Literatura y fuerza pública El policía en la esquina Daniel Villalobos
Me alegro de que hayas elegido esa profesión. Si lo que quieres es andar armado, entre ser delincuente o ser policía, es mejor ser policía, porque tienes impunidad. La casa de los espíritus, Isabel Allende
A dos cuadras de la Plaza Dignidad en Santiago, en la esquina de Seminario con Providencia, hay un semáforo. El semáforo de Seminario lo rompieron en los primeros días del estallido. Luego fue reparado, lo rompieron otra vez, nueva reparación y así por unas semanas hasta que quedó abandonado a su suerte. Y el cruce, al menos hasta el inicio de la pandemia, quedó determinado por la agilidad del peatón y la buena voluntad de los conductores. En esa esquina, los viernes se instalaban dos motoristas de Carabineros. Su función era reemplazar el semáforo, pero también desviar el tránsito desde Seminario hacia la cordillera. Entre ellos y la Plaza Dignidad se extendía un trecho donde la gente caminaba por el medio de la calzada, se instalaban carros de comida, vendedores ambulantes y a veces bandas de música. Después de eso venía la Plaza, la gente trepada al monumento y de ahí hacia la Alameda el aire se tornaba lentamente irrespirable hasta que se veían los carros de las Fuerzas Especiales.
En las calles cercanas a Seminario se estacionaban carros celulares, a veces una micro verde y en otras ocasiones unos enormes buses sin color ni distintivo que tenían la mayor parte de sus ventanales cubiertos con planchas de metal. Al caer la tarde, dependiendo de la intensidad de las protestas, por el Parque Bustamante desde la Plaza hacia el sur se podían ver pasar caminando los piquetes antimotines. Alguno de ellos se quitaba el casco. Otro levantaba la visera mientras revisaba un teléfono. Algunos se juntaban en pequeños grupos y discutían entre los árboles y los perros que paseaban sin correa. Se movían lento, incluso con torpeza, como los hombres que vestían el disfraz de Godzilla en las viejas películas japonesas. Detrás de ellos, al fondo, a veces en los muros del Café Literario o en las cortinas metálicas de los negocios del parque, se podían ver distintas alusiones a su tribu. Caminaban cuadras enteras flanqueados por dibujos de diversa calidad y detalle que los retrataban como represores, monstruos o títeres de un malvado poder civil que los controlaba desde lo alto. Una de las tantas cosas que cambiaron en esos meses la apariencia del sector fue la manera en que sus calles empezaron a funcionar como un diario público-privado, uno repleto con todas las cosas que un civil jamás se atreve a decirle a la fuerza pública en su cara. Al menos no en un día normal.