Editorial
En otras palabras «No escribo como mi madre, pero durante muchos años hablé como ella, y su particular y tímida relación con el lenguaje ha moldeado la mía», escribió Ian McEwan en 2001, poco después de haber publicado su novela Expiación. Su madre, nacida en un barrio de trabajadores, elegía minuciosamente sus palabras cuando se relacionaba con personas a las que ella consideraba más educadas. «Cuando comencé a escribir seriamente en 1970 –relataba McEwan–, me sentaba sin un bolígrafo en la mano, formulando una oración en mi mente, a menudo perdiendo el principio cuando llegaba al final, y solo cuando la cosa estaba segura y completa la escribía. La miraba con desconfianza. ¿Decía realmente lo que quería decir? ¿Contenía un error o una ambigüedad que no podía ver? ¿Me exponía al ridículo?» La lengua propia también puede ser ajena. Julieta Marchant, poeta y editora, lo anota en su ensayo para este número de Dossier: no solo traducimos entre idiomas, también lo hacemos en lo cotidiano, cuando buscamos la manera de «explicar, de enseñarle algo al otro con nuestras palabras». La traducción vincula, pone en diálogo. «Traducir es ir pegada a la espalda de alguien», anota la traductora Laura Wittner. Otro apunte suyo: «Algunos domingos de lluvia traduzco versos sueltos de poemas y como son sueltos me tomo bastantes libertades y como me tomo bastantes libertades me los robo». Hay algo de menos en la traducción. Y al mismo tiempo, algo que se suma. «Muchas tradiciones orales indígenas muestran que los indios supuestamente cristianizados, si bien se sometieron al masaje cristiano, no solían prestar gran atención al sentido original de los discursos», cuenta el antropólogo y traductor Martín Lienhard. Y da como ejemplo el mito quechua de Adaneva. «Como los nombres de Adán y de Eva, en los catecismos quechuas, aparecen casi siempre yuxtapuestos, la tradición de Vicos hizo de ellos un personaje único, un dios.» Un gran malentendido. Pero, como escribe Martín Felipe Castagnet, «el arte prospera por y no pese a las interpretaciones erróneas». Está hablando del haiku y de las muchas maneras en que nos equivocamos al traducirlo. Error en la traducción. Es una excusa común. Ocurre entre lenguas, dialectos, generaciones. Ocurre, incluso, cuando intentamos recuperar una historia nuestra de la infancia para contarla cuando ya hemos crecido. Una forma de remediarlo es volver al lugar original. Es lo que hace Florencia Doray en una bellísima historia a propósito de una caja de zapatos. Mejor que lo cuente ella, con sus palabras. Marcela Aguilar