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El arte del engaño

Revista literaria · Año 3 · N° 28 · Septiembre 16 · 2018

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Una Broma

Kalton Harold Bruhl

Siempre me han gustado las bromas pesadas. El secreto de su éxito consiste en elegir a la víctima y el momento apropiados. Laura cumple a cabalidad con el primer requisito. Es nerviosa y bastante sensible. En cuanto al momento adecuado no creo que exista uno mejor que este. Ella me está cabalgando sobre la cama de un apartado motel de carretera. «Laura», la llamo. El sonido de mi voz rompe su concentración. Deja de moverse y acerca su rostro al mío. «¿Qué harías», la interrogo, si tu móvil comenzara a timbrar y al contestar la llamada escucharas mi voz, preguntándote en dónde estás?». Laura hace un sonido extraño, como si se estuviera atragantando con un puñado de palabras. Está pálida y temblorosa y me devuelve la mirada con los ojos muy abiertos, sin parpadear. «No digas tonterías», susurra en un patético intento de aparentar valor. Sonrío

mentalmente. «La verdad es que yo no soy Jorge», le digo, impostando la voz. Laura se estremece. ¿Por qué no levantas la mirada y descubres mi verdadera apariencia?», continúo, señalándole con los labios el techo cubierto de espejos. Es demasiado. Laura queda paralizada por el terror o al menos eso es lo que pienso por un instante. Empiezo a reír y le digo que es una broma. Sus ojos se quedan en blanco y se desploma a mi lado. La sacudo sin dejar de reír. «¿De veras crees que voy a caer en ese viejo truco?», pregunto mientras me siento sobre la cama. Poco a poco dejo de reír. Laura sigue inmóvil. Coloco dos dedos a la altura de su yugular. La respiración se me corta al descubrir que no hay pulso. Salto fuera de la cama. Doy vueltas con la palma de la mano en la frente. Imagino tantas cosas. Entre ellas una condena por homicidio involuntario. Desesperado tomo mi móvil y marco el número de Alejandro. Él

es abogado y sabrá qué debo hacer. Entro al baño y cierro la puerta. Escucho un clic al otro lado de la línea. «Alejandro, qué bueno que me contestas», digo en forma inmediata. Escucho un poco de estática y una voz entrecortada. «Alejandro, ¿me escuchas?», le pregunto todavía más nervioso. «Hola, Carlos. Alejandro dejó su móvil en casa», me responden, «soy Laura». Reconozco la voz. Es ella. «¿Por qué no miras quién está sobre la cama?», me dice conteniendo la risa, «ya es tiempo de que recibas una buena lección». El teléfono se desliza de mi mano y cae al suelo. Escucho que alguien se levanta de la cama y se dirige hacia el baño. Me apoyo de espaldas contra la puerta. Ni siquiera tengo fuerzas para gritar.

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