, recuerdan cada vez más a una nevera de mármol, una herramienta que ralentiza y envilece nuestras emociones. No la enterramos en Barcelona. La llevamos a su pueblo, con mi hermano. Cargamos el féretro entre mis primos y amigos. Era a finales de octubre pero hacía un calor de primavera. Todos sudamos bajo nuestras ropas de invierno mientras acababan de cerrar la sepultura. Pagué sesenta euros al tipo. Apartaron la urna de mi hermano y la arrinconaron en el fondo del nicho. El ataúd de mi madre comparte espacio con las cenizas de mi hermano. Junto a él estará para siempre. Me hubiera gustado escribirte pero no he encontrado las fuerzas. Tal vez esta carta no tenga otra misión que borrarla. Me han dicho que te casabas y te quería desear buena suerte pero tampoco quería que sintieras pena, ni que ningún recuerdo confuso pudiera nublar tu felicidad. Sólo quería que supieras que nunca estuve en tu pueblo pero que esta mañana he estado, y que he conocido tu casa, y la carretera por la que ibas los fines de semana a Rockford; que he visto el banco en el que trabajabas y el local de estética con rayos UVA del que tanto te reías, y que en medio de este mar de amarguras, durante un instante, he sobrevolado lo tuyo y te he sentido cerca, y he sido feliz, Mandy, mi cielo, feliz en tu recuerdo y en esa dicha tuya que, por poco que tenga, tendrá un gramo de mía.