4 minute read
CONCHA TISFAIER
De niña, porque con ocho años se es niña, y con doce y con catorce, tuve un novio en el pueblo. Creo que fue el novio de mi niñez, porque para los dieciocho decidimos liquidar la cosa definitivamente tras unas cuantas idas y venidas. El noviazgo empezó con pedida de ligue normativa, primera cita frente al atardecer y pico salivoso. Pero evolucionó, claro, porque no era un novio de ir solo los veranos, yo a mi pueblo iba cada finde. Y entre los 8 y los 12 años ni tienes pipero, ni coche, ni te dejan la casa para ti, así que tener novio los inviernos de cierzo y heladas era cuanto menos valiente. Además en un pueblo te conoce todo el mundo, a ti y a tu madre y a tu abuela y a tu padre y a tu tío el de tu tía y a tu prima la mayor, y si te ven dándote un casto besico, tu madre y tu abuela y tu padre y tu tío el de tu tía y tu prima la mayor se enteran antes de que tú notes si quiera la puntica de la lengua intentando pasar por el hueco de tus labios. Así que tampoco nos besábamos en portales ni cerca de las huertas.
Venía yo a contar esto porque aquel novio era muy espabiladico, sobre todo si se trataba de buscar lugares donde yo no me quejara de que tenía las manos frías, y encontró un sitico donde nadie nos veía, o eso creíamos. Encima de la iglesia. Literal.
Advertisement
Mi pueblo tiene dos iglesias. La vieja, ahora restarurada, reformada y reutilizada, que estaba cerrada y con una capa de yeso desde la época de la peste. Por lo visto hubo una vez una pandemia que obligó a cerrar los lugares donde se reunía la gente a pasar el rato. Y la iglesia nueva, al lado de la carretera, muy fea, muy cuadrada, con vidrios de colores, que no vidrieras, con una nave central de planta poligonar y una capilla cuadrada a la izquierda. Por fuera hacía un poco de curva y tenía un porche que hacia la puerta de la capilla se convertía en una especie de callejón. La puerta de entrada a la nave central da al parque al que también da el club juvenil en el que discutíamos sobre fútbol, jugábamos al billar, al Pang y al futbolín y comprábamos chuches con la paga de los domingos. La pared trasera de ese club y la pared de la iglesia hacia la capilla forman el callejón. Las ventanas del club tenían rejas aunque nunca se abrían y el porche de la iglesia llegaba casi hasta ellas. ¿Estáis viendo la jugada? Exacto, tras pelarnos el moco, de momento solo el moco, dándonos el lote en la puerta de la capilla y cansarnos de las otras parejitas que se asomaban a ver cuando dejábamos lo oscuro libre, mi novio tuvo la maravillosa idea de subirnos al porche de la iglesia por las rejas de las ventanas del club. Allí teníamos más intimidad, un poco más de fresco que nos motivaba a calentarnos más y, si había suerte, podíamos escuchar las conversaciones de quienes se acercaban a fumar o besarse al rincón que dejábamos libre.
Fueron unos fines de semana idílicos, creo que lo mejor de aquella relación que no cumpliría ni una sola de las recomendaciones de las cuentas de Instagram de empoderamiento feminista. Hasta las estrellas vimos alguna vez y casi, casi, casi conseguí que me dijera algo tierno. Ay, era guapo aquel novio, aunque ahora lleve chinos y chaleco acolchado sobre la camisa. Pero en toda historia hay un archienemigo y en esta lo fue el cura. Un cura que iba de majo (hasta nos puso a las chicas a ser monaguillas en un alarde de igualdad religiosa), pero al que no le gustaba el amor carnal. O igual el pobre chaval, porque no tendría más edad de la que tengo yo ahora, pensó que como nos abriéramos el cogote en uno de estos ascenso hacia la lujuria iba a tener que pasar mucha penitencia. La cosa es que primero puso alambre de espino en las columnas, pensando, supongo, que nos habíamos entrenado en las fuerzas especiales. Esas columnas resbalaban como si las babas de nuestros besos las regaran cada hora. Luego puso alambre de espino en las ventanas. Pero lo movimos un poco y usamos guantes. Finalmente un día nos esperó en lo oscuro. Un cura esperando a dos adolescentes en lo oscuro no puede traer nada bueno. Y así fue. Nos informó de que ya había cerrado el hueco entre la pared y el porche con alambre de espino, que ya no se podía atravesar. Que lo hacía por nuestro bien y que no quería ir en contra de nuestro amor. Sonrió picaronamente y nos dejó en el desconcierto más profundo. Probamos a abrir la puerta de la capilla con horquillas, a cortar el alambre con tijeras del colegio, volvimos al rincón… Pero la magia había acabado y tuvimos una crisis de pareja que nos alejó unos meses. A la vuelta vivimos nuevas aventuras en cementerios, guarderías y picaderos. Pero esos serán en próximos capítulos.