Enterrar al enemigo Carolina Sanín
1
Veo en la imaginación un funeral en el que abundan los enemigos de la muerta. Han ido a mostrar sus respetos –¿han ido a qué?– solos y en grupos. La muerta tuvo muchos enemigos en vida. Algunos de ellos fueron a su funeral. Algunos de ellos son muchos. Una muerta no tiene enemigos. En el funeral, los enemigos se encuentran, se reconocen, se congregan. Allí se forma y se reforma una sociedad. Imagino la escena en una iglesia u otro templo, o en un jardín rojizo (amoratado) frente a un horno crematorio. Los enemigos zumban en ese nuevo lugar de la concordia que la muerte de la enemiga les ha dado; en la convicción recién asumida de que «en verdad la enemistad es inconcebible». Parecen desbordados. Parecen haber accedido al otro lado de la vida. Es como si hubieran superado el tiempo. Han ido al entierro para que se sepa que no serían enemigos de nadie. O han ido a mostrarle su respeto a la muerte; o a pagarle. Los veo de pie en la nave de la iglesia, mientras pasa el féretro, como si fueran los deudos. Allí me veo odiarlos. Me declaro su enemiga; pues me imagino adversa al enemigo de quien tiene muchos enemigos. Luego, imagino que siento y formulo el deseo de no sobrevivir yo a
mis adversarios. Me digo algo sobre la vergüenza de vencer. Sobre la irrisión de vencer. En la fantasía, me enseño a perder. Pienso que no es insultante que ellos hayan ido al entierro de la enemistada a jactarse por haber durado un poco más que ella bajo el Sol. Insultantes son su satisfacción melancólica, su idea de que la enemistad se ha cancelado, su sapiencia con respecto a la brevedad de la vida, su «qué tonto habernos gastado en aquellas lides, ya que todos éramos mortales», su «pensar en cuánto nos peleamos, para nada», sus consideraciones sobre el tiempo perdido. Me enemisto con cada antiguo enemigo de la muerta –no para siempre, pero sí por la duración de la historia humana– para saludarla a ella en la vida. Para defender el tiempo contra la noción de que lo sucedido fue perdido. Me hago amiga de la muerta, de la enemiga, de la mortalidad y del pasado. Imagino que digo: «Ella tenía estos enemigos. Serán los míos». No emprendo, sin embargo, una venganza — que es acopiar la herencia de la enemistad. No me dispongo a hacer nada. Sólo digo lo que digo. Voy a seguir viéndolos en la imaginación durante un minuto más, en aquel funeral, antes de olvidarlos; antes de parpadear en la fantasía y que ellos queden, con mi parpadeo, muertos