GRIFO
Carolina Reyes
Estampas auditivas Carolina Reyes presta atención a aquello que, a pesar de que permanece en nuestro alcance, bajo nuestras narices, enfrente de nuestros ojos y bien de cerca en nuestros oídos, termina perdiéndose entre la inercia inevitable de la vida moderna. Hace más de seis meses que me despierto con ruidos de maquinaria pesada: taladros, motores, y algún que otro grito de trabajador. Vivo en un sector que cada cierto tiempo es acosado por constructoras y yo, desde mis ventanas, cuento al menos once grúas torre en donde se construirán nuevos edificios. Como ya estamos volviendo a la calle después de la pandemia, he salido varias veces a hacer trámites. En uno de esos viajes recordé a un amigo ya fallecido, Andrés, que en una fiesta nos comentó que le gustaba salir siempre con sus audífonos, además de su celular, porque así sentía que estaba en su propio video clip mientras se trasladaba por micros o estaciones de metro. Para mí es una forma de controlar la bulla externa. El ruido ambiente ha cambiado con los años, antes eran solo sonidos urbanos clásicos como los medios de transporte, frenazos o un choque, pero ahora se le suman las estridencias de faenas contratistas, gritos de marchas y acentos extranjeros. La ciudad ha cambiado de forma radical, no solo en su imagen, sino que también en el sonido: Santiago no se escucha igual que hace cinco años atrás. Fui por la cuarta dosis contra el covid al hospital más cercano de mi casa, la fila era kilométrica, detrás mío había tres personas: madre, hija y su pololo. Conversaron largo y tendido, primero del clima: “qué frío hacía ayer, menos mal que hoy hay solcito”, luego alguien agregó un comentario sobre la extensión de la fila “la cola es larga, pero yo soy optimista y sé que nos vamos a vacunar” y después acerca de la vida pandémica “ahora hay clases por internet”. “Yo entro a la clase online con la cámara apagada y sigo Durmiendo”- comentó de pronto el joven y las dos mujeres le celebraron la descarada pereza.
Después de hora y media, logro entrar y conseguir un asiento en el vacunatorio. A mi lado izquierdo, veo a una joven venezolana que le envía mensajes de WhatsApp a su amiga con la intención de darle ánimos por la dificultad –y la demora– que significa conseguir papeles para arrendar un departamento y tener una renovación de pasaporte. Mientras que a mis espaldas una señora mayor le aconseja a alguien, por llamada, que no pase por ciertos lugares camino a su casa, porque a esa misma ahora hay desmanes. Ella y la persona en el teléfono, tratan de acordar un momento para reunirse el fin de semana, pero todo queda en nada, entonces la señora se despide diciéndole: cuídate, cuídate, hija. Luego de cortar, conversa con una mujer joven sobre su familia, le cuenta que uno de sus hijos vivía en Los Andes, que era suboficial del ejército y que a ella, sus nietos no le decían abuela, sino que Techi. La joven, que la escuchaba muy atenta, comenta amargamente –refiriéndose a la corrupción de dicha institución–: ahora se está sabiendo toda la verdad, es una pena.
“(...) en términos sónicos, todo se vuelve tan caótico, que no se dan cuenta de que es el fin de un ciclo” Cada cierto tiempo, sale un hombre del centro médico con un megáfono voceando una letra y un número, confirmando el grafema con un sustantivo ad hoc para que la gente no tenga dudas: C de casa, c de casa, c34, 35, 36, 37, 38, 39, 40. Una bandada de loros que están cerca del parque, al frente del hospital, graznan fuerte y casi al unísono, da la impresión de que exigieran algo, tal vez una seria demanda colectiva. A mí se me ocurre que es una señal de lluvia, como decían antes las abuelas cuando escuchábamos trinar a las aves. Sigo esperando, mientras otra mujer a mi lado derecho comenta “es que
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estoy aquí esperando y van en la c40 y yo tengo el e47”, oigo eso y me siento afortunada de tener el número d50. De pronto, recuerdo el único tema de Sabina que me agrada, se llama “ruido” y en él, se aborda este hecho como recurso literario. En tiempos de rumba, se muestra el lento descalabro de una relación amorosa, donde, en términos sónicos, todo se vuelve tan caótico, que no se dan cuenta de que es el fin de un ciclo. Entonces casi al cerrar la canción, se le habla al ruido directamente: “ruido mentiroso”, “ruido entrometido”, “ruido mal nacido”, “ruido yo no he sido” y también se le pregunta “ruido ¿qué me has hecho?” o “ruido ¿a qué has venido?”. Los sonidos fuertes y por lo tanto, el ruido, significan confusión, desestabilización y desorientación. Estar en una fila por obligación creo que es lo más cercano a sentirse coaccionado o quizá raptado, a manera de un secuestro exprés. Todos los adultos allí, amaestrados socialmente para no ser disruptivos, mascábamos en silencio, la total incomodidad de las esperas en fases que plantean los hospitales y los Cesfam para las vacunas contra el covid. Sin embargo, como los niños perciben rápidamente el sin sentido de lo que hace la adultez para vivir en conjunto, un chiquito de siete años llora diciendo: “me quiero ir de aquí, me voy a ir de aquí, quiero irme a mi casa”. La opinión más certera y lúcida que escuche en toda esa eternidad antes del pinchazo.