Dossier 49

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Eclipse Soledad Marambio

La mujer nos da las llaves y nos muestra el departamento donde nos quedaremos dos meses, hasta que conozcamos la ciudad y elijamos donde vivir. No tardamos mucho. El departamento es chiquito. La luz de la mañana noruega entra con fuerza por las ventanas sin cortinas. Se ve hermoso, extraño. Así, extranjero, nos da la bienvenida. Nuestros libros, nuestros muebles, las sábanas, toallas, las cosas de la cocina, todo lo que hasta entonces ha constituido nuestro día a día espera en un contenedor al otro lado del Atlántico, pronto a embarcarse y seguirnos hasta acá. Bergen, así se llama ahora el acá. La palabra nos cuelga de la boca, la pronunciamos mal. Antes de que la mujer se vaya le pregunto –en inglés– sobre el noruego. Me cuenta que es una lengua de pocas palabras y que en muchos casos funciona por acumulación. Para nombrar alguna cosa para la que no tiene vocablo junta una palabra con otra, y con otra, cuantas veces sea necesario. Por ejemplo, eclipse, me dice, es algo así como «cosa-que-se-posa-frente-a-otra-y-la-oscurece». 1

A mediados del siglo diecinueve, Domingo Faustino Sarmiento se encontró una vez en una biblioteca llena de libros en francés. Sarmiento deseó esos libros escritos en una lengua que no manejaba. Los sacó de sus estantes y en una mesa, armado de diccionarios, de lápices y papeles, los fue haciendo suyos. Cuenta en sus Recuerdos de provincia que, en un mes y medio, después de muchas velas y lápices consumidos, 2

había «traducido» doce volúmenes, incluidas las memorias de Josefina Bonaparte. La escritora y crítica argentina Sylvia Molloy observa esta escena de traducción y escribe: «Los libros que lee o quiere leer Sarmiento son textos vedados mientras no conozca idiomas (…) Leer, por tanto, significa desde un principio traducir». Sarmiento recorre los libros y el francés, lee y pone una palabra-frente-a-otra-e-ilumina el sentido. Es decir, traduce. Mi hija juega, sola, en una plaza de Bergen. Nosotros nos sentamos cerca. Hay casi 30 grados. La amiga noruega que habla español y nos saca a recorrer la ciudad en nuestro segundo día nos dice que este calor no es usual, que no nos engañemos, que Bergen es lluvia. Mientras imaginamos una vida húmeda aparece una niña que ocupa un columpio cercano. Mi hija se acerca corriendo a donde estamos y le pregunta a nuestra amiga cómo se dice en noruego «¿quieres jugar conmigo?». Mi hija escucha, repite, prueba un par de entonaciones, repite y repite. Después vuela hacia el columpio. «Vil du leke med meg?», habla mi hija en noruego por primera vez. La otra niña entiende, asiente, se ríen, se columpian. Traducir es, muchas veces, jugar. 3

Borges toma el Ulysses de Joyce. Lo abre, lo hojea, lo lee por aquí y por allá, finalmente traduce solo la última página para la revista Sur. Aparece entonces el Ulises de Borges, 4


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