Vitrina
La hoja madre Illa Liendo
Aquí me tienes como siempre dispuesta a la sorpresa de tus pasos a todas las primaveras que inventas y destruyes Blanca Varela
Al tercer día que su hijo de 17 años no volvió a casa, Paloma Huamán1 fue a la comisaría del barrio con una foto en la mano. Era el retrato de su confirmación. Tras unos anteojos gruesos se veía a Alex, desafiando a la cámara con desidia adolescente. El fiscal de menores no atendía esa mañana. Los policías le sugirieron que lo buscara por su cuenta y subieron el volumen de la radio. En lugar de la foto, Paloma salió con la denuncia impresa: «Policía Nacional del Perú. Ciudad del Cusco. Sección de personas desaparecidas. Vestía pantalón negro, polo gris de manga corta y zapatillas negras. Señas: cicatriz en la muñeca izquierda». Al guardar el papel en su cartera se dio cuenta de que aún llevaba consigo la chompa de su hijo. Había salido de casa con la esperanza de abrigarlo antes de que cayera la noche. Aquel jueves, Alex no era un chiquillo más que huyó de casa, como le insinuó el policía. Después de dos intentos de suicidio, cada hora 1 El nombre ha sido cambiado para proteger su identidad.
alejaba más la posibilidad de encontrarlo con vida. Cuando confirmó que la policía no la ayudaría, Paloma salió en busca de respuestas. «Fui a que me lean la hoja de coca, así hice cada vez que quise saber lo imposible», recuerda. Abrazada a la chompa, desde el asiento de un microbús vio pasar de reojo el río Watanay y las laderas rojas de las montañas que abrigan al Cusco. Lejos de los muros incas y las fotos de turistas, donde se multiplican edificios coronados por antenas y columnas de hierro, vive la señora Sofía. «Ella me esperaba. Me dijo clarito: un sueño me ha avisado que vendrías». Puertas adentro, el sol cusqueño que todo lo enciende apenas se adivinaba a través de los vidrios desenfocados por el polvo. «Te servirás cafecito, mami», le dijo mientras le alcanzaba una taza y sacaba su unkuña. Como quien despierta a un niño aún tibio de sueño, la señora Sofía tomó la manta tejida y le susurró con los ojos cerrados. Sin dejar de hablar en quechua, en runasimi, extendió la unkuña sobre mesa y liberó un puñado de hojas. La manta se vistió de verde. Donde los demás solo vemos hojas que podrían confundirse con las del laurel, la señora Sofía vio que el muchacho aún estaba vivo. Estaba vivo, pero había que apurarse. Con el corazón batiéndole el pecho como un tambor del altiplano, Paloma la escuchó. «Está echado boca abajo. Rodeado de carrizos a la