Discursos de S.S. Benedicto XVI a la universidad, los profesores y los estudiantes

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Discursos de S.S. Benedicto XVI A la universidad, los profesores y los estudiantes Material de trabajo preparado por: Mauricio Correa Casanova | Facultad de FilosofĂ­a

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«Se puede decir que el verdadero e íntimo origen de la universidad está en el afán del conocimiento, que es propio del hombre. Quiere saber qué es todo lo que le rodea. Quiere la verdad.» S.S. Benedicto XVI, Universidad La Sapienza de Roma, 17-I-2008.

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ÍNDICE Título

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Discurso durante la inauguración del 85° curso académico en la Universidad Católica del Sagrado Corazón, 25-XI-2005. 5

Discurso a una delegación de la Facultad Teológica de la Universidad de Tubinga, 21III-2007. 35

Alocución a los alumnos de las universidades y ateneos romanos, 15-XII2005.

Discurso al mundo de la cultura en la Universidad de Pavía, 22-IV-2007. 37 8

Discurso a un seminario organizado por la Congregación para la Educación Católica, 1IV-2006. 10 Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12-IX-2006.

Discurso al encuentro europeo de profesores universitarios, 23-VI-2007. 40 Discurso con ocasión de la inauguración oficial del curso académico de las universidades pontificias, 25-X-2007. 43

13 Discurso a los miembros de la federación universitaria católica italiana, 9-XI-2007.

Discurso en la Pontificia Universidad Lateranense, 21-X-2006.

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Discurso a los profesores y alumnos de las universidades y ateneos eclesiásticos de Roma, 23-X-2006. 24 Discurso en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, 3-XI-2006.

Discurso en la Universidad de Roma ―La Sapienza‖, 17-I-2008. 47 Discurso al final del rezo del Rosario con ocasión de la VI Jornada Europea de los universitarios, 1-III-2008. 53

26 Discurso a los estudiantes universitarios de Roma al final de la misa en la Basílica de San Pedro, 14-XII-2006. 31 Discurso al final del rezo del Santo Rosario en la V Jornada europea de los universitarios, 10-III-2007. 33

Discurso en la Universidad Católica de América, 17-IV-2008 55 Discurso al VI° Simposio Europeo de profesores universitarios, 7-VI-2008. 60 Discurso al mundo de la cultura en el en el Collège des Bernardins, 12-IX-2008. 63

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Discurso a los profesores y alumnos de las universidades eclesiásticas pontificias y ateneos de Roma, 30-X-2008. 70

Discurso a la comunidad de la Universidad Católica del ―Sacro Cuore‖ con motivo del 90° aniversario de su fundación, 21-V-2011. 98

Discurso a los profesores y alumnos de la Universidad de Parma, 1-XII-2008.

Discurso en el encuentro con profesores universitarios jóvenes en la XXVI Jornada Mundial de la Juventud, 19-VIII-2011. 101

73 Discurso en el encuentro con los universitarios de Roma, 11-XII-2008. 76 Discurso con ocasión de la bendición de la primera piedra de la Universidad de Madaba del patriarcado latino, 9-V-2009. 79

Discurso en la Universidad Católica del Sagrado Corazón en el 50º Aniversario de la fundación de la Facultad de Medicina y Cirugía del Policlínico Agostino Gemelli, 3V-2012. 104

Discurso a los participantes en el primer encuentro europeo de estudiantes universitarios, 11-VII-2009. 82 Discurso al mundo académico. Salón Vladislav del Castillo de Praga, 27-IX-2009. 84 Discurso a los profesores y alumnos de la Libera Università Maria Satissima Assunta, 12-XI-2009. 87 Discurso a los profesores de los ateneos pontificios de Roma y a los participantes de la Asamblea General de la Federación Internacional de Universidades Católicas, 19-XI-2009. 89 Discurso al mundo de la cultura en el Centro Cultural de Belém, 12-V-2010. 91 Discurso en la celebración de la educación católica en el Colegio Universitario Santa María de Twickenham, 17-IX-2010. 94 4


DISCURSO DURANTE LA INAUGURACIÓN DEL 85° CURSO ACADÉMICO EN LA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL SAGRADO CORAZÓN, ROMA. 25 de noviembre de 2005 Rector magnífico; ilustres decanos y profesores; señores médicos y auxiliares; queridos estudiantes: Me alegra mucho visitar esta sede romana de la Universidad Católica del Sagrado Corazón para inaugurar oficialmente el año académico 2005-2006. Mi pensamiento va en este momento a las otras sedes del Ateneo: a la central de Milán, cerca de la hermosa basílica de San Ambrosio, a las de Brescia, Piacenza-Cremona y Campobasso. Quisiera que en este momento toda la familia de la «Católica» se sintiera unida, bajo la mirada de Dios, al inicio de una nueva etapa del camino en el compromiso científico y formativo. Aquí con nosotros están presentes espiritualmente el padre Gemelli y muchos otros hombres y mujeres que, con su entrega iluminada, han escrito la historia del Ateneo. También sentimos cercanos a los Papas, desde Benedicto XV hasta Juan Pablo II, que mantuvieron siempre un vínculo especial con esta Universidad. En efecto, mi visita de hoy se une a la que mi venerado predecesor realizó hace cinco años a esta misma sede, con la misma ocasión. Dirijo un saludo cordial al cardenal Dionigi Tettamanzi, presidente del Instituto Toniolo, y al rector magnífico, profesor Lorenzo Ornaghi, agradeciendo a ambos las amables palabras que me han dirigido en nombre de todos los presentes. Extiendo con deferencia mi saludo a las otras ilustres personalidades religiosas y civiles que han venido, en particular al senador Emilio Colombo, que durante 48 años ha sido miembro del Comité permanente del Instituto Toniolo, presidiéndolo desde 1986 hasta 2003. Le agradezco profundamente cuanto ha hecho al servicio de la Universidad. Al encontrarnos aquí, ilustres y queridos amigos, no podemos por menos de pensar en los momentos llenos de aprensión y conmoción que vivimos durante las últimas ocasiones en que Juan Pablo II fue internado en este Policlínico. En aquellos días, desde todas las partes del mundo se dirigía al «Gemelli» el pensamiento de los católicos, y no sólo de ellos. Desde sus habitaciones en el hospital el Papa impartió a todos una enseñanza inigualable sobre el sentido cristiano de la vida y del sufrimiento, testimoniando personalmente la verdad del mensaje cristiano. Por eso, deseo renovar la expresión de mi aprecio y agradecimiento, así como el de innumerables personas, por las solícitas atenciones prestadas al Santo Padre. Que él os obtenga a cada uno las recompensas celestiales. La Universidad católica del Sagrado Corazón, en sus cinco sedes y catorce facultades, cuenta hoy con cerca de cuarenta mil alumnos inscritos. Resulta espontáneo pensar: ¡qué responsabilidad! Miles de jóvenes pasan por las aulas de la «Católica». ¿Cómo salen de ellas? ¿Qué cultura han encontrado, asimilado, elaborado? He aquí el gran desafío, que concierne en primer lugar al grupo directivo del Ateneo, al cuerpo docente y, por tanto, a los mismos alumnos: dar vida a una auténtica Universidad católica, que destaque por la calidad de la investigación y la enseñanza y, al mismo tiempo, por la fidelidad al Evangelio y al magisterio de la Iglesia.

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A este propósito, es providencial que la Universidad católica del Sagrado Corazón esté vinculada estructuralmente a la Santa Sede a través del Instituto Toniolo de estudios superiores, cuya tarea era y es garantizar la consecución de los fines institucionales del Ateneo de los católicos italianos. Este planteamiento originario, confirmado siempre por mis predecesores, asegura de modo colegial un sólido arraigo de la Universidad en la Cátedra de Pedro y en el patrimonio de valores que le dejaron en herencia sus fundadores. Expreso mi sincero agradecimiento a todos los componentes de esta benemérita institución. Por tanto, volvemos a la pregunta: ¿qué cultura? Me alegra que el rector, en sus palabras de introducción, haya destacado la «misión» originaria y siempre actual de la Universidad católica: hacer investigación científica y actividad didáctica según un proyecto cultural y formativo coherente, al servicio de las nuevas generaciones y del desarrollo humano y cristiano de la sociedad. A este propósito, es riquísimo el patrimonio de enseñanzas legado por el Papa Juan Pablo II, que culminó en la constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, de 1990. Él demostró siempre que el hecho de ser «católica» no rebaja en absoluto a la universidad, sino que más bien la valora al máximo. En efecto, si toda universidad tiene como misión fundamental «la constante búsqueda de la verdad mediante la investigación, la conservación y la comunicación del saber para el bien de la sociedad» (ib., 30), una comunidad académica católica se distingue por la inspiración cristiana de las personas y de la comunidad misma, por la luz de la fe que ilumina la reflexión, por la fidelidad al mensaje cristiano tal como lo presenta la Iglesia y por el compromiso institucional al servicio del pueblo de Dios (cf. ib., 13). Por eso, la Universidad católica es un gran laboratorio en el que, según las diversas disciplinas, se elaboran itinerarios siempre nuevos de investigación en una confrontación estimulante entre fe y razón, orientada a recuperar la síntesis armoniosa lograda por santo Tomás de Aquino y por los otros grandes del pensamiento cristiano, una síntesis contestada, lamentablemente, por importantes corrientes de la filosofía moderna. La consecuencia de esta contestación ha sido que, como criterio de racionalidad, se ha afirmado de modo cada vez más exclusivo el de la demostración mediante el experimento. Así, las cuestiones fundamentales del hombre ―como vivir y morir— quedan excluidas del ámbito de la racionalidad, y se dejan a la esfera de la subjetividad. Como consecuencia, al final desaparece la cuestión que dio origen a la universidad — la cuestión de la verdad y del bien—, siendo sustituida por la cuestión de la factibilidad. Por tanto, el gran desafío de las universidades católicas consiste en hacer ciencia en el horizonte de una racionalidad verdadera, diversa de la que hoy domina ampliamente, según una razón abierta a la cuestión de la verdad y a los grandes valores inscritos en el ser mismo y, por consiguiente, abierta a lo trascendente, a Dios. Ahora bien, sabemos que esto es posible precisamente a la luz de la revelación de Cristo, que unió en sí a Dios y al hombre, la eternidad y el tiempo, el espíritu y la materia. «En el principio existía el Verbo —el Logos, la razón creadora—. (…) Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 1. 14). El Logos divino, la razón eterna, está en el origen del universo, y en Cristo se unió una vez para siempre a la humanidad, al mundo y a la historia. A la luz de esta verdad capital de fe y, al mismo tiempo, de razón, es posible nuevamente, en el tercer milenio, conjugar fe y ciencia. Sobre esta base se desarrolla el trabajo diario de una universidad católica. ¿No es una aventura que entusiasma? Sí, lo es porque, moviéndose dentro de este horizonte de sentido, se descubre la unidad intrínseca que existe entre las diversas ramas del saber: la 6


teología, la filosofía, la medicina, la economía, cada disciplina, incluidas las tecnologías más especializadas, porque todo está unido. Elegir la Universidad católica significa elegir este planteamiento que, a pesar de sus inevitables límites históricos, caracteriza la cultura de Europa, a cuya formación las universidades nacidas históricamente «Ex corde Ecclesiae» han dado efectivamente una aportación fundamental. Por tanto, queridos amigos, con renovado amor a la verdad y al hombre echad las redes mar adentro, en la alta mar del saber, confiando en la palabra de Cristo, aun cuando sintáis el cansancio y la desilusión de no haber «pescado» nada. En el vasto mar de la cultura Cristo necesita siempre «pescadores de hombres», es decir, personas de conciencia y bien preparadas, que pongan su competencia profesional al servicio del bien, es decir, en último término, del reino de Dios. También el trabajo de investigación dentro de la universidad, si se realiza desde una perspectiva de fe, ya forma parte de este servicio al Reino y al hombre. Pienso en toda la investigación que se lleva a cabo en los múltiples institutos de la Universidad católica: está destinada a la gloria de Dios y a la promoción espiritual y material de la humanidad. En este momento pienso en particular en el instituto científico que vuestro Ateneo quiso ofrecer al Papa Juan Pablo II el 9 de noviembre de 2000, con ocasión de su visita a esta sede para inaugurar solemnemente el año académico. Deseo afirmar que el «Instituto científico internacional Pablo VI de investigación sobre la fertilidad e infertilidad humana para una procreación responsable» me interesa mucho. En efecto, por sus finalidades institucionales se presenta como ejemplo elocuente de la síntesis entre verdad y amor que constituye el centro vital de la cultura católica. Ese Instituto, nacido para responder al llamamiento realizado por el Papa Pablo VI en la encíclica Humanae vitae, se propone dar una base científica segura tanto a la regulación natural de la fertilidad humana como al compromiso de superar de modo natural la posible infertilidad. Haciendo míos el aprecio y la gratitud de mi venerado predecesor por esta iniciativa científica, deseo que tenga el apoyo necesario en la prosecución de su importante actividad de investigación. Ilustres profesores y queridos alumnos, el año académico que hoy inauguramos es el 85° de la historia de la Universidad católica del Sagrado Corazón. En efecto, las clases comenzaron en Milán en diciembre de 1921, con cien inscritos, en las dos facultades: ciencias sociales y filosofía. A la vez que con vosotros doy gracias al Señor por el largo y fecundo camino realizado, os exhorto a permanecer fieles al espíritu de los comienzos, así como a los Estatutos, que son la base de esta institución. Así podréis realizar una fecunda y armoniosa síntesis entre la identidad católica y la plena inserción en el sistema universitario italiano, según el proyecto de Giuseppe Toniolo y del padre Agostino Gemelli. Este es el deseo que expreso hoy a todos vosotros: seguid construyendo día a día, con entusiasmo y alegría, la Universidad católica del Sagrado Corazón. Es un compromiso que acompaño con mi oración y con una especial bendición apostólica.

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ALOCUCIÓN A LOS ALUMNOS DE LAS UNIVERSIDADES Y ATENEOS ROMANOS. 15 de diciembre de 2005 Queridos hermanos; distinguidas autoridades académicas, queridos estudiantes: Con gran alegría os dirijo a todos mi cordial saludo, al final de la tradicional celebración eucarística pre-navideña para los universitarios de los ateneos romanos, que tanto estimaba mi amado predecesor Juan Pablo II. Saludo en primer lugar al cardenal vicario, que ha presidido la santa misa, así como a los demás eclesiásticos presentes. Os doy las gracias a cada uno de vosotros, queridos amigos, por haber aceptado la invitación a participar en este encuentro; y expreso mi agradecimiento, en particular, a la ministra de Educación, universidades e investigación, así como a los rectores de los ateneos de Roma y de Italia, a los directores de los Conservatorios, a los capellanes universitarios y a las delegaciones de estudiantes procedentes de algunos países de Europa y África. Además, me alegra acoger, en esta circunstancia, también a los participantes en el Congreso mundial de pastoral para estudiantes extranjeros, organizado por el Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes. A todos doy una afectuosa bienvenida. Aprovecho, de buen grado, esta ocasión para expresar mi gran complacencia por la creciente colaboración que se va instaurando entre los diversos ateneos romanos. Queridos amigos, continuad realizando juntos la reflexión sobre el nuevo humanismo, teniendo en cuenta los grandes desafíos de la época contemporánea y tratando de conjugar de modo armónico la fe y la cultura. ¡Cuán necesario resulta en este momento histórico cultivar una esmerada investigación cultural y espiritual! Asimismo, me ha complacido saber que las cinco facultades de medicina de la ciudad han acordado comprometerse en algunos campos a colaborar en los temas de la vida. Y, en el ámbito más específicamente pastoral, he apreciado la decisión de profundizar en el tema de la transmisión de la fe, con un camino formativo que involucre tanto a los alumnos como a los profesores. A vosotros, queridos jóvenes, que participáis en gran número, os deseo que realicéis con alegría vuestro itinerario de formación cristiana, conjugándolo con el esfuerzo diario de profundización en los conocimientos propios de vuestros respectivos campos académicos. Es necesario redescubrir la belleza de tener a Cristo como Maestro de vida y renovar así de modo libre y consciente la propia profesión de fe. Quisiera dirigir ahora mi atención a los estudiantes extranjeros. Su presencia constituye un fenómeno cada vez mayor y representa para la Iglesia un campo importante de acción pastoral. En efecto, los jóvenes que salen de su país por motivos de estudio deben afrontar no pocos problemas y sobre todo corren el riesgo de sufrir una crisis de identidad, una pérdida de los valores espirituales y morales. Por otra parte, la posibilidad de estudiar en el extranjero es para muchos jóvenes una oportunidad única de capacitarse para poder contribuir mejor al desarrollo de sus respectivos países, y 8


también para participar de modo activo en la misión de la Iglesia. Es importante proseguir el camino emprendido para salir al encuentro de las necesidades de estos hermanos y hermanas nuestros. Queridos amigos universitarios, nos acercamos a la grande y sugestiva celebración de la santa Navidad. El clima típico de esta fiesta nos invita a la intimidad y a la alegría. A la vez que deseo, a quienes les sea posible, que pasen las festividades navideñas serenamente con su familia, os invito a captar plenamente el mensaje espiritual que nos vuelve a proponer esta solemnidad. Dios se hizo hombre, puso su morada entre nosotros. Preparemos nuestro corazón para acoger a Aquel que viene a salvarnos con el don de su vida, que se hace uno de nosotros, se acerca a nosotros y se convierte en hermano nuestro. Que os guíe en esta espera María santísima, Sedes sapientiae. Su icono, que está visitando varias naciones, pasa ahora de la delegación de Polonia a la de Bulgaria, para proseguir en ese país su peregrinación por las ciudades universitarias. Que ella, la Virgen fiel, la Madre de Cristo, os obtenga a cada uno de vosotros y a vuestros ambientes académicos la luz de la Sabiduría divina, Cristo nuestro Señor. ¡Feliz Navidad a todos!

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DISCURSO A UN SEMINARIO ORGANIZADO POR LA CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA. 1 de abril de 2006 Señor cardenal; venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado; ilustres señores y amables señoras: Me alegra acogeros y saludo cordialmente a todos los que participáis en el seminario sobre el tema: «El patrimonio cultural y los valores de las universidades europeas como base para la atracción del ‗Espacio europeo de instrucción superior‘». Provenís de cerca de cincuenta países europeos afiliados al llamado «Proceso de Bolonia», al que también ha contribuido la Santa Sede. Saludo al cardenal Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la educación católica, que me ha dirigido en vuestro nombre palabras deferentes, ilustrándome al mismo tiempo los objetivos de vuestra reunión, y le doy las gracias por haber organizado este encuentro en el Vaticano, en colaboración con la Conferencia de los rectores de las universidades pontificias, con la Academia pontificia de ciencias, con la UNESCO-CEPES, con el Consejo de Europa y con el patrocinio de la Comisión europea. Dirijo un saludo especial a los señores ministros y a los representantes de los diversos organismos internacionales que han querido estar presentes. Durante estos días vuestra reflexión se ha centrado en la contribución que las universidades europeas, que cuentan con una larga tradición, pueden dar a la construcción de la Europa del tercer milenio, teniendo en cuenta que toda realidad cultural es al mismo tiempo memoria del pasado y proyecto para el futuro. A esta reflexión la Iglesia quiere dar su aportación, como ya ha hecho a lo largo de los siglos. En efecto, ha sido constante su solicitud por los centros de estudio y las universidades de Europa, que con su «servicio intelectual» han transmitido y siguen transmitiendo a las generaciones jóvenes los valores de un peculiar patrimonio cultural, enriquecido por dos milenios de experiencia humanística y cristiana (cf. Ecclesia in Europa, 59). Al inicio tuvo considerable influencia el monaquismo, cuyos méritos no sólo afectaron al ámbito espiritual y religioso, sino también al económico e intelectual. En tiempos de Carlomagno, con la aportación de la Iglesia se fundaron verdaderas escuelas, de las que el emperador deseaba que se beneficiara el mayor número posible de personas. Algunos siglos después nació la universidad, que recibió de la Iglesia un impulso esencial. Numerosas universidades europeas, como las de Bolonia, París, Cracovia, Salamanca, Colonia, Oxford y Praga, por citar sólo algunas, se desarrollaron rápidamente y desempeñaron un papel importante en la consolidación de la identidad de Europa y en la formación de su patrimonio cultural. Las instituciones universitarias se han distinguido siempre por el amor a la sabiduría y la búsqueda de la verdad, como verdadera finalidad de la universidad, con referencia constante a la visión cristiana que reconoce en el hombre la obra maestra de la creación, en cuanto formado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27). 10


Siempre ha sido característica de esta visión la convicción de que existe una unidad profunda entre la verdad y el bien, entre los ojos de la mente y los del corazón: «Ubi amor, ibi oculos», decía Ricardo de San Víctor (cf. Beniamin minor, c. 13): el amor hace ver. La universidad nació del amor al saber, de la curiosidad por conocer, por saber qué es el mundo, el hombre. Pero también de un saber que lleva a actuar, que en definitiva lleva al amor. Ilustres señores y amables señoras, echando una rápida mirada al «viejo» continente, es fácil constatar los desafíos culturales que debe afrontar hoy Europa, al estar comprometida en el redescubrimiento de su identidad, que no es sólo de orden económico y político. La cuestión fundamental hoy, como ayer, sigue siendo antropológica. ¿Qué es el hombre? ¿De dónde viene? ¿A dónde debe ir? ¿Cómo debe ir? Es decir, se trata de aclarar cuál es la concepción del hombre que está en la base de los nuevos proyectos. Y con razón vosotros os preguntáis, ¿al servicio de qué hombre, de qué imagen del hombre, quiere estar la universidad: de una persona enrocada en la defensa de sus intereses, sólo en una perspectiva de intereses, una perspectiva materialista, o de una persona abierta a la solidaridad con los demás, en busca del verdadero sentido de la existencia, que debe ser un sentido común, que trasciende a la persona? Además, nos preguntamos cuál es la relación entre la persona humana, la ciencia y la técnica. Si en los siglos XIX y XX la técnica experimentó un crecimiento asombroso, al inicio del siglo XXI se han dado pasos ulteriores: el desarrollo tecnológico, gracias a la informática, también se ha apoderado de una parte de nuestras actividades mentales, con consecuencias que influyen en nuestro modo de pensar y pueden condicionar nuestra misma libertad. Es preciso decir con fuerza que el ser humano no puede, no debe ser sacrificado jamás a los éxitos de la ciencia o de la técnica: precisamente por eso cobra gran importancia la así llamada cuestión antropológica, que nosotros, herederos de la tradición humanística fundada en los valores cristianos, debemos afrontar a la luz de los principios inspiradores de nuestra civilización, que han encontrado en las universidades europeas auténticos laboratorios de investigación y de profundización. «De la concepción bíblica del hombre ―afirmó Juan Pablo II en la exhortación postsinodal Ecclesia in Europa―, Europa ha tomado lo mejor de su cultura humanista (…) y ha promovido la dignidad de la persona, fuente de derechos inalienables» (n. 25). De este modo, la Iglesia ―añadió mi venerado predecesor―, ha contribuido a difundir y consolidar los valores que han hecho universal la cultura europea. Pero el hombre no puede comprenderse plenamente a sí mismo si prescinde de Dios. Por esta razón no puede descuidarse la dimensión religiosa de la existencia humana en el momento en que se está construyendo la Europa del tercer milenio. Aquí emerge el papel peculiar de las universidades como universo científico y no sólo como conjunto de diversas especializaciones: en la situación actual se les pide que no se contenten con instruir, con transmitir conocimientos técnicos y profesionales, que son muy importantes, pero no bastan, sino que se comprometan también a desempeñar un atento papel educativo al servicio de las nuevas generaciones, recurriendo al patrimonio de ideales y valores que han marcado los milenios pasados. Así, la universidad podrá ayudar a Europa a conservar y a recuperar su "alma", revitalizando las raíces cristianas que la originaron. 11


Ilustres señores y amables señoras, que Dios haga fecundo el trabajo que lleváis a cabo y los esfuerzos que hacéis en favor de tantos jóvenes, en los que Europa tiene puesta su esperanza. Acompaño este deseo con la seguridad de una oración particular por cada uno de vosotros, implorando para todos la bendición divina.

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DISCURSO EN LA UNIVERSIDAD DE RATISBONA: FE, RAZÓN Y UNIVERSIDAD. RECUERDOS Y REFLEXIONES. 12 de septiembre de 2006 Eminencias, Rectores Magníficos, Excelencias, Ilustres señoras y señores: Para mí es un momento emocionante encontrarme de nuevo en la universidad y poder impartir una vez más una lección magistral. Me hace pensar en aquellos años en los que, tras un hermoso período en el Instituto Superior de Freising, inicié mi actividad como profesor en la universidad de Bonn. Era el año 1959, cuando la antigua universidad tenía todavía profesores ordinarios. No había auxiliares ni dactilógrafos para las cátedras, pero se daba en cambio un contacto muy directo con los alumnos y, sobre todo, entre los profesores. Nos reuníamos antes y después de las clases en las salas de profesores. Los contactos con los historiadores, los filósofos, los filólogos y naturalmente también entre las dos facultades teológicas eran muy estrechos. Una vez cada semestre había un dies academicus, en el que los profesores de todas las facultades se presentaban ante los estudiantes de la universidad, haciendo posible así una experiencia de Universitas —algo a lo que hace poco ha aludido también usted, Señor Rector—; es decir, la experiencia de que, no obstante todas las especializaciones que a veces nos impiden comunicarnos entre nosotros, formamos un todo y trabajamos en el todo de la única razón con sus diferentes dimensiones, colaborando así también en la común responsabilidad respecto al recto uso de la razón: era algo que se experimentaba vivamente. Además, la universidad se sentía orgullosa de sus dos facultades teológicas. Estaba claro que también ellas, interrogándose sobre la racionabilidad de la fe, realizan un trabajo que forma parte necesariamente del conjunto de la Universitas scientiarum, aunque no todos podían compartir la fe, a cuya correlación con la razón común se dedican los teólogos. Esta cohesión interior en el cosmos de la razón no se alteró ni siquiera cuando, en cierta ocasión, se supo que uno de los profesores había dicho que en nuestra universidad había algo extraño: dos facultades que se ocupaban de algo que no existía: Dios. En el conjunto de la universidad estaba fuera de discusión que, incluso ante un escepticismo tan radical, seguía siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la razón y que esto debía hacerse en el contexto de la tradición de la fe cristiana. Recordé todo esto recientemente cuando leí la parte, publicada por el profesor Theodore Khoury (Münster), del diálogo que el docto emperador bizantino Manuel II Paleólogo, tal vez en los cuarteles de invierno del año 1391 en Ankara, mantuvo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y sobre la verdad de ambos1. Probablemente 1

De los 26 coloquios (διάλεξις. Khoury traduce «controversia») del diálogo («Entretien»), Th. Khoury ha publicado la 7ª «controversia» con notas y una amplia introducción sobre el origen del texto, la tradición manuscrita y la estructura del diálogo, junto con breves resúmenes de las «controversias» no editadas; el texto griego va acompañado de una traducción francesa: Manuel II Paleólogo, Entretiens avec un Musulman. 7e controverse, Sources chrétiennesn. 115, París 1966. Mientras tanto, Karl Förstel ha publicado en el Corpus Islamico-Christianum (Series Graeca. Redacción de A. Th. Khoury – R. Glei) una edición comentada greco-alemana del texto: Manuel II. Palaiologus, Dialoge mit einem Muslim, 3 vols., Würzburg-

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fue el mismo emperador quien anotó ese diálogo durante el asedio de Constantinopla entre 1394 y 1402. Así se explica que sus razonamientos se recojan con mucho más detalle que las respuestas de su interlocutor persa2. El diálogo abarca todo el ámbito de las estructuras de la fe contenidas en la Biblia y en el Corán, y se detiene sobre todo en la imagen de Dios y del hombre, pero también, cada vez más y necesariamente, en la relación entre las «tres Leyes», como se decía, o «tres órdenes de vida»: Antiguo Testamento, Nuevo Testamento y Corán. No quiero hablar ahora de ello en este discurso; sólo quisiera aludir a un aspecto —más bien marginal en la estructura de todo el diálogo— que, en el contexto del tema «fe y razón», me ha fascinado y que servirá como punto de partida para mis reflexiones sobre esta materia. En el séptimo coloquio (διάλεξις, controversia), editado por el profesor Khoury, el emperador toca el tema de la yihad, la guerra santa. Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: «Ninguna constricción en las cosas de fe». Según dice una parte de los expertos, es probablemente una de las suras del período inicial, en el que Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en detalles, como la diferencia de trato entre los que poseen el «Libro» y los «incrédulos», con una brusquedad que nos sorprende, brusquedad que para nosotros resulta inaceptable, se dirige a su interlocutor llanamente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia en general, diciendo: «Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que predicaba»3. El emperador, después de pronunciarse de un modo tan duro, explica luego minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no se complace con la sangre —dice—; no actuar según la razón (συ ν λόγω) es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas... Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a una persona»4. En esta argumentación contra la conversión mediante la violencia, la afirmación decisiva es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios5. El editor, Altenberge 1993-1996. Ya en 1966 E. Trapp había publicado el texto griego con una introducción como volumen II de los Wiener byzantinische Studien. Citaré a continuación según Khoury. 2 Sobre el origen y la redacción del diálogo puede consultarse Khoury, pp. 22-29; amplios comentarios a este respecto pueden verse también en las ediciones de Förstel y Trapp. 3 Controversia VII 2c: Khoury, pp. 142-143; Förstel, vol. I, VII. Dialog 1.5, pp. 240-241. Lamentablemente, esta cita ha sido considerada en el mundo musulmán como expresión de mi posición personal, suscitando así una comprensible indignación. Espero que el lector de mi texto comprenda inmediatamente que esta frase no expresa mi valoración personal con respecto al Corán, hacia el cual siento el respeto que se debe al libro sagrado de una gran religión. Al citar el texto del emperador Manuel II sólo quería poner de relieve la relación esencial que existe entre la fe y la razón. En este punto estoy de acuerdo con Manuel II, pero sin hacer mía su polémica. 4 Controversia VII 3 b-c: Khoury, pp. 144-145; Förstel vol. I, VII. Dialog 1.6, pp. 240-243. 5 Solamente por esta afirmación cité el diálogo entre Manuel II y su interlocutor persa. Ella nos ofrece el tema de mis reflexiones sucesivas.

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Theodore Khoury, comenta: para el emperador, como bizantino educado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente. En cambio, para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionabilidad6. En este contexto, Khoury cita una obra del conocido islamista francés R. Arnaldez, quien observa que Ibn Hazm llega a decir que Dios no estaría vinculado ni siquiera por su propia palabra y que nada le obligaría a revelarnos la verdad. Si él quisiera, el hombre debería practicar incluso la idolatría7. A este propósito se presenta un dilema en la comprensión de Dios, y por tanto en la realización concreta de la religión, que hoy nos plantea un desafío muy directo. La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o vale siempre y por sí mismo? Pienso que en este punto se manifiesta la profunda consonancia entre lo griego en su mejor sentido y lo que es fe en Dios según la Biblia. Modificando el primer versículo del libro del Génesis, el primer versículo de toda la sagrada Escritura, san Juan comienza el prólogo de su Evangelio con las palabras: «En el principio ya existía el Logos». Ésta es exactamente la palabra que usa el emperador: Dios actúa «συ ν λόγω», con logos. Logos significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero precisamente como razón. De este modo, san Juan nos ha brindado la palabra conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra con la que todos los caminos de la fe bíblica, a menudo arduos y tortuosos, alcanzan su meta, encuentran su síntesis. En el principio existía el logos, y el logos es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de san Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que en sueños vio un macedonio que le suplicaba: «Ven a Macedonia y ayúdanos» (cf. Hch 16, 6-10), puede interpretarse como una expresión condensada de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y el filosofar griego. En realidad, este acercamiento había comenzado desde hacía mucho tiempo. Ya el nombre misterioso de Dios pronunciado en la zarza ardiente, que distingue a este Dios del conjunto de las divinidades con múltiples nombres, y que afirma de él simplemente «Yo soy», su ser, es una contraposición al mito, que tiene una estrecha analogía con el intento de Sócrates de batir y superar el mito mismo8. El proceso iniciado en la zarza llega a un nuevo desarrollo, dentro del Antiguo Testamento, durante el destierro, donde el Dios de Israel, entonces privado de la tierra y del culto, se proclama como el Dios del cielo y de la tierra, presentándose con una simple fórmula que prolonga aquellas palabras oídas desde la zarza: «Yo soy». Juntamente con este nuevo conocimiento de Dios se da una especie de Ilustración, que se expresa drásticamente con la burla de las divinidades que no son sino obra de las manos del hombre (cf. Sal 115). De este modo, a pesar de toda la dureza del desacuerdo con los soberanos helenísticos, que querían obtener con la fuerza la adecuación al estilo de vida griego y a su culto idolátrico, la fe bíblica, durante la época helenística, salía desde sí misma al encuentro de lo mejor del 6

Cf. Khoury, o.c., p. 144, nota 1. R. Arnaldez, Grammaire et théologie chez Ibn Hazm de Cordoue, París 1956, p. 13; cf. Khoury, p. 144. En el desarrollo ulterior de mi discurso se pondrá de manifiesto cómo en la teología de la Baja Edad Media existen posiciones semejantes. 8 Para la interpretación ampliamente discutida del episodio de la zarza que ardía sin consumirse, quisiera remitir a mi libro Einführung in das Christentum, Munich 1968, pp. 84-102. Creo que las afirmaciones que hago en ese libro, no obstante del desarrollo ulterior de la discusión, siguen siendo válidas. 7

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pensamiento griego, hasta llegar a un contacto recíproco que después tuvo lugar especialmente en la literatura sapiencial tardía. Hoy sabemos que la traducción griega del Antiguo Testamento —la de «los Setenta»—, que se hizo en Alejandría, es algo más que una simple traducción del texto hebreo (la cual tal vez podría juzgarse poco positivamente); en efecto, es en sí mismo un testimonio textual y un importante paso específico de la historia de la Revelación, en el cual se realizó este encuentro de un modo que tuvo un significado decisivo para el nacimiento y difusión del cristianismo9. En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión. Partiendo verdaderamente de la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de la naturaleza del pensamiento griego ya fusionado con la fe, Manuel II podía decir: No actuar «con el logos» es contrario a la naturaleza de Dios. Por honradez, sobre este punto es preciso señalar que, en la Baja Edad Media, hubo en la teología tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista, Juan Duns Escoto introdujo un planteamiento voluntarista que, tras sucesivos desarrollos, llevó finalmente a afirmar que sólo conocemos de Dios la voluntas ordinata. Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual habría podido crear y hacer incluso lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho. Aquí se perfilan posiciones que pueden acercarse a las de Ibn Hazm y podrían llevar incluso a una imagen de Dios-Arbitrio, que no está vinculado ni siquiera con la verdad y el bien. La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien, dejan de ser un auténtico espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inaccesibles y escondidas tras sus decisiones efectivas. En contraste con esto, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la que ciertamente — como dice el IV concilio de Letrán en 1215— las diferencias son infinitamente más grandes que las semejanzas, pero sin llegar por ello a abolir la analogía y su lenguaje. Dios no se hace más divino por el hecho de que lo alejemos de nosotros con un voluntarismo puro e impenetrable, sino que, más bien, el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros. Ciertamente el amor, como dice san Pablo, «rebasa» el conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple pensamiento (cf. Ef 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos, por lo cual el culto cristiano, como dice también san Pablo, es «λογικη λατρεία», un culto que concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón (cf. Rm 12, 1)10. Este acercamiento interior recíproco que se ha dado entre la fe bíblica y el planteamiento filosófico del pensamiento griego es un dato de importancia decisiva, no sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones, sino también del de la historia universal, que también hoy hemos de considerar. Teniendo en cuenta este encuentro, no sorprende que el cristianismo, no obstante haber tenido su origen y un 9

Cf. A. Schenker, “L'Écriture sainte subsiste en plusieurs formes canoniques simultanées”, en:L'interpretazione della Bibbia nella Chiesa. Atti del Simposio promosso dalla Congregazione per la Dottrina della Fede, Ciudad del Vaticano 2001, pp. 178-186. 10 Este tema lo he tratado más detalladamente en mi libro Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Friburgo 2000, pp. 38-42.

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importante desarrollo en Oriente, haya encontrado finalmente su impronta decisiva en Europa. Y podemos decirlo también a la inversa: este encuentro, al que se une sucesivamente el patrimonio de Roma, creó a Europa y permanece como fundamento de lo que, con razón, se puede llamar Europa. A la tesis según la cual el patrimonio griego, críticamente purificado, forma parte integrante de la fe cristiana se opone la pretensión de la deshelenización del cristianismo, la cual domina cada vez más las discusiones teológicas desde el inicio de la época moderna. Si se analiza con atención, en el programa de la deshelenización pueden observarse tres etapas que, aunque vinculadas entre sí, se distinguen claramente una de otra por sus motivaciones y sus objetivos11. La deshelenización surge inicialmente en conexión con los postulados de la Reforma del siglo XVI. Respecto a la tradición teológica escolástica, los reformadores se vieron ante una sistematización de la teología totalmente dominada por la filosofía, es decir, por una articulación de la fe basada en un pensamiento ajeno a la fe misma. Así, la fe ya no aparecía como palabra histórica viva, sino como un elemento insertado en la estructura de un sistema filosófico. El principio de la sola Scriptura, en cambio, busca la forma pura primordial de la fe, tal como se encuentra originariamente en la Palabra bíblica. La metafísica se presenta como un presupuesto que proviene de otra fuente y del cual se debe liberar a la fe para que ésta vuelva a ser totalmente ella misma. Kant, con su afirmación de que había tenido que renunciar a pensar para dejar espacio a la fe, desarrolló este programa con un radicalismo no previsto por los reformadores. De este modo, ancló la fe exclusivamente en la razón práctica, negándole el acceso a la realidad plena. La teología liberal de los siglos XIX y XX supuso una segunda etapa en el programa de la deshelenización, cuyo representante más destacado es Adolf von Harnack. En mis años de estudiante y en los primeros de mi actividad académica, este programa ejercía un gran influjo también en la teología católica. Se utilizaba como punto de partida la distinción de Pascal entre el Dios de los filósofos y el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. En mi discurso inaugural en Bonn, en 1959, traté de afrontar este asunto12 y no quiero repetir aquí todo lo que dije en aquella ocasión. Sin embargo, me gustaría tratar de poner de relieve, al menos brevemente, la novedad que caracterizaba esta segunda etapa de deshelenización respecto a la primera. La idea central de Harnack era simplemente volver al hombre Jesús y a su mero mensaje, previo a todas las elucubraciones de la teología y, precisamente, también de las helenizaciones: este mensaje sin añadidos constituiría la verdadera culminación del desarrollo religioso de la humanidad. Jesús habría acabado con el culto sustituyéndolo con la moral. En definitiva, se presentaba a Jesús como padre de un mensaje moral humanitario. En el fondo, el objetivo de Harnack era hacer que el cristianismo estuviera en armonía con la razón moderna, librándolo precisamente de elementos aparentemente filosóficos y teológicos, como por ejemplo la fe en la divinidad de Cristo y en la trinidad de Dios. En este sentido, la exégesis 11

De la abundante bibliografía sobre el tema de la deshelenización, quisiera mencionar especialmente: A. Grillmeier, “Hellenisierung – Judaisierung des Christentums als Deuteprinzipien der Geschichte des kirchlichen Dogmas”, en: Id., Mit ihm und in ihm. Christologische Forschungen und Perspecktiven, Friburgo 1975, pp. 423-488. 12 Publicada y comentada de nuevo por Heino Sonnemanns (ed.): Joseph Ratzinger-Benedikt XVI, Der Gott des Glaubens und der Gott der Philosophen. Ein Beitrag zum Problem der theologia naturalis, JohannesVerlag Leutesdorf, 2. ergänzte Auflage 2005.

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histórico-crítica del Nuevo Testamento, según su punto de vista, vuelve a dar a la teología un puesto en el cosmos de la universidad: para Harnack, la teología es algo esencialmente histórico y, por tanto, estrictamente científico. Lo que investiga sobre Jesús mediante la crítica es, por decirlo así, expresión de la razón práctica y, por consiguiente, puede estar presente también en el conjunto de la universidad. En el trasfondo de todo esto subyace la autolimitación moderna de la razón, clásicamente expresada en las «críticas» de Kant, aunque radicalizada ulteriormente entre tanto por el pensamiento de las ciencias naturales. Este concepto moderno de la razón se basa, por decirlo brevemente, en una síntesis entre platonismo (cartesianismo) y empirismo, una síntesis corroborada por el éxito de la técnica. Por una parte, se presupone la estructura matemática de la materia, su racionalidad intrínseca, por decirlo así, que hace posible comprender cómo funciona y puede ser utilizada: este presupuesto de fondo es en cierto modo el elemento platónico en la comprensión moderna de la naturaleza. Por otra, se trata de la posibilidad de explotar la naturaleza para nuestros propósitos, en cuyo caso sólo la posibilidad de verificar la verdad o falsedad mediante la experimentación ofrece la certeza decisiva. El peso entre los dos polos puede ser mayor o menor entre ellos, según las circunstancias. Un pensador tan drásticamente positivista como J. Monod se declaró platónico convencido. Esto implica dos orientaciones fundamentales decisivas para nuestra cuestión. Sólo el tipo de certeza que deriva de la sinergia entre matemática y método empírico puede considerarse científica. Todo lo que pretenda ser ciencia ha de atenerse a este criterio. También las ciencias humanas, como la historia, la psicología, la sociología y la filosofía, han tratado de aproximarse a este canon de valor científico. Además, es importante para nuestras reflexiones constatar que este método en cuanto tal excluye el problema de Dios, presentándolo como un problema a-científico o pre-científico. Pero de este modo nos encontramos ante una reducción del ámbito de la ciencia y de la razón que es preciso poner en discusión. Volveré más tarde sobre este argumento. Por el momento basta tener presente que, desde esta perspectiva, cualquier intento de mantener la teología como disciplina «científica» dejaría del cristianismo únicamente un minúsculo fragmento. Pero hemos de añadir más: si la ciencia en su conjunto es sólo esto, entonces el hombre mismo sufriría una reducción, pues los interrogantes propiamente humanos, es decir, de dónde viene y a dónde va, los interrogantes de la religión y de la ética, no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la «ciencia» entendida de este modo y tienen que desplazarse al ámbito de lo subjetivo. El sujeto, basándose en su experiencia, decide lo que considera admisible en el ámbito religioso y la «conciencia» subjetiva se convierte, en definitiva, en la única instancia ética. Pero, de este modo, el ethos y la religión pierden su poder de crear una comunidad y se convierten en un asunto totalmente personal. La situación que se crea es peligrosa para la humanidad, como se puede constatar en las patologías que amenazan a la religión y a la razón, patologías que irrumpen por necesidad cuando la razón se reduce hasta el punto de que ya no le interesan las cuestiones de la religión y de la ética. Lo que queda de esos intentos de construir una ética partiendo de las reglas de la evolución, de la psicología o de la sociología, es simplemente insuficiente. Antes de llegar a las conclusiones a las que conduce todo este razonamiento, quiero referirme brevemente a la tercera etapa de la deshelenización, que se está difundiendo actualmente. Teniendo en cuenta el encuentro entre múltiples culturas, se suele decir 18


hoy que la síntesis con el helenismo en la Iglesia antigua fue una primera inculturación, que no debería ser vinculante para las demás culturas. Éstas deberían tener derecho a volver atrás, hasta el momento previo a dicha inculturación, para descubrir el mensaje puro del Nuevo Testamento e inculturarlo de nuevo en sus ambientes respectivos. Esta tesis no es simplemente falsa, sino también rudimentaria e imprecisa. En efecto, el Nuevo Testamento fue escrito en griego e implica el contacto con el espíritu griego, un contacto que había madurado en el desarrollo precedente del Antiguo Testamento. Ciertamente, en el proceso de formación de la Iglesia antigua hay elementos que no deben integrarse en todas las culturas. Sin embargo, las opciones fundamentales que atañen precisamente a la relación entre la fe y la búsqueda de la razón humana forman parte de la fe misma, y son un desarrollo acorde con su propia naturaleza. Llego así a la conclusión. Este intento de crítica de la razón moderna desde su interior, expuesto sólo a grandes rasgos, no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna. Se debe reconocer sin reservas lo que tiene de positivo el desarrollo moderno del espíritu: todos nos sentimos agradecidos por las maravillosas posibilidades que ha abierto al hombre y por los progresos que se han logrado en la humanidad. Por lo demás, la ética de la investigación científica —como ha aludido usted, Señor Rector Magnífico—, debe implicar una voluntad de obediencia a la verdad y, por tanto, expresar una actitud que forma parte de los rasgos esenciales del espíritu cristiano. La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. Porque, a la vez que nos alegramos por las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos. Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir sus horizonte en toda su amplitud. En este sentido, la teología, no sólo como disciplina histórica y ciencia humana, sino como teología auténtica, es decir, como ciencia que se interroga sobre la razón de la fe, debe encontrar espacio en la universidad y en el amplio diálogo de las ciencias. Sólo así seremos capaces de entablar un auténtico diálogo entre las culturas y las religiones, del cual tenemos urgente necesidad. En el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas. Con todo, como he tratado de demostrar, la razón moderna propia de las ciencias naturales, con su elemento platónico intrínseco, conlleva un interrogante que va más allá de sí misma y que trasciende las posibilidades de su método. La razón científica moderna ha de aceptar simplemente la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza como un dato de hecho, en el cual se basa su método. Ahora bien, la pregunta sobre el por qué existe este dato de hecho, la deben plantear las ciencias naturales a otros ámbitos más amplios y altos del pensamiento, como son la filosofía y la teología. Para la filosofía y, de modo diferente, para la teología, escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, 19


especialmente las de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería una grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta. Aquí me vienen a la mente unas palabras que Sócrates dijo a Fedón. En los diálogos anteriores se habían expuesto muchas opiniones filosóficas erróneas; y entonces Sócrates dice: «Sería fácilmente comprensible que alguien, a quien le molestaran todas estas opiniones erróneas, desdeñara durante el resto de su vida y se burlara de toda conversación sobre el ser; pero de esta forma renunciaría a la verdad de la existencia y sufriría una gran pérdida»13. Occidente, desde hace mucho, está amenazado por esta aversión a los interrogantes fundamentales de su razón, y así sólo puede sufrir una gran pérdida. La valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza, es el programa con el que una teología comprometida en la reflexión sobre la fe bíblica entra en el debate de nuestro tiempo. «No actuar según la razón, no actuar con el logos es contrario a la naturaleza de Dios», dijo Manuel II partiendo de su imagen cristiana de Dios, respondiendo a su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente por nosotros mismos es la gran tarea de la universidad.

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90 c-d. Para este texto se puede ver también R. Guardini, Der Tod des Sokrates, Maguncia-Paderborn 19875, pp. 218-221.

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DISCURSO EN LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD LATERANENSE. 21 de octubre de 2006

Me alegra estar aquí, en «mi» Universidad, porque esta es la universidad del Obispo de Roma. Sé que aquí se busca la verdad y de este modo, en última instancia, se busca a Cristo, porque él es la Verdad en persona. En realidad, este camino hacia la verdad ―tratar de conocer mejor la verdad en todas sus expresiones― es un servicio eclesial fundamental. Un gran teólogo belga ha escrito un libro titulado: «El amor a las letras y el deseo de Dios», y ha mostrado que en la tradición del monacato las dos cosas van juntas, porque Dios es Palabra y nos habla a través de la Escritura. Por consiguiente, supone que nosotros comenzamos a leer, a estudiar, a profundizar en el conocimiento de la Palabra. En este sentido, la apertura de la biblioteca es un acontecimiento tanto universitario, académico, como espiritual y teológico, pues precisamente leyendo, en camino hacia la verdad, estudiando las palabras para encontrar la Palabra, estamos al servicio del Señor. Un servicio del Evangelio para el mundo, porque el mundo necesita la verdad. Sin verdad no hay libertad, no estamos plenamente en la idea originaria del Creador. Os agradezco vuestro trabajo. El Señor os bendiga en todo este año académico. *** Señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; ilustres señores y amables señoras; queridos estudiantes: Me alegra mucho poder compartir con vosotros el inicio del Año académico, que coincide con la solemne inauguración de la nueva biblioteca y de esta aula magna. Agradezco al gran canciller, señor cardenal Camillo Ruini, las palabras de bienvenida que tan cordialmente me ha dirigido en nombre de toda la comunidad académica. Saludo al rector magnífico, mons. Rino Fisichella, y le agradezco lo que ha dicho dando inicio a este solemne acto académico. Saludo a los cardenales, a los arzobispos y obispos, a las autoridades académicas y a todos los profesores, así como al personal que trabaja en la Universidad. Saludo asimismo con especial afecto a todos los estudiantes, porque la Universidad fue creada para ellos. Recuerdo con agrado mi última visita a esta Universidad Lateranense y, como si no hubiera pasado el tiempo, quisiera referirme al tema que se trató entonces, como si lo hubiéramos interrumpido sólo por algunos momentos. Un contexto como el académico invita de un modo muy peculiar a entrar de nuevo en el tema de la crisis de cultura y de identidad, que en estos decenios se presenta no sin dramatismo ante nuestros ojos. La Universidad es uno de los lugares más cualificados para tratar de encontrar los caminos oportunos para salir de esta situación, pues en ella se conserva la riqueza de la tradición que permanece viva a lo largo de los siglos ―y precisamente la biblioteca es un medio esencial para conservar la riqueza de la tradición―; en ella se puede ilustrar la fecundidad de la verdad cuando es acogida en su autenticidad con espíritu sencillo y abierto. 21


En la Universidad se forman las nuevas generaciones, que esperan una propuesta seria, comprometedora y capaz de responder en nuevos contextos al interrogante perenne sobre el sentido de la propia existencia. Esta expectativa no debe quedar defraudada. El contexto contemporáneo parece conceder primacía a una inteligencia artificial cada vez más subyugada por la técnica experimental, olvidando de este modo que toda ciencia debe defender siempre al hombre y promover su búsqueda del bien auténtico. Conceder más valor al «hacer» que al «ser» no ayuda a restablecer el equilibrio fundamental que toda persona necesita para dar a su existencia un sólido fundamento y una finalidad válida. En efecto, todo hombre está llamado a dar sentido a su obrar sobre todo cuando se sitúa en el horizonte de un descubrimiento científico que va contra la esencia misma de la vida personal. Dejarse llevar por el gusto del descubrimiento sin salvaguardar los criterios que derivan de una visión más profunda haría caer fácilmente en el drama del que se hablaba en el mito antiguo: el joven Ícaro, arrastrado por el gusto del vuelo hacia la libertad absoluta, desoyendo las advertencias de su anciano padre Dédalo, se acerca cada vez más al sol, olvidando que las alas con las que se ha elevado hacia el cielo son de cera. La caída desastrosa y la muerte son el precio que paga por esa engañosa ilusión. El mito antiguo encierra una lección de valor perenne. En la vida existen otras ilusiones engañosas, en las que no podemos poner nuestra confianza, si no queremos correr el riesgo de consecuencias desastrosas para nuestra vida y para la de los demás. El profesor universitario no sólo tiene como misión investigar la verdad y suscitar perenne asombro ante ella, sino también promover su conocimiento en todos los aspectos y defenderla de interpretaciones reductivas y desviadas. Poner en el centro el tema de la verdad no es un acto meramente especulativo, restringido a un pequeño círculo de pensadores; al contrario, es una cuestión vital para dar profunda identidad a la vida personal y suscitar la responsabilidad en las relaciones sociales (cf. Ef 4, 25). De hecho, si no se plantea el interrogante sobre la verdad y no se admite que cada persona tiene la posibilidad concreta de alcanzarla, la vida acaba por reducirse a un abanico de hipótesis sin referencias ciertas. Como decía el famoso humanista Erasmo: «Las opiniones son fuente de felicidad barata. Aprender la verdadera esencia de las cosas, aunque se trate de cosas de mínima importancia, cuesta gran esfuerzo» (Elogio de la locura XL, VII). Este es el esfuerzo que la Universidad debe tratar de realizar; se lleva a cabo mediante el estudio y la investigación, con espíritu de paciente perseverancia. En cualquier caso, este esfuerzo permite entrar progresivamente en el núcleo de las cuestiones y suscita la pasión por la verdad y la alegría por haberla encontrado. Siguen siendo muy actuales las palabras del santo obispo Anselmo de Aosta: «Que yo te busque deseando; que te desee buscando; que te encuentre amando; y que te ame encontrándote» (Proslogion, 1). Ojalá que el espacio del silencio y de la contemplación, que son el escenario indispensable donde se sitúan los interrogantes que la mente suscita, encuentre entre estas paredes personas atentas que sepan valorar su importancia, su eficacia y sus consecuencias tanto para la vida personal como para la social. Dios es la verdad última a la que toda razón tiende naturalmente, impulsada por el deseo de recorrer a fondo el camino que se le ha asignado. Dios no es una palabra vacía ni una hipótesis abstracta; al contrario, es el fundamento sobre el que se ha de construir la propia vida. Vivir en el mundo «veluti si Deus daretur» conlleva la aceptación de la 22


responsabilidad que impulsa a investigar todos los caminos con tal de acercarse lo más posible a él, que es el fin hacia el cual tiende todo (cf. 1 Co 15, 24). El creyente sabe que este Dios tiene un rostro y que, una vez para siempre, en Jesucristo se hizo cercano a cada hombre. Lo recordó con agudeza el concilio Vaticano II: «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (Gaudium et spes, 22). Conocerlo a él es conocer la verdad plena, gracias a la cual se encuentra la libertad: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). Antes de concluir, deseo expresar vivo aprecio por la realización de las nuevas instalaciones, que completan el complejo de edificios de la Universidad, haciéndola cada vez más adecuada para el estudio, la investigación y la animación de la vida de toda la comunidad. Habéis querido dedicar a mi pobre persona esta aula magna. Os agradezco el gesto. Espero que sea un centro fecundo de actividad científica a través del cual la Universidad Lateranense se transforme en instrumento de un fecundo diálogo entre las diversas realidades religiosas y culturales, en la búsqueda común de caminos que favorezcan el bien y el respeto de todos. Con estos sentimientos, a la vez que pido al Señor que derrame sobre este lugar la abundancia de sus luces, encomiendo el camino de este año académico a la protección de la Virgen santísima, e imparto a todos la propiciadora bendición apostólica.

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DISCURSO A LOS PROFESORES Y ALUMNOS DE LAS UNIVERSIDADES Y ATENEOS ECLESIÁSTICOS DE ROMA. 23 de octubre de 2006 Señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas: Me alegra encontrarme con vosotros al final de la santa misa y poder así expresaros mis mejores deseos para el nuevo año académico. Saludo en primer lugar al señor cardenal Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la educación católica, que ha presidido la concelebración eucarística, y le agradezco cordialmente las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo al secretario y a los demás colaboradores del dicasterio para la educación católica, renovando a todos la expresión de mi gratitud por el valioso servicio que prestan a la Iglesia en un ámbito tan importante para la formación de las nuevas generaciones. Mi saludo se extiende a los rectores, a los profesores y a los alumnos de todas las universidades y ateneos pontificios aquí presentes y a los que están espiritualmente unidos a nosotros en la oración. Como todos los años, también esta tarde se ha dado cita la comunidad académica eclesiástica romana, formada por cerca de quince mil personas y caracterizada por una amplia multiplicidad de procedencias. De las Iglesias de todo el mundo, especialmente de las diócesis de reciente creación y de los territorios misioneros, vienen a Roma seminaristas y diáconos para frecuentar los ateneos pontificios, así como presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas, y no pocos laicos, para completar sus estudios superiores de licenciatura y doctorado, o para participar en otros cursos de especialización y actualización. Aquí encuentran profesores y formadores que, a su vez, son de diversas nacionalidades y de diferentes culturas. Con todo, esta variedad no crea dispersión, porque, como expresa de la forma más elevada también esta celebración litúrgica, todos los ateneos, las facultades y los colegios tienden a una unidad superior, obedeciendo a criterios comunes de formación, principalmente al de la fidelidad al Magisterio. Por tanto, al inicio del nuevo año, bendigamos al Señor por esta singular comunidad de profesores y alumnos, que manifiesta de modo elocuente la universalidad y la unidad de la Iglesia católica. Una comunidad tanto más hermosa porque se dirige de modo especial a los jóvenes, dándoles la oportunidad de entrar en contacto con instituciones de alto valor teológico y cultural, y ofreciéndoles al mismo tiempo la posibilidad de experiencias eclesiales y pastorales enriquecedoras. Quisiera reafirmar también en esta ocasión, como lo he hecho en varios encuentros con sacerdotes y seminaristas, la importancia prioritaria de la vida espiritual y la necesidad de lograr, además del crecimiento cultural, una equilibrada maduración humana y una profunda formación ascética y religiosa. Quien quiera ser amigo de Jesús y convertirse en su discípulo auténtico ―sea seminarista, sacerdote, religioso, religiosa o laico― no puede por menos de cultivar una íntima amistad con él en la meditación y en la oración. La profundización de las verdades cristianas y el estudio de la teología o de otra disciplina religiosa suponen una 24


educación en el silencio y la contemplación, porque es necesario desarrollar la capacidad de escuchar con el corazón a Dios que habla. El pensamiento siempre necesita purificación para poder entrar en la dimensión donde Dios pronuncia su Palabra creadora y redentora, su Verbo «salido del silencio», según una hermosa expresión de san Ignacio de Antioquía (Carta a los Magnesios VIII, 2). Nuestras palabras sólo pueden tener algún valor y utilidad si provienen del silencio de la contemplación; de lo contrario, contribuyen a la inflación de los discursos del mundo, que buscan el consenso de la opinión común. Por tanto, quien estudia en un centro eclesiástico debe estar dispuesto a obedecer a la verdad y, en consecuencia, a cultivar una especial ascesis del pensamiento y de la palabra. Esa ascesis se basa en la familiaridad amorosa con la palabra de Dios y antes aún con el «silencio» del que brota la Palabra en el diálogo de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. A ese diálogo también nosotros tenemos acceso mediante la santa humanidad de Cristo. Así pues, queridos amigos, como hicieron los discípulos del Señor, pedidle: Maestro, «enséñanos a orar» (Lc 11, 1), y también: enséñanos a pensar, a escribir y a hablar, porque estas cosas están íntimamente unidas entre sí. Estas son las sugerencias que os doy a cada uno de vosotros, queridos hermanos y hermanas, al inicio de este nuevo año académico. Las acompaño de buen grado con la seguridad de un recuerdo especial en la oración, para que el Espíritu Santo ilumine vuestro corazón y os lleve a un claro conocimiento de Cristo, capaz de transformar vuestra existencia, porque sólo él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68). Vuestro futuro apostolado será fecundo y fructuoso en la medida en que, durante estos años, os preparéis estudiando con seriedad, y sobre todo alimentéis vuestra relación personal con él, tendiendo a la santidad y teniendo como único objetivo de vuestra existencia la realización del reino de Dios. Encomiendo estos deseos a la maternal intercesión de María santísima, Sede de la Sabiduría. Que ella os acompañe a lo largo de este nuevo año de estudio y escuche todas vuestras expectativas y esperanzas. Con afecto imparto a cada uno de vosotros y a vuestras comunidades de estudio, así como a vuestros seres queridos, una especial bendición apostólica.

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DISCURSO DURANTE LA VISITA A LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD GREGORIANA DE ROMA. 3 de noviembre de 2006 Señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos profesores y queridos estudiantes: Me alegra encontrarme hoy con vosotros. Os saludo en primer lugar precisamente a vosotros, los estudiantes, que veo en gran número en este elegante y austero patio porticado, pero sé que también en varias aulas hay muchos que están en contacto con nosotros a través de pantallas y altavoces. Queridos jóvenes, os agradezco los sentimientos expresados por vuestro representante y por vosotros mismos. En cierto sentido, la Universidad es propiamente vuestra. Desde el lejano 1551, cuando san Ignacio de Loyola la fundó, existe para vosotros, para los estudiantes. Todas las energías gastadas por vuestros profesores y docentes en la enseñanza y en la investigación son por vosotros. Por vosotros son las preocupaciones y los esfuerzos diarios del rector magnífico, de los vicerrectores, de los decanos y de los directores. Vosotros sois conscientes de ello y estoy seguro de que también os sentís agradecidos. Saludo en especial al cardenal Zenon Grocholewski. Como prefecto de la Congregación para la educación católica, es el gran canciller de esta universidad y representa en ella al Romano Pontífice (cf. Statuta Universitatis, art. 6, 2). Precisamente por eso, mi predecesor Pío XI, de venerada memoria, declaró la Universidad Gregoriana «plenissimo iure ac nomine» pontificia (cf. carta apostólica Gregorianam studiorum, en AAS 24 [1932] 268). La historia misma del Colegio Romano y de la Universidad Gregoriana, su heredera, como recordaba el padre rector en las palabras que me ha dirigido, es el fundamento de este estatuto totalmente particular. Saludo al reverendo padre Peter-Hans Kolvenbach, s.j., que, como prepósito general de la Compañía de Jesús, es el vice gran canciller de la Universidad y el responsable más inmediato de esta obra, que no dudo en calificar como uno de los grandes servicios que la Compañía de Jesús presta a la Iglesia universal. Saludo a los bienhechores aquí presentes. El Freundeskreis der Gregoriana de Alemania, la Gregorian University Foundation de Nueva York, la Fundación La Gregoriana de Roma, y otros grupos de bienhechores. Queridos hermanos, os agradezco lo que hacéis con generosidad para sostener esta obra que la Santa Sede ha encomendado y sigue encomendando a la Compañía de Jesús. Saludo a los padres jesuitas que aquí desempeñan su actividad de enseñanza con laudable espíritu de abnegación y austeridad de vida. Dirijo mi saludo a los demás profesores y lo extiendo también a los padres y hermanos del Pontificio Instituto Bíblico y del Pontificio Instituto Oriental, que, juntamente con la Gregoriana, forman un consortium académico (cf. Pío XI, motu proprio Quod maxime, 30 de septiembre de 1928) prestigioso, no sólo por lo que atañe a la enseñanza, sino también al patrimonio de libros de las tres bibliotecas, que poseen fondos especializados incomparables. 26


Saludo, por último al personal no docente de la Universidad, que ha querido expresar también sus sentimientos a través del secretario general, al que doy las gracias. El personal no docente presta diariamente un servicio oculto, pero muy importante para la misión que la Gregoriana está llamada a realizar por mandato de la Santa Sede. A cada uno de ellos va mi cordial aliento. Con alegría me encuentro en este patio porticado, que he cruzado en varias ocasiones. Recuerdo en especial la defensa de la tesis del padre Lohfink durante el Concilio, en presencia de muchos cardenales y también de pobres peritos como yo. Quiero recordar en particular el tiempo en que, siendo profesor ordinario de dogmática e historia del dogma en la Universidad de Ratisbona, fui invitado en 1972 por el rector de entonces, p. Hervé Carrier, s.j., a dirigir un curso a los estudiantes del segundo ciclo de especialización en teología dogmática. Dirigí un curso sobre la santísima Eucaristía. Con la familiaridad de entonces, os digo a vosotros, queridos profesores y estudiantes, que el compromiso del estudio y de la enseñanza, para que tenga sentido en relación con el reino de Dios, debe estar sostenido por las virtudes teologales. En efecto, el objeto inmediato de la ciencia teológica, en sus diversas especificaciones, es Dios mismo, que se reveló en Jesucristo, Dios con rostro humano. También cuando el objeto inmediato es el pueblo de Dios en su dimensión visible e histórica, como en el derecho canónico y en la historia de la Iglesia, el análisis profundo de la materia vuelve a impulsar a la contemplación, en la fe, del misterio de Cristo resucitado. Es él quien, presente en su Iglesia, la conduce entre los acontecimientos del tiempo hacia la plenitud escatológica, una meta hacia la que caminamos sostenidos por la esperanza. Sin embargo, no basta conocer a Dios para poder encontrarlo realmente; también hay que amarlo. El conocimiento se debe transformar en amor. El estudio de la teología, del derecho canónico y de la historia de la Iglesia no es sólo conocimiento de las proposiciones de la fe en su formulación histórica y en su aplicación práctica; también es siempre inteligencia de las mismas en la fe, en la esperanza y en la caridad. Sólo el Espíritu escruta las profundidades de Dios (cf. 1 Co 2, 10); por tanto, sólo escuchando al Espíritu se puede escrutar la profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios (cf. Rm 11, 33). Al Espíritu se le escucha en la oración, cuando el corazón se abre a la contemplación del misterio de Dios, que se nos reveló en el Hijo Jesucristo, imagen del Dios invisible (cf. Col 1, 15), constituido Cabeza de la Iglesia y Señor de todas las cosas (cf. Ef 1, 10; Col 1, 18). La Universidad Gregoriana, desde sus orígenes con el Colegio Romano, se ha distinguido por el estudio de la filosofía y de la teología. Sería demasiado largo enumerar los nombres de los insignes filósofos y teólogos que se han sucedido en las cátedras de este centro académico; a ellos deberíamos añadir también los de famosos canonistas e historiadores de la Iglesia, que han gastado sus energías dentro de estas prestigiosas paredes. Todos han contribuido en gran medida al progreso de las ciencias que han cultivado; por tanto, han prestado un valioso servicio a la Sede apostólica en el cumplimiento de su función doctrinal, disciplinar y pastoral. Con la evolución de los tiempos cambian necesariamente las perspectivas. Hoy no se puede por menos de tener en cuenta la confrontación con la cultura secular, que en muchas partes del mundo no sólo tiende cada vez más a negar todo signo de la presencia de Dios en la vida de la sociedad y de 27


cada persona, sino que también, con varios medios, que desorientan y ofuscan la recta conciencia del hombre, quiere minar su capacidad de ponerse a la escucha de Dios. No se puede prescindir tampoco de la relación con las demás religiones, la cual sólo resulta constructiva si evita toda ambigüedad que de algún modo debilite el contenido esencial de la fe cristiana en Cristo único Salvador de todos los hombres (cf. Hch 4, 12) y en la Iglesia, sacramento necesario de salvación para toda la humanidad (cf. declaración Dominus Iesus, nn. 13-15; 20-22: AAS 92 [2000] 742-765). En este momento no puedo olvidar las demás ciencias humanas que se cultivan en esta insigne universidad, siguiendo la gloriosa tradición académica del Colegio Romano. De todos es conocido el gran prestigio que logró el Colegio Romano en el campo de las matemáticas, la física y la astronomía. Basta recordar que el calendario llamado «Gregoriano», porque fue impulsado por mi predecesor Gregorio XIII, y que actualmente se usa en todo el mundo, fue elaborado en 1582 por el padre Cristóforo Clavio, profesor del Colegio Romano. Basta recordar también al padre Matteo Ricci, que llevó hasta la lejana China no sólo su testimonio de fe, sino también el saber adquirido como discípulo del padre Clavio. Hoy estas materias ya no se cultivan en la Gregoriana, pero se han introducido otras ciencias humanas, como la psicología, las ciencias sociales y la comunicación social. Con ellas se quiere comprender cada vez más profundamente al hombre, tanto en su dimensión personal profunda, como en su dimensión externa de constructor de la sociedad, en la justicia y en la paz, y de comunicador de la verdad. Precisamente porque esas ciencias atañen al hombre, no pueden prescindir de la referencia a Dios, dado que al hombre no se lo puede entender plenamente, tanto en su interioridad como en su exterioridad, si no se lo reconoce abierto a la trascendencia. Sin su referencia a Dios, el hombre no puede responder a los interrogantes fundamentales que agitan y agitarán siempre su corazón con respecto al fin y, por tanto, al sentido de su existencia. En consecuencia, tampoco es posible comunicar a la sociedad los valores éticos indispensables para garantizar una convivencia digna del hombre. El destino del hombre sin su referencia a Dios no puede menos de ser la desolación de la angustia que lleva a la desesperación. Sólo refiriéndose al Dios-Amor, que se reveló en Jesucristo, el hombre puede encontrar el sentido de su existencia y vivir en la esperanza, a pesar de experimentar los males que afligen su existencia personal y la sociedad en la que vive. La esperanza hace que el hombre no se cierre en un nihilismo paralizador y estéril, sino que se abra al compromiso generoso en la sociedad en la que vive, para poder mejorarla. Es la tarea que Dios encomendó al hombre al crearlo a su imagen y semejanza, una tarea que confiere al hombre la mayor dignidad, pero también una inmensa responsabilidad. Desde esta perspectiva, vosotros, profesores y docentes de la Gregoriana, estáis llamados a formar a los estudiantes que la Iglesia os encomienda. La formación integral de los jóvenes es uno de los apostolados tradicionales de la Compañía de Jesús desde sus orígenes; por eso el Colegio Romano desde el inicio ha llevado a cabo esta misión. El hecho de haber encomendado a la Compañía de Jesús, en Roma cerca de la Sede apostólica, el Colegio alemán, el Seminario romano, el Colegio húngaro, unido al alemán, el Colegio inglés, el Colegio griego, el Colegio escocés y el Colegio irlandés, tenía como finalidad asegurar una formación del clero de esas naciones donde se hallaba rota la unidad de la fe y la comunión con la Sede apostólica. Esos colegios siguen 28


enviando sus alumnos, casi exclusivamente o en buen número, a la Universidad Gregoriana, para continuar esa misión originaria. A lo largo de la historia, a esos colegios mencionados se han sumado muchos otros. Por eso, es mucho más exigente la tarea que debéis realizar, queridos profesores y docentes. En consecuencia, oportunamente, después de una profunda reflexión, habéis redactado una «Declaración de finalidades», esencial para una institución como la vuestra, porque indica sintéticamente su naturaleza y su misión. Sobre esa base estáis llevando a cabo la renovación de los Estatutos de la Universidad y de los Reglamentos generales, así como de los Estatutos y de los Reglamentos de las diversas facultades, institutos y centros. Eso contribuirá a definir mejor la identidad de la Gregoriana, permitiendo la redacción de programas académicos más adecuados para el cumplimiento de su misión, que es fácil y difícil a la vez. Fácil, porque la identidad y la misión de la Gregoriana están muy claras desde sus primeros orígenes, sobre la base de las indicaciones reafirmadas por tantos Romanos Pontífices, dieciséis de los cuales fueron alumnos de esta universidad. Y difícil, al mismo tiempo, porque supone una fidelidad constante a su historia y a su tradición, para no perder sus raíces históricas y, a la vez, apertura a la realidad actual para responder con espíritu creativo, después de un atento discernimiento, a las necesidades de la Iglesia y del mundo de hoy. Como universidad eclesiástica pontificia, este centro académico está comprometido a sentire in Ecclesia et cum Ecclesia. Es un compromiso que nace del amor a la Iglesia, nuestra Madre y Esposa de Cristo. Debemos amarla como Cristo mismo la amó, asumiendo en nosotros los sufrimientos del mundo y de la Iglesia para completar en nuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo (cf. Col 1, 24). Así es como se puede formar a las nuevas generaciones de sacerdotes, religiosos y laicos comprometidos. En efecto, es preciso preguntarse según qué tipo de sacerdote se quiere formar a los alumnos, según qué tipo de religioso o religiosa, de laico o laica. Ciertamente, vuestro objetivo, queridos profesores y docentes, es formar sacerdotes doctos, pero al mismo tiempo dispuestos a entregar su vida sirviendo, con corazón indiviso, con humildad y austeridad de vida, a todos los que el Señor encomiende a su ministerio. Así, queréis impartir una formación intelectual sólida a religiosos y religiosas, para que sepan vivir con alegría la consagración que Dios les ha regalado como don y presentarse como signo escatológico de la vida futura a la que todos estamos llamados. Asimismo, queréis preparar laicos y laicas que con competencia sepan realizar servicios y oficios en la Iglesia y, ante todo, ser fermento del reino de Dios en la esfera temporal. Desde esta perspectiva, precisamente este año la Universidad ha iniciado un programa interdisciplinar para formar a los laicos a vivir su vocación específicamente eclesial de compromiso ético en la esfera pública. Con todo, la formación también es responsabilidad vuestra, queridos estudiantes. El estudio requiere ciertamente ascesis y abnegación constante. Pero precisamente de este modo la persona se forma en el sacrificio y en el sentido del deber. En efecto, lo que aprendéis hoy es lo que comunicaréis el día de mañana, cuando la Iglesia os encomiende el ministerio sagrado u otros servicios y oficios en beneficio de la comunidad. Lo que en toda circunstancia podrá alegrar vuestro corazón será la conciencia de haber cultivado siempre la rectitud de intención, gracias a la cual se tiene la certeza de haber buscado y 29


realizado sólo la voluntad de Dios. Obviamente, todo esto requiere purificación del corazón y discernimiento. Queridos hijos de san Ignacio, una vez más el Papa os encomienda esta universidad, obra muy importante para la Iglesia universal y para tantas Iglesias particulares. Constituye desde siempre una prioridad entre las prioridades de los apostolados de la Compañía de Jesús. Fue en el ambiente universitario de París donde san Ignacio de Loyola y sus primeros compañeros maduraron el deseo ardiente de ayudar a las almas amando y sirviendo a Dios en todo, para su mayor gloria. Impulsado por la moción interior del Espíritu, san Ignacio vino a Roma, centro de la cristiandad, sede del Sucesor de Pedro, y aquí fundó el Colegio Romano, primera universidad de la Compañía de Jesús. La Universidad Gregoriana es hoy el ambiente universitario en el que se realiza de modo pleno y evidente, aun a distancia de 456 años, el deseo de san Ignacio y de sus primeros compañeros de ayudar a las almas a amar y servir a Dios en todo, para su mayor gloria. Podría decir que aquí, entre sus muros, se realiza lo que el Papa Julio III, el 21 de julio de 1550, fijó en la «formula Instituti», estableciendo que todo miembro de la Compañía de Jesús está obligado «a militar bajo el estandarte de la cruz por Dios, y a servir sólo al Señor y a la Iglesia, su esposa, bajo el Romano Pontífice» («sub crucis vexillo Deo militare, et soli Domino ac Ecclesiae Ipsius sponsae, sub Romano Pontifice, Christi in terris Vicario, servire»), comprometiéndose «sobre todo... a la defensa y propagación de la fe, al bien de las almas en la vida y la doctrina cristiana, mediante las predicaciones públicas, las clases y cualquier otro ministerio de la palabra de Dios» («potissimum... ad fidei defensionem et propagationem, et profectum animarum in vita et doctrina christiana, per publicas praedicationes, lectiones et aliud quodcumque verbi Dei ministerium...»: carta apostólica Exposcit debitum, 1). Este carisma específico de la Compañía de Jesús, expresado institucionalmente en el cuarto voto de disponibilidad total al Romano Pontífice en cualquier cosa que él quiera ordenar «ad profectum animarum et fidei propagationem» (ib., 3), se realiza también en el hecho de que el prepósito general de la Compañía de Jesús llama de todo el mundo a los jesuitas más aptos para desempeñar la misión de profesores en esta universidad. La Iglesia, consciente de que esto puede implicar el sacrificio de otras obras y servicios, también válidos para los fines que la Compañía se propone alcanzar, le está sinceramente agradecida y desea que la Gregoriana conserve el espíritu ignaciano que la anima, expresado en su método pedagógico y en el enfoque de sus estudios. Queridos hermanos, con afecto de padre os encomiendo a todos vosotros, que sois los componentes vivos de la Universidad Gregoriana ―profesores y docentes, alumnos, personal no docente, bienhechores y amigos― a la intercesión de san Ignacio de Loyola, de san Roberto Belarmino y de la santísima Virgen María, Reina de la Compañía de Jesús, que en el escudo de la Universidad se indica con el título de Sedes Sapientiae. Con estos sentimientos, imparto a todos la bendición apostólica, prenda de abundantes favores celestiales.

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DISCURSO A LOS ESTUDIANTES UNIVERSITARIOS DE ROMA AL FINAL DE LA MISA EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO. 14 de diciembre de 2006 Queridos amigos: También este año tengo la grata oportunidad de encontrarme con el mundo universitario romano, y de intercambiar con vosotros las felicitaciones por la santa Navidad ya cercana. Saludo al cardenal Camillo Ruini, que ha presidido la celebración eucarística y os ha guiado en la reflexión sobre los textos litúrgicos. Doy las gracias al rector de la universidad Roma 3 y a la joven estudiante, que se han hecho portavoces de vuestra cualificada asamblea. A todos y cada uno os saludo con afecto. Nos encontramos en la cercanía de la Navidad, que es la fiesta de los regalos, como recordé el domingo pasado al visitar la nueva parroquia romana dedicada a Santa María, Estrella de la Evangelización. Los regalos navideños nos recuerdan el regalo por excelencia, que el Hijo de Dios nos hizo de sí mismo en la Encarnación. Por eso, con ocasión de la Navidad oportunamente se hacen muchos regalos, que la gente se intercambia durante estos días. Sin embargo, es importante no olvidar el Regalo principal, del que los demás regalos son solamente un símbolo. La Navidad es el día en que Dios se entregó a sí mismo a la humanidad y este regalo suyo, por decirlo así, llega a ser perfecto en la Eucaristía. Como dije a los niños de la parroquia romana citada que se están preparando para la primera Comunión y la Confirmación, bajo la apariencia de un pedacito de pan es Jesús mismo quien se nos entrega y quiere entrar en nuestro corazón. Vosotros, queridos jóvenes, este año estáis reflexionando precisamente sobre el tema de la Eucaristía, de acuerdo con el itinerario espiritual y pastoral preparado por la diócesis de Roma. El misterio eucarístico constituye el punto de convergencia privilegiado entre los diversos ámbitos de la existencia cristiana, incluido el de la búsqueda intelectual. Jesús Eucaristía, encontrado en la liturgia y contemplado en la adoración, es como un «prisma» a través del cual se puede penetrar mejor en la realidad desde diversas perspectivas: ascética y mística, intelectual y especulativa, histórica y moral. En la Eucaristía Cristo está realmente presente y la santa misa es memorial vivo de su Pascua. El santísimo Sacramento es el centro cualitativo del cosmos y de la historia. Por eso constituye un manantial inagotable de pensamiento y de acción para cualquiera que esté en búsqueda de la verdad y quiera cooperar con ella. Por decirlo así, es un «concentrado» de verdad y de amor. No sólo ilumina el conocimiento, sino también y sobre todo el actuar del hombre, su vivir «según la verdad en la caridad» (Ef 4, 15), como dice san Pablo, en el compromiso diario de actuar como Cristo mismo actuó. Así pues, la Eucaristía fomenta, en la persona que se alimenta de ella con asiduidad y con fe, una fecunda unidad entre contemplación y acción. Queridos amigos, entremos en el misterio de la Navidad, ya cercana, a través de la «puerta» de la Eucaristía: en la cueva de Belén adoremos al mismo Señor que en el 31


Sacramento eucarístico quiso hacerse nuestro alimento espiritual, para transformar el mundo desde dentro, partiendo del corazón del hombre. Sé que para muchos de vosotros, universitarios de Roma, ya es costumbre, al inicio del año académico, hacer una especie de peregrinación diocesana a Asís, y sé que también recientemente habéis participado en ella en gran número. Pues bien, san Francisco y santa Clara, ¿no fueron ambos «conquistados» por el misterio eucarístico? En la Eucaristía experimentaron el amor de Dios, el mismo amor que en la Encarnación impulsó al Creador del mundo a hacerse pequeño, más aún, el más pequeño y el servidor de todos. Queridos amigos, al prepararos para la santa Navidad, tened los mismos sentimientos de estos grandes santos, tan amados por el pueblo italiano. Como ellos, contemplad al Niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre (cf. Lc 2, 7. 12. 16). Seguid el ejemplo de la Virgen María, la primera que contempló la humanidad del Verbo encarnado, la humanidad de la Sabiduría divina. En el Niño Jesús, con el que mantenía infinitos y silenciosos coloquios, reconocía el rostro humano de Dios, de forma que la misteriosa Sabiduría del Hijo se grabó en la mente y en el corazón de la Madre. Por eso, María se convirtió en la «Sede de la Sabiduría», y con este título es venerada de modo especial por la comunidad académica romana. A la Sedes Sapientiae está dedicado un icono especial, que desde Roma ha visitado ya varios países, peregrinando por instituciones universitarias. Hoy está presente aquí, porque pasa de la delegación procedente de Bulgaria a la que ha venido de Albania. Saludo con afecto a los representantes de estas dos naciones y les deseo que, per Mariam, sus respectivas comunidades académicas avancen cada vez más en la búsqueda de la verdad y del bien, a la luz de la Sabiduría divina. Este deseo lo dirijo de corazón a cada uno de vosotros, aquí presentes, y lo acompaño con una bendición especial, que hago extensiva a todos vuestros seres queridos. ¡Feliz Navidad!

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DISCURSO AL FINAL DEL REZO DEL SANTO ROSARIO, EN LA V JORNADA EUROPEA DE LOS UNIVERSITARIOS. 10 de marzo de 2007 Queridos jóvenes universitarios: Me alegra mucho dirigiros mi cordial saludo al final de la Vigilia mariana que el Vicariato de Roma ha organizado con ocasión de la Jornada europea de los universitarios. Expreso mi agradecimiento al cardenal Camillo Ruini y a mons. Lorenzo Leuzzi, así como a todos los que han cooperado en la iniciativa: las instituciones académicas, los Conservatorios de música, el Ministerio de Universidades e investigación, el Ministerio de comunicaciones. Felicito a los directores de la orquesta y del gran coro, y a vosotros, queridos músicos y miembros del coro. Al acogeros a vosotros, amigos de Roma, mi pensamiento se dirige con igual afecto a vuestros coetáneos que, gracias a las conexiones de radio y televisión, han podido participar en este momento de oración y reflexión desde varias ciudades de Europa y Asia: Praga, Calcuta, Hong Kong, Bolonia, Cracovia, Turín, Manchester, Manila, Coimbra, Tirana e Islamabad-Rawalpindi. Realmente, esta «red», realizada con la colaboración del Centro televisivo vaticano, de Radio Vaticano y de Telespazio, es un signo de los tiempos, un signo de esperanza. Es una «red» que demuestra todo su valor si consideramos el tema de esta vigilia: «La caridad intelectual, camino para una nueva cooperación entre Europa y Asia». Es sugestivo pensar en la caridad intelectual como fuerza del espíritu humano, capaz de unir los itinerarios formativos de las nuevas generaciones. Más globalmente, la caridad intelectual puede unir el camino existencial de jóvenes que, aun viviendo a gran distancia unos de otros, logran sentirse vinculados en el ámbito de la búsqueda interior y del testimonio. Esta tarde realizamos un puente ideal entre Europa y Asia, continente de riquísimas tradiciones espirituales, donde se han desarrollado algunas de las más antiguas y nobles tradiciones culturales de la humanidad. Por consiguiente, es muy significativo este encuentro. Los jóvenes universitarios de Roma se hacen promotores de fraternidad con la caridad intelectual, fomentan una solidaridad que no se basa en intereses económicos o políticos, sino sólo en el estudio y la búsqueda de la verdad. En definitiva, nos situamos en la auténtica perspectiva "universitaria", es decir, en la perspectiva de la comunidad del saber, que ha sido uno de los elementos constitutivos de Europa. ¡Gracias, queridos jóvenes! Me dirijo ahora a los que están en conexión con nosotros desde las diversas ciudades y naciones. (en checo) Queridos jóvenes que estáis reunidos en Praga: que la amistad con Cristo ilumine siempre vuestro estudio y vuestro crecimiento personal. (en inglés)

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Queridos universitarios de Calculta, Hong Kong, Islamabad-Rawalpindi, Manchester y Manila: testimoniad que Jesucristo no nos quita nada, sino que lleva a hacer realidad nuestros más profundos anhelos de vida y verdad. (en polaco) Queridos amigos de Cracovia: conservad siempre como un tesoro las enseñanzas que el venerado Papa Juan Pablo II dejó a los jóvenes y, de modo especial, a los universitarios. (en portugués) Queridos estudiantes de la universidad de Coimbra: que la Virgen María, Sede de la Sabiduría, sea vuestra guía, para que seáis verdaderos discípulos y testigos de la Sabiduría cristiana. (en albanés) Queridos jóvenes de Tirana: comprometeos para construir como protagonistas la nueva Albania, recurriendo a las raíces cristianas de Europa. (en italiano) Queridos estudiantes de las universidades de Bolonia y Turín: nunca dejéis de dar vuestra contribución original y creativa a la construcción del nuevo humanismo, basado en el diálogo fecundo entre la fe y la razón. Queridos amigos, estamos viviendo el tiempo de Cuaresma, y la liturgia nos exhorta continuamente a fortalecer nuestro seguimiento de Cristo. También esta Vigilia, según la tradición de la Jornada mundial de la juventud, puede considerarse una etapa de la peregrinación espiritual guiada por la cruz. Y el misterio de la cruz no está separado del tema de la caridad intelectual, más aún, lo ilumina. La sabiduría cristiana es sabiduría de la cruz: los estudiantes, y con mayor razón los profesores cristianos, interpretan todas las realidades a la luz del misterio de amor de Dios, que tiene en la cruz su revelación más alta y perfecta. Una vez más, queridos jóvenes, os encomiendo la cruz de Cristo: acogedla, abrazadla, seguidla. Es el árbol de la vida. Junto a ella podéis encontrar siempre a María, la Madre de Jesús. Como ella, Sede de la Sabiduría, fijad vuestra mirada en Aquel que por nosotros fue traspasado (cf. Jn 19, 37); contemplad el manantial inagotable del amor y de la verdad, y también vosotros podréis llegar a ser discípulos y testigos llenos de alegría. Es el deseo que os expreso a cada uno. Lo acompaño de corazón con la oración y con mi bendición, que de buen grado extiendo a todos vuestros seres queridos.

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DISCURSO A UNA DELEGACIÓN DE LA FACULTAD TEOLÓGICA DE LA UNIVERSIDAD DE TUBINGA. 21 de marzo de 2007 Querido señor obispo; estimado señor decano; amables señores colegas, ¡si me permitís decirlo así! Os agradezco esta visita, y puedo decir que me alegra verdaderamente de corazón. Por un lado, el encuentro con el propio pasado es siempre una cosa hermosa, puesto que encierra en sí algo que rejuvenece. Por otro, es algo más que un encuentro nostálgico. Usted mismo, señor obispo, ha dicho que es también un signo: un signo, por un lado, de cuánto me importa la teología —¿y cómo podría ser de otro modo?—, puesto que había considerado como mi verdadera vocación la enseñanza, aunque el buen Dios improvisamente quiso otra cosa. Pero, inversamente, también es un signo de vuestra parte que veáis la unidad interior entre la investigación teológica, la enseñanza y el trabajo teológico, y el servicio pastoral en la Iglesia, y con ello la totalidad del compromiso eclesial con respecto al hombre, al mundo y a nuestro futuro. Naturalmente, anoche, con vistas a este encuentro, comencé a repasar un poco algunos de mis recuerdos. Y así me ha venido a la memoria un recuerdo que se combina con lo que usted, señor decano, acaba de exponer, es decir, el recuerdo del gran senado. No sé si aún hoy todos los nombramientos pasan por el gran senado. Por ejemplo, era muy interesante que, cuando se debía asignar una cátedra de matemáticas, o de asiriología, o de física de los cuerpos sólidos o cualquier otra materia, la contribución por parte de las otras Facultades era mínima y todo se resolvía más bien rápidamente, porque casi nadie osaba dar su opinión. Era diversa la situación cuando se trataba de las disciplinas humanísticas. En resumidas cuentas, cuando se trataba de las cátedras de teología en ambas Facultades, todos daban su opinión, de modo que se veía que todos los profesores de la Universidad se sentían en cierto modo competentes en teología, tenían la sensación de poder y deber participar en la decisión. Obviamente, la teología les interesaba particularmente. Así, por una parte, se percibía que los colegas de las otras Facultades consideraban en cierto modo la teología como el corazón de la Universidad, y, por otra, que precisamente la teología era algo que concernía a todos, en la que todos se sentían implicados y, en cierto modo, sabían que eran competentes. En otras palabras, pensándolo bien, esto significa que precisamente en el debate sobre las cátedras de teología la Universidad se podía experimentar como Universidad. Me alegra saber que ahora existen estas cooptaciones, más que en el pasado, aunque Tubinga se ha comprometido siempre en esto. No sé si existe todavía el Leibniz-Kolleg, del que formé parte; de todas formas, la Universidad moderna corre mucho peligro de transformarse en un complejo de institutos superiores, unidos más bien externa e institucionalmente, y menos capaces de formar una unidad interior de universitas. La teología era evidentemente algo en lo que la universitas estaba presente y donde se mostraba que el conjunto forma una unidad y que, precisamente en la base, hay un interrogante común, una tarea común, una finalidad común. Pienso que en esto se puede ver, por una parte, un alto aprecio de la teología. Considero que se trata de un hecho 35


particularmente importante, que manifiesta que en nuestro tiempo —en el que al menos en los países latinos la laicidad del Estado y de las instituciones estatales se subraya hasta el extremo y, por tanto, se exige dejar fuera todo lo relacionado con Iglesia, cristianismo y fe— existen entramados de los que el complejo que llamamos teología (que, precisamente, también está relacionado de modo fundamental con Iglesia, fe y cristianismo) no puede separarse. Así, resulta evidente que en este conjunto de nuestras realidades europeas —aunque, bajo un cierto aspecto, son y deben ser laicas— el pensamiento cristiano, con sus preguntas y respuestas, está presente y lo acompaña. Digo que este hecho, por un lado, manifiesta que precisamente la teología sigue dando en cierto modo su aportación a la constitución de lo que es la Universidad; pero, por otro, significa naturalmente también un inmenso desafío para la teología satisfacer esta expectativa, estar a su altura y prestar el servicio que se le encomienda y se espera de ella. Me complace que, a través de las cooptaciones, ahora sea visible de modo muy concreto —aún mucho más que entonces— que el debate intrauniversitario hace de la Universidad verdaderamente lo que ella es, implicándola en una dinámica colectiva de preguntas y respuestas. Pero pienso que hay aún un motivo para reflexionar hasta qué punto somos capaces —no sólo en Tubinga, sino también en otros lugares— de satisfacer esta exigencia. En efecto, la Universidad y la sociedad, la humanidad, necesitan preguntas, pero necesitan también respuestas. Y considero que a este respecto es evidente para la teología —y no sólo para la teología— una cierta dialéctica entre el cientificismo rígido y la pregunta más grande que la trasciende, y repetidamente emerge en ella, la pregunta sobre la verdad. Quisiera hacer esto más claro mediante un ejemplo. Un exegeta, un intérprete de la Sagrada Escritura, debe explicarla como obra histórica «secundum artem», es decir, con el rígido cientificismo que conocemos, según todos los elementos históricos que esto requiere, según el método necesario. Sin embargo, esto por sí solo no basta para ser un teólogo. Si se limitara a hacer esto, entonces la teología, o como quiera que sea, la interpretación de la Biblia, sería algo semejante a la egiptología, a la asiriología o a cualquier otra especialización. Para ser teólogo y prestar el servicio a la Universidad y, me atrevo a decir, a la humanidad, por tanto, el servicio que se espera de él debe ir más allá y preguntarse: Pero ¿es verdad lo que allí se dice? Y si es verdad, ¿nos concierne? Y ¿de qué modo nos concierne? Y ¿cómo podemos reconocer que es verdadero lo que nos concierne? Considero que, en este sentido, aun en el ámbito del cientificismo, la teología siempre se necesita y se interpela incluso más allá del cientificismo. La Universidad y la humanidad necesitan hacerse preguntas. Allí donde ya no se hacen preguntas, incluso las que se refieren a lo esencial y van más allá de toda especialización, ya no recibimos ni siquiera respuestas. Sólo si preguntamos y con nuestras preguntas somos radicales, tan radicales como debe ser radical la teología, más allá de toda especialización, podemos esperar obtener respuestas a estas preguntas fundamentales que nos conciernen a todos. Ante todo, debemos preguntar. Quien no pregunta, no recibe respuesta. Pero — añadiría— la teología necesita, además de la valentía de preguntar, también la humildad de escuchar las respuestas que nos da la fe cristiana; la humildad de percibir en estas respuestas su racionalidad y de hacerlas de este modo nuevamente accesibles a nuestro tiempo y a nosotros mismos. Así, no sólo se constituye la Universidad, sino también se ayuda a la humanidad a vivir. Para esta tarea, invoco sobre vosotros la bendición de Dios. 36


DISCURSO AL MUNDO DE LA CULTURA EN LA UNIVERSIDAD DE PAVÍA. 22 de abril de 2007 Rector magnífico; ilustres profesores; queridos estudiantes: Mi visita pastoral a Pavía, aun siendo breve, no podía menos de incluir una etapa en esta universidad, que constituye desde hace siglos un elemento característico de vuestra ciudad. Por eso, me alegra estar entre vosotros para este encuentro, al que atribuyo un valor particular, pues también yo vengo del mundo académico. Saludo cordialmente a los profesores y, en primer lugar, al rector, profesor Angiolino Stella, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo a los estudiantes y, de modo especial, al joven que se ha hecho portavoz de los sentimientos de los demás universitarios. Me ha asegurado vuestra valentía en la entrega a la verdad, vuestra valentía para buscar más allá de los límites de lo conocido, para no rendiros ante la debilidad de la razón. Y agradezco mucho estas palabras. Saludo también y expreso mis mejores deseos a todos los que forman parte de vuestra comunidad académica y hoy no han podido estar aquí presentes. Vuestra universidad es una de las más antiguas e ilustres de Italia. Como ha dicho el rector magnífico, entre sus docentes ha tenido personalidades destacadas, como Alessandro Volta, Camillo Golgi y Carlo Forlanini. Me complace recordar también que por vuestro ateneo han pasado profesores y alumnos que han alcanzado una eminente talla espiritual, como Michele Ghislieri, que llegó a ser el Papa san Pío V, san Carlos Borromeo, san Alejandro Sauli, san Ricardo Pampuri, santa Gianna Beretta Molla, el beato Contardo Ferrini y el siervo de Dios Teresio Olivelli. Queridos amigos, toda universidad tiene por naturaleza una vocación comunitaria, pues es precisamente una universitas, una comunidad de profesores y alumnos comprometidos en la búsqueda de la verdad y en la adquisición de competencias culturales y profesionales superiores. La centralidad de la persona y la dimensión comunitaria son dos polos igualmente esenciales para un enfoque correcto de la universitas studiorum. Toda universidad debería conservar siempre la fisonomía de un centro de estudios «a medida del hombre», en el que la persona del alumno salga del anonimato y pueda cultivar un diálogo fecundo con los profesores, que los estimule a crecer desde el punto de vista cultural y humano. De este enfoque se derivan algunas aplicaciones relacionadas entre sí. Ante todo, es verdad que sólo poniendo en el centro a la persona y valorando el diálogo y las relaciones interpersonales se puede superar la fragmentación de las disciplinas derivada de la especialización y recuperar la perspectiva unitaria del saber. Las disciplinas tienden naturalmente, y con razón, a la especialización, mientras que la persona necesita unidad y síntesis. En segundo lugar, es de fundamental importancia que el compromiso de la investigación científica se abra al interrogante existencial del sentido de la vida misma de la persona. La investigación tiende al conocimiento, mientras que la persona necesita también la sabiduría, es decir, la ciencia que se manifiesta en el «saber vivir». 37


En tercer lugar, la relación didáctica sólo puede llegar a ser relación educativa, un camino de maduración humana, si se valora a la persona y las relaciones interpersonales. En efecto, la estructura privilegia la comunicación, mientras que las personas aspiran a la participación. Sé que esta atención a la persona, a su experiencia integral de vida y a su tendencia a la comunión, está muy presente en la actividad pastoral de la Iglesia en Pavía en el ámbito cultural. Lo atestigua la labor de los Colegios universitarios de inspiración cristiana. Entre estos, quisiera recordar también yo el Colegio Borromeo, impulsado por san Carlos Borromeo, cuya bula de fundación es del Papa Pío IV, y el Colegio Santa Catalina, fundado por la diócesis de Pavía por voluntad del siervo de Dios Pablo VI, con una contribución decisiva de la Santa Sede. En este sentido, también es importante la labor de las parroquias y de los movimientos eclesiales, en particular del Centro universitario diocesano y de la FUCI, que tienen como finalidad acoger a la persona en su integridad, proponer caminos armónicos de formación humana, cultural y cristiana, y ofrecer espacios de participación, de confrontación y de comunión. Quisiera aprovechar esta ocasión para invitar a los alumnos y a los profesores a no sentirse sólo objeto de atención pastoral, sino también a participar activamente y a contribuir al proyecto cultural de inspiración cristiana que la Iglesia promueve en Italia y en Europa. Al encontrarme con vosotros, queridos amigos, me viene espontáneo pensar en san Agustín, copatrono de esta universidad, juntamente con santa Catalina de Alejandría. El camino existencial e intelectual de san Agustín testimonia la fecunda interacción que existe entre la fe y la cultura. San Agustín estaba impulsado por el deseo incansable de encontrar la verdad, de descubrir qué es la vida, de saber cómo vivir, de conocer al hombre. Y, precisamente a causa de su pasión por el hombre, buscaba necesariamente a Dios, porque sólo a la luz de Dios puede manifestarse también plenamente la grandeza del hombre, la belleza de la aventura de ser hombre. Al inicio, este Dios le parecía muy lejano. Luego lo encontró. Ese Dios grande, inaccesible, se hizo cercano, uno de nosotros. El gran Dios es nuestro Dios, es un Dios con rostro humano. Así, la fe en Cristo no puso fin a su filosofía, a su audacia intelectual; al contrario, lo estimuló aún más a buscar la profundidad del ser humano y a ayudar a los demás a vivir bien, a encontrar la vida, el arte de vivir. Esto era para él la filosofía: saber vivir, con toda la razón, con toda la profundidad de nuestro pensamiento, de nuestra voluntad, y dejarse guiar en el camino de la verdad, que es un camino de valentía, de humildad, de purificación permanente. Toda la búsqueda de san Agustín encontró cumplimiento en la fe en Cristo, pero en el sentido de que siempre permaneció en camino. Más aún, nos dice: incluso en la eternidad proseguirá nuestra búsqueda; será una aventura eterna descubrir nuevas grandezas, nuevas bellezas. Al interpretar las palabras del Salmo: «Buscad siempre su rostro», dijo: esto vale para la eternidad; y la belleza de la eternidad consiste en que no es una realidad estática, sino un progreso inmenso en la inmensa belleza de Dios. Así pudo encontrar a Dios como la razón fundante, pero también como el amor que nos abraza, nos guía y da sentido a la historia y a nuestra vida personal. Esta mañana expliqué que ese amor a Cristo dio forma a su compromiso personal. De una vida planteada como búsqueda pasó a una vida totalmente entregada a Cristo y así 38


a una vida para los demás. Descubrió —esta fue su segunda conversión— que convertirse a Cristo significa no vivir ya para sí mismos, sino estar realmente al servicio de todos. San Agustín ha de ser para nosotros, precisamente también para el mundo académico, modelo de diálogo entre la razón y la fe, modelo de un diálogo amplio, que sólo puede buscar la verdad y así también la paz. Como afirmó mi venerado predecesor Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio, «el Obispo de Hipona consiguió hacer la primera gran síntesis del pensamiento filosófico y teológico, en la que confluían las corrientes del pensamiento griego y latino. En él, además, la gran unidad del saber, que encontraba su fundamento en el pensamiento bíblico, fue confirmada y sostenida por la profundidad del pensamiento especulativo» (n. 40). Por eso, invoco la intercesión de san Agustín para que la Universidad de Pavía se distinga siempre por una atención especial a la persona, por una acentuada dimensión comunitaria en la investigación científica y por un fecundo diálogo entre la fe y la cultura. Os agradezco vuestra presencia y, a la vez que os expreso mis mejores deseos de éxito en vuestros estudios, imparto a todos mi bendición, que hago extensiva a vuestros familiares y a vuestros seres queridos.

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DISCURSO A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO EUROPEO DE PROFESORES UNIVERSITARIOS. 23 de junio de 2007 Eminencia; ilustres señoras y señores; queridos amigos: Me complace particularmente recibiros durante el primer Encuentro europeo de profesores universitarios, patrocinado por el Consejo de las Conferencias episcopales europeas y organizado por los profesores de las universidades romanas, coordinados por la Oficina del Vicariato de Roma para la pastoral universitaria. Tiene lugar con ocasión del 50° aniversario del Tratado de Roma, que dio vida a la actual Unión europea, y entre sus participantes se cuentan profesores universitarios de todos los países del continente, incluidos los del Cáucaso: Armenia, Georgia y Azerbayán. Agradezco al cardenal Péter Erdo, presidente del Consejo de las Conferencias episcopales europeas, sus amables palabras de introducción. Saludo a los representantes del Gobierno italiano, en particular a los del Ministerio para la universidad y la investigación, y del Ministerio para los bienes y las actividades culturales de Italia, así como a los representantes de la región del Lacio, de la provincia y la ciudad de Roma. Saludo también a las demás autoridades civiles y religiosas, a los rectores y a los profesores de las diversas Universidades, así como a los capellanes y a los estudiantes presentes. El tema de vuestro encuentro ―«Un nuevo humanismo para Europa. El papel de las Universidades»― invita a una atenta valoración de la cultura contemporánea en el continente. En la actualidad, Europa está experimentando cierta inestabilidad social y desconfianza ante los valores tradicionales, pero su notable historia y sus sólidas instituciones académicas pueden contribuir en gran medida a forjar un futuro de esperanza. La «cuestión del hombre», que es central en vuestras discusiones, es esencial para una comprensión correcta de los procesos culturales actuales. También proporciona un sólido punto de partida para el esfuerzo de las universidades por crear una nueva presencia cultural y una actividad al servicio de una Europa más unida. De hecho, promover un nuevo humanismo requiere una clara comprensión de lo que esta «novedad» encarna actualmente. Lejos de ser fruto de un deseo superficial de novedad, la búsqueda de un nuevo humanismo debe tomar seriamente en cuenta el hecho de que Europa está experimentado hoy un cambio cultural masivo, en el que los hombres y las mujeres son cada vez más conscientes de que están llamados a comprometerse activamente a forjar su historia. Históricamente, el humanismo se desarrolló en Europa gracias a la interacción fructuosa entre las diversas culturas de sus pueblos y la fe cristiana. Hoy Europa debe conservar y recuperar su auténtica tradición, si quiere permanecer fiel a su vocación de cuna del humanismo. El actual cambio cultural se considera a menudo un «desafío» a la cultura de la universidad y al cristianismo mismo, más que un «horizonte» en el que se pueden y deben encontrar soluciones creativas. Vosotros, como hombres y mujeres de educación superior, estáis llamados a participar en esta ardua tarea, que requiere una reflexión continua sobre una serie de cuestiones fundamentales. 40


Entre estas, quiero mencionar en primer lugar la necesidad de un estudio exhaustivo de la crisis de la modernidad. Durante los últimos siglos, la cultura europea ha estado condicionada fuertemente por la noción de modernidad. Sin embargo, la crisis actual tiene menos que ver con la insistencia de la modernidad en la centralidad del hombre y de sus preocupaciones, que con los problemas planteados por un «humanismo» que pretende construir un regnum hominis separado de su necesario fundamento ontológico. Una falsa dicotomía entre teísmo y humanismo auténtico, llevada al extremo de crear un conflicto irreconciliable entre la ley divina y la libertad humana, ha conducido a una situación en la que la humanidad, por todos sus progresos económicos y técnicos, se siente profundamente amenazada. Como afirmó mi predecesor el Papa Juan Pablo II, tenemos que preguntarnos «si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás» (Redemptor hominis, 15). El antropocentrismo que caracteriza a la modernidad no puede separarse jamás de un reconocimiento de la plena verdad sobre el hombre, que incluye su vocación trascendente. Una segunda cuestión implica el ensanchamiento de nuestra comprensión de la racionalidad. Una correcta comprensión de los desafíos planteados por la cultura contemporánea, y la formulación de respuestas significativas a esos desafíos, debe adoptar un enfoque crítico de los intentos estrechos y fundamentalmente irracionales de limitar el alcance de la razón. El concepto de razón, en cambio, tiene que «ensancharse» para ser capaz de explorar y abarcar los aspectos de la realidad que van más allá de lo puramente empírico. Esto permitirá un enfoque más fecundo y complementario de la relación entre fe y razón. El nacimiento de las universidades europeas fue fomentado por la convicción de que la fe y la razón están destinadas a cooperar en la búsqueda de la verdad, respetando cada una la naturaleza y la legítima autonomía de la otra, pero trabajando juntas de forma armoniosa y creativa al servicio de la realización de la persona humana en la verdad y en el amor. Una tercera cuestión que es necesario investigar concierne a la naturaleza de la contribución que el cristianismo puede dar al humanismo del futuro. La cuestión del hombre, y por consiguiente de la modernidad, desafía a la Iglesia a idear medios eficaces para anunciar a la cultura contemporánea el «realismo» de su fe en la obra salvífica de Cristo. El cristianismo no debe ser relegado al mundo del mito y la emoción, sino que debe ser respetado por su deseo de iluminar la verdad sobre el hombre, de transformar espiritualmente a hombres y mujeres, permitiéndoles así realizar su vocación en la historia. Durante mi reciente viaje a Brasil expresé mi convicción de que «si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable» (Discurso en la inauguración de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano, 13 de mayo de 2007, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 2007, p. 9). El conocimiento no puede limitarse nunca al ámbito puramente intelectual; también incluye una renovada habilidad para ver las cosas sin prejuicios e ideas preconcebidas, y para poder «asombrarnos» también nosotros ante la realidad, cuya verdad puede descubrirse uniendo comprensión y amor. Sólo el Dios que tiene un rostro humano, revelado en Jesucristo, puede impedirnos limitar la realidad en el mismo momento en que exige niveles de comprensión siempre nuevos y más complejos. La 41


Iglesia es consciente de su responsabilidad de dar esta contribución a la cultura contemporánea. En Europa, como en todas partes, la sociedad necesita con urgencia el servicio a la sabiduría que la comunidad universitaria proporciona. Este servicio se extiende también a los aspectos prácticos de orientar la investigación y la actividad a la promoción de la dignidad humana y a la ardua tarea de construir la civilización del amor. Los profesores universitarios, en particular, están llamados a encarnar la virtud de la caridad intelectual, redescubriendo su vocación primordial a formar a las generaciones futuras, no sólo con la enseñanza, sino también con el testimonio profético de su vida. La universidad, por su parte, jamás debe perder de vista su vocación particular a ser una «universitas», en la que las diversas disciplinas, cada una a su modo, se vean como parte de un unum más grande. ¡Cuán urgente es la necesidad de redescubrir la unidad del saber y oponerse a la tendencia a la fragmentación y a la falta de comunicabilidad que se da con demasiada frecuencia en nuestros centros educativos! El esfuerzo por reconciliar el impulso a la especialización con la necesidad de preservar la unidad del saber puede estimular el crecimiento de la unidad europea y ayudar al continente a redescubrir su "vocación" cultural específica en el mundo de hoy. Sólo una Europa consciente de su propia identidad cultural puede dar una contribución específica a otras culturas, permaneciendo abierta a la contribución de otros pueblos. Queridos amigos, espero que las universidades se conviertan cada vez más en comunidades comprometidas en la búsqueda incansable de la verdad, en «laboratorios de cultura», donde profesores y alumnos se unan para investigar cuestiones de particular importancia para la sociedad, empleando métodos interdisciplinarios y contando con la colaboración de los teólogos. Esto puede realizarse fácilmente en Europa, dada la presencia de tantas prestigiosas instituciones y facultades de teología católicas. Estoy convencido de que una mayor cooperación y nuevas formas de colaboración entre las diversas comunidades académicas permitirán a las universidades católicas dar testimonio de la fecundidad histórica del encuentro entre fe y razón. El resultado será una contribución concreta a la consecución de los objetivos del Proceso de Bolonia, y un incentivo a desarrollar un apostolado universitario adecuado en las Iglesias locales. Las asociaciones y los movimientos eclesiales ya comprometidos en el apostolado universitario pueden prestar un apoyo eficaz a esos esfuerzos, que se han convertido cada vez más en una preocupación de las Conferencias episcopales europeas (cf. Ecclesia in Europa, 58-59). Queridos amigos, ojalá que vuestras deliberaciones de estos días resulten fructuosas y ayuden a construir una red activa de profesores universitarios comprometidos a llevar la luz del Evangelio a la cultura contemporánea. Os aseguro a vosotros y a vuestras familias un recuerdo particular en mis oraciones, e invoco sobre vosotros, y sobre las universidades en las que trabajáis, la protección materna de María, Sede de la Sabiduría. A cada uno de vosotros imparto con afecto mi bendición apostólica.

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DISCURSO CON OCASIÓN DE LA INAUGURACIÓN OFICIAL DEL CURSO ACADÉMICO DE LAS UNIVERSIDADES PONTIFICIAS. 25 de octubre de 2007 Señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas: Doy gracias al Señor que me concede, también este año, la posibilidad de encontrarme, al inicio de un nuevo año académico, con los profesores y alumnos de las universidades pontificias y eclesiásticas presentes en Roma. Es un encuentro de oración —acaba de terminar la celebración de la santa misa, que constituye el fulcro de toda nuestra vida cristiana—; y, al mismo tiempo, es una ocasión propicia para reflexionar sobre el sentido y el valor de vuestra experiencia de estudio aquí en Roma, en el corazón de la cristiandad. Os saludo con afecto a cada uno. Saludo, en primer lugar, al señor cardenal Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la educación católica, agradeciéndole las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Saludo al cardenal Ivan Dias y también a los demás prelados presentes, a los rectores de las universidades y a los miembros de los respectivos claustros de profesores, a los responsables y a los superiores de los seminarios y colegios, así como a los estudiantes, que proceden prácticamente de todas las partes del mundo. La cita anual, en la que se reúne idealmente aquí, en la basílica vaticana, toda la familia académica de las universidades eclesiásticas romanas, os permite, queridos amigos, percibir mejor la singular experiencia de comunión y fraternidad que podéis hacer durante estos años: una experiencia que, para ser fructuosa, necesita la aportación de todos y cada uno. Habéis participado juntos en la celebración eucarística y juntos pasaréis este nuevo año. Tratad de crear entre vosotros un clima donde el esfuerzo del estudio y la cooperación fraterna os lleven a un enriquecimiento común, no sólo por lo que atañe al aspecto cultural, científico y doctrinal, sino también al aspecto humano y espiritual. Aprovechad al máximo las oportunidades que, al respecto, se os ofrecen en Roma, ciudad realmente única también desde este punto de vista. Roma está llena de memorias históricas, de obras maestras de arte y de cultura; y sobre todo está llena de elocuentes testimonios cristianos. A lo largo del tiempo han surgido universidades y facultades eclesiásticas, ya más que seculares, donde se han formado enteras generaciones de sacerdotes y agentes pastorales, entre los que se encuentran grandes santos e ilustres hombres de Iglesia. En esta misma línea os insertáis también vosotros, dedicando años importantes de vuestra vida a profundizar en las diferentes disciplinas humanísticas y teológicas. Como escribía en 1979 el amado Juan Pablo II en la constitución apostólica Sapientia christiana, las finalidades de estas beneméritas instituciones son, entre otras: «Cultivar y promover, mediante la investigación científica, las propias disciplinas y, ante todo, ahondar cada vez más en el conocimiento de la Revelación cristiana y de lo relacionado 43


con ella, estudiar a fondo sistemáticamente las verdades que en ella se contienen, reflexionar a la luz de la Revelación sobre las cuestiones que plantea cada época, y presentarlas a los hombres contemporáneos de manera adecuada a las diversas culturas» (Título I, art. 3, 1). Este compromiso, sumamente urgente en nuestra época posmoderna, en la que existe la necesidad de una nueva evangelización, requiere maestros en la fe y heraldos y testigos del Evangelio adecuadamente preparados. En efecto, el período de permanencia en Roma puede y debe servir para prepararos a cumplir del mejor modo posible la tarea que os espera en diversos campos de acción apostólica. La misión evangelizadora propia de la Iglesia exige, en nuestro tiempo, no sólo que se propague por doquier el mensaje evangélico, sino también que penetre a fondo en los modos de pensar, en los criterios de juicio y en los comportamientos de la gente. En una palabra, es preciso que toda la cultura del hombre contemporáneo sea penetrada por el Evangelio. Todas las enseñanzas que os imparten en los ateneos y centros de estudio que frecuentáis quieren contribuir a responder a este amplio y urgente desafío cultural y espiritual. La posibilidad de estudiar en Roma, sede del Sucesor de Pedro y por tanto del ministerio petrino, os ayuda a reforzar el sentido de pertenencia a la Iglesia y el compromiso de fidelidad al magisterio universal del Papa. Además, la presencia en las instituciones académicas y en los colegios y seminarios de profesores y alumnos procedentes de todos los continentes, os brinda una oportunidad ulterior de conoceros y de experimentar cuán hermoso es formar parte de la única gran familia de Dios. Aprovechadla plenamente. Sin embargo, queridos hermanos y hermanas, es indispensable que el estudio de las ciencias humanísticas y teológicas vaya siempre acompañado de un conocimiento íntimo y profundo, cada vez mayor, de Cristo. Eso implica que, juntamente con el interés necesario por el estudio y la investigación, tengáis un deseo sincero de santidad. Por eso, estos años de formación en Roma, además de ser tiempo de un serio y asiduo compromiso intelectual, han de ser en primer lugar tiempo de intensa oración, en constante sintonía con el Maestro divino que os ha elegido para su servicio. Asimismo, el contacto con la realidad religiosa y social de la ciudad os debe servir para un enriquecimiento espiritual y pastoral. Invoquemos la intercesión de María, Madre dócil y sabia, a fin de que os ayude a estar atentos en toda circunstancia para reconocer la voz del Señor, que os protege y acompaña en vuestro itinerario de formación y en todos los momentos de vuestra vida. Yo os aseguro un recuerdo en la oración y, a la vez que os deseo un año sereno y rico en frutos, confirmo estos anhelos con una especial bendición apostólica.

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DISCURSO A LOS MIEMBROS DE LA FEDERACIÓN UNIVERSITARIA CATÓLICA ITALIANA 9 de noviembre de 2007 Queridos jóvenes amigos de la FUCI: Me es particularmente grata vuestra visita, que realizáis al final de las celebraciones por el 110° aniversario del nacimiento de vuestra asociación, la Federación universitaria católica italiana (FUCI). Os dirijo a cada uno mi saludo cordial, comenzando por los presidentes nacionales y por el consiliario central, y les agradezco las palabras que me han dirigido en vuestro nombre. Saludo a monseñor Giuseppe Betori, secretario general de la Conferencia episcopal italiana, y a monseñor Domenico Sigalini, obispo de Palestrina y consiliario general de la Acción católica italiana, que os han acompañado a esta audiencia y con su presencia testimonian el fuerte arraigo de la FUCI en la Iglesia que está en Italia. Saludo a los consiliarios diocesanos y a los miembros de la fundación FUCI. A todos y cada uno renuevo el aprecio de la Iglesia por el trabajo que vuestra asociación lleva a cabo en el mundo universitario al servicio del Evangelio. La FUCI celebra sus 110 años: una ocasión propicia para mirar el camino recorrido y las perspectivas futuras. La custodia de la memoria histórica representa un gran valor porque, al considerar la validez y la consistencia de las propias raíces, las personas se sienten impulsadas más fácilmente a proseguir con entusiasmo el itinerario emprendido. En esta feliz circunstancia, repito de buen grado las palabras que hace diez años os dirigió mi venerado y amado predecesor Juan Pablo II, con ocasión de vuestro centenario: «la historia de estos cien años confirma, precisamente, que la realidad de la FUCI constituye un capítulo significativo de la vida de la Iglesia en Italia, en particular del vasto y multiforme movimiento laical que ha tenido su eje principal en la Acción católica» (n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de mayo de 1996, p. 6). ¿Cómo no reconocer que la FUCI ha contribuido a la formación de generaciones enteras de cristianos ejemplares, que han sabido traducir en su vida y con su vida el Evangelio, comprometiéndose en el ámbito cultural, civil, social y eclesial? En primer lugar, pienso en los beatos Piergiorgio Frassati y Alberto Marvelli, vuestros coetáneos; recuerdo a personalidades ilustres, como Aldo Moro y Vittorio Bachelet, ambos asesinados bárbaramente. No puedo olvidar tampoco a mi venerado predecesor Pablo VI, que fue atento y valiente consiliario central de la FUCI durante los difíciles años del fascismo, y a monseñor Emilio Guano y a monseñor Franco Costa. Además, los últimos diez años se han caracterizado por el decisivo empeño de la FUCI por redescubrir su dimensión universitaria. Después de muchos debates y fuertes discusiones, a mitad de la década de 1990 se llevó a cabo en Italia una reforma radical del sistema académico, que ahora presenta una nueva fisonomía llena de perspectivas prometedoras, pero incluye elementos que suscitan una legítima preocupación. Y vosotros, tanto durante los recientes congresos como desde las páginas de la revista Ricerca, os habéis preocupado constantemente por la nueva configuración de los estudios académicos, por las relativas modificaciones legislativas, por el tema de la participación 45


estudiantil y por los modos como las dinámicas globales de la comunicación influyen en la formación y en la transmisión del saber. Precisamente en este ámbito la FUCI puede expresar plenamente también hoy su carisma antiguo y siempre actual, es decir, el testimonio convencido de la «posible amistad» entre inteligencia y fe, que implica el esfuerzo incesante por conjugar la maduración en la fe con el crecimiento en el estudio y en la adquisición del saber científico. En este contexto, cobra un valor significativo la expresión tan arraigada entre vosotros: «Creer en el estudio». En efecto, ¿por qué considerar que quien tiene fe debe renunciar a la búsqueda libre de la verdad, y que quien busca libremente la verdad debe renunciar a la fe? En cambio, precisamente durante los estudios universitarios y gracias a ellos, es posible realizar una auténtica maduración humana, científica y espiritual. «Creer en el estudio» quiere decir reconocer que el estudio y la investigación —especialmente durante los años de universidad— poseen una fuerza intrínseca de ampliación de los horizontes de la inteligencia humana, con tal de que el estudio académico conserve un perfil exigente, riguroso, serio, metódico y progresivo. Más aún, en estas condiciones representa una ventaja para la formación global de la persona humana, como solía decir el beato Giuseppe Tovini, observando que con el estudio los jóvenes jamás habrían sido pobres, mientras que sin el estudio jamás habrían sido ricos. El estudio constituye, al mismo tiempo, una oportunidad providencial para avanzar en el camino de la fe, porque la inteligencia bien cultivada abre el corazón del hombre a la escucha de la voz de Dios, mostrando la importancia del discernimiento y de la humildad. Precisamente al valor de la humildad me referí en la reciente Ágora de Loreto, cuando exhorté a los jóvenes italianos a no seguir el camino del orgullo, sino el de un sentido realista de la vida abierto a la dimensión trascendente. Hoy, como en el pasado, quien quiera ser discípulo de Cristo está llamado a ir contracorriente, a no dejarse atraer por reclamos interesados y persuasivos que provienen de diversos púlpitos, desde donde se promueven comportamientos marcados por la arrogancia y la violencia, la prepotencia y la conquista del éxito a toda costa. En la sociedad actual se registra una carrera, a veces desenfrenada, al aparecer y al tener, por desgracia en detrimento del ser; y la Iglesia, maestra de humanidad, no se cansa de exhortar especialmente a las nuevas generaciones, a las que vosotros pertenecéis, a permanecer vigilantes y a no temer elegir caminos «alternativos», que sólo Cristo sabe indicar. Sí, queridos amigos, Jesús llama a todos sus amigos a fundamentar su existencia en un estilo de vida sobrio y solidario, a entablar relaciones afectivas sinceras y desinteresadas con los demás. A vosotros, queridos jóvenes estudiantes, os pide que os comprometáis honradamente en el estudio, cultivando un sentido maduro de responsabilidad y un interés compartido por el bien común. Por tanto, los años de universidad han de ser un gimnasio de convencido y valiente testimonio evangélico. Y para realizar esta misión, tratad de cultivar una amistad íntima con el divino Maestro, imitando a María, Sede de la Sabiduría. Os encomiendo a su intercesión materna y, a la vez que os aseguro un recuerdo en la oración, con afecto os imparto de corazón a todos una especial bendición apostólica, que de buen grado extiendo a vuestras familias y a vuestros seres queridos. 46


DISCURSO PARA EL ENCUENTRO CON LA UNIVERSIDAD DE ROMA «LA SAPIENZA» Texto de la conferencia que el Papa Benedicto XVI iba a pronunciar durante su visita a la «Sapienza, Universidad de Roma», el jueves 17 de enero de 2008. Visita cancelada el 15 de enero. Rector magnífico; autoridades políticas y civiles; ilustres profesores y personal técnico administrativo; queridos jóvenes estudiantes: Para mí es motivo de profunda alegría encontrarme con la comunidad de la «Sapienza, Universidad de Roma» con ocasión de la inauguración del año académico. Ya desde hace siglos esta universidad marca el camino y la vida de la ciudad de Roma, haciendo fructificar las mejores energías intelectuales en todos los campos del saber. Tanto en el tiempo en que, después de su fundación impulsada por el Papa Bonifacio VIII, la institución dependía directamente de la autoridad eclesiástica, como sucesivamente, cuando el Studium Urbis se desarrolló como institución del Estado italiano, vuestra comunidad académica ha conservado un gran nivel científico y cultural, que la sitúa entre las universidades más prestigiosas del mundo. Desde siempre la Iglesia de Roma mira con simpatía y admiración este centro universitario, reconociendo su compromiso, a veces arduo y fatigoso, por la investigación y la formación de las nuevas generaciones. En estos últimos años no han faltado momentos significativos de colaboración y de diálogo. Quiero recordar, en particular, el Encuentro mundial de rectores con ocasión del Jubileo de las Universidades, en el que vuestra comunidad no sólo se encargó de la acogida y la organización, sino sobre todo de la profética y compleja propuesta de elaborar un «nuevo humanismo para el tercer milenio». En esta circunstancia deseo expresar mi gratitud por la invitación que se me ha hecho a venir a vuestra universidad para pronunciar una conferencia. Desde esta perspectiva, me planteé ante todo la pregunta: ¿Qué puede y debe decir un Papa en una ocasión como esta? En mi conferencia en Ratisbona hablé ciertamente como Papa, pero hablé sobre todo en calidad de ex profesor de esa universidad, mi universidad, tratando de unir recuerdos y actualidad. En la universidad «Sapienza», la antigua universidad de Roma, sin embargo, he sido invitado precisamente como Obispo de Roma; por eso, debo hablar como tal. Es cierto que en otros tiempos la «Sapienza» era la universidad del Papa; pero hoy es una universidad laica, con la autonomía que, sobre la base de su mismo concepto fundacional, siempre ha formado parte de su naturaleza de universidad, la cual debe estar vinculada exclusivamente a la autoridad de la verdad. En su libertad frente a autoridades políticas y eclesiásticas la universidad encuentra su función particular, precisamente también para la sociedad moderna, que necesita una institución de este tipo. Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿Qué puede y debe decir el Papa en el encuentro con la universidad de su ciudad? Reflexionando sobre esta pregunta, me pareció que incluía otras dos, cuyo esclarecimiento debería llevar de por sí a la respuesta. En efecto, es necesario preguntarse: ¿Cuál es la naturaleza y la misión del Papado? Y también, ¿cuál es la naturaleza y la misión de la universidad? En este lugar no quisiera entretenerme y entreteneros con largas disquisiciones sobre la naturaleza del Papado. Baste una breve 47


alusión. El Papa es, ante todo, Obispo de Roma y, como tal, en virtud de la sucesión del apóstol san Pedro, tiene una responsabilidad episcopal con respecto a toda la Iglesia católica. La palabra «obispo» —episkopos—, que en su significado inmediato se puede traducir por «vigilante», se fundió ya en el Nuevo Testamento con el concepto bíblico de Pastor: es aquel que, desde un puesto de observación más elevado, contempla el conjunto, cuidándose de elegir el camino correcto y mantener la cohesión de todos sus componentes. En este sentido, esa designación de la tarea orienta la mirada, ante todo, hacia el interior de la comunidad creyente. El Obispo —el Pastor— es el hombre que cuida de esa comunidad; el que la conserva unida, manteniéndola en el camino hacia Dios, indicado por Jesús según la fe cristiana; y no sólo indicado, pues Él mismo es para nosotros el camino. Pero esta comunidad, de la que cuida el Obispo, sea grande o pequeña, vive en el mundo. Las condiciones en que se encuentra, su camino, su ejemplo y su palabra influyen inevitablemente en todo el resto de la comunidad humana en su conjunto. Cuanto más grande sea, tanto más repercutirán en la humanidad entera sus buenas condiciones o su posible degradación. Hoy vemos con mucha claridad cómo las condiciones de las religiones y la situación de la Iglesia —sus crisis y sus renovaciones— repercuten en el conjunto de la humanidad. Por eso el Papa, precisamente como Pastor de su comunidad, se ha convertido cada vez más también en una voz de la razón ética de la humanidad. Aquí, sin embargo, surge inmediatamente la objeción según la cual el Papa, de hecho, no hablaría verdaderamente basándose en la razón ética, sino que sus afirmaciones procederían de la fe y por eso no podría pretender que valgan para quienes no comparten esta fe. Deberemos volver más adelante sobre este tema, porque aquí se plantea la cuestión absolutamente fundamental: ¿Qué es la razón? ¿Cómo puede una afirmación —sobre todo una norma moral— demostrarse «razonable»? En este punto, por el momento, sólo quiero poner de relieve brevemente que John Rawls, aun negando a doctrinas religiosas globales el carácter de la razón «pública», ve sin embargo en su razón «no pública» al menos una razón que no podría, en nombre de una racionalidad endurecida desde el punto de vista secularista, ser simplemente desconocida por quienes la sostienen. Ve un criterio de esta racionalidad, entre otras cosas, en el hecho de que esas doctrinas derivan de una tradición responsable y motivada, en la que en el decurso de largos tiempos se han desarrollado argumentaciones suficientemente buenas como para sostener su respectiva doctrina. En esta afirmación me parece importante el reconocimiento de que la experiencia y la demostración a lo largo de generaciones, el fondo histórico de la sabiduría humana, son también un signo de su racionalidad y de su significado duradero. Frente a una razón a-histórica que trata de construirse a sí misma sólo en una racionalidad a-histórica, la sabiduría de la humanidad como tal —la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas— se debe valorar como una realidad que no se puede impunemente tirar a la papelera de la historia de las ideas. Volvemos a la pregunta inicial. El Papa habla como representante de una comunidad creyente, en la cual durante los siglos de su existencia ha madurado una determinada sabiduría de vida. Habla como representante de una comunidad que custodia en sí un tesoro de conocimiento y de experiencia éticos, que resulta importante para toda la humanidad. En este sentido habla como representante de una razón ética. Pero ahora debemos preguntarnos: ¿Y qué es la universidad?, ¿cuál es su tarea? Es una pregunta de enorme alcance, a la cual, una vez más, sólo puedo tratar de responder de una forma casi telegráfica con algunas observaciones. Creo que se puede decir que el 48


verdadero e íntimo origen de la universidad está en el afán de conocimiento, que es propio del hombre. Quiere saber qué es todo lo que le rodea. Quiere la verdad. En este sentido, se puede decir que el impulso del que nació la universidad occidental fue el cuestionamiento de Sócrates. Pienso, por ejemplo —por mencionar sólo un texto—, en la disputa con Eutifrón, el cual defiende ante Sócrates la religión mítica y su devoción. A eso, Sócrates contrapone la pregunta: «¿Tú crees que existe realmente entre los dioses una guerra mutua y terribles enemistades y combates...? Eutifrón, ¿debemos decir que todo eso es efectivamente verdadero?» (6 b c). En esta pregunta, aparentemente poco devota —pero que en Sócrates se debía a una religiosidad más profunda y más pura, de la búsqueda del Dios verdaderamente divino—, los cristianos de los primeros siglos se reconocieron a sí mismos y su camino. Acogieron su fe no de modo positivista, o como una vía de escape para deseos insatisfechos. La comprendieron como la disipación de la niebla de la religión mítica para dejar paso al descubrimiento de aquel Dios que es Razón creadora y al mismo tiempo Razón-Amor. Por eso, el interrogarse de la razón sobre el Dios más grande, así como sobre la verdadera naturaleza y el verdadero sentido del ser humano, no era para ellos una forma problemática de falta de religiosidad, sino que era parte esencial de su modo de ser religiosos. Por consiguiente, no necesitaban resolver o dejar a un lado el interrogante socrático, sino que podían, más aún, debían acogerlo y reconocer como parte de su propia identidad la búsqueda fatigosa de la razón para alcanzar el conocimiento de la verdad íntegra. Así, en el ámbito de la fe cristiana, en el mundo cristiano, podía, más aún, debía nacer la universidad. Es necesario dar un paso más. El hombre quiere conocer, quiere encontrar la verdad. La verdad es ante todo algo del ver, del comprender, de la theoría, como la llama la tradición griega. Pero la verdad nunca es sólo teórica. San Agustín, al establecer una correlación entre las Bienaventuranzas del Sermón de la montaña y los dones del Espíritu que se mencionan en Isaías 11, habló de una reciprocidad entre «scientia» y «tristitia»: el simple saber —dice— produce tristeza. Y, en efecto, quien sólo ve y percibe todo lo que sucede en el mundo acaba por entristecerse. Pero la verdad significa algo más que el saber: el conocimiento de la verdad tiene como finalidad el conocimiento del bien. Este es también el sentido del interrogante socrático: ¿Cuál es el bien que nos hace verdaderos? La verdad nos hace buenos, y la bondad es verdadera: este es el optimismo que reina en la fe cristiana, porque a ella se le concedió la visión del Logos, de la Razón creadora que, en la encarnación de Dios, se reveló al mismo tiempo como el Bien, como la Bondad misma. En la teología medieval hubo una discusión a fondo sobre la relación entre teoría y praxis, sobre la correcta relación entre conocer y obrar, una disputa que aquí no podemos desarrollar. De hecho, la universidad medieval, con sus cuatro Facultades, presenta esta correlación. Comencemos por la Facultad que, según la concepción de entonces, era la cuarta: la de medicina. Aunque era considerada más como «arte» que como ciencia, sin embargo, su inserción en el cosmos de la universitas significaba claramente que se la situaba en el ámbito de la racionalidad, que el arte de curar estaba bajo la guía de la razón, liberándola del ámbito de la magia. Curar es una tarea que requiere cada vez más simplemente la razón, pero precisamente por eso necesita la conexión entre saber y poder, necesita pertenecer a la esfera de la ratio. En la Facultad de derecho se plantea inevitablemente la cuestión de la relación entre praxis y teoría, entre conocimiento y obrar. Se trata de dar su justa forma a la libertad humana, que es siempre libertad en la comunión recíproca: el derecho es el presupuesto de la libertad, 49


no su antagonista. Pero aquí surge inmediatamente la pregunta: ¿Cómo se establecen los criterios de justicia que hacen posible una libertad vivida conjuntamente y sirven al hombre para ser bueno? En este punto, se impone un salto al presente: es la cuestión de cómo se puede encontrar una normativa jurídica que constituya un ordenamiento de la libertad, de la dignidad humana y de los derechos del hombre. Es la cuestión que nos ocupa hoy en los procesos democráticos de formación de la opinión y que, al mismo tiempo, nos angustia como cuestión de la que depende el futuro de la humanidad. Jürgen Habermas expresa, a mi parecer, un amplio consenso del pensamiento actual cuando dice que la legitimidad de la Constitución de un país, como presupuesto de la legalidad, derivaría de dos fuentes: de la participación política igualitaria de todos los ciudadanos y de la forma razonable en que se resuelven las divergencias políticas. Con respecto a esta «forma razonable», afirma que no puede ser sólo una lucha por mayorías aritméticas, sino que debe caracterizarse como un «proceso de argumentación sensible a la verdad» (wahrheitssensibles Argumentationsverfahren). Está bien dicho, pero es muy difícil transformarlo en una praxis política. Como sabemos, los representantes de ese «proceso de argumentación» público son principalmente los partidos en cuanto responsables de la formación de la voluntad política. De hecho, sin duda buscarán sobre todo la consecución de mayorías y así se ocuparán casi inevitablemente de los intereses que prometen satisfacer. Ahora bien, esos intereses a menudo son particulares y no están verdaderamente al servicio del conjunto. La sensibilidad por la verdad se ve siempre arrollada de nuevo por la sensibilidad por los intereses. Yo considero significativo el hecho de que Habermas hable de la sensibilidad por la verdad como un elemento necesario en el proceso de argumentación política, volviendo a insertar así el concepto de verdad en el debate filosófico y en el político. Pero entonces se hace inevitable la pregunta de Pilato: ¿Qué es la verdad? Y ¿cómo se la reconoce? Si para esto se remite a la «razón pública», como hace Rawls, se plantea necesariamente otra pregunta: ¿qué es razonable? ¿Cómo demuestra una razón que es razón verdadera? En cualquier caso, según eso, resulta evidente que, en la búsqueda del derecho de la libertad, de la verdad de la justa convivencia, se debe escuchar a instancias diferentes de los partidos y de los grupos de interés, sin que ello implique en modo alguno querer restarles importancia. Así volvemos a la estructura de la universidad medieval. Juntamente con la Facultad de derecho estaban las Facultades de filosofía y de teología, a las que se encomendaba la búsqueda sobre el ser hombre en su totalidad y, con ello, la tarea de mantener despierta la sensibilidad por la verdad. Se podría decir incluso que este es el sentido permanente y verdadero de ambas Facultades: ser guardianes de la sensibilidad por la verdad, no permitir que el hombre se aparte de la búsqueda de la verdad. Pero, ¿cómo pueden dichas Facultades cumplir esa tarea? Esta pregunta exige un esfuerzo permanente y nunca se plantea ni se resuelve de manera definitiva. En este punto, pues, tampoco yo puedo dar propiamente una respuesta. Sólo puedo hacer una invitación a mantenerse en camino con esta pregunta, en camino con los grandes que a lo largo de toda la historia han luchado y buscado, con sus respuestas y con su inquietud por la verdad, que remite continuamente más allá de cualquier respuesta particular. De este modo, la teología y la filosofía forman una peculiar pareja de gemelos, en la que ninguna de las dos puede separarse totalmente de la otra y, sin embargo, cada una debe conservar su propia tarea y su propia identidad. Históricamente, es mérito de santo Tomás de Aquino —ante la diferente respuesta de los Padres a causa de su contexto 50


histórico— el haber puesto de manifiesto la autonomía de la filosofía y, con ello, el derecho y la responsabilidad propios de la razón que se interroga basándose en sus propias fuerzas. Los Padres, diferenciándose de las filosofías neoplatónicas, en las que la religión y la filosofía estaban unidas de manera inseparable, habían presentado la fe cristiana como la verdadera filosofía, subrayando también que esta fe corresponde a las exigencias de la razón que busca la verdad; que la fe es el «sí» a la verdad, con respecto a las religiones míticas, que se habían convertido en mera costumbre. Pero luego, en el momento del nacimiento de la universidad, en Occidente ya no existían esas religiones, sino sólo el cristianismo; por eso, era necesario subrayar de modo nuevo la responsabilidad propia de la razón, que no queda absorbida por la fe. A santo Tomás le tocó vivir en un momento privilegiado: por primera vez, los escritos filosóficos de Aristóteles eran accesibles en su integridad; estaban presentes las filosofías judías y árabes, como apropiaciones y continuaciones específicas de la filosofía griega. Por eso el cristianismo, en un nuevo diálogo con la razón de los demás, con quienes se venía encontrando, tuvo que luchar por su propia racionalidad. La Facultad de filosofía que, como «Facultad de los artistas» —así se llamaba—, hasta aquel momento había sido sólo propedéutica con respecto a la teología, se convirtió entonces en una verdadera Facultad, en un interlocutor autónomo de la teología y de la fe reflejada en ella. Aquí no podemos detenernos en la interesante confrontación que se derivó de ello. Yo diría que la idea de santo Tomás sobre la relación entre la filosofía y la teología podría expresarse en la fórmula que encontró el concilio de Calcedonia para la cristología: la filosofía y la teología deben relacionarse entre sí «sin confusión y sin separación». «Sin confusión» quiere decir que cada una de las dos debe conservar su identidad propia. La filosofía debe seguir siendo verdaderamente una búsqueda de la razón con su propia libertad y su propia responsabilidad; debe ver sus límites y precisamente así también su grandeza y amplitud. La teología debe seguir sacando de un tesoro de conocimiento que ella misma no ha inventado, que siempre la supera y que, al no ser totalmente agotable mediante la reflexión, precisamente por eso siempre suscita de nuevo el pensamiento. Junto con el «sin confusión» está también el «sin separación»: la filosofía no vuelve a comenzar cada vez desde el punto cero del sujeto pensante de modo aislado, sino que se inserta en el gran diálogo de la sabiduría histórica, que acoge y desarrolla una y otra vez de forma crítica y a la vez dócil; pero tampoco debe cerrarse ante lo que las religiones, y en particular la fe cristiana, han recibido y dado a la humanidad como indicación del camino. La historia ha demostrado que varias cosas dichas por teólogos en el decurso de la historia, o también llevadas a la práctica por las autoridades eclesiales, eran falsas y hoy nos confunden. Pero, al mismo tiempo, es verdad que la historia de los santos, la historia del humanismo desarrollado sobre la base de la fe cristiana, demuestra la verdad de esta fe en su núcleo esencial, convirtiéndola así también en una instancia para la razón pública. Ciertamente, mucho de lo que dicen la teología y la fe sólo se puede hacer propio dentro de la fe y, por tanto, no puede presentarse como exigencia para aquellos a quienes esta fe sigue siendo inaccesible. Al mismo tiempo, sin embargo, es verdad que el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una «comprehensive religious doctrine» en el sentido de Rawls, sino una fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma. El mensaje cristiano, en virtud de su origen, debería ser siempre un estímulo hacia la verdad y, así, una fuerza contra la presión del poder y de los intereses. 51


Bien; hasta ahora he hablado sólo de la universidad medieval, pero tratando de aclarar la naturaleza permanente de la universidad y de su tarea. En los tiempos modernos se han abierto nuevas dimensiones del saber, que en la universidad se valoran sobre todo en dos grandes ámbitos: ante todo, en el de las ciencias naturales, que se han desarrollado sobre la base de la conexión entre experimentación y presupuesta racionalidad de la materia; en segundo lugar, en el de las ciencias históricas y humanísticas, en las que el hombre, escrutando el espejo de su historia y aclarando las dimensiones de su naturaleza, trata de comprenderse mejor a sí mismo. En este desarrollo no sólo se ha abierto a la humanidad una cantidad inmensa de saber y de poder; también han crecido el conocimiento y el reconocimiento de los derechos y de la dignidad del hombre, y de esto no podemos por menos de estar agradecidos. Pero nunca puede decirse que el camino del hombre se haya completado del todo y que el peligro de caer en la inhumanidad haya quedado totalmente descartado, como vemos en el panorama de la historia actual. Hoy, el peligro del mundo occidental —por hablar sólo de éste— es que el hombre, precisamente teniendo en cuenta la grandeza de su saber y de su poder, se rinda ante la cuestión de la verdad. Y eso significa al mismo tiempo que la razón, al final, se doblega ante la presión de los intereses y ante el atractivo de la utilidad, y se ve forzada a reconocerla como criterio último. Dicho desde el punto de vista de la estructura de la universidad: existe el peligro de que la filosofía, al no sentirse ya capaz de cumplir su verdadera tarea, degenere en positivismo; que la teología, con su mensaje dirigido a la razón, quede confinada a la esfera privada de un grupo más o menos grande. Sin embargo, si la razón, celosa de su presunta pureza, se hace sorda al gran mensaje que le viene de la fe cristiana y de su sabiduría, se seca como un árbol cuyas raíces no reciben ya las aguas que le dan vida. Pierde la valentía por la verdad y así no se hace más grande, sino más pequeña. Eso, aplicado a nuestra cultura europea, significa: si quiere sólo construirse a sí misma sobre la base del círculo de sus propias argumentaciones y de lo que en el momento la convence, y, preocupada por su laicidad, se aleja de las raíces de las que vive, entonces ya no se hace más razonable y más pura, sino que se descompone y se fragmenta. Con esto vuelvo al punto de partida. ¿Qué tiene que hacer o qué tiene que decir el Papa en la universidad? Seguramente no debe tratar de imponer a otros de modo autoritario la fe, que sólo puede ser donada en libertad. Más allá de su ministerio de Pastor en la Iglesia, y de acuerdo con la naturaleza intrínseca de este ministerio pastoral, tiene la misión de mantener despierta la sensibilidad por la verdad; invitar una y otra vez a la razón a buscar la verdad, a buscar el bien, a buscar a Dios; y, en este camino, estimularla a descubrir las útiles luces que han surgido a lo largo de la historia de la fe cristiana y a percibir así a Jesucristo como la Luz que ilumina la historia y ayuda a encontrar el camino hacia el futuro.

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DISCURSO AL FINAL DEL REZO DEL ROSARIO CON OCASIÓN DE LA VI JORNADA EUROPEA DE LOS UNIVERSITARIOS 1 de marzo de 2008

Queridos jóvenes universitarios: Al final de esta vigilia mariana, con gran alegría os saludo a todos los que estáis aquí presentes y a quienes participáis en la oración a través de conexiones por satélite. Saludo y expreso mi agradecimiento a los cardenales y obispos, en particular a los que han presidido el rezo del rosario en las sedes conectadas: Aparecida, en Brasil; Aviñón, en Francia; Bucarest, en Rumanía; Ciudad de México, en México; La Habana, en Cuba; Loja, en Ecuador; Minsk, en Bielorrusia; Nápoles, en Italia; Toledo, en España; y Washington, en Estados Unidos. Cinco sedes en Europa y cinco en América. De hecho, esta iniciativa tiene por tema: «Europa y América unidas para construir la civilización del amor». Y precisamente sobre este tema se ha celebrado en estos días, en la Universidad Gregoriana, un congreso, a cuyos participantes dirijo un cordial saludo. Ha sido acertada la decisión de poner de relieve cada vez la relación entre Europa y otro continente, en una perspectiva de esperanza. Hace dos años, Europa y África; el año pasado, Europa y Asia; este año, Europa y América. El cristianismo constituye un vínculo fuerte y profundo entre el así llamado «viejo continente» y el que ha sido llamado «el nuevo mundo». Basta pensar en el puesto fundamental que ocupan la sagrada Escritura y la liturgia cristiana en la cultura y en el arte de los pueblos europeos y americanos. Sin embargo, por desgracia, la así llamada «civilización occidental» ha traicionado en parte su inspiración evangélica. Por tanto, se impone una reflexión honrada y sincera, un examen de conciencia. Es necesario discernir entre lo que construye la «civilización del amor», según el designio de Dios revelado en Jesucristo, y lo que en cambio se opone a ella. Me dirijo ahora a vosotros, queridos jóvenes. En la historia de Europa y de América, los jóvenes siempre han sido promotores de impulsos evangélicos. Basta pensar en jóvenes como san Benito de Nursia, san Francisco de Asís y el beato Karl Leisner, en Europa; como san Martín de Porres, santa Rosa de Lima y la beata Catalina Tekakwitha, en América. Jóvenes constructores de la civilización del amor. Hoy Dios os llama a vosotros, jóvenes europeos y americanos, a cooperar, junto con vuestros coetáneos de todo el mundo, para que la savia del Evangelio renueve la civilización de estos dos continentes y de toda la humanidad. Las grandes ciudades europeas y americanas son cada vez más cosmopolitas, pero con frecuencia les falta esta savia capaz de hacer que las diferencias no sean motivo de división o de conflicto, sino más bien de enriquecimiento recíproco. La civilización del amor es convivencia respetuosa, pacífica y gozosa de las diferencias en nombre de un proyecto común, que el beato Papa Juan XXIII apoyaba sobre los cuatro pilares del amor, la verdad, la libertad y la justicia. Esta es la consigna que hoy os dejo, queridos amigos: sed discípulos y testigos del Evangelio, porque el Evangelio es la buena semilla del reino de Dios, es decir, de la 53


civilización del amor. Sed constructores de paz y de unidad. La iniciativa de entregaros a cada uno de vosotros el texto de la encíclica Spe salvi en un disco compacto en cinco idiomas es signo de esta unidad católica, es decir, universal e íntegra en los contenidos de la fe cristiana, que nos une a todos. Que la Virgen María vele sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre todos vuestros seres queridos. Ahora quiero saludar en los diferentes idiomas a cuantos están unidos con nosotros desde las otras ciudades a través de las conexiones radiotelevisivas. (En castellano) Queridos jóvenes reunidos en las ciudades de México, La Habana, Loja, y Toledo, sed testigos de la gran esperanza que Cristo ha traído al mundo. Que el Señor os bendiga y os acompañe en vuestros compromisos de estudio.

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DISCURSO EN EL ENCUENTRO CON LOS EDUCADORES CATÓLICOS EN LA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE AMÉRICA, WASHINGTON, D.C. 17 de abril de 2008 Queridos Cardenales, Queridos Hermanos Obispos, Ilustres Profesores, Docentes y Educadores: «¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio!» (Rm 10,15). Con estas palabras de Isaías, citadas por san Pablo, saludo calurosamente a cada uno de ustedes, portadores de sabiduría, y a través de ustedes a todo el personal, a los estudiantes y las familias de las muchas y variadas instituciones formativas que ustedes representan. Es un verdadero placer encontrarme con ustedes y compartir algunas reflexiones sobre la naturaleza y la identidad de la educación católica hoy. En particular, deseo dar las gracias al P. Davide O‘Connell, Presidente y Rector de laCatholic University of America. Querido Presidente, he apreciado mucho sus amables palabras de bienvenida. Le ruego que transmita mi cordial gratitud a toda la comunidad de esta Universidad, a las Facultades, al personal y a los estudiantes. El deber educativo es parte integrante de la misión que la Iglesia tiene de proclamar la Buena Noticia. En primer lugar, y sobre todo, cada institución educativa católica es un lugar para encontrar a Dios vivo, el cual revela en Jesucristo la fuerza transformadora de su amor y su verdad (cf. Spe salvi, 4). Esta relación suscita el deseo de crecer en el conocimiento y en la comprensión de Cristo y de su enseñanza. De este modo, quienes lo encuentran se ven impulsados por la fuerza del Evangelio a llevar una nueva vida marcada por todo lo que es bello, bueno y verdadero; una vida de testimonio cristiano alimentada y fortalecida en la comunidad de los discípulos de Nuestro Señor, la Iglesia. La dinámica entre encuentro personal, conocimiento y testimonio cristiano es parte integrante de la diakonia de la verdad que la Iglesia ejerce en medio de la humanidad. La revelación de Dios ofrece a cada generación la posibilidad de descubrir la verdad última sobre la propia vida y sobre el fin de la historia. Este deber jamás es fácil: implica a toda la comunidad cristiana y motiva a cada generación de educadores cristianos a garantizar que el poder de la verdad de Dios impregne todas las dimensiones de las instituciones a las que sirven. De este modo, la Buena Noticia de Cristo puede actuar, guiando tanto al docente como al estudiante hacia la verdad objetiva que, trascendiendo lo particular y lo subjetivo, apunta a lo universal y a lo absoluto, que nos capacita para proclamar con confianza la esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5). Frente a los conflictos personales, la confusión moral y la fragmentación del conocimiento, los nobles fines de la formación académica y de la educación, fundados en la unidad de la verdad y en el servicio a la persona y a la comunidad, son un poderoso instrumento especial de esperanza. Queridos amigos, la historia de esta Nación ofrece numerosos ejemplos del compromiso de la Iglesia en este ámbito. De hecho, la comunidad católica en este País ha hecho de la educación una de sus prioridades más importantes. Esta empresa no se ha llevado a cabo sin grandes sacrificios. Figuras eminentes como Santa Elizabeth Ann Seton y otros fundadores y fundadoras, con gran tenacidad y clarividencia, han impulsado la institución de lo que hoy es una considerable red de escuelas parroquiales, 55


que contribuyen al bienestar de la Iglesia y de la Nación. Algunos, como Santa Katherine Drexel, dedicaron su vida a la educación de los que otros habían descuidado, en su caso, de los Afroamericanos y Americanos indígenas. Innumerables hermanas, hermanos y sacerdotes de congregaciones religiosas, junto con padres altruistas, han ayudado a través de las Escuelas católicas, a generaciones de inmigrantes a salir de la miseria y a situarse en la sociedad actual. Este sacrificio continúa todavía hoy. Es un excelente apostolado de la esperanza procurar hacerse cargo de las necesidades materiales, intelectuales y espirituales de más de tres millones de muchachos y estudiantes. Esto ofrece a toda la comunidad católica una oportunidad altamente encomiable de contribuir generosamente a las necesidades económicas de nuestras instituciones. Hay que garantizar que puedan mantenerse a largo plazo. En efecto, se ha de hacer todo lo posible, en estrecha colaboración con la comunidad, para asegurar que sean accesibles a personas de cualquier estrato social y económico. A ningún niño o niña debe ser negado el derecho de una educación en la fe, que a su vez nutre el espíritu de la Nación. Algunos cuestionan hoy el compromiso de la Iglesia en la educación, preguntándose si estos recursos no se podrían emplear mejor de otra manera. Ciertamente, en una nación como ésta, el Estado ofrece amplias oportunidades para la educación y atrae hacia esta honrada profesión a hombres y mujeres comprometidos y generosos. Es oportuno, pues, reflexionar sobre lo específico de nuestras instituciones católicas. ¿Cómo pueden éstas contribuir al bien de la sociedad a través de la misión primaria de la Iglesia que es la de evangelizar? Todas las actividades de la Iglesia nacen de su conciencia de ser portadora de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo: en su bondad y sabiduría, Dios ha elegido revelarse a sí mismo y dar a conocer el propósito escondido de su voluntad (cf. Ef 1,9; Dei Verbum, 2). El deseo de Dios de darse a conocer y el innato deseo de cada ser humano de conocer la verdad constituyen el contexto de la búsqueda humana sobre el significado de la vida. Este encuentro único está sostenido por la comunidad cristiana: quien busca la verdad se transforma en uno que vive de fe (cf. Fides et ratio, 31). Esto puede ser descrito como un movimiento del «yo» al «nosotros», que lleva al individuo a formar parte del Pueblo de Dios. La misma dinámica de identidad comunitaria ―¿a quién pertenezco?― vivifica el ethos de nuestras instituciones católicas. La identidad de una Universidad o de una Escuela católica no es simplemente una cuestión del número de los estudiantes católicos. Es una cuestión de convicción: ¿creemos realmente que sólo en el misterio del Verbo encarnado se esclarece verdaderamente el misterio del hombre (cf. Gaudium et spes, 22)? ¿Estamos realmente dispuestos a confiar todo nuestro yo, inteligencia y voluntad, mente y corazón, a Dios? ¿Aceptamos la verdad que Cristo revela? En nuestras universidades y escuelas ¿es «tangible» la fe? ¿Se expresa férvidamente en la liturgia, en los sacramentos, por medio de la oración, los actos de caridad, la solicitud por la justicia y el respeto por la creación de Dios? Solamente de este modo damos realmente testimonio sobre el sentido de quiénes somos y de lo que sostenemos. Desde esta perspectiva se puede reconocer que la «crisis de verdad» contemporánea está radicada en una «crisis de fe». Únicamente mediante la fe podemos dar libremente nuestro asentimiento al testimonio de Dios y reconocerlo como el garante trascendente de la verdad que él revela. Una vez más, vemos por qué el promover la intimidad personal con Jesucristo y el testimonio comunitario de su verdad que es amor, es 56


indispensable en las instituciones formativas católicas. De hecho, todos vemos y observamos con preocupación la dificultad o la repulsa que muchas personas tienen hoy para entregarse a sí mismas a Dios. Éste es un fenómeno complejo sobre el que reflexiono continuamente. Mientras hemos buscado diligentemente atraer la inteligencia de nuestros jóvenes, quizás hemos descuidado su voluntad. Como consecuencia, observamos preocupados que la noción de libertad se ha distorsionado. La libertad no es la facultad para desentenderse de; es la facultad de comprometerse con, una participación en el Ser mismo. Como resultado, la libertad auténtica jamás puede ser alcanzada alejándose de Dios. Una opción similar significaría al final descuidar la genuina verdad que necesitamos para comprendernos a nosotros mismos. Por eso, suscitar entre los jóvenes el deseo de un acto de fe, animándolos a comprometerse con la vida eclesial que nace de este acto de fe, es una responsabilidad particular de cada uno de ustedes, y de sus colegas. Así es como la libertad alcanza la certeza de la verdad. Eligiendo vivir de acuerdo a esta verdad, abrazamos la plenitud de la vida de fe que se nos da en la Iglesia. Así pues, está claro que la identidad católica no depende de las estadísticas. Tampoco se la puede equiparar simplemente con la ortodoxia del contenido de los cursos. Esto exige e inspira mucho más, a saber, que cualquier aspecto de vuestras comunidades de estudio se refleje en una vida eclesial de fe. La verdad solamente puede encarnarse en la fe y la razón auténticamente humana, hacerse capaz de dirigir la voluntad a través del camino de la libertad (cf. Spe salvi, 23). De este modo nuestras instituciones ofrecen una contribución vital a la misión de la Iglesia y sirven eficazmente a la sociedad. Han de ser lugares en los que se reconoce la presencia activa de Dios en los asuntos humanos y cada joven descubre la alegría de entrar en «el ser para los otros» de Cristo (cf. ibid., 28). La misión, primaria en la Iglesia, de evangelizar, en la que las instituciones educativas juegan un papel crucial, está en consonancia con la aspiración fundamental de la nación de desarrollar una sociedad verdaderamente digna de la dignidad de la persona humana. A veces, sin embargo, se cuestiona el valor de la contribución de la Iglesia al fórum público. Por esto es importante recordar que la verdad de la fe y la de la razón nunca se contradicen (cf. Concilio Ecuménico Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius sobre la fe católica, IV: DS 3017; S. Agustín, Contra Academicos, III, 20,43). La misión de la Iglesia, de hecho, la compromete en la lucha que la humanidad mantiene por alcanzar la verdad. Al exponer la verdad revelada, la Iglesia sirve a todos los miembros de la sociedad purificando la razón, asegurando que ésta permanezca abierta a la consideración de las verdades últimas. Recurriendo a la sabiduría divina, proyecta luz sobre el fundamento de la moralidad y de la ética humana, y recuerda a todos los grupos sociales que no es la praxis la que crea la verdad, sino que es la verdad la que debe servir de cimiento a la praxis. Lejos de amenazar la tolerancia de la legítima diversidad, una contribución así ilumina la auténtica verdad que hace posible el consenso, y ayuda a que el debate público se mantenga razonable, honesto y responsable. De igual modo, la Iglesia jamás se cansa de sostener las categorías morales esenciales de lo justo y lo injusto, sin las cuales la esperanza acaba marchitándose, dando lugar a fríos cálculos de pragmática utilidad, que reducen la persona a poco más que a un peón de un ajedrez ideológico. Respecto al fórum educativo, la diakonía de la verdad adquiere un alto significado en las sociedades en las que la ideología secularista introduce una cuña entre verdad y fe. Esta división ha llevado a la tendencia de equiparar verdad y conocimiento y a adoptar una mentalidad positivista que, rechazando la metafísica, niega los fundamentos de la fe y rechaza la necesidad de una visión moral. Verdad significa más que conocimiento: 57


conocer la verdad nos lleva a descubrir el bien. La verdad se dirige al individuo en su totalidad, invitándonos a responder con todo nuestro ser. Esta visión optimista está fundada en nuestra fe cristiana, ya que en esta fe se ofrece la visión del Logos, la Razón creadora de Dios, que en la Encarnación se ha revelado como divinidad ella misma. Lejos de ser solamente una comunicación de datos fácticos, «informativa», la verdad amante del Evangelio es creativa y capaz de cambiar la vida, es «performativa» (cf. Spe salvi, 2). Con confianza, los educadores cristianos pueden liberar a los jóvenes de los límites del positivismo y despertar su receptividad con respecto a la verdad, a Dios y a su bondad. De este modo, ustedes ayudarán también a formar su conciencia que, enriquecida por la fe, abre un camino seguro hacia la paz interior y el respeto a los otros. No sorprende, pues, que no sean precisamente nuestras propias comunidades eclesiales, sino la sociedad en general, la que espere mucho de los educadores católicos. Esto entraña para ustedes una responsabilidad y les ofrece una oportunidad. Cada vez son más, especialmente entre los padres, los que reconocen la necesidad de algo excelso en la formación humana de sus hijos. Como Madre y Maestra, la Iglesia comparte su preocupación. Cuando no se reconoce como definitivo nada que sobrepase al individuo, el criterio último de juicio acaba siendo el yo y la satisfacción de los propios deseos inmediatos. La objetividad y la perspectiva, que derivan solamente del reconocimiento de la esencial dimensión trascendente de la persona humana, pueden acabar perdiéndose. En este horizonte relativista, los fines de la educación terminan inevitablemente por reducirse. Se produce lentamente un descenso de los niveles. Hoy notamos una cierta timidez ante la categoría del bien y una búsqueda ansiosa de las novedades del momento como realización de la libertad. Somos testigos de cómo se ha asumido que cualquier experiencia vale lo mismo y cómo se rechaza admitir imperfecciones y errores. Es especialmente inquietante la reducción de la preciosa y delicada área de la educación sexual a la gestión del «riesgo», sin referencia alguna a la belleza del amor conyugal. ¿Cómo pueden responder los educadores cristianos? Estos peligrosos datos manifiestan lo urgente que es lo que podríamos llamar «caridad intelectual». Este aspecto de la caridad invita al educador a reconocer que la profunda responsabilidad de llevar a los jóvenes a la verdad no es más que un acto de amor. De hecho, la dignidad de la educación reside en la promoción de la verdadera perfección y la alegría de los que han de ser formados. En la práctica, la «caridad intelectual» defiende la unidad esencial del conocimiento frente a la fragmentación que surge cuando la razón se aparta de la búsqueda de la verdad. Esto lleva a los jóvenes a la profunda satisfacción de ejercer la libertad respecto a la verdad, y esto impulsa a formular la relación entre la fe y los diversos aspectos de la vida familiar y civil. Una vez que se ha despertado la pasión por la plenitud y unidad de la verdad, los jóvenes estarán seguramente contentos de descubrir que la cuestión sobre lo que pueden conocer les abre a la gran aventura de lo que deben hacer. Entonces experimentarán «en quién» y «en qué» es posible esperar y se animarán a ofrecer su contribución a la sociedad de un modo que genere esperanza para los otros. Queridos amigos, deseo concluir llamando la atención específicamente sobre la enorme importancia de vuestra competencia y testimonio en las universidades y escuelas católicas. Ante todo, permítanme agradecerles su solicitud y generosidad. Conozco desde cuando era Profesor, y después se lo he oído decir a sus Obispos y a los Oficiales de la Congregación para la Educación Católica, que la reputación de las 58


instituciones educativas en su País se debe en gran parte a ustedes y a sus predecesores. Sus aportaciones desinteresadas —desde la investigación externa a la dedicación de los que trabajan en las Instituciones académicas— sirven tanto al País como a la Iglesia. Por este motivo les expreso mi profunda gratitud. A propósito de los miembros de las Facultades en los Colegios Universitarios, quisiera reiterar el gran valor de la libertad académica. En virtud de esta libertad, ustedes están llamados a buscar la verdad allí donde el análisis riguroso de la evidencia los lleve. Sin embargo, es preciso decir también que toda invocación del principio de la libertad académica para justificar posiciones que contradigan la fe y la enseñanza de la Iglesia obstaculizaría o incluso traicionaría la identidad y la misión de la Universidad, una misión que está en el corazón del munus docendi de la Iglesia y en modo alguno es autónoma o independiente de la misma. Docentes y administradores, tanto en las universidades como en las escuelas, tienen el deber y el privilegio de asegurar que los estudiantes reciban una instrucción en la doctrina y en la praxis católica. Esto requiere que el testimonio público de Cristo, tal y como se encuentra en el Evangelio y es enseñado por el magisterio de la Iglesia, modele cualquier aspecto de la vida institucional, tanto dentro como fuera de las aulas escolares. Distanciarse de esta visión debilita la identidad católica y, lejos de hacer avanzar la libertad, lleva inevitablemente a la confusión tanto moral como intelectual y espiritual. Quisiera igualmente expresar una especial palabra de ánimo a los catequistas, tanto laicos como religiosos, los cuales se esfuerzan por asegurar que los jóvenes cada día sean más capaces de apreciar el don de la fe. La educación religiosa constituye un apostolado estimulante y hay muchos signos entre los jóvenes de un deseo de conocer mejor la fe y practicarla con determinación. Si se quiere que se desarrolle este despertar, es necesario que los docentes tengan una comprensión clara y precisa de la naturaleza específica y del papel de la educación católica. Deben estar también preparados para capitanear el compromiso de toda la comunidad educativa de ayudar a nuestros jóvenes y a sus familias a que experimenten la armonía entre fe, vida y cultura. Deseo también dirigir una exhortación especial a los religiosos, a las religiosas y sacerdotes: no abandonen el apostolado educativo; más aún, renueven su dedicación a las escuelas, en particular a las que se hallan en las zonas más pobres. En los lugares donde hay muchas promesas falsas, que atraen a los jóvenes lejos de la senda de la verdad y de la genuina libertad, el testimonio de los consejos evangélicos que dan las personas consagradas es un don insustituible. Aliento a los religiosos aquí presentes a renovar su entusiasmo en la promoción de las vocaciones. Sepan que su testimonio en favor del ideal de la consagración y de la misión en medio de los jóvenes es una fuente de gran inspiración en la fe para ellos y sus familias. A todos ustedes les digo: sean testigos de esperanza. Alimenten su testimonio con la oración. Den razón de la esperanza que caracteriza sus vidas (cf. 1 Pe 3,15), viviendo la verdad que proponen a sus estudiantes. Ayúdenles a conocer y a amar a Aquel que han encontrado, cuya verdad y bondad ustedes han experimentado con alegría. Digamos con san Agustín: «Tanto nosotros que hablamos, como ustedes que escuchan, sepamos que somos fieles discípulos del único Maestro» (Serm. 23,2). Con estos sentimientos de comunión, les imparto complacido a ustedes, sus colegas y estudiantes, así como a sus familias, la Bendición Apostólica.

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DISCURSO AL SEXTO SIMPOSIO EUROPEO DE PROFESORES UNIVERSITARIOS. 7 de junio de 2008 Señor cardenal; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; ilustres profesores: Es para mí motivo de profunda alegría encontrarme con vosotros, con ocasión del VI Simposio europeo de profesores universitarios sobre el tema: «Ensanchar los horizontes de la racionalidad. Perspectivas para la filosofía», promovido por los profesores de las universidades de Roma y organizado por la Oficina para la pastoral universitaria del Vicariato de Roma, en colaboración con las instituciones regionales, provinciales y del municipio de Roma. Doy las gracias al señor cardenal Camillo Ruini y al profesor Cesare Mirabelli, que se han hecho intérpretes de vuestros sentimientos, y doy a todos los presentes mi cordial bienvenida. En continuidad con el encuentro europeo de profesores universitarios del año pasado, vuestro simposio afronta un tema de gran relevancia académica y cultural. Deseo expresar mi gratitud al comité organizador por esta elección que, entre otras cosas, nos permite celebrar el décimo aniversario de la publicación de la carta encíclica Fides et ratio de mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II. En aquella ocasión cincuenta profesores de filosofía de las universidades de Roma, públicas y pontificias, manifestaron su gratitud al Papa con una declaración en la que se reafirmaba la urgencia de la reactivación del estudio de la filosofía en las universidades y en las escuelas. Compartiendo dicha preocupación y animando la colaboración fructuosa entre profesores de diversos ateneos, romanos y europeos, deseo dirigir a los profesores de filosofía una invitación particular a proseguir con confianza la investigación filosófica, invirtiendo energías intelectuales e implicando a las nuevas generaciones en dicho compromiso. Los acontecimientos que se han sucedido durante los diez años que han pasado desde la publicación de la encíclica, han delineado con mayor evidencia el escenario histórico y cultural en el que la investigación filosófica está llamada a adentrarse. En efecto, la crisis de la modernidad no es sinónimo de decadencia de la filosofía; al contrario, la filosofía debe comprometerse en un nuevo itinerario de investigación para comprender la verdadera naturaleza de semejante crisis (cf. Discurso durante el encuentro europeo con los profesores universitarios, 23 de junio de 2007) e identificar nuevas perspectivas hacia las cuales orientarse. La modernidad, si se la comprende bien, revela una «cuestión antropológica» que se presenta de modo mucho más complejo y articulado de lo que sucedía en las reflexiones filosóficas de los últimos siglos, sobre todo en Europa. Sin restar importancia a los intentos realizados, queda todavía mucho por investigar y comprender. La modernidad no es un simple fenómeno cultural, con una fecha histórica determinada; en realidad, implica un nuevo proyecto, una comprensión más exacta de la naturaleza del hombre. No es difícil captar en los escritos de autorizados pensadores contemporáneos una reflexión honrada sobre las dificultades que impiden la solución de esta crisis prolongada. El crédito que algunos autores atribuyen a las religiones, y en particular al 60


cristianismo, es un signo evidente del sincero deseo de que la reflexión filosófica abandone su autosuficiencia. Desde el inicio de mi pontificado he escuchado con atención las peticiones que me hacen los hombres y las mujeres de nuestro tiempo y, a la luz de esas expectativas, he presentado una propuesta de investigación que, en mi opinión, puede suscitar interés con vistas a la reactivación de la filosofía y de su papel insustituible dentro del mundo académico y cultural. Esa propuesta, que ha sido objeto de vuestra reflexión durante el simposio, consiste en «ensanchar los horizontes de la racionalidad». Esto me permite reflexionar sobre ella con vosotros, como entre amigos que desean realizar un itinerario común de investigación. Parto de una profunda convicción, que he expresado muchas veces: «La fe cristiana ha hecho su opción neta: contra los dioses de la religión a favor del Dios de los filósofos, es decir, contra el mito de la sola costumbre a favor de la verdad del ser» (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, cap. III). Esta afirmación, que refleja el camino del cristianismo desde sus albores, resulta plenamente actual en el contexto histórico cultural que estamos viviendo. En efecto, sólo a partir de dicha premisa, que es histórica y a la vez teológica, es posible salir al encuentro de las nuevas expectativas de la reflexión filosófica. También hoy es muy concreto el peligro de que la religión, incluso la cristiana, sea instrumentalizada como fenómeno subrepticio. Pero, como recordé en la encíclica Spe salvi, el cristianismo no es sólo un mensaje informativo, sino performativo (cf. n. 2). Esto significa que desde siempre la fe cristiana no puede quedar encerrada en el mundo abstracto de las teorías, sino que debe bajar a una experiencia histórica concreta, que llegue al hombre en la verdad más profunda de su existencia. Esta experiencia, condicionada por las nuevas situaciones culturales e ideológicas, es el lugar que la investigación teológica debe valorar y sobre el cual es urgente entablar un diálogo fecundo con la filosofía. La comprensión del cristianismo como transformación real de la existencia del hombre, por una parte, impulsa la reflexión filosófica a un nuevo enfoque de la religión; y, por otra, la estimula a no perder la confianza de poder conocer la realidad. Por tanto, la propuesta de «ensanchar los horizontes de la racionalidad» no debe incluirse simplemente entre las nuevas líneas de pensamiento teológico y filosófico, sino que debe entenderse como la petición de una nueva apertura a la realidad a la que está llamada la persona humana en su uni-totalidad, superando antiguos prejuicios y reduccionismos, para abrirse también así el camino a una verdadera comprensión de la modernidad. El deseo de una plenitud de humanidad no puede desatenderse: hacen falta propuestas adecuadas. La fe cristiana está llamada a afrontar esta urgencia histórica, implicando a todos los hombres de buena voluntad en esa empresa. El nuevo diálogo entre fe y razón, que se hace necesario hoy, no puede llevarse a cabo en los términos y modos como se realizó en el pasado. Si no quiere reducirse a un estéril ejercicio intelectual, debe partir de la actual situación concreta del hombre, y desarrollar sobre ella una reflexión que recoja su verdad ontológico-metafísica. Queridos amigos, tenéis ante vosotros un camino muy arduo. Ante todo, es necesario promover centros académicos de perfil elevado, en los que la filosofía pueda dialogar con las otras disciplinas, en particular con la teología, favoreciendo nuevas síntesis culturales idóneas para orientar el camino de la sociedad. La dimensión europea de vuestra reunión en Roma —provenís de veintiséis países— puede favorecer una confrontación y un intercambio seguramente fructuosos. Confío en que las instituciones académicas católicas estén disponibles a la realización de verdaderos laboratorios 61


culturales. También quiero invitaros a impulsar a los jóvenes a comprometerse en los estudios filosóficos, favoreciendo oportunas iniciativas de orientación universitaria. Estoy seguro de que las nuevas generaciones, con su entusiasmo, responderán generosamente a las expectativas de la Iglesia y de la sociedad. Dentro de pocos días tendré la alegría de inaugurar el Año paulino, durante el cual celebraremos al Apóstol de los gentiles: deseo que esta singular iniciativa constituya para todos vosotros una ocasión propicia para redescubrir, tras las huellas del gran Apóstol, la fecundidad histórica del Evangelio y sus extraordinarias potencialidades también para la cultura contemporánea. Con este deseo, imparto a todos mi bendición.

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DISCURSO EN EL ENCUENTRO CON EL MUNDO DE LA CULTURA EN EL COLLÈGE DES BERNARDINS. 12 de septiembre de 2008 Señor Cardenal, Señora Ministra de la Cultura, Señor Alcalde, Señor Canciller del Instituto de Francia, Queridos amigos: Gracias, Señor Cardenal, por sus amables palabras. Nos encontramos en un lugar histórico, edificado por los hijos de san Bernardo de Claraval y que su gran predecesor, el recordado Cardenal Jean-Marie Lustiger, quiso como centro de diálogo entre la sabiduría cristiana y las corrientes culturales, intelectuales y artísticas de la sociedad actual. Saludo en particular a la Señora Ministra de la Cultura, que representa al Gobierno, así como al Señor Giscard D‘Estaing y al Señor Chirac. Asimismo, saludo a los Señores Ministros que nos acompañan, a los representantes de la UNESCO, al Señor Alcalde de París y a las demás Autoridades. No puedo olvidar a mis colegas del Instituto de Francia, que bien conocen la consideración que les profeso. Doy las gracias al Príncipe de Broglie por sus cordiales palabras. Nos veremos mañana por la mañana. Agradezco a la Delegación de la comunidad musulmana francesa que haya aceptado participar en este encuentro: les dirijo mis mejores deseos en este tiempo de Ramadán. Dirijo ahora un cordial saludo al conjunto del variado mundo de la cultura, que vosotros, queridos invitados, representáis tan dignamente. Quisiera hablaros esta tarde del origen de la teología occidental y de las raíces de la cultura europea. He recordado al comienzo que el lugar donde nos encontramos es emblemático. Está ligado a la cultura monástica, porque aquí vivieron monjes jóvenes, para aprender a comprender más profundamente su llamada y vivir mejor su misión. ¿Es ésta una experiencia que representa todavía algo para nosotros, o nos encontramos sólo con un mundo ya pasado? Para responder, conviene que reflexionemos un momento sobre la naturaleza del monaquismo occidental. ¿De qué se trataba entonces? A tenor de la historia de las consecuencias del monaquismo cabe decir que, en la gran fractura cultural provocada por las migraciones de los pueblos y el nuevo orden de los Estados que se estaban formando, los monasterios eran los lugares en los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se iba formando poco a poco una nueva cultura. ¿Cómo sucedía esto? ¿Qué les movía a aquellas personas a reunirse en lugares así? ¿Qué intenciones tenían? ¿Cómo vivieron? Primeramente y como cosa importante hay que decir con gran realismo que no estaba en su intención crear una cultura y ni siquiera conservar una cultura del pasado. Su motivación era mucho más elemental. Su objetivo era: quaerere Deum, buscar a Dios. En la confusión de un tiempo en que nada parecía quedar en pie, los monjes querían dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre, encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo que es sólo y verdaderamente importante y fiable. Se dice que su orientación era «escatológica». Que no hay que entenderlo en el sentido cronológico del término, como si mirasen al fin del mundo o a la propia muerte, sino existencialmente: detrás de lo provisional buscaban lo definitivo. Quaerere Deum: como eran cristianos, no se trataba de 63


una expedición por un desierto sin caminos, una búsqueda hacia el vacío absoluto. Dios mismo había puesto señales de pista, incluso había allanado un camino, y de lo que se trataba era de encontrarlo y seguirlo. El camino era su Palabra que, en los libros de las Sagradas Escrituras, estaba abierta ante los hombres. La búsqueda de Dios requiere, pues, por intrínseca exigencia una cultura de la palabra o, como dice Jean Leclercq: en el monaquismo occidental, escatología y gramática están interiormente vinculadas una con la otra (cf. L’amour des lettres et le desir de Dieu, p. 14). El deseo de Dios, le desir de Dieu, incluye l’amour des lettres, el amor por la palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Porque en la Palabra bíblica Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia Él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua. Puesto que la búsqueda de Dios exigía la cultura de la palabra, forma parte del monasterio la biblioteca que indica el camino hacia la palabra. Por el mismo motivo forma parte también de él la escuela, en la que concretamente se abre el camino. San Benito llama al monasterio una dominici servitii schola. El monasterio sirve a laeruditio, a la formación y a la erudición del hombre –una formación con el objetivo último de que el hombre aprenda a servir a Dios. Pero esto comporta evidentemente también la formación de la razón, la erudición, por la que el hombre aprende a percibir entre las palabras la Palabra. Para captar plenamente la cultura de la palabra, que pertenece a la esencia de la búsqueda de Dios, hemos de dar otro paso. La Palabra que abre el camino de la búsqueda de Dios y es ella misma el camino, es una Palabra que mira a la comunidad. En efecto, llega hasta el fondo del corazón de cada uno (cf. Hch 2, 37). Gregorio Magno lo describe como una punzada imprevista que desgarra el alma adormecida y la despierta haciendo que estemos atentos a la realidad esencial, a Dios (cf. Leclercq, ibid., p. 35). Pero también hace que estemos atentos unos a otros. La Palabra no lleva a un camino sólo individual de una inmersión mística, sino que introduce en la comunión con cuantos caminan en la fe. Y por eso hace falta no sólo reflexionar en la Palabra, sino leerla debidamente. Como en la escuela rabínica, también entre los monjes el mismo leer del individuo es simultáneamente un acto corporal. «Sin embargo, si legere y lectio se usan sin un adjetivo calificativo, indican comúnmente una actividad que, como cantar o escribir, afectan a todo el cuerpo y a toda el alma», dice a este respecto Jean Leclercq (ibid., p. 21). Y aún hay que dar otro paso. La Palabra de Dios nos introduce en el coloquio con Dios. El Dios que habla en la Biblia nos enseña cómo podemos hablar con Él. Especialmente en el Libro de los Salmos nos ofrece las palabras con que podemos dirigirnos a Él, presentarle nuestra vida con sus altibajos en coloquio ante Él, transformando así la misma vida en un movimiento hacia Él. Los Salmos contienen frecuentes instrucciones incluso sobre cómo deben cantarse y acompañarse de instrumentos musicales. Para orar con la Palabra de Dios el sólo pronunciar no es suficiente, se requiere la música. Dos cantos de la liturgia cristiana provienen de textos bíblicos, que los ponen en los labios de los Ángeles: el Gloria, que fue cantado por los Ángeles al nacer Jesús, y el Sanctus, que según Isaías 6 es la aclamación de los Serafines que están junto a Dios. A esta luz, la Liturgia cristiana es invitación a cantar con los Ángeles y dirigir así la palabra a su destino más alto. Escuchemos en ese contexto una vez más a Jean Leclercq: «Los monjes tenían que encontrar melodías que tradujeran en sonidos la adhesión del hombre redimido a los misterios que celebra. Los pocos capiteles 64


de Cluny, que se conservan hasta nuestros días, muestran los símbolos cristológicos de cada uno de los tonos» (cf. Ibid., p. 229). En San Benito, para la plegaria y para el canto de los monjes, la regla determinante es lo que dice el Salmo: Coram angelis psallam Tibi, Domine – delante de los ángeles tañeré para ti, Señor (cf. 138, 1). Aquí se expresa la conciencia de cantar en la oración comunitaria en presencia de toda la corte celestial y por tanto de estar expuestos al criterio supremo: orar y cantar de modo que se pueda estar unidos con la música de los Espíritus sublimes que eran tenidos como autores de la armonía del cosmos, de la música de las esferas. De ahí se puede entender la seriedad de una meditación de san Bernardo de Claraval, que usa un dicho de tradición platónica transmitido por Agustín para juzgar el canto feo de los monjes, que obviamente para él no era de hecho un pequeño matiz, sin importancia. Califica la confusión de un canto mal hecho como un precipitarse en la «zona de la desemejanza – en la regio dissimilitudinis. Agustín había echado mano de esa expresión de la filosofía platónica para calificar su estado interior antes de la conversión (cf.Confesiones, VII, 10.16): el hombre, creado a semejanza de Dios, al abandonarlo se hunde en la «zona de la desemejanza» – en un alejamiento de Dios en el que ya no lo refleja y así se hace desemejante no sólo de Dios, sino también de sí mismo, del verdadero ser hombre. Es ciertamente drástico que Bernardo, para calificar los cantos mal hechos de los monjes, emplee esta expresión, que indica la caída del hombre alejado de sí mismo. Pero demuestra también cómo se toma en serio este asunto. Demuestra que la cultura del canto es también cultura del ser y que los monjes con su plegaria y su canto han de estar a la altura de la Palabra que se les ha confiado, a su exigencia de verdadera belleza. De esa exigencia intrínseca de hablar y cantar a Dios con las palabras dadas por Él mismo nació la gran música occidental. No se trataba de una «creatividad» privada, en la que el individuo se erige un monumento a sí mismo, tomando como criterio esencialmente la representación del propio yo. Se trataba más bien de reconocer atentamente con los «oídos del corazón» las leyes intrínsecas de la música de la creación misma, las formas esenciales de la música puestas por el Creador en su mundo y en el hombre, y encontrar así la música digna de Dios, que al mismo tiempo es verdaderamente digna del hombre e indica de manera pura su dignidad. Para captar de alguna manera la cultura de la palabra, que en el monaquismo occidental se desarrolló por la búsqueda de Dios, partiendo de dentro, es preciso referirse también, aunque sea brevemente, a la particularidad del Libro o de los Libros en los que esta Palabra ha salido al encuentro de los monjes. La Biblia, vista bajo el aspecto puramente histórico o literario, no es simplemente un libro, sino una colección de textos literarios, cuya redacción duró más de un milenio y en la que cada uno de los libros no es fácilmente reconocible como perteneciente a una unidad interior; en cambio se dan tensiones visibles entre ellos. Esto es verdad ya dentro de la Biblia de Israel, que los cristianos llamamos el Antiguo Testamento. Es más verdad aún cuando nosotros, como cristianos, unimos el Nuevo Testamento y sus escritos, casi como clave hermenéutica, con la Biblia de Israel, interpretándola así como camino hacia Cristo. En el Nuevo Testamento, con razón, la Biblia normalmente no se la califica como «la Escritura», sino como «las Escrituras», que sin embargo en su conjunto luego se consideran como la única Palabra de Dios dirigida a nosotros. Pero ya este plural evidencia que aquí la Palabra de Dios nos alcanza sólo a través de la palabra humana, a través de las palabras humanas, es decir que Dios nos habla sólo a través de los hombres, mediante sus palabras y su historia. Esto, a su vez, significa que el aspecto 65


divino de la Palabra y de las palabras no es naturalmente obvio. Dicho con lenguaje moderno: la unidad de los libros bíblicos y el carácter divino de sus palabras no son, desde un punto de vista puramente histórico, asibles. El elemento histórico es la multiplicidad y la humanidad. De ahí se comprende la formulación de un dístico medieval que, a primera vista, parece desconcertante: Littera gesta docet – quid credas allegoria… (cf. Augustinus de Dacia, Rotulus pugillaris, 1). La letra muestra los hechos; lo que tienes que creer lo dice la alegoría, es decir la interpretación cristológica y pneumática. Todo esto podemos decirlo de manera más sencilla: la Escritura precisa de la interpretación, y precisa de la comunidad en la que se ha formado y en la que es vivida. En ella tiene su unidad y en ella se despliega el sentido que aúna el todo. Dicho todavía de otro modo: existen dimensiones del significado de la Palabra y de las palabras, que se desvelan sólo en la comunión vivida de esta Palabra que crea la historia. Mediante la creciente percepción de las diversas dimensiones del sentido, la Palabra no queda devaluada, sino que aparece incluso con toda su grandeza y dignidad. Por eso el «Catecismo de la Iglesia Católica» con toda razón puede decir que el cristianismo no es simplemente una religión del libro en el sentido clásico (cf. n. 108). El cristianismo capta en las palabras la Palabra, el Logos mismo, que despliega su misterio a través de tal multiplicidad y de la realidad de una historia humana. Esta estructura especial de la Biblia es un desafío siempre nuevo para cada generación. Por su misma naturaleza excluye todo lo que hoy se llama fundamentalismo. La misma Palabra de Dios, de hecho, nunca está presente ya en la simple literalidad del texto. Para alcanzarla se requiere un trascender y un proceso de comprensión, que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto y por ello debe convertirse también en un proceso vital. Siempre y sólo en la unidad dinámica del conjunto los muchos libros forman un Libro, la Palabra de Dios y la acción de Dios en el mundo se revelan solamente en la palabra y en la historia humana. Todo el dramatismo de este tema está iluminado en los escritos de san Pablo. Qué significado tenga el trascender de la letra y su comprensión únicamente a partir del conjunto, lo ha expresado de manera drástica en la frase: «La pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida» (2 Cor 3, 6). Y también: «Donde hay el Espíritu… hay libertad» (2 Cor 3, 17). La grandeza y la amplitud de tal visión de la Palabra bíblica, sin embargo, sólo se puede comprender si se escucha a Pablo profundamente y se comprende entonces que ese Espíritu liberador tiene un nombre y que la libertad tiene por tanto una medida interior: «El Señor es el Espíritu, y donde hay el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Cor 3,17). El Espíritu liberador no es simplemente la propia idea, la visión personal de quien interpreta. El Espíritu es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica el camino. Con la palabra sobre el Espíritu y sobre la libertad se abre un vasto horizonte, pero al mismo tiempo se pone una clara limitación a la arbitrariedad y a la subjetividad, un límite que obliga de manera inequívoca al individuo y a la comunidad y crea un vínculo superior al de la letra: el vínculo del entendimiento y del amor. Esa tensión entre vínculo y libertad, que sobrepasa el problema literario de la interpretación de la Escritura, ha determinado también el pensamiento y la actuación del monaquismo y ha plasmado profundamente la cultura occidental. Esa tensión se presenta de nuevo también a nuestra generación como un reto frente a los extremos de la arbitrariedad subjetiva, por una parte, y del fanatismo fundamentalista, por otra. Sería fatal, si la cultura europea de hoy llegase a entender la libertad sólo como la falta total de vínculos 66


y con esto favoreciese inevitablemente el fanatismo y la arbitrariedad. Falta de vínculos y arbitrariedad no son la libertad, sino su destrucción. En la consideración sobre la «escuela del servicio divino» ―como san Benito llamaba al monaquismo― hemos fijado hasta ahora la atención sólo en su orientación hacia la palabra, en el «ora». Y de hecho de ahí es de donde se determina la dirección del conjunto de la vida monástica. Pero nuestra reflexión quedaría incompleta si no miráramos aunque sea brevemente el segundo componente del monaquismo, el descrito con el «labora». En el mundo griego el trabajo físico se consideraba tarea de siervos. El sabio, el hombre verdaderamente libre se dedicaba únicamente a las cosas espirituales; dejaba el trabajo físico como algo inferior a los hombres incapaces de la existencia superior en el mundo del espíritu. Absolutamente diversa era la tradición judaica: todos los grandes rabinos ejercían al mismo tiempo una profesión artesanal. Pablo que, como rabino y luego como anunciador del Evangelio a los gentiles, era también tejedor de tiendas y se ganaba la vida con el trabajo de sus manos, no constituye una excepción, sino que sigue la común tradición del rabinismo. El monaquismo ha acogido esa tradición; el trabajo manual es parte constitutiva del monaquismo cristiano. San Benito habla en su Regla no propiamente de la escuela, aunque la enseñanza y el aprendizaje ―como hemos visto― en ella se daban por descontados. En cambio, en un capítulo de su Regla habla explícitamente del trabajo (cf. cap. 48). Lo mismo hace Agustín que dedicó al trabajo de los monjes todo un libro. Los cristianos, que con esto continuaban la tradición ampliamente practicada por el judaísmo, tenían que sentirse sin embargo cuestionados por la palabra de Jesús en el Evangelio de Juan, con la que defendía su actuar en sábado: «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo» (5, 17). El mundo greco-romano no conocía ningún Dios Creador; la divinidad suprema, según su manera de pensar, no podía, por decirlo así, ensuciarse las manos con la creación de la materia. «Construir» el mundo quedaba reservado al demiurgo, una deidad subordinada. Muy distinto el Dios cristiano: Él, el Uno, el verdadero y único Dios, es también el Creador. Dios trabaja; continúa trabajando en y sobre la historia de los hombres. En Cristo entra como Persona en el trabajo fatigoso de la historia. «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo». Dios mismo es el Creador del mundo, y la creación todavía no ha concluido. Dios trabaja, ergázetai! Así el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su semejanza con Dios y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar en la obra de Dios en la creación del mundo. Del monaquismo forma parte, junto con la cultura de la palabra, una cultura del trabajo, sin la cual el desarrollo de Europa, su ethos y su formación del mundo son impensables. Ese ethos, sin embargo, tendría que comportar la voluntad de obrar de tal manera que el trabajo y la determinación de la historia por parte del hombre sean un colaborar con el Creador, tomándolo como modelo. Donde ese modelo falta y el hombre se convierte a sí mismo en creador deiforme, la formación del mundo puede fácilmente transformarse en su destrucción. Comenzamos indicando que, en el resquebrajamiento de las estructuras y seguridades antiguas, la actitud de fondo de los monjes era el quaerere Deum – la búsqueda de Dios. Podríamos decir que ésta es la actitud verdaderamente filosófica: mirar más allá de las cosas penúltimas y lanzarse a la búsqueda de las últimas, las verdaderas. Quien se hacía monje, avanzaba por un camino largo y profundo, pero había encontrado ya la dirección: la Palabra de la Biblia en la que oía que hablaba el mismo Dios. Entonces debía tratar de comprenderle, para poder caminar hacia Él. Así el 67


camino de los monjes, pese a seguir no medible en su extensión, se desarrolla ya dentro de la Palabra acogida. La búsqueda de los monjes, en algunos aspectos, comporta ya en sí mismo un hallazgo. Sucede pues, para que esa búsqueda sea posible, que previamente se da ya un primer movimiento que no sólo suscita la voluntad de buscar, sino que hace incluso creíble que en esa Palabra está escondido el camino –o mejor: que en esa Palabra Dios mismo se hace encontradizo con los hombres y por eso los hombres a través de ella pueden alcanzar a Dios. Con otras palabras: debe darse el anuncio dirigido al hombre creando así en él una convicción que puede transformarse en vida. Para que se abra un camino hacia el corazón de la Palabra bíblica como Palabra de Dios, esa misma Palabra debe antes ser anunciada desde el exterior. La expresión clásica de esa necesidad de la fe cristiana de hacerse comunicable a los otros es una frase de la Primera Carta de Pedro, que en la teología medieval era considerada la razón bíblica para el trabajo de los teólogos: «Estad siempre prontos para dar razón (logos) de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (3,15). (El Logos, la razón de la esperanza, debe hacerse apo-logia, debe llegar a ser respuesta). De hecho, los cristianos de la Iglesia naciente no consideraron su anuncio misionero como una propaganda, que debiera servir para que el propio grupo creciera, sino como una necesidad intrínseca derivada de la naturaleza de su fe: el Dios en el que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había mostrado en la historia de Israel y finalmente en su Hijo, dando así la respuesta que tenía en cuenta a todos y que, en su intimidad, todos los hombres esperan. La universalidad de Dios y la universalidad de la razón abierta hacia Él constituían para ellos la motivación y también el deber del anuncio. Para ellos la fe no pertenecía a las costumbres culturales, diversas según los pueblos, sino al ámbito de la verdad que igualmente tiene en cuenta a todos. El esquema fundamental del anuncio cristiano «ad extra» ―a los hombres que, con sus preguntas, buscan― se halla en el discurso de san Pablo en el Areópago. Tengamos presente, en ese contexto, que el Areópago no era una especie de academia donde las mentes más ilustradas se reunían para discutir sobre cosas sublimes, sino un tribunal competente en materia de religión y que debía oponerse a la importación de religiones extranjeras. Y precisamente ésta es la acusación contra Pablo: «Parece ser un predicador de divinidades extranjeras» (Hch 17,18). A lo que Pablo replica: «He encontrado entre vosotros un altar en el que está escrito: ‗Al Dios desconocido‘. Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo» (cf. 17, 23). Pablo no anuncia dioses desconocidos. Anuncia a Aquel, que los hombres ignoran y, sin embargo, conocen: el Ignoto-Conocido; Aquel que buscan, al que, en lo profundo, conocen y que, sin embargo, es el Ignoto y el Incognoscible. Lo más profundo del pensamiento y del sentimiento humano sabe en cierto modo que Él tiene que existir. Que en el origen de todas las cosas debe estar no la irracionalidad, sino la Razón creativa; no el ciego destino, sino la libertad. Sin embargo, pese a que todos los hombres en cierto modo sabemos esto ―como Pablo subraya en la Carta a los Romanos (1, 21)― ese saber permanece irreal: Un Dios sólo pensado e inventado no es un Dios. Si Él no se revela, nosotros no llegamos hasta Él. La novedad del anuncio cristiano es la posibilidad de decir ahora a todos los pueblos: Él se ha revelado. Él personalmente. Y ahora está abierto el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano no consiste en un pensamiento sino en un hecho: Él se ha mostrado. Pero esto no es un hecho ciego, sino un hecho que, en sí mismo, es Logos –presencia de la Razón eterna en nuestra carne. Verbum caro factum est (Jn 1,14): precisamente así en el hecho ahora está el Logos, el Logos presente en medio de nosotros. El hecho es razonable. 68


Ciertamente hay que contar siempre con la humildad de la razón para poder acogerlo; hay que contar con la humildad del hombre que responde a la humildad de Dios. Nuestra situación actual, bajo muchos aspectos, es distinta de la que Pablo encontró en Atenas, pero, pese a la diferencia, sin embargo, en muchas cosas es también bastante análoga. Nuestras ciudades ya no están llenas de altares e imágenes de múltiples divinidades. Para muchos, Dios se ha convertido realmente en el gran Desconocido. Pero como entonces tras las numerosas imágenes de los dioses estaba escondida y presente la pregunta acerca del Dios desconocido, también hoy la actual ausencia de Dios está tácitamente inquieta por la pregunta sobre Él. Quaerere Deum –buscar a Dios y dejarse encontrar por Él: esto hoy no es menos necesario que en tiempos pasados. Una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves. Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura.

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DISCURSO A LOS PROFESORES Y ALUMNOS DE LAS UNIVERSIDADES ECLESIÁSTICAS PONTIFICIAS Y ATENEOS DE ROMA. 30 de octubre de 2008 Señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas: Para mí siempre es motivo de alegría este encuentro tradicional con las universidades eclesiásticas romanas al inicio del año académico. Os saludo a todos con gran afecto, comenzando por el señor cardenal Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la educación católica, que ha presidido la santa misa y al que agradezco las palabras con las que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos. Me complace saludar a los demás cardenales y prelados presentes, como también a los rectores, a los profesores, a los responsables y a los superiores de los seminarios y de los colegios, y naturalmente a vosotros, queridos estudiantes, que habéis venido a Roma desde distintos países para realizar vuestros estudios. En este año, en el que celebramos el jubileo bimilenario del nacimiento del apóstol san Pablo, quiero reflexionar brevemente con vosotros en un aspecto de su mensaje que me parece particularmente adecuado para vosotros, estudiosos y estudiantes, y sobre el que hablé también ayer en la catequesis durante la Audiencia general. Me refiero a lo que escribe san Pablo sobre la sabiduría cristiana, de modo particular en su primera carta a los Corintios, comunidad en la que habían surgido rivalidades entre los discípulos. El Apóstol afronta el problema de esas divisiones en la comunidad, afirmando que son un signo de la falsa sabiduría, es decir, de una mentalidad aún inmadura por ser carnal y no espiritual (cf. 1Co 3, 1-3). Refiriéndose después a su propia experiencia, san Pablo recuerda a los Corintios que Cristo lo envió a anunciar el Evangelio «no con sabiduría de palabras, para no desvirtuar la cruz de Cristo» (1 Co 1, 17). Partiendo de allí, desarrolla una reflexión sobre la «sabiduría de la cruz», es decir, sobre la sabiduría de Dios, que se contrapone a la sabiduría de este mundo. El Apóstol insiste en el contraste existente entre las dos sabidurías, de las cuales sólo una es verdadera, la divina, mientras que la otra en realidad es «necedad». Ahora bien, la novedad sorprendente, que exige ser siempre redescubierta y acogida, es el hecho de que la sabiduría divina, en Cristo, nos ha sido dada, nos ha sido participada. Al final del capítulo 2 de esa Carta, hay una expresión que resume esta novedad y que, precisamente por esto, nunca deja de sorprender. San Pablo escribe: «Ahora tenemos el pensamiento de Cristo» —ημεĩς δε νουν Хριστου έχομεν— (1 Co 2, 16). Esta contraposición entre las dos sabidurías no se ha de identificar con la diferencia entre la teología, por una parte, y la filosofía y las ciencias, por otra. En realidad, se trata de dos posturas fundamentales. La «sabiduría de este mundo» es un modo de vivir y de ver las cosas prescindiendo de Dios y siguiendo las opiniones dominantes, según los criterios del éxito y del poder. La «sabiduría divina» consiste en seguir el pensamiento de Cristo: es Cristo quien nos abre los ojos del corazón para seguir el camino de la verdad y del amor. 70


Queridos estudiantes, habéis venido a Roma para profundizar vuestros conocimientos en el campo teológico; y, aunque estudiéis otras materias distintas de la teología, por ejemplo derecho, historia, ciencias humanas, arte, etc., sin embargo la formación espiritual según el pensamiento de Cristo sigue siendo fundamental para vosotros, y esta es la perspectiva de vuestros estudios. Por eso para vosotros son importantes estas palabras del apóstol san Pablo y las que leemos inmediatamente después, también en la primera carta a los Corintios: «¿Quién conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Co 2, 11-12). Seguimos dentro del esquema de contraposición entre la sabiduría humana y la sabiduría divina. Para conocer y comprender las cosas espirituales es preciso ser hombres y mujeres espirituales, porque si se es carnal, se recae inevitablemente en la necedad, aunque uno estudie mucho y sea «docto» y «sutil razonador de este mundo» (cf. 1 Co 1, 20). En este texto paulino podemos ver un acercamiento muy significativo a los versículos del Evangelio que narran la bendición de Jesús dirigida a Dios Padre, porque —dice el Señor— «has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25). Los «sabios» de los que habla Jesús son aquellos a quienes san Pablo llama «los sabios de este mundo». En cambio, los «pequeños» son aquellos a quienes el Apóstol califica de «necios», «débiles», «plebeyos y despreciables» para el mundo (1 Co 1, 27-28), pero que en realidad, si acogen «la palabra de la cruz» (1 Co 1, 18), se convierten en los verdaderos sabios. Hasta el punto de que san Pablo exhorta a quienes se creen sabios según los criterios del mundo a «hacerse necios», para llegar a ser verdaderamente sabios ante Dios (cf. 1 Co 3, 18). Esta no es una actitud antiintelectual, no es oposición a la «recta ratio». San Pablo, siguiendo a Jesús, se opone a un tipo de soberbia intelectual en la que el hombre, aunque sepa mucho, pierde la sensibilidad por la verdad y la disponibilidad a abrirse a la novedad del obrar divino. Queridos amigos, esta reflexión paulina no quiere en absoluto llevar a subestimar el empeño humano necesario para el conocimiento, sino que se pone en otro plano: a san Pablo le interesa subrayar —y lo hace con claridad— qué es lo que vale realmente para la salvación y qué, en cambio, puede ocasionar división y ruina. El Apóstol, por tanto, denuncia el veneno de la falsa sabiduría, que es el orgullo humano. En efecto, no es el conocimiento en sí lo que puede hacer daño, sino la presunción, el «vanagloriarse» de lo que se ha llegado —o se presume haber llegado— a conocer. Precisamente de aquí derivan las facciones y las discordias en la Iglesia y, análogamente, en la sociedad. Así pues, se trata de cultivar la sabiduría no según la carne, sino según el Espíritu. Sabemos bien que san Pablo con las palabras «carne, carnal» no se refiere al cuerpo, sino a una forma de vivir sólo para sí mismos y según los criterios del mundo. Por eso, según san Pablo, siempre es necesario purificar el propio corazón del veneno del orgullo, presente en cada uno de nosotros. Por consiguiente, también nosotros debemos gritar como san Pablo: «¿Quién nos librará?» (cf. Rm 7, 24). Y también nosotros podemos recibir como él la respuesta: la gracia de Jesucristo, que el Padre nos ha dado mediante el Espíritu Santo (cf. Rm 7, 25). El «pensamiento de Cristo», que por gracia hemos recibido, nos purifica de la falsa sabiduría. Y este «pensamiento de Cristo» lo acogemos a través de la Iglesia y en la Iglesia, dejándonos llevar por el río de su tradición viva. Lo expresa muy bien la 71


iconografía que representa a Jesús-Sabiduría en el seno de su Madre María, símbolo de la Iglesia: In gremio Matris sedet Sapientia Patris: en el regazo de la Madre está la Sabiduría del Padre, es decir, Cristo. Permaneciendo fieles a ese Jesús que María nos ofrece, al Cristo que la Iglesia nos presenta, podemos dedicarnos intensamente al trabajo intelectual, libres interiormente de la tentación del orgullo y gloriándonos siempre y sólo en el Señor. Queridos hermanos y hermanas, este es el deseo que os expreso al inicio del nuevo año académico, invocando sobre todos vosotros la protección maternal de María, Sedes Sapientiae, y del apóstol san Pablo. Que os acompañe también mi afectuosa bendición.

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DISCURSO A LOS PROFESORES Y ALUMNOS DE LA UNIVERSITÀ DEGLI STUDI DI PARMA. 1 de diciembre de 2008 Señor rector; ilustres profesores; queridos alumnos y miembros del personal administrativo y técnico: Me alegra acogeros en este encuentro, que habéis querido para conmemorar las antiguas raíces del Ateneo de Parma. Y me alegra particularmente que, refiriéndoos precisamente a aquel período originario, hayáis elegido la figura representativa de san Pedro Damián, de cuyo nacimiento acabamos de celebrar el milenario y que en las escuelas de Parma fue primero alumno y después maestro. Saludo cordialmente al rector, profesor Gino Ferretti, y le agradezco las amables palabras con las que se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos los presentes. Me complace ver juntamente con vosotros al obispo de Parma, monseñor Enrico Solmi, así como a otras autoridades políticas y militares. A todos vosotros, profesores, alumnos y miembros del personal administrativo y técnico, os doy mi sincera bienvenida. Como sabéis, la actividad universitaria fue mi ámbito de trabajo durante muchos años e, incluso después de no ejercerla, nunca dejé de seguirla y de sentirme espiritualmente vinculado a ella. Muchas veces he hablado en diversos Ateneos, y recuerdo bien que en 1990 también fui a Parma, donde desarrollé una reflexión sobre los «caminos de la fe» en medio de los cambios del tiempo presente (cf. Svolta per l'Europa?, Edizioni Paoline 1991, pp. 65-89). Hoy quisiera detenerme brevemente a considerar con vosotros la «lección» que nos dejó san Pedro Damián, destacando algunas sugerencias de particular actualidad para el ambiente universitario de nuestros días. El 20 de febrero del año pasado, con ocasión de la memoria litúrgica del gran eremita, dirigí una carta a la Orden de los monjes camaldulenses en la que puse de relieve que es particularmente válida para nuestro tiempo la característica central de su personalidad, es decir, la feliz síntesis entre la vida eremítica y la actividad eclesial, la tensión armoniosa entre los dos polos fundamentales de la existencia humana: la soledad y la comunión (cf. Carta a la Orden de los camaldulenses, 20 de febrero de 2007). Todos los que, como vosotros, se dedican a los estudios de nivel superior —durante toda la vida o durante la edad juvenil— no pueden menos de ser sensibles a esta herencia espiritual de san Pedro Damián. Hoy las nuevas generaciones están muy expuestas a un doble riesgo, principalmente debido a la difusión de las nuevas tecnologías informáticas: por una parte, el peligro de que se reduzca cada vez más la capacidad de concentración y de aplicación mental en el plano personal; y, por otra, el de aislarse individualmente en una realidad cada vez más virtual. Así, la dimensión social se dispersa en mil fragmentos, mientras que la dimensión personal se repliega sobre sí misma y tiende a cerrarse a las relaciones constructivas con los demás y con los que son diferentes. La Universidad, en cambio, por su misma naturaleza vive precisamente del equilibrio virtuoso entre el momento individual y el comunitario, entre la investigación y la reflexión de cada uno y la 73


participación y la confrontación abierta a los demás, en un horizonte tendencialmente universal. También nuestra época, como la de san Pedro Damián, está marcada por particularismos e incertidumbres, y por carencia de principios unificadores (cf. ib.). Sin duda alguna los estudios académicos deberían contribuir a elevar la calidad del nivel formativo de la sociedad, no sólo en el plano de la investigación científica entendida en sentido estricto, sino también, más en general, ofreciendo a los jóvenes la posibilidad de madurar intelectual, moral y civilmente, confrontándose con los grandes interrogantes que interpelan la conciencia del hombre contemporáneo. La historia considera a san Pedro Damián como uno de los grandes «reformadores» de la Iglesia después del año 1000. Lo podemos definir el alma de aquella reforma que lleva el nombre del Papa san Gregorio VII, Hidelbrando de Soana, de quien Pedro Damián fue íntimo colaborador desde que, antes de ser elegido Obispo de Roma, era archidiácono de esta Iglesia (cf. ib.). Pero ¿cuál es el concepto auténtico de reforma? Un aspecto fundamental que podemos encontrar en los escritos y más aún en el testimonio personal de san Pedro Damián es que toda reforma auténtica debe ser ante todo espiritual y moral, es decir, debe partir de las conciencias. A menudo hoy, también en Italia, se habla de reforma universitaria. Pienso que, salvando las debidas proporciones, esta enseñanza sigue siendo siempre válida: las modificaciones estructurales y técnicas son realmente eficaces si van acompañadas por un serio examen de conciencia de los responsables en todos los niveles, pero, más en general, de cada profesor, de cada alumno, de cada empleado técnico y administrativo. Sabemos que san Pedro Damián era muy riguroso consigo mismo y con sus monjes, muy exigente en la disciplina. Si se quiere que un ambiente humano mejore en calidad y eficiencia, es preciso ante todo que cada uno comience a reformarse a sí mismo, corrigiendo lo que puede dañar el bien común o, de algún modo, obstaculizarlo. Unido al concepto de reforma, quiero poner de relieve también el de libertad. En efecto, el fin de la obra reformadora de san Pedro Damián y de sus contemporáneos era lograr que la Iglesia fuera más libre, ante todo en el plano espiritual, pero luego también en el histórico. De modo análogo, la validez de una reforma de la Universidad no puede menos de tener como resultado su libertad: libertad de enseñanza, libertad de investigación, libertad de la institución académica frente a los poderes económicos y políticos. Esto no significa que la Universidad se ha de aislar de la sociedad, ni que debe considerarse a sí misma como única referencia, ni mucho menos que busque intereses privados aprovechando los recursos públicos. Ciertamente, esta no es la libertad cristiana. Verdaderamente libre, según el Evangelio y la tradición de la Iglesia, es la persona, la comunidad o la institución que responden plenamente a su propia naturaleza y a su propio fin, y la vocación de la Universidad es la formación científica y cultural de las personas con vistas al desarrollo de toda la comunidad social y civil. Queridos amigos, os doy las gracias porque con vuestra visita, además del placer de encontrarme con vosotros, me habéis dado la oportunidad de reflexionar sobre la actualidad de san Pedro Damián, al final de las celebraciones en su honor por el milenario de su nacimiento. Deseo éxito a vuestra actividad científica y didáctica de vuestro Ateneo, y ruego para que, a pesar de sus dimensiones ya notables, tienda siempre a constituir una universitas studiorum, en la que cada uno se reconozca y exprese como persona, participando en la búsqueda «sinfónica» de la verdad. 74


Con este fin, aliento las actuales iniciativas de pastoral universitaria, que son un valioso servicio a la formación humana y espiritual de los jóvenes. Y en este contexto también deseo que se reabra pronto al culto la histórica iglesia de San Francisco en el Prato, para bien de la Universidad y de toda la ciudad. Que por todo esto intercedan san Pedro Damián y la santísima Virgen María, y os acompañe también mi bendición, que os imparto de buen grado a vosotros, a todos vuestros colegas y a vuestros seres queridos.

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DISCURSO EN EL ENCUENTRO CON LOS UNIVERSITARIOS DE ROMA. 11 de diciembre de 2008 Señores cardenales; señora ministra y distinguidas autoridades; venerados hermanos; ilustres rectores y profesores; queridos estudiantes: La proximidad de la santa Navidad me brinda la ocasión, siempre grata, de encontrarme con el mundo universitario romano. Saludo cordialmente al cardenal Agostino Vallini, mi vicario para la diócesis de Roma, y al cardenal George Pell, arzobispo de Sydney, cuya presencia nos hace remontarnos con la mente y con el corazón a la inolvidable experiencia de la Jornada mundial de la juventud del pasado mes de julio. El paso del icono de María, Sedes Sapientiae, de la delegación rumana a la australiana nos recuerda que esta gran «red» de los jóvenes del mundo entero está siempre activa y en movimiento. Doy las gracias al rector de Universidad de Roma La Sapienza y a la estudiante que me han dirigido palabras de saludo en nombre de todos. Agradezco al ministro de Universidades e investigación su presencia, deseando todo bien a ese sector tan importante para la vida del país. Dirijo un saludo especial a los alumnos israelíes y palestinos que estudian en Roma gracias a las ayudas de la región del Lacio y de las Universidades romanas, así como a los tres rectores que participaron ayer en el encuentro sobre el tema: «De Jerusalén a Roma para construir un nuevo humanismo». Queridos amigos, oportunamente, este año el itinerario preparado para vosotros, universitarios, por la diócesis de Roma está en armonía con el Año paulino. El bimilenario del nacimiento del Apóstol de los gentiles está ayudando a toda la Iglesia a redescubrir su vocación misionera fundamental y, al mismo tiempo, a aprovechar abundantemente el inagotable tesoro teológico y espiritual de las cartas de san Pablo. Yo mismo, como sabéis, estoy desarrollando semana tras semana un ciclo de catequesis sobre este tema. Estoy convencido de que también para vosotros, tanto en el ámbito personal como en el de la experiencia comunitaria y del apostolado en la universidad, la confrontación con la figura y el mensaje de san Pablo constituye una oportunidad muy enriquecedora. Por este motivo, dentro de poco os entregaré la carta a los Romanos, máxima expresión del pensamiento paulino y signo de su consideración especial por la Iglesia de Roma o, para usar las palabras del saludo inicial de esa carta, por «todos los amados de Dios que estáis en Roma, santos por vocación» (Rm 1, 7). La carta a los Romanos, como saben bien algunos de los profesores aquí presentes, es sin duda uno de los textos más importantes de la cultura de todos los tiempos. Pero es y sigue siendo principalmente un mensaje vivo para la Iglesia viva y, como tal, como un mensaje precisamente para hoy, yo la pongo esta tarde en vuestras manos. Quiera Dios que este escrito, que brotó del corazón del Apóstol, se transforme en alimento sustancioso para vuestra fe, impulsándoos a creer más y mejor, y también a reflexionar sobre vosotros mismos, para llegar a una fe «pensada» y, al mismo tiempo, para vivir esta fe, poniéndola en práctica según la verdad del mandamiento de Cristo. 76


Sólo así la fe que uno profesa resulta «creíble» también para los demás, a los que conquista el testimonio elocuente de los hechos. Dejad que san Pablo os hable a vosotros, profesores y alumnos cristianos de la Roma de hoy, y os haga partícipes de la experiencia que hizo él personalmente, es decir, que el Evangelio de Jesucristo «es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16). El anuncio cristiano, que fue revolucionario en el contexto histórico y cultural de san Pablo, tuvo la fuerza para derribar el «muro de separación» que existía entre judíos y paganos (cf. Ef 2, 14; Rm10, 12). Conserva una fuerza de novedad siempre actual, capaz de derribar otros muros que vuelven a erigirse en todo contexto y en toda época. La fuente de esa fuerza radica en el Espíritu de Cristo, al que san Pablo apela conscientemente. A los cristianos de Corinto les asegura que, en su predicación, no se apoya «en los persuasivos discursos de la sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y del poder» (cf. 1 Co 2, 4). Y ¿cuál era el núcleo de su anuncio? Era la novedad de la salvación traída por Cristo a la humanidad: en su muerte y resurrección la salvación se ofrece a todos los hombres sin distinción. Se ofrece; no se impone. La salvación es un don que requiere siempre ser acogido personalmente. Este es, queridos jóvenes, el contenido esencial del bautismo, que este año se os propone como sacramento por redescubrir y, para algunos de vosotros, por recibir o confirmar con una opción libre y consciente. Precisamente en la carta a los Romanos, en el capítulo sexto, se encuentra una grandiosa formulación del significado del bautismo cristiano. «¿Es que ignoráis —escribe san Pablo— que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?» (Rm 6, 3). Como podéis intuir, se trata de una idea muy profunda, que contiene toda la teología del misterio pascual: la muerte de Cristo, por el poder de Dios, es fuente de vida, manantial inagotable de renovación en el Espíritu Santo. Ser «bautizados en Cristo» significa estar inmersos espiritualmente en la muerte que es el acto de amor infinito y universal de Dios, capaz de rescatar a toda persona y a toda criatura de la esclavitud del pecado y de la muerte. En efecto, san Pablo prosigue así: «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 4). El Apóstol, en la carta a los Romanos, nos comunica toda su alegría por este misterio cuando escribe: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? (...) Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 35. 38-39). Y en este mismo amor consiste la vida nueva del cristiano. También aquí san Pablo hace una síntesis impresionante, igualmente fruto de su experiencia personal: «El que ama al prójimo, ha cumplido la ley. (...) La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 8. 10). Así pues, queridos amigos, esto es lo que os entrego esta tarde. Ciertamente, es un mensaje de fe, pero al mismo tiempo es una verdad que ilumina la mente, ensanchándola a los horizontes de Dios; es una verdad que orienta la vida real, porque el Evangelio es el camino para llegar a la plenitud de la vida. Este camino ya lo recorrió Jesús; más aún, él mismo, que vino del Padre a nosotros para que pudiéramos llegar al Padre por medio de él, es el Camino. 77


Este es el misterio del Adviento y de la Navidad. Que la Virgen María y san Pablo os ayuden a adorarlo y a hacerlo vuestro con profunda fe e íntima alegría. Os agradezco a todos vuestra presencia. Con vistas a las fiestas navideñas ya próximas, formulo a cada uno mi más cordial felicitación, que extiendo de buen grado a vuestras familias y a vuestros seres queridos. ¡Feliz Navidad!

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DISCURSO EN LA BENDICIÓN DE LA PRIMERA PIEDRA DE LA UNIVERSIDAD DE MADABA DEL PATRIARCADO LATINO. 9 de mayo de 2009 Queridos hermanos en el episcopado; queridos amigos: Para mí es una gran alegría bendecir la primera piedra de la Universidad de Madaba. Agradezco a Su Beatitud el arzobispo Fouad Twal, patriarca latino de Jerusalén, sus amables palabras de bienvenida. Deseo extender un saludo especial de aprecio a Su Beatitud Michel Sabbah, patriarca emérito, a cuya iniciativa y esfuerzos, juntamente con los del obispo Salim Sayegh, debe tanto esta nueva institución. Saludo también a las autoridades civiles, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles, así como a todos los que nos acompañan en esta importante ceremonia. El reino de Jordania con razón ha dado prioridad a la tarea de extender y mejorar la educación. Sé que en esta noble misión su majestad la reina Rania es particularmente activa y su dedicación es motivo de inspiración para muchos. A la vez que aplaudo los esfuerzos de tantas personas de buena voluntad comprometidas en la educación, constato con satisfacción la participación competente y cualificada de las instituciones cristianas, especialmente católicas y ortodoxas, en este esfuerzo global. Desde esta perspectiva, la Iglesia católica, con el apoyo de las autoridades jordanas, ha buscado promover la educación universitaria en este país y en otras partes. Además, esta iniciativa responde a la demanda de muchas familias que, contentas con la formación recibida en las escuelas gestionadas por autoridades religiosas, desean contar con una opción análoga a nivel universitario. Felicito a los promotores de esta nueva institución por confiar con valentía en la buena educación como primer paso para el desarrollo personal y para la paz y el progreso en la región. En este contexto la Universidad de Madaba seguramente tendrá presentes tres objetivos importantes. Al desarrollar los talentos y las nobles aptitudes de las sucesivas generaciones de alumnos, los preparará para servir a la comunidad más amplia y elevar su nivel de vida. Transmitiendo el conocimiento e infundiendo en los alumnos el amor a la verdad, promoverá en gran medida su adhesión a los valores sólidos y su libertad personal. Por último, esta misma formación intelectual afinará su espíritu crítico, disipará su ignorancia y sus prejuicios, y les ayudará a romper los hechizos creados por ideologías antiguas y nuevas. Este proceso tendrá como resultado una universidad que no sólo sea tribuna para consolidar la adhesión a la verdad y a los valores de una cultura determinada, sino también un lugar de entendimiento y de diálogo. Mientras asimilan su herencia cultural, los jóvenes de Jordania y los demás estudiantes de la región podrán adquirir un conocimiento más profundo de las conquistas culturales de la humanidad, se enriquecerán con otros puntos de vista y se formarán en la comprensión, la tolerancia y la paz. Este tipo de educación «más amplia» es lo que se espera de las instituciones de educación superior y de su contexto cultural, tanto secular como religioso. En realidad, 79


la fe en Dios no suprime la búsqueda de la verdad; al contrario, la estimula. San Pablo exhortaba a los primeros cristianos a abrir su mente a «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio» (Flp 4, 8). Desde luego, la religión, como la ciencia y la tecnología, la filosofía y cualquier otra expresión de nuestra búsqueda de la verdad, puede corromperse. La religión se desfigura cuando se la obliga a ponerse al servicio de la ignorancia o del prejuicio, del desprecio, la violencia y el abuso. En este caso no sólo se da una perversión de la religión, sino también una corrupción de la libertad humana, un estrechamiento y oscurecimiento de la mente. Evidentemente, ese desenlace no es inevitable. No cabe duda de que, cuando promovemos la educación, proclamamos nuestra confianza en el don de la libertad. El corazón humano se puede endurecer por los límites de su ambiente, por intereses y pasiones. Pero toda persona también está llamada a la sabiduría y a la integridad, a la elección más importante y fundamental de todas: la del bien sobre el mal, de la verdad sobre la injusticia, y se la puede ayudar en esa tarea. La persona genuinamente religiosa percibe la llamada a la integridad moral, dado que al Dios de la verdad, del amor y de la belleza no se le puede servir de ninguna otra manera. La fe madura en Dios sirve en gran medida para guiar la adquisición y la correcta aplicación del conocimiento. La ciencia y la tecnología brindan beneficios extraordinarios a la sociedad y han mejorado mucho la calidad de vida de muchos seres humanos. No cabe duda de que esta es una de las esperanzas de cuantos promueven esta Universidad, cuyo lema es Sapientia et Scientia. Al mismo tiempo, la ciencia tiene sus límites. No puede dar respuesta a todos los interrogantes que atañen al hombre y su existencia. En realidad, la persona humana, su lugar y su finalidad en el universo, no puede contenerse dentro de los confines de la ciencia. «La naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, que atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y el bien» (Gaudium et spes, 15). El uso del conocimiento científico necesita la luz orientadora de la sabiduría ética. Esa es la sabiduría que ha inspirado el juramento de Hipócrates, la Declaración universal de derechos humanos de 1948, la Convención de Ginebra y otros laudables códigos internacionales de conducta. Por tanto, la sabiduría religiosa y ética, al responder a los interrogantes sobre el sentido y el valor, desempeñan un papel central en la formación profesional. En consecuencia, las universidades donde la búsqueda de la verdad va unida a la búsqueda de lo que hay de bueno y noble prestan un servicio indispensable a la sociedad. Con estos pensamientos en la mente, animo de modo especial a los estudiantes cristianos de Jordania y de las regiones vecinas a dedicarse con responsabilidad a una adecuada formación profesional y moral. Estáis llamados a ser constructores de una sociedad justa y pacífica, compuesta de personas de diversas tradiciones religiosas y étnicas. Esas realidades —deseo subrayarlo una vez más— no deben llevar a la división, sino a un enriquecimiento mutuo. La misión y la vocación de la Universidad de Madaba es precisamente ayudaros a participar más plenamente en esta noble tarea. Queridos amigos, quiero renovar mi congratulación al Patriarcado latino de Jerusalén y mi aliento a todos los que han apoyado este proyecto, así como a cuantos ya están comprometidos en el apostolado de la educación en esta nación. Que el Señor os bendiga 80


y sostenga. Oro para que vuestros sueĂąos se hagan pronto realidad, a fin de que podĂĄis ver a generaciones de hombres y mujeres cualificados, tanto cristianos como musulmanes o de otras religiones, ocupar su puesto en la sociedad, dotados de pericia profesional, bien preparados en su campo y educados en los valores de la sabidurĂ­a, la integridad, la tolerancia y la paz. Sobre vosotros, sobre todos vuestros futuros estudiantes, sobre el personal de esta universidad y sobre sus familias invoco las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.

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DISCURSO A LOS PARTICIPANTES EN EL PRIMER ENCUENTRO EUROPEO DE ESTUDIANTES UNIVERSITARIOS. 11 de julio de 2009 Señor cardenal; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas: Gracias de corazón por vuestra visita, que tiene lugar el día de la fiesta de san Benito, patrono de Europa, con ocasión del primer Encuentro europeo de estudiantes universitarios, promovido por la Comisión de catequesis, escuelas y universidades del Consejo de las Conferencias episcopales de Europa (CCEE). A cada uno de los presentes doy mi más cordial bienvenida. Saludo, en primer lugar, al obispo Marek Jedraszewski, vicepresidente de la Comisión, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo en especial al cardenal vicario Agostino Vallini y le manifiesto toda mi gratitud por el valioso servicio que la pastoral universitaria de Roma presta a la Iglesia que está en Europa. Y no puedo menos de elogiar a monseñor Lorenzo Leuzzi, animador infatigable de la oficina diocesana. Saludo también con profundo reconocimiento al profesor Renato Lauro, rector magnífico de la Universidad de Roma Tor Vergata. Y dirijo mi saludo sobre todo a vosotros, queridos jóvenes: ¡Bienvenidos a la casa de Pedro! Pertenecéis a treinta y una naciones, y os estáis preparando para asumir, en la Europa del tercer milenio, importantes funciones y tareas. Sed siempre conscientes de vuestras potencialidades y, al mismo tiempo, de vuestras responsabilidades. ¿Qué espera la Iglesia de vosotros? El tema mismo sobre el que estáis reflexionando sugiere la respuesta oportuna: «Nuevos discípulos de Emaús. Como cristianos en la Universidad». Tras el encuentro europeo de profesores celebrado hace dos años, también vosotros, los estudiantes, os reunís ahora para ofrecer a las Conferencias episcopales de Europa vuestra disponibilidad para proseguir en el camino de elaboración cultural que san Benito intuyó necesario para la maduración humana y cristiana de los pueblos de Europa. Esto puede realizarse si vosotros, como los discípulos de Emaús, os encontráis con el Señor resucitado en la experiencia eclesial concreta y, de modo particular, en la celebración eucarística. «En cada misa —recordé a vuestros coetáneos hace un año durante la Jornada mundial de la juventud en Sydney— desciende nuevamente el Espíritu Santo, invocado en la plegaria solemne de la Iglesia, no sólo para transformar nuestros dones del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, sino también para transformar nuestra vida, para hacer de nosotros, con su fuerza, ―un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo‖» (Homilía en la misa de clausura, 20 de julio de 2008: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de julio de 2008, p.12). Vuestro compromiso misionero en el ámbito universitario consiste, por tanto, en testimoniar el encuentro personal que habéis tenido con Jesucristo, Verdad que ilumina el camino de todo hombre. Del encuentro con él es de donde brota la «novedad del corazón» capaz de dar una nueva orientación a la existencia personal; y sólo así se convierte en fermento y levadura de una sociedad vivificada por el amor evangélico. 82


Como es fácil comprender, también la acción pastoral universitaria debe expresarse entonces en todo su valor teológico y espiritual, ayudando a los jóvenes a que la comunión con Cristo los lleve a percibir el misterio más profundo del hombre y de la historia. Y precisamente por su específica acción evangelizadora, las comunidades eclesiales comprometidas en esa acción misionera, como por ejemplo las capellanías universitarias, pueden ser el lugar de la formación de creyentes maduros, hombres y mujeres conscientes de ser amados por Dios y estar llamados, en Cristo, a convertirse en animadores de la pastoral universitaria. En la Universidad la presencia cristiana es cada vez más exigente y al mismo tiempo fascinante, porque la fe está llamada, como en los siglos pasados, a prestar su servicio insustituible al conocimiento, que en la sociedad contemporánea es el verdadero motor del desarrollo. Del conocimiento, enriquecido con la aportación de la fe, depende la capacidad de un pueblo de saber mirar al futuro con esperanza, superando las tentaciones de una visión puramente materialista de nuestra esencia y de la historia. Queridos jóvenes, vosotros sois el futuro de Europa. Inmersos en estos años de estudio en el mundo del conocimiento, estáis llamados a invertir vuestros mejores recursos, no sólo intelectuales, para consolidar vuestra personalidad y para contribuir al bien común. Trabajar por el desarrollo del conocimiento es la vocación específica de la Universidad, y requiere cualidades morales y espirituales cada vez más elevadas frente a la vastedad y la complejidad del saber que la humanidad tiene a su disposición. La nueva síntesis cultural, que en este tiempo se está elaborando en Europa y en el mundo globalizado, necesita la aportación de intelectuales capaces de volver a proponer en las aulas académicas el mensaje sobre Dios, o mejor, de hacer que renazca el deseo del hombre de buscar a Dios —«quaerere Deum»— al que me he referido en otras ocasiones. A la vez que doy las gracias a todos los que trabajan en el campo de la pastoral universitaria, bajo la guía de los organismos del Consejo de Conferencias episcopales de Europa, espero que prosiga el fructífero camino emprendido desde hace algunos años y por el que expreso mi más vivo aprecio y aliento. Estoy seguro de que vuestro encuentro de estos días en Roma podrá indicar ulteriores etapas por recorrer hacia una planificación más orgánica, que favorezca la participación y la comunión entre las diversas experiencias que ya están en marcha en muchos países. Vosotros, queridos jóvenes, contribuid, juntamente con vuestros profesores, a crear laboratorios de la fe y de la cultura, compartiendo el esfuerzo del estudio y de la investigación con todos los amigos que encontréis en la Universidad. Amad vuestras universidades, que son gimnasios de virtud y de servicio. La Iglesia en Europa confía mucho en el generoso compromiso apostólico de todos vosotros, consciente de los desafíos y de las dificultades, pero también de las grandes potencialidades de la acción pastoral en el ámbito universitario. Por mi parte, os aseguro el apoyo de la oración, y sé que puedo contar con vuestro entusiasmo, con vuestro testimonio y sobre todo con vuestra amistad, que hoy me habéis manifestado y que os agradezco de corazón. Que san Benito, patrono de Europa y mi patrono personal en el pontificado, y sobre todo la Virgen María, a quien invocáis como Sedes Sapientiae, os acompañen y guíen vuestros pasos. A todos imparto mi bendición.

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DISCURSO EN EL ENCUENTRO CON EL MUNDO ACADÉMICO EN LA UNIVERSIDAD CARLOS DE PRAGA. 27 de septiembre de 2009 Señor presidente; ilustres rectores y profesores; queridos estudiantes y amigos: El encuentro de esta tarde me brinda la grata oportunidad de manifestar mi estima por el papel indispensable que desempeñan en la sociedad las universidades y los institutos de estudios superiores. Doy las gracias al estudiante que me ha saludado amablemente en vuestro nombre, a los miembros del coro universitario por su óptima interpretación, y al ilustre rector de la Universidad Carlos, el profesor Václav Hampl, por sus profundas palabras. El mundo académico, sosteniendo los valores culturales y espirituales de la sociedad y a la vez dándoles su contribución, presta el valioso servicio de enriquecer el patrimonio intelectual de la nación y consolidar los cimientos de su desarrollo futuro. Los grandes cambios que hace veinte años transformaron la sociedad checa se debieron, entre otras causas, a los movimientos de reforma que se originaron en la universidad y en los círculos estudiantiles. La búsqueda de libertad ha seguido impulsando el trabajo de los estudiosos, cuya diakonía de la verdad es indispensable para el bienestar de toda nación. Quien os habla ha sido profesor, atento al derecho de la libertad académica y a la responsabilidad en el uso auténtico de la razón, y ahora es el Papa quien, en su papel de Pastor, es reconocido como voz autorizada para la reflexión ética de la humanidad. Si es verdad que algunos consideran que las cuestiones suscitadas por la religión, la fe y la ética no tienen lugar en el ámbito de la razón pública, esa visión de ninguna manera es evidente. La libertad que está en la base del ejercicio de la razón —tanto en una universidad como en la Iglesia— tiene un objetivo preciso: se dirige a la búsqueda de la verdad, y como tal expresa una dimensión propia del cristianismo, que de hecho llevó al nacimiento de la universidad. En verdad, la sed de conocimiento del hombre impulsa a toda generación a ampliar el concepto de razón y a beber en las fuentes de la fe. Fue precisamente la rica herencia de la sabiduría clásica, asimilada y puesta al servicio del Evangelio, la que los primeros misioneros cristianos trajeron a estas tierras y establecieron como fundamento de una unidad espiritual y cultural que dura hasta hoy. Esa misma convicción llevó a mi predecesor el Papa Clemente VI a instituir en el año 1347 esta famosa Universidad Carlos, que sigue dando una importante contribución al más amplio mundo académico, religioso y cultural europeo. La autonomía propia de una universidad, más aún, de cualquier institución educativa, encuentra significado en la capacidad de ser responsable frente a la verdad. A pesar de ello, esa autonomía puede resultar vana de distintas maneras. La gran tradición formativa, abierta a lo trascendente, que está en el origen de las universidades en toda Europa, quedó sistemáticamente trastornada, aquí en esta tierra y en otros lugares, por la ideología reductiva del materialismo, por la represión de la religión y por la opresión del espíritu humano. Con todo, en 1989 el mundo fue testigo de modo dramático del derrumbe de una ideología totalitaria fracasada y del triunfo del espíritu humano. 84


El anhelo de libertad y de verdad forma parte inalienable de nuestra humanidad común. Nunca puede ser eliminado y, como ha demostrado la historia, sólo se lo puede negar poniendo en peligro la humanidad misma. A este anhelo tratan de responder la fe religiosa, las distintas artes, la filosofía, la teología y las demás disciplinas científicas, cada una con su método propio, tanto en el plano de una atenta reflexión como en el de una buena praxis. Ilustres rectores y profesores, juntamente con vuestra investigación, hay otro aspecto esencial de la misión de la universidad en la que estáis comprometidos, es decir, la responsabilidad de iluminar la mente y el corazón de los jóvenes de hoy. Ciertamente, esta grave tarea no es nueva. Ya desde la época de Platón, la instrucción no consiste en una mera acumulación de conocimientos o habilidades, sino en una paideia, una formación humana en las riquezas de una tradición intelectual orientada a una vida virtuosa. Si es verdad que las grandes universidades, que en la Edad Media nacían en toda Europa, tendían con confianza al ideal de la síntesis de todo saber, siempre estaban al servicio de una auténtica humanitas, o sea, de una perfección del individuo dentro de la unidad de una sociedad bien ordenada. Lo mismo sucede hoy: los jóvenes, cuando se despierta en ellos la comprensión de la plenitud y unidad de la verdad, experimentan el placer de descubrir que la cuestión sobre lo que pueden conocer les abre el horizonte de la gran aventura de cómo deben ser y qué deben hacer. Es preciso retomar la idea de una formación integral, basada en la unidad del conocimiento enraizado en la verdad. Eso sirve para contrarrestar la tendencia, tan evidente en la sociedad contemporánea, hacia la fragmentación del saber. Con el crecimiento masivo de la información y de la tecnología surge la tentación de separar la razón de la búsqueda de la verdad. Sin embargo, la razón, una vez separada de la orientación humana fundamental hacia la verdad, comienza a perder su dirección. Acaba por secarse, bajo la apariencia de modestia, cuando se contenta con lo meramente parcial o provisional, o bajo la apariencia de certeza, cuando impone la rendición ante las demandas de quienes de manera indiscriminada dan igual valor prácticamente a todo. El relativismo que deriva de ello genera un camuflaje, detrás del cual pueden ocultarse nuevas amenazas a la autonomía de las instituciones académicas. Si, por una parte, ha pasado el período de injerencia derivada del totalitarismo político, ¿no es verdad, por otra, que con frecuencia hoy en el mundo el ejercicio de la razón y la investigación académica se ven obligados —de manera sutil y a veces no tan sutil— a ceder a las presiones de grupos de intereses ideológicos o al señuelo de objetivos utilitaristas a corto plazo o sólo pragmáticos? ¿Qué sucedería si nuestra cultura se tuviera que construir a sí misma sólo sobre temas de moda, con escasa referencia a una auténtica tradición intelectual histórica o sobre convicciones promovidas haciendo mucho ruido y que cuentan con una fuerte financiación? ¿Qué sucedería si, por el afán de mantener un laicismo radical, acabara por separarse de las raíces que le dan vida? Nuestras sociedades no serían más razonables, tolerantes o dúctiles, sino que serían más frágiles y menos inclusivas, y cada vez tendrían más dificultad para reconocer lo que es verdadero, noble y bueno. Queridos amigos, deseo animaros en todo lo que hacéis por salir al encuentro del idealismo y la generosidad de los jóvenes de hoy, no sólo con programas de estudio que les ayuden a destacar, sino también mediante la experiencia de ideales compartidos y de ayuda mutua en la gran empresa de aprender. Las habilidades de análisis y las requeridas para formular una hipótesis científica, unidas al prudente arte del 85


discernimiento, ofrecen un antídoto eficaz a las actitudes de ensimismamiento, de desinterés e incluso de alienación que a veces se encuentran en nuestras sociedades del bienestar y que pueden afectar sobre todo a los jóvenes. En este contexto de una visión eminentemente humanística de la misión de la universidad, quiero aludir brevemente a la superación de la fractura entre ciencia y religión que fue una preocupación central de mi predecesor el Papa Juan Pablo II. Como sabéis, promovió una comprensión más plena de la relación entre fe y razón, entendidas como las dos alas con las que el espíritu humano se eleva a la contemplación de la verdad (cf. Fides et ratio, Introducción). Una sostiene a la otra y cada una tiene su ámbito propio de acción (cf. ib., 17), aunque algunos quisieran separarlas. Quienes defienden esta exclusión positivista de lo divino de la universalidad de la razón no sólo niegan una de las convicciones más profundas de los creyentes; además impiden el auténtico diálogo de las culturas que ellos mismos proponen. Una comprensión de la razón sorda a lo divino, que relega las religiones al ámbito de subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas que nuestro mundo necesita con tanta urgencia. Al final, «la fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad» (Caritas in veritate, 9). Esta confianza en la capacidad humana de buscar la verdad, de encontrar la verdad y de vivir según la verdad llevó a la fundación de las grandes universidades europeas. Ciertamente, hoy debemos reafirmar esto para dar al mundo intelectual la valentía necesaria para el desarrollo de un futuro de auténtico bienestar, un futuro verdaderamente digno del hombre. Con estas reflexiones, queridos amigos, formulo mis mejores deseos y oro por vuestro arduo trabajo. Pido a Dios que todo ello se inspire y dirija siempre por una sabiduría humana que busque sinceramente la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8, 28). Sobre vosotros y sobre vuestras familias invoco las bendiciones divinas de alegría y paz.

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DISCURSO A LOS PROFESORES Y ALUMNOS DE LA LIBRE UNIVERSIDAD MARÍA ASUNTA (LUMSA). 12 de noviembre de 2009 Señores cardenales; señor presidente del Senado e ilustres autoridades; rector magnífico y distinguidos profesores; queridas Misioneras de la Escuela; queridos estudiantes y amigos: Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión del 70° aniversario de la fundación de la Libre Universidad María Santísima Asunta (LUMSA). Saludo cordialmente al rector de vuestra universidad, el profesor Giuseppe Dalla Torre, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido. Me complace saludar al presidente del Senado, el honorable Renato Schifani, y a las demás autoridades civiles y militares italianas, así como a las numerosas personalidades, a los rectores y a los directores administrativos presentes. A todos los que formáis la gran familia de la LUMSA os doy mi cordial bienvenida. Vuestro ateneo, nacido en 1939 por iniciativa de la sierva de Dios madre Luigia Tincani, fundadora de la Unión Santa Catalina de Siena de las Misioneras de la Escuela, y del cardenal Giuseppe Pizzardo, entonces prefecto de la Congregación de los seminarios y de las universidades de los estudios, con el objetivo de promover una adecuada formación universitaria para las religiosas destinadas a la enseñanza en las escuelas católicas, comenzó su actividad en el clima de compromiso educativo del mundo católico suscitado por la encíclica de Pío XI Divini illius Magistri. Vuestra universidad, por lo tanto, nació con una identidad católica muy precisa, contando también con el impulso de la Santa Sede, con la que conserva un vínculo estrecho. A lo largo de estos setenta años la LUMSA ha preparado a generaciones de educadores y se ha desarrollado considerablemente, sobre todo después de transformarse en libre universidad, en 1989, y de la consiguiente creación de nuevas facultades con la ampliación del alumnado. Sé que hoy cuenta con cerca de nueve mil estudiantes en las cuatro sedes del territorio nacional y representa una referencia importante en el campo educativo. Mientras en Italia y en Europa la situación cultural y legislativa evolucionaba profundamente, la LUMSA ha sabido crecer prestando atención a dos factores: permanecer fiel a la intuición originaria de la madre Tincani y, al mismo tiempo, responder a los nuevos desafíos de la sociedad. Efectivamente, el contexto actual se caracteriza por una preocupante emergencia educativa —sobre la que me he detenido a reflexionar en varias ocasiones— en la que la tarea de quienes están llamados a la enseñanza asume un relieve muy especial. Se trata ante todo del papel de los profesores universitarios, pero también del itinerario formativo de los estudiantes que se preparan para desempeñar la profesión de docentes en los diversos órdenes y grados de la escuela, o de profesionales en los distintos ámbitos de la sociedad. Cada profesión es una ocasión para testimoniar y traducir en la práctica los valores interiorizados personalmente durante el periodo académico. La profunda crisis económica, generalizada en todo el mundo, y las causas que la han provocado han puesto de manifiesto la exigencia de una inversión más firme y valiente 87


en el campo del saber y de la educación, como modo de responder a los numerosos desafíos planteados y preparar a las generaciones jóvenes para construir un futuro mejor (cf. Caritas in veritate, 30-31; 61). Por este motivo se siente la necesidad de crear en el ámbito educativo vínculos de pensamiento, de enseñar a colaborar entre las diferentes disciplinas y de aprender unos de otros. Frente a los profundos cambios que afectan a nuestra sociedad es cada vez más urgente la necesidad de recurrir a los valores fundamentales que debemos transmitir a las generaciones jóvenes como patrimonio indispensable y, por lo tanto, de preguntarse cuáles son esos valores. Así, las instituciones académicas se encuentran ante apremiantes cuestiones de carácter ético. En este contexto, las universidades católicas tienen un papel importante que desempeñar, manteniendo la fidelidad a su identidad específica y esforzándose por prestar un servicio cualificado en la Iglesia y en la sociedad. En este sentido, siguen revistiendo gran actualidad las indicaciones ofrecidas por mi venerado predecesor Juan Pablo II en la constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, en la que invitaba a la universidad católica a garantizar institucionalmente una presencia cristiana en el mundo académico. En la compleja realidad social y cultural, la universidad católica está llamada a actuar con la inspiración cristiana de los individuos y de la comunidad universitaria como tal; con la incesante reflexión sapiencial, iluminada por la fe, y la investigación científica; con la fidelidad al mensaje cristiano tal como lo presenta la Iglesia; y con el compromiso institucional al servicio del pueblo de Dios y de la familia humana, en su camino hacia la meta final (cf. n. 13). Queridos amigos, la LUMSA es una universidad católica, que tiene como elemento específico de su identidad esta inspiración cristiana. Como se lee en su Charta magna, se propone realizar un trabajo científico orientado a la búsqueda de la verdad, en un diálogo entre fe y razón, en una tensión ideal hacia la integración de los conocimientos y de los valores. Al mismo tiempo quiere llevar a cabo una actividad formativa con una constante atención ética, elaborando síntesis positivas entre fe y cultura, y entre ciencia y sabiduría, para el desarrollo pleno y armónico de la persona humana. Este enfoque es para vosotros, queridos docentes, estimulante y exigente. De hecho, trabajáis para estar cada vez mejor cualificados para la enseñanza y la investigación, a la vez que os proponéis cultivar la misión educativa. Hoy, como en el pasado, la universidad necesita verdaderos maestros, que transmitan, junto a los contenidos y al saber científico, un método riguroso de investigación y valores y motivaciones profundas. Queridos estudiantes, aunque estéis inmersos en una sociedad fragmentada y relativista, mantened la mente y el corazón siempre abiertos a la verdad. Dedicaos a adquirir, de modo profundo, los conocimientos que contribuyen a la formación integral de vuestra personalidad, a afinar la capacidad de búsqueda de la verdad y del bien durante toda la vida, a prepararos profesionalmente para llegar a ser constructores de una sociedad más justa y solidaria. Que el ejemplo de la madre Tincani fomente en todos el compromiso de acompañar el riguroso trabajo académico con una intensa vida interior, sostenida por la oración. Que la Virgen María, Sedes Sapientiae, guíe este camino con la verdadera sabiduría, que viene de Dios. Os agradezco este agradable encuentro y os bendigo de corazón a cada uno de vosotros y vuestro trabajo.

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DISCURSO A LOS PROFESORES DE LOS ATENEOS PONTIFICIOS DE ROMA Y A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL DE LA FEDERACIÓN INTERNACIONAL DE UNIVERSIDADES CATÓLICAS. 19 de noviembre de 2009 Señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; ilustres rectores, autoridades académicas y profesores; queridos estudiantes; hermanos y hermanas: Con alegría os recibo y os doy las gracias por haber acudido ad Petri Sedem, para que os confirme en vuestra importante y comprometida tarea de la enseñanza, el estudio y la investigación al servicio de la Iglesia y de toda la sociedad. Agradezco de corazón al cardenal Zenon Grocholewski las palabras que me ha dirigido al introducir este encuentro, en el que recordamos dos aniversarios especiales: el 30° aniversario de la constitución apostólica Sapientia christiana, promulgada el 15 de abril de 1979 por el siervo de Dios Juan Pablo II, y el 60° del reconocimiento por parte de la Santa Sede del Estatuto de la Federación internacional de universidades católicas (FIUC). Me complace recordar junto con vosotros estos significativos aniversarios, que me brindan la ocasión para poner una vez más de relieve el papel insustituible de las facultades eclesiásticas y las universidades católicas en la Iglesia y en la sociedad. El concilio Vaticano II ya lo había subrayado en la declaración Gravissimum educationis, que exhortaba a las facultades eclesiásticas a investigar más a fondo los diferentes campos de las ciencias sagradas, para llegar a un conocimiento cada vez más profundo de la Revelación, descubrir más plenamente el patrimonio de la sabiduría cristiana, favorecer el diálogo ecuménico e interreligioso, y responder a los problemas suscitados en ámbito cultural (cf. n.11). Ese mismo documento conciliar recomendaba promover las universidades católicas, distribuyéndolas en las distintas regiones del mundo y, sobre todo, cuidando su nivel de calidad para formar personas que destaquen por el saber, preparadas para ser testigos de su fe en el mundo y para desempeñar cargos de responsabilidad en la sociedad (cf. n.10). La invitación del Concilio encontró un amplio eco en la Iglesia. De hecho, existen más de mil trescientas universidades católicas y cerca de cuatrocientas facultades eclesiásticas, esparcidas por todos los continentes, muchas de las cuales han surgido en las últimas décadas, atestiguando la creciente atención de las Iglesias particulares a la formación de los eclesiásticos y los laicos en la cultura y la investigación. La constitución apostólica Sapientia christiana, desde sus primeras expresiones, destaca la urgencia, todavía actual, de superar la brecha existente entre fe y cultura, invitando a un compromiso mayor de evangelización, con la firme convicción de que la Revelación cristiana es una fuerza transformadora, destinada a impregnar los modos de pensar, los criterios de juicio y las normas de acción. Es capaz de iluminar, purificar y renovar las costumbres de los hombres y sus culturas (cf. Proemio, I) y debe constituir el punto central de la enseñanza y la investigación, como también el horizonte que ilumina la naturaleza y las finalidades de toda facultad eclesiástica. Desde esta perspectiva, se subraya el deber de los estudiosos de las disciplinas sagradas de alcanzar, con la investigación teológica, un conocimiento más profundo de la verdad revelada, a la vez 89


que se alienta a aumentar los contactos con los demás campos del saber, para un diálogo fructífero, que dé sobre todo una valiosa contribución a la misión que la Iglesia está llamada a llevar a cabo en el mundo. Treinta años después, las líneas de fondo de la constitución apostólica Sapientia christiana, conservan toda su actualidad. Más aún, en la sociedad actual, en la que el conocimiento es cada vez más especializado y sectorial, pero está profundamente marcado por el relativismo, resulta aún más necesario abrirse a la "sabiduría" que viene del Evangelio. El hombre es incapaz de comprenderse plenamente a sí mismo y al mundo sin Jesucristo: sólo él ilumina su verdadera dignidad, su vocación, su destino último, y abre el corazón a una esperanza sólida y duradera. Queridos amigos, vuestro compromiso de servir a la verdad que Dios nos ha revelado participa de la misión evangelizadora que Cristo ha encomendado a la Iglesia: por lo tanto, es un servicio eclesial. Sapientia christiana cita, al respecto, la conclusión del Evangelio según san Mateo: «Id, pues, y haced discípulos míos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a practicar todo cuanto os he mandado» (Mt 28, 19-20). Es importante para todos, profesores y estudiantes, no perder nunca de vista la finalidad que se busca: ser instrumento para el anuncio evangélico. Los años de los estudios eclesiásticos superiores se pueden comparar con la experiencia que los Apóstoles vivieron con Jesús: estando con él comprendieron la verdad, para anunciarla después por doquier. Al mismo tiempo es importante recordar que el estudio de las ciencias sagradas nunca se debe separar de la oración, de la unión con Dios, de la contemplación —como he recordado en las recientes catequesis sobre la teología monástica medieval—; de lo contrario se corre el riesgo de que las reflexiones sobre los misterios divinos se conviertan en un vano ejercicio intelectual. Toda ciencia sagrada, en el fondo, remite a la «ciencia de los santos», a su intuición de los misterios del Dios vivo, a la sabiduría, que es don del Espíritu Santo, y que es alma de la «fides quaerens intellectum» (cf. Audiencia general, 21 de octubre de 2009). La Federación internacional de universidades católicas (FIUC) nació en 1924 por iniciativa de algunos rectores, y la Santa Sede la reconoció 25 años después. Queridos rectores de las universidades católicas, el 60° aniversario de la erección canónica de vuestra Federación es una magnífica ocasión para hacer balance de la actividad desarrollada y para trazar las directrices de los compromisos futuros. Celebrar un aniversario consiste en dar gracias a Dios, que ha guiado nuestros pasos, pero también en tomar de la propia historia nuevo impulso para renovar la voluntad de servir a la Iglesia. En este sentido, vuestro lema también es un programa para el futuro de la Federación: «Sciat ut serviat», saber para servir. En una cultura que manifiesta una «falta de sabiduría, de reflexión, de pensamiento capaz de elaborar una síntesis orientadora» (Caritas in veritate, 31), las universidades católicas, fieles a su identidad que valora la inspiración cristiana como un elemento relevante, están llamadas a promover una «nueva síntesis humanística» (ib., 21), un saber que sea «sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros principios y de su fin último» (ib., 30), un saber iluminado por la fe. Queridos amigos, vuestro servicio es muy valioso para la misión de la Iglesia. Os deseo sinceramente lo mejor a todos para el año académico que acaba de comenzar y para el pleno éxito del Congreso de la FIUC, y os encomiendo a cada uno y las instituciones que representáis a la protección materna de María santísima, Sede de la Sabiduría, y de buen grado os imparto a todos la bendición apostólica. 90


DISCURSO EN EL ENCUENTRO CON EL MUNDO DE LA CULTURA EN EL CENTRO CULTURAL DE BELÉM. 12 de mayo de 2010 Queridos hermanos en el episcopado, ilustres cultivadores del pensamiento, la ciencia y el arte, queridos amigos: Siento una gran alegría al ver aquí reunido el conjunto multiforme de la cultura portuguesa, que de manera tan digna representáis: mujeres y hombres empeñados en la investigación y edificación de los varios saberes. Expreso a todos el testimonio de mi más alta estima y consideración, reconociendo la importancia de lo que hacéis y de lo que sois. El Gobierno, representado aquí por la Señora Ministra de Cultura, y a la que dirijo mi deferente y grato saludo, se preocupa por las prioridades nacionales del mundo de la cultura, con los oportunos incentivos. Doy las gracias a todos los que han hecho posible este encuentro nuestro, en particular a la Comisión Episcopal de la Cultura, con su Presidente, Mons. Manuel Clemente, a quien agradezco las palabras de cordial acogida y la presentación de la realidad polifónica de la cultura portuguesa, representada aquí por algunos de sus mejores protagonistas, y de cuyos sentimientos y expectativas se ha hecho portavoz el cineasta Manoel de Oliveira, de venerable edad y trayectoria, y a quien saludo con admiración y afecto, al mismo tiempo que le agradezco las palabras que me ha dirigido, y en las que ha dejado entrever las ansias y disposiciones del alma portuguesa en medio de las turbulencias de la sociedad actual. En efecto, en la cultura de hoy se refleja una «tensión» entre el presente y la tradición, que a veces adquiere forma de «conflicto». La dinámica de la sociedad absolutiza el presente, aislándolo del patrimonio cultural del pasado y sin la intención de proyectar un futuro. Pero, una valorización del «presente» como fuente de inspiración del sentido de la vida, tanto individual como social, se enfrenta con la fuerte tradición cultural del pueblo portugués, profundamente marcada por el influjo milenario del cristianismo, y con un sentido de responsabilidad global, confirmada en la aventura de los descubrimientos y en el celo misionero, compartiendo la fe con otros pueblos. Los ideales cristianos de universalidad y fraternidad inspiraron esta aventura común, aunque también se sintió la influencia del iluminismo y del laicismo. Esta tradición dio origen a lo que podíamos llamar una «sabiduría», es decir, un sentido de la vida y de la historia, del que formaban parte un universo ético y un «ideal» que cumplir por parte de Portugal, que siempre ha procurado relacionarse con el resto del mundo. La Iglesia aparece como la gran defensora de una sana y elevada tradición, cuya rica aportación está al servicio de la sociedad; ésta sigue respetando y apreciando su servicio al bien común, pero se aleja de la mencionada «sabiduría» que forma parte de su patrimonio. Este «conflicto» entre la tradición y el presente se expresa en la crisis de la verdad, pero sólo ésta puede orientar y trazar el rumbo de una existencia lograda, como individuo o como pueblo. De hecho, un pueblo que deja de saber cuál es su propia verdad, acaba perdiéndose en el laberinto del tiempo y de la historia, sin valores bien definidos, sin grandes objetivos claramente enunciados. Queridos amigos, queda por 91


hacer un gran esfuerzo para aprender la forma en que la Iglesia se sitúa en el mundo, ayudando a la sociedad a entender que el anuncio de la verdad es un servicio que ella le ofrece, abriendo horizontes nuevos de futuro, grandeza y dignidad. En efecto, la Iglesia tiene «una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia a favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. […] La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo humano integral. Por eso, la Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste. Para la Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable» (Enc. Caritas in veritate, 9). Para una sociedad formada mayoritariamente por católicos, y cuya cultura ha sido profundamente marcada por el cristianismo, resulta dramático intentar encontrar la verdad fuera de Jesucristo. Para nosotros, cristianos, la Verdad es divina; es el «Logos» eterno, que tomó expresión humana en Jesucristo, que pudo afirmar con objetividad: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). La convivencia de la Iglesia, con su firme adhesión al carácter perenne de la verdad, con el respeto por otras «verdades», o con la verdad de otros, es algo que la misma Iglesia está aprendiendo. En este respeto dialogante se pueden abrir puertas nuevas para la transmisión de la verdad. «La Iglesia —escribía el Papa Pablo VI— debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio» (Enc. Ecclesiam suam, 34). En efecto, el diálogo sin ambages, y respetuoso de las partes implicadas en él, es una prioridad hoy en el mundo, y en la que la Iglesia se siente comprometida. Una prueba de ello es la presencia de la Santa Sede en los diversos organismos internacionales, como por ejemplo en el Centro Norte-Sur del Consejo de Europa, instituido aquí en Lisboa hace 20 años, y que tiene como piedra angular el diálogo intercultural, con el fin de promover la cooperación entre Europa, el Sur del Mediterráneo y África, y construir una ciudadanía mundial fundada sobre los derechos humanos y la responsabilidad de los ciudadanos, con independencia de su origen étnico o pertenencia política, y respetuoso de las creencias religiosas. Teniendo en cuenta la diversidad cultural, es preciso lograr que las personas no sólo acepten la existencia de la cultura del otro, sino que aspiren también a enriquecerse con ella y a ofrecerle lo que se tiene de bueno, de verdadero y de bello. Éste es un momento que exige lo mejor de nuestras fuerzas, audacia profética y, como diría vuestro Poeta nacional, «mostrar al mundo nuevos mundos» (Luís de Camões, Os Lusíadas, II, 45). Vosotros, trabajadores de la cultura en cualquiera de sus formas, creadores de pensamiento y de opinión, «gracias a vuestro talento, tenéis la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ensanchar los horizontes del conocimiento y del compromiso humano. […] Y no tengáis miedo de confrontaros con la fuente primera y última de la belleza, de dialogar con los creyentes, con quienes como vosotros se sienten peregrinos en el mundo y en la historia hacia la Belleza infinita» (Discurso a los artistas, 21 de noviembre de 2009). Precisamente, con el fin de «infundir en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio» (Juan XXIII, Const. ap. Humanae salutis, 3), se celebró el Concilio Vaticano II, en el que la Iglesia, a partir de una renovada conciencia de la tradición católica, toma en serio y discierne, transfigura y transciende las críticas que están en la base de las fuerzas que caracterizaron la modernidad, o sea la Reforma y la Ilustración. Así, la Iglesia, por sí misma, acogía y recreaba lo mejor de las instancias de 92


la modernidad, por un lado, superándolas y, por otro, evitando sus errores y veredas que no tienen salida. El evento conciliar puso las premisas de una auténtica renovación católica y de una nueva civilización, la «civilización del amor», como servicio evangélico al hombre y a la sociedad. Queridos amigos, la Iglesia considera su misión prioritaria en la cultura actual mantener despierta la búsqueda de la verdad y, consecuentemente, de Dios; llevar a las personas a mirar más allá de las cosas penúltimas y ponerse a la búsqueda de las últimas. Os invito a profundizar en el conocimiento de Dios, del mismo modo que él se ha revelado en Jesucristo para nuestra plena realización. Haced cosas bellas, pero, sobre todo, convertir vuestras vidas en lugares de belleza. Que interceda por vosotros Santa María de Belén, venerada desde siglos por los navegantes del océano y hoy por los navegantes del Bien, la Verdad y la Belleza.

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CELEBRACIÓN DE LA EDUCACIÓN CATÓLICA, COLEGIO UNIVERSITARIO SANTA MARÍA DE TWICKENHAM. 17 de septiembre de 2010 Excelentísimo Secretario de Estado de Educación, Señor Obispo Stack, Doctor Naylor, Reverendos Padres, Hermanos y Hermanas en Cristo: Me complace tener esta oportunidad para rendir homenaje a la destacada contribución, brindada por religiosos y religiosas en esta tierra, a la noble tarea de la educación. Doy las gracias a los jóvenes por sus magníficas canciones, y agradezco a la Hermana Teresa sus palabras. A ella y a todos los hombres y mujeres que dedican sus vidas a enseñar a los jóvenes, deseo manifestarles mis sentimientos de profundo agradecimiento. Formáis a las nuevas generaciones no sólo en el conocimiento de la fe, sino en cada aspecto de lo que significa vivir como ciudadanos maduros y responsables en el mundo actual. Como sabéis, la tarea de un maestro no es sencillamente comunicar información o proporcionar capacitación en unas habilidades orientadas al beneficio económico de la sociedad; la educación no es y nunca debe considerarse como algo meramente utilitario. Se trata de la formación de la persona humana, preparándola para vivir en plenitud. En una palabra, se trata de impartir sabiduría. Y la verdadera sabiduría es inseparable del conocimiento del Creador, porque «en sus manos estamos nosotros y nuestras palabras y toda la prudencia y destreza de nuestras obras» (Sab 7,16). Los monjes percibieron con claridad esta dimensión trascendente del estudio y la enseñanza, que tanto contribuyó a la evangelización de estas islas. Me refiero a los benedictinos que acompañaron a San Agustín en su misión a Inglaterra; a los discípulos de San Columbano, que propagaron la fe por Escocia y el norte de Inglaterra; a San David y sus compañeros en Gales. Ya que la búsqueda de Dios, que está en el corazón de la vocación monástica, requiere un compromiso activo con los medios por los que Él se da a conocer —su creación y su Palabra revelada—, era natural que el monasterio tuviera una biblioteca y una escuela (cf. Discurso a los representantes del mundo de la cultura en el “Colegio de los Bernardinos” en París, el 12 de septiembre de 2008). La dedicación monacal al aprendizaje como senda de encuentro con la Palabra de Dios encarnada sentó las bases de nuestra cultura y civilización occidentales. Al mirar a mi alrededor hoy en día, veo a muchos religiosos de vida activa cuyo carisma incluye la educación de los jóvenes. Ello me ofrece la oportunidad de dar gracias a Dios por la vida y obra de la Venerable María Ward, originaria de esta tierra, cuya visión de la vida religiosa apostólica femenina ha dado tantos frutos. Yo mismo, siendo niño, fui educado por las «Damas Inglesas», y tengo hacia ellas una profunda deuda de gratitud. Muchos pertenecéis a congregaciones dedicadas a la enseñanza, que han llevado la luz del Evangelio a tierras lejanas, como parte de la gran obra misionera de la Iglesia. También doy gracias a Dios por esto y le alabo. A menudo, pusisteis las bases de la previsión educativa mucho antes de que el Estado asumiera la responsabilidad de este servicio vital tanto para el individuo como para la sociedad. Como los papeles respectivos de la Iglesia y el Estado en el ámbito de la educación siguen evolucionando, 94


nunca olvidéis que los religiosos tienen una única contribución que ofrecer a este apostolado, sobre todo a través de sus vidas consagradas a Dios y por medio de su fidelidad: el testimonio de amor a Cristo, el Maestro por excelencia. En efecto, la presencia de los religiosos en las escuelas católicas es un signo que recuerda intensamente el tan discutido ethos católico que debe permear todos los aspectos de la vida escolar. Esto va más allá de la evidente exigencia de que el contenido de la enseñanza concuerde siempre con la doctrina de la Iglesia. Se trata de que la vida de fe sea la fuerza impulsora de toda actividad escolar, para que la misión de la Iglesia se desarrolle con eficacia, y los jóvenes puedan descubrir la alegría de participar en «el ser para los demás», propio de Cristo (cf. Spe salvi, 28). Antes de concluir, deseo añadir una palabra especial de aprecio hacia quienes tienen la tarea de garantizar que nuestras escuelas ofrezcan un entorno seguro para niños y jóvenes. Nuestra responsabilidad hacia aquellos que nos han confiado su formación cristiana no puede exigir menos. De hecho, la vida de fe se puede cultivar con eficacia cuando prevalece un clima de confianza respetuosa y afectuosa. Rezo para que ello siga siendo un sello distintivo de las escuelas católicas en este país. Con estos sentimientos, queridos hermanos y hermanas, os invito ahora a poneros en pie y orar. *** Queridos hermanos y hermanas en Cristo, Queridos jóvenes: Quiero manifestaros ante todo mi alegría por estar con vosotros hoy aquí. Os saludo con cariño a todos los que habéis venido a la Universidad de Saint Mary desde las diversas escuelas y facultades católicas de todo el Reino Unido, y a los que seguís este encuentro a través de la televisión o internet. Agradezco al Obispo McMahon su amable bienvenida. Doy las gracias también al coro y a la orquesta por la preciosa música que ha dado comienzo a nuestra celebración, e igualmente deseo expresar mi gratitud a la Señorita Bellot y Elaine por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos los jóvenes aquí presentes. Con vistas a los próximos Juegos Olímpicos en Londres, me ha sido grato inaugurar esta fundación deportiva, llamada así en honor del Papa Juan Pablo II, y rezo para que cuantos vengan aquí den gloria a Dios con sus actividades deportivas y disfruten ellos mismos y los demás. No es frecuente que un Papa u otra persona tenga la posibilidad de hablar a la vez a los alumnos de todas las escuelas católicas de Inglaterra, Gales y Escocia. Y como tengo esta oportunidad, hay algo que deseo enormemente deciros. Espero que, entre quienes me escucháis hoy, esté alguno de los futuros santos del siglo XXI. Lo que Dios desea más de cada uno de vosotros es que seáis santos. Él os ama mucho más de lo jamás podríais imaginar y quiere lo mejor para vosotros. Y, sin duda, lo mejor para vosotros es que crezcáis en santidad. Quizás alguno de vosotros nunca antes pensó esto. Quizás, alguno opina que la santidad no es para él. Dejad que me explique. Cuando somos jóvenes, solemos pensar en personas a las que respetamos, admiramos y como las que nos gustaría ser. Puede que sea alguien que encontramos en nuestra vida diaria y a quien tenemos una gran estima. O puede que sea alguien famoso. Vivimos en una cultura de la fama, y a menudo se alienta a los jóvenes a modelarse según las figuras del mundo del deporte o del 95


entretenimiento. Os pregunto: ¿Cuáles son las cualidades que veis en otros y que más os gustarían para vosotros? ¿Qué tipo de persona os gustaría ser de verdad? Cuando os invito a ser santos, os pido que no os conforméis con ser de segunda fila. Os pido que no persigáis una meta limitada y que ignoréis las demás. Tener dinero posibilita ser generoso y hacer el bien en el mundo, pero, por sí mismo, no es suficiente para haceros felices. Estar altamente cualificado en determinada actividad o profesión es bueno, pero esto no os llenará de satisfacción a menos que aspiremos a algo más grande aún. Llegar a la fama, no nos hace felices. La felicidad es algo que todos quieren, pero una de las mayores tragedias de este mundo es que muchísima gente jamás la encuentra, porque la busca en los lugares equivocados. La clave para esto es muy sencilla: la verdadera felicidad se encuentra en Dios. Necesitamos tener el valor de poner nuestras esperanzas más profundas solamente en Dios, no en el dinero, la carrera, el éxito mundano o en nuestras relaciones personales, sino en Dios. Sólo él puede satisfacer las necesidades más profundas de nuestro corazón. Dios no solamente nos ama con una profundidad e intensidad que difícilmente podremos llegar a comprender, sino que, además, nos invita a responder a su amor. Todos sabéis lo que sucede cuando encontráis a alguien interesante y atractivo, y queréis ser amigo suyo. Siempre esperáis resultar interesantes y atractivos, y que deseen ser vuestros amigos. Dios quiere vuestra amistad. Y cuando comenzáis a ser amigos de Dios, todo en la vida empieza a cambiar. A medida que lo vais conociendo mejor, percibís el deseo de reflejar algo de su infinita bondad en vuestra propia vida. Os atrae la práctica de las virtudes. Comenzáis a ver la avaricia y el egoísmo y tantos otros pecados como lo que realmente son, tendencias destructivas y peligrosas que causan profundo sufrimiento y un gran daño, y deseáis evitar caer en esas trampas. Empezáis a sentir compasión por la gente con dificultades y ansiáis hacer algo por ayudarles. Queréis prestar ayuda a los pobres y hambrientos, consolar a los tristes, deseáis ser amables y generosos. Cuando todo esto comience a sucederos, estáis en camino hacia la santidad. En vuestras escuelas católicas, hay cada vez más iniciativas, además de las materias concretas que estudiáis y de las diferentes habilidades que aprendéis. Todo el trabajo que realizáis se sitúa en un contexto de crecimiento en la amistad con Dios y todo ello debe surgir de esta amistad. Aprendéis a ser no sólo buenos estudiantes, sino buenos ciudadanos, buenas personas. A medida que avanzáis en los diferentes cursos escolares, debéis ir tomando decisiones sobre las materias que vais a estudiar, comenzando a especializaros de cara a lo que más tarde vais a hacer en la vida. Esto es justo y conveniente. Pero recordad siempre que cuando estudiáis una materia, es parte de un horizonte mayor. No os contentéis con ser mediocres. El mundo necesita buenos científicos, pero una perspectiva científica se vuelve peligrosa si ignora la dimensión religiosa y ética de la vida, de la misma manera que la religión se convierte en limitada si rechaza la legítima contribución de la ciencia en nuestra comprensión del mundo. Necesitamos buenos historiadores, filósofos y economistas, pero si su aportación a la vida humana, dentro de su ámbito particular, se enfoca de manera demasiado reducida, pueden llevarnos por mal camino. Una buena escuela educa integralmente a la persona en su totalidad. Y una buena escuela católica, además de este aspecto, debería ayudar a todos sus alumnos a ser santos. Sé que hay muchos no-católicos estudiando en las escuelas católicas de Gran Bretaña, y deseo incluiros a todos vosotros en mi mensaje de hoy. Rezo para que también vosotros os sintáis movidos a la práctica de la virtud y crezcáis en el 96


conocimiento y en la amistad con Dios junto a vuestros compañeros católicos. Sois para ellos un signo que les recuerda ese horizonte mayor, que está fuera de la escuela, y de hecho, es bueno que el respeto y la amistad entre miembros de diversas tradiciones religiosas forme parte de las virtudes que se aprenden en una escuela católica. Igualmente, confío en que queráis compartir con otros los valores e ideas aprendidos gracias a la educación cristiana que habéis recibido. Queridos amigos, os agradezco vuestra atención; os prometo que rezaré por vosotros, y os pido que recéis por mí. Espero veros a muchos de vosotros el próximo agosto, en la Jornada Mundial de la Juventud, en Madrid. Mientras tanto, que Dios os bendiga.

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DISCURSO A LA COMUNIDAD DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL SAGRADO CORAZÓN. 21 de mayo de 2011 Señores cardenales, rector magnífico, ilustres docentes, distinguidos representantes del personal, queridos estudiantes: Me alegra mucho tener este encuentro con vosotros que formáis la gran familia de la Universidad Católica del Sagrado Corazón, surgida hace noventa años por iniciativa del Instituto Giuseppe Toniolo de estudios superiores, entidad fundadora y garante del Ateneo, y por la feliz intuición del padre Agostino Gemelli. Agradezco al cardenal Tettamanzi y al profesor Ornaghi las cordiales palabras que me han dirigido en nombre de todos. Vivimos en un tiempo de grandes y rápidas transformaciones, que se reflejan también en la vida universitaria: la cultura humanista parece afectada por un deterioro progresivo, mientras se pone el acento en las disciplinas llamadas «productivas», de ámbito tecnológico y económico; hay una tendencia a reducir el horizonte humano al nivel de lo que es mensurable, a eliminar del saber sistemático y crítico la cuestión fundamental del sentido. Además, la cultura contemporánea tiende a confinar la religión fuera de los espacios de la racionalidad: en la medida en que las ciencias empíricas monopolizan los territorios de la razón, no parece haber ya espacio para las razones del creer, por lo cual la dimensión religiosa queda relegada a la esfera de lo opinable y de lo privado. En este contexto, las motivaciones y las características mismas de la institución universitaria se ponen en tela de juicio radicalmente. Noventa años después de su fundación, la Universidad Católica del Sagrado Corazón vive en esta época histórica, en la que es importante consolidar e incrementar las razones por las que nació, llevando la connotación eclesial que se evidencia con el adjetivo «católica»; de hecho, la Iglesia, «experta en humanidad», es promotora de humanismo auténtico. En esta perspectiva, emerge la vocación originaria de la Universidad, nacida de la búsqueda de la verdad, de toda la verdad, de toda la verdad de nuestro ser. Y con su obediencia a la verdad y a las exigencias de su conocimiento se convierte en escuela de humanitas en la que se cultiva un saber vital, se forjan notables personalidades y se transmiten conocimientos y competencias de valor. La perspectiva cristiana, como marco del trabajo intelectual de la Universidad, no se contrapone al saber científico y a las conquistas del ingenio humano, sino que, por el contrario, la fe amplía el horizonte de nuestro pensamiento, y es camino hacia la verdad plena, guía de auténtico desarrollo. Sin orientación a la verdad, sin una actitud de búsqueda humilde y osada, toda cultura se deteriora, cae en el relativismo y se pierde en lo efímero. En cambio, si se libera de un reduccionismo que la mortifica y la limita, puede abrirse a una interpretación verdaderamente iluminada de lo real, prestando así un auténtico servicio a la vida. Queridos amigos, fe y cultura son realidades indisolublemente unidas, manifestación del desiderium naturale videndi Deum que está presente en todo hombre. Cuando esta unión se rompe, la humanidad tiende a replegarse y a encerrarse en sus propias capacidades creativas. Es necesario, entonces, que en la Universidad haya una auténtica 98


pasión por la cuestión de lo absoluto, la verdad misma, y por tanto también por el saber teológico, que en vuestro Ateneo es parte integrante del plan de estudios. Uniendo en sí la audacia de la investigación y la paciencia de la maduración, el horizonte teológico puede y debe valorizar todos los recursos de la razón. La cuestión de la Verdad y de lo Absoluto —la cuestión de Dios— no es una investigación abstracta, alejada de la realidad cotidiana, sino que es la pregunta crucial, de la que depende radicalmente el descubrimiento del sentido del mundo y de la vida. En el Evangelio se funda una concepción del mundo y del hombre que sin cesar promueve valores culturales, humanísticos y éticos. El saber de la fe, por tanto, ilumina la búsqueda del hombre, la interpreta humanizándola, la integra en proyectos de bien, arrancándola de la tentación del pensamiento calculador, que instrumentaliza el saber y convierte los descubrimientos científicos en medios de poder y de esclavitud del hombre. El horizonte que anima el trabajo universitario puede y debe ser la pasión auténtica por el hombre. Sólo en el servicio al hombre la ciencia se desarrolla como verdadero cultivo y custodia del universo (cf. Gn 2, 15). Y servir al hombre es hacer la verdad en la caridad, es amar la vida, respetarla siempre, comenzando por las situaciones en las que es más frágil e indefensa. Esta es nuestra tarea, especialmente en los tiempos de crisis: la historia de la cultura muestra que la dignidad del hombre se ha reconocido verdaderamente en su integridad a la luz de la fe cristiana. La Universidad católica está llamada a ser un espacio donde toma forma de excelencia la apertura al saber, la pasión por la verdad, el interés por la historia del hombre que caracterizan la auténtica espiritualidad cristiana. De hecho, asumir una actitud de cerrazón o de alejamiento frente a la perspectiva de la fe significa olvidar que a lo largo de la historia ha sido, y sigue siendo, fermento de cultura y luz para la inteligencia, estímulo a desarrollar todas las potencialidades positivas para el bien auténtico del hombre. Como afirma el concilio Vaticano II, la fe es capaz de iluminar la existencia: «La fe ilumina todo con una luz nueva y manifiesta el plan divino sobre la vocación integral del hombre, y por ello dirige la mente hacia soluciones plenamente humanas» (Gaudium et spes, 11). La Universidad católica es un ámbito donde esto debe realizarse con singular eficacia, tanto bajo el perfil científico como bajo el didáctico. Este peculiar servicio a la Verdad es don de gracia y expresión característica de caridad evangélica. La profesión de la fe y el testimonio de la caridad son inseparables (cf. 1 Jn 3, 23). En efecto, el núcleo profundo de la verdad de Dios es el amor con que él se ha inclinado hacia el hombre y, en Cristo, le ha ofrecido dones infinitos de gracia. En Jesús descubrimos que Dios es amor y que sólo en el amor podemos conocerlo: «Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios (...), porque Dios es amor» (1 Jn 4, 7-8) dice san Juan. Y san Agustín afirma: «Non intratur in veritatem nisi per caritatem» (Contra Faustum, 32). El culmen del conocimiento de Dios se alcanza en el amor; en el amor que sabe ir a la raíz, que no se contenta con expresiones filantrópicas ocasionales, sino que ilumina el sentido de la vida con la Verdad de Cristo, que transforma el corazón del hombre y lo arranca de los egoísmos que generan miseria y muerte. El hombre necesita amor, el hombre necesita verdad, para no perder el frágil tesoro de la libertad y quedar expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos abiertos y ocultos (cf. Juan Pablo II, Centesimus annus, 46). La fe cristiana no hace de la caridad un sentimiento vago y compasivo, sino una fuerza capaz de iluminar los senderos de la vida en todas sus expresiones. Sin esta visión, sin esta dimensión teologal originaria y profunda, la caridad se contenta con la ayuda ocasional y renuncia a la tarea profética, propia suya, de transformar la vida de la persona y las 99


estructuras mismas de la sociedad. Este es un compromiso específico que la misión en la Universidad os llama a realizar como protagonistas apasionados, convencidos de que la fuerza del Evangelio es capaz de renovar las relaciones humanas y penetrar en el corazón de la realidad. Queridos jóvenes universitarios de la «Católica», sois la demostración viva de este carácter de la fe que cambia la vida y salva al mundo, con los problemas y las esperanzas, con los interrogantes y las certezas, con las aspiraciones y los compromisos que el deseo de una vida mejor genera y la oración alimenta. Queridos representantes del personal técnico-administrativo sentíos orgullosos de las tareas que se os han asignado en el contexto de la gran familia universitaria para apoyar la múltiple actividad formativa y profesional. Y a vosotros, queridos docentes, se os ha encomendado un papel decisivo: mostrar cómo la fe cristiana es fermento de cultura y luz para la inteligencia, estímulo para desarrollar todas las potencialidades positivas, para el bien auténtico del hombre. Lo que la razón percibe, la fe lo ilumina y manifiesta. La contemplación de la obra de Dios abre al saber la exigencia de la investigación racional, sistemática y crítica; la búsqueda de Dios refuerza el amor por las letras y por las ciencias profanas: «Fides ratione adiuvatur et ratio fide perficitur», afirma Hugo de San Víctor (De sacramentis I, III, 30: pl 176, 232). Desde esta perspectiva, la capilla es el corazón que late y el alimento constante de la vida universitaria, a la que está unido el Centro pastoral donde los capellanes de las distintas sedes están llamados a realizar su valiosa misión sacerdotal, que es imprescindible para la identidad de la Universidad católica. Como enseña el beato Juan Pablo II, la capilla es «es un lugar del espíritu, en el que los creyentes en Cristo, que participan de diferentes modos en el estudio académico, pueden detenerse para rezar y encontrar alimento y orientación. Es un gimnasio de virtudes cristianas, en el que la vida recibida en el bautismo crece y se desarrolla sistemáticamente. Es una casa acogedora y abierta para todos los que, escuchando la voz del Maestro en su interior, se convierten en buscadores de la verdad y sirven a los hombres mediante su dedicación diaria a un saber que no se limita a objetivos estrechos y pragmáticos. En el marco de una modernidad en decadencia, la capilla universitaria está llamada a ser un centro vital para promover la renovación cristiana de la cultura mediante un diálogo respetuoso y franco, unas razones claras y bien fundadas (cf. 1 P 3, 15), y un testimonio que cuestione y convenza» (Discurso a los capellanes europeos, 1 de mayo de 1998: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de mayo de 1998, p. 8). Así dijo el Papa Juan Pablo II en 1998. Queridos amigos, espero que la Universidad Católica del Sagrado Corazón, en sintonía con el Instituto Toniolo, prosiga con confianza renovada su camino, mostrando eficazmente que la luz del Evangelio es fuente de verdadera cultura capaz de poner en acción energías de un humanismo nuevo, integral, trascendente. Os encomiendo a María Sedes Sapientiae y con afecto os imparto de corazón mi bendición apostólica.

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DISCURSO EN EL ENCUENTRO CON LOS JÓVENES PROFESORES UNIVERSITARIOS. XXVI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD. 19 de agosto de 2011 Señor Cardenal Arzobispo de Madrid, Queridos Hermanos en el Episcopado, Queridos Padres Agustinos, Queridos Profesores y Profesoras, Distinguidas Autoridades, Amigos todos: Esperaba con ilusión este encuentro con vosotros, jóvenes profesores de las universidades españolas, que prestáis una espléndida colaboración en la difusión de la verdad, en circunstancias no siempre fáciles. Os saludo cordialmente y agradezco las amables palabras de bienvenida, así como la música interpretada, que ha resonado de forma maravillosa en este monasterio de gran belleza artística, testimonio elocuente durante siglos de una vida de oración y estudio. En este emblemático lugar, razón y fe se han fundido armónicamente en la austera piedra para modelar uno de los monumentos más renombrados de España. Saludo también con particular afecto a aquellos que en estos días habéis participado en Ávila en el Congreso Mundial de Universidades Católicas, bajo el lema: «Identidad y misión de la Universidad Católica». Al estar entre vosotros, me vienen a la mente mis primeros pasos como profesor en la Universidad de Bonn. Cuando todavía se apreciaban las heridas de la guerra y eran muchas las carencias materiales, todo lo suplía la ilusión por una actividad apasionante, el trato con colegas de las diversas disciplinas y el deseo de responder a las inquietudes últimas y fundamentales de los alumnos. Esta «universitas» que entonces viví, de profesores y estudiantes que buscan juntos la verdad en todos los saberes, o como diría Alfonso X el Sabio, ese «ayuntamiento de maestros y escolares con voluntad y entendimiento de aprender los saberes» (Siete Partidas, partida II, tít. XXXI), clarifica el sentido y hasta la definición de la Universidad. En el lema de la presente Jornada Mundial de la Juventud: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7), podéis también encontrar luz para comprender mejor vuestro ser y quehacer. En este sentido, y como ya escribí en el Mensaje a los jóvenes como preparación para estos días, los términos «arraigados, edificados y firmes» apuntan a fundamentos sólidos para la vida (cf. n. 2). Pero, ¿dónde encontrarán los jóvenes esos puntos de referencia en una sociedad quebradiza e inestable? A veces se piensa que la misión de un profesor universitario sea hoy exclusivamente la de formar profesionales competentes y eficaces que satisfagan la demanda laboral en cada preciso momento. También se dice que lo único que se debe privilegiar en la presente coyuntura es la mera capacitación técnica. Ciertamente, cunde en la actualidad esa visión utilitarista de la educación, también la universitaria, difundida especialmente desde ámbitos extrauniversitarios. Sin embargo, vosotros que habéis vivido como yo la Universidad, y que la vivís ahora como docentes, sentís sin duda el anhelo de algo más elevado que corresponda a todas las dimensiones que constituyen al hombre. Sabemos que cuando la sola utilidad y el pragmatismo inmediato se erigen como criterio principal, las pérdidas pueden ser dramáticas: desde los abusos 101


de una ciencia sin límites, más allá de ella misma, hasta el totalitarismo político que se aviva fácilmente cuando se elimina toda referencia superior al mero cálculo de poder. En cambio, la genuina idea de Universidad es precisamente lo que nos preserva de esa visión reduccionista y sesgada de lo humano. En efecto, la Universidad ha sido, y está llamada a ser siempre, la casa donde se busca la verdad propia de la persona humana. Por ello, no es casualidad que fuera la Iglesia quien promoviera la institución universitaria, pues la fe cristiana nos habla de Cristo como el Logos por quien todo fue hecho (cf. Jn 1,3), y del ser humano creado a imagen y semejanza de Dios. Esta buena noticia descubre una racionalidad en todo lo creado y contempla al hombre como una criatura que participa y puede llegar a reconocer esa racionalidad. La Universidad encarna, pues, un ideal que no debe desvirtuarse ni por ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica utilitarista de simple mercado, que ve al hombre como mero consumidor. He ahí vuestra importante y vital misión. Sois vosotros quienes tenéis el honor y la responsabilidad de transmitir ese ideal universitario: un ideal que habéis recibido de vuestros mayores, muchos de ellos humildes seguidores del Evangelio y que en cuanto tales se han convertido en gigantes del espíritu. Debemos sentirnos sus continuadores en una historia bien distinta de la suya, pero en la que las cuestiones esenciales del ser humano siguen reclamando nuestra atención e impulsándonos hacia adelante. Con ellos nos sentimos unidos a esa cadena de hombres y mujeres que se han entregado a proponer y acreditar la fe ante la inteligencia de los hombres. Y el modo de hacerlo no solo es enseñarlo, sino vivirlo, encarnarlo, como también el Logos se encarnó para poner su morada entre nosotros. En este sentido, los jóvenes necesitan auténticos maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber, sabiendo escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo interdisciplinar; personas convencidas, sobre todo, de la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la verdad. La juventud es tiempo privilegiado para la búsqueda y el encuentro con la verdad. Como ya dijo Platón: «Busca la verdad mientras eres joven, pues si no lo haces, después se te escapará de entre las manos» (Parménides, 135d). Esta alta aspiración es la más valiosa que podéis transmitir personal y vitalmente a vuestros estudiantes, y no simplemente unas técnicas instrumentales y anónimas, o unos datos fríos, usados sólo funcionalmente. Por tanto, os animo encarecidamente a no perder nunca dicha sensibilidad e ilusión por la verdad; a no olvidar que la enseñanza no es una escueta comunicación de contenidos, sino una formación de jóvenes a quienes habéis de comprender y querer, en quienes debéis suscitar esa sed de verdad que poseen en lo profundo y ese afán de superación. Sed para ellos estímulo y fortaleza. Para esto, es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que el camino hacia la verdad completa compromete también al ser humano por entero: es un camino de la inteligencia y del amor, de la razón y de la fe. No podemos avanzar en el conocimiento de algo si no nos mueve el amor; ni tampoco amar algo en lo que no vemos racionalidad: pues «no existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor» (Caritas in veritate, n. 30). Si verdad y bien están unidos, también lo están conocimiento y amor. De esta unidad deriva la coherencia de vida y pensamiento, la ejemplaridad que se exige a todo buen educador. En segundo lugar, hay que considerar que la verdad misma siempre va a estar más allá de nuestro alcance. Podemos buscarla y acercarnos a ella, pero no podemos poseerla del todo: más bien, es ella la que nos posee a nosotros y la que nos motiva. En el ejercicio 102


intelectual y docente, la humildad es asimismo una virtud indispensable, que protege de la vanidad que cierra el acceso a la verdad. No debemos atraer a los estudiantes a nosotros mismos, sino encaminarlos hacia esa verdad que todos buscamos. A esto os ayudará el Señor, que os propone ser sencillos y eficaces como la sal, o como la lámpara, que da luz sin hacer ruido (cf. Mt 5,13-15). Todo esto nos invita a volver siempre la mirada a Cristo, en cuyo rostro resplandece la Verdad que nos ilumina, pero que también es el Camino que lleva a la plenitud perdurable, siendo Caminante junto a nosotros y sosteniéndonos con su amor. Arraigados en Él, seréis buenos guías de nuestros jóvenes. Con esa esperanza, os pongo bajo el amparo de la Virgen María, Trono de la Sabiduría, para que Ella os haga colaboradores de su Hijo con una vida colmada de sentido para vosotros mismos y fecunda en frutos, tanto de conocimiento como de fe, para vuestros alumnos. Muchas gracias.

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DISCURSO EN LA VISITA A LA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL SAGRADO CORAZÓN EN EL 50º ANIVERSARIO DE FUNDACIÓN DE LA FACULTAD DE MEDICINA Y CIRUGÍA DEL POLICLÍNICO «AGOSTINO GEMELLI». 3 de mayo de 2012 Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, honorable señor presidente de la Cámara y señores ministros, ilustre pro-rector, distinguidas autoridades, docentes, médicos, distinguido personal sanitario y universitario, queridos estudiantes y queridos pacientes: Con particular alegría me encuentro hoy con vosotros para celebrar los 50 años de fundación de la Facultad de medicina y cirugía del Policlínico «Agostino Gemelli». Agradezco al presidente del Instituto Toniolo, cardenal Angelo Scola, y al pro-rector, profesor Franco Anelli, las amables palabras que me han dirigido. Saludo al señor presidente de la Cámara, honorable Gianfranco Fini, a los señores ministros, honorables Lorenzo Ornaghi y Renato Balduzzi, a las numerosas autoridades, así como a los docentes, a los médicos, al personal y a los estudiantes del Policlínico y de la Universidad Católica. Un pensamiento especial a vosotros, queridos pacientes. En esta circunstancia quiero ofrecer algunas reflexiones. Vivimos en un tiempo en que las ciencias experimentales han transformado la visión del mundo e incluso la autocomprensión del hombre. Los múltiples descubrimientos, las tecnologías innovadoras que se suceden a un ritmo frenético, son razón de un orgullo motivado, pero a menudo no carecen de aspectos inquietantes. De hecho, en el trasfondo del optimismo generalizado del saber científico se extiende la sombra de una crisis del pensamiento. El hombre de nuestro tiempo, rico en medios, pero no igualmente en fines, a menudo vive condicionado por un reduccionismo y un relativismo que llevan a perder el significado de las cosas; casi deslumbrado por la eficacia técnica, olvida el horizonte fundamental de la demanda de sentido, relegando así a la irrelevancia la dimensión trascendente. En este trasfondo, el pensamiento resulta débil y gana terreno también un empobrecimiento ético, que oscurece las referencias normativas de valor. La que ha sido la fecunda raíz europea de cultura y de progreso parece olvidada. En ella, la búsqueda del absoluto —el quaerere Deum— comprendía la exigencia de profundizar las ciencias profanas, todo el mundo del saber (cf. Discurso en el Collège des Bernardins de Paris, 12 de septiembre de 2008). En efecto, la investigación científica y la demanda de sentido, aun en la específica fisonomía epistemológica y metodológica, brotan de un único manantial, el Logos que preside la obra de la creación y guía la inteligencia de la historia. Una mentalidad fundamentalmente tecno-práctica genera un peligroso desequilibrio entre lo que es técnicamente posible y lo que es moralmente bueno, con consecuencias imprevisibles. Es importante, por tanto, que la cultura redescubra el vigor del significado y el dinamismo de la trascendencia, en una palabra, que abra con decisión el horizonte del quaerere Deum. Viene a la mente la célebre frase agustiniana «Nos has creado para ti [Señor], y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, I, 1). Se 104


puede decir que el mismo impulso a la investigación científica brota de la nostalgia de Dios que habita en el corazón humano: en el fondo, el hombre de ciencia tiende, también de modo inconsciente, a alcanzar aquella verdad que puede dar sentido a la vida. Pero por más apasionada y tenaz que sea la búsqueda humana, no es capaz de alcanzar con seguridad ese objetivo con sus propias fuerzas, porque «el hombre no es capaz de esclarecer completamente la extraña penumbra que se cierne sobre la cuestión de las realidades eternas... Dios debe tomar la iniciativa de salir al encuentro y de dirigirse al hombre» (J. Ratzinger, L’Europa di Benedetto nella crisi delle culture, Cantagalli, Roma 2005, 124). Así pues, para restituir a la razón su dimensión nativa integral, es preciso redescubrir el lugar originario que la investigación científica comparte con la búsqueda de fe, fides quaerens intellectum, según la intuición de san Anselmo. Ciencia y fe tienen una reciprocidad fecunda, casi una exigencia complementaria de la inteligencia de lo real. Pero, de modo paradójico, precisamente la cultura positivista, excluyendo la pregunta sobre Dios del debate científico, determina la declinación del pensamiento y el debilitamiento de la capacidad de inteligencia de lo real. Pero el quaerere Deum del hombre se perdería en una madeja de caminos si no saliera a su encuentro una vía de iluminación y de orientación segura, que es la de Dios mismo que se hace cercano al hombre con inmenso amor: «En Jesucristo Dios no sólo habla al hombre, sino que lo busca. .... Es una búsqueda que nace de lo íntimo de Dios y tiene su punto culminante en la encarnación del Verbo» (Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, 7). El cristianismo, religión del Logos, no relega la fe al ámbito de lo irracional, sino que atribuye el origen y el sentido de la realidad a la Razón creadora, que en el Dios crucificado se manifestó como amor y que invita a recorrer el camino del quaerere Deum: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Comenta aquí santo Tomás de Aquino: «El punto de llegada de este camino es el fin del deseo humano. Ahora bien, el hombre desea principalmente dos cosas: en primer lugar el conocimiento de la verdad que es propio de su naturaleza. En segundo lugar, la permanencia en el ser, propiedad común a todas las cosas. En Cristo se encuentran ambos... Así pues, si buscas por dónde pasar, acoge a Cristo porque él es el camino» (Exposiciones sobre Juan, cap. 14, lectio2). El Evangelio de la vida ilumina, por tanto, el camino arduo del hombre, y ante la tentación de la autonomía absoluta, recuerda que «la vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su soplo vital» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 39). Y es precisamente recorriendo la senda de la fe como el hombre se hace capaz de descubrir incluso en las realidades de sufrimiento y de muerte, que atraviesan su existencia, una posibilidad auténtica de bien y de vida. En la cruz de Cristo reconoce el Árbol de la vida, revelación del amor apasionado de Dios por el hombre. La atención hacia quienes sufren es, por tanto, un encuentro diario con el rostro de Cristo, y la dedicación de la inteligencia y del corazón se convierte en signo de la misericordia de Dios y de su victoria sobre la muerte. Vivida en su integridad, la búsqueda se ve iluminada por la ciencia y la fe, y de estas dos «alas» recibe impulso y estímulo, sin perder la justa humildad, el sentido de su propia limitación. De este modo la búsqueda de Dios resulta fecunda para la inteligencia, fermento de cultura, promotora de auténtico humanismo, búsqueda que no se queda en la superficie. Queridos amigos, dejaos guiar siempre por la sabiduría que viene de lo alto, por un saber iluminado por la fe, recordando que la sabiduría exige la pasión y el esfuerzo de la búsqueda. 105


Se inserta aquí la tarea insustituible de la Universidad Católica, lugar en donde la relación educativa se pone al servicio de la persona en la construcción de una competencia científica cualificada, arraigada en un patrimonio de saberes que el sucederse de las generaciones ha destilado en sabiduría de vida; lugar en donde la relación de curación no es oficio, sino una misión; donde la caridad del Buen Samaritano es la primera cátedra; y el rostro del hombre sufriente, el Rostro mismo de Cristo: «A mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). La Universidad Católica del Sagrado Corazón, en el trabajo diario de investigación, de enseñanza y de estudio, vive en esta traditio que expresa su propio potencial de innovación: ningún progreso, y mucho menos en el plano cultural, se alimenta de mera repetición, sino que exige un inicio siempre nuevo. Requiere además la disponibilidad a la confrontación y al diálogo que abre la inteligencia y testimonia la rica fecundidad del patrimonio de la fe. Así se da forma a una sólida estructura de personalidad, donde la identidad cristiana penetra la vida diaria y se expresa desde dentro de una profesionalidad excelente. La Universidad Católica, que mantiene una relación especial con la Sede de Pedro, hoy está llamada a ser una institución ejemplar que no limita el aprendizaje a la funcionalidad de un éxito económico, sino que amplía la dimensión de su proyección en la que el don de la inteligencia investiga y desarrolla los dones del mundo creado, superando una visión sólo productivista y utilitarista de la existencia, porque «el ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente» (Caritas in veritate, 34). Precisamente esta conjugación de investigación científica y de servicio incondicional a la vida delinea la fisonomía católica de la Facultad de medicina y cirugía «Agostino Gemelli», porque la perspectiva de la fe es interior —no superpuesta ni yuxtapuesta— a la investigación aguda y tenaz del saber. Una Facultad católica de medicina es lugar donde el humanismo trascendente no es eslogan retórico, sino regla vivida de la dedicación diaria. Soñando una Facultad de medicina y cirugía auténticamente católica, el padre Gemelli —y con él muchos otros, como el profesor Brasca—, ponía en el centro de la atención a la persona humana en su fragilidad y en su grandeza, en los siempre nuevos recursos de una investigación apasionada y en la no menor consciencia del límite y del misterio de la vida. Por esto, habéis querido instituir un nuevo Centro de Ateneo para la vida, que sostenga otras realidades ya existentes, como por ejemplo, el Instituto científico internacional Pablo VI. Así pues, estimulo la atención a la vida en todas sus fases. Quiero dirigirme ahora, en particular a todos los pacientes presentes aquí en el «Gemelli», asegurarles mi oración y mi afecto, y decirles que aquí se les seguirá siempre con amor, porque en su rostro se refleja el del Cristo sufriente. Es precisamente el amor de Dios, que resplandece en Cristo, el que hace aguda y penetrante la mirada de la investigación y ayuda a descubrir lo que ninguna otra investigación es capaz de captar. Lo tenía muy presente el beato Giuseppe Toniolo, quien afirmaba que es propio de la naturaleza del hombre ver en los demás la imagen de Dios amor y en la creación su huella. Sin amor, también la ciencia pierde su nobleza. Sólo el amor garantiza la humanidad de la investigación. Gracias por la atención.

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