A.M.D.G “ DISCIPULOS Y MISIONEROS DE JESUCRISTO”
Coherencia Cristiana Pensar, Decir y Obrar coherentemente es SALUD. SALUD ES SALVACION:
Año XXVI N° 142 Octubre 2017
Glew Diócesis de Lomas de Zamora
Editorial “ “La Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier
espada de doble filo; ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”. ( Hebreos 5, 12-13 ).
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Todo hombre es un caminante hacia Dios” un peregrino”, diría San Ignacio, y en este camino, o bien avanza seguro , o bien se desvía, o si se queda, retrocede ( porque ,en el camino espiritual, según toda la tradición –quedarse es retroceder) . Se señalan los tres niveles o etapas de un discernimiento de espíritus: el primero es “ sentir “, es decir, caer en la cuenta de que se tiene un “ sentimiento “, o “ pensamiento”, o “ moción “, es una experiencia “ interior”, el segundo es “ conocer “su malicia o bondad espiritual, y , en tercero y último lugar, actuando en consecuencia,( recibiendo la buena moción y actuando según ella , y rechazando tanto la moción como lo que ella me sugiere) . El yoga nos habla de las últimas etapas hacia la independencia total, aquí aparece el conocimiento discriminativo; el yogui experimenta una gran libertad interior, sigue en el mundo pero la nostalgia del infinito y de lo eterno se hace cada vez más fuerte . La premisa fundamental es percibir la diferencia entre el Espíritu y su reflejo, o imagen, en la mente, entre el Yo eterno y el yo empírico. Cuando la mente ha llegado a percibir la diferencia entre el Yo y el no-yo, da un vuelco a su orientación : no va más a los objetos exteriores sino hacia la realidad interior; no hace fuerza sobre las sensaciones o los razonamientos sino sobre el silencio. Está encaminada hacia el conocimiento discriminativo ( viveka ) .Esta condición prepara al( samadhi) llamado “nube de virtud “o de “ santidad “.Una nube significa potencialidad de aguas que pueden caer de un momento a otro, fecundando la tierra y haciendo nuevos gérmenes de vida. Hay que penetrar en esta nube y quedarse en ella sin miedos . Allí como en la oscuridad del seno de la madre o en las entrañas de la tierra , se prepara el alumbramiento de una nueva vida . El tema de la nube que esconde y que acerca , símbolo de la presencia divina es también común en la biblia; Moisés debe pasar a través de una densa nube para encontrarse con Dios, (Ex.24,14-18 ); una nube luminosa cubre a Cristo transfigurado y de la nube sale la voz del Padre que testimonia a favor de su Hijo (Mt.17,5 ). El yoga significa : “ unión “, nos propone para llegar, el control de nuestra naturaleza psíquica , o sea aquietar nuestra mente , no ser esclavo de ella, un dicho oriental dice : ( la mente es como un mono inquieto que salta de rama en rama ), Santa Teresa nos dirá que es ( la loca de la casa ). Creo que pueden ayudarnos las técnicas para un camino cristiano , o sea un encuentro profundo con Cristo ; al decir de San Pablo “ el Espíritu está pronto , pero la carne es débil “. Hay en esta práctica , una base ética y moral, la postura del cuerpo , la respiración, el control de los sentidos, la concentración sostenida , que desemboca en la meditación. En este camino es necesaria una opción fundamental que nos oriente hacia la búsqueda de lo trascendente . Se necesita esfuerzo constante , fe y fervor intensos. El estudio y la práctica de las técnicas propuestas por el Yoga enriquecieron a muchos cristianos estimulándolos a un cultivo más decidido de su vida interior, a la adopción de una meditación menos discursiva y mas contemplativa, y a una integración más activa del cuerpo en los ejercicios espirituales . Nos invita a releer textos cristianos que podían estar relacionados con el Yoga ; como La Filocalia, Los Cuentos de un peregrino ruso, los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, y los escritos de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Avila .
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En las confesiones de San Agustín encontramos máximas para nuestra vida, “ Tanto te buscaba afuera Señor, y no sabía que te tenía tan dentro”, “ Nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti , Señor”. Para resumir , diríamos que la “regla fundamental “ del discernimiento ignaciano está dada en e l Principio y fundamento, cuando se dice que “tanto ha de usar de ellas( las cosas sobre la haz de la tierra), cuanto le ayuden para su fin ( o camino hacia Dios ); y tanto debe quitarse de ellas, cuando para ello le impiden(EE23 ),se entiende por “ cosas” los “ sentimientos “, “pensamientos “, “ mociones “ o “ espíritus “,o como quieran llamarse los “ movimientos “interiores o “ mociones “que constituyen la experiencia de los espíritus . Esta escuela nos ayuda a ordenar nuestra vida , Dios tiene un designio amoroso para todos ,se trata de ir descubriendo que es lo que quiere Dios para mí, el diálogo con Dios ( la oración ) ,es fundamental para saber hacer elección ,es una búsqueda sincera de su voluntad . Toda elección de algo es un situarse frente a Dios respecto de una pregunta . Por tanto se trata de una decisión , en la que el núcleo principal lo constituye la opción humana , la respuesta. Por tanto elegir es situarse delante de Dios , un diálogo: pregunta –respuesta, con el Señor; ¿ Que hice por Cristo, que hago por Cristo, que debo hacer por Cristo?, Siguiéndote Señor no me podré perder “ ( San Ignacio ). “ Señor, tú eres mi Dios, yo te busco ardientemente ; Mi alma tiene sed de ti, por ti suspira mi carne Como tierra sedienta , reseca y sin agua . Porque tu amor vale más que la vida , mis labios te alabarán “ ( Salmo 62 ) Mi agradecimiento al Padre Ismael Quiles S.J. , que fundó la Escuela de Estudios Orientales en la Universidad del Salvador. María Isabel C. de Scofano Referencias: comentario de los Ejercicios M.A.Fiorito S.J. Yoga , Aforismos de Patánjali El sentido de la elección J.M.Bergoglio S.J.
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Ejercicios Espirituales Una Experiencia de Fe Guido Jonquières, s.j. Testimonios PRESENTACIÓN “El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como un hombre habla con su amigo” (Éx 33, 11a). El cristianismo, no es una religión fundada en un libro que contiene una cierta cantidad de preceptos que es necesario cumplir. Antes bien, es fundamentalmente una experiencia de encuentro con Dios que se hace conocido en el camino de la vida. La experiencia del pueblo de Israel nos muestra esta realidad por todos lados. Hoy día, podríamos preguntarnos: ¿por qué Dios no se nos aparece como a aquellos personajes antiguos de la Biblia? Tenemos el ejemplo de Moisés, a quien Dios se e apareció de manera maravillosa en una zarza ardiente. También, de él se dice que conversaba con Dios cara a cara, como amigos. Esta relación que comparten el profeta y Dios, no debería resultarnos cosa del pasado. Si queremos vivir nuestra fe de verdad, entonces es necesario fomentar en nosotros la relación, la experiencia, la cercanía con el Señor. Esta Ayuda que entregamos a ustedes, desea motivar en la búsqueda de Dios y su misterio. Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, han sido una fuente de profundización en la relación con Dios que sigue dando frutos hasta hoy. A través de una metodología sencilla, se invita a las personas a ahondar en su conocimiento afectivo del Señor Jesús, que cambia la vida. Junto con explicar de qué se trata el método ignaciano, queremos hacer llegar a ustedes, el testimonio de tres personas, que han podido profundizar en su vida espiritual a través de la modalidad de los Ejercicios Espirituales en la Vida Corriente. Son cristianos(as) de nuestra época que nos pueden motivar también a nosotros, a seguir el camino del evangelio. INDICE PRESENTACIÓN 1 ¿QUÉ SON LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES? Un proceso y un acto de verdadera libertad ¿Etapas o constante profundización? El que hace los Ejercicios no es un ermitaño Una sabiduría duradera Modalidades de Ejercicios EJERCICIOS ESPIRITUALES EN LA VIDA CORRIENTE: TESTIMONIOS Claudio. Ganar en mayor profundidad Beatriz. Un antes y un después La experiencia de los Ejercicios en la Vida Aprender a discernir
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Dejarse transformar por Cristo Marcela. Una decisión difícil El relato Aceptando la decisión Elegir construye futuro ¿Qué son los Ejercicios Espirituales? Fundamentalmente, los Ejercicios Espirituales son la traducción de la experiencia espiritual que Dios le regaló a Ignacio de Loyola, quien vivió entre los años 1491 y 1556. Nació en Loyola, Guipúzcoa, en el país Vasco (España) y recorrió durante su vida variados lugares en España, Tierra Santa, Francia, Italia, entre otros. Ignacio tempranamente va ofreciendo a otras personas, esta herramienta espiritual para encontrarse con Dios y reconocer su propio camino espiritual. De esta manera, el libro de los Ejercicios va tomando forma, gracias al mayor conocimiento espiritual de sí mismo y de otros, que como él, se deciden a ir tras los pasos de Jesús. El mismo Ignacio cuenta que los Ejercicios "no los había hecho todos de una sola vez, sino que algunas cosas que él observaba en su alma y las encontraba útiles, le parecía que podrían ser también útiles a los otros, y así las ponía por escrito"1. En el lenguaje del mismo Ignacio, "el que da los Ejercicios" los va proponiendo al que "los recibe" según le convengan y a medida que le convienen. Ciertamente, presentan un itinerario tipo que puede ser descrito en un esquema de cuatro "semanas" aproximativas (un mes): primera semana, el pecado y la misericordia de Dios; segunda semana, la vida de Cristo; tercera semana, la Pasión de Jesús; cuarta semana, la Resurrección. Un retiro de mes según los Ejercicios ofrece efectivamente ese recorrido, pero lo que está en juego no aparece para nada en esa descripción. 1 Autobiografía de san Ignacio de Loyola, Prólogo. Entre la segunda semana y la tercera, Ignacio introduce como un dossier relativo a la "elección". Debidamente preparado, el que recibe los Ejercicios está, en ese momento, en condiciones de hacer una elección importante. Por ejemplo, si es hombre o mujer joven, puede elegir ahora su "estado de vida" laical, religioso(a), sacerdotal, profesional, de estilo de vida, etc... La elección está en el centro de los Ejercicios y da su sentido normal a todo el proceso. Hablar de "elección" en vez de "decisión" u otro término parecido, hace sin duda referencia a la experiencia bíblica de la elección divina del pueblo de Israel, como cuando Jesús dice a sus discípulos: "No me eligieron ustedes, soy yo quien los elegí..." (Jn 15, 16). El ejercitante se percibe como elegido por Dios para algo e invitado a ratificar esa elección con la suya propia. Este lugar central de la elección explica y justifica el título largo dado por Ignacio a su libro: "Ejercicios espirituales para...ordenar su vida, sin determinarse por afección alguna que desordenada sea"2. Ahora bien, los ejercicios no son solamente para hacer elección, sino para fortalecer el camino ya elegido.
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Un proceso y un acto de verdadera libertad Nadie consigue ese objetivo sin un proceso adecuado, el cual a su vez supone una predisposición. San Ignacio proponía pocas veces los Ejercicios y obligó a personas excelentes a esperar meses o años antes de hacerlos. Quizá si la principal predisposición requerida sea un gran deseo, no el deseo de hacer los Ejercicios porque se ha oído hablar de ellos o por afán de experiencias, sino un fuerte anhelo de progreso espiritual, de santidad, de correspondencia al llamado del Señor -aún vago tal vez-, de poner orden en la propia vida. Luego, hace falta la convicción de que es difícil lograr aquello sin alguna ayuda, y la confianza en el procedimiento propuesto por Ignacio y refrendado por la autoridad de la Iglesia. Está claro, pues, que nadie puede ser mandado a hacer Ejercicios, y que nadie sacará provecho alguno de ellos si no está dispuesto a salir de sus rutinas. ¿Etapas o constante profundización? Sorprende el encontrar en el mismo punto de partida de los Ejercicios un planteamiento tan ambicioso como es el Principio y Fundamento. Desde el inicio está presente toda la grandeza del desafío planteado a la libertad humana: reconocimiento del absoluto señorío de Dios y total disponibilidad ante el futuro. No se puede ir más lejos. De lo que se trata es de interiorizar cada vez más esta radical apertura. Nada de eso se consigue sin un constante recurso a la oración y sin experimentar mociones y afectos encontrados, como ocurre en toda vida espiritual auténtica. Gran parte del texto de los Ejercicios consiste en indicaciones prácticas para el guía o director, a fin de que pueda -instruido por Ignacio-, acompañar todo el proceso sin interferir en la obra de Dios, pero enseñando al ejercitante a evitar la ilusión, el autoengaño y la caída en la tentación destructora; mientras le propone los pasos sucesivos, los ejercicios oportunos: meditación, contemplación, penitencia, rezo, examen, etc. Para ese discernimiento, en un proceso tan delicado, la presencia de un guía es necesaria; los Ejercicios no son un programa de oraciones sin guía ni discernimiento. 2 Ejercicios Espirituales nº 21. El que hace los Ejercicios no es un ermitaño Hasta aquí, hemos presentado los Ejercicios como si fueran un proceso de tú a tú entre el Señor y su discípulo. De hecho lo son. Pero el cristiano nunca está solo frente a Dios. Ignacio, impresionado y herido por la ruptura que provocó la Reforma3, tenía un sentido agudo de la Iglesia. Sus reglas para sentir con ella aparecen al final del libro, pero afectan el entero proceso. Después del Concilio Vaticano II (1962-1965), nuestro sentido de Iglesia supone por cierto, como entonces, una gran adhesión a su jerarquía, pero también una fina atención al vivir del entero Pueblo de Dios. Justamente, la experiencia enseña que las personas más insertas en campos apostólicos difíciles o ubicadas en puntos álgidos de la sociedad y la cultura, y más desafiadas a profundizar desde allí su fe y su amor, son las que hacen los Ejercicios con más provecho. Asimismo, los Ejercicios bien hechos, si no pueden ser una empresa de concientización, pueden y deben conducir a un mayor compromiso con el Reino de Dios; en concreto, a una
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mayor opción por los pobres y la justicia, para compartir el amor preferencial de Jesús y, por supuesto, del Padre. Sin ello es de temer que el seguimiento de Jesús pobre, anhelado durante el proceso, se quede en la retórica o, cuando más, se traduzca en un ascetismo individualista ajeno al espíritu de san Ignacio. "Amar y servir", expresión que encontramos en la última contemplación de los Ejercicios, precedida de la advertencia que "el amor se debe poner más en la obras que en las palabras"4, conducirá efectivamente a una atención prioritaria a los más necesitados de amor y servicio. El lugar y la manera podrán ser muy variados de una persona a otra, según el oficio o profesión, según el estado de vida, según el temperamento y la historia personal. Pero hoy, es difícil encontrar un test más seguro de que los Ejercicios han dado su fruto. Una sabiduría duradera En todo caso, ese fruto, normalmente muy duradero, sólo se verifica después de los Ejercicios. Por eso se suele decir que la última confirmación de la elección se da en la vida misma. Y más allá de la elección, habrá normalmente en el proceder del ejercitante, en especial ante nuevos desafíos, una sabiduría nueva que "procede de Dios y no de nosotros" (2 Cor 4, 7), como dice el apóstol Pablo, una sabiduría nacida de la larga y profunda confrontación con la Palabra de Dios en Jesús, fogueada al pie de la cruz y confortada por el gozo del Resucitado. Modalidades de los Ejercicios Los que hayan practicado los Ejercicios en forma más breve podrán no reconocerse en las páginas anteriores. Aquí caben algunas observaciones importantes. El mismo Ignacio preveía variantes en el modo de proponer los Ejercicios y no se privaba de la posibilidad de dar algunos ejercicios que fueran útiles, aun cuando la persona no pretendiera o no pudiera afrontar la totalidad del proceso. Debemos distinguir al menos tres situaciones distintas: 3 La Reforma se da en el siglo XVI. Es un proceso de crítica dirigido principalmente en contra de la jerarquía católica y de controversia respecto de algunas interpretaciones de la doctrina, que terminó en una grave división de la Iglesia. El principal líder de este movimiento de Reforma, es el sacerdote agustino Martín Lutero. 4 Ejercicios Espirituales nº 230. La primera, es cuando la persona es susceptible de aprovechar sólo parte de los Ejercicios, generalmente elementos de la primera semana. Entonces, Ignacio pide formalmente "no proceder adelante en materias de elección, ni en otros algunos ejercicios..., mayormente cuando en otros se puede hacer mayor provecho, faltando tiempo para todo"5. ¡A buen entendedor pocas palabras! El segundo caso es cuando, habiendo tiempo, se ofrece o se acepta dar los Ejercicios abreviados (fin de semana, cuatro u ocho días, en general), personalizados, o predicados si el grupo es grande, a gente que no podría hacer el mes o ya lo hizo y no tiene por qué repetirlo. El asunto es qué fruto se puede esperar de tales ejercicios parciales, condensados o reducidos
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a un retiro común: allí interviene una vez más el discernimiento, para aceptar o no, según el criterio de Ignacio. El tercero, es cuando hay una persona (o un grupo), capaz de sacar buen provecho, pero se ve en la imposibilidad de retirarse a un lugar tranquilo. Se le puede ofrecer entonces los Ejercicios "en la vida corriente", pero nadie se llame a engaño: éstos son una fórmula muy exigente y de larga duración, desde meses a más de un año. Hace falta que el guía y el interesado, estén claramente de acuerdo antes de comenzar. A semejanza de esta última modalidad, se puede practicar y de hecho se practica otras maneras de dar Ejercicios, adaptadas a las posibilidades de personas y grupos: sesiones vespertinas, fines de semana, etc. Nuevamente, todo depende del tiempo disponible y del fruto esperado. Pero, para no crear confusión y desilusiones, resultaría más sano y correcto, en consonancia con lo dicho hasta aquí, reservar el nombre de Ejercicios a los que se hacen personalmente guiados y por un tiempo largo que permita un discernimiento. Para vivir los Ejercicios Espirituales completos, una de las modalidades que indica san Ignacio es, para una persona muy ocupada, hacerlos sin retirarse a un lugar aparte sino en medio de sus actividades -como antes se señaló-. Son los que llamamos hoy “Ejercicios en la vida corriente” o “en la vida diaria” o simplemente “en la vida”. En Chile, se dan sobre todo en forma grupal, pero son más eficaces -aunque exigen más esfuerzo y generalmente más tiempo- cuando alguien puede guiarlos en forma personalizada. Damos a conocer a continuación tres testimonios fehacientes de los frutos que se pueden esperar de semejante práctica. 5 Ejercicios Espirituales, Anotaciones nº 18. Ejercicios Espirituales en la vida corriente: testimonios6. Claudio. Ganar en mayor profundidad. Me resulta difícil, a primera vista, tomar la distancia suficiente para poner por escrito el camino que recorrí durante esos dieciocho meses de Ejercicios Espirituales. Al menos puedo intentar describir el modo como percibo ahora mi ser profundo. Yo ya había cambiado durante los tres años que precedieron a esos Ejercicios Espirituales. Dichos Ejercicios no se desarrollaron, sino después de un largo tiempo de acompañamiento, al término del cual, la práctica de los mismos en cierto modo se impuso. Recién acababa de retomar una vida de oración regular a partir de la Biblia y tenía ganas de seguir en ese camino. Me siento diferente; ésa es la primera palabra que me viene en mente. Señal de que se hizo un camino. Debo, por así decirlo, acostumbrarme al nuevo Claudio que he llegado a ser. He aprendido a no leer más un libro espiritual tras otro. Ahora sé contentarme con un solo versículo y gustarlo largamente en mi oración. Como dice san Ignacio, “no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el sentir y gustar de las cosas internamente”7. Me siento más profundo, me quedo menos en la superficie de las cosas, voy a lo esencial. Así, me parece que la vida se reduce a dejarse amar por Dios y a amarlo de vuelta; lo cual me
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empuja, por un movimiento natural, a amar a mis hermanos. No vivo ese amor a los demás como un deber, sino como una evidencia. Dejarse amar primero y amar de vuelta. Me siento unificado, menos desgarrado por las tensiones de la vida familiar y profesional. Siento cómo entran en resonancia vida activa y oración, cada una alimentando a la otra. La oración, la he integrado como parte de mi vida. Ya no cavilo diciendo que debo hacer oración. Más bien me digo que Dios ha puesto en mí el deseo de encontrarlo. Me acuerdo del título de un libro: “Con Jesús, ¿qué es lo que vives?” El autor explicaba en particular su paso de una vida ritual a una de relación con Cristo. Del mismo modo, vivo ahora mi vida religiosa, no como un conjunto de preceptos, sino realmente como una relación amorosa. Así, por ejemplo, estoy convencido de que, orando o amando a mis hermanos, le doy un alegrón a Dios. Y justamente, quiero hacerlo feliz. Me siento en paz, lo que no quiere decir que mi temperamento un poco fuerte o algunas agresiones, no me hagan salir de mis casillas; quiere decir que en mi ser 6 Los tres testimonios fueron publicados inicialmente en distintos números del Bulletin de l’Association Maurice Giuliani de París. Los nombres de los autores son ficticios. Tradujo: G. Jonquières s.j. 7 Ejercicios Espirituales, Anotaciones nº 2 profundo reina la paz y que no pueden alterarme sucesos externos sino de modo momentáneo y superficial. Me relaciono de manera nueva con la Sagrada Escritura. Algunos versículos resuenan tanto en mí que los entiendo en lo más hondo de mí mismo, los “siento”. Resulta como si los hubiese escrito yo, o como si hubiesen sido escritos para mí. Siendo tan voluntarista, me gusta cada vez más soltar las riendas y lo vivo como una actitud de confianza en el Padre. Antiguamente locuaz, aprecio cada vez más el silencio, la escucha de los demás, la escucha del Espíritu. Le doy un sentido distinto a todo lo que vivo. Así, si tengo un insomnio, en vez de ponerme nervioso, confío al Padre mi cansancio, mi pobreza. Percibo que todo lo que me sucede, sin excepción alguna, puede contribuir a acercarme a Dios y a mis hermanos. En el mismo ámbito, cuando me viene una tentación, en vez de desvalorizarme conforme a la que era mi tendencia natural, me confío a Dios y, aunque caiga, sonrío interiormente al pensar en la frase de Bernanos: no caemos, sino en Dios. Porque sé que el Padre me abre sus brazos, y entonces estoy listo para partir de nuevo. Para concluir, diré que ahora me doy el tiempo de discernir cuál será mi compromiso después de ese tiempo de Ejercicios. Porque, si el continuar con una vida de oración es, después de los Ejercicios, una cosa evidente, retomar luego de esos dieciocho meses un compromiso, lo es igualmente.
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Para la reflexión… 1. Si he hecho Ejercicios Espirituales en cualquiera de sus modalidades, ¿en qué me ayuda la experiencia de Claudio? 2. ¿En qué ayuda a mi propia vida de fe? 3. ¿En qué necesito seguir profundizando? Beatriz. Un antes y un después. Ahora ha pasado casi un año desde que viví la experiencia de los Ejercicios en la vida. Con la distancia, sigo igual de maravillada por el camino recorrido en los nueve meses en que viví esa experiencia. Hoy puedo decir que pasé de un estado de vida en que todo me resultaba difícil de llevar, a una actitud de apertura, de acoger la vida, que no ha terminado de desenvolverse y me llena de gozo. Ya desde la edad de veintidós años participé en grupos de oración y formé parte de algunos movimientos. Esos tiempos de oración consistían entonces en escuchar a unos y otros que enseñaban o daban testimonio. Por mi parte, escuchaba, observaba y seguía lo que se relataba, con todo mi corazón y mi buena voluntad, pero dejaba de lado lo que sucedía en mí y no ahondaba, porque me parecía que lo dicho no tenía que ver conmigo. De todos modos, no lo necesitaba tanto, puesto que era según mi íntima convicción una persona “fuerte”. Era fiel en acudir a esas reuniones, porque me apoyaba en san Mateo 18, 20 que dice que donde dos o tres se hallan reunidos en su nombre, Jesús está en medio y obviamente los escucha. Pero, fuera de esos tiempos de oración y reunión, no tenía ni el tiempo ni la ocurrencia de orar más: mi trabajo me acaparaba. Así, mal que mal, seguía al Señor, esencialmente escuchando a quienes eran mensajeros de Dios para mí. Pero aquella separación entre orar y vivir lo de cada día era fuente de constantes altibajos que no lograba “administrar”. Además, todo en mi espíritu estaba confuso, tanto en mis relaciones como en las decisiones que debía tomar, porque el bien y el mal eran mi referencia, y la moral de la Iglesia la reforzaba. Por eso, mis relaciones con la gente cercana, familia, amigos, colegas de la oficina, eran tensas, y era rígida en mis juicios acerca de lo que me referían y confiaban. Me permitía clasificar a tal o cual persona en una categoría: atea, católica, integrista, rica, intelectual... Por otro lado, mi actitud era de crispación y me encerraba en mí misma para no ser invadida por las variadas historias de vida que me decían y que encontraba pesadas de llevar. Era incapaz de ayudar a los que se confiaban a mí: buscaba sobre todo darles consejos pero, ante la ineficacia de esos consejos, y no sabiendo qué más decir, les hablaba de un Dios que no podían entender. Sin embargo, estaba bastante orgullosa de mí, de mis acciones buenas, de mi gentileza que, aparentemente, le convenía a mi entorno, puesto que buscaban mi compañía. Pero me daban vuelta y medía las reacciones de unos y otros y no sabía qué hacer con todo
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aquello. Lo que se traducía en movimientos de malhumor y, físicamente, en una sensación de vivir aplastada. No obstante, quería firmemente dar una buena impresión y, por eso, me escondía tras la risa y las bromas con las cuales intentaba crear ilusión. En cuanto a decisiones no andaba mejor: dejaba que sucedieran las cosas. Así, en lo profesional, sentía claramente que debía implicarme mucho más. Pero, ¿qué elegir para completar mi formación? ¿Según qué criterio? ¿Qué orientaciones tomar? ¿Debía incluso cambiar radicalmente de oficio? Tenía de ello apenas una vaga idea, de modo que esperaba que la clarificación llegara sola. Me topaba con esta misma incertidumbre en otras ocasiones. Así, hace tres años, en un Movimiento al cual pertenecía, me pidieron asumir una responsabilidad que no era de mi nivel. Pero la acepté porque estaba orgullosa de haber sido elegida. Los acontecimientos demostraron rápidamente que ese criterio llevaba al fracaso. En todos esos momentos de “decisión”, quería en realidad salir de mi timidez y hacer que me reconocieran. Aceptaba pues lo que me proponían y me largaba en picada. Al final, me reencontraba invadida por la tristeza. De mis movimientos afectivos, verdaderamente no sabía qué hacer. Por eso, los enterraba. Había hablado, sí, algunas veces, en varias situaciones de acompañamiento, de mi deseo de matrimonio, pero cada vez me contestaban: “No es el momento”. Dejaba pues esos afectos en lo más profundo de mi interior, con un sentimiento de insatisfacción sí, temperado sin embargo por aquella respuesta tranquilizadora que me dispensaba de ir más allá. Todo ese desánimo en el cual me hundía, pero que yo no expresaba porque no veía de dónde venía, me hería profundamente y se me estaba haciendo propiamente insoportable. Pero -y eso es lo extraño- el mismo hecho de sentir más o menos conscientemente que no se desplegaba la vida en mí y, sobre todo, que no vivía una unión profunda con Cristo, fue la ocasión para decirme que tenía que ir más lejos con él. Esa vez deseaba que todo lo que había recibido antes, durante retiros cerrados en los que primaba la enseñanza, se concretizara; que todo lo que había oído mencionar se hiciera vida en vez de permanecer en la teoría. No quería ser de nuevo separada de mi cotidianeidad y deseaba que lo que yo era, lo que hacía en el día, fuera puesto en la luz de Cristo. Por eso, pedí hacer los Ejercicios en la vida. Tenía entonces treinta y seis años. La experiencia de los Ejercicios en la Vida Llegué pues esa vez ante mi acompañante (mujer), tal como yo era, con esa vivencia espiritual, sicológica y afectiva. Y durante nueve meses se hizo en mí un largo trabajo durante el cual se efectuó una honda mutación interior y exterior. Desde el comienzo me sorprendió la acogida de mi acompañante. Me dijo que iríamos a mi ritmo, sin precipitación. Me explicó por qué los Ejercicios se practican con esa modalidad personalizada, justamente para respetar el ritmo de cada uno. Para mí fue un gran alivio. Oía un lenguaje que me calzaba y me liberaba al mismo tiempo de algunos temores que aun tenía para comprometerme en esos Ejercicios Espirituales, debido a mis experiencias anteriores. Luego, he ido de sorpresa en sorpresa.
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He aprendido y descubierto toda una nueva manera de hacer oración y de vivir en consonancia con la vida espiritual. Por ese aprendizaje de la oración he descubierto poco a poco que podía vivir plenamente lo cotidiano. Primero, me sorprendí al ver que no se hace oración de cualquier manera. He tenido que aprender a organizar esta invitación cotidiana como se recibe a unos amigos para un tiempo de intercambio y de escucha. He aprendido que no se entra así no más en el tiempo de oración pasando de una actividad a otra, sino que hacía falta prepararse para hacerse presente a Cristo y acogerlo en el corazón, la inteligencia y el cuerpo; sentir cuáles eran los momentos que podía encontrar en el día y en la semana para orar; preparar mi corazón y mi inteligencia, es decir, entregar a Cristo todos mis encuentros y lo que salía de ellos, todos los movimientos que había podido experimentar: tristeza, gozo, rabia... Aprendí progresivamente a pasar del aburrimiento y de un silencio vacío, rellenado con cháchara, a un silencio habitado, en el abandono y la confianza, a fin de hacerme libre y ser toda de él. Para comenzar la oración, la acompañante me dijo que debía pedir una gracia. Una sorpresa más: tenía el derecho de depositar mis deseos todos los días. Lo que más me ha marcado, es que le expresaba a Cristo verdaderamente mis anhelos, sin timidez, con audacia. Por cierto, al comienzo, no veía muy bien adónde me llevaba eso ni cómo podía darse la realización de las peticiones de gracia. Pero hoy puedo decir que me maravillo de verlas, de sentirlas tomadas en consideración, tal vez no en su forma primera y material, pero sí en lo esencial de ellas. Otra sorpresa: mi acompañante me daba textos de la Escritura para orarlos y ¡debía descubrir y sentir lo que me habitaba, por qué me detenía en tal palabra o tal frase, y debía poder expresar lo que estaba pasando en mí! Fue una recia tarea, pero ¡cuán provechosa! Desde luego, anteriormente, durante los tiempos de oración o de adoración, leía el evangelio, pero esos textos me servían más de muletas para evitar la sequedad que de alimento. Por eso, el modo de utilizarlos que ahora se me proponía me era un real descubrimiento. Descubría, pues, que si bien esos textos habían sido actuales hace miles de años, lo eran todavía hoy, que se dirigían personalmente a mí y a aquellos con los que “andaba” en el día. Experimentaba, al escuchar largo rato la frase: “Avancen mar adentro y echen las redes para la pesca” (Lc 5, 4), que para mí significaba tener todo un camino de verdad por reconocer y vivir con Cristo, a través de todos los acontecimientos. La toma de conciencia de ese camino infinito que se me abría y que quería seguir, se volvía fuente de gozo y de esperanza, porque presentía que una profunda transformación estaba comenzando. Aprender a discernir Esa transformación se ha hecho posible también gracias a la puesta en práctica del discerrnimiento. En primer lugar, me sorprendí cuando mi acompañante me afirmó que nadie podía discernir en mi lugar. Sin embargo, al mismo tiempo, estas palabras eran como un eco en mí de algo muy fuerte: ¡podía yo hacerme un poco responsable, pues, de mi
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caminar! Luego descubrí que, para poder discernir, era necesario primero aprender a sentir los movimientos que se daban en mí y a reconocer su origen. Entendía lo que ello significaba, pero tuve que ejercitarme y, en eso, era pobre. No sabía qué contestar, me mantenía en vaguedades, incapaz de sentir y nombrar lo que experimentaba. Entonces, mi acompañante me ayudó a ir más lejos en esas tomas de conciencia. Me preguntaba qué alegría o qué tristeza era ésa que yo le mencionaba, cómo había llegado a ella, de dónde podía venir, a raíz de qué acontecimiento. Anteriormente, pensaba yo que la alegría venía siempre de Dios y la tristeza, de los demás y un poco de mí. A medida que podía nombrar de manera un poco más exacta lo que correspondía al origen de esos sentimientos míos, descubrí toda su complejidad. Ese esfuerzo de lucidez contribuía a encarnar la palabra de Lucas, al introducir en mí una mayor verdad. Otra etapa fue determinante: “¿Qué has hecho con esa alegría o esa tristeza?”, me preguntaba mi acompañante. No sabía o, más bien, no hacía nada con ellas. Aprendí a no vivirlas ya sola, sino a depositárselas a mi Señor, aunque fuese con posterioridad, descubriendo así que, en la fe, un acontecimiento del pasado, aun negativo, podía ser vivido “ahora”, volverse positivo y ser fuente de alabanza a Dios. Antes, cuando me felicitaban, lo vivía con autosatisfacción y me alegraba sola. Pero, rápidamente, aquello se volvía insípido. Aprendí, allí también, a ofrecérselo al Señor y esa adhesión me llevaba a aceptar querer ir más lejos con él para su mayor gloria. Después de algunos meses, tomé conciencia que tendía a “engolosinarme” con esa alegría y esa paz recibidas y así, por “gula”, fácilmente prolongaba mi tiempo de oración. Me hizo falta descubrir esa tendencia que no se me hacía evidente en un comienzo, y determinar mi tiempo de oración sin alargarlo, para favorecer un mejor discernimiento. Dejarse transformar por Cristo Esas tomas de conciencia se producían paso a paso, sin herida ni atropello, porque eran luces que Dios daba y porque al mismo tiempo me invadía el Amor de Cristo. Efectivamente, esos tiempos de oración y de silencio me permitían ir conociendo mejor la persona de Cristo. Recibía la certeza de su actuar: ya no estaba sola en ningún lugar de mi persona. Y es así como progresivamente la “mujer fuerte” de la que había dado con trabajo la imagen, era invitada a dejarse transformar radicalmente por el Cristo manso y humilde de corazón, el cual deseaba atraerme a un camino de sencillez para que llegara realmente a los demás. Todo esto, aprendí a anotarlo para guardarlo en memoria, para ver lo que volvía más a menudo y descubrir el hilo conductor que se formaba a través de cuanto vivía. Lo anotaba, no en el instante, sino en momentos del día que hallaba para hacer una relectura. Había dividido mi día en dos partes: a mediodía y en la noche, tomaba nota de lo que había pasado durante mi tiempo de oración, mis relaciones con otros, lo que “se movía” en mí, la palabra o la frase del texto de la oración que, con más precisión, me hablaba durante el día, y a raíz de qué.
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Luego vino la frase de mi acompañante: “No me hablas de tu afectividad”. Pensaba yo: ¿Qué más querrá decirme?”, pero al mismo tiempo estaba feliz de que llegara alguien por fin a hacerme descubrir esa zona de sombras. Hasta entonces no había tenido la ocasión. Esa vida afectiva, sobre la cual había mantenido una “tapa”, pudo expresarse al vivirla con Cristo. Pude nombrar y desarrollar los sentimientos y movimientos en la oración, y sentí que, aun en eso, Cristo estaba presente. Las cuestiones del porvenir se atropellaban en mí en un clima de urgencia: tenía que recibir una respuesta inmediata. En eso también todo un cambio se produjo. De Dios, a quien yo acusaba de no contestar a mis requerimientos, aprendí la paciencia. Aprendí también a mirar de otra manera: esas cuestiones no eran más un fin en sí mismas, porque lo esencial estaba en otra parte, y no dependía de ellas mi fidelidad a Dios. Me daba cuenta que todas las riquezas que descubría y recibía en la oración y los Ejercicios Espirituales, transformaban mi comportamiento hacia mi familia, mis amigos y colegas. Se estaba haciendo en mí un trabajo en profundidad y eso me maravillaba. Las historias de vida que antes me conmovían, ahora las podía vivir con otro espíritu. Recibía a una persona, la escuchaba y experimentaba en mí una actitud suave y reconfortante por transmitirle, actitud que me era totalmente desconocida antes. Esa escucha, la vivía en la oración y le pedía a Cristo que viniera a ayudar al otro y me diera las palabras justas o las preguntas para que pudiera irse apaciguado. Lo mismo sucedía con mis amigos. En cuanto a mi familia, pasé de una presencia física a otra más atenta y acogedora, pese a que mis visitas se hicieran más distantes. Al mismo tiempo, estaba gratamente sorprendida del cambio que ocurría en mi inteligencia. Era como una conversión. Ella se abría a la vida, y los estudios que había emprendido algunas semanas después de iniciados los Ejercicios, para obtener un diploma que me permitiera mejorar mi carrera, se desarrollaban ahora en otro clima: desde el de una voluntad de éxito más agresiva, para probar que era alguien, pasaba progresivamente al de descubrir el gozo gratuito de aprender; mis capacidades para aprender y comprender lo que ocurría a nivel económico y financiero a escala nacional e internacional se desarrollaban. Así me abría a la incorporación en mí del razonamiento y a la organización de mis ideas. Al mismo tiempo, la meta de mi caminar se había desplazado. Esos estudios, los vivía ahora a la luz de la fe y se volvían un servicio a Dios y a los demás. Todos esos descubrimientos y tomas de conciencia alimentaban mi alabanza. Hoy puedo decir que mi alabanza ya no es un buscar en los árboles y los pájaros, dirigida finalmente a nadie, sino que es realmente viva y vivida con Dios. He recibido un porvenir lleno de frutos y de promesas y continúa dilatándose. La afirmación de Pablo en Ef 3, 20: “Aquél que actúa en nosotros puede realizar muchísimo más de lo que pedimos o pensamos”, resuena constantemente en mí. Tal aprendizaje de una vida espiritual encarnada se ha ido produciendo a mi ritmo, en total confianza con mi acompañante. He podido avanzar paso a paso en esos nueve meses, gracias a mucha delicadeza y escucha activa en la que todo lo que yo decía y vivía, era tomado en
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cuenta; y, al mismo tiempo, sentía que me remitían siempre a mi propia libertad y a Jesucristo, siendo la acompañante solamente su instrumento.
Para la reflexión… 1. ¿Puedo decir que vivo espiritualmente mi trabajo y las cosas cotidianas de la vida? ¿En qué lo noto? 2. ¿Qué sucede con mi mundo afectivo? ¿Soy capaz de nombrar lo que me sucede o lo escondo? 3. ¿De qué maneras y en qué momentos del día, hago oración? 4. ¿Cómo Cristo ha ido cambiando mis criterios? Marcela. Una decisión difícil En este caso, no se trata del fruto inmediato de los Ejercicios Espirituales, sino de un efecto muy posterior, obtenido gracias a la puesta en práctica, en una situación nueva, de uno de los métodos de elección propuestos en la segunda semana de los mismos Ejercicios. El estilo del relato refleja la dificultad para escribir que señala la autora, pero responde también a lo complejo que es resolver un problema con fuerte resonancia afectiva. El relato Desde hacía un año, me había embarcado en una relación con un hombre, una relación que yo veía como duradera, pero sentía que algo crujía, y eso me hizo cuestionarme. Me hacía preguntas, pero me sentía tironeada. Porque el mero pensar en renunciar a esa relación me parecía desprovisto de sentido y, sin embargo, un asunto muy real me hacía presentir que no podía ser feliz prolongándola. Experimentaba un malestar que me repercutía hasta en lo físico, de modo que me hacía falta -así lo sentía yo- llegar a una elección importante en relación a esa persona. Estaba en una situación muy complicada: mis preguntas se entremezclaban sin fin en mi cabeza y me sentía totalmente superada por todas esas interrogantes. Me ponían en un estado emocional difícil de manejar y de interpretar bajo la mirada de Dios. Yo que tuve siempre dificultades para escribir, tuve que encontrarme ante un muro y con una confusión deprimente, para sentir el apremio de superar ese escollo tenaz de la escritura y ser capaz de poner en el papel lo que iba bien en esa relación y lo que no iba. Una frase que me dijo alguien cercano fue la que me sacudió: ¡nunca antes había percibido esa relación desde ese ángulo! Aquella frase me hizo tomar conciencia que las preguntas que comenzaban a asaltarme no eran simples granitos de arena, y que tenía razón al querer aclararlas. Estaba en esa toma de conciencia, todavía confusa, de que algo no iba bien, cuando nuevos momentos de decepción vinieron a confirmar el malestar que percibía por dentro. Un año después de nuestro primer encuentro, pedí un compás de espera y aproveché una oportunidad para irme al campo, a cambiar mis ideas: la naturaleza ayuda a ver más claro.
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Estaba decidida a ubicarme y a tomar una decisión clara en cuanto a esa relación, pidiendo al Señor que me iluminara y me diera fortaleza para dar ese paso. Para ello me había llevado un folleto en el que se explicaba cómo tomar una decisión según la pedagogía ignaciana. (Los Ejercicios en la vida, vividos trece años antes, me habían familiarizado ya largamente con esa pedagogía.) La palabra de un cercano [como dije], las decepciones nuevamente experimentadas, la perturbación en la que me hallaba, todo eso me ayudó a poner en el papel las ventajas y los inconvenientes de la primera y de la segunda solución, tal como lo propone Ignacio: determinar la elección por hacer, colocarme ante la meta de mi vida que es alabar y servir a Dios y en eso glorificarlo, ver lo que estorba mi libertad, pedir la luz del Espíritu para reflexionar, por él y con él, en cada una de las soluciones, pero también en la negación de esas ventajas y de esos inconvenientes8. Me hallé ante una página con cuatro columnas. Escribir en detalle esas ventajas y esos inconvenientes y su negación me tomó varios días, en oración. La Palabra que me “habitaba” era la de un canto de Taizé9 que, en una de mis estadías allí, me había hablado interiormente: “Jesús, Cristo, Luz interior, no dejes que me hablen mis tinieblas. Jesús, Cristo, Luz interior, dame que acoja tu amor”. Este canto, que ahora me volvía, tomó una verdadera consistencia durante ese discernimiento. Yo pedía la gracia de ver claramente la situación tal como realmente era, para poder ponerme a tono con la presencia activa de Dios en mi vida y para poder actuar de modo consecuente, apuntando a la vida. Una vez colocados los elementos en cada una de las columnas, miraba hacia qué lado bajaba la balanza. Veía hacia dónde se inclinaba la decisión: había una realidad que ahora saltaba a la vista por el hecho de haber puesto las cosas por escrito. Lo veía primero porque había más elementos en un lado que en el otro, pero también porque unos elementos -que tenían su razón de ser-, no eran tan importantes. Pedía la gracia de sentir y comprender “desde dentro” los criterios que eran importantes para caminar hacia la Vida. Y me volvía a la mente: “Mira: pongo hoy ante ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha… Elige pues la vida” (Deut 30, 15 y 19). Se me hacía patente que todos esos elementos, ahí ante mis ojos, no pesaban todos igual, que algunos incluso no tenían ninguna importancia, que estaban ahí únicamente para inflar la columna de las razones a favor de mantener esa relación. Todos los días me tomaba un tiempo para reflexionar sobre los elementos que había puesto por escrito, averiguaba si no había exagerado en un sentido o en el otro. Ese tiempo se prolongaba con otro, de oración, de corazón a corazón con el Señor, durante el cual dejaba volver al primer plano los elementos que resaltaban. Mi oración estaba “habitada” por el deseo de ser, con el Creador, co-creadora de mi vida. Estaba también “habitada” por la certeza de que yo valía a los ojos de Dios, como lo dice por boca de Isaías: “Vales mucho a mis ojos, tienes valor y te amo” (Is 43, 4). Entre los momentos de oración pensaba en la decisión que tenía que tomar pero, como no quería que el asunto invadiera toda mi jornada, intentaba pasar a otra cosa. Al cabo de una semana, estaba avanzando y
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sentía cada vez más que la balanza, según la razón, se inclinaba más hacia un lado que hacia el otro. Aceptando la decisión Me hizo falta una buena semana para poder comenzar a querer ver la realidad que se dibujaba poco a poco y para poder esbozar el movimiento de aceptación de la probable decisión. “Ofrecerse para que Dios trabaje”10 resonaba en mí. Fue entonces cuando comprendí desde dentro, dificultosamente, la importancia de pedir la gracia de ser indiferente, para que el amor de Dios pueda ser en mí un camino de vida. María y Teresita de Lisieux estaban allí conmigo, agarrándome de la mano para sostenerme en esa petición. Alusión al tercer “tiempo para hacer sana y buena elección”. En él, se procede de manera más racional que en los anteriores e Ignacio propone seis etapas que este testimonio menciona. Para ver más claro, se utiliza un cuadro de cuatro columnas: dos para escribir las ventajas y los inconvenientes de una solución, y las otras dos para escribir las ventajas y los inconvenientes de la solución opuesta (que la autora llama aquí “negación” de las dos primeras columnas. (Ver Ejercicios Espirituales. 175 y 177-183.) 9 Si quieres conocer algo de la comunidad de Taizé, entra en su página web: http://www.taize.fr/es Cfr. Ejercicios Espirituales nº 180. Dije aceptación y no acogida, porque a nivel afectivo tenía, no la noción de ser engañada, sino que yo me había engañado acerca de la naturaleza de nuestra relación y, por otro lado, sentía que a mí y sólo a mí me tocaba hacer una elección, ya que la manera de vivir de la otra persona consistía en dejarse llevar por los acontecimientos. Había en mí una honda decepción de haberme equivocado, porque al comienzo de esa relación creí verdaderamente en ella. Pero, al mismo tiempo, me hacía falta rendirme ante la evidencia que la realidad era muy distinta y que, al no ser feliz en esa relación, tenía que ir más allá de mi decepción y tomar los medios para salir de ella; y para salir también de la indecisión que seguía invadiéndome por el hecho de sentir que había en mí, a pesar de todo, un apego a “una persona que me había imaginado” más que a la persona tal como era. En medio de la decepción de haberme equivocado, que yo estaba viviendo, le suplicaba al Señor que me diera su luz, porque yo me había comprometido hondamente en esa relación… Ahora bien, ésta no me dejaba satisfecha, estaba yo confrontada a una situación que sentía mortífera. Mientras que, cuando en la oración volvía a mis columnas, sentía un impulso hacia la vida. Eso me empujó a reflexionar y a desear “hacer la verdad” acerca de lo que deseaba verdaderamente vivir en mi relación con un varón. Aunque me había fijado el objetivo de ver claro en el plazo de quince días de campo, no alcancé en ese lapso a vivir el sexto momento propuesto por Ignacio: “ofrecer a Dios mi decisión”. Porque, antes de poder ofrecerla de veras y sin violencia, debía primero tomarla plenamente, en todo mi ser y no sólo en el nivel de la razón y del comprender. Y para eso, me hacía falta sentir que la decisión brotara verdaderamente desde el fondo de mi corazón y
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que me “habitara” totalmente. Me hacía falta sentir también que era verdaderamente para mi bien, para que fuera feliz, que me pusiera de pie; mientras que mi afecto, por su lado, no estaba todavía persuadido. Sin embargo, todo lo que los demás, en mi entorno, me reflejaban ¡iba en el mismo sentido que lo que yo veía escrito allí en el papel, en mis columnas! A pesar de todo, la decisión se hacía cada vez más precisa a medida que la Palabra del canto de Taizé se instalaba en mí y tomaba toda su consistencia. No obstante, por evidente que le pareciera a mi razón, yo seguía teniendo dificultad para sentirla de manera nítida: afectivamente seguía todavía en la indefinición, un poco como la foto que se manifiesta progresivamente en el revelador, antes de llegar a la nitidez. Sentimientos y movimientos contradictorios, que venían de mi afectividad, seguían manteniéndola borrosa. A esas alturas, percibí en un momento dado, que podía complacerme en esa situación de vaguedad, la que para mí no era feliz y, de quedar así, me haría sufrir permanentemente. Entonces sentí con fuerza que debía optar por una elección radical: para eso, hace falta voluntad, energía, no dejarse rebalsar por el afecto; hace falta en cierto modo que haya un equilibrio entre la voluntad, la razón y el afecto. Necesité pedir la gracia de recibir la paz del Señor en mi corazón antes de decidirme a hacer esa elección radical, en fidelidad a la voz interior que se hacía insistente en mí: “¡Elige la vida, pues!” y rendirme ante la evidencia que, a través de ese hombre, no era el amor de Dios por mí el que se manifestaba. Hizo falta tiempo -más o menos un mes y medio- para que pudiera efectivamente mirar de frente, en la duración y sin restricción alguna, la realidad tal como era; para que mi afectividad se hallara hondamente apaciguada y que, de ese modo, sintiera los efectos de la total indiferencia tan solicitada: para mí, ese último punto ha sido una confirmación sólida e irrefutable. No había ya distancia alguna entre lo que me reflejaban “mis columnas” y la certeza que estaba presente en mi corazón. A fuerza de llamar a la puerta y pedirle a Dios que iluminara mi vida, apareció en mí, en mi corazón, una especie de evidencia: había nacido en él una certeza sin ninguna perturbación. Mis tinieblas ya no pesaban nada. Dios habitaba la casa de mi corazón. Había además otra certeza: que Dios me estaba ayudando a llevar adelante ese discernimiento desde el comienzo, aun cuando no hubiese entonces tenido conciencia del hecho. Elegir construye futuro La decisión había tomado cuerpo plenamente en mí: estaba madura. Esta vez me era dada en todo mí ser. Tenía la certeza que el Señor me acompañaba en mi camino. Entonces pude acoger mi decisión y, sin más tardar, ofrecérsela a Dios, depositándola ante su mirada. Y allí me sentí libre para el acto siguiente: la ruptura definitiva. Cuando le anuncié esa decisión a la otra persona, me invadió un inmenso alivio, en todo mi ser, cuerpo y alma. Era un alivio interior nacido de mi “sí” a la Vida, en fidelidad a la obra creadora de Dios en mí.
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Una posibilidad acababa de abrirse, posibilidad que, varios años después, se concretó con otra persona. Sí, elegir construye el futuro. ¡Claro que hay que poner los medios! Incluso el de trazar y llenar “columnas”, si eso permite crear la sana distancia ante un estado emocional demasiado violento e invasor y, mediante eso, poder disponerse con la gracia de Dios a dejar el Espíritu efectuar en el corazón su obra de discernimiento y de conversión. Eso es lo que ese episodio de mi vida me ha enseñado. Para la reflexión… 1. ¿He tenido que tomar alguna decisión importante en mi vida? ¿Cuáles han sido y
qué pasos he seguido para tomarla?
2. En este momento de mi vida, ¿tengo que tomar alguna decisión importante? ¿De qué manera me estoy dejando acompañar por el Señor en esta decisión?
El discernimiento de Ignacio de Loyola en nuestros días El discernimiento es una de las características fundantes y universalmente aceptadas de la Espiritualidad Ignaciana. A pesar de la diferencia temporal que nos separa de San Ignacio y la creación del libro de los Ejercicios Espirituales, el discernimiento es un ejercicio sumamente actual. En este texto, el español Ismael Bárcenas SJ nos explica por qué. Por Ismael Bárcenas Orozco
El discernimiento es la herramienta fundamental de Ignacio de Loyola en su peregrinar espiritual. Desde su rehabilitación posterior al bombazo de Pamplona, poco a poco captó esta dinámica interna. Ignacio descubre que Dios habla al interior del ser humano. El discernimiento espiritual
comprende
la
distinción
de
los
movimientos del buen y del mal espíritu, así como el entender sus tácticas y estrategias. Aprender a distinguir estas mociones internas es como podremos intuir cuál es la voluntad de Dios. Las mociones son sugerencias e impulsos internos que incitan a que hagamos algo o dejemos de hacerlo. Toda moción suele incluir un estado de ánimo y un discurso. Agrupando, se distinguen dos tipos de estados de ánimo: Uno lleva a sentirse bien, tranquilo, alegre, en paz y en armonía. Otro lleva a sentirse mal, inquieto, triste, turbado y en desarmonía.
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Así, cuando alguien tiene que tomar una decisión crucial, puede sentir alegría, paz, confianza y como si una voz interna le dijera: está bien que lo hagas. Por otra parte, pudiera suceder lo contrario, que sintiera inquietud, tristeza, dudas, desazón y como si una voz interior quisiera prevenir de realizar tal acción. Gran parte de la dificultad del discernimiento consiste en que las mociones suelen ser ambiguas, ya que tanto el buen espíritu como el malo pueden comportarse amables o rudos respecto a lo que estamos por decidir. Otra dificultad en el discernimiento de espíritus consiste en que, primero, es necesario hacer un juicio sobre la situación existencial en que nos encontramos. Hay que preguntarse: ¿Mi vida sigue un curso positivo?, ¿Voy creciendo y subiendo a pesar de tropiezos eventuales? ¿O mi vida sigue un curso negativo? ¿En qué se me está yendo la vida? ¿Qué estoy haciendo de mí mismo? ¿Qué quiero hacer de mí en delante? Según Ignacio de Loyola, la estrategia general de los espíritus cuenta con la siguiente lógica: Al que existencialmente va de bien en mejor subiendo, el buen espíritu lo animará y le dará fuerzas, consolaciones, inspiraciones, serenidad, paz y quietud. Ante los obstáculos, le hará ver que no son tan difíciles y que se pueden superar. A quien va bien en la vida, el buenespíritu le da alegría y gozo espiritual, le quita toda tristeza y turbación enemiga. Así, estas mociones entrarán en su vida como gotas de agua en esponja. En cambio, aesta persona, el mal espíritu lo entristecerá, desanimará y turbará. Al que va bien en la vida, el mal espíritu le presentará los obstáculos como insuperables, los ideales como irrealizables, aun con ruido estridente como gota de agua que choca sobre piedra. En general, al que va bien en la vida, el mal espíritu se le presentará de forma terrible. Algo muy importante a distinguir en la lógica de estrategias y movimientos espirituales es que, al buen espíritu, le gusta que el ser humano vaya existencialmente avanzando. En cambio, el mal espíritu intentará que retroceda. La misma estrategia se muestra en el caso de quien va existencialmente cayendo. En este caso, las tácticas de los espíritus se invierten. Al que va en decadencia, el mal espíritu le presenta el camino lleno de distracciones, falsos placeres y le dará palmadas en el hombro. A ese mismo, el buen espíritu podría atacarlo con medios terribles, punzando y mordiendo. Desde la lógica de Ignacio, Dios nos pide algo a través de las mociones internas, por lomismo es importante aprender a distinguirlas. Ser cristiano no es fácil, es aprender a luchar contra el mal que acecha en los fueros internos, también luchar contra la injusticia que vemos en el mundo. Sentir bonito no es en automático una moción del buen espíritu. El buen espíritu es como ese instructor del gimnasio que nos exige dar más y sacar lo mejorque tenemos. También, nos invita a que seamos solidarios y nos unamos a las mejores causas que intentan construir un mundo más humano. Por tal motivo es que el discernimiento ignaciano mantiene su vigencia y es una gran herramienta para enfrentar los tiempos modernos. Fuente: Entre Paréntesis
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El camino de la sencillez de corazón Enrique Gutiérrez T., S.J., Julio 07 de 2017 El P. Enrique A. Gutiérrez T., S.J., presidente de ACODESI, reflexiona sobre la sencillez y nos invita para que le apostemos a la “sencillez en nuestro estilo de vida, una sencillez nacida del corazón como la que Jesús nos anuncia y nos invita a hacer realidad en la vida diaria”. “No nos dejemos deslumbrar, no sacrifiquemos lo esencial. Tengamos esa visión clara de las cosas, luchemos por todo lo que nos hace ser verdaderamente felices desde el fondo del corazón.”
Fotografía: Aleteianoticias.blogspot.com.co .
Con frecuencia me causa admiración la actitud de los campesinos en su manera de ser, de actuar y de relacionarse. Son profundamente sencillos. En su casa siempre hay comida para la persona que llega, hay cómo acomodarla para que pase la noche. Si alguien está en apuros, la mano bondadosa del campesino aparece para aliviar el dolor, sanar la herida que deja la pena, mitigar la ausencia del ser querido. Cuando se trata de expresar la solidaridad el campesino, a imagen del Señor, no se deja ganar en generosidad. Se priva de muchas cosas para compartir con otros.
Esa actitud de sencillez es una de las más importantes que el Evangelio nos presenta. Hoy, en el pasaje que se lee este domingo, es lo que Jesús proclama: “has revelado el secreto del reino a las personas sencillas”. Jesús se hace solidario con la gente atribulada y desconsolada “vengan a mí todos los que están cansados y agobiados que yo los aliviaré... Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón y encontrarán su descanso... Mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.
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Qué diferente sería nuestra vida si la sencillez fuera una actitud ordinaria en nuestro quehacer cotidiano. Cuántos problemas se evitarían entre las personas si asumiéramos la actitud de humildad y sencillez que el Señor proclama en el texto que estamos reflexionando. Como dice el apóstol Pablo en la segunda lectura es dejarnos llenar del Espíritu de Dios. Es la actitud que resalta la primera lectura, tomada de la profecía de Zacarías, cuando habla del rey “que viene a ti, justo y victorioso; modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica”. ¿Puede uno imaginarse, siquiera por un momento un rey que entra en un asno? Pues eso sucedió en la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén el Domingo de Ramos. Fue un rechazo a la pompa, al impresionar de una manera vacía, para convertirse en el testimonio de la sencillez, de la modestia y de la humildad, valores que van íntimamente unidos a la proclamación transparente de la verdad. Hoy, cuando el mundo nos presenta tantos atractivos, cuando nos invita por todos los medios posibles a vivir al ritmo de la moda, a comprar lo último del mercado para estar in, el mensaje del Evangelio nos invita a trabajar por la sencillez, por aquello que no es ostentación, a comprender que lo aparente pasa, se gasta. Que hay valores que han de permanecer, que son lo esencial, los que permiten darle sentido a la vida, los que nos hacen ser personas de verdad, íntegras y coherentes. No nos dejemos deslumbrar, no sacrifiquemos lo esencial. Tengamos esa visión clara de las cosas, luchemos por todo lo que nos hace ser verdaderamente felices desde el fondo del corazón. No pensemos que la felicidad se compra en los grandes almacenes de moda, o que es algo que está para comprar o vender como una mercancía. Apostémosle a la sencillez en nuestro estilo de vida, una sencillez nacida del corazón como la que Jesús nos anuncia y nos invita a hacer realidad en la vida diaria. Así seremos felices.
Coherencia Cristiana A.M.D.G.
Es un medio grafico de comunicación y participación del Centro de Espiritualidad Ignaciana, Padre Oscar Cepeda S.J. Asociación privada de fieles, ajustada a Derecho Canónico, con sede central en la Casa de La Divina Misericordia de Glew. Complementa la formación y la información de personas que acceden a las teorías y a las técnicas de la práctica del yoga con visión Cristiana, (Yoga Cristiano). Asesoramiento: Profesora María Isabel C. de Scofano, ex docente de la USAL ( Universidad del salvador), área Escuela de estudios Orientales, fundada y dirigida hasta su fallecimiento por el sacerdote jesuita Ismael Quiles. Diagramación: Daniel Barrionuevo
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En Todo Amar y Servir Una máxima ignaciana que define un idea, un deseo, una aspiración legítima del creyente. Amar a cercanos y lejanos. Con amor que recibe muchos nombres: amistad, pasión, compasión, respeto… Es verdad que no es fácil, y que en ocasiones resulta difícil querer a algunas personas. Y no por mala voluntad, sino porque las relaciones humanas son complejas. Pero también se aprende. A mirar con benevolencia. A comprender otras vidas. A desearles lo mejor. Y a trabajar por ello. Ahí entra el servir. Servir es ponerse manos a la obra para tratar de dejar el mundo un poquito mejor de lo que lo conocemos. Servir es la disposición para ayudar, para atender, para sanar… Servir en lo cotidiano. En la familia, en el trabajo, en el descanso. Sirven las palabras y los gestos; los silencios y las miradas; sirve nuestro tiempo, si lo empleamos bien; y la risa que se contagia; las canciones que esponjan; los esfuerzos por levantar al que anda caído. Sirve dar la vida cada día. Ignacio de Loyola lo aprendió al mirar a Jesús. Al conocerle, amarle y seguirle. Es un buen eslogan para esta época nuestra. Un poco contracorriente, y para muchos, difícil de entender. Pero es una buena disposición vital. Darse, a tiempo y a destiempo. Porque de egoístas va el mundo sobrado. Y así nos va. De modo que, aunque sea difícil y a veces cueste, ¿por qué no ser ambiciosos? Para amar y servir, en todo. José María Rodriguez Olaizola, sj
Conversión y Seguimiento “Simón Pedro, ¿me amas?... Sí, Señor... Sígueme... Cuando eras joven... ibas adonde querías; pero cuando te hagas maduro... Otro te llevará adonde no quieras” (Jn 21).
Nos sucede a menudo que los árboles no nos dejan ver el bosque. Eso también suele acontecer en la espiritualidad. Para muchos católicos, esta palabra evoca multitud de exigencias, de iniciaciones, de nociones teológicas, que terminan por encubrir su núcleo simple y esencial. Otros parecen confundir tal o cual «árbol» importante con el «bosque». Identifican la espiritualidad (y hablar de espiritualidad es hablar de vida cristiana) con la oración, o con la cruz, o con la entrega a los demás... El Evangelio nos revela la raíz de toda espiritualidad y nos devuelve la exigente simplicidad de la identidad cristiana. Nos enseña que ser discípulo de Jesús es seguirlo, y que en eso consiste la vida cristiana. Jesús exigió fundamentalmente el seguimiento, y todo nuestro cristianismo se construye sobre nuestra respuesta a esta llamada (v. gr., Mt 8,18-22; 9,9; 10,38; 17, 24; 19,21.28; Mc 1,17-18; 3,13-14; Lc 14,25-27; Jn 1,43; 8,12; 10,1-ó.27; 21,15-22; etc.). Desde entonces, la esencia de la espiritualidad cristiana es el seguimiento de Cristo bajo la guía de la Iglesia. Ser cristiano es seguir a Cristo por amor. Es Jesús que nos pregunta si lo amamos, nosotros que respondemos que sí, El que nos invita a seguirlo. («Simón Pedro, ¿me amas?... Sí, Señor... Entonces sígueme...» (Jn 21). Eso es todo. Así de simple. Ignorantes, llenos de defectos, Jesús nos conducirá a la santidad, a condición que comencemos por amarlo y que tengamos el valor de ir en su seguimiento. El cristianismo no consiste sólo en el conocimiento de Jesús y de sus enseñanzas transmitidas por la Iglesia. Consiste en su seguimiento. Sólo ahí se verifica nuestra fidelidad. Seguimiento que es la raíz de todas las exigencias cristianas y el único criterio para valorar una espiritualidad. Así, no existe una «espiritualidad de la cruz», sino del seguimiento;
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seguimiento que en ciertos momentos nos exigirá la cruz. No existe una «espiritualidad de la oración», sino del seguimiento. El seguimiento nos lleva a incorporarnos a la oración de aquel a quien seguimos. No existe una «espiritualidad de la pobreza», sino del seguimiento. Este nos despojará si somos fieles en seguir a un Dios empobrecido. No existe una «espiritualidad del compromiso», pues todo compromiso o entrega al otro es un fruto de la fidelidad al camino que siguió Jesús. Seguir a Cristo implica la decisión de someter todo otro seguimiento sobre la tierra al seguimiento de Dios hecho carne. Por eso hablar de seguimiento de Cristo es hablar de conversión, de «venderlo todo», en la expresión evangélica, con tal de adquirir esa perla y ese tesoro escondido que constituye el seguir a Jesús (Mt 13,44-46). Sólo Dios puede exigir un seguimiento así, y es que seguir a Jesús es seguir a Dios, el único absoluto. Todo cristiano sabe lo que es la conversión: adecuarse a los valores que Cristo enseñó, que nos arrancan el egoísmo, la injusticia y el orgullo. Sabe también que la conversión es el fundamento de toda fidelidad cristiana en la vida personal, en el apostolado o en los compromisos sociales, profesionales y políticos. Ella nos arranca de nuestros «encierros» y nos conduce «adonde no queríamos» en el seguimiento de Cristo. No siempre se tiene conciencia de la autonomía de la conversión. Esta exigencia evangélica, universal, no está ligada al grado de instrucción o de cultura ni a ninguna posición social. No está ligada al poder, ni a la riqueza, ni al saber. Ni a ningún tipo de actividad, compromiso o ideología. No existen «profesionales» ni «clases» de convertidos. Ni aun el hecho de ser religioso, obispo o cardenal supone necesariamente el hecho de la conversión, que tiene exigencias autónomas. Todo cristiano, cualquiera sea su posición profana o eclesiástica, está llamado permanentemente al dinamismo de su conversión, en el cual no hay privilegios o acepción de personas y que depende radicalmente de una respuesta a la llamada de Cristo. Esta respuesta condiciona todo proyecto humano y eclesial y es la única verificación auténtica de cualquier compromiso: «En el día del juicio muchos me dirán: Señor, Señor, profetizamos en tu nombre, y en tu nombre arrojamos los demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros. Yo les diré entonces: No los reconozco. Aléjense de mí todos los malhechores». «Pero el que escucha mis palabras y las practica, es como un hombre juicioso que edificó su casa sobre la roca. Cayó la lluvia a torrentes, sopló el viento huracanado contra la casa, pero la casa no se derrumbó, porque tenía los cimientos sobre la roca...» (Mt 7,22-25). CV/PERMANENTE: Tampoco somos siempre conscientes del itinerario de la conversión, de su dinamismo crítico. No hay una sola llamada de Cristo en la vida, hay varias, cada una más exigente que la anterior, y envueltas en las grandes crisis de nuestro crecimiento humanocristiano. La conversión es un proceso que nos interna en el radicalismo evangélico de nuestro «mundo» para vivir en el éxodo de la fe y del seguimiento del Señor. El Evangelio nos muestra este proceso crítico en los discípulos de Jesús. Tal vez con más relieve que en otros en el éxodo espiritual de Pedro. Podemos situar la conversión de Pedro al seguimiento de Cristo a partir de la pesca milagrosa que nos relata Lucas (/Lc/05/01-11). El texto es bien conocido. Jesús acababa de predicar a una gran multitud desde una barca, a orillas del lago de Galilea. Entre sus auditores estaban Pedro y algunos otros futuros Apóstoles. Hasta el momento habían seguido a Cristo de lejos, en medio de sus trabajos de pesca, sin haber sido llamados todavía a su seguimiento más radical (Jn 1,35-42). Terminado su discurso, Jesús los invita a pescar. Ellos ya lo han hecho durante la noche sin ningún éxito. Pedro, haciendo confianza en la palabra de Cristo, que ya había aprendido a aceptar, vuelve al lago a echar las redes. La pesca es extraordinaria, y vuelto a tierra, Pedro se da cuenta que tiene ante sí a alguien que es más que un sabio predicador. Esto contrasta con la conciencia de sus miserias y desencadena en él un conflicto. Arrodillado ante Jesús le pide que se aparte, porque es un pecador. Pero el Señor aprovecha esta crisis en la conciencia de Pedro para llamarlo a la conversión: «No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres». Pedro se entrega a Cristo El signo de su conversión y la de sus compañeros es que «lo dejaron
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todo y siguieron a Jesús» (Lc 5,11). A primera vista parece la conversión total. Pero a través de las actitudes de Pedro en el transcurso de la vida pública de Jesús, podemos percibir que su itinerario como convertido estaba en sus comienzos. Hay en él mucha generosidad, entusiasmo, impulsividad y amor sensible al Señor. Pero también hay exceso de confianza en sí mismo y en sus posibilidades. Su idea de Cristo y del reino a los que se había entregado era aún superficial. Su compromiso tenía la ambigüedad de muchos israelitas de su tiempo: Jesús para él no era sólo un maestro religioso, sino también el Mesías temporal que liberaría Palestina. Sólo al promediar los tres años de ministerio, Pedro reconoce en Jesús al Hijo de Dios (Mt 16,16), pero la naturaleza del reino se le escapa; «pescador de hombres» tuvo para él y sus compañeros la noción de una empresa temporal, en la que ejercerían influencia y autoridad. Por eso discuten sobre los primeros puestos (Mt 20,21; Mc 9,34), y hasta la hora de la resurrección esperan la restauración de Israel (Hch 1,ó). PEDRO/CV: Por eso Pedro experimenta una creciente dificultad en comprender la naturaleza del seguimiento. Cuando Jesús habla de la cruz, se escandaliza (Mt 16,22). Es incapaz de aliviar a los endemoniados, como su maestro, porque aún no ha entendido el valor de la fe y la oración (Mc 9,14-29). Durante las horas de la pasión experimenta sus limites en forma dramática y toda la precariedad de su compromiso y de su conversión. Lleno de fervor sensible había anunciado que él no abandonaría al Maestro, aunque los demás lo hicieran (Mt 26,33-35). Horas más tarde negaba y traicionaba a su Señor reiteradamente. Para Pedro ésta fue una grave crisis. Le hizo comprender hasta qué punto su conversión era superficial. Su autosuficiencia y miras humanas se derrumbaron. Pero Jesús aprovecha esta misma crisis para volver a llamarlo a una conversión más madura y decisiva. La escena corresponde a los relatos de la resurrección, y la trae Juan en el capítulo 21,1-19. Es muy semejante a la del primer seguimiento. El lugar es el mismo -el lago de Galilea- y las circunstancias muy parecidas. Pedro y otros apóstoles están de pesca y no han cogido nada en toda la noche. Al amanecer, Jesús, desde la orilla, les ordena echar la red a la derecha, y pescan un número enorme de peces grandes. Luego se reúnen con él a la orilla para comer. Al final de la comida, Jesús se dirige nuevamente a Pedro, y le dirige, al igual que años atrás, la llamada a seguirlo. Esta vez en forma de una triple pregunta: «Simón, ¿me amas más que éstos?... Sí, Señor; tú sabes que te quiero... Apacienta mis corderos» (Jn 21,15-17). Pedro ha sido capaz de superar sus crisis y de decir «sí» a Jesús, pero éstas le han enseñado mucho. Le permiten una respuesta madura, más honda y cualitativamente diferente que tres años atrás. Aparentemente ha perdido entusiasmo y la generosidad sentida y espontánea de entonces. Ya no se atreve a afirmar -como lo hubiera hecho antes de la pasión- que él quería a Cristo más que los otros. Hay en él la conciencia acumulada de sus limites y fallos, lo cual lo ha hecho más humilde, y por eso su entrega ahora no se basa más en sus posibilidades, sino en la palabra de Jesús que lo ha llamado. Parece menos entusiasta y entregado, pero en realidad ahora es cuando su conversión es más lúcida y profunda. Ahora se entrega con conocimiento de causa a un Señor crucificado y a un reino que no es de este mundo y que se construye en la fe. Pedro está maduro para seguir a Cristo, sin ilusiones ni sentimientos, en la madurez y la profundidad de la vida de fe. Antes habÍa dejado su casa, sus barcas y su trabajo, pero no se había entregado a si mismo. Por eso Jesús completa su llamada con un anuncio: «Cuando eras joven, tú mismo te ponÍas el cinturón e ibas adonde querías. Pero cuando te hagas maduro abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). El seguimiento de Pedro desde la conversión superficial e incipiente hasta la conversión madura de la fe, a través de la crisis, es un paradigma del proceso de la conversión de cada cristiano. Al igual que Pedro, nosotros también escuchamos en algún momento de nuestra vida una primera llamada a la conversión. Decidimos tomar en serio el cristianismo; en muchos casos seguir a Cristo con una dedicación total. Cada uno sabe cuándo fue la primera conversión de su vida, a menudo en plena juventud. Como los apóstoles, nos hicimos discípulos «dejando las barcas, las redes» y a veces la
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familia. Nos pareció entonces la mayor generosidad. Todo nos estimulaba al seguimiento, pues éste tenía un sabor sensible y realizador. La presencia del Señor era «sentida» y la oración nos aportaba un consuelo que equilibraba las dificultades de la acción, en la cual Jesús también era «sentido» como apoyo e inspiración. El compromiso apostólico y social nos «llenaba». Aun con poca experiencia, al comienzo todo era una novedad, un fascinante descubrimiento del servicio a los demás. No queríamos poner límite a la caridad y al sacrificio, que nos «realizaba» y que tenía su propia recompensa. La pobreza evangélica tenía un sabor, incluso un cierto romanticismo. Si habíamos optado por la castidad, ésta siempre significó renuncia y dificultades, pero que se nos hacían llevaderas por la presencia de Cristo y de su ideal evangélico, fuertemente sentidas en nuestro corazón. Con el tiempo todo fue cambiando. Vino una especie de crisis, a veces repentina, las más de las veces progresiva y lenta. El momento en que se presentó, turbado el entusiasmo del primer seguimiento, no fue igual para todos. Algunos meses, algunos años, varios años después. En todo caso, nuestra vida de fe es invadida por una creciente insensibilidad. Los valores evangélicos a los que nos habíamos convertido van perdiendo el sentido y la atracción sensible que al comienzo ejercían sobre nosotros. La presencia de Cristo en nuestra vida, y particularmente en la oración, la sentimos cada vez menos; experimentamos más bien una aridez, una soledad, una oscuridad que nos hace lejano el rostro del Señor. La oración ya no nos aporta el apoyo sensible de antes; más bien se hace fatigosa y seca. No parece que influye en nuestra vida ni en nuestra acción. Nos parece que recemos o no recemos todo seguirá igual: nosotros, nuestros compromisos, los demás, la historia. Por eso una de las primeras tentaciones que nos sobrevienen es la de abandonar la oración personal. Los compromisos apostólicos o sociales pierden su novedad. Se hacen rutinarios. Los trabajos y problemas que tenemos que abordar se van repitiendo con fatigosa similitud y debemos hablar siempre de las mismas cosas. La naturaleza humana se nos revela parecida en todas partes. Comenzamos a experimentar desilusiones, fracasos y vemos la relatividad de nuestro empeño. Las dificultades, obstáculos y persecuciones se van multiplicando, a veces de donde menos pensábamos; también de parte de compañeros de trabajo y de autoridades eclesiásticas. Sobreviene el cansancio, un deseo de independencia, de hacer algo más interesante, de «hacer nuestra vida». Un deseo de instalarse, de trabajar sólo lo indispensable, sin búsqueda, sin cambio, sin creatividad. La pobreza y el sacrificio se van haciendo duros. Han perdido su primer sabor y además no han sido aplaudidos como creíamos. Somos mal interpretados, juzgados como «exagerados». Además, conforme pasan los años, nos hacemos más exigentes, más «burgueses». Buscamos seguridad y un «mínimo de confort». El primer impulso de la caridad y del servicio a los demás también se resiente. Al paso del tiempo advertimos la dificultad de esa exigencia, sobre todo cuando deja de estar apoyada en el sentimiento, y que no sabemos amar. Los límites del temperamento, que no hemos podido sacudir, se van acentuando al correr de los años, con el peligro que vayan ejerciendo sobre nosotros una tiranía creciente conforme llegamos a la madurez. En los que optaron por el celibato, la castidad también se complica. Al llegar a nuevas etapas de la vida se advierten nuevas dimensiones de exigencia no entrevistas en la juventud. Debemos aceptar no sólo la renuncia a la intimidad con el otro sexo, sino también a prolongarnos en otros seres, al ambiente afectivo de un hogar..., debemos aceptar una forma de soledad radical. La gran tentación de esta crisis es la transacción. Buscar un acomodo entre el Evangelio y el «mundo», entre la santidad y la fidelidad indispensable, de manera que tras un exterior honesto, aparentemente «intacto», interiormente nos hemos instalado, perdiendo el dinamismo del seguimiento y del amor. Tendemos a introducir en nuestra vida derivativos y
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compensaciones del Evangelio. Viene un conformismo, un deseo de «hacer carrera», de transformar el radicalismo cristiano en «prudencia política». Buscamos cargos, prestigio exterior, sin preocuparnos si ello corresponde a las exigencias de Jesús sobre nuestra vida. TENTACION/DESALIENTO DESALIENTO/TENTACION: Es la tentación del desaliento. Tal vez comprendemos por primera vez, en todo sentido, la sentencia de Jesús a los Apóstoles: «Esto es imposible para los hombres, pero para Dios todo es posible» (Lc 18,27). Esta crisis del seguimiento cristiano, dramática o sutil, es precisamente la que nos prepara y nos conduce a una conversión más madura y decisiva. Como Pedro después de la pasión, a través de la crisis, de su desconcierto e insensibilidad, Jesús nos vuelve a llamar. Lo importante es saber abordar etapas, normales, propias del dinamismo de la conversión. Ellas nos colocan una vez más frente a la alternativa crucial: o quedarnos en el desánimo y la mediocridad u optar nuevamente por el radicalismo del Evangelio, más lúcida y maduramente. Jesús nos conduce a la conversión en la fe, profunda y adulta, que va más allá del entusiasmo sensible de una primera conversión. No debemos comparar etapas en nuestra vida; normalmente, la generosidad, la oración, el compromiso y la pobreza van evolucionando y purificándose. De un apoyo en el sentimiento, en la buena voluntad y en las capacidades personales, maduran para apoyarse en la palabra de Cristo y en las exigencias del Evangelio asumidas en la fe. Esto nos llevará a otra forma de seguimiento más radicado en la causa del Evangelio y menos en los sentimientos o en el deseo inconsciente de realizarnos y de tener influencia. A otra oración, menos «sentida» y buscada por motivos psicológicos, más fundamentada en el seguimiento de Cristo que nos incorpora a su oración liberadora. A otra pobreza, menos exterior y preocupada de «testimonio» y más de dura solidaridad con Cristo pobre y con los desposeídos. La castidad, siempre difícil, se irá sublimando en la amistad universal y en la fidelidad del amor exclusivo al Señor. Seremos capaces de volver a empezar cada día en el aprendizaje del amor fraterno no por la realización afectiva que nos aporta, sino por el servicio de Jesús que vive en el hermano. Los sentimientos y la sensibilidad podrán reaparecer y ayudar más o menos intensamente nuestras convicciones evangélicas, pero quedarán más adheridas a las opciones de una caridad purificada y de una fe radical que nos empujan, como a los Apóstoles, a ser «testigos del Evangelio... hasta los limites de la tierra» (Hch 1,8). Hay que saber evolucionar y crecer en las etapas de crisis que marcan las grandes conversiones de la vida. En el fondo se trata de redescubrir los grandes valores que nos atrajeron al comienzo bajo una nueva luz. Seguir orando, entregándose a los demás, trabajando y esperando, en una cierta oscuridad y aridez, inspirados en las convicciones de la fe. La verdadera conversión cristiana es en la fe Sólo ella nos permite dar el paso radical de entregarnos sin reserva a la palabra de Jesús. Como Pedro, podemos entregar nuestro trabajo y todas las cosas, pero reservarnos en nuestro fondo de egoísmo. Conservamos nuestra vida. («... El que conserva su vida, la pierde, y el que pierde su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna...» [Jn 12,25]). La conversión de la madurez no consiste tanto en «sentir» nuestro seguimiento o en multiplicar actos de generosidad, sino más bien en dejarnos conducir por el Señor en la fe, en la cruz y en la esperanza. «Cuando eras joven, tú mismo te ponías el cinturón e ibas adonde
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querías. Pero cuando te hagas maduro, abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). SEGUNDO GALILEA RELIGIOSIDAD POPULAR Y PASTORAL Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1980. Págs. 244-254
El Dios de San Juan de la Cruz
“Comunícase Dios en esta interior unión al alma con tantas veras de amor, que no hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a su hijo, ni amor de hermano ni amistad de amigo que se le compare. Porque aún llega a tanto la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma –¡oh cosa maravillosa y digna de todo pavor y admiración!–, que se sujeta a ella verdaderamente para la engrandecer, como si Él fuese su siervo y ella fuese su señor; y está tan solícito en la regalar, como si Él fuese su esclavo y ella fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!” (Cántico Espiritual27, 1). ∗∗∗∗∗ “Tú ¡oh divina vida!, nunca matas sino para dar vida, así como nunca llagas sino para sanar. Cuando castigas, levemente tocas, y eso basta para consumir el mundo; pero cuando regalas, muy de propósito asientas, y así del regalo de tu dulzura no hay número. Llagásteme para sanarme ¡oh divina mano!, y mataste en mí lo que me tenía muerta sin la vida de Dios en que ahora me veo vivir” (LlamaB 2,16).
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