INS I LI O Insilio nace a partir de una reflexión hecha hace varios años durante un recital de poesía en la ciudad de Maracaibo, donde la palabra fue Santa Señora de la noche y, con la misma potencia que iluminó rostros, fue perdiéndose entre la obscuridad de calles abarrotadas de mitos y leyendas. La palabra Insilio evoca un lugar irreconocible; una nación intrínseca, física y mental convertida en sujeto, uno que por demás no tiene adonde ir. Su punto de partida y llegada es su propia tierra, un viaje interno cuyo traslado transforma lo ajeno en el lugar al que se ha pertenecido siempre. Ante dicho extravío, se consideró la posibilidad de crear un espacio en el que diferentes voces fueran reunidas, para que juntas lograran hermanarse en una suerte de salvoconducto a través del cual hablar fuese hacer frente a aquello que sucede alrededor, aquello de lo que cada vez es más difícil seguir siendo parte.
n1 vol1
PAOLA NAVA EDITORA
PORTADA POR: PEDRO MEDINA
COLABORADORES
JESÚS MONTOYA (Mérida, 1993)
Estudiante de Letras, mención Lengua y Literatura Hispanoamericana y Venezolana. correo: doloresdepalabra@gmail.com
CAROLINA LOZADA (Valera, 1974) Licenciada en Letras.
Twitter: @carolina_lozada
DANIEL OLIVEROS (Valencia, 1991)
Estudiante de Educación mención Inglés. Facebook: Daniel Oliveros
MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ (Maracaibo, 1983) Licenciado en Letras.
Facebook: Miguel Ángel Hernández
PEDRO MEDINA (Maracaibo, 1990)
MANUEL FRANCO (Mérida, 1995) Estudiante de Letras.
Estudiante de Artes Plásticas mención Pintura.
correo: manufrancomanu@gmail.com
Instagram: @pmedina29
FERNANDO VANEGAS (San Cristóbal, 1993)
DIANA MONCADA (Caracas, 1989)
Licenciado en Educación, mención Español y Literatura. Twitter: @monologodelsolo
FREDDY YANCE (Maracaibo, 1996)
Estudiante de Comunicación Social, mención Impreso. Facebook: Freddy Yance
ADELSO MESTRE (Maracaibo, 1977) Conversacionista/Situacionista. Twitter: @adelpsicosis
ADELFA GIOVANNI (Maracaibo, 1956) Licenciada en Letras.
Facebook: Adelfa Giovanni
Periodista Cultural.
Facebook: Diana Moncada
DANIEL ARELLA (Caracas, 1988)
Licenciado en Letras, mención Lengua y Literatura. Facebook: Daniel Arella
ROGELIO AGUIRRE (San Cristóbal, 1997) Estudiante de Derecho. Facebook: Óscar R. Aguirre
CON 10
lorenzo sucre: El Nobel Venezolano
adelso mestre
12 13
r e t r a to/estudio de joven a punto de eya cular fiesta freddy yance
primer aplauso freddy yance
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Habito en el delir io...
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vine a p erder
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diana moncada
diana moncada
es solo la muerte carolina lozada
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S茅 de alguien que s贸lo puede caminar...
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rogelio aguirre
rogelio aguirre
declive
TENIDO d es b o r d a m i e n t o s s a grados
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q ué l á s t i m a . . .
30
h is t o r i a f i c t i c i a
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anatomía del grito
38
adelfa giovanni
adelfa giovanni
del motel y el balcón. manuel franco
daniel arella
En el camino de la podredumbre fernando vanegas
i ns i l i o
jesús montoya
quo vadis?
sobre salvoconducto de adalber salas
daniel oliveros sobre la poesía de blas perozo naveda
«eso que llaman teoría poética es mentira» miguel ángel hernández
45 52 54 59
artículo ficción
Adelso Mestre Maracaibo, 1977
LORENZO SUCRE: El Nobel Venezolano (1909-1997) Recientemente se han cumplido 10 años de la muerte de Lorenzo Sucre, el más grande escritor que haya dado este país y el único venezolano ganador del premio Nobel de literatura. Dada la ocasión, he querido hacer un breve repaso en torno a la obra y vida de esta leyenda de las letras latinoamericanas. Siempre me llamó la atención que su muerte fuera una especie de no-evento, dado lo grande de sus logros. Creo que a sus 87 años Sucre se había transformado en una reliquia viva que apenas recordaba el porqué de su fama, viviendo su última década en medio de la jungla amazónica, en una especie de exilio voluntario del mundo. De alguna forma ya estaba muerto. Todos nos habíamos quedado con la imagen legendaria que forjó al principio de su carrera... ¡y vaya imagen era ésta! En mi mente siempre lo caractericé así: Si en la literatura latinoamericana García Márquez simbolizaba lo humano, Sábato lo demoníaco y Borges lo metafísico; entonces Sucre era lo divino, y nada menos que eso. En lo que a mí respecta, él estaba fuera de este mundo y por eso era capaz de crear en sus libros una representación tan desgarradoramente cierta de éste. El conjunto de su obra se puede tomar como un catálogo de la humanidad, el más veraz testimonio del devenir del hombre en el siglo XX. Sucre trataba con autoridad incontestable todas las 10
cuestiones que se decidía a abordar en sus libros; y no hay dos que se sitúen en escenarios similares. Su fuerte temático era el mundo entero, no tenía limitaciones. Su lista de temas es interminable: El fin del Caudillismo y la muerte de Gómez, el asesinato en serie, Haití en la época de los Duvalier, la corrupción de la Iglesia Católica venezolana, la depresión, el juicio de un vil ministro argentino, la ocupación china del Tíbet, el mundillo del jazz latino, el avance del V.I.H. en Brasil, un romance situado en los llanos y la esquizofrenia de un niño, por mencionar algunos. Es una lista de tramas que llegan a ser muy dispares, pobladas de una variedad asombrosa de personajes. Vale la pena recordar la impresión de Milán Kundera: “...desde que entré en contacto con su obra se hizo obvio para mí que de todos los escritores de ficción, Lorenzo Sucre es el que posee la comprensión más profunda de lo que es el hombre (...) es el más hábil observador de la naturaleza humana...”. Fue el más brillante narrador de historias que yo pueda recordar, y como los más grandes, era claro que desde la primera línea él sabía hacia donde iba. Aunque fue un novelista que jamás escribió un cuento corto, a menudo se le comparó con los grandes de este género: Chejóv, Maupassant o Quiroga. Pienso que era por la total claridad de
su voz; la voz de un creador, un dios que observa desde arriba el desenvolvimiento de un mundo y unos seres que son el fruto de su mente. Esa voz que lo sabe todo es un rasgo que compartió con los grandes cuentistas.
se declararía muchas veces como su ferviente seguidor. “Un sendero en la selva” es una carta de amor al Amazonas, una viñeta impresionista hecha con palabras. Es la obra más particular de todo su catálogo.
Ese punto de vista separado y omnisciente se explica perfectamente en un comentario contenido en una de las muchas cartas que Sucre dirigió a Jacques Lacan, el psicoanalista francés que sería uno de sus más grandes amigos. Sucre afirma: “...los novelistas deben desechar o apartarse en lo posible de los excesos neuróticos, deben ser fríamente analíticos y desconectados...”.
Sucre recibió el Nobel en 1979, después de haber publicado 24 novelas. Lo asombroso es que lo recibiera antes de la aparición de la que sería su mejor creación, “La imagen sobre el velo”, de 1985. Es el retrato más fiel que se haya hecho de la Venezuela de finales de siglo, probando ser escalofriantemente profético al anunciar el cambio de régimen y las convulsiones que atravesaría el país a finales de los noventas. Sucre huyó siempre de la atención del público, pero su encierro total se materializó en 1987, después de la trágica muerte de su hijo Abraham. Las circunstancias del hecho nunca fueron del todo aclaradas, pero la versión más aceptada es que Sucre le disparó accidentalmente a la cabeza mientras limpiaba su escopeta. A partir de aquí su vida se oscureció. Permaneció en la casa de Esmeralda sumido en la depresión y el trabajo de una novela que parecía interminable. Su contacto con el mundo era virtualmente nulo.
Este estilo tan suyo hizo que los críticos apuntaran en ocasión a su frialdad, pero su genialidad bastaba y sobraba para que cualquier lector se olvidara rápidamente de esto. Basta con remitirnos a “Los dioses desconocidos” o “Conjeturas”, dos novelas que le cambiaron la cara a la literatura venezolana de los años treinta. Como buen cinéfilo, no puedo evitar el ver cierto paralelo entre la obra de Sucre y la de Stanley Kubrick. Al director también se le criticó su distanciamiento emocional, pero al igual que con Sucre, sus creaciones son triunfos absolutos de estética, estilo y forma. En mi mente es imposible acusar de frialdad a manifestaciones artísticas tan hermosas como las de estos autores. Vale la pena resaltar el hecho de que Sucre, más que cualquier otro escritor sudamericano, revolucionó la escritura en todo el mundo. Sobre todo al publicar en 1947 su seminal libro “Un sendero en la selva”. Sucre había estado viviendo desde 1945 en una apartada casa en las cercanías de Esmeralda, en el estado Amazonas, en plena selva y a unos pocos kilómetros del río Orinoco. Al igual que Huxley, Sucre experimentó con algunos alucinógenos muy potentes. Como resultado, el libro fue escrito con una técnica nunca antes vista, un antecedente directo del “cut-up” ampliamente usado por William Burroughs, quien posteriormente
El final llegó en abril de 1996, un domingo de resurrección. Esa mañana Sucre completó el manuscrito de su última novela, “El país sin descubrir”, y lo colocó en un sobre para ser enviado a su editor. Almorzó, dio un paseo por la selva y se sentó a orillas del Orinoco, contemplándolo por un largo rato. Volvió a su casa al caer de la tarde. Tomó su escopeta, la misma que le había quitado la vida a su hijo, y se puso el cañón en la boca antes de halar del gatillo. Dejaba una desconcertante nota de apenas dos líneas: “Ya terminé todo. Ahora debo irme de viaje”. Cuando leemos “El país sin descubrir” es que los eventos adquieren perfecto sentido; el país sin descubrir no es otra cosa más que la muerte. Ese es el destino de Sucre en su último viaje.
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Freddy Yance Maracaibo, 1996
FIESTA RETRA TO/E ST UDIO D E JOVEN A P UNTO DE EY AC U LAR Abrimos los ojos a la medianoche. El cielo de espejos grita nuestros nombres y nos dice quienes somos. Somos los reyes del palacio de la ambivalencia, condes bipolares, los duques del lago de Maracaibo y hechiceros perfectos del conjuro de la noche eterna: Alargamos la noche, postergamos el ritmo del sol, detenemos el cielo, cantamos alabanzas de ron y cerveza, la prosa es un cigarrillo quemándote los dedos. Nos abrazamos los nombres, recordamos nuestro lugar en el mundo. Nuestro espíritu penetra el sueño de la noche que sueña consigo misma. En el libro de las estrellas, mañana, figuraremos como valientes poetas. Esta noche venezolana deseo escribir toda la poesía que pueda, embriagarme mañana frente al cielo de espejos y redimir, si es que se debe redimir, el nombre de todos mis maestros, astros consumiendo cielos.
(Constelación de cielos)
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Freddy Yance Maracaibo, 1996
P R I M E R A P L A U S O Amigo, tú que apenas sabes leer este poema es tuyo A ti, que ni siquiera la noche te ha develado el origen de los poemas que te has emborrachado con el dios de cada credo y ninguno te ha devuelto el nombre de tu rostro Tú, cuya voz le advierte al cielo que a pesar de la razón de los animales aún existe vida aquí en la luna esta luna que escribimos cuando la ciudad muere aquí donde un par de manos desvisten al caballo de oro que atraviesa la cabeza del pájaro enjaulado y lo obliga a soñar con los ojos abiertos los días que las palabras despiertan temprano Nena, las aguas se bañan en tu cuerpo lechoso y de lejos vienen ríos a correr entre tus manos en tus pechos las rocas por fin lloran se derriten en tu sangre como volcanes y tus ojos iluminan al amor que mis palabras persiguen con aplausos cuando aplaudir es imposible Hombre, la sabiduría del mundo está en los bares y en los tatuajes de las prostitutas que la ciudad encarcela en una noche oscura y sin eventos y está también en la lengua de los mendigos infantes
que se embriagan con el agua de la lluvia cuando el mago logra que llueva en el desierto He aquí la lluvia de uranolitos ubérrimos: Tienes 12 años y te ocultas en el sótano de tu garganta y descubres las canciones que cantan los astros Tienes 13, bebe, y la guerra enrojece de rabia tus manos 14, hija, y los poemas que olvidas en el cementerio despiertan de espanto a los muertos tienes 15 años, madre, y ya padre visita tu vientre tu vientre donde nace la magia 16, tienes 16, y la carretera es un puente al mundo de las bestias otra luna más grande en que las manos solo se juntan si es debajo del agua 17, locura, 18, fecundo, 19, espejo sin mácula del paisaje de la nostalgia 20, y eres el hijo de la lira de los locos del cosmos ¡Hey! Ángel sin alas enjaulado en el mundo que permaneces manchado por la escharcha de la vida que persigues de noche, solo de noche, arcoíris detrás del los ríos, al fondo de los lagos tú, el loco hermafrodita bailarín del alma Dafodelo un mago eres, un mago, en el circo de los dioses el público de tal teatro se deshace ante tu canto 13
porque de él emana la suerte que los conecta porque en tus labios se esconde la razón del amor
II
Nací de la boca de los peces. Me hallaron sin plumas a orillas del lago. Esa es mi historia. Cuando preguntaron mi nombre y el nombre de mi tierra, les devolví las alas que el tiempo les había quitado. Desde entonces vivo como un tigre entre los hombres. Todos los ocasos son una raya más en mi espalda. Atardecer nostálgico del corazón del universo. Lamento de la selva que me recuerda qué cosa soy: Un sueño. Crecí, como todos, desnudo y en el fuego. Y me quemaba las manos para no dormir de noche. Y espantaba al fantasma de mi abuelo con la risa chillona de dos libros: Uno, en el que las mujeres eran altas como una tormenta, y otro, en que las mismas mujeres traían en sus manos el sueño roto de un par de soles asustados.
III
Si he de vivir ha de ser con nobleza no como las ratas que no conocen el cielo no como los perros que evitan ahogarse en el mar no como los loros que solo escriben repetidas tonterías no como los toros que se desviven por un color no, sino como los caballos, como los lobos como aquellos que al oler la muerte se echan a correr al infinito con el hocico abierto masticando el aire y nada los detiene, nada, sino el terror de traspasar el rostro sin máscara de la muerte la gran flor sin nombre y aparecer bajo la forma de un sol en el sueño ciego de su primera madre 14
Si he de morir ha de ser con altura no como el viento cuando encuentra puertas sordas no como el fuego adolescente que se extingue cuando el ruiseñor descubre el mecanismo de la primavera ni como la piedras que rompen el cristal de la vergüenza en vano no, sino como el néctar de la lluvia o de las aguas estancadas en la calle que entran por los labios del infante y renacen como fuerza en la boca de los peces
IIII
Hoy abriré las puertas de todos los caminos del mundo y prometo dejar las llaves al pie de tu cama Hoy invitaré al espíritu a jugar ajedrez en la plaza y lo dejaré, a solas, hablando con la carne Hoy haré justicia: le devolveré a dios la otra mitad de su manzana y educaré a mis hijos para que dejen de molestar al diablo y me disculparé con él al salir de tus ojos Hoy seré yo quien sostenga la pistola y te amenace de muerte en una pesadilla cerrada Hoy seré el mendigo, el asesino y lo sublime y entraré de noche en tu habitación para pedirte agua sin tener labios Hoy seré el polvo que se desprende de la luna cuando la noche promete y seré también tu sexo cuando el beso del Catatumbo se derribe sobre tu frente y evapore una a una todas tus máscaras falsos poetas del berrinche que te separan de mí
IIIII
Añerú dice:
contra todo con Lautreamont. contra la mentira con el poema. contra la inocencia con el fuego. contra la verdad con la sangre. contra los monstruos de la noche con el rayo de mis manos. contra los pobres de espíritu con la rosa gigante. contra los monjes con las prostitutas. contra las prostitutas con el amor. contra los médicos con los chamanes. contra los brujos con los amigos. contra los castigos con el escape y la magia. contra los hábitos la virtud de la hierba santa. contra el mundo con la poesía. contra la providencia con las nueve almas del pulpo. contra la naturaleza con la metáfora del instante. contra la sangre con la anáfora perpetua. contra el odio, Yo. contra la fuente el camino. contra los sueños las puertas. contra los esclavos con el látigo de la mirada del celo. contra la envidia un abrazo. contra la compasión la sangre que brota del recuerdo. contra la misericordia el dolor de las heridas que no sanan. contra la bondad el signo de las cicatrices que nunca cierran. contra el olvido la esperanza. contra las redes sociales la magnitud del corazón. contra la muerte la idea de un verano primaveral, otoño de invierno. contra la religión con la música del sexo. contra la culpa y el pecado un par de besos lésbicos. contra todos ustedes se levanta el poema. contra los sensibles y los valientes con los héroes
del llanto y la melancolía. contra el llanto con el horizonte. contra todo con Lautreamont y el niño terrible.
IIIIII
Ahora cierro los ojos y callo los labios. Con cierta nostalgia futura me aparto a tierras más arduas. En la pendiente está la gloria. Y yo no busco la gloria, sino la pendiente. Tal vez me encuentres un día borracho en una esquina de Mérida, o en la terminal de pasajeros con una piedra de mar en el bolsillo. Tú que me viste nacer, no te aflijas si ahora me ves marchar. Antes de irme te dejaré ver la seña, que aún sigue húmeda, de mi primer tatuaje: Aquí está la flecha que une a los cuerpos. Este es el fantasma que canta cuando la muerte se acerca. El milagro de la juventud soñada en el jardín de las delicias. El camino del gran viaje, a los veinte, y sin miedo. El fuego que todo lo hace posible. Los labios que se besan en el agua donde nacen los amantes. Las paredes que han de derribarse. Las flores con nombres repetidos. Las almas que bailan la canción estelar del tiempo. Las direcciones de las calles por las que viaja el espíritu. Las alegrías dobles: la dicha y la sorpresa de un milagro. Y finalmente un aplauso que suena como un beso. Todo para que la vida nos una más allá del sueño, del cielo o la muerte. Gracias.
15
Diana Moncada Caracas, 1989
Soy yo que canto. Olvida que soy tu presa Floriano Martins
Habito en el delirio borroso del que me sigue soñando. Sigo siendo la demencia alojada en esos ojos dormidos la presa del ave perdida que me busca en el dolor de su ceguera susurrándome oraciones inútiles que intento atajar en esta fiebre de creer de sabernos. Yo le busco también le busco pero no puedo soñar he despertado para siempre y la muerte comienza cuando los ojos se abren.
(De Cuerpo Crepuscular, 2015)
16
Diana Moncada Caracas, 1989
VINE A PERDER Vuelvo sobre la misma grieta como una máquina destartalada. Vuelvo sobre el mismo error, sobre la misma cacería de blancos espejos Vuelvo, aun sabiendo que la palabra me es sensualmente inútil, aun sabiendo que no daré nunca con ningún maldito clavo sabiendo que nada podré decir sobre los lobos ahogados en la carroña de mi tedio Vine con el poema -ciegamente a perder.
17
Carolina Lozada Valera, 1974
e s Los amigos del barrio pueden desaparecer, los cantores de radio pueden desaparecer, los que están en los diarios pueden desaparecer, la persona que amas puede desaparecer. Los dinosaurios Charly García
Pistolero, entre la bala que usted disparó y la vida que me queda hay poca distancia. Mientras caigo, voy a fingir que me hago el muerto para que tenga tiempo de emprender la huida y yo pueda aferrarme a un no-final. En principio, sepa que no me sorprende su repentina aparición. Le confieso que llevo tiempo esperándolo, hasta había ensayado frente al espejo cómo sería mi caída; algo estilo Matrix es muy moderno para mí, yo soy más clásico y cobarde. Un desplome tipo viejo oeste americano iría más acorde con mis preferencias; algo así como un cuerpo tembloroso y torpe, como el de James Stewart frente al bandido de Lee Marvin en El hombre que mató a Liberty Valance. Déjeme decirle que no solo lo esperaba, sino que incluso había visitado las cárceles para saber a qué huele un hombre que desbarata con sus manos las vidas de otros. Me paseé por las celdas, azuzando el olfato, fingiendo que hacía trabajo religioso, que les llevaba a los presos la palabra que salva. Y me paré frente a algunos como un predicador cristiano, levantando la Biblia, citando capítulos y versículos, 18
s o l o
alzando la voz y siendo muy histriónico. Se me hizo fácil representar el papel del evangelista: lo aprendí de mi padre, quien lo fue hasta que enloqueció viendo demonios encaramados en las paredes y uno de ellos decidió acabar con él convidándolo a saltar por el balcón. En la cárcel registré los rostros de los presos, las cuchilladas en la piel, algunos tatuajes con nombres de mujer. Pude percibir de cerca el olor de los reclusos, hasta que un día uno de ellos me pidió que metiera un cuchillo, filoso y discreto, dentro de la Biblia. Me dijo que solo así podría salvarlo. No podía negarme, un favor es un favor. Al preso le llevé el arma en un hueco dentro del libro santo, evité sudar frío en el momento de la requisa, pero para mi suerte ningún oficial se fijó en la palabra de Dios. Antes de entregarle la Biblia armada al condenado, no le quité la vista de los ojos; quise quedarme con su mirada por si algún día ésa fuera la mirada de mi propio asesino. -Agradecido, hermano-. Él sonrió, nunca más volví a verlo. Fue en una de las visitas a la cárcel cuando concebí la idea de formular falsas denuncias de atracos en mi contra, para así lograr observar, una y otra vez, con meticuloso detenimiento, los álbumes de fotografías y retratos hablados de los delincuentes. La idea era grabarme el mayor número posible de rostros y, de esa manera, estar prevenido ante cualquier agresión. Gracias a mi buena memoria
l a
m u e r t e
fotográfica y a la paciencia de los detectives, logré formar mi propio banco de imágenes. En casa realizaba esbozos de los semblantes que había visto en las instalaciones penales. Sin proponérmelo, me volví adicto a esta práctica. Al principio guardaba los bocetos en carpetas a las que asignaba etiquetas que dependían de lo que me sugiriera el rostro del criminal; las etiquetas fueron: ladrón, drogadicto, narcotraficante, estafador, pedófilo, violador, asesino y misceláneas. Luego pegué varios retratos en superficies como la nevera, el espejo del baño y algunas paredes, y hasta forré la puerta principal para tener a mano la fisionomía del posible asaltante que tocara el timbre del apartamento. También se me ocurrió hacer dianas con las caras que dibujaba; pasaba horas apuntándolas con balines de mentira. El problema fue que mi fijación llegó a transformarse en algo verdaderamente siniestro cuando, en la calle, comencé a ver retratos hablados en lugar de semblantesreales. De repente, bajo mi visión trastornada, todos los cuerpos caminaban con los rostros de los delincuentes que había memorizado. Los transeúntes se convirtieron en maleantes a carboncillo, en potenciales criminales dispuestos a deshacerse de mi vida, y cualquier movimiento que hicieran con las manos auguraba el ataque de un agresor. La mano que se movía con un ademán sospechoso era el preludio de la bala que se ensañaría contra uno o varios de mis
órganos. Fueron terribles los miedos que padecí al notar a una persona cualquiera meterse la mano en el bolsillo para sacar, supongamos, las llaves del carro, tal vez las de su casa. Cuando estaba en presencia de este gesto tan inofensivo y cotidiano yo retrocedía prudentemente, hasta ubicarme lo más lejos posible de su alcance. Detrás de todos los rostros pujaba el asesino. Su espera, pistolero, comenzó a enloquecerme. Estaba tan angustiado ante un posible asalto que dejé de usar ascensores. La sensación al entrar a un elevador lleno de gente era la misma que estar en una celda rodeado de peligrosos malhechores. El sudor frío me paralizaba, temía no salir con vida de esa pequeña cabina. En las noches cerraba con llave la puerta del apartamento y usaba como muro de contención cuanto mueble tuviera a mi alcance para evitar que un intruso entrara subrepticiamente. En las mañanas debía levantarme muy temprano para volver a poner todo en su sitio. El apartamento estaba hecho un desastre porque había despedido a Juanita, la señora que durante años me auxilió con el aseo y la comida hasta el día que comencé a sospechar que ella y sus hipotéticos cómplices planeaban fechorías en mi contra. Hasta mi higiene personal se vio afectada por mis temores: cada vez que me bañaba tenía presente el ojo muerto de Marion Crane en Psicosis. A pesar de mis agobiantes temores, nunca me armé 19
porque siempre les he temido a las armas; para mí es imposible manipularlas sin que alguien salga herido. Mi valor solo me permitía tener una pistola de juguete bajo la almohada, mantenida ahí con la esperanza de que si algo llegara a ocurrir pudiera defenderme con ella, engañando a un incauto asaltante nocturno. No tenía armas verdaderas, pero sí me dispuse a aprender acerca de ellas. Con manía y dedicación logré hacerme de una envidiable biblioteca especializada en información sobre armamento. Teóricamente me convertí en un experto sobre sus usos y potencialidades. Antes de dormirme leía sobre las propiedades de cada revólver, rifle, fusiles de largo alcance y en muchas ocasiones soñé con el recorrido de una bala dentro de mi cuerpo. La vi destrozándome el hígado, haciéndome un gran boquete en la panza, entrando por mi ojo derecho, saliendo por la parte trasera de mi cabeza, arrancándome una mano de un tirón; vi mi oreja derecha reventar y volar por los aires como una asquerosa mariposa ensangrentada; sentí la sangre caliente recorriéndome la cara hasta entrar en mi boca, envenenándome de muerte. Me vi exangüe, con tantos huecos en el cuerpo, echado sobre el bote de Caronte, con el guía muerto a mi lado, también alcanzado por las balas, los dos naufragando en aguas del limbo. Asolado por tantos sueños fúnebres, me puse a pensar en posibles últimas palabras, que iba anotando en una pequeña libreta azul cosida con hilo blanco, a la que le puse el solemne título de Palabras para mi muerte. Algunas de éstas fueron lacónicas y sorpresivas: “¡A la mierda!”, “¡Qué vaina!”, “¡Carajo, no sembré un árbol!”. En otras trataba de darme valor, a pesar del final: “Cálmate, es solo la muerte”. Como puede ver, mi estimado pistolero, el miedo y la paranoia empezaron a ser parte de mi vida. Con decirle que llegué al extremo de meter maniquíes 20
en mi carro para simular que iba acompañado y así evitar un secuestro express. Pero solo o con simulacro de compañía siempre estaba estresado y temeroso, por esa razón decidí guardar mi carrito de poco kilometraje y salir en bicicleta. El índice de robos en el transporte público ni siquiera me permitió pensar en ese medio y menos aún desde esa última vez que subí al metro y, al estar dentro de la oscuridad subterránea, temí ser asaltado por las sombras y comencé a gritar como una gorda cantante de ópera y golpeé azorado una de las puertas para intentar salir, y fui sometido por guardias de seguridad que no entendían mi desesperación. Un día, mientras me dirigía al trabajo, tuve el presentimiento de que una bala perdida hallaría en un ciclista la escasa protección necesaria para arrancarle la vida. Y en esa misma calle dejé mi bicicleta abandonada. Ni siquiera me dio pesar por el tiempo que llevábamos juntos; tampoco sentí nostalgia por nuestros recorridos fuera de la ciudad, cuando los fines de semana me gustaba hacer deporte, buscar el aire puro, disfrutar el paisaje. Sin automóvil ni bicicleta, sin la posibilidad de tomar Metro o autobús, tuve que caminar extenuantes kilómetros porque mi casa y mi trabajo estaban separados por la larga franja este-oeste que divide la ciudad. A partir de entonces comencé a llegar retrasadísimo a la oficina. Las demoras se fueron acumulando hasta que el enojo del jefe estalló como una vejiga incontinente. Me quedé sin empleo. Ya ve, la vida se me fue achicando mientras lo esperaba. Insisto, no crea usted que me agarra desprevenido, sé muy bien cuáles pueden ser los ángulos de mi caída, bien podría dibujarlos en el asfalto. Hacerlo ya se había convertido en pasatiempo, hasta llegué a jugarlo con mis vecinos en esa época en que la criminalidad de nuestra ciudad reventó todos los récords mundiales y nos contagió con su agresiva
locura. El absurdo también puede ser una oscura reacción, pistolero, y nosotros, acorralados por la violencia, comenzamos a jugar a ser parte de ella. Mi vecino Ismael, a quien le habían matado un hijo de un balazo en la cabeza durante un asalto, fue quien comenzó el juego. Después de pasar un tiempo en tratamiento psiquiátrico para superar el duelo y controlar la ansiedad ante el peligro callejero, a Ismael le dio por recorrer los pasillos del edificio, gritando con voz grave: “Somos un grupo comando, el edificio está tomado”. Lo hacía preferiblemente en momentos en que la ciudad padecía apagones eléctricos. Nuestra reacción natural fue escondernos y protegernos al creer que era cierto su anuncio, pero al descubrirse el juego varios vecinos nos animamos y organizamos en verdaderos grupos armados. Las mujeres colaboraban con nosotros al permitirnos que las violáramos, otros vecinos preferían ser víctimas del ataque sorpresa al llegar y encontrar su apartamento allanado por hombres de negro. Un día hasta decidimos, en junta de condominio, matar a la conserje. Fue un gesto muy democrático en el que todos votamos a favor. La conserje nos asesoró bien antes de llevar a cabo nuestros planes: nos informó que sufría del corazón y que podría estirar la pata de un buen susto. Y así fue. Sin previo aviso, una medianoche irrumpimos en su apartamento, ataviados con dildos y sombreros bombín, en un homenaje expreso al pillo Alex DeLarge. La mujer gritaba presa del pánico mientras le destrozábamos habitaciones y ventanas y le matábamos los pájaros y los peces de su acuario. Nuestro crimen fue una verdadera obra de arte, teníamos una original naturaleza muerta a nuestros pies. No dudamos en hacer un video, la omisión habría sido un desperdicio. Lo colgamos en la red y nos hicimos muy populares; nos llamaban Los caballeros del bombín. Fue Ismael quien propuso cerrar las calles del
conjunto residencial los fines de semana para jugar a hacernos los muertos. Los vecinos nos echábamos sobre el asfalto en posiciones dramáticas. A veces lo hacíamos al estilo egipcio; en otras ocasiones, asumíamos posiciones del yoga, como la postura del arquero, la del cadáver; igualmente, hicimos el pez, también el bebé, el arco, la langosta, todo de manera muy organizada. Los que se quedaban de pie dibujaban a los caídos y luego se daban los cambios de roles. Nuestros happenings se hicieron tan populares que incluso salimos en los noticieros de televisión. Desgraciadamente, a Ismael le aburrieron los simulacros de nuestra vida burguesa y se fue del edificio. Se echó a la calle a buscarse la vida, como un verdadero criminal, llevaba consigo una moto y varias armas compradas en el mundo de los forajidos. Asesinó a varios de un tiro en la cabeza (la policía llegó a ficharlo como el Descabezador), hasta que un día le detonaron la suya. Sin Ismael en el edificio los juegos ya no eran los mismos. Recuerdo que para despedirnos de nuestra camaradería decidimos tirar escaleras abajo a la señora lisiada del sexto piso; y para darle mayor dramatismo, subimos hasta el penthouse. Todos los vecinos se asomaron al borde de las escaleras para decirle adiós. Fue un momento muy emotivo: los niños la saludaban con pañuelos y banderines, y alguna madre acercó a uno de ellos para que la viejita lo besara. La lisiada derramaba lágrimas tan fidedignas que parecían reales. En el último piso había una gran pancarta, rodeada de globos y serpentinas, que decía: “Nos vemos en el infierno”. Yo tuve el honor de empujarla. En respetuoso silencio escuchamos sus gritos y el estallido final. Luego, cada quien se encerró en su apartamento y volvimos a ser los mismos extraños de siempre. Ya ve, pistolero, he aprendido a jugar con el miedo. Debe creerme si le digo que, en ese afán de conocer la trayectoria de una bala y el modo en 21
que ésta detona en los órganos, me di a la tarea de desempolvar estudios básicos de física. Después de ver diariamente los noticieros y reportes criminales, me ponía a despejar fórmulas para entender cuál había sido la trayectoria del disparo que mató al sujeto (número un montón) que ingresó en la morgue. Me resultó cómodo familiarizarme con la jerga forense y el lenguaje periodístico empleado en la cobertura de sucesos. En mis ratos de ocio, me daba por plantarme frente al espejo, como si éste fuese una cámara televisiva, y narraba las noticias que había escuchado anteriormente. La verdad es que me lucía, parecía todo un profesional: Muere mujer al intentar oponerse a un atraco. Según cuentan los testigos, la occisa intentó resguardar su celular entre sus pechos para evitar que el maleante se lo quitara. El delincuente, preso de furia, le disparó una bala en cada seno y le desinfló las prótesis y también la vida. Reportó para ustedes Néstor Jiménez, CNP 518. Mi interés por las defunciones violentas me empujó a alistarme como voluntario en la recepción de la morgue. Gracias a este trabajo llevaba cuenta del registro de los cadáveres que arribaban a la sala mortuoria. Uno de esos fines de semana en que la muerte andaba festiva y deseaba romper sus propias marcas, me topé con la cara destrozada de Ismael. Al verlo así, tan muerto, me dio sentimiento; aunque después entendí que, de algún modo, ese violento final era un homenaje a sí mismo. Tengo apuntada la estadística de mortalidad de nuestra ciudad, información que las autoridades policiales trataron de confiscarme cuando los índices de muertos le dieron una paliza a las cifras de vivos. Los números que tenía en mano representaban un potencial escándalo. Acechado por las fuerzas del orden, que no lograban responder de manera efectiva y real a una ciudad convertida en territorio zombi, tuve que esconderme para evitar que me decomisaran aquella explosiva información. 22
Por seguridad de Estado, la ciudad de los muertos no debía aparecer en los noticieros. De hacerse públicos los inventarios tendría que activarse la alerta máxima, y todo el perímetro de nuestra urbe debería ser acordonado con una cinta amarilla, cuya leyenda dijera:
PELIGRO NO P ASE
PELIGRO NO P ASE
PELIGRO NO P ASE
PELIGRO NO P ASE
Y los muertos comenzarían a hacer de las suyas, haciéndose los hediondos por las calles, habitando cada rincón posible, riéndose de la minusvalía de los supervivientes. Y organizarían carnavales y reinados, crearían festividades como el Día de los Vivos y harían figuritas sin cuencas vacías, revestidas de piel y de cabello. La vida, entonces, se convertiría en pasado, en la más disparatada leyenda urbana. En medio de la debacle, llegaría el momento en que uno no sabría si está hablando con un vivo o con un difunto, a no ser que una mosca delate al interlocutor con su insistente sobrevuelo. Y al darse uno cuenta, de pronto, de que está hablando con un cadáver, sería mejor huir porque si algo nos ha enseñado el cine es que los zombis necesitan sesos para subsistir. Los supervivientes tendríamos que aceptar que la ciudad se nos fue de las manos y ya no nos pertenece; entonces serían los muertos sus legítimos habitantes. Supongo que todo este hipotético pandemónium es lo que deseaban evitar las fuerzas de seguridad ciudadana. Por esa razón me persiguieron, para impedir que delatara la terrible realidad y predispusiera a la población en contra de nuestros hermanos difuntos, hecho que podría desatar una catastrófica guerra civil entre vivos y muertos; vaya calamidad.
Pistolero, déjeme contarle un espantoso sueño que tuve mientras estaba en la clandestinidad. Soñé que mi cuerpo reposaba en un angosto ataúd y mientras mi familia lo velaba yo trataba de reclamarles porque mi última voluntad era y es la cremación. Polvo eres y en polvo te convertirás, pero en el sueño no era más que carne y formol. Al desobedecer mi última voluntad, mi familia me había arrancado la cualidad etérea de un adiós de ceniza. Desperté abrumado al sentir que los gusanos se ensañaban con mi cuerpo. Le tengo fobia a esos bichos, pistolero, ¿será que antes de que usted se vaya y yo me muera puede recordarle a mi renuente familia qué es lo que quiero para mi final? Si lo desea, puede llamar a mi hermana desde el teléfono que acaba de robarme; tiene saldo, marque el número identificado como hermana mayor y diga: “Aquí tienen a su muerto, vengan a cre-mar-lo”. Y, si puede, dele alguna referencia del lugar donde ahora estoy tirado. Disculpe la molestia, pero en estos momentos es cuando la familia necesita más apoyo. Pistolero, de nada me sirvió la terapia para no imaginarlo embistiéndome la vida. Mientras lo esperaba, la ciudad se me hizo aún más restringida, menos mía, se me extranjerizó. El espacio se redujo a algunas calles y manzanas, las noches se convirtieron en toques de queda, arrulladas por el sonido de alguna bala perdida. Con decirle que, para no sentirme tan cercado, cada día le ponía nombres distintos a las callejuelas que bordean el edificio donde vivía -y digo vivía porque ahora usted me está haciendo el muerto- y así me consolaba al recrear todas las vías y avenidas de la ciudad en las cuatro pequeñas calles colindantes con mi residencia. Avenida Bolívar, Avenida Andrés Bello, Avenida Los Próceres, Avenida Independencia; solo así pude volver a recorrerlas, todas ellas trampeadas en mi propio encierro.
En los pasos que daba en mis cada vez menos frecuentes salidas de casa tenía la intuición de que todo sujeto que se me acercaba podría ser usted, pistolero. Y ahora es el momento definitivo, estamos frente a frente y confieso que estoy bastante emocionado y nervioso. En otra circunstancia hasta le hubiera dado la mano, pero veo que la tiene ocupada; no se preocupe, son meras formas sociales. Ahora es el ahora, ya estoy listo. Solo le pido un minuto, permítame intentar caer con dignidad, como lo había ensayado. Sangre. Son pocos los litros que nos sostienen sobre las dos piernas. Esa cosa roja fluye sobre el asfalto caliente, arrastrando consigo leucocitos, eritrocitos y su familia de plaquetas. Ahí observo derramarse mi hematología completa. Al verla así, tan sola, tan dejándose llevar, tan sin quien la detenga, me imagino cómo se le haría agua la boca a un vampiro. Me pregunto si acaso la sangre se evapora sobre el pavimento ardiente y oscuro o se filtra por los quiebres hasta hacerse subsuelo. Imagino mi sangre descendiendo bajo tierra, tan veloz como un grito, uniéndose a la sangre de otra gente que se hizo la muerta antes que yo. Las veo, sangres hirvientes formando todas juntas un borbollón insólito que estalla furioso sobre la superficie de la ciudad, irrumpiendo como una lluvia sucia y subterránea. Puedo ver cómo esa tormenta viscosa cae sobre los desprevenidos transeúntes, como si se tratara de un macabro carnaval. A esa chica de piel tan blanca le queda bien el toque rojizo sobre su pelo rubio. Señor, lo lamento, pero ese mostacho bermellón no le va bien. Juguemos todos a las siluetas caídas, hagámonos los muertos. Ah, ciudad, mi ciudad esquizoide: algún día te iba a ocurrir, ibas a reventar rabiosa, roja, sanguinolenta, coagulada. Corran, corran, que cunda el pánico, pero no podrán escabullirse: ésta es la ciudad de la furia. Vamos, muchachos, sientan el crujido gelatinoso al aplastar los globos oculares regados por las 23
aceras, oigan el crash-crash de los cráneos, se rompen como huevos. Vean esos cortes tan finos: qué preciosismo el de estos artistas de la carne al rebanar los cuellos. Bravo, tienen la maestría de un carnicero francés. Señora, a su hijo se le salen las tripas, no trate de detenerlas; quite la mano de encima, no sea necia, deje el drama. Vamos, no llore, es solo la muerte. Bienvenida, Santa Muerte, le queda muy bien ese tocado de flores. Es un honor tenerla como huésped, tenga las llaves de la ciudad. ¡Aplausos! Vamos, joven, póngale la banda de primera dama a la Señora. Sí, usted, la de la herida en la frente. ¿Qué pasa? ¿De pronto quedó sorda? No sea incompetente, escuche por el oído que le dejaron salvo. Hay que hacer sentir a la Santa Muerte como en casa. Cuidado, señorita, no vaya a agonizar encima de ella, tenga cuidado con su elegante vestido. (Vaina, ya se murió.) Que venga entonces otra muchacha de protocolo. Disculpe usted, Santa Muerte Santísima, que sea todo tan improvisado, pero somos muy pueblerinos y no estábamos preparados para tan distinguida visita. Sin embargo, hemos organizado humildemente algunos actos en su honor. La vamos a pasear por las calles en un lujoso descapotable, cortesía del grupo de narcos más prominente de la región. La piel de sus asientos es genuina, nada de imitaciones. Adelante, Su Majestad, siéntese y comencemos el paseo. Lo que escucha a su izquierda es una lluvia de balas; los pistoleros están tan contentos con su presencia que decidieron hacer una masacre especial para rendirle honores: vea cómo descargan las municiones sobre los ciudadanos, cuánta emotividad. Salúdelos, mándeles un beso. Mire a su derecha, observe cómo los golpes de los maleantes van seZcando esos cuerpos hasta que ningún espasmo se manifiesta en sus extremidades. La veo emocionada, ¿desea un arma? Tome, ésta es potentísima, dispare usted también. ¿Prefiere cambiar su tocado de flores por un sombrero de 24
gánster? Le queda magnífico el fedora. Ahora bajémonos del carro y busquemos acción. Qué Tarantino ni qué Quentin nada, en mi ciudad está la Muerte disparando en vivo. Dispare, que yo llevo la cámara para grabar los hechos. Luego haré un documental que llamaré El día que la Muerte llegó a mi ciudad. ¿Qué le parece? ¿Muy largo el título? ¿Entonces qué? ¿Lo llamamos Santa Muerte a secas? Tiene razón, ese título es más contundente y comercial. Santa Muerte será un documento histórico para todos los zombis, futuros pobladores de esta urbe; será su acta de independencia y, usted, Madame, su prócer. El día que Santa Muerte los liberó por fin de los vivos. Bajemos a recorrer los callejones y escondrijos; descendamos a llevar la muerte, que nadie quede en pie. Pero primero debería dejar la hoz, se le nota pesada. Ah, ya entiendo, desconfía dejar su más preciada pertenencia, por aquello de la inseguridad; tiene razón, la entiendo, cualquiera se la puede arrebatar. Y la muerte sin guadaña no es una muerte seria. Ya veo que le emociona tanta gente a sus pies, quién lo diría, a usted que la pintaban tan fría; esas lágrimas de felicidad echan por tierra tales argucias. Se nota que usted también tiene sus sentimientos. No sabe lo que me alegra escucharla decir que en ninguna ciudad, ni siquiera en donde están en guerra, se había sentido tan halagada y bien recibida. Sonríale a la cámara, explote su lado glamoroso. Para cerrar hagamos un close-up con su rostro triunfante. ¿Será, Señora, que la puedo besar? Me gustan los finales románticos. La sigo, Santa Muerte, Santísima mía. El pistolero que me disparó también va tras sus pasos: apenas se deshizo de mí, uno de sus colegas estuvo en desacuerdo con la repartición de aquel escaso botín y se arreglaron las cosas a su modo. Ahí vamos, a rastras y exaltados, siguiendo sus zapatos escarlata,
en pos del camino amarillo, para ir tiñéndolo de rojo. Vamos, pistolero, nos llegó La Pelona; se me olvidaron las últimas palabras que tenía ensayadas, pero sigue el camino amarillo; sigue, sigue, sigue, sigue, sigue el camino amarillo. Nos vamos a ver al coño de Oz porque, porque, porque, porque esta triste, ay, tan triste ciudad, se fue a la mierda.
Cuento: Es solo la muerte Libro: El cuarto del loco Editorial: Barco de piedra (2014)
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Rogelio Aguirre San Cristóbal, 1997.
Sé de alguien que sólo puede caminar con las manos sucias Para ser reconocido por sus amigos. Le dicen que no se pierda por los callejones que no se limpie las heridas con alcohol que por esos caminos pasan caballos que van muy rápido. Recuerda aquel loco, lloraba por los dedos andaba sin velo sin amar el llanto que dejó volar. Yo sé de un niño que limpia sus manos debajo de las piedras sucias de blancura con los pies agrietados y descalzos de tanta incertidumbre. Los de palmas blancas adoran sus pies, desean entrar en el barro para saber cómo se siente el ardor de sus manos junto a las estrellas.
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Rogelio Aguirre San Cristóbal, 1997.
DECLIVE
Yo no sé nada de la vida mi vida ha sido un caballo galopando por el viento cayendo en picada como una aeronave rota. Tú vestías de rojo y verde los colores de la aurora boreal, única luz de nuestros ojos. Yo no sé.
Mi caballo disfrutaba de adelantarse en el recorrido y por un momento noté el precio y la meta. No seríamos los primeros en cruzarla, tampoco los últimos. La meta estaba decorada de corceles asesinados.
La muerte florece como un niño en una tarde lluviosa. La tarde lluviosa vislumbra la aurora. La aurora siembra los árboles. Los árboles serán las raíces de las mariposas. Las mariposas serán la flor del descanso. Vamos y deja todo esto atrás. Háblame de tu vida. Si yo pudiera controlar la mía le cantarías al universo que habito. Sólo me queda el tiempo incomprendido, quisiera mostrártelo pero sé que es imposible hablar del tiempo sin mentir.
Vamos y deja todo esto atrás. La flor bajo el sol crecerá como la muerte brota ante la soledad. La muerte descansa marchita junto a la soledad y es que no entiendo somos solitarios aunque no lo sentimos. ¿Lo sientes?
Tal vez no puedas verlo y nada más sea un suburbio dentro de mí. Lo más seguro es que encuentres un espejo y comprendas que tus ojos de ensueño no están preparados para ver lo que nadie ha visto.
Vamos y deja todo eso atrás. Ahora siente y siente tu primera sangre volar como un aeroplano que intenta alcanzar al sol Pero no puede Sus alas se derriten y ahora los niños del pueblo sienten la lluvia como metal líquido Desde hoy no vuelan más aeroplanos.
Si pudiera deshojar el tiempo te enseñaría toda mi vida pero no puedo me quedaron las palabras y hablar no es suficiente.
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Adelfa Giovanni Maracaibo, 1956.
DESBORDA El fuego de esta ciudad perfora el lado sordo del Cielo un lado que no me gusta no sé si estoy aquí o allá. como pisando pedazos de aire me asusta cuando la vida se detiene o el cielo estalla. Mi relato será una parte negra del cielo donde me toco llegar para urgir ese espacio tan oscuro, donde sólo las reinas desposeídas entran para saborear sus propios sudores. Estoy detenida al borde de mi respiro, les parecerá locura pero parada al borde de una puerta y callada escucho mis gritos le presto mi brazo al viento llueve en esta ciudad, me reconozco. Pero al final, mis ojos se vuelven tan débiles, que no puedo mirar por mi propia tierra
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nada hoy todavía ha sido pisado salgo de las ventanas con el aire que golpea los muros de esta morada desabrida. El cielo está detrás de un dedo y he bebido el sorbo de tierra de un solo trago un vacío germinante sin reflejo todo es calor, pieza de fuego por este boquete donde el aire caliente sopla el fuego se ha apretado la distancia aumenta, nos dispersa nos separa los papeles se hacen llama en esta tierra donde hasta el dulce cuesta comérselo porque desgarra creo que quien me lea hoy descubra que de nuevo me encuentro libre y sin esperanza me creerían si dijera
AMIENTOS que de tanto dar he terminado prestándole mi respiro a las piedras que estoy perdida en el umbral de una pieza pareciera que los dioses estuvieran retrocediendo desmesuradamente es por eso que vivo de lo que el aire deja todo tiene sabor a quemado vuelvo a estos confines sin haber salido del fondo de la tierra caminando hacia ese lugar inalterado avanzo hacia la inmovilidad pero el aire que se apodera de lo que se encuentra lejos me deja viva detrás de él en este lugar pulverizado que revela el final de mi respiro y que aún dormida vuelvo a encontrarme ante mí misma que me quedo por largo tiempo guardando el recuerdo pero lo que piso
no se desplaza se fractura nada calma la sed de mí nada me basta a nadie le basto la luz donde me hundo ha comenzado a ordenar el silencio que me reclama no sé qué dirán ustedes al oírme pero yo, debo buscar los vestidos que me acompañarán en esta ruta que mis pasos inflaman, desnuda no quiero ir tendré que hacerle un llamado a mi sangre para que se aferre a mis huesos.
Poema: Desbordamientos Sagrados Libro: Divinidad en Rebelión, poesía reunida Editorial: Movimiento Poético de Maracaibo (2014)
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Libro: Divinidad en Rebelión, poesía reunida Editorial: Movimiento Poético de Maracaibo (2014)
Adelfa Giovanni Maracaibo, 1956.
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Qué lástima La única memoria que tengo nombra a mi abuelo dice que no ha muerto porque todavía, el patio de mi casa huele a pan remojado en leche fruta seca y madura, a mi tía Elísita al mes de mayo frente al altar de la virgen te acordáis lo hizo mi abuelo lo pintó de celeste tal vez el cielo los pájaros y la mano de mi abuelo me deslizan por sus arrugas y me veo recogiendo las guayabas que ayer mientras me devolvía agarré dos caujaros de la mata y me los comí se me pegaron los dientes saco el velo del escaparate y me vaya misa de cinco se llenó el autobús de tías será que los abismos me oyen hoy será que mis derrumbes me ahogan será que me doy vuelta en mi desnudez será que estoy dictando conjuros que sólo puedo ver a mi abuelo cerrar la jaula de los pájaros. Más lejos un claveteo de maderas una novela de Faulkner rueda la tierra seca sobre la tierra me despierto es la fiebre dentro de poco todo agarrará fuego y yo detenida en la lejanía hasta que alguien o algo, no sé iluminándose descubra que estoy aquí estamos todos golpeados por el mismo fuego
por eso no me buscan la pared se me ha vuelto más cercana y sin levantar la cabeza todavía sé como una gota en suspenso me procura una imagen esperada. César Chirinos, vuelvo a estos confines y en el aire en el cual yo me disipo vos no estáis guardo siempre tus recuerdos tus palabras en esta ciudad donde no me encuentro cierro la novela mis ojos ya no me dan más brillo se terminó la escena y vos manso de añoranzas sonreís como guardando un secreto el canto la historia de viejos poetas perdoname esta bella dulce mujer también cuenta historias de libertad parecidas a las tuyas esa voz que es apenas un hilo una confidencia de testigos un rostro pálido una sonrisa de sombra un inagotable viento que se graba sin asombro bailo en el patio de mi casa una canción de despedida el vagabundeo, algo de madera que arde descifro mi niñez y te digo que aquí también está el [confín de tu memoria no lloréis amado, que estamos solamente despidiendo soledades
Manuel Franco Merida, 1956.
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I
La mujer siempre sale al balcón cuando anochece, lleva puesta una bata. Sus rizos son negros y caen sobre sus hombros contrastando con su rostro blanco, con sus facciones suaves y delicadas y con su boca, con el labial rojo, con los atractivos labios. La figura de su cuerpo es perfecta. Detrás de la ropa se puede adivinar una desnudez sin cicatrices, sin espacios que quitar, hecha para el placer y los delirios de posesión. Ella desde el balcón espera el viento, las risas que vienen con él, y en su rostro hay un gesto: sus ojos marrones reflejan un destello de eternidad o de mariposa en el que se observa el placer y el dolor unidos. –Quítate la ropa–. Viene de adentro la voz del hombre. De pie en el balcón ella escucha sus palabras, mirando los carros, las personas y la plaza. Todavía no termina de caer el crepúsculo, está anocheciendo. En el cuarto del motel todo está en penumbra, las lámparas están apagada, las cortinas corridas, sólo se cuela la luz desfalleciente del ocaso por el balcón donde está la mujer. En la oscuridad incompleta el hombre está sentado en una silla con las piernas abiertas hacia los lados, la espalda relajada y caída hacia la silla, su barriga destacada y grasienta, una mano agarrada a su
flácido pene y la otra casi tumbada en el suelo con un revólver entre los dedos. Su rostro refleja la tiniebla: en una mejilla se exhibe una cicatriz y en sus ojos tiene pegada la miseria, la violencia y el ajeno dolor. –Que te desnudes–. Regresa de nuevo la voz del hombre. Su tono es pausado, lento, cada palabra va despacio y llegan al oído de ella penetrantes, llenas de autoridad. La mujer sabe que tiene que volver, debe entrar y satisfacer cada demanda de esa cara repulsiva, de esas manos violadoras y de ese cuerpo sudoroso de becerro sucio. Ella le responde: –Déjame ver cómo anochece, sólo por hoy– Él acepta y espera, como si ella fuera una rata y él una fiera a la expectación. Las manos blancas y finas cierran el balcón, cierran la cortina. Es de noche. Un ruido de motos y de estridente música hace vibrar las ventanas en el momento que el hombre suelta la pistola y alza la mano para tocar la piel desnuda de la mujer que se ha quitado la bata, dejando el sexo y los senos, el pudor y la vida a la voluntad ruin del otro. Esto se repite de lunes a jueves, todas las semanas, en ese motel todavía esplendoroso: la mujer de 31
la bata y el hombre con cicatriz se reúnen en un encuentro sexual, donde conviven junto al placer, el dolor y la brutalidad. Ella lo odia con todo su cuerpo y su encono infinito, él la quiere humillar hasta dejarla despojada de toda dignidad existente. Así fue desde el principio, más o menos, cuando todo surgió de una noche azarosa, de un motel, de una palabra rota en el suelo, un deseo perverso que fue cumplido después de mucho esperar, una atracción, algo que podría llamarse amor, un acuerdo implícito de dar y recibir que se había convertido en apego y necesidad. De viernes a domingo ella se va del motel frente a la plaza. En otros lugares más escabrosos, más sórdidos, la mujer gana su salario de formas despreciables y vergonzosas pero nunca tan degradantes como las muchas maneras que el hombre de la cicatriz inventa para destruirla en un juego mutuo, circular, alimentando su corrupción y la de ella. El lunes en la tarde el hombre recibe los billetes obtenidos. Jamás han hablado de porcentajes, de número de clientes o de sumas. Ella nunca le da todo el dinero, siempre se guarda menos de la mitad en sus bolsillos. Él la deja cometer esta falta, le permite darse ese lujo. Ella hace el teatro de una libertad fingida, de una economía propia y él hace el papel de no darse cuenta, de dejarse engañar. El hombre antes de subir a la habitación siempre se fuma un cigarro, a veces dos. Él siente que sus brazos todavía son capaces de estrangular a una persona, de partir una nariz, de disparar sin titubeos, por eso camina de esa forma firme y retadora, dueño de la acera, los ojos al frente y la cabeza erguida, nadie se mete con él, todos saben que cuando él camina cerca hay que agacharse y hacer un reverencia. Pasa un carro de la policía, 32
uno de ellos levanta la mano saludando y él responde con un gesto de la testa fanfarrona. Tiene una chaqueta oscura, un blue jean sucio, una camisa de rayas con tres botones desabrochados, un escapulario escondido y una cruz que se ve tatuada en su pecho, sus zapatos brillan, negros, contra la luz de la tarde. En su vestimenta se adivina el término de su dominio cabal: no hay oro ni excesos de cadenas en su figura, lleva puesta una ropa vieja, la cual no está rota ni sucia pero no es de marca, no es fastuosa, se le podría confundir con un bravucón cualquiera sin dinero y sin poder. Una camioneta roja disminuye la velocidad y un hombre de sombrero, anillos y cadenas lo saluda con una inclinación de la mirada y de los lentes oscuros, después de bajar el vidrio ahumado, con respeto y envidia reseca de años. Su reputación, la autoridad que inspira, está acompañada de historias que lo rodean, de historias de muertes, de asesinatos, historias imposibles y siempre posibles cuando gravitan en torno a él. Un día sin aviso previo, sin acuerdos mediadores, la mujer se fue a vivir al motel, de lunes a jueves. Él hombre de la cruz tatuada pagaba todos los gastos cada jueves a la recepcionista, gorda y vieja, con el dinero del negocio, con el sudor y los jadeos de la mujer blanca y de las otras mujeres. Esta primera mudanza, la mudanza al motel, se vio como una debilidad, una fisura o resquebrajamiento de su reputación. La camioneta roja pasó y los ojos de la cara del sombrero y las cadenas sintieron el inicio de su ascenso sobre él. En el segundo piso del motel, en la habitación seis, está contenida esta narración que es una herida convertida en signos. Tenemos el motel de lunes a jueves con la mujer, el balcón, la plaza, los lugares anónimos en los cuales ella trabaja al final de la
semana, el hombre en la calle, el hombre en el motel de viernes a domingo sin ella, sus enemigos, y sólo queda por contar la mudanza, el posible fin.
II
Quiso posponer la entrega mísera. Por eso la mujer fue al balcón y contempló la plaza para olvidar un poco. Escondida en medio de los árboles se podía entrever la estatua inmóvil, absurda entre la gente. Ella se perdió en fantasías: quién sabe en dónde viviría, en qué otro remedo de motel, en qué lugar estaría si no hubiera escogido los caminos que escogió, esos caminos fáciles y difíciles en los que una vez adentro se quiere escapar, pero en los que una vez afuera se quiere volver. En la plaza caminaban personas, seres humanos con helados en las manos, llamando al aire, con fastidio y fracaso, con esperanzas y tal vez alegría, dignos de caminar y mirarse sin asco. Alguien que la observara desde la plaza podría imaginar sus ojos melancólicos. Es difícil que descubriera su malicia, su veneno, pero es seguro que vería su derrumbe, podría imaginar las arrugas entre sus facciones rasgadas y su boca cortada, ya no tan atractiva. Ella entró a la habitación y cerró el balcón. –Esto fue lo único que conseguí–. Dijo la mujer después entregarle al hombre tres escasos billetes. Esos eran los únicos bolívares que esta vez había ganado en su trabajo. Otros lunes le hubiera dicho: –Mata a ese borracho de mierda que quería cogerme más de una vez sin pagar– O: –Hazle saber a esa marica que no me puede tocar como quiera–. Y alguna vez deslizó de su boca palabras llenas de venganza, de malicia, que antes de ser dichas ya estaban en la mente del hombre: “... No te traje más plata porque las últimas veces las dejé gratis, ellos me lo hicieron como tú nunca me lo haces”. Pero esta vez había pasado algo insólito,
extraño, que nunca antes había ocurrido, ella le dio tres billetes sucios, tristes y arrugados. En un primer momento el hombre tosió. Después, su respuesta fue una cachetada, luego la agarró por pelo, la jaló por toda la habitación y le descargó otro golpe en la cara. El hombre transpiraba rápido como si acabara de hacer un ejercicio muy fuerte, en otro tiempo le hubiera podido fracturar cada uno de sus huesos sin botar una sola gota de sudor pero ahora estaba cansado, imposibilitado físicamente, vio la pistola puesta encima del tocador y la sintió lejana, sus brazos ya no eran capaces de estrangular a una persona y su revólver ya no estaba en sus manos. Tirada en el piso ella lo observó sin miedo por primera vez: Un viejo cansado, medio calvo, con ojos hundido entres arrugas y ojeras, una barriga enorme, unas piernas temblorosas y unos brazos fofos, un sudor agrio y reseco, no grasiento, sólo le faltaba un bastón y una dentadura postiza para concretar la pérdida de la potestad y el dominio sobre ella.
III
Pero no era puro dominio. Ella lo odiaba a muerte, en sus sueños siempre imaginaba las múltiples formas de hacerlo sufrir, asesinarlo con dolor, degradarlo, convertirlo en menos que un escupitajo. Pensaba en muchas cosas, a veces imaginaba destriparlo, arrancarle los genitales, otra veces en humillarlo, como amarrarlo en el centro de la plaza junto a la estatua y dejarlo a la merced de sus enemigos, de todos esos hombres que tenían cuentas pendientes con él. También pensó en acusarlo ante la policía, hacerse mujer de alguno de ellos y después lograr que los policías lo mataran a rolazos en la comisaría. Por último más resignada y más realista, pensaba en suicidarse y así despojarlo de ella como última manera de cumplir su venganza. Pero pasaban los días y ella no hacía nada, él volvía los lunes a recibir el 33
dinero y cuando la tarde caía, de nuevo, la poseía sin límites, sin embargo no tan brutal e inhumano como en días pasados. Se había dicho al comienzo de la narración: “Detrás de la ropa se puede adivinar una desnudez sin cicatrices”, pero la verdad es que el cuerpo blanco de la mujer estaba lleno de manchas, morados y grietas que dibujan el mapa de su pasión, de su voluntad atada a la fantasía del hombre. Aun así no era puro control violento y simple sumisión cobarde porque desde hacía mucho tiempo ella pudo haber detenido al hombre atroz y a sus ojos miserables, a su voluptuosidad salvaje y enferma, pudo hacerlo de muchas maneras, a través de la violencia o través del cariño. Ella se decía: “No... no... yo he sido atada a este balcón y a este cuarto de motel... No..., no... Yo lo quiero muerto con un tiro en la frente o en la barriga…, con una puñalada que la saque le tripas... Él ha sido..., el es... Él ha sido desde siempre la maldita basura, el podrido de mierda, el negro pervertido que me vio desde una barra y me dijo esas cosas... Me prometió salir de este hueco..., me dijo..., me dijo tantas mentiras..., yo que le creí y ahora me ha vuelto un trapo, una mopa sucia y gastada..., una puta vieja...”, y otras veces se decía: “Qué falto de amor y cariño es..., Qué pobre... Qué triste y lleno de ansiedad... Me necesita como nunca ha necesitado a nadie... Ninguna mujer lo ha querido de verdad... Tantas mujeres, tantas tetas y tantas cucas que ha tenido en sus manos pero ninguna..., ninguna... ¿Por qué? ¿Por qué viene siempre puntual y a pesar de todo se echa perfume y a veces me compra un chocolate?... A veces me trae un collar o una cartera..., alguna lencería... y además si todo fuera tan así ¿Por qué no me deja fumar?... Se preocupa por mi salud..., por mi maldita salud después que me hace escupir sangre... Pero..., y que sería de él 34
sin mi...”. Cuando lo vio viejo y pudo presentir el fin, sintió un calor en su pecho maternal y sintió piedad por él. Lo empezó a ver como una fiera despojada de sus dientes, incapaz de cazar para comer. Él por su lado no quería aceptarlo y jugó a no ver. El rostro no tan alto y las pupilas menos retadoras subían los peldaños del motel con paso vacilante y nervioso, un gran vacío cruzaba su estómago y sentía un escalofrío cuando ella abría la puerta. Ya no le podía pegar. A los otros hombres, a los de los viernes, los sábados o los domingos no les gustaba la mujer blanca llena de manchas, llena de golpes y moretones, llena de mala vejez y ajeno dolor. Ahora él mismo la ayudaba a buscar los clientes, no importaba que fueran fijos, así siempre llegaría con dinero los lunes y podrían seguir en el motel frente a la plaza. Se compró una última caja de cigarros como un gran lujo después de recibir el dinero de la mujer, la tos era más fuerte cada día y el dinero era más difícil de obtener. Aspiró el humo de nicotina mientras imágenes, ideas y olores pasaban por su pensamiento, más o menos de esta manera: “Mujeres, personas... Hasta locales..., pude tener edificios, ser dueño de ese motel y de esta plaza... ¿Por qué me quede con esa perra?... El otro día vi a Marc, ese malnacido, en una camioneta roja con música a todo volumen... Malparido, con unos lentes de marico, unas cadenas de mierda y un sombrero maricón..., le va bien... Él sabe que yo lo dejé hacer lo que hizo..., todavía me respeta, se acuerda todavía... Pero yo aquí me quedé con esta sucia que ya se le están cayendo las tetas, casi le llegan al piso... Y está gorda la estúpida... Le voy a enseñar a que no se puede uno descuidar en este negocio... Pero así son las mujeres..., la única forma de que escuchen es a... Voy a buscar a Marc,
le voy a decir que me dé lo que me debe... El sapo ese me robó a unas cuantas mujeres...”. Sólo eran ilusiones. Él sabía que había perdido el juego de mucho antes. Caminó despacio y miró el balcón desde la plaza, desde el puesto donde compraba los cigarros. Pensaba que a pesar del desgaste ella seguía siendo hermosa, seductora, hecha para su delirio y para su placer, no le quitaría nada, perfecta en su desnudez y en el acto sexual: “...Ella podría decirme que dejemos esta vida..., yo la he debido sacar de esta mierda..., pero si no qué... ¿Qué estupidez digo? Estoy hablando como una mujer..., como una jeva...” El sentía que perdía el control y pensaba éstas cosas, con un sentimentalismo mentiroso, lleno de piedad y de culpa por la imposibilidad. “... Además ella nunca me ha sido fiel..., siempre me espera para arrojarme en la cara toda su traición..., toda su mierda..., para hacerme sentir como un sádico que la maltrata... Como un pervertido... Un loco... Ya sé... Sí... Es así... Es por eso... Ya sé..., es una mujer... Las mujeres siempre quieren controlarte..., joderte..., hay que adelantárseles...” El hombre tosió fuerte, muy duro y sintió los pulmones y la garganta desgastada. Hubo mujeres en su vida de manera excesiva, de infinitas formas y colores, en todas las posiciones, entregadas hasta lo extremo, pero nunca como ella, ninguna que se dejara realmente hasta lo último, ninguna que cumpliera de verdad, ninguna como ella y sus oscuros destellos de insecto nocivo. Eso era lo que lo jalaba a volver a la habitación seis en el segundo piso, la posibilidad de no ser el único, no ser el absoluto, de sentirse sin control pleno, porque ella en su sumisión y su dolor dejaba entrever un placer y un reto. Se dijo anteriormente en la narración: “satisfacer cada demanda de esa
cara..., de esas manos...”, pero a la vez satisfacía las demandas de su crueldad: –Tu pene es muy pequeño. Ni lo siento. Sólo te siento cuando me golpeas, miserable–. Le dijo una vez y se rió estruendosamente. Cada acción era parte de lo mismo, del mismo juego retorcido, del mismo encuentro sexual, donde convivían junto a los detalles sutiles, los sentimientos fuertes de la pasión, convertidos en dolor y brutalidad. Ella lo retaba a jugar. Él no iba a abandonar el juego. Se corría rápido el rumor: ella lo tenía emperrado, amarrado a su sexo, loco. El hombre de la camioneta fue contando cada una de las acciones: Él la esperaba los viernes, los sábados y los domingos en el motel; Fumaba desesperadamente y con los ojos mirando a todos lados, medio chiflado; estaba gordo y con cara cansada; su revolver no había sido usado en incontables meses; le compraba regalos a ella como un chocolate o una pantaleta, envueltos con un lazo. Entonces hizo la jugada donde determinaría si era verdad que el hombre se había convertido en un ser blando e inservible: Le quitó a las otras mujeres, se adueñó de ellas, las convirtió en su propiedad y para mayor afrenta las obligó a tatuarse su nombre en el muslo o en la espalda: Marc. El hombre del tatuaje de cruz y de la cicatriz tuvo que enfrentarse a la ofensa, atentaba de una forma demasiado humillante contra su honor. Marc siempre había sido inferior, un jalabolas que manejaba a las mujeres de mala calidad, restantes y baratas. Pero le habían surgido ímpetus, quería tener la corona. El hombre no iba a decir nada, no iba a protestar por la usurpación de su negocio, el día de hoy solo estaba enfrascado en la habitación, en el encuentro. Pero era más que una ofensa pública, era restregarle de frente su inanición, decirle sin más que era un cobarde, un marico, 35
una jeva. Por eso cargó su revolver para usarlo por última vez. Lo esperó, debajo del motel, fumando, con un pie en el muro de la pared, con la mano en la pistola y tosiendo. Lo esperó sentado en un banco de una plaza. Lo esperó en la habitación del motel. Veía venir la camioneta roja y apretaba el revólver fuertemente, esperando encontrar las cadenas, los lentes y el sombrero puestos en ese rostro infame. Pero nunca apareció la camioneta roja. Fue un día después de comprar un cigarro detallado en el puesto de la plaza. No pudo ni siquiera sacar el arma de la correa y el pantalón cuando ya estaba sonando su cráneo, un golpe seco contra el suelo. Tres chamos lo habían agarrado pro detrás mientras él caminaba por la plaza. “¿Qué esperabas idiota?... ¿Qué esperabas?... ¿Él iba a aparecer caminando de frente?... ¿Hacia ti?... Esperabas que fuera más hombre... ¿Qué hiciste?... Te dejaste joder y todos te miraban... Todos te vieron... Se rieron en tu cara..., debiste buscarlo a su casa..., debiste matarlo..., desde hace mucho tiempo...” Se dijo así mismo después. Ella lo vio desde el balcón tirado cerca de una papelera, botando sangre por la boca y la nariz, sin varios dientes, con una costilla casi fracturada, con una patada en las bolas y con una advertencia estampada en su oído: –La próxima te mueres–. Después las palabras de la mujer determinaron el inicio de la mudanza: –Demasiadas mujeres en la calle, demasiada competencia y con la crisis es peor, es imposible. No ves que con esas muchachitas de 15, de 14 y hasta de 12 años no se puede trabajar bien. Lo peor es que son baratas las muy putas– le decía ella desde el balcón, con satisfacción, después de haberlo curado y cuidado de sus recientes heridas, de sus nuevas cicatrices.
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Ella palpó en sus manos el fin de la reputación, el hundimiento del hombre.
IV
Aunque el hombre no terminaba de aceptarlo, la cicatriz era lo único que delataba su pasado, lo demás era puro fracaso, puro cuerpo flojo y flácido, al igual que la pistola casi dañada o inservible de no ser usada. Esos fueron los días que el hombre con su barriga más grande, su presencia más disminuida, buscó el otro sitio, ya no viviría en el motel sino en una habitación a dos calles de la plaza. El hombre torpe y ridículo a la luz del sol, como pasar de una película de color a una película de blanco y negro, hizo la mudanza de sus cosas. El hombre ya no se ve por las calles de la plaza, ya nadie le teme, sólo quedan las historias pasadas de infamias, de golpizas victoriosas, de hombres tiroteados, de crueldad, del hombre que se satisfizo y vivió de las mujeres, de una en especial, de la mujer del balcón. El motel alumbra la plaza con sus luces de neón en la noche. La plaza sigue frente al motel con su estatua, sus personas y su sonido. La mujer ya no sale al balcón cuando anochece, al finalizar el crepúsculo. Algún antiguo admirador de su belleza perdida la espera en la plaza, pero ella ya no aparece. Dicen algunos que ella cuida del hombre en la habitación de la carnicería junto a la licorería y que él padece de una grave enfermedad, que esa es la venganza de ella. Es de noche. Un ruido de motos y de música estridente hace vibrar las ventanas del motel y lo único seguro es el origen de esta narración: ese gesto, sus ojos marrones reflejando un destello de eternidad o de mariposa en el que se observa el placer y el dolor unidos.
Daniel Arella Caracas, 1988
GRITO a n a t o m í a
d e l
Me siento una bestia que sabe la voluntad del color imposible El alfabeto de los telares bendiciendo la órbita del agua bajo el párpado de los fotones Su prontitud de espaciar lo infinito del fin en millares de constelaciones vibrantes Descomponiendo la angustia en millares de fonemas luciérnagos (que ascienden como lluvia invertida de diamantísimos alveolos hacia la luna) en millares de oberturas traslúcidas bendecidas en millares de florescencias sorprendidas mayúsculas en millares de promesas tornalunadas amándome la anatomía del grito amándome las venas de los ríos dentro del oído de la luna espiral de loto abriendo las venas de los sonidos raíces iluminadas por la oscuridad del fuego abriendo y cerrando con brío el inmaculado espanto del delirio amando y abriendo con filo de la piedra cuchilla hundida en la piel de las alucinaciones abriendo la cicatriz dorada del miedo: de donde emerge la luz de la rana traslúcida/ sensualidad esencial del agua: burbuja que no revienta en lo imposible sino regresa a implorar al silencio su amor incomparable Quién dijo que el automatismo no es verdad para el basilisco enterrado en el libro lo atravesaría con todos mis ombligos que fluyen en espiras de todos los ombligos que espiran espirales dolores perseguidos por los colores espaciales que escalan como mil pies por las escaleras del infierno 38
que trepan como agua marsupial amparando las estrellas de los sonidos que arden como colmena de relámpagos reventando el corazón de la miel del cielo Me siento una bestia que sabe la voluntad del color imposible Que sabe del paroxismo de la voluntad ascendiendo por el odio luminoso del cielo avergonzado que se retuerce dentro de los caracoles de fuego de la locura que fija la mente frente la Alondra-Draga de la Angustia Amo la dura verdad/ la dureza pura/ la pureza que dura Amo el trueno saqueando el cráneo de los árboles Amo la ruda verdad/ la locura que aúlla/ la costra del cielo en mi frente Bajo mis párpados quemados por la soledad constelada de los milagros bajo mis párpados incendios de dulcísima potencia pura bajo mis párpados vientre de libélula bajo mis párpados libelulaciones del sonido bajo mis párpados luciérnagos bajo mis párpados recién nacidos bajo mis párpados de fuego de cadáveres perlados, de aullidos y crepitaciones, voracidades y estremecimientos, ardores y tumores, insanias y argumentos, colgaduras y estaños, pendientes y roces, curvaturas y escolopendras, perforaciones y estalagmitas, vertederos y barrancos, aberturas y vericuetos, soldaduras y laberintos, abismos y revoluciones abriendo la transparencia del cielo de los párpados hacia el color de la sed abriendo la transparencia del cielo de los párpados hacia el color de la miel abriendo la noche con filo de la piedra cuchilla hundida en la piel de las reverberaciones: Volcán de miel Volcán de miel, Volcán de miel ¿Dónde han estado tus ojos que ahora descansan en la paz del delirio?
Que la paz sea tu honda expresión Que te arrulle en la noche de tu inicio
¿Dónde han estado tus ojos que ahora descansan en la paz del delirio?
El delirio es sangre que blasfema luz El delirio es la plegaria de los justos 39
¿Dónde han estado tus ojos que ahora descansan en la paz del delirio?
Que la paz sea tu honda expresión aunque tus ojos rueden en las sombras
Mi patria es el ruido arcángel izando el redondo azar de los hechizos izando el plenilunio de la fuente sobre el diamante de los espacios silábicos girando girandogirando silábica soledad de los hechizos girandogirando esplendor de los aromas armonios Mandala del dolor arando la sombra sonora de la nada Mandala del amor sanando la nada de la sombra del sonido armonio del sonido Pirotecnia de la madre ciega encendida en un crucifijo de amapolas violentas Ayahuacero lluvia hechicera que me amas la anatomía del grito la anatomía del mito ardido por las potencias del indio huraño de la sangre Llúviame la floración que un pueblo me cabe en el hambre Llúviame el prenatal derecho de acostumbrarme a ser la muerte cromática La boca viva de la mujer que se desnuda y se desnuda desde el cielo alargada desde lo más alto como una torre de goma debatida entre dos jaurías de premoniciones agitadas en el panal fosforescente de mi cuerpo estirado hacia la sombra germinal de los aullidos Llúviame la agonía de ser el héroe anónimo que no permito mi muerte bajo las estatuas Bajo los ojos de los mil rostros que el aire de la muerte nos atraviesa y no cede sino a la humildad martirizada que nace de las cenizas relampagueantes de las resurrecciones que germina de la última trístisima verdad que no puedes que no vienes que eres tú escondido en la lágrima del colibrí flotando rocío telepático desapareciendo en el polvo del diamante Lúviame del encono que estoy parido de angustias que algo me está quemando en el infierno del cielo que me está ardiendo las inmolaciones oficiadas en el orden infernal de los eternos círculos del dolor tatuándome la luz de las bestias malditas Llúviame la bendición que no sirvo para nada que mi fuerza se rompe en la cabeza de los tiros en el alfiler de las cabezas tiroteadas por el olvido de los héroes amanerados con las canciones de la sangre 40
Cúmplame la lluvia que el desesperar me incita a la insolencia y el puño Cúmplame la letra de los fotones sobre la máscara que el silencio me cubre con su cuerpo El perdón de mi pureza desnuda el rocío de las flores (…) Llórese en la salma perpetuidad que me enamoro de la nada bestia de su mente La angustia en tornalunados fonemas dándome con todo contra todo en el lugar del todo Mi caída suplica el vacío de esa altura Mi caída desplegada en dólmenes con la espuma hacia el fin Dándome contra todo me están dando Desfallecido Suplico con el rostro de esta pureza Con el rostro esta pureza suplico un rostro Ver luz que quema detrás del vértigo es mi destino Hundo mi furia fundamental en la llaga que se esconde detrás de cada cosa donde no cabe ensancho su abertura con la curiosidad del depravado como el aborto índigo desde lo más ínfimo hurgando con sus dedos larguísimos los sesos del cielo Mi lenguaje cristales donaron a mi sangre sus colores que guardaba para el cielo aquél viento: Ahora Camino lo más lento posible para cuando me detenga corra Ahora corro lo más lento posible para cuando me detenga vuele Ahora vuelo lo más lento posible para cuando me detenga camine como una nube sobre la angustia en millares de fonemas luciérnagos en millares de refulgencias resonantes atronadoras 41
en millares de iridiscencias sensuales monarcas El frío oxida mi inocencia sobre la hierba Que alguien recoja mi cadáver—¡no está muerto!— ¡sólo es la armadura de las luciérnagas! No está muerto, recojan mi cadáver, no es la hierba traslúcida del rocío es la armadura de las luciérnagas Que alguien recoja mi cadáver—¡no está muerto!— no es árbol mineral con hoja- prismas ¡sóloes la armadura de las luciérnagas! Que alguien recoja mi cadáver—¡no está muerto!— No es oráculo del agua crisálida lumeira ¡sóloes la armadura de las luciérnagas! Que alguien recoja mi cadáver—¡no está muerto!— No es la constelación de las vértebras lunares ¡Sólo es la armadura de las luciérnagas! Que alguien recoja mi cadáver—¡no está muerto!— No es una llave encendida como un fauno del capullo ¡Sólo es la armadura de las luciérnagas! Mi lenguaje es mi cuerpo, contorsionista del silencio del agua El cielo es la costra de mi frente El alfabeto de los quipus bendiciendo la órbita de la sangre bajo el párpado de los fotones bajo el párpado de los alerones de fuego: Luz cauce sonoro predica que el destina aúlla presto como un sonido de soldadura de hueso en lo invisible como un ángel partido la crisma contra la blanco fuese
La hipnosis sólo le pertenece a dios 42la hipnosis sólo le pertenece a dios la hipnosis sólo le pertenece a Dios
la hipnosis sólo le pertenece a dios la hipnosis sólo le pertenece a Dios La hipnosis sólo le pertenece a dios la hipnosis sólo le pertenece a dios la hipnosis sólo le pertenece a Dios La hipnosis sólo le pertenece a dios la hipnosis sólo le pertenece a dios la hipnosis sólo le pertenece a Dios La hipnosis sólo le pertenece a dios la hipnosis sólo le pertenece a dios La hipnosis del amor vegetal por las sombrías parteras las que se zafan del odio como un metálico sueño la hipnosis sólo le pertenece a Dios Las que estallan tan tuyo sí la lozanía veraz tan tuyos los instrumentos del instante tan tuyo el zumbido de la mosca tres veces antes que la paz vocifere la madre próxima Antes del perdón prefiere de la nube su lluvia telepática bajo la tierra La lluvia que muerte el corazón de las lombrices y amén la ceniza y amén los topos amargos Dibujo el techo cerebral de las frutas y verifico si las entrañas de la hierba oran Si los obeliscos vomitan la soledad del vértigo sobre las palomas infladas Si la presencia del estallido inmacula la desilusión venerable de ser el Hombre Nuevo Si yo insisto miro hacia afuera/ es posible mirar hacia afuera la simetría morbosa del receso helado La corona erisipela del polen Los poemas prestados del polvo (sin cuya miseria caleidoscópica jamás habría salido de ésta) Campana mancha de silencio en la sangre tan dura campana o nudo de la muerte espesa campana tan temprana deja de manchar el aire no implores aprendices hoyos piruetas no implores la cantidad introspectiva la salud del péndulo Abre la palmera por el lado que muerda y espera al sol detrás y si es posible detrás de ti Donde nadie vea esconder tu primer día donde nadie vea aprende a soñar bajo los montes e inmaculadas las brújulas bostezaran los amores en la boca de los sonidos y la campana anochecerá sus perdones y la campana amanecerá los adioses 43
¡La blasfEmia, el dElirio, la soledad y la intempErie es todo lo que sAlva!
Me siento una bestia que sabe la voluntad de la espera imposible Años en sima para valer su corazón (clandestino en la garganta) Años en sima para vaciar su voz sin piedad sin deidad sin nada en la voz que vaciar sin vacío en la nada que quemar Intacto como el rencor Intacto como sus manos Años en sima para vengar su hambre para venir su lumbre para decir El hombre rojo que se inventó un dolor porque no sentía El hombre rojo que se inventó un color porque nadie lo veía en serio Regresa al perdón de las calles Regresa a la hombría de perderlo todo Regreso al poema blanco de las manos cerrada en un puño ciego en la madre contra la dura videncia reventando el sueño del hombre en mil partes regadas como semillas sobre el cielo.
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Fernando Vanegas San Cristóbal, 1993.
en el camino de la podredumbre
Abres los ojos. Observas. No te sorprende ver que sigues en la misma cama, en la misma habitación. La oscuridad del cuarto y el brillo eléctrico de la luz que entra desde la calle comparten contigo el vacío. Contienes la respiración, piensas en el arrepentimiento, también en el perdón. Aprietas los puños y deseas con todas tus fuerzas morir en este instante. Respiras. Sigues con vida y a partir de ahora el horror será inevitable. Decides no levantarte, aún te queda tiempo. Cierras los ojos. Recuerdas.
un error, solo fuiste presa de la lógica que se adueña de la vida y de la inercia que lo destruye todo, incluyéndote.
Hace años no era más que la sombra de una preocupación, una posibilidad por la que no tenías que angustiarte. Ya no eras joven, sin embargo las horas todavía no eran una amenaza. Ahora, por el contrario, envejeciste, y con el tiempo has ido empeorando. Te hiciste viejo y no pudiste detener el deterioro. Quisieras sentirte culpable, pero a todos les sucede lo mismo. Nadie se salva. Por eso ni siquiera te quedó el consuelo de la culpa —el autoflagelo de decir que te equivocaste, la fantasía de creer que pudiste haber cambiado algo—, porque no la tienes; en ningún momento cometiste
Nunca sabrás en qué segundo exacto fue que la vida se marchitó sobre ti, solo sabes que te fuiste haciendo lento, pesado e incapaz. Al principio intentaste seguir adelante, conservar la vigencia, no hacerle caso al dolor ni al pulso acelerado. A pesar de las dolencias seguiste adelante con las rutinas de siempre: no te sabías viejo, no te creíste cerca del fin. Apenas pensaste que estabas durmiendo mal y por eso el cansancio. Pero no hubo caso, te fueron dejando atrás los días, la velocidad que implica estar vivo superó todos tus intentos. Y fue un olvido quien te sacó de golpe de esa endeble serenidad que
Nuevamente miras a tu alrededor. Claro que la escena es la misma, ¿qué más podía haber? Abres otra vez la herida de tu memoria y afirmas en voz baja, casi inaudible, que aquella era otra época, un tiempo diferente, uno lleno de la piedad que llevas meses buscando y que no encuentras en ninguna parte.
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pretendías tener. Aquella vez, mientras hablabas con tu hijo, recordar la hora te fue imposible; la pediste una, dos, tres veces, y no pudiste retener el recuerdo. Entonces él clavó su mirada implacable en ti y te preguntó qué sucedía. Qué torpe se vuelve la lengua en medio de la duda. No supiste responder, era la primera vez que no podías ocultar que estabas viejo, que también tu mente había cedido y por fin te había alcanzado la podredumbre. Podrías jurar que desde ese día todo se vino abajo, como si con apenas un soplo tu cuerpo hubiese decidido renunciar a tus mentiras, a cooperar con el engaño, con la negación que te servía de escape cuando veías inminente el derrumbe de tus fuerzas. Pero luego de pensarlo un rato concluyes que el desastre llevaba mucho acumulándose tras de ti, escondido en las verdades que pasabas por alto después de cada año. Entonces tus palabras se hicieron nebulosas, hablabas y nadie parecía escucharte. Todos te miraban y decían que no debías preocuparte, que estarías bien, pero tu situación ya no era la misma. Eras más un símbolo que un protagonista. Las idas al hospital se hicieron frecuentes y pronto ya no pudiste darte el lujo de ir solo, de salir solo, de estar solo siquiera. Es más, ante los ojos de tu familia la soledad se volvió un peligro para ti y juntos concluyeron que debían alejarte de ella. Ahora estás aquí, en El hogar de Antígona, un vertedero donde vienen todos a dejar sus desperdicios, donde todos te sonríen mientras esperan que de una vez te acabes de morir y donde fácilmente se confunde el descanso con el entierro prematuro. Por las noches no te alcanza el odio para pensar en la vida, y esta es la peor. Te levantas, las sábanas te arden en el cuerpo. Ves en la cama de al lado a 46
tu compañero de habitación, duerme en paz y lo maldices por aceptarlo todo tranquilamente, por abrirle los brazos a la idea de quedarse atrás mientras los demás siguen recorriendo el camino. ¿Cómo dormir sabiendo que con cada bocanada de aire se te escapa la oportunidad de significar algo? Te pones de pie, caminas hasta el baño, te paras frente al espejo y en el fondo de tus ojos ves a tu familia alejándose, luego te miras a ti mismo: tus párpados, tu boca, tu frente. No te reconoces, te niegas a hacerlo. Ese no puedes ser tú, tú eres distinto a ese viejo macilento y gris cuyas facciones —piensas— se asemejan a las de un monstruo. Tú eres un niño de siete años que corre entre los árboles del patio, persiguiendo a la ternura sin saberlo. Tú eres un muchacho de dieciséis que ríe junto a sus amigos bajo el cielo de las tierras del sur. Eres un joven de veinticinco que folla a toda hora con su preciosa novia —que a veces se llamó Camila y a veces se llamó Sofía—. Tú eres un tipo de treinta y dos años que nunca ha conocido la derrota y que cuando piensa en el futuro solo puede ver la gloria. Eres un señor de cuarenta que no fue capaz de llorar cuando murió su madre y que en realidad no tuvo ganas de hacerlo. Eres ese, cualquiera de esos, y no te permites ser ningún otro. No puede ser, dices mientras te pasas la punta de los dedos sobre la cara. No puedo ser, es lo que en verdad quisieras decir contemplando a la criatura que crees ver en el espejo, pero cuando pretendes proseguir con tu tristeza alguien te interrumpe. Es tu compañero
pidiéndote que te calles y te duermas porque es tarde y está cansado. Piensas que es verdad, es tarde y en el fondo tú también estás cansado. Te callas, pero no te duermes. Miras otra vez al espejo y en esta ocasión ves algo distinto: ya no a tu familia, ni a ti, ni al pasado; ves al presente, al momento donde se detuvo tu tiempo y al terror que te embarga cuando recuerdas que la oscuridad aguarda al otro lado de la puerta, en los pasillos, en el suelo y en las paredes del que ahora se ha vuelto tu hogar. En tu primer día no sentiste más que asco, asco y quizás rencor. A tu alrededor solo viste cuerpos apresurándose a morir, carne en descomposición, hediondez a orines y a polvo, manchas, quejidos y articulaciones tiesas. Perdiste la incredulidad y se volvió incontenible la seguridad que tenías de no pertenecer a un lugar así, de no tener nada que ver con todo eso. Caminaste hacia la entrada, subiste las escaleras, atravesaste el pasillo. Casi gritando maldecías a tu hijo mientras unas manos extrañas te aprisionaban el pecho y él regresaba en silencio por el mismo camino que tú acababas de recorrer. No sabes resignarte, esa es tu excusa, piensas mientras tu compañero de habitación se envuelve en las cobijas y en el más profundo sueño. Aunque pensaste que no serías capaz de aguantar mucho viendo a diario a las mismas personas reflejando tu nueva condición de ruina, lograste soportar la primera semana, los primeros meses. Y eso se lo debes a Facundo. A Facundo lo conociste en el patio, estaba sentado mirando el cielo y tarareando una canción que se te hizo peligrosamente familiar. Si bien todo lo que te recordaba a tu antigua vida no hacía sino sumergirte en una melancolía que no te hacía falta para sentirte abandonado, se trataba de una canción
que solías escuchar cuando eras joven y volvías a casa en el autobús, una canción alegre cuya letra está inmensamente triste y cuya tristeza se esconde en la suavidad de la melodía. Y no sentiste ganas de llorar, solo desolación. Te acercaste y le pediste que se detuviera. Él te miró, dejó de cantar y te invitó a sentarte a su lado. Luego te dijo que la canción no hablaba de la alegría ni de la tristeza, sino de la esperanza. Tú pensaste que se equivocaba. Lo cierto es que quizá por culpa de la soledad, del encierro o de la ingenuidad de sus palabras, después de un par de conversaciones en las que fue casi siempre él quien habló, se hicieron amigos. Y aunque su compañía no fue capaz de devolverte la vida que habías perdido, al menos te dio un motivo para seguir de pie. Caminas por la habitación procurando no hacer ruido, como si despertar a tu compañero fuera un delito imperdonable. Te paras junto a la única ventana que hay, corres la cortina y contemplas el paisaje: al otro lado está la noche y más allá de la noche hay unos ojos brillantes que deambulan por la cerca, ojos de perro callejero y hambriento. Respiras tan cerca del cristal que el vidrio se vuelve opaco. Afuera debe hacer frío, es posible que el cielo prometa lluvia y que a pesar de eso las calles estén llenas de gente; el viento debe correr a toda velocidad, barriendo los techos, levantando la ceniza y el polvo, la arena, la tierra, mezclándolos con la oscuridad, arrastrando consigo el humo de los carros y el aliento de los caminantes como si ambos fuesen iguales ante sus ojos. Pero la brisa no llega hasta tu habitación, mucho menos hasta ti ahora que estás a bordo de esta ficción cuyo destino no puede ser otro más que el destierro. Entonces: silencio. Si la brisa no te toca, no hay por qué hablar de ella. Todas las conversaciones con Facundo solían seguir 47
el mismo guión: hablaba de su vida, de la única mujer que amó y de por qué nunca tuvo hijos, y durante todo el rato que duraba la historia tú te hacías su espectador, atento a cada detalle. Pero en ciertas ocasiones la rutina cambiaba y Facundo intentaba saber de ti, te preguntaba por tu pasado, por tus recuerdos, por todo, y tú lo escuchabas sin responder. Tu compañero se queja entre sueños, algo le duele. Tú también llevas un malestar contigo, pero no es dolor, cuando menos no de esa clase; es la culpa que se acerca, el remordimiento de lo que aún no se ha hecho pero se sabe inevitable. Después te preguntas por qué habrías de sentir culpa y por mucho insistes no encuentras ninguna respuesta. Los perros hurgan en las bolsas negras de basura que hay junto a la cerca, desde la ventana alcanzas a contar que son cinco. Miras el reloj, miras a tu compañero de habitación, miras hacia la puerta. Otra vez clavas los ojos en el paisaje y sientes que a tu alrededor solo hay un agujero negro que se lo traga todo. Por un instante olvidaste que tu habitación queda en el tercer piso y que entre el suelo y tú hay un vacío similar al que sientes en el pecho. La última vez que se vieron te habló de los instantes, de las ilusiones y del tiempo que, según él, no viajaba tan rápido. Seguimos vivos, ¿qué más quieres?, dijo, esa era su mayor alegría. Luego despertaste una mañana y te enteraste de su muerte a manos de un infarto que lo encontró mientras dormía. Él, que caminaba tranquilo bajo la lluvia aunque los enfermeros le gritaran, estaba muerto. Y tú no supiste aceptar lo real 48
de la muerte cuando esta te acarició la frente sin llevarte también. Entonces quisiste saber qué había sucedido, quisiste saber de él y su desaparición. Buscaste detalles, hiciste preguntas, y solo conseguiste evasivas. Nadie te dijo nada más que lo evidente que deja tras de sí un infarto. Nadie quiso escuchar. Estaba viejo, dijeron, por eso murió. ¿Y eso es todo? Qué fácil es justificar la muerte con la vejez. Facundo estaba bien. Viejo, pero bien. Nunca te habló de un corazón débil ni de un historial de infartos fulminantes. Entonces por qué tuvo que ser él, por qué tuvo que ser Facundo — entre tantos ancianos que babean y pululan en el silencio de Antígona— quien muriera; por qué justo el único que aún parecía poder apreciar la vida, sin importar el encierro y el tedio que lo roía todo; por qué no este o aquel, que tan desdichados se ven mientras respiran. Nunca fuiste fácil de engañar, nunca creíste en la alquimia ni en la magia, pero tampoco creíste nunca en las soluciones evidentes y sencillas. Cómo podías hacerlo ahora que la muerte de Facundo, tan ilógica e inesperada, despertaba tu malicia. No solo porque te negabas a aceptar su fallecimiento con tanta serenidad o porque con él hubiese desaparecido el último vestigio de esperanza que conservabas, sino porque el injustificado mutismo que rodeaba el asunto te dio la sospecha que necesitabas para sumergirte en una alucinación de detective perdido en medio de la desesperación. Quizá queriendo olvidar la ausencia de tu amigo bajo un propósito enloquecido creíste que en su muerte estaba oculto algo macabro, quizá te convenciste de ello. Así que tenías una nueva búsqueda con la que llenar tus días. Le seguiste el rastro a tus dudas. Lo observabas todo, callado, cuestionando el
sentido y la naturaleza de lo que ocurría en las tierras de Antígona. Mantuviste alerta tus sentidos recordando a Facundo, queriendo saber cómo y por qué había muerto. Y buscando esa respuesta, mientras te hundías en la contemplación de la muerte, por fin hallaste una sospecha verdadera, diste con una verdad que se hizo perturbadoramente real a medida que hurgabas en la historia e intentabas desmentirla. En honor a su memoria decidiste visitar su tumba, pero esa tumba no existía. Entonces hiciste la pregunta que te trajo hasta aquí. ¿A dónde llevan a los que mueren? Y ninguna enfermera supo responder. Descubriste, y por un momento te juzgaste demente, que nadie había muerto desde hacía años en El hogar de Antígona, nadie además de Facundo. Todos los demás ocupantes, ancianos moribundos, turistas del desahucio que desde el primer día se vieron a un paso de convertirse en cadáveres, seguían con vida. Y tú no entendías cómo era posible que, entre tantos hombres a punto de morir, ninguno finalmente lo hiciera. Sin embargo, pasaron los meses y permaneció la desolación. No fuiste capaz —pese a tus intentos de investigar cada sombra, cada esquina y susurro que te parecía la clave para descifrar el enigma que te obsesionaba— de llegar a ninguna parte. Silencio, sonrisas y puertas cerradas, solo eso obtenías cuando intentabas hablar de Facundo con alguien. A partir de entonces todos los caminos fueron callejones sin salida, todos los rostros se hicieron sospechosos y en ellos, por una razón que tardaste mucho en comprender, empezaste a notar algo extraño observándote, como si en la mirada de los
otros ocupantes de Antígona se escondiese la culpa, o más bien como si en sus ojos aún quedara una suerte de rastro, una voz gritando. Vuelves a escuchar ruidos provenientes de la cama de tu compañero de habitación, parece reír desde el sueño. Parado junto a la ventana lo miras y recuerdas que cada noche, desde que llegaste el primer día y durante el primer mes, tu lloraste entre tus sueños. No soñabas con momentos perdidos o con amores que ahora son memorias, sino con la realidad que, cuando abrías los ojos o tocabas el suelo con la planta de los pies, te asfixiaba. El desaliento nunca se alejó de ti. Él, por el contrario, vuelve a reír, y su risa te da motivos suficientes para reír a tu vez, sabiéndote libre de toda opción y toda culpa. Los perros que merodeaban por la cerca ya no están, lo compruebas con un último vistazo y abandonas la atalaya de tu ventana. Caminas otra vez hasta el baño, abres la llave, metes un vaso bajo el chorro de agua y bebes. Repites el proceso, no porque estés sediento sino porque quieres apurar cada segundo. Esta noche, mientras esperas, tu vida es afán, ansiedad, aceleración y desenlace. ¿Cuánto tiempo después de lo que sucedió con Facundo, después de descubrir la persistencia sobrenatural de los ancianos de Antígona por seguir vivos, escuchaste un saludo hinchado de alegría recorriendo los pasillos? No lo sabes, lo que sí recuerdas es que para entonces ya habías aceptado la condena y dejabas que tu cuerpo persiguiera su propia destrucción. Pasabas las horas sentado contemplando el color de los días —tan blancos que te desquiciaban—, quizá en el mismo lugar desde donde, años atrás, una voz desconocida te habló de 49
la esperanza. Sucede que, con frecuencia, el pasado vuelve a encarnar los días del ahora y solo entonces trae consigo alguna respuesta. Cómo podía el nuevo habitante de ese agujero no recordarte a Facundo y su alegría perpetua por estar vivo: él también estaba feliz, también veía en su suerte un sinfín de caminos posibles; también él —desgraciado— traía consigo toda la esperanza del mundo. Cómo podía ese recuerdo no darte nuevamente razones para revivir tu búsqueda. Nunca, ni en tus días más amargos de inyecciones y enfermedad, pudiste olvidar que algo siniestro y terrible sucedía en El hogar de Antígona, algo que nadie parecía percibir, que a nadie parecía importarle, y que tú, por más empeño que pusieras, aún no podías nombrar. La muerte seguía sin aparecer, incluso el tiempo estaba ausente —solo en ti, en tu carne y tu mirada, era palpable el cansancio, el estrago— y esa verdad no te dejaba en paz. ¿Es necesario decir nuevamente que la resignación no existe en esta historia? Su llegada removió dentro de ti las fibras de la curiosidad, una vez más pusiste en marcha tu mente. Nunca supiste su nombre, nunca hablaste con él. Le seguiste los pasos desde un falso desinterés. Sabías que las paredes de Antígona no podían conocer lo que hacías, no podían saber que, de nuevo, querías escarbar en su corazón, o todas las puertas volverían a cerrarse sobre ti. Ahora estabas atento: para ti no era un amigo, para ti era la salida de un laberinto infinito y peligroso al que habías entrado sin querer. Llevas mucho rato frente al espejo, pero no terminas de concretar una imagen clara de ti 50
mismo; te ves y ves algo borroso, algo sin pasado, sin bordes y sin líneas. Por fin tu compañero de habitación está callado, seguramente atravesando la parte más profunda del sueño, donde ni siquiera un grito es capaz de penetrar. Aunque perdiste la cuenta estricta que llevabas de los minutos, no te preocupas, ya no te hace falta; un par de golpes en la puerta son todo lo que necesitas para comprender que es hora de contener el aliento. ¿Cómo rehacer el pasado sin que el presente levante la mirada y pregunte por qué? No lo sabías, pero decidiste ir tras él. Aunque no estabas seguro de lo que pretendías encontrar, pensaste que solo así era posible descubrir lo que sea que estuviese oculto. Sabías que su destino, sin importar cuál fuese, estaba ligado al padecido por Facundo, así que no podías perderlo ni un instante. Te volviste su sombra, un perseguidor incansable. No importa lo que hiciera ni a dónde fuese, estabas ahí, contemplándolo no solo a él sino a los demás. No olvidaste que en ellos y su mirada se había consumido lo último de Facundo. Vigilaste sus palabras, sus movimientos, su forma de andar. Lo escuchaste vivir. Y, por supuesto, lo viste caer en los dientes y las garras de Antígona. Y fue en una de esas tardes, en la que aparentabas estar distraído y lo observabas desde lejos, que viste a los demás ancianos apuntando sus ojos hacia él. ¿Por qué lo veían también ellos? ¿Qué querían? Te preguntaste, y aunque un escalofrío te advirtió del riesgo que implicaban las respuestas, no te detuviste. Ya tu camino estaba marcado así como marcado estaba el suyo y marcada estaba la noche inmensa en las entrañas de Antígona en la que, mientras vigilabas oculto al final de un corredor desde donde podías ver la entrada de su habitación, descubriste otra vez que no eras tú el único que aguardaba entre la penumbra. Los otros también estaban ahí, ansiosos.
Escuchaste pisadas y susurros, decían su nombre. Y unos ojos brillantes y salvajes centelleaban para él. Casi es momento de abrir, ¿estás listo? Sin percatarse de tu presencia los otros viejos, que desde donde estabas no podías identificar y solo veías como sombras, entraron a la habitación del nuevo Facundo y, con el pulso se acelerado y la seguridad de haber llegado a la conclusión inevitable, tú fuiste tras ellos. Finalmente escuchas dos golpes en la puerta. Miras a tu compañero de habitación: sigue dormido. Todos estaban presentes y ahora también tú. En sus ojos viste el brillo, la ferocidad y la muerte, pero también hallaste vida, esa que hacía mucho creías perdida. Recorriste el lugar con la mirada, asombrado, contemplando los rostros, el piso, la sangre, el hueso y la carne. Te fijaste en sus manos, en sus bocas abiertas, en sus dientes filosos y su ropa manchada y algunos a su vez se fijaron en ti mientras los otros, de rodillas sobre el cuerpo hecho pedazos, ocupados en tragar cada bocado sin desperdiciar nada —ni siquiera los ojos—, apenas notaron tu presencia. No pudiste gritar ni correr. La verdad es que no quisiste huir, tampoco sentiste asco o temor. Estabas sorprendido, sí, pero no asustado.
que no podía ser de nadie más que de Antígona, la madre de todo hambre, la misma Antígona que te ayudó a comprender, a encontrar el gusto que se escondía en ese nuevo sabor y a poner en palabras lo que tenías frente a ti. Se lo están comiendo, dijiste por fin. Ahora caminas hacia la puerta, la abres y saludas casi sin voz. Sería mejor no hablar, no sea que por error tu compañero despierte, los vea y les pregunte qué pasa, qué hacen ahí, o quizá quiera saber por qué lo miran de esa manera y entonces tal vez se resista y grite y las cosas se compliquen más de lo conveniente.
Entonces escuchaste una voz cuyo origen deseaste no encontrar, una voz que te habló y que te hizo entender, que te dijo que la vida está en la esperanza y que la esperanza de algunos es tan fuerte que no envejece y se hace inmortal; una voz diciendo que hacía mucho te esperaban, que te invitó, te enseñó y te dio la bienvenida; una voz 51
IN IN IN Jesús Montoya Tovar, 1993.
De madrugada la puerta permanece cerrada nadie penetra su estática demolición cuando estallo a correr por el suelo semejante a un bicho corrosivo el aire me falta me rompe e inescrutablemente escribo escribo trancado viajando de la sangrante sombría habitación volcada de palabras himnos desalmados que abren qué cree usted que abren nadie repite nadie sabe pero yo estoy aquí y entonces agito mis alas y entre mis patas marco el paso a las iluminadas alcantarillas de la ciudad cordial qué cree usted yo viajo sin astros resignado a la furia estéril del camino del agua aguas negras tuberías zona roja será la cañada el aire su aire que tuvo un peso insepulto aire astillado tras el oscuro espectáculo del oleaje la cena de ayer llega a mi beso tardía cuando las demás moscas me la arrebatan entera nada como pelear por lo que se vomita como heredar lo expulsado bolsas botellas inyectadoras rotas inacabada imagen de los vidrios ramas restos ratas zapatos admirables claveles teléfonos despedazados para llamar a condones agrietados colillas de un aliento que disimula y trepa la maquinaria incesante que chirría encima de mi cuerpo ligero un cuerpo escrito despacio como una boca abierta desconocido cielo en pulso, San Cristóbal hasta allá ensancharé este susurro colérico equívoco al arar el Torbes silenciada queja de cañería zumba zumba zumba la maldita enigmáticos cadáveres balas que perforan ay qué falaz invisible ráfaga de mierda adormecida sus huesos cruzan la música secreta y no es una imagen más qué es una imagen qué mala digestión giro al florecer dormiré templado al viento en sus rincones entornados a la corriente del Torbes comprendo morir es recordar y no al contrario el mundo apenas cabe en mí me multiplico entre la muerte estelar sueño soy otro tu cielo en la noche vieja por qué canta como cuando niño por qué canta el ahorcado en su río multicolor la ceniza de un cielo es eterna hundo la inmensidad en este rostro renacido y encerrado corrijo la dirección del viento soy el viento fugitivo en la ciudad soy o eras tú o el bicho o el muchacho quién sabe pregunto demasiado lo que siento abandono lo que amo y escribo la imaginación me aplasta toda palabra es ojo de mí me sentí fallecer en la ancha pared de la infancia allá el Torbes era idéntico pero yo no sabía no era árbol caído acaso no era el vuelo vuelco vuelta a casa en este momento se desconocía caigo en una de mis lágrimas y la noche caminaba sin él retorno al cadáver hacia él ahorcada la infancia no comenzará la vida algunos me decían sonríe joven muchacho y sin meditar soltaba una larga carcajada varado en la orilla de sus orejas violentadas saldré del Torbes lo juro hoy Francisco me emborracha en casa grande hoy Francisco abre el miche en casa grande centro blanco de la pena al volver 52
S I LIO S I LIO S I LIO no queda de otra lo demás es carísimo este lo compramos arriba ave que desmayada sus plumas arriba arriba arriba Francisco vengo como sauce o como bicho niño o muchacho quiero volverme loco no sé cómo escribir hoy Francisco me emborracha en casa grande será el cumpleaños de Gabriela y ante la comunión familiar pintaré frases horrorizado que no mostraré a nadie hoy Francisco me cuenta del pasado esta noche dormiré desde su espejo dice nosotros tenemos allá pasamontañas guardados dice esta tierra no la cuida nadie ni los paracos ni la policía nadie dice somos los mismos dice al que vemos metiéndose lo perseguimos hasta arriba dice y si lo agarramos lo quebramos dice el susto pasa dice dice dice hoy tío Francisco me emborracha en casa grande por poco llegaremos a las nubes las callejuelas de La Grita se juntarán disueltas de recuerdo pupila bárbaro fuego con el Torbes no sé adónde voy extiéndeme hacia atrás soy como mi padre en casa grande antes del incendio su rastro descarnado me persigue y la asfixia no me deja estoy confundido nunca he de salir de mi cabeza sus muros son todo lo que tengo nunca he de salir aunque la rompa nunca he de salir aunque la abra nunca he de salir de su áureo eje nunca he de partir más allá de su perímetro ilusorio nunca he de cortarme la cabeza nunca he de arrancármela nunca he de salir de mi cabeza y su arquitectura ensangrentada desnuda fantasmas cólera silbada ala de su locura tiros símbolos divididos en el vagabundo vicio del canto y el desorden estoy confundido nunca he de salir de mi cabeza en casa grande ni del Torbes ni de esta habitación donde quise ser nómada desesperadamente nómada de la memoria y los años en pie estoy confundido la palabra es mi fuga nunca he de escapar la palabra es mi fuga nunca he de escapar de mi cabeza jamás. Poema Insilio (Jesus Montoya) Libro: Hay un sitio detrás de los incendios (2016)
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Daniel Oliveros Valencia, 1992
Ensayo
QUO QUO ) I ( ? VADIS? (I) S I VAD Sobre Salvoconducto de Adalber Salas
Frente a la poesía es necesaria una pregunta. Siempre que uno se acerca al fenómeno de la creación poética o a un poema específico, el misterio debe estar presente, la indagación, el cuestionamiento frente a lo que desconozco, pues, el poema, debe consistir en buena medida de una materia inexplorada para su autor y para el lector. De cara a un libro de poemas, una de las interrogantes que me salta a la mente es ¿Quién va?, y por esta pregunta no hago alusión a la vida personal del autor o sus detalles, sino más bien, ¿quién es el poeta que escribe esto y qué dudas me propone con su poesía? Con este Salvoconducto, Adalber Salas Hernández se extiende en dudas y preguntas fundamentales para él que sirven como ejes temáticos dentro del libro. Luego de las dedicatorias, Salas Hernández coloca un epígrafe que, en buena medida, explica gran parte de la obra:
e dietro le venìa si lunga tratta di gente, ch’i’non averei creduto che morte tanta n’avesse disfatta Perteneciente al Canto III del Infierno de Dante Alighieri, esta cita no sólo refiere al poeta florentino, sino también a un poeta que Adalber ha usado a lo largo de su obra, T.S. Eliot, quien en su Tierra Baldía hace un llamado al terceto antes citado en The burial of the dead: A crowd flowed over London Bridge, so many, I had not thought death had undone so many. 55
De buenas a primeras nos recibe con dos grandes referencias de tiempos ahora en apariencia remotos. Salas, en el espíritu de Eliot, dispone de un discurso poético ya existente para transformarlo en un elemento que alimente al libro, y por si no fuera suficiente, si nos vamos al principio del canto al que hace referencia el epígrafe, podemos establecer una relación más estrecha con el título, pues es en el tercer canto del Infierno que Dante nos cita la inscripción grabada en las puertas que dirigen al reino de los muertos:
Per me si va ne la città dolente, per me si va ne l’etterno dolore, per me si va tra la perduta gente. Giustizia mosse il mio alto fattore: fecemi la divina podestate, la somma sapienza e ’l primo amore. Dinanzi a me non fuor cose create se non etterne, e io etterno duro. Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate. 56
La Real Academia Española, en su acepción menos extensa, define la palabra Salvoconducto como Libertad para hacer algo sin temor de castigo, este epígrafe pues, establece el enlace entre las puertas del Infierno y este Salvoconducto que funge de Virgilio, permitiéndole a Salas Hernández transitar por el Inferno que él narra a lo largo de su más reciente publicación. Adalber desciende los círculos de su ciudad natal sin miedo alguno, manteniendo sus preguntas y afirmaciones vivas a lo largo del recorrido Caracas, los que van a morir no te saludan. Con este libro, el poeta hace una especie de arqueo de sus trabajos anteriores. Varios de los poemas contenidos en Salvoconducto dialogan constantemente con poemas publicados anteriormente. En VIII, Salas nos presenta un elemento con el que ha trabajado en varios de sus libros: el padre. […] No sabe cuántas veces ha muerto, ni en qué poemas o cuáles esquinas. No sabe cuántos padres ha sido. Estos tres versos nos refiere a los distintos poemas en los que incluye esta imagen, en Extranjero (2012), por cierto dedicado a su padre, Salas escribe: Padre, de madrugada en madrugada voy arrastrando tu cadáver, tu grito sedimentado, tu hora imposible en todos los relojes […] En Extranjero abundan otros rasgos comunes con Salvoconducto, su epígrafe, por ejemplo, nos refiere al Paraíso del mismo Dante y, a lo largo del libro, hay ecos dispersos por buena parte de
las páginas que hacen referencia a The hollow men, nuevamente, de Eliot. Es ésta una reducida muestra de pequeños llamados que el poeta utiliza para conectar su obra a un libro que representa una nueva etapa de maduración y exploración. Pero Salvoconducto no sólo está compuesto de referencias a trabajos anteriores, es con este libro que Salas Hernández da otro paso en dirección a lo desconocido, a pesar de la aparente familiaridad con los elementos de los cuales se nutren los textos. A lo largo de su obra, Adalber habla desde sí mismo, en muchos casos, para sí mismo. Una poesía intimista, que no hermética, que busca establecer una conversación para sí, reflexionando sobre temas que le son inmediatos y fascinantes. Con este libro más reciente, al igual que con Extranjero, el poeta hace un salto hacia el otro, es ahora que se busca comunicar algo a una segunda persona en el poema. No es la disertación solitaria sobre la mortalidad o la existencia, por ejemplo; es la compulsión por hablar de ellas, compartir la inquietud, la ansiedad y la tranquilidad que genera un tema que nos afecta y atrae como seres humanos. Uno de los elementos más relevantes a tomar en cuenta, es la gran cantidad de referencias que se manejan en este libro, en la mayoría de los casos, no citadas, lo que recuerda a las prácticas de autores clásicos como Joyce, Eliot e incluso Shakespeare, quienes disponían de las obras universales como elementos para nutrir las suyas. Uno de los mejores ejemplos de este recurso, se puede encontrar en el poema XXXI, donde la piedra negra sobre la piedra blanca de Vallejo aparece para imprimir un sentido adicional al poema. Más adelante, Salas incluye llamados a Burnt Norton, poema con el que Eliot da inicio a sus famosos Cuatro cuartetos y que con el verso Tiempo presente y tiempo pasado nos comunica
que el tiempo y la eternidad son conceptos que no se pueden distinguir el uno del otro. Finalmente, el poeta cierra el texto con el primer verso de la antes citada Divina Comedia. Estos tres poetas no aparecen en XXXI de una forma casual, de hecho, el mismo Adalber deja una pista dentro del poema: Otro, que aún no conozco y que ostentará mi partida de nacimiento como una insignia obscena, habrá envejecido en mi frente y atravesando a tientas mi sombra. Estos cuatro versos nos dan a entender la conciencia del poeta sobre el recurso que está empleando para este texto y que él mismo se suma al diálogo entre estas tres voces. La imposible distinción entre tiempo y perennidad establecido por Eliot, un primer verso del mayor poema de Dante colocado al final del poema y la tristeza y nostalgia de Vallejo proyectada hacia el futuro, son elementos que armonizan conjuntamente con las palabras de Salas Hernández para establecer una idea única y concreta. A lo largo del libro, también vemos los hallazgos del poeta, que no son pocos. Entre los que más captan la atención, está en el lenguaje narrativo de algunos poemas, característica que no le resta esencia poética teniendo como precedente, por ejemplo, al célebre Cuervo de Edgar Allan Poe y muchos otros extraordinarios poemas narrativos. En textos como II o III -entre algunos otros- el poeta despliega una serie de imágenes y circunstancias que va hilvanando a través de lo que podría asumirse como una narración altamente poetizada, enlazando el sentir no escrito de la vivencia con lo expresado dentro del poema:
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Recuerdo la última vez que fui con mi madre y mi abuela a limpiar la tumba de mi abuelo. Lo recuerdo nítidamente cada vez que, durante la tarde, la luz cae así, arropada por la tierra que levanta el viento. Si bien es posible afirmar que lo escrito en estas cinco líneas se podría decir en prosa, sería un error ignorar el trabajo riguroso del verso, característica que define en buena parte la poesía de Adalber. La disposición de estas cinco líneas, por ejemplo, se justifica con la musculatura de cada verso, su sonoridad, su musicalidad y la generosidad de su extensión. Otro claro ejemplo del uso de lo narrativo al servicio de lo poético está en VII (Planto por la muerte de Maese Don Domingo) donde el autor unifica el mundo que le rodea (lo que es) con lo anecdótico y sensible de su mundo interior (lo que para Adalber es) a través de un monólogo que simula un diálogo con un interlocutor que se esfuma entre la bruma:
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Ven, entra, pasa con lo que traigas, con tus nombres /deslucidos, lavados con cloro, con tu nuca besada por las raíces, con tus / venas como una lluvia Estrecha e innecesaria. Cada poema un segmento de vida atravesado por el uso de un lenguaje que apunta hacia la pulcritud y la precisión. Si bien Salas Hernández nos despista con imágenes de un mundo confundido que nos es muy inmediato, lo hace a través del uso de una herramienta con la que desea experimentar y seguir redescubriendo; estableciendo así esa armonía entre la potencia de lo escrito y la forma en la que está escrito. Era difícil encontrar en ellos un rasgo, una línea que los uniera. Sus pieles eran una cartografía mutilada, como si todos hubieran sido escritos por la misma mano temblorosa. Los brazos, las piernas dispares, las cabezas sin ojos, sin boca o a medio formar. Ninguno de ellos tenía el descuido de poseer una historia.
Miguel Angel Hernandez Maracaibo, 1983
Ensayo
Sobre la poesía de Blas Perozo Naveda
«ESO QUE LLAMAN TEORÍA POÉTICA ES 1 MENTIRA» I EL GESTO DOBLE Al volver a la lectura de la poesía de Blas Perozo Naveda notamos que, si bien en el primer acercamiento, hace varios años, lo que más nos llamó la atención fue la incorporación a la escritura de los registros del habla de Maracaibo, en esta oportunidad uno de los recorridos tiene que ver con leer un gesto que tiende a negar el ejercicio formal del poema, al tiempo que lo reformula para proponer otra práctica. Aunque aparezcan como lecturas disímiles, los rasgos del habla en el texto colaboran con esa reformulación del poema, de cómo lo entendemos, de cómo leemos la tradición literaria, etc. En «Eso que llaman teoría poética es mentira», uno de sus poemas más conocidos, leemos: «yo los acuso / a ellos más que a nadie / a los más jóvenes poetas de mi ciudad / porque siguen teniendo miedo / de la palabra que han dicho a diario». El gesto funciona en un poema cuyo título desmiente el concepto de teoría poética; es decir, un sistema —
según lo presenta— preceptivo, institucional, lo que conlleva hacer frente a la tradición literaria, a dicho sistema institucional; sin embargo, este mismo texto constituye una poética, propone un modo de entender la escritura. Ahora bien, ¿se trata de un movimiento involuntario, un efecto secundario? Está claro que no. La negación del poema con un poema apunta a la ironía como estrategia discursiva. El texto no puede ser plenamente efectivo (no puede negar la teoría poética), se sabe inútil en este sentido, por lo que apuesta por una táctica más sutil: burlar el sistema que lo produjo. Entonces crea a su vez un sistema gemelo, un cuerpo que simula, con funciones similares, pero cuya finalidad es enfrentar a aquel, crear tensión en su territorio, apedrearlo, rodearlo con un constante zumbido de zancudo. Así, finalmente, es este gesto doble el que hace operativa la contradicción interna del texto.
1 Serie de tres artículos publicados en el diario La Verdad entre el 18 de enero de 2014 y el 15 de
febrero de 2014. 59
II SOCAVAR COMO ESTRATEGIA Para continuar la relectura que hacemos de algunos aspectos de la poética de Blas Perozo Naveda, quisiéramos hacer hincapié en otro elemento que resalta y que ya mencionamos en la nota anterior: las marcas del habla incorporadas a la escritura, que resaltan sobre todo en los poemarios Date por muerto que sois un pobre perdido y El orden constitucional y otros boleros de amor, hasta el punto de que es una de las características más señaladas, si no la más; igualmente, hasta el punto de encandilar la lectura, por lo que, ya cegados, a ratos olvidamos que se trata de la palabra que sucede en el poema; la misma, la de siempre, pero ejecutada en un espacio que tiende a lo múltiple. Entre otras cosas, por esto uno de los poemas inicia «Lenguaje poético es este…», como reubicándonos en el texto. Pero vayamos a la pregunta clave: ¿Qué función cumple en el desarrollo de esta poética la estrategia de acercar habla y escritura? ¿Qué la motiva? Como dijimos en el artículo precedente, en esta obra hay un gesto doble que niega y replantea el ejercicio del poema. En ese movimiento, cuando leemos «teseguiréhastaelfindestemundo», a la par vemos cómo va estableciendo diálogos con la tradición literaria, crea un marco para la escritura y se inserta en él. Por ejemplo, acude a «Tiisieliot» (T.S. Eliot), Ernesto Cardenal, Walt Whitman, César Dávila Andrade o Allen Ginsberg, por solo anotar cinco nombres que ofrecen claves para la lectura. De igual forma, los registros del habla proponen un contrapeso o camino alterno frente al concepto de poema vigente en un momento y 60
espacio determinado; es decir, frente a un sistema constituido cuyas condiciones es necesario aceptar a fin de que el texto circule como objeto poético. En esta negociación, al leer «un día destos vengo y me arrecho / y entonces me voy por el páramo» nos preguntamos por la validez de determinados registros o palabras en el poema, momento en que reconocemos que este se ofrece como zona de escape, como un sistema alterno dispuesto a funcionar como aquel, más aún cuando vemos que más adelante se relaciona con «Fáñez» (Alberto Áñez Medina) y Ramón Palomares, por lo que ese páramo adquiere nuevos matices. De esta manera, la estrategia funciona socavando las bases que sostienen el poema para ocupar ese espacio con otras voces (cotidianas, cercanas, familiares…) que de pronto se nos presentan renovadas y nos hacen volver la mirada al texto.
III UNA VOZ QUE NOS DIGA En una actividad en homenaje al poeta Francisco Godoy (1975-2001), uno de los participantes comentó que veía en aquel alguien que apuntaba a interpretar en la escritura su ciudad, su tiempo y sus habitantes; luego se preguntó si en la actualidad habría otro discurso poético que pudiera hacerlo, y finalizó su intervención con un escueto y dubitativo «creo que no». Para cerrar por los momentos el ciclo de notas sobre la escritura de Blas Perozo Naveda, igualmente nos preguntamos por esas voces que logran reconocer, leer y dar cuerpo a un momento, a un lugar, etc., y que quizás por eso —por paradójico que parezca— se mantienen vigentes.
Partimos del supuesto de que la obra de Naveda (aún en proceso) ha logrado esto, si bien nos hemos concentrado en solo dos de sus poemarios, ambos claves para leer a Maracaibo. Ahora bien, ¿en qué nos basamos para dar esto por sentado? De alguna manera ya respondimos esta pregunta con los breves artículos que preceden a este. Hemos hablado de las marcas del discurso oral en la escritura, de referentes que trazan el mapa de una ciudad, de nombres que despliegan filiaciones literarias, que crean marcos para hacer funcionar una obra; del gesto doble que dice y desdice a un mismo tiempo; de algo que podríamos llamar un dibujo del panorama literario, etc. Pero además entendemos que esta «puesta en escena» planteó (y sigue planteando) revisiones de la tradición literaria y, en consecuencia, hace frente a la academia, a ciertos movimientos contemporáneos, a la crítica, al canon… Es decir, pregunta por el ejercicio mismo de la escritura, su alcance, su naturaleza. Insistimos: Partimos de la suposición de que en la poesía de Blas confluyen múltiples voces que la convierten en vehículo de su momento. Sin embargo, no podemos evitar preguntarnos, como la persona mencionada arriba, si habrá en la actualidad una voz que nos diga, que nos lea y donde podamos decir también; esto es, una escritura con la que podamos dialogar.
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CRÉDITOS DIRECTOR: Paola Nava DISEÑO Y DIRECCIÓN DE ARTE: Santiago Gamero ILUSTRACIONES: Pedro Medina ASISTENTES EDITORIALES: Vanessa Leal Mónica Gómez ASESORÍA: Carmen Velandria CONTACTO Y UBICACIÓN: revistainsilio@gmail.com Maracaibo, Venezuela.
revista insilio | n1 vol1 |
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