Revista Límite nro. 24

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ISSN 0718-1361 Versión impresa ISSN 0718-5065 Versión en línea

Límite

LÍMITE, REVISTA DE FILOSOFÍA Y PSICOLOGÍA • Nº 24 • AÑO 2011

UNIVERSIDAD DE TARAPACÁ ARICA - CHILE

Volumen 6 - Nº 24 EDITORIAL Jorge Alfonso

UNIVERSIDAD DE TARAPACÁ ARICA - CHILE

Filosofía y Psicología. Un reencuentro necesario

ARTÍCULOS Esteban Anchustegui Igartua

Derechos Humanos y modelos de ciudadanía

Francisco Iracheta Fernández Sobre dignidad y eutanasia voluntaria: Tres aproximaciones morales (I Parte) Consuelo Martínez Priego

La “Sociedad sin Padre” en la obra psicológica de Rof Carballo. Aproximación a la cuestión del ateísmo contemporáneo

Mariano Castellaro

El concepto de representación mental como fundamento epistemológico de la psicología

Carolina Serrano Barquín Francisco Salmerón Sánchez Sonia Rocha Reza Luis Villegas López

De la mirada y la seducción

Reseña Carlos Ortiz de Landázuri

Departamento de Filosofía y Psicología Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas

AÑO 2011

Gertler, Brie; Self-Knowledge, Routledge, 2011, 315 pp.


Límite. Revista de Filosofía y Psicología Volumen 6, Nº 24, 2011, pp. 5-7

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EDITORIAL FILOSOFÍA Y PSICOLOGÍA UN REENCUENTRO NECESARIO

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l Comité Editor de la revista Límite ha decido reiniciar la publicación de los editoriales que habíamos suspendido por razones que consideramos hoy ya no válidas. Creemos que los editoriales o presentaciones son una forma de determinar mejor nuestra política de publicaciones, y una buena ocasión para invitar a nuestros colaboradores a presentar o introducir los números futuros de la revista con alguna reflexión que surja del contenido del número que se presenta. En esta ocasión vamos a iniciar esta propuesta con un análisis de la relación entre filosofía y psicología. Nuestra revista nació en 1994 como una revista institucional de carácter científico humanista. Con el tiempo la política institucional de la Universidad de Tarapacá tendiente a la especialización de las revistas científicas llevó a transformar a la revista Límite en una revista de Filosofía y Psicología, que acepta también trabajos interdisciplinarios. En la práctica, lo que ha sucedido es que la mayoría de los artículos han sido de filosofía, o de psicología. Sin embargo, recientemente hemos visto con agrado el aumento de colaboraciones en el campo de la Filosofía de la Psicología, disciplina poco cultivada en el ámbito hispanoamericano1.

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Pruebas al tanto. En el volumen 5, Nº 21 del 2010, aparecen los artículos de Adrián Bertorello y Julieta Bareiro (Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina): Sublimación y desmundanización. El problema del origen del discurso científico en Freud y Heidegger; el de Diosey Ramón Lugo-Morín (Colegio de Postgraduados, Puebla, México): La construcción del conocimiento: algunas reflexiones; y el de Juan Carlos Romero y Daniel Pérez Zapata (Universidad de Tarapacá, Arica, Chile): Craving, experiencia, conciencia y temporalidad en adicciones. Una reflexión clínica desde la fenomenología de Husserl, enfoque de Varela y la biología de la cognición de Maturana. Y en el volumen 5, Nº 22 del 2010, el artículo de José Barrientos Rastrojo (Universidad de Sevilla, Sevilla, España): Investigaciones sobre las concomitancias entre el zambraniano filosófico y la terapia de la aceptación y el compromiso. Además, en el volumen 6, Nº 23 del 2011, el artículo de Juan Elías Campos García et al. (Universidad del Valle de México, Coacalco, México): Aproximaciones epistemológicas a la psicología. En este número, todavía más, aparecen los artículos de Consuelo Martínez Priego (Universidad Complutense de Madrid, Madrid, España): La “Sociedad sin Padre” en la obra psicológica de Rof Carballo. Aproximación a la cuestión del ateísmo contemporáneo; el artículo de Mariano Castellaro (Universidad Nacional de Rosario, Rosario, Argentina): El concepto de representación mental como fundamento epistemológico de la psicología; y el de de Carolina Serrano Barquín et al. (Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca,


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JORGE ALFONSO

El Comité Editor celebra la aparición de estos artículos en un área que creemos es poco cultivada en el ámbito psicológico. La reflexión filosófica es uno de los aspectos fundamental para establecer el status científico de la psicología, no el único ciertamente. La filosofía, madre de todas las ciencias como se decía antes, debe otorgar los fundamentos últimos sobre los cuales se constituyen las ciencias; ya sea en términos de los problemas que quiera solucionar; los principios que quiera seguir; los métodos que deba usar y el criterio de verdad al que aspira. Todas estas cuestiones deben abordarse antes de cualquier trabajo científico. Es, precisamente, la filosofía la que plantea los problemas fundamentales, las hipótesis originales; sin esta reflexión previa se corre el peligro de creer que se ha descubierto algo nuevo, cuando no hay nada nuevo bajo el sol, y, además, se puede perder la dimensión de la profundidad. Donde termina la filosofía comienza la ciencia. Ésta puede llevar a cabo experimentos para contrastar las hipótesis con la realidad. Pero el planteamiento inicial es un asunto filosófico, así como la reflexión final y la búsqueda de una teoría explicativa que dé orden y unidad a lo descubierto. El problema no es de ahora, de la formación actual de los futuros investigadores, es un problema histórico: El del nacimiento y desarrollo de la Ciencia moderna. Es parte, todavía, de “la querella entre antiguos y modernos”, de empiristas versus racionalistas. Controversia que se dio en forma paradigmática entre los partidarios de Francis Bacon y de Thomas Hobbes en la Inglaterra del siglo XVII. En ésta Bacon impuso una idea de ciencia que a partir de los experimentos podía ir generalizando sus descubrimientos, teniendo cuidado de no ir más allá de lo que se percibe, pero sí con la confianza de que los sentidos no engañan, y, más aún, que los experimentos pueden replicarse ante testigos que darán fe de lo que ven. Esta mentalidad se materializó en la Royal Society, cuyo lema, nulla in verba, deja en claro que prefieren la modestia de sus generalizaciones empíricas a la ambición desmedida de los escolastas y sus explicaciones universales y metafísicas. En cambio Hobbes los desprecia, por rechazar justamente la búsqueda de un saber universal que lleve los descubrimientos científicos a la conformación de teorías cada vez más comprehensivas y totales, sin las cuales el pensador inglés piensa que no se puede hablar de ciencia, sino a lo más de artesanía. La solución hoy está algo más clara. La oposición tajante entre estos dos modos de hacer ciencia no es tal. Lo que caracteriza a la ciencia nueva es que logró unir el saber artesanal, técnico, con el científico, de forma tal que el moderno hombre de ciencia se asemeja más a un ingeniero que a un científico encerrado en su gabinete. Contacto, no separación, es lo que se debe buscar: teoría para pensar y práctica para poner a prueba lo pensado. Por eso, lo que aquí exponemos es una advertencia para

México): De la mirada y la seducción. Artículos que claramente corresponden a una reflexión filosófica sobre temas psicológicos. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


Editorial

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que nos cuidemos de formar sólo técnicos y no científicos en nuestras unidades académicas, y podamos unir a la filosofía con la psicología. Un camino puede ser el dar cada vez más lugar en nuestra revista a artículos de Filosofía de la Psicología, hecho que hoy celebramos y agradecemos, y que puede constituir una sobreespecialización de la revista en el futuro.

Dr. Jorge Alfonso Director Revista Límite Departamento de Filosofía y Psicología Universidad de Tarapacá, Arica, Chile jalfonso@uta.cl

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Límite. Revista de Filosofía y Psicología Volumen 6, Nº 24, 2011, pp. 9-28

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DERECHOS HUMANOS Y MODELOS DE CIUDADANÍA CITIZENSHIP MODELS AND HUMAN RIGHTS

Esteban Anchustegui Igartua* Universidad del País Vasco San Sebastián-España Recibido 2 de mayo 2011/Received May 2, 2011 Aceptado 12 de septiembre 2011/Accepted September 12, 2011

RESUMEN Este artículo trata de analizar el conflicto latente en el concepto moderno de ciudadanía desde su origen. Así, si los textos que manifiestan las convicciones de los protagonistas de las revoluciones francesa y norteamericana fundan los derechos humanos en su dignidad como seres humanos libres e iguales (haciendo converger los derechos del hombre en los derechos del ciudadano), una vez inscrita la ciudadanía en las fronteras del Estadonación, el estatus y los derechos correspondientes a los ciudadanos les son atribuidos en tanto que son miembros de un demos definido por ciertos criterios de pertenencia. Palabras Clave: Derechos Humanos, Derechos Ciudadanos, Universalismo, Pertenencia, Comunidad Política, Liberalismo, Comunitarismo, Republicanismo.

ABSTRACT This article investigates the latent conflict in the modern concept of citizenship from its origin. Thus, if the texts that express the convictions of the protagonists of the American and French Revolutions founded human rights in their dignity as free and equal human beings (by converging human rights into the rights of citizens), once registered citizenship in the nation-state borders, the status and rights for citizens are conceived as being members of a demos defined by certain criteria of membership. Key Words: Human Rights, Civil Rights, Universalism, Membership, Political Community, Liberalism, Communitarianism, Republicanism.

∗ Departamento de Filosofía de los Valores y Antropología Social. Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación. Campus de Gipuzkoa. Universidad del País Vasco. Avda. de Tolosa, 70. Donostia-San Sebastián. España. E-mail: esteban.antxustegi@ehu.es


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l debate actual de la filosofía política se refiere ciertamente, en buena medida, al modo y alcance de la integración política, esto es, a la protección y el desarrollo de los derechos humanos, lo que acarrea, en consecuencia, una determinada concepción de la ciudadanía. En este sentido, la recuperación actual de la noción de ciudadanía está ligada a la conciencia de que las sociedades modernas precisan de recursos morales para mantenerse; y es que, supuestos los fundamentos individualistas de su cultura, ¿cómo es posible la solidaridad entre los ciudadanos de las modernas sociedades occidentales?, ¿cómo se integra normativamente una comunidad política? o ¿qué tipo de sociedad haría posible la salvaguardia de los derechos individuales sin prescindir de aquellos bienes que no pueden ser alcanzados sino colectivamente? En otras palabras, cómo hablar de la protección de los derechos humanos en sociedades donde el concepto de derecho va irremediablemente unido al estatus de pertenencia a una comunidad política, y donde la condición de ciudadano como sujeto de derechos efectivos acaba haciendo converger los derechos del hombre en los derechos del ciudadano. Asumir que los derechos de los individuos (incluidos los “derechos humanos”) sólo pueden hacerse efectivos en la medida en que son establecidos jurídicamente por una decisión política suscita enconados debates en cuanto a la magnitud de las prestaciones con las que hay que dotar estas garantías. Además, la ola migratoria desde los países subdesarrollados del Tercer Mundo hacia las acomodadas sociedades democráticas occidentales ha renovado el interés teórico por la relación entre el disfrute de ciertos derechos (políticos y sociales) y la pertenencia a una comunidad política, así como por la relación entre los derechos de los ciudadanos y los derechos humanos. La noción de ciudadanía, por tanto, muestra aquí su componente de exclusión, a la vez que se enfrenta al reto de hacer compatible el compromiso hacia la propia colectividad con la dimensión universalista de sus fundamentos en las constituciones democráticas. Tampoco hay que pecar de ingenuidad y considerar la ciudadanía como la panacea de muchos y variados problemas, porque, entre otros factores, es menester recordar que la noción de ciudadanía también comporta ciertos riesgos e inconvenientes que conviene señalar: a)

b) c)

El concepto resulta ambiguo. No sólo porque la ciudadanía se entienda de manera diferente desde las distintas posiciones teóricas y políticas, sino porque se cruzan la perspectiva de la pertenencia –ser ciudadano como miembro de una ciudad (particular) a diferencia de otros– con la de los derechos humanos, cuya universalización llevaría (al menos teóricamente) a la inserción y autorrealización de todos los seres humanos como tal. La cuestión de la ciudadanía aparece en planos diversos –jurídico, sociológico, descriptivo y normativo–, lo que se presta a una cierta confusión. El tema de la ciudadanía tiene un alcance potencialmente ilimitado. No sólo porque se puede tratar prácticamente cualquier tema de filosofía política en Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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clave de ciudadanía, sino porque manifiesta una tendencia –sobre la cual desearía alertar–, a dilatar el espacio de la ciudadanía hasta incluir en ella todas las reivindicaciones normativas aparecidas en este siglo en Occidente. La ciudadanía también puede tener una función ideológica, en cuanto enuncia una igualdad política que encubre desigualdades subyacentes determinantes.

Con todo, el concepto de ciudadanía y su aplicación es un elemento fundamental que es preciso desarrollar y explorar en la actualidad. De hecho, el redescubrimiento de la ciudadanía ha coincidido, entre otros factores, con un renacimiento de la idea de comunidad (paralela a la preocupación por la falta de referencias valorativas, y el paradigma individualista y competitivo del mercado) o con la renovación del interés por los problemas de la identidad (individual, colectiva, de pertenencia, exclusión, inclusión, etc.), suscitados por hechos como la globalización, las migraciones o la multiculturalidad en las sociedades contemporáneas. Asimismo, la consideración de la ciudadanía como un estatus de pertenencia definido por un haz de derechos permite también considerar el sistema político (y en particular, la democracia) ex parte populi, esto es, desde la perspectiva de los individuos y de su inserción en el espacio político, para así examinar las condiciones y grado de realidad de esta inserción. En este sentido, el término “ciudadanía” va más allá de la noción jurídica, y resume en cierto modo la aspiración a la plena e igual participación en un marco común de derechos y obligaciones, donde el análisis de las condiciones de vida y la satisfacción de necesidades sirve como punto de referencia crítico para examinar las tensiones y desequilibrios de hecho existentes en las sociedades modernas.

DERECHOS DE CIUDADANÍA Y DERECHOS HUMANOS

Es cierto que la noción de ciudadanía ha estado hasta ahora inscrita en las fronteras del Estado-nación. Así, el estatus y los derechos correspondientes a los ciudadanos les son atribuidos en tanto que miembros de un demos definido por ciertos criterios (por lo general, adscriptivos) de pertenencia. Los derechos del ciudadano son, por consiguiente, derechos dimanantes de una condición particular, y exclusivos de los miembros de una determinada comunidad política (por eso la ciudadanía de ciertos países –como los de la Unión Europea– representa hoy un distintivo de privilegio, que diferencia a sus afortunados poseedores del resto de los humanos, como antaño el linaje)1. Pero esta connotación particularista del estatus de ciudadanía, que excluye

1 “…debemos reconocer que la ciudadanía no es ya, como en los orígenes del Estado moderno, un factor de inclusión y de igualdad. Hoy, por el contrario, deberíamos admitir que la ciudadanía de nuestros países ricos representa el último privilegio de status, el último factor de exclusión y discriminación, el último reducto premoderno de las desigualdades personales en contraste con la proclamada universalidad e igualdad de los derechos fundamentales” (Ferrajoli, 1994, p. 288).

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a los de fuera, se ve puesta en cuestión cuando los problemas políticos no se plantean ya en el marco de sociedades prácticamente cerradas, sino que ha de afrontarse la presencia de un importante contingente de personas que reclaman acogida. Problemas como los ya mencionados de la relación entre ciudadanía e identidad nacional, el acceso a los derechos de los inmigrantes (en Europa, particularmente los extracomunitarios) o la relación entre ciudadanía y derecho internacional, nos remiten al problema de la conjugación entre derechos del hombre y derechos del ciudadano. En este sentido, cabe plantearse si la noción de ciudadanía es adecuada a una concepción universalista que entiende que los derechos fundamentales –incluido el derecho a la plena participación en la formación de opinión y voluntad de la comunidad de residencia– no deberían estar limitados por condiciones adscriptivas. A este respecto, las preguntas son obvias: ¿debemos renunciar a la ciudadanía para hablar de derechos del hombre, o bien la ciudadanía implica la existencia de derechos particulares de los ciudadanos distintos y antepuestos a los que una persona pueda tener como hombre? O, contrariamente, ¿es factible una reformulación de la noción que nos permita hablar de una ciudadanía cosmopolita? A primera vista, parece que nos encontramos ante las siguientes alternativas: 1.

2.

Considerar que la ciudadanía remite ineludiblemente a una comunidad particular, limitada, y que los derechos de ciudadanía están por tanto restringidos a una cierta clase de personas, sin perjuicio de que se reconozcan adicionalmente también a los forasteros ciertos derechos como derechos humanos. Concebir los derechos del ciudadano sobre una base universalista, como derechos del hombre (lo que, a su vez, puede entenderse de maneras diferentes: prioridad de los derechos del hombre, que preceden y condicionan a los del ciudadano; o conjugación de la determinación efectiva de los derechos como derechos de los ciudadanos con los presupuestos universalistas de legitimación de los mismos)2.

MODELOS DE CIUDADANÍA

Es más que evidente que el debate sobre los derechos humanos nos conduce irremediablemente al debate sobre la ciudadanía, lo que nos lleva a plantear el modo de relación adecuada entre el individuo y su sociedad política.

2 David Held pretende eludir el dilema derechos del hombre/derechos del ciudadano, hablando de derechos democráticos, “integrales a la democracia misma” (Held, 1997, p. 267), y por tanto independientes de la noción de ciudadanía nacional y sostenibles sin necesidad de apelar a valores universalmente aceptados, aceptando la “relatividad histórica y cultural de la democracia”.

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Este debate ha estado protagonizado en las dos últimas décadas por dos corrientes de pensamiento, los llamados “liberales” y los “comunitaristas”3, a los que se suma hoy una “tercera vía” de perfiles más difusos, la de los “republicanos”. A continuación haré un repaso de estas corrientes, insistiendo siempre en que me voy a referir a “modelos ideales”4. 1. La comunidad liberal y los derechos y libertades individuales Así, puede entenderse por liberal aquella comunidad política al servicio de la identidad individual. Se enfatiza el individuo y su capacidad para trascender la identidad colectiva; el individuo tiene prioridad ontológica y es el punto de partida a partir del cual, y en función del cual, ha de explicarse cualquier entidad colectiva. Por tanto, la defensa de los derechos individuales, es decir, el reconocimiento y la garantía pública de sus derechos en cuanto sujeto privado, es su piedra angular. El liberalismo entiende la ciudadanía como un estatus antes que como una práctica política. El ciudadano liberal percibe las reglas sociales o las leyes como constricciones a su voluntad. Así, la maximización de la libertad exige la minimización del Estado. Su libertad es libertad negativa en el sentido más clásico (según la distinción que I. Berlin trazara basándose en B. Constant), como libertad frente al Estado. Sus preferencias son prepolíticas y sus gustos y sus querencias son tanto el punto de partida como el punto final: únicamente quedaría establecer reglas para coordinar los intereses contrapuestos (como la regla de la mayoría, por ejemplo). Ello se tradujo en el pasado en la afirmación –iusnaturalista– de que los “derechos naturales” o “derechos humanos” eran pretendidamente anteriores y superiores al ordenamiento jurídico-político. Esto, evidentemente, es ya una noción controvertida en el liberalismo; pero, en términos de fundamentación histórica, sigue constituyendo –o, al menos, ha constituido– el “núcleo duro” del ordenamiento jurídico-político liberal, que se construye a partir de esos derechos subjetivos, y es el eje en torno al que se hace girar la noción misma de ciudadanía. El contenido de los derechos desde la perspectiva liberal se resume, pues, en las nociones de propiedad, libertad e igualdad, entendidas y conjugadas de diversos modos por las diversas variantes del pensamiento liberal. Con todo, la preocupación del liberal respecto a la política es, más que la cuestión de quién tiene el poder, cómo evitar que los derechos y libertades del individuo sean limitados o anulados por los demás, y en especial por el Estado5. 3 El comunitarismo tiende a una concepción “ética” del ciudadano; el republicano a una concepción “política” del ciudadano. Para ilustrar esta cuestión, ver Anchustegui Igartua, E. (ed.). (2004). Ética y Política. Barcelona-Bilbao: Fundación Ernest Lluch-Servicio Editorial UPV/EHU. 4 Para esclarecer y orientar este debate, ver Peña, F. J. (2000). La ciudadanía hoy: problemas y propuestas. Valladolid: Universidad de Valladolid. Secretariado de Publicaciones e Intercambio. 5 Cuestión ya planteada desde la famosa conferencia de 1819 de Constant, B. “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, texto al que, como se señalaba anteriormente, hace referencia

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En este sentido, el liberal admite, a su pesar, que el Estado es necesario para garantizar la coexistencia, y por tanto para proteger los derechos y libertades individuales, pero insiste en que ha de ser limitado para impedir que invada la esfera de la libertad de los individuos. La tarea básica consiste en fijar los límites que aseguren la sujeción de las decisiones políticas a la ley (“imperio de la ley” del Estado de Derecho) a fin de evitar el ejercicio arbitrario del poder, estableciendo mecanismos que salvaguarden pilares básicos como la división de poderes o los derechos fundamentales (no debemos olvidar que el liberalismo se alza, en primer lugar, frente al absolutismo). Es cierto que hay diversas posiciones entre los liberales respecto a la extensión posible del ámbito de libertad y, por tanto, a la restricción de la misma que es necesaria, por cuanto toda ley es vista como una restricción de libertad, y se acepta como mal necesario. Pero todos los liberales coinciden en considerar la libertad como valor primordial, y la política como una amenaza potencial para la misma. Esto implica que para el liberalismo los derechos fundamentales individuales tienen prioridad respecto a toda meta o valor común, así como sobre la autodeterminación colectiva (sobre la democracia)6. El liberal está preocupado por la posibilidad de una “tiranía de la democracia”: considera que ninguna decisión mayoritaria está legitimada para invadir la esfera de los derechos fundamentales que definen el ámbito de la libertad individual. El propio discurso democrático necesita de la garantía previa de derechos fundamentales liberales, sustraídos al riesgo de ser suprimidos por una decisión mayoritaria, como marco en el que puede darse la comunicación y participación democrática. El individuo liberal es el homo oeconomicus, el ciudadano que se comporta como un ciudadano-consumidor de bienes públicos. Asimismo, la única justificación que podrá encontrar para el Estado del Bienestar tendrá que ver con la mejor satisfacción de las demandas del ciudadano-consumidor. Por consiguiente, para el ciudadano liberal la actividad cívica será un mal necesario. Las obligaciones cívicas que se le demandan al ciudadano se limitan al respeto de los derechos ajenos y a la obediencia a las leyes emanadas de una autoridad estatal, dependiente en su legitimidad de la preservación de esos mismos derechos. Sus actividades como ciudadano se ajustan al patrón de la racionalidad económica: exige el cumplimiento de los contratos o ejerce su capacidad de elección. Frente a este ciudadano-consumidor estará el político-oferente, el profesional de la política, y los dos constituirán lo que hoy se da en llamar el “mercado político”: el votante expresa sus demandas y el político compite por satisfacerlas. La comunidad liberal, por tanto, es aquella que defiende la primacía de lo justo sobre lo bueno, en el sentido de que los principios de la justicia en términos de Berlin, I. (2001). Dos conceptos de libertad y otros escritos, para analizar la libertad negativa, propia del modelo liberal. 6 “Este disentimiento básico podría, por tanto, describirse también así: los liberales insisten en que los derechos fundamentales y de libertad liberales y democráticos han de anteponerse a todas las formas de autodeterminación comunal o colectiva, así como también a todas las tradiciones e identidades particulares de tipo cultural, étnico o religioso” (Wellmer, 1996, p. 80). Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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derechos y deberes mutuos prevalecen sobre las distintas concepciones del bien que los ciudadanos puedan mantener. Ello implica la neutralidad ética del Estado, así como una neta distinción entre los ámbitos de lo público y de lo privado. Es decir, la primacía ontológica del individuo y la pluralidad axiológica sitúa en el centro de la vida social no una forma de vida común, sino las condiciones que permitan a cada uno desarrollar su propia vida, sin interferencia de los demás. No hay otro “bien común” que la garantía de esas condiciones. La ética liberal, por tanto, aunque básicamente privada, asume positivamente el valor de las leyes en tanto que éstas garantizan los derechos y las libertades individuales. Es una ética condicionada y situada dentro del marco de elección y deliberación individual. Se mantiene así una relación instrumental con la comunidad política, pues ésta no es sino el medio para servir a los individuos y dotarles de libertad y seguridad, con el fin de que cada uno encuentre su propia satisfacción o felicidad. En definitiva, el liberalismo plantea expectativas débiles respecto al comportamiento de los ciudadanos, concebidos como individuos autointeresados que tratan de minimizar en la medida de lo posible la actividad política, entendida ésta como una desviación de la búsqueda de su propio bien. Este modelo de ciudadanía que hemos expuesto dibuja un ciudadano despolitizado en el ámbito público y entregado a sus negocios privados, al que únicamente se solicita su voto clientelar o de conveniencia conforme a sus intereses supuestamente representados por los diferentes partidos políticos. Se trata de un concepto del individuo celoso de su autonomía y enfrentado por ella tanto a los poderes públicos del Estado como a los de su comunidad, que amenazan siempre su libre albedrío. Era el signo de las revoluciones liberales, que rescataron al individuo de sus servidumbres al despotismo estatal y al de su comunidad. Pero se trató también de una reacción excesiva, pendular, que producía un ciudadano tan autocentrado como desarraigado de su contexto político. Ello provocó, como no podía ser de otra manera, no sólo la reacción socialista, sino también el comunitarismo, en un nuevo golpe de péndulo. 2. La sociedad comunitarista y la lealtad nacional El modelo comunitarista, por su parte, entiende que la comunidad política está al servicio de la identidad comunal. Aquí, el sujeto político principal no es el individuo, sino la comunidad, una comunidad considerada natural o como comunidad de pertenencia. Se enfatiza el grupo cultural o étnico, la solidaridad entre quienes comparten una historia o tradición. En el caso más típico, el nacionalismo se considera la nacionalidad como prerrequisito de la solidaridad, así como condición para la identidad y para la legitimación del Estado. Los comunitaristas critican firmemente los aspectos negativos de la concepción liberal dominante en las sociedades modernas: atomismo, desintegración social, pérdida del espíritu público y de los valores comunitarios, lo que produciría desorientación y Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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desarraigo respecto a las tradiciones que proporcionan la matriz social de las identidades de los individuos. Para los comunitaristas, en las modernas sociedades occidentales, concebidas como agregados de individuos con planes de vida propios y en las que cualquier invocación a algo como el “bien de la comunidad” es vista con recelo, ya se habrían deshecho las redes de solidaridad y compromiso social que antaño cohesionaban la sociedad. Ello habría llevado a: La fragmentación, esto es, un pueblo cada vez menos capaz de formar un propósito común y llevarlo a cabo. La fragmentación aparece cuando las personas llegan a verse a sí mismas cada vez más atomísticamente y cada vez menos ligadas a sus conciudadanos en proyectos comunes y lealtades (Taylor, 1997, pp. 365-366).

Además, para los comunitaristas, el yo siempre es un yo situado en una sociedad particular, en una situación histórica concreta. Ese “yo histórico” engendra deberes hacia las familias, los grupos y las naciones que participan de la definición de nuestro yo. Estos deberes pueden ser comprendidos como una expresión de autoestima o de aceptación de uno mismo. Para aceptarme o amarme a mí mismo debo respetar y querer los aspectos de mí mismo que están ligados a los otros. Así, mi simple biografía crea obligaciones hacia otras personas, obligaciones que yo condenso bajo la noción general de lealtad7. La sociedad vendría a ser como una sucesión de círculos concéntricos, con el Estado como círculo máximo; en tal modo, como círculos concéntricos, las distintas comunidades, desde la familia a la nación, mantienen una continuidad cualitativa, y las diferencias derivan únicamente de la frecuencia de encuentros o relaciones, no de los valores. A lo largo de las distintas escalas, el cemento que mantiene la unidad es la participación en la misma idea de bien. La socialización moral de los individuos, por tanto, sólo tiene lugar en el seno de una comunidad particular. La adquisición de la competencia lingüística, por ejemplo, se plasma en el aprendizaje de una lengua concreta, y no del lenguaje como tal. Del mismo modo, el desarrollo personal de los juicios morales y políticos nacería en el seno de una moralidad concreta, y no a partir de una eticidad abstracta. Si para los liberales la universalidad y generalidad que caracterizan a las reglas morales se alcanzan elevándose por encima de la particularidad social en la que se originan, para los comunitaristas estas reglas morales se alcanzan a partir de los bienes específicos y relativos en virtud de los cuales se justifican. El deber nacional es, pues, el debido a la comunidad. El deber primordial es a la nación o a los conciudadanos en cuanto pertenecientes a esa nación, a esa identidad nacional. Es el compromiso con una concepción común de la vida buena, con una comunidad moral y política específica, que sólo puede ser asumida por quienes pertenezcan a ella. Se propugna, por tanto, el patriotismo nacional, definido como “un tipo de lealtad a la propia nación, lo que sólo aquellos que poseen esa particular 7

Ver Anchustegui, Igartua, E. (2000). La lealtad política. Leviatán, (81), 87-131. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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nacionalidad pueden alegar” (p. 68)8, y que es considerada como una virtud, puesto que es la condición de posibilidad para el desarrollo de la conciencia moral de los individuos. Una posición semejante ha sido defendida por Ch. Taylor, quien, en su ensayo El atomismo9, caracteriza con este término las doctrinas contractualistas, pasadas y presentes, que intentan defender la prioridad del individuo y sus derechos sobre lo social, o que presentan una visión puramente instrumental de la sociedad: el sujeto aparece en ellas como un portador de decisiones incomunicado que calcula racionalmente sus acciones. Para Taylor, incluso aquellas concepciones de lo humano que consideran centrales la libertad y la autonomía han de reconocer que éstas sólo son posibles en el marco de un cierto tipo de sociedad que permite desplegar la capacidad necesaria para ejercitarlas. Los seres humanos no pueden desarrollar su autonomía moral al margen de un determinado tipo de cultura y sociedad, con las consiguientes instituciones políticas. Recapitulando; los comunitaristas dan primacía a la forma de vida comunitaria. Sostienen que una sociedad basada meramente en la garantía de los derechos individuales fundamentales carece de fuerza motivadora e integradora capaz de proporcionar cohesión y solidaridad en grado suficiente para el mantenimiento de la sociedad. Frente a la visión contractualista de la sociedad como una cooperación instrumental entre los individuos para sus fines privados, el comunitarismo sostiene que es necesaria una concepción común de lo bueno que proporcione un horizonte colectivo de valor y comprensión. Incluso la existencia y pervivencia de los derechos fundamentales requiere un contexto comunitario, como condición previa y presupuesto. A su juicio, el liberalismo no es capaz de explicar adecuadamente a partir de sus presupuestos cómo puede mantenerse unida una sociedad. Por el contrario, la carencia de orientación al bien común supone un potencial destructivo que se aprecia en la anomia reinante en las sociedades liberales. Por tanto, la integración social requiere no principios abstractos, sino concepciones comunes de lo bueno insertas en un “ethos”, un modo de vida común. En términos políticos, la legitimación ha de fundarse en un concepto más fuerte de participación, sobre la base de una identificación del ciudadano con su comunidad. 3. El modelo republicano y la virtud cívica Al hablar de republicanismo es necesario hacer una aclaración terminológica previa. Si bien en origen la doctrina republicana nació como oposición a la forma de gobierno monárquica, y también aristocrática (o a sus respectivas degradaciones, 8

MacIntyre, 1993, p. 68. Taylor, Ch. (1985). Atomism. In Philosophy and the Human Sciences: Philosophical Papers 2. (pp. 187210). Cambridge: Cambridge University Press. [ed. cast. Betegón, J. & del Páramo, J.R (Coords.). (1990). Atomismo. En Derecho y moral. Ensayos analíticos. (pp. 107-124). Barcelona: Ariel]. 9

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como el despotismo o la oligarquía) el uso contemporáneo que se hace del término modelo republicano tiene poco que ver con el que corresponde a su historia pasada. Así, lo que actualmente se quiere señalar con el concepto de republicanismo es aquel modelo de ciudadanía que ha sido reinterpretado a partir de los modelos clásicos. El republicanismo moderno, por tanto, en consonancia con su inspiración en los modelos democráticos de la Grecia clásica y Roma republicana, las repúblicas italianas (Florencia y Venecia) del Renacimiento y los aspectos más radicalmente igualitarios y fraternos de las revoluciones francesa y norteamericana, arrancó –y persiste –como una labor de historiadores (J. G. A. Pocock10, H. Baron11, Q. Skinner12, C. Nicolet13, y otros) interesados en los modelos de democracia clásicos: democracias directas, loterías como formas de elección, ciudadanías activas, poderes revocables y rotatorios…, y ha cuajado en aquellos pensadores políticos que ahondan en la crisis de legitimidad de las democracias representativas. En este sentido, el modelo de comunidad política republicana puede entenderse como una expresión de la identidad cívica. Es decir, como aquella concepción de la vida política que preconiza un orden democrático dependiente de la vigencia de la responsabilidad pública de la ciudadanía. Por ello, su institución fundamental es precisamente la de ciudadanía, en su doble sentido14: como conjunto de miembros libres de la sociedad política y como la condición que cada uno de ellos ostenta en tanto que componente soberano del cuerpo político. Aunque comparte algunos de sus supuestos con el liberalismo y otros con el comunitarismo, no se confunde con ninguno de los dos. Comparte con el comunitarismo el hecho de que el ciudadano republicano también se sabe ligado, a la hora de configurar sus preferencias y su identidad, con su sociedad, y en que otorga importancia a la responsabilidad y a las obligaciones comunes. Comparte asimismo con el comunitarismo la crítica a la concepción individualista del liberalismo y su concepción puramente procedimental de la comunidad política. Sin embargo, afirma que el republicanismo no necesita compartir una noción cultural de una comunidad prepolítica, ni una idea sustantiva del bien común. Tanto el comunitarismo como el republicanismo se vinculan con la historia y las tradiciones propias de la comunidad, pero la pregunta es: ¿cómo valorar estas tradiciones?, ¿hasta qué punto respetarlas? Y si para los comunitaristas el ideal del bien está ligado a interrogantes del tipo ¿de dónde vengo? o ¿cuál es la comunidad a la que pertenezco?, el republicanismo, en cambio, no está en absoluto comprometido con ese tipo de mirada al pasado (se mirará al pasado en busca de ejemplos valiosos, en todo 10

Pocock, J. G. A. (1975). The machiavellian moment. New Jersey: Princeton University Press. Baron, H. (1993). En busca del humanismo cívico florentino. México: Fondo de Cultura Económica. 12 Skinner, Q. (1993). Maquiavelo. Madrid: Alianza o Skinner, Q., Bock, G. & M. Viroli, M. (1990). Machiavelli and Republicanism. New York: Cambridge University Press. 13 Nicolet, C. (1982). L’idée republicaine en France (1789-1924). Paris: Gallimard. 14 Doble sentido que se expresa con dos términos distintos tanto en inglés –citizenship / citizenry– como en alemán –Bürgerschaft / Bürgertum–. 11

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caso, si los hay), porque la cuestión clave, abierta al futuro, seguirá siendo: ¿qué tipo de comunidad queremos construir? o ¿qué es lo que anhelamos llegar a ser colectivamente? La respuesta republicana, por tanto, se encontrará libre de ataduras del pasado. En este sentido, si para los comunitaristas la identidad de las personas se define desde su pertenencia a una determinada comunidad (a partir de su inserción en una “narración” que trasciende su propia vida), para el republicanismo esta definición de identidad se establece mediante un diálogo con la comunidad viviente, con las generaciones actuales, puesto que ésta debe tener autonomía para decidir cuál es el modo en que quiere vivir. Por otro lado, el republicanismo comparte con el modelo liberal la importancia que ambos conceden a los derechos y a la libertad negativa. El republicanismo hace suya la afirmación moderna de la autonomía y el pluralismo. Considera que la libertad está ligada a la garantía del orden normativo equitativo creado y mantenido por las instituciones públicas, en tanto éstas se nutren de la participación y el cumplimiento del deber cívico por parte de los ciudadanos. Así, mientras los liberales asocian siempre la libertad a la no interferencia, los republicanos lo ligan con la ciudadanía entendiéndola como “no-dominación”. Es decir, entienden la libertad como la garantía de no interferencia arbitraria por los demás en el ámbito legítimo de acción que se le reconoce a cada uno (sería un concepto más cualitativo que cuantitativo). Asimismo, el republicanismo concibe la ciudadanía principalmente como práctica política, como forma de participación activa en la cosa pública. No se asienta sobre la primacía ontológica del individuo, ni sobre la defensa de sus derechos particulares, sino sobre un modo de vida compartido. De hecho, desde el republicanismo no cabe hablar de “derechos naturales” (la naturaleza sólo produce fuerza y rivalidad; sólo mediante la ley se pasa del desequilibrio y el enfrentamiento de hecho a la igualdad en derechos que nos pongan a salvo de la arbitrariedad), sino que habría de hablarse de derechos ciudadanos, es decir, derivados de acuerdos y normas, resultados de un proceso político, y no su presupuesto. La igualdad y los derechos están, por tanto, basados en el autogobierno, que requiere de la participación activa de la comunidad política. La virtud cívica, pues, sería la debida al marco universal de la constitución democrática, es decir, a la ley, como lo que permite y consolida la diferencia, el respeto a lo particular y la convivencia tolerante y pacífica en la diversidad. Y lo mejor para defender esa libertad como no dominación y para que esté asegurada para todos los ciudadanos por igual es crear un sistema jurídico e institucional que proteja la acción de los ciudadanos, confiriéndoles derechos mediante leyes y sanciones. De este modo, para el republicano, la libertad va unida a la ley y al sistema político que ella produce. Se trataría de una relación no instrumental con la comunidad política, porque ésta se considera como un bien en sí misma. Por tanto, más que en derechos, la ciudadanía republicana se basaría en deberes15, que serían la base de los derechos: 15 Q. Skinner, por ejemplo, defiende que es necesario que los individuos comiencen a “colocar sus deberes (de participar activamente en la vida política de la comunidad) por encima de sus derechos”. Polemiza así con la

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puesto que la libertad depende de la acción común, los ciudadanos tienen el deber de comprometerse con lo público, como también el de respetar la esfera de acción libre que corresponde legítimamente a sus conciudadanos. Este modelo republicano de democracia persigue la promoción de la ciudadanía civil y política plenas. Ello será posible mediante programas públicos de educación cívico-democrática, de manera que la ciudadanía pueda ser ejercida en modo mínimamente competente y responsable. La consecuencia más inmediata es que la política democrática dejará de ser un asunto exclusivo –y excluyente– de unos pocos (la clase política) para pasar a ser un asunto de una amplia mayoría consciente de sus derechos y de sus responsabilidades, y dispuesta a exigir a los gobernantes el fiel cumplimiento de sus tareas (gobierno representativo). En la medida en que la ciudadanía no tiene realidad efectiva, sino que implica una capacidad de reivindicar y obtener la efectividad de los derechos, “el status de ciudadano fija en especial los derechos democráticos de los que el individuo puede hacer reflexivamente uso para cambiar su situación, posición o condición jurídica material” (p. 626)16. Y como recuerda J. Habermas (1998a), “la autonomía política es un fin que nadie puede realizar por sí solo” (p. 627). En consecuencia, los derechos son precondición de la democracia, pero a la vez son también resultado de la misma.

CARÁCTER UNIVERSALISTA DE LA CIUDADANÍA

Una vez expuesto el debate sobre la ciudadanía actual, reflejo de las diferentes concepciones que sobre la ciudadanía perviven en los distintos modelos expuestos, es hora de hacer historia de la ciudadanía moderna, entendiendo por tal la que se desarrolla a partir de las revoluciones francesa y norteamericana. Los textos que manifiestan las convicciones en que los revolucionarios fundan los derechos de los ciudadanos no se basan en méritos o condiciones adscriptivas particulares, sino sobre su dignidad en cuanto hombres17. En este sentido, los revolucionarios no justifican su derecho a ser titulares de derechos sobre un linaje o una posición jerárquica “natural”, ni por la condición adscriptiva de ser naturales de determinada ciudad o territorio, sino sobre lo que les iguala como seres humanos, la

idea de Dworkin según la cual los derechos deben entenderse como “cartas de triunfo” frente a los reclamos de las mayorías. En este sentido reconoce la posibilidad de que el Estado utilice su poder coercitivo para “forzar a la gente a ser libre”, forzándoles a cumplir con el abanico completo de sus deberes cívicos. Ello implicaría que el Estado liberal abandonase su neutralidad respecto a las concepciones del bien que sus miembros escogen. Este será uno de los reclamos distintivos del republicanismo a lo largo de toda su historia: el de subordinar la organización política y económica de la sociedad a la obtención de buenos ciudadanos, pretensión que siempre ha tendido a ser rechazada por el liberalismo (Gargarella, 1999, pp. 176-177). 16 Habermas, 1998a, p. 626. 17 Así la “Declaración de derechos del buen pueblo de Virginia” (12-6-1776), que parte de que “todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes y tienen ciertos derechos innatos” o la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” (Francia, 1789), que se refiere siempre a los derechos del hombre. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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dignidad, lo que requerirá de una serie de condiciones para llevar a cabo una vida que por naturaleza corresponde, una vida digna. Así pues, la concepción democrática moderna de la ciudadanía hace de ésta una condición potencialmente abierta a cualquiera. Ya que el reconocimiento mutuo de los ciudadanos como iguales, con los derechos fundamentales consiguientes, no toma en cuenta rasgos adscriptivos particulares (lugar de nacimiento, ascendencia, linaje, raza, lengua, etc.), sino que se funda en la capacidad de cada ser humano de tomar parte, con y como los demás, en la vida común (en la producción, en la defensa, y también en la deliberación y decisión sobre los problemas colectivos), lo que le hace acreedor de la autonomía (indiscutible a partir del presupuesto democrático de la igualdad). El conjunto de derechos en que se materializan igualdad y autonomía son, por lo tanto, reconocidos a los ciudadanos en su común condición de hombres (o, si se quiere, de sujetos capaces de autodeterminación y construcción de la vida común), y cualquier discriminación no podrá justificarse, ni aun ideológicamente, en rasgos de identidad adscriptivos. La mencionada vinculación de los derechos del Ciudadano con los del Hombre que se expresa en las declaraciones de derechos americana y francesa revela la convicción, que puede argumentarse desde supuestos teóricos diferentes, de que la reivindicación de la ciudadanía remite en último término a la de la libertad e igualdad de todo hombre. Si argumentamos, con A. Wellmer, que “pertenece a la lógica del discurso democrático en las sociedades liberales el que en este discurso habría de hacerse valer la voz de todos aquellos que han de verse afectados por las decisiones políticas fundamentales” (p. 98)18, entonces una sociedad democrática tendría que incluir a todos aquéllos a los que conciernen sus decisiones, lo que obligaría incluso a tomar en consideración los intereses de otros situados más allá de sus fronteras. Así lo entiende Wellmer, que observa cómo del reconocimiento de los derechos del hombre se sigue el imperativo de su positivización jurídica en relación con los inmigrantes que, en gran número, acceden a las sociedades democráticas ricas: “Éstas, conforme a la lógica universalista de su autocomprensión democrática, tienen que hacer valer de alguna forma en su propio sistema jurídico los derechos humanos de los no-ciudadanos” (p. 97)19. Podemos añadir, a la inversa, que el reconocimiento de derechos sociales a los inmigrantes (que se produce, aunque en mucho menor grado de lo que sería deseable, en las democracias europeas) sólo puede explicarse por la conciencia de que los derechos que las respectivas constituciones reconocen a sus ciudadanos no son derechos exclusivos de los miembros de una sociedad particular, no son “sus” derechos, sino que aplican jurídicamente en una sociedad exigencias morales válidas para cualquier hombre20. De esta manera se avanzaría en el proceso de disolución de la diferencia entre derechos del hombre y derechos del ciudadano. 18

Wellmer, 1996, p. 98. Ibídem, p. 97. 20 “Los derechos fundamentales liberales y sociales tienen la forma de normas generales que se dirigen a los ciudadanos en su calidad de «seres humanos» (y no sólo miembros de un Estado). Incluso aunque los derechos 19

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Pero hay que hacer una aclaración fundamental, porque esta afirmación no ha de entenderse forzosamente en un sentido iusnaturalista, según el cual los derechos del ciudadano (tal como los entiende el republicanismo clásico) han de ser derivados de los derechos naturales del hombre, anteriores y superiores, que fundan la legitimidad de cualquier derecho positivo. No creo que sea así. Más bien cabe pensar en una cooriginariedad de los derechos del ciudadano, como derechos establecidos en el proceso democrático, con los derechos del hombre. Como dice Habermas: La conexión interna que buscamos entre soberanía popular y derechos del hombre consiste en que en el “sistema de los derechos” se recogen exactamente las condiciones bajo las que pueden a su vez institucionalizarse jurídicamente las formas de comunicación necesarias para una producción de normas políticamente autónoma (Habermas, 1998b, p. 169).

La voluntad política expresada en el proceso democrático crea los derechos de los ciudadanos, derechos particulares en cuanto que son fruto de la deliberación y decisión política de los miembros de una comunidad política determinada (y sólo merced a esta voluntad se configuran como derechos efectivos), pero que son al mismo tiempo derechos universales, en cuanto son las facultades y condiciones que requiere cualquier sujeto político capaz de una plena participación en el proceso democrático de determinación y decisión21.

LOS LÍMITES DE LA ADMISIÓN

Si la ciudadanía tiene como base de legitimación principios universalistas, parece que no podrían justificarse restricciones a la admisión de los inmigrantes como ciudadanos que tengan su fundamento en factores accidentales y moralmente irrelevantes, como el lugar de nacimiento. Desde este punto de vista, la idea de que puede establecerse una diferenciación entre los deberes particulares para con los miembros de la propia comunidad con respecto a las obligaciones universales inherentes a la Humanidad parece quedar desprovista de base. Sin embargo, ya “la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano nacida de la Revolución francesa proclamaba un principio de universalidad cívica que debía realizarse en el seno de cada comunidad política, no en una imaginaria cosmópolis” (p. 41)22. Y la teoría política liberal, pese al universalismo de sus principios, suele presuponer en sus planteamientos una comunidad política limitada. Así, por ejemplo,

humanos se hacen efectivos en el marco de un ordenamiento jurídico nacional, fundamentan en ese marco de validez derechos para todas las personas, no sólo para los ciudadanos” (Habermas, 1997, p. 81). 21 “Pero estos derechos son condiciones necesarias que no hacen más que posibilitar el ejercicio de la autonomía política; y como condiciones posibilitantes no pueden restringir la soberanía del legislador, aun cuando no estén a disposición de éste” (Habermas, 1998b, p. 194). 22 Colom, 1998, p. 41. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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J. Rawls parte en su obra El liberalismo político de una comunidad territorial y demográficamente limitada23, pese a que de sus principios de justicia podría desprenderse la ilegitimidad de la restricción de acceso a la misma24. La limitación del derecho a la emigración sólo podría justificarse por razones como peligros graves para el orden público o para la viabilidad económica de la sociedad. Ciertamente, el pensamiento liberal se enfrenta aquí a una paradoja: defiende los derechos de ciudadanía como derechos de los individuos y sin embargo no admite que todo el mundo pueda convertirse en ciudadano (aunque sí defiende, en cambio, el derecho de todo individuo a la emigración). En este sentido, algunos consideran que desde los presupuestos liberales es injustificable una restricción de los derechos de ciudadanía: la lógica del liberalismo exigiría fronteras abiertas (excepto quizá algunas restricciones por motivos de orden público). Otros en cambio, como W. Kymlicka, creen que la restricción puede estar justificada en la medida en que los Estados liberales han de proteger también la pertenencia cultural de las personas25. También los Estados del Bienestar se han configurado, implícitamente, sobre supuestos estatal-nacionales. Es cierto que en esta propuesta política se habla de ciudadanía social, lo que, siguiendo la definición de T. H. Marsahll: Abarca tanto el derecho a un modicum de bienestar económico y seguridad, como a tomar parte en el conjunto de la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado, de acuerdo con los estándares prevalecientes en la sociedad (Gordon, 2003, p. 9).

Pero si el Estado social garantiza el acceso universal a un umbral de prestaciones e ingresos que aseguran la satisfacción de necesidades básicas, no está nada claro –más aún en tiempo de crisis y estando los derechos sociales condicionados a los recursos con que cuenten los Estados para su implementación– que el acceso a estos derechos no esté supeditado a detentar la condición plena de ciudadanía, aspecto que es evidentemente restrictivo. Desde una perspectiva utilitarista, los deberes especiales se basarían en la utilidad recíproca que los miembros de una comunidad obtienen al prestarse mutuamente auxilio y ayuda. Las restricciones a la admisión se justificarían en función de la necesidad de equilibrar contribuciones hechas y prestaciones recibidas (con lo que se excluiría a enfermos, ancianos, etc.)26.

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“La tarea de las partes, así pues, es ponerse de acuerdo en principios reguladores de la estructura básica de la sociedad en la que se supone que habrán de desarrollar sus vidas. Aunque está fuera de duda que los principios adoptados permitirán la emigración (convenientemente cualificada), no permitirán ordenamientos que sólo resultarían justos si se permitiera la emigración. Los vínculos que se constituyen con personas y lugares, con asociaciones y comunidades, así como los lazos culturales, son demasiado fuertes como para ser abandonados, y no hay que lamentar este hecho” (Rawls, 1996, p. 313). 24 Colom, 1998, pp. 60-61. 25 Kymlicka, 1996, pp. 27-28. La postura de Kymlicka se asemeja a la de Walzer, que expongo a continuación. 26 Habermas, 1998a, p. 639. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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Aquí la crítica comunitarista al universalismo encuentra un sólido punto de apoyo. Ser ciudadano es ser miembro de una “ciudad” determinada, formada a partir de una historia y de una tradición cultural particular, circunstancia que delimita y diferencia a sus integrantes frente a otros, y coyuntura en la que se forma la identidad de los ciudadanos y a la que están afectivamente vinculados. En este sentido, la noción abstracta de ciudadanía habría de concretarse, a la postre, en la pertenencia a una comunidad formada históricamente a partir de vínculos étnicos y/o culturales. Advierte M. Walzer: Las sociedades son necesariamente particulares porque poseen miembros y memoria, esto es, miembros con memoria no sólo de sí mismos sino de su vida en común. La humanidad, por contra, tiene miembros, pero no memoria, de modo que no posee historia ni cultura, ni costumbres ni prácticas, ni formas de vida familiares ni fiestas, ni comprensiones compartidas de los bienes sociales. Es humano tener tales cosas, pero no existe una única forma humana de tenerlas (Walser, 1996, p. 41).

En consecuencia, el estatus de ciudadano se sustenta en propiedades o características que son previas a la voluntad de los miembros de la comunidad política, cuya igualdad se da sólo en el seno de una comunidad particular definida por rasgos que no están a disposición de cualquiera, y que son forzosamente particulares. La ciudadanía, por tanto, se levanta sobre tales criterios de pertenencia, que implican necesariamente criterios de exclusión. Y estos criterios de exclusión no tienen por qué ser considerados como mecanismos de defensa de una situación privilegiada o de hostilidad hacia todo lo extraño. Así, puede entenderse, como hace Walzer, que quienes son miembros activos de una “polis” concreta reivindican un modo específico de vida y de cultura que no puede ser compartido por cualquier recién llegado: “la restricción a entrar sirve para defender la libertad y el bienestar, las políticas y la cultura de un grupo de gente comprometida entre sí y con su propia vida común” (pp. 5152)27. Una política de admisión restrictiva se justifica entonces como mecanismo de salvaguardia de una identidad comunitaria, fundada en bases culturales que pueden ser puestas en peligro por una inmigración masiva de gentes que proceden de otras raíces culturales. Sin admisión y exclusión “no podría haber comunidades de carácter históricamente estables, asociaciones continuas de hombres y mujeres con algún compromiso especial entre sí y un sentido especial de su vida común” (p. 73)28. Un Estado es como un club cuyos miembros deciden sobre los requisitos de admisión de nuevos miembros de forma soberana, a la vez que como una familia, con obligaciones para con sus miembros. Por eso la autodeterminación no es absoluta: pueden sentirse moralmente obligados a admitir a “parientes” nacionales o étnicos, y tal vez están obligados a admitir a los refugiados políticos que son perseguidos precisamente “por ser como nosotros”. Y Walzer considera que deben ofrecérseles las oportunidades de 27 28

Walzer, 1993, pp. 51-52. Ibídem, p. 73. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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la ciudadanía a inmigrantes y residentes del tipo Gastarbeiter: la exclusión legítima se limitaría a los que están fuera29. F. Colom también hace notar que el principio de autonomía comunitaria podría servir para legitimar políticas de inmigración racialmente sesgadas (por ejemplo, las abiertas a los “alemanes de sangre” y cerradas a otros grupos), así como la dificultad de delimitar lo que significa la identidad comunitaria. Habermas, en cambio, defiende una posición mucho más abierta: entiende que las políticas de admisión pueden imponer condiciones restrictivas sólo para salvaguardar la identidad política de la comunidad. En una nación de ciudadanos, a los inmigrantes puede exigírseles solamente su vinculación a la cultura política de la comunidad, no a la forma de vida cultural de la misma. El derecho democrático a la autodeterminación incluye, ciertamente, el derecho a preservar la propia cultura política, la cual constituye el contexto concreto para los derechos ciudadanos; pero no incluye el derecho a la autoafirmación de una vida cultural privilegiada. En el marco de la constitución de un Estado democrático de derecho pueden coexistir en régimen de plena igualdad múltiples formas de vida. Pero éstas tienen que solaparse en una cultura política común que, a su vez, permanezca abierta a los impulsos que puedan venirle de nuevas formas de vida aportadas por los inmigrantes (Habermas, 1998a, p. 643).

Ya sabemos cuál es la contrarréplica de los comunitaristas: también la cultura política democrática liberal es una cultura, una concepción compartida específica, que no puede pretender situarse como una cobertura neutral por encima de los rasgos culturales. Pero, cabría responderles que es un tipo de cultura capaz de albergar las diferencias. Las tradiciones culturales sufren siempre en el contacto con otras tradiciones; pero esto no puede evitarse, y la cuestión es cómo puede hacerse para que el resultado no sea forzado y excluyente para algunos, y, paralelamente, cree espacios de entendimiento común. Ciertamente, hay que distinguir aquí entre posiciones de principio y políticas concretas, que tienen que atenerse a factores de viabilidad y oportunidad. Ciertas cautelas podrían incluso justificarse desde el punto de vista del propio proyecto democrático. B. Ackerman, por ejemplo, considera que el límite de absorción de las instituciones liberales democráticas trazaría el límite de una política de admisión30. Límite que, naturalmente, es difícil de determinar, ya que: El imaginario nivel de saturación de extranjeros en un país es fundamentalmente político y está ligado, por un lado, a la capacidad objetiva del Estado para proteger los derechos de las personas que ya residen en él y para mantener los recursos sociales disponibles;

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A. Monsalve observa que Walzer superpone aquí las comunidades lingüísticas, culturales y religiosas con el Estado, dando por descontado que los Estados son comunidades homogéneas (Walser, 1997, p. 71). 30 Ackerman, 1993, pp. 128-130. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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por otro, está condicionado a la percepción subjetiva de ese grado de seguridad y de estabilidad social por parte de la opinión pública (Colom, 1998, p. 66).

Pero esto es real y no puede despacharse con meras declaraciones morales (nos recuerda Colom). Lo que sí puede decirse es que de una visión de la ciudadanía que esté fundada no en la pertenencia etnocultural sino en la común humanidad se sigue un imperativo de máxima inclusión. Así, una comunidad democrática ha de mantenerse lo más abierta posible a la admisión en su seno de quienes llegan de fuera, y estar dispuesta a reconocer el estatus de ciudadanos, con los mismos derechos que los ciudadanos de origen, a quienes comparten con ellos su vida y su trabajo. Y, por consiguiente, debe adoptar las medidas pertinentes de acogida y equiparación. Y así es como puede concebirse la lealtad hacia distintos grupos –cada vez mayores –con la imagen de los círculos concéntricos (el primero de los cuales abarcaría a los miembros familiares y cercanos, el próximo a la vecindad o a la pequeña comunidad social y política, etc., y el último a la humanidad entera), tal y como propone Nussbaum en su ensayo “Patriotismo y cosmopolitismo”31. Para esta última, nuestra “lealtad primordial” ha de estar dirigida a la “comunidad moral constituida por la comunidad de todos los seres humanos”. Hemos de preguntarnos, pues, hasta dónde puede ampliarse ese círculo máximo. O sea, si puede comprender a toda la humanidad, con lo que la lealtad perdería su fundamental característica de parcialidad, y hasta si debe ampliarse incluso a las generaciones venideras –tal como preconiza H. Jonas 32–. En definitiva, ¿sería posible plantearse una lealtad superior a la comunidad nacional e internacional, esto es, un patriotismo cosmopolita (como propone, por ejemplo, K. A. Appiah en “Patriotas cosmopolitas”33? En definitiva, reiterando en las medidas de acogida y de ampliación de los límites, importa subrayar que es el criterio de admisión el que debe presidir una política democrática, y no la pretensión de conservar una identidad tradicional. El mantenimiento del carácter cultural propio de una sociedad concreta, si es que puede determinarse, es fruto de contingencias históricas, entre las que tienen un papel muy destacado

31 Nussbaum, M. C. & Cohen, J. (comp.) (1999). Los límites del patriotismo. Identidad, pertenencia y ‘ciudadanía mundial’. Barcelona: Paidós. 32 Según H. Jonas, si bien el derecho de los no nacidos no se puede fundamentar, es necesario pensar en los que vendrán, esto es, pensar en posibilitar la esencia humana de la humanidad futura. Desde su punto de vista, cabe decir que los peligros que amenazan la futura esencia humana son, en general, los mismos que, en mayor medida, amenazan la existencia actual. Lo que quiere decir que debemos de velar por los seres humanos futuros, por su deber de conformar una auténtica humanidad y, por lo tanto, por su capacidad para tal deber, por su capacidad a atribuírselo. Velar por esto, como ya advirtiera Kant, es nuestro deber fundamental en vistas al futuro de la humanidad. En este sentido, Jonas no reflexiona únicamente en la responsabilidad que tenemos para la humanidad que ya existe hoy; también se refiere a la humanidad que aún no ha nacido y para la cual también tenemos responsabilidades. Para Jonas, por tanto, el primer imperativo es pensar en la existencia de que haya humanidad (Jonas, 1995). 33 Appiah, K. A. (1999). Patriotas cosmopolitas. En Nussbaum, M. C./ Cohen, J. (comp.), Los límites del patriotismo. Identidad, pertenencia y ‘ciudadanía mundial’. (pp. 33-42). Barcelona: Paidós.

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las migraciones, y se redefine continuamente en el tiempo. En este sentido, nuestro aprecio por una tradición –que inevitablemente estamos siempre reconstruyendo– no puede imponerse al derecho de quienes son como nosotros en cuanto hombres, y debe aplicárseles el mismo estatus jurídico-político. Así, parece indispensable la aceptación por parte de todos del núcleo institucional y normativo que sustenta el proceso democrático mismo; pero, aparte de esto, ni la comunidad democrática exige por sí misma una homogeneidad cultural, ni la admisión requiere la asimilación cultural de los venidos de fuera.

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Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


Límite. Revista de Filosofía y Psicología Volumen 6, Nº 24, 2011, pp. 29-42

ISSN 0718-1361 Versión impresa ISSN 0718-5065 Versión en línea

SOBRE DIGNIDAD Y EUTANASIA VOLUNTARIA: TRES APROXIMACIONES MORALES (I PARTE)* ON DIGNITY AND VOLUNTARY EUTHANASIA: THREE MORAL APPROACHES (I PART)

Francisco Iracheta Fernández** Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey Campus Puebla Puebla-México Recibido 7 de agosto 2011/Received August 7, 2011 Aceptado 9 de noviemtbre 2011/Accepted November 9, 2011

RESUMEN Un tema complejo en la bioética contemporánea es el que versa sobre la decisión de poner fin a una vida humana, y dentro de éste, quizás el que tiene que ver con la práctica de la eutanasia voluntaria (o también llamada suicidio asistido) es el más ampliamente discutido. Desde el punto de vista de su consideración moral, no es poco frecuente encontrar en los debates en torno al tópico la apelación a la palabra “dignidad humana”. Este ensayo reflexiona sobre las diferencias y similitudes de significado que tiene el concepto de dignidad para las tres tradiciones morales occidentales más importantes, a saber, la utilitarista, la bíblica y la kantiana. Nuestro objetivo es revisar la postura moral que estas mismas tradiciones mantienen sobre la cuestión del suicidio asistido desde el punto de vista de sus particulares concepciones de dignidad. Palabras Clave: Dignidad Humana, Suicidio Asistido, Ética Utilitarista, Ética de Kant, Ética bíblica. ABSTRACT A complex issue in contemporary bioethics concerns with the decision of putting an end to a human life, and within this, the topic of voluntary euthanasia (or assisted suicide) is perhaps the most widely discussed. From the standpoint of moral consideration it is very common to find in these discussions the appeal to the concept of “human dignity”. This essay seeks to reflect upon the differences and similarities of the meaning of the word “human dignity” for the more important moral Western traditions, namely, Utilitarian,

∗ La “II Parte” de este artículo continuará en Límite Vol. 7, Nº 25, correspondiente al primer semestre del 2012. ∗ ∗ Via Atlixcayotl 2301. Reserva Territorial Atlixcáyotl. Puebla. México. C.P 72453. E-mail: firacheta@ itesm.mx


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Biblical and Kantian ethics. Our aim is to review the moral position that each of these traditions hold upon the issue of assisted suicide. Key Words: Human Dignity, Assisted Suicide, Utilitarian Ethics, Kantian Ethics, Biblical Ethics.

INTRODUCCIÓN

E

n los debates bioéticos contemporáneos sobre el tema de la eutanasia voluntaria o suicidio asistido médico1, los filósofos simpatizantes de la tradición utilitarista suelen ser los contendientes que más fuertemente abogan en favor de su permisibilidad moral, y el concepto de dignidad de la persona ocupa un lugar central en sus discusiones para justificar sus posturas. En contra de los defensores de esta posición suelen encontrarse por lo general bioeticistas de corte conservadora, por lo común filósofos morales representantes de un pensamiento de inspiración judeo-cristiana que, por el contrario, defienden un sentido de dignidad humana que, qua valor, prohíbe moralmente el suicidio en general y la eutanasia en particular. Estas dos posturas, utilitarista y conservadora, son las que con mayor frecuencia aparecen en el debate sobre las cuestiones éticas de la eutanasia voluntaria o suicidio asistido. Por razones que tienen que ver con su rigorismo formal, el punto de vista de la ética de Kant casi no figura dentro de estos debates, o por lo menos no con la misma intensidad. Esto se debe, de acuerdo con Victoria Camps (2006) a que “el marco cultural e ideológico que llamamos posmodernidad” es el marco propio en el que se ha desarrollado la bioética, un marco en el que existe “desengaño” y “escepticismo” respecto “a los ideales de emancipación del proyecto ilustrado” (pp. 37-38). La ética de Kant no tiene representatividad teórica dentro de los debates contemporáneos de bioética precisamente por tratarse de la tradición moral más representativa de la Ilustración. Esta crítica escéptica puede tener algún sustento cuando el objeto de foco es la primera formulación del imperativo categórico2. Pero si nos concentramos en su 1

Buena parte de los filósofos morales contemporáneos discuten el tema de la eutanasia voluntaria en términos de suicidio asistido. Se trata, a nuestro entender, de un enfoque apropiado del tema. Como explica Cholbi (2008), la eutanasia voluntaria puede ser comprendida como un tipo de suicidio debido a que el individuo que la solicita planea las circunstancias de su propia muerte. Aun cuando no es causalmente responsable de manera inmediata de su propia muerte, sí es moralmente responsable de ella: son sus creencias y deseos lo que explica en última instancia la secuencia de hechos que conducen finalmente hacia su muerte. El individuo en cuestión tiene la intención de morir. Pero hay que tomar la intencionalidad por morir aquí de manera tal que no se identifique con el deseo per se de morir, sino con un resultado previsto. Por otro lado, la razón por la cual el tipo de suicidio considerado como eutanasia voluntaria es mayormente discutido en relación con la práctica médica tiene que ver con que la presunta justificación por la que un individuo busca dar término a su vida es dependiente de un suceso en el que o bien la fatal decadencia de su salud (física o mental) es irreversible, o bien ocurre que, como resultado directo de una enfermedad terminal, sufre dolores intolerables o únicamente dispone de una vida que es inaceptablemente gravosa. Por razones que tienen que ver con la salud, resulta claro que quien tendría esta capacidad de asistir es un médico. 2 Los tipos de acciones que interesan a Kant como modelos de evaluación de la conducta moral (bajo la FLU) son las que tienen que ver no tanto con cuestiones concernientes sobre el final de la vida, el embarazo Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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segunda formulación, esto es, en el precepto moral de tratar a la humanidad tanto en nuestra persona como en la de los demás siempre como fin y nunca solamente como mero medio –precepto que se funda en el valor de la dignidad de la persona–, entonces la ética de Kant nos ofrece un campo fresco y fértil de reflexión para tratar temas centrales de la bioética, particularmente el que versa sobre la eutanasia voluntaria. En este ensayo queremos reflexionar sobre las diferencias que existen entre las éticas utilitarista, de inspiración judeo-cristiana (bíblica) y kantiana respecto a la cuestión moral de la eutanasia voluntaria considerada desde la concepción de dignidad que cada una de estas tres tradiciones hace suya. Nuestro propósito no es hacer una evaluación crítica de las concepciones de dignidad que estas teorías defienden, sacando a la luz sus debilidades y fortalezas3. Radica en algo más moderado pero sustancial: mostrar que las tres comparten una versión realista sobre la dignidad en la medida en que las tres consienten que se trata de un valor intrínseco de donde se desprenden derechos y obligaciones morales. Las tres igualmente consienten en que se trata de un valor relacionado con la idea de santidad y, sin embargo, las tres mantienen posturas morales distintas sobre la práctica de la eutanasia voluntaria. Nuestra conclusión es que el concepto de dignidad no tiene una connotación neutra e independiente de un marco teórico filosófico moral específico; y sin embargo, debido a la presencia de un elemento característico no secular que lo explica más sustancialmente, es difícil renunciar a la idea de que se trata de un valor desvinculado de un sentimiento religioso. El artículo está dividido en cuatro secciones. En la primera (I) exponemos los argumentos que filósofos utilitaristas o simpatizantes del utilitarismo comparten, basados en una concepción de dignidad como autonomía en sentido amplio, para defender la permisibilidad moral de la eutanasia voluntaria. En la segunda (II) exponemos las razones a las que apelan eticistas conservadores de inspiración bíblica para prohibir moralmente el suicidio asistido en conformidad con una concepción de dignidad humana que, a diferencia de la concepción utilitarista, tiene que ver más con la vida humana que con la libertad humana. A continuación, (III) mostramos en qué sentido el concepto de dignidad en Kant es diferente del usado tanto por la tradición utilitarista como por la tradición conservadora, y por qué de dicho concepto se desprende una postura radicalmente distinta a la de las dos tradiciones previamente discutidas en cuanto a que puede abogar a favor del deber moral de una persona, por razones de dignidad, de pedir asistencia para morir. Finalmente, teniendo estos antecedentes previos, en la cuarta sección (IV) argumentamos que la tesis de la bioeticista contemporánea Ruth interrumpido, o las buenas o malas prácticas de la medicina, la ciencia o la tecnología, sino como explica Christine Korsgaard (1996), con “el tipo de mal que comúnmente seduce a las personas en sus vidas diarias, esto es, el egoísmo exacerbado, la mezquindad, el engaño y la violación de los derechos de los demás” (pp. 100-101). 3 Asumiremos aquí que al ser concepciones defendidas por tradiciones éticas venerables e históricamente consolidadas, tratamos entonces con concepciones razonables de dignidad humana que dan sentido racional a sus particulares posturas sobre la cualificación moral de la práctica de la eutanasia voluntaria. Por supuesto, esto no quiere decir que no son vulnerables a críticas filosóficas. Pero también sostenemos que estas críticas nunca serán lo suficientemente poderosas para hacer desaparecer contundentemente esas concepciones mismas y las tradiciones que las sustentan. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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Macklin, según la cual habría que abandonar el concepto de dignidad de las discusiones sobre temas apremiantes de bioética, es objetable por mostrar poca sensibilidad histórica hacia sus raíces bíblicas y poca sensibilidad filosófica hacia las distintas dimensiones de su significado.

I

Para el utilitarismo clásico el valor de las acciones se juzga por su tendencia a maximizar el placer o la felicidad y minimizar el dolor o la infelicidad. Existen por lo menos dos versiones utilitaristas de lo que significa felicidad. Jeremy Bentham (1970) y John Stuart Mill (2000, 2007), los teóricos utilitaristas más prominentes, no entienden la felicidad de la misma forma. Dicho de manera poco cruda, mientras que Bentham piensa que la mayor felicidad posible se alcanza con la suma o cantidad mayor de placeres que una persona puede experimentar, Mill piensa que la mayor felicidad posible tiene que ver más con la calidad de los placeres experimentados que con la cantidad de los mismos. En el decir de Mill, “más vale un Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho” (p. 53)4. De acuerdo con el utilitarismo, el bienestar (well-being) es el estado de la vida en el que existe la mayor maximización posible de felicidad –o la mayor minimización posible de infelicidad–, y por tratarse del fin último de la acción humana (en conformidad con lo que piensa Aristóteles (1985)), este estado de cosas es el que preferiría mayormente un ser racional, i.e., una persona libre con capacidad de decisión y elección de lo que es bueno y deseable. Mill (2000) sostiene que el respeto por la libertad individual no sólo es una condición necesaria, un “principio esencial” del bienestar, sino también es parte de éste y tiene “valor intrínseco” (p. 128). Así, cuando Mill afirma que “sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano” (p. 68) y pensamos que el libre desenvolvimiento de la individualidad es “una parte necesaria del bienestar” (p. 128), Mill parece estar sosteniendo implícitamente que el bienestar o felicidad individual participa de un valor intrínseco. La idea de Mill de que la libertad individual debe ser respetada porque es una condición necesaria y, al mismo tiempo, una parte esencial del bienestar y de la felicidad de cualquier individuo, es la piedra de toque de donde parten los argumentos utilitaristas en favor de la permisibilidad moral del suicidio asistido médico. Así, por ejemplo, Dan Brock (1992) sostiene que existen dos valores morales fundamentales conjuntamente necesarios para hacer moralmente permisible la práctica de la eutanasia voluntaria, a saber: la autonomía o autodeterminación del individuo para hacerse responsable de su propia vida y el bienestar individual. Brock añade además que ambos valores se sustentan en la dignidad, pues “un aspecto central de la dignidad humana

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Mill, J. S. (2007). El utilitarismo. Madrid: Alianza. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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se encuentra en la capacidad de las personas para dirigir sus vidas en conformidad con sus propias ideas de bienestar y de bien vivir” (p. 11). Respetar la autodeterminación de un individuo es respetar su dignidad, pues al respetar su autodeterminación se estará respetando su capacidad para dirigir su vida del modo más apropiado posible en conformidad con sus propios deseos, preferencias y valores. De manera que si un individuo tiene el deseo de morir porque sus condiciones vitales no son ya para él condiciones merecedoras de ser vividas, por razón de dignidad la práctica de la eutanasia o el suicidio asistido es moralmente permisible. Más recientemente, Brock (1999) vuelve a defender la permisibilidad moral de la eutanasia o suicidio asistido médico bajo estas mismas consideraciones. Por su parte, el filósofo australiano Peter Singer (1995) defiende la permisibilidad moral de la eutanasia voluntaria sobre la misma base utilitaria. Singer sostiene que “la fortaleza de las razones a favor de la eutanasia voluntaria reside en la combinación del respeto a las preferencias, o a la autonomía, de los que eligen la eutanasia y en la clara base racional de la propia decisión” (p. 248). El principio que Singer defiende cuando discute el tema de acabar con la vida humana es el del respeto a las decisiones autónomas de los agentes racionales, que lo formula de la siguiente manera: […] el principio del respeto a la autonomía nos indica que dejemos que los agentes racionales vivan su propia vida de acuerdo con sus decisiones autónomas propias, sin ningún tipo de coacción o interferencia; pero si los agentes racionales eligiesen de forma autónoma morir, entonces el respeto a la autonomía nos llevaría a prestarles nuestra ayuda a la hora de hacer lo que han decidido (Singer, 1995, p. 242).

En el capítulo cuarto de su Ética práctica Singer tiene la intención de contestar a la pregunta “¿qué hay de malo en matar”?5, reconociendo que la pegunta suele ser respondida apelando al “valor sagrado” del ser humano. Pero la idea de que los seres humanos tienen un valor especial por el hecho de que son seres biológicos pertenecientes a la especie homo sapiens está sustentada en el mismo prejuicio moral en el que se basa el racismo (p. 110). Con todo, Singer no renuncia a la idea de que los seres humanos tienen un valor especial, y de hecho, recurre a la misma palabra de “santidad” para expresarlo. Como él mismo dice: “podemos tomar la doctrina de la santidad de la vida humana como simplemente una forma de decir que la vida humana tiene algún valor especial, el cual es bastante distinto del valor de la vida de otros seres vivos” (p. 105)6. Existe una diferencia entre el significado de ser humano como miembro de la especie “homo sapiens” y ser humano como “persona”. Ambos sentidos “se superponen

5

Aunque este capítulo está dedicado a discutir las cuestiones éticas sobre el aborto, las consideraciones planteadas para contestar a esta pregunta alcanzan las cuestiones moralmente relevantes concernientes a la práctica del suicidio asistido médico. 6 Las cursivas son nuestras. Este “valor especial” de la santidad es el que, a nuestro juicio, corresponde al realismo moral. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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pero no coinciden”, pues no todo ser humano como miembro de la especie homo sapiens es persona y no necesariamente toda persona tiene que ser un miembro de la especie homo sapiens. Singer propone utilizar el concepto persona en el sentido de “ser racional y consciente de sí mismo”, sentido que “no entra [necesariamente] en la expresión de ser humano como miembro de la especie homo sapiens” (pp. 106-107). A diferencia de la expresión ser humano como miembro de la especie homo sapiens, la expresión ser humano como persona revela una cualidad normativa con la que van atadas, ineludiblemente, cuestiones de consideración moral. Y es justo por la presencia de estos elementos o funciones –racionalidad y conciencia de la propia identidad– que el ser humano tiene un valor especial. Lo que hace especial a la persona es que se trata de un ser que puede actuar voluntariamente en conformidad con sus preferencias y deseos. Se trata de una versión utilitarista concebida como “utilitarismo de preferencia”, de acuerdo con la cual “los intereses de una persona son los que ella prefiere”. Matar a una persona está mal cuando ella no quiere morir, “pues toda acción contraria a las preferencias de cualquier ser es mala” (p. 118). Sin embargo, en los casos en los cuales la existencia de un agente racionalmente competente no puede estar libre de dolor, entonces tiene una justificación moral por querer terminar con su vida si lo quiere. Esta justificación es igualmente válida para cualquiera que comparta la idea general del “utilitarismo clásico”, esto es, que lo más deseable es maximizar la felicidad o minimizar la infelicidad. Por razones que tienen que ver absolutamente con la calidad de vida, habría común acuerdo de que a veces “el deseo de morir puede ocupar el lugar del deseo normal de vivir” (p. 242). Los conceptos de dignidad y autonomía y su relación con el bienestar personal son también importantes para la defensa que los amici curiae, i.e., Ronald Dworkin, Thomas Nagel, Robert Nozick, John Rawls, Tom Scanlon y Judith Jarvis Thomson (1997) hacen en torno a legalización del suicidio asistido médico. El “principio moral” (y constitucional) del que parten es que toda persona competente tiene el derecho de tomar decisiones libres basadas en consideraciones personales sobre el valor de la vida, siempre y cuando no causen un perjuicio a la libertad de otros individuos. Los filósofos comparten la opinión de que Cada individuo tiene el derecho de hacer las elecciones más íntimas y personales que son esenciales para la dignidad personal y la autonomía, que abarca el derecho a ejercer un cierto control sobre el tiempo y la manera en que uno muere (Dworkin, et al., 1997 p. 14)7.

El respeto al principio moral que suscriben implica la ausencia de interferencia o coacción externa por razones políticas, religiosas, nacionalistas o de cualquier otra índole. Por lo que admiten que el derecho que un individuo tiene por terminar con su vida va acompañado de la obligación del Estado o cualquier otro agente externo 7

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a no interferir en su elección. Desde luego, esta obligación solo es justificable para el caso de individuos racionalmente competentes, cuyas decisiones no sean tomadas impulsivamente o a partir de depresiones emocionales8. En el contexto de la moral utilitarista no parece posible apelar a la dignidad humana para justificar moralmente la práctica del suicidio asistido médico en casos de pacientes no racionalmente competentes. Esta concepción de dignidad, limitada a la autodeterminación o autonomía de personas racionalmente competentes y capaces de actuar generalmente a favor de sus propios intereses y concepciones del bien vivir, puede servir entonces como bastión que responde tanto a la justificación como a la cuestión sobre los límites moralmente permisibles de la práctica del suicidio asistido médico. Apelar a la dignidad humana para oponerse moralmente a esta práctica tiene que ser sobre la base de que la intención de morir no es una decisión autónoma del paciente.

II

El advenimiento institucional del cristianismo representa un parte aguas en la historia de la concepción moral del suicidio (Cholbi, 2008). A partir de este momento se desarrolla la mentalidad de que se trata de una acción moralmente impermisible: el pecado fundamental9. Y si bien no existe pasaje alguno de las Sagradas Escrituras que inequívocamente lo condene de manera explícita10, desde que San Agustín de Hipona interpretó el sexto mandamiento de tal forma que la prohibición de matar alcanza la prohibición del suicidio, la institución moral judeo-cristiana condena al suicidio como un terrible mal moral (Amundsen, 1989). En el libro I de la Ciudad de Dios San Agustín explica que cuando la ley “‘no debes matar’ es interpretada correctamente entonces esta prohibición incluye el suicidio”. Se trata de un mandamiento, continúa San Agustín, en el que “no hay limitación añadida ni excepción hecha en favor de nada ni nadie, y menos absolutamente en favor de aquél para el que el mandamiento se dirige” (Cholbi, 2008). 8 Como explica Ronald Dworkin en la Introducción del texto: […] “ciertos pacientes tienen en algunas circunstancias el derecho de que el Estado no prohíba a los doctores asistirles para morir, pero no tienen el derecho de obligar a un médico para que los asista. El derecho en cuestión es únicamente un derecho a la ayuda de un médico que está dispuesto a hacerlo” (p. 11). Se trata, evidentemente, de respetar el derecho a la objeción de conciencia por parte del médico. 9 Como escribió Wittgenstein (1969) en sus diarios fechados en octubre de 1917: “Wenn der Selstmord erlaub ist, dann ist alles erlaubt. Wenn etwas nicht erlaub ist, dann ist der Selbstmord nicht erlaubt. Dies wirft ein Licht auf das Wesen der Ethik. Denn der Selbstmord ist sozusagen die elementare Sünde” (p. 91). 10 Sin embargo, la Biblia sí enseña que debemos confiar, depender y creer en Dios en toda su extensión (Romanos 8:28). Desde esta perspectiva, el suicidio muestra un estado de desesperación o de sentimiento de abandono, por lo que su práctica revela la ausencia de fe en Dios. El Nuevo Testamento hace notar, por ejemplo, que aunque los profetas, apóstoles y el propio Jesucristo fueron perseguidos, torturados y expuestos a la muerte por sus enemigos siempre “lucharon hasta el final” y jamás tomaron la salida fácil (Timoteo 4:6-8), esto es, abandonar la vida por todos los sufrimientos que ésta puede llegar a imponer.

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Sobre estas bases, no es casual que la “Congregación para la doctrina de la fe” en su “Declaración sobre la eutanasia” conciba el suicidio y la eutanasia en términos de “crimen” y “homicidio”: Ahora bien, es necesario reafirmar con toda firmeza que nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata en efecto de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la humanidad (Seper & Hamer, 1980, párr. 18)11.

Como se manifiesta en la misma “Declaración”, el “Concilio Ecuménico Vaticano II” se opone con toda fuerza moral a la práctica de la eutanasia porque “reafirma solemnemente la dignidad excelente de la persona humana y de modo particular su derecho a la vida”. Todo parece indicar que el tipo de eutanasia que condena la “Declaración” es la activa, pues propiamente hablando la acción de suspender tratamientos –y por tanto lo que comúnmente se denomina eutanasia pasiva –no es considerada suicidio ni por tanto asesinato12. Solo la eutanasia considerada como suicidio asistido activo cuenta para todos los casos como una acción moralmente reprobable. De manera que, independientemente de las objeciones que puedan surgir sobre la legitimidad de la distinción moral entre matar y dejar morir13, lo que importa para la discusión aquí es que el significado de la eutanasia como suicidio asistido nunca puede dejar de ser, para la Iglesia católica, moralmente reprobable. El punto a enfatizar aquí no es, pues, que la Iglesia católica pueda reconocer que en algunas circunstancias la eutanasia no es moralmente reprobable si y sólo si el concepto de “dejar morir” no es, necesariamente, moralmente impugnable a diferencia del concepto “matar”, que siempre lo es. El punto es que cualquier acción suicida, como puede ser pensada la eutanasia, lo es considerada desde el valor de la dignidad humana14. 11 Las cursivas son nuestras. Y de nueva cuenta, al referirse al valor de la vida humana como sustrato de la prohibición moral del suicidio o la eutanasia, la “Declaración” afirma que “nadie puede atentar contra la vida de un hombre inocente sin oponerse al amor de Dios hacia él, sin violar un derecho fundamental, irrenunciable e inalienable, sin cometer, por ello, un crimen de extrema gravedad” (1980, párr. 10). 12 Así lo afirma la declaración: “Es siempre lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer. No se puede, por lo tanto, imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cura que, aunque ya esté en uso, todavía no está libre de peligro o es demasiado costosa. Su rechazo no equivale al suicidio: significa más bien o simple aceptación de la condición humana, o deseo de evitar la puesta en práctica de un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar, o bien una voluntad de no imponer gastos excesivamente pesados a la familia o la colectividad” (1980, párr. 32). 13 Filósofos utilitaristas como James Rachels (1975, 2001) han argumentado que la distinción entre eutanasia activa y pasiva es moralmente irrelevante. 14 Aunque bien es cierto que la “Declaración sobre la eutanasia” puede ser leída en términos de que no condena moralmente de manera indefectible la práctica médica de “dejar morir” (y por lo cual podría pensarse que reconoce que no condena moralmente la eutanasia pasiva), también lo es que la “Declaración” misma sostiene de

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¿Cuál el sentido de dignidad aquí en juego? La palabra dignidad, que deriva del latín dignitas, tiene para la Roma antigua el significado aristocrático-político de valor personal por razones de honor y estima. Se trata de un valor que es reservado para los individuos cuya posición o rango social es elevado, encima de la “media”, por lo que la excelencia que implica la palabra en este contexto no es atribuida a todos los seres humanos. Básicamente se trata de un valor de distinción aplicado a pocos, como cónsules, senadores o héroes militares, que si bien puede ganarse también puede perderse. Ahora bien, los filósofos estoicos, y particularmente Cicerón, reaccionaron en contra de la idea de suponer que la dignidad es un valor que se tiene o no en virtud del estatus socio-político de un ser humano. Cicerón, de hecho, es el primer pensador occidental en universalizar la palabra dignitas15 (Sensen, 2011). En su De officiss argumenta que los seres humanos son dignos en virtud de su elevada posición dentro de la naturaleza en cuanto que poseen razón, convirtiendo el concepto dignitas en un valor igualitario. De aquí que nada de lo que un ser humano diga, haga o represente políticamente dentro de una jerarquía social es condicionante para ganar o perder dignidad. El sentido igualitario del valor de la dignidad propuesto por el estoicismo de Cicerón corresponde también a la concepción bíblica. La idea fundamental que transmite la Biblia es que los seres humanos poseen dignidad porque los hombres están hechos, a diferencia de otras criaturas, a imagen y semejanza de Dios. En este sentido, el concepto de dignidad nace de la idea de que, en virtud de que cada uno de los seres humanos es hecho por Dios a su propia imagen y semejanza, cada vida humana es sagrada. La moral bíblica comparte la idea estoica de que la dignidad es un valor que tienen los seres humanos en virtud de su capacidad de entendimiento y posesión de razón. Pero disiente de la idea estoica de que es esencialmente por la posesión de la razón lo que hace que un ser humano posea dignidad, e igualmente disiente de la idea de que es en virtud de la común posesión de razón y entendimiento lo que hace que la dignidad sea un valor igualitario. La posesión de razón humana es una condición suficiente para que un ser que la posee sea digno, pero no es una condición necesaria. Lo que hace esencialmente digna a la vida humana es el hecho de que todo ser humano existe como creación de Dios. Esta forma de entender la dignidad, de acuerdo con algunos eticistas bíblicos como Adam Schulman (2009), tiene la importante función de servir como una directriz ética que trasciende las fronteras de la racionalidad:

manera explícita que la eutanasia implica siempre la acción de “causar la muerte”. En efecto: “Por eutanasia se entiende una acción o una omisión que por su naturaleza, o en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. La eutanasia se sitúa pues en el nivel de las intenciones o de los métodos usados”. Puesto que “causar la muerte” es diferente a “dejar morir” –por lo menos para quienes aceptan que hay una distinción moral pertinente entre la eutanasia activa y pasiva, como la misma “Declaración” lo presume–, no queda realmente claro si, en efecto, la Iglesia católica considera que existen prácticas de eutanasia que no son moralmente impermisibles porque no se tratan de suicidios/asesinatos. 15 Sensen, O. (2011). Human Dignity in historical perspective: The contemporary and traditional paradigms. European Journal of Political Theory, 10 (1), 71-91. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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La dignidad en este sentido nos brinda una guía ética para responder cuestiones tales que tienen que ver con el inicio de la vida, el término de la vida, con lo que les debemos a aquellas personas que padecen alguna disfunción o demencia severa e incluso lo que les debemos a los embriones pequeños. Percibir a los seres humanos como criaturas hechas a la imagen de Dios significa, en cierto sentido, valorar a los seres humanos del mismo modo como Dios los valora (Schulman, 2009, p. 9).

Schulman reconoce que debido a la gran posibilidad de direcciones interpretativas, el concepto bíblico de dignidad humana resulta ampliamente ambiguo para ser incorporado en algunas discusiones de ética práctica controversiales, como la de la investigación con células madre, por ejemplo. Sin embargo, cuando se trata de dar término intencional a la vida humana, la apelación a la dignidad humana es menos ambigua, pues en estos casos la Biblia ofrece una evidencia textual. En el Génesis Dios dice a Noé: Cuanto vive y se mueve os servirá de comida; y asimismo os entrego toda verdura. Solamente os abstendréis de comer carne con su sangre. Y ciertamente yo demandaré vuestra sangre, que es vuestra vida, de mano de cualquier viviente, como la demandaré de mano del hombre, extraño o deudo. El que derramare la sangre humana, por mano de hombre será derramada la suya; porque el hombre ha sido hecho a imagen de Dios (Génesis, 9:3-6).

Es claro que la Biblia nada dice aquí sobre la impermisibilidad moral del suicidio. Pero al seguir la misma idea propuesta por San Agustín de que la prohibición de matar incluye la prohibición de darse muerte o buscar intencionalmente la muerte, nuevamente Leon Kass (1990) sugiere que el fundamento de la orden de no matar alcanza la prohibición moral de la eutanasia o suicidio asistido: “Las repuestas en lo que al suicidio asistido y a la eutanasia conciernen dependerán de las respuestas que se den en consideración del asesinato, esto es, en las razones de por qué asesinar está mal” (p. 35). Kass piensa que al descubrir el “fundamento de la restricción en contra del asesinato podemos aprender algo sobre la naturaleza de la santidad de la vida y de su relación con la dignidad humana” (p. 35). La santidad de la vida y la dignidad humana prohíben moralmente el suicidio asistido y la eutanasia. A la pregunta de si “¿la vida de un ser humano debe ser respetada únicamente porque esa persona (o la sociedad) considera o quiere que lo sea, o debe ser respetada porque en sí misma es respetable?” (p. 36), Kass responde que la vida humana debe ser respetada porque en sí misma es respetable: De acuerdo a nuestra propia ley, matar a los dispuestos a morir, a los indispuestos y a los no dispuestos (esto es, infantes o comatosos) son todos igualmente asesinatos. Lo que está detrás de la voluntad humana, ciertamente, el fundamento de la voluntad humana, es algo que impone respeto y consideración, quiérase o no (Kass, 1990, p. 36)16.

16 En este sentido, es claro que se trata de un valor realista, independientemente de lo que una persona quiera o desee.

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La ley de la que habla aquí Kass “se promulga explícitamente para todo el género humano, mucho tiempo antes de que hubiera judíos, cristianos o musulmanes” (p. 36), y se instaura después del diluvio. En su interpretación de la Biblia, Kass sostiene que antes del diluvio los seres humanos vivían al margen de la ley. Su lectura sigue la misma dirección que el contractualismo de Hobbes. Llamamos al estado en el que vivían los seres humanos antes del diluvio “estado de la naturaleza”, en donde solo imperaba entre ellos la fuerza y la guerra, es decir, un estado en el que nadie se encontraba a salvo. Sin embargo, al someterse a la ley que prohíbe matar, los seres humanos se adentran por vez primera al estado de la sociedad civil. Las leyes funcionan para promover la equidad y la igualdad entre todos los seres humanos, por lo que el decreto de Dios de que “el que derramare la sangre humana por mano de hombre será derramada la suya” puede ser interpretado, como explica Kass (1990, 2009), de tal modo que la amenaza de la pena capital implícitamente enseña el valor igual de cada vida humana. No obstante, como cualquier otra ley, el mandato de no matar debe combinar fuerza y razón, y no solo manifestar el elemento de la fuerza, a saber, los seres humanos están obligados a respetar el mandato de no matar –que incluye el deber de no atentar contra la propia vida– porque de otro modo serán castigados con su propia vida. Falta hacer explícita la parte de la razón o el motivo, aquello por lo cual cobra sustento la magnitud de la fuerza. Y ésta se encuentra, en conformidad con Kass, en la idea de que el hombre al ser hecho a imagen y semejanza de Dios, es divino17. El hombre es divino en virtud de que posee actividades y poderes, el tipo de facultades que, explica Kass, se evidencian en Genesis 1: (i) Dios tiene lenguaje, por medio del cual nombra, ordena y bendice; (ii) Dios hace, y hace libremente; (iii) Dios mira al mundo y lo guarda; (iv) Dios se ocupa del bienestar y la perfección de las cosas, y (v) Dios se dirige solícitamente a otros seres vivos, cuidándolos18. Así pues, es en virtud de su estatus divino que el hombre tiene dignidad y por lo cual su propia vida es santa: En suma, el hombre tiene una posición especial porque participa de razón, libertad, juicio y preocupación moral y, como resultado, vive una vida cargada con auto-conciencia moral. La libertad y la palabra son usadas, entre otras cosas, para promulgar y emitir reglas morales, la primera de las cuales es que el asesinato debe ser castigado porque atenta contra la dignidad de este ser moral. Notamos entonces una implicación crucial: la santidad de la vida humana descansa absolutamente en la dignidad –la divinidad– del ser humano (Kass, 1990, p. 38)19.

17

Kass sostiene que la verdad de la Biblia en lo que toca a las cuestiones que tienen que ver con la divinidad del hombre –por estar hecho a imagen y semejanza de Dios– “no descansan en la autoridad de la Biblia”, sino en la posesión de facultades y poderes por los cuales el ser humano “trasciende por encima” del resto de los seres vivos. (1990, 2009). 18 Entra entonces, en esta concepción de hombre como ser divino, la consideración del cuidado que es esencial para la ética propuesta por Carol Gilligan (1982). En este sentido, ser hecho a imagen y semejanza de Dios incluye atributos de racionalidad y autonomía, pero también la responsabilidad de cuidar a toda criatura con vida, especialmente la humana. 19 Nótese que para la reconstrucción utilitarista que hemos hecho en el apartado anterior tomando como base a Brock y a Singer –es igualmente la santidad la que descansa en la dignidad, si por dignidad entendemos la Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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El argumento en contra del asesinato –y del suicidio– por razones de dignidad no es como tal, de manera necesaria, un argumento en contra de todo acto de dar muerte a un ser humano. La idea contra la que lucha la concepción bíblica de dignidad es la de “morir con dignidad”, como una justificación moral de la eutanasia. Pues no hay nada que pueda ser dado o conferido desde fuera para acrecentar la dignidad o aminorar la ausencia de dignidad en una persona ante el hecho irremediable de enfrentar la muerte. En la medida en que la dignidad es intrínseca, no democrática, propia de cada ser humano como ser humano y ajena a consideraciones graduales en virtud de cosas que se hacen o se dejan de hacer, es moralmente inaceptable sostener tanto que una persona muere con dignidad o sin ella como que un ser humano vive con dignidad o sin ella. En todo caso, lo valioso es que una persona enfrente la muerte de tal modo que se encuentre en una posición elevada respecto a ella, pues la dignidad aquí expresa no un valor intrínseco sino un sentido de relación, i.e., algo es más elevado que otra cosa en cierto sentido (Sensen, 2011)20. El elemento operativo al hablar de dignidad en relación con la muerte está en el modo de enfrentarla, esto es, encararla con serenidad y sabiduría y no el tener o no un valor personal al momento de morir por la decisión tomada. De manera más concreta (pues es algo que el judaísmo obviamente no aceptaría), la Iglesia católica no reconoce al dolor físico como una afección de la que, al minar el bienestar, por razones de dignidad –como pensaría el filósofo moral utilitarista– es deseable escapar. Por el contrario, por razones que tienen que ver con el sentido relacional de dignidad, reconoce la importancia de sentir dolor en los momentos terminales de la vida21.

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capacidad de autonomía. Lo que quiere decir: la vida humana es santa porque es autónoma. Con lo cual, y esto es importante tenerlo en mente, erradicar la idea de santidad que se desprende de la autonomía impide cimentar el tipo de veneración que se debe a la capacidad de un agente de ejercer su autonomía. 20 De nuevo, la Congregación para la doctrina de la fe expresa su acuerdo con esta tesis al sostener, en la Conclusión a la misma “Declaración sobre la eutanasia”, que “si por una parte la vida es un don de Dios, por otra la muerte es ineludible; es necesario, por lo tanto, que nosotros, sin prevenir en modo alguno la hora de la muerte, sepamos aceptarla con plena conciencia de nuestra responsabilidad y con toda dignidad” (1980, párr. 30). 21 Como afirma nuevamente la “Declaración”: “[…] según la doctrina cristiana, el dolor, sobre todo el de los últimos momentos de la vida, asume un significado particular en el plan salvífico de Dios; en efecto, es una participación en la pasión de Cristo y una unión con el sacrificio redentor que Él ha ofrecido en obediencia a la voluntad del Padre. No debe pues maravillar si algunos cristianos desean moderar el uso de los analgésicos, para aceptar voluntariamente al menos una parte de sus sufrimientos y asociarse así de modo consciente a los sufrimientos de Cristo crucificado” (1980, párr. 22). Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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Límite. Revista de Filosofía y Psicología Volumen 6, Nº 24, 2011, pp. 43-54

ISSN 0718-1361 Versión impresa ISSN 0718-5065 Versión en línea

LA “SOCIEDAD SIN PADRE” EN LA OBRA PSICOLÓGICA DE ROF CARBALLO. APROXIMACIÓN A LA CUESTIÓN DEL ATEÍSMO CONTEMPORÁNEO THE “SOCIETY WITHOUT FATHER” IN THE PSYCHOLOGICAL WORK OF ROF CARBALLO AN APPROACH TO THE ISSUE OF MODERN ATHEISM Consuelo Martínez Priego* Universidad Complutense de Madrid Madrid-España Recibido 2 de enero 2011/Received January 2, 2011 Aceptado 31 de agosto 2011/Accepted August 31, 2011

RESUMEN El pensamiento psicológico de Rof Carballo gira en torno a la constitución del hombre, de su personalidad, en virtud de relaciones interpersonales de carácter transaccional, es decir, de la “urdimbre afectiva”. El establecimiento de vínculos adecuados o deficitarios lleva consigo la conformación de una personalidad madura o bien predispuesta a patologías o deficiencias en la personalidad, pero también en la manifestación psicosocial del vínculo originario. Entre las “patologías” propias de la dimensión psicosocial de la urdimbre encontramos la “sociedad sin padre”, caracterizada por la violencia. En su raíz se encuentra la falta de seguridad, autoridad y sentido de lo sagrado. Palabras Clave: Rof Carballo, Urdimbre Afectiva, Personalidad, Ateísmo. ABSTRACT Rof Carballo’s psychological theory deals with humans’ constitution of personality, based on interpersonal relationships of a transactional type, in other words, their affective warp. The establishment of adequate or deficient bondages directly intervenes in the shaping of either a mature personality or a predisposition to pathologies of personality deficiencies, together with a psychosocial manifestation of the original bondage. A “fatherless society”, characterized by violence, stands out among the proper pathologies of the psychosocial dimension of the warp. Lack of security, authority and sense of the sacred can be found in its roots. Key Words: Rof Carballo, Affective Warp, Personality, Atheism.

∗ Centro Universitario Villanueva es: C/ Costa Brava, 2. 38034. C.P. 28034. Madrid. España. E-mail: consuelo.mp@gmail.com


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etenerse en la consideración del pensamiento psicológico de Juan Rof Carballo para aproximarnos a la percepción contemporánea de la religión es a nuestro juicio sumamente pertinente. En efecto, sus aportaciones1 permiten mostrar una imagen psicológica del hombre complementaria a la imagen antropológica que, desde algunas antropologías filosóficas, se han propuesto durante el siglo XX. Nos referimos a la filosofía de Xavier Zubiri y a la de Leonardo Polo, si bien es claro que poseen notables diferencias. Podrían establecerse también relaciones con personalistas como Pedro Laín Entralgo o Martin Buber, ambos presentes explícitamente en la obra de nuestro autor. A nuestro juicio, Rof es el autor que, desde la psicología, muestra el carácter radicalmente dialógico del hombre2. Este concepto puede comprenderse en los dos contextos filosóficos a los que nos referimos. En efecto, señala Leonardo Polo que: Es imposible que exista una persona sola, porque la soledad frustra la misma noción de persona (…) Si la persona es radical y está sola, se destruye su carácter dialógico. La persona, que es intimidad, lleva consigo comunicación (…) Una intimidad que fuera ella sola, en definitiva, se abriría a la nada. O la persona encuentra a otra, es con otra, o es una pura desgracia (…) La persona es un ser inter, no es un ser solo. La persona ha de saber quién es, pero no lo puede saber si no es con otra (Polo, 1995, p. 228).

Pero interesa subrayar la otra perspectiva desde la que se puede ver ese carácter dialógico. Refiriéndose a Zubiri escribe Rof: La existencia humana no solamente está arrojada entre las cosas, sino religada por su raíz. La religación –religatum esse, religio, religión en su sentido primario– es una dimensión formalmente constitutiva de la existencia. Por tanto, la religación o religión no es algo que simplemente se tiene o no se tiene. El hombre no tiene religión, sino que, velis nolis, consiste en religación o religión. El hombre necesita estar religado, vinculado a un grupo (Rof Carballo, 1952a, p. 41).

Obviamente la expresión “formalmente constitutiva de la existencia” no está exenta de dificultades; sin embargo, entendemos que se orienta o percibe la misma cuestión de fondo. Pues bien, la psicología de Rof permite mostrar: 1.

Que el hombre es un ser psicobiológicamente ligado al prójimo y a su pasado. Esa ligazón es constituyente, esto es, se revela en el proceso ontogenético.

1 Fueron destacadas por autores que van de Marañón, Laín, Yela o Pinillos. En la revista Anthropos se dedicaron dos extensos números a su obra. Cfr. Anthropos, (141), 1993 y Anthropos, (38). Allí puede verse el gran número de autores que conocen suficientemente su obra y destacan sus aportaciones. 2 Por otro lado, la psicología de Rof supera las restricciones psicológicas del psicoanálisis, así como otras psicologías de rango inferior, como la conductista o la cognitivista, gracias a la articulación de diversos planos epistemológicos –médica, biológica, etológica, psicoanalítica, fenomenológica, antropológica, sociológica y filosófica–. Esto aporta ponderación y realismo a su pensamiento psicológico.

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2.

3. 4.

5.

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Que el hombre es también un ser psicobiológicamente abierto, necesitado de hacerse cargo de la realidad –por usar también la expresión de Zubiri–. Correlativamente hemos de afirmar que el hombre es libre. Ambas dimensiones, vistas en toda su amplitud, están relacionadas con la raíces del sentimiento religioso y de la imagen de Dios que el hombre posee. En su vertiente positiva, desde la psicología se percibe cómo “en la veneración a los padres está el germen del respeto frente a lo numinoso” (p. 338)3. En el extremo opuesto se sitúan la angustia, los sentimientos de culpa o la “sociedad sin padre”. Y todo ello, a nuestro juicio, sin confundir los diversos planos epistemológicos, sino tan sólo mostrando el carácter sistémico de todo lo humano.

Para poder detallar estos extremos, partiremos de una breve descripción del proceso constitutivo del hombre, lo que nos conducirá a la explicitación de qué sea esa ligación psicobiológica, la urdimbre afectiva, y sus funciones. Una vez precisadas éstas, señalaremos los efectos que en la persona pueden tener las relaciones emocionales originarias adecuadas o deficitarias en relación al carácter religioso del hombre.

1. EL CONSTITUIRSE DEL HOMBRE

En el centro del pensamiento psicológico de Juan Rof Carballo se encuentra la cuestión de la constitución del hombre. El constituirse entendido de modo análogo a como lo haría Zubiri, su maestro en cuestiones de filosofía. El término constitución “en fisiopatología humana, suele designar el conjunto de peculiaridades individuales morfológicas y funcionales de carácter innato (?). Pero es menester ampliar el concepto e introducir en él los caracteres físicos de tipo específico (el genotipo). La constitución es… la complexión o estructura física primaria de la cosa real que determina, físicamente también, todas sus demás notas propias y sus características acciones y pasiones”. En el caso del hombre “la individualidad estricta, el este, afecta primaria y formalmente a la complexión constitucional entera del hombre en cuestión, y no a la especie humana de la cual este no sería sino un ejemplar singular” (Zubiri, 1963, pp. 137-140).

Nos interesa destacar dos cuestiones: la primera de ellas es la duda en torno a la amplitud de lo innato. En efecto, el término innato ha de ser cuidadosamente articulado con lo “adquirido”, restringiendo claramente el ámbito del primero. La segunda, que lo constitucional significa no la especie, sino el singular, cada hombre. Pues bien, ese constituirse es el proceso mismo de conformación psicosomática, desde las raíces biológicas –neurológicas, enzimáticas y endocrinas– a la configuración 3

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completa de la personalidad, los estilos de relacionarse, sus perfiles emocionales, los modos de enfermar, etc. Para Rof, ese proceso constitutivo es, a tenor del modo de ser biológico, manifestativo del carácter dialógico del hombre: el constituirse se realiza en virtud de relaciones interpersonales de carácter transaccional. A esta relación primigenia, pero cuya virtud y realidad alcanzan la existencia completa, se le denomina “urdimbre afectiva”. Ahora bien, ¿por qué en el hombre acaece este especial constituirse? Para Rof la respuesta es clara: en virtud de la prematureidad con la que nacemos. Este concepto procede de la biología de Portmann4. En efecto, en ningún animal aparecen, realmente, novedades sustanciales en ese primer año de vida. En el caso del hombre se desarrolla una estrategia inaudita de comunicación –el lenguaje– y la capacidad manipulativa y uso instrumental de la realidad material –la inteligencia práctica–5. Por todo ello, Rof habla de la “menesterosidad” con la que el hombre nace, pero en virtud de ella misma es origen de su grandeza, puesto que gracias a ella el hombre puede asimilar el medio hasta extremos insospechados. La prematureidad exige, para la mera subsistencia, que exista un amor que Rof denomina “diatrófico”, término que significa el carácter dual (díada) y el nutricio (trofos), primigenio, del cuidado. A estos estudios ha de añadirse otro que aporta la genética, en concreto, el descubrimiento del proceso epigenético6. Nuestra apertura se extiende a la manifestación fenotípica del genotipo. En efecto, existe todo un proceso de retroalimentación mediado por el entorno en el que el niño se desenvuelve desde los primeros instantes de su existencia. Así, el comenzar a existir no es nunca algo solitario y conforma el modo de ser; tampoco el comienzo de la vida extrauterina es sostenible sin una relación que condiciona y genera cambios sustantivos en el vivir del niño. Ahora bien, ¿cómo podemos entender esa modificación que acaece en el niño fruto de la interacción? El concepto más próximo que procede del ámbito etológico es el del troquelado –concepto que se consolidó con los estudios de Lorenz (1986)–. Se trata de aprendizajes que impronta, de modo imperceptible en ocasiones, pero siempre duradero, el modo de obrar de muchos animales. En el hombre existe, en virtud de su dinámica biológica, psicológica y antropológica, un “especial troquelado”. Por tanto, constitución, entendida como proceso constituyente de la propia personalidad en toda su amplitud psicofisiológica, exige “acompañamiento”, aunque no sólo eso. Señala Rof en repetidas ocasiones que “el hombre necesita formar su personalidad, por razones biológicas, bajo un apoyo afectivo, en una atmósfera de 4

El hombre es, para este autor, un ser nidífigo de segundo orden, lo que lo sitúa, cualitativamente, en un ligar distinto en las relaciones de dependencia primera, y manifiesta la hondura de la plasticidad y cambios sustantivos que se generan en el niño desde el primer momento. Cfr. Portmann, A. (1970). Entlasst die Natur den Menschen? Gesammelte Aujsdtze zur Biologie und Anthropologie, München: Piper Verlag; González Jara, A. (1972). Sobre la antropología de Adolf Portmann. Anuario filosófico, (5), 210-275. 5 Portmann, 1970; Polo, 2001. 6 “…Pues, y esto es lo fundamental, no todos estos “operadores genéticos”, como les llama Waddington, nacen de las instrucciones del código genético; hay algunos que proceden del ambiente (…) llegamos a la conclusión que hay una indeterminación esencial en las relaciones entre genotipo y fenotipo” (Rof Carballo, 1975, pp. 188-189). Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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seguridad”7 (p. 40): es la urdimbre afectiva. Hasta el extremo que el niño se siente bueno si se sabe amado por la madre. En torno a las deficiencias que pueden darse y el correlativo sentimiento de culpa, volveremos más adelante8 (p. 286).

2. LA URDIMBRE AFECTIVA

El término “urdimbre” alude al “prieto tejido”9 (p. 10) “textura o trama fundamental”10 (p. 21) que sugiere el carácter relacional y más en concreto “transaccional” de la relación. Rof define la urdimbre como “el prieto tejido de influencias transaccionales que se establecen entre el vástago recién nacido y la madre o personas tutelares en los primeros días de vida. Es consustancial a la extraordinaria prematureidad del hombre” (p. 10)11; o como el “trenzado de influencias transaccionales que sirven para el constituido del hombre, en la fase más temprana de su existencia” (p. 357)12. La urdimbre es el especial nexo entre la invalidez y el amor diatrófico transaccionalmente enlazados, condición de crecimiento armónico de la personalidad del niño; estructura radical de la existencia humana. Por medio de ella el hombre modela su biología y adquiere una herencia que puede denominarse “sociogenética”, recapituladora de una dimensión de la filogénesis, configurando también el mundo perceptivo 13. Es nexo y condición para la liberación o existencia autónoma del hombre14. En virtud de la urdimbre, se desarrollan una suerte de modificaciones persistentes que vinculan personalidad y cultura, personalidad y tradición15. Así, las notas esenciales de la urdimbre son las siguientes: 1.

2.

3.

La urdimbre descansa sobre la continuidad psicobiológica, desde las raíces biológicas, se extiende a las relaciones emocionales, la estructuración de la personalidad completa y los más elevados niveles de la vida del espíritu. Es una realidad transaccional; es decir, se establece entre dos sistemas de causas en permanente influencia recíproca, lo que genera un nuevo sistema abierto, no predecible. Tiene carácter “programador”, modelando a la persona en un estilo de pautas en orden a su conducta en el mundo, su estilo perceptivo y las ideas fundamentales que conforman su existencia temporal. 7

Rof Carballo, 1952a, p. 40. Rof Carballo, 1972b, p. 286. 9 Rof Carballo, 1964, p. 10. 10 Rof Carballo, 1970, p. 21. 11 Rof Carballo, 1964, p. 10. 12 Rof Carballo, 1984, p. 357. 13 Rof Carballo, 1973, p. 27; 1962, pp. 83-87. 14 Rof Carballo, 1972a, p. 463. 15 Rof Carballo, 1961, p. 208. 8

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4.

Su influencia se extiende también al conjunto de relaciones interpersonales que se establecen a lo largo de la vida, constituyendo así la urdimbre psicosocial. Por su carácter de herencia, en la urdimbre influyen situaciones de generaciones precedentes. Posee, por tanto, una dimensión transgeneracional. La urdimbre constitutiva se prolonga en otros dos estratos trascendentales en la configuración de la propia personalidad: la urdimbre de orden –por la que se adoptan normas sociales–, y la urdimbre de identidad –mediante la cual el individuo conforma la imagen de sí, toma conciencia de su mismidad–16.

5. 6.

La urdimbre posee funciones propias que son los ejes sobre los que se configura la personalidad. De todas ellas podemos destacar tres grandes grupos: A) la función amparadora, de abrigo o seguridad originaria, de esperanza o confianza básica; B) la función liberadora, de horizonte e integradora, sostén de impulsos frustrados y satisfacciones en los que se desarrolla la vida humana; C) la función ordenadora, mediadora de la realidad y vinculadora a las generaciones precedentes. En virtud de la urdimbre el mundo aparece ante el niño como “cosmos” y no como “caos”. Lugar especial ocupa la metaurdimbre, es decir, la virtualidad amparadora que se extiende al conjunto de estructuras familiares, sociales, institucionales, etc.17. Así como la urdimbre cumple unas funciones en orden a la configuración de la personalidad, ésta, la personalidad, se articula en torno a tres necesidades básicas: la necesidad de respaldo, de autoridad y de protagonismo. Pues bien, cada una de ellas es satisfecha por las urdimbres constitutivas, de orden y de identidad; de modo que en ausencia de un “respaldo” suficiente o de “autoridad”, la vida no se desarrolla armónicamente; también el protagonismo puede verse afectado si no se da una adecuada separación de la raíz materno-paterna. Toda nueva generación se erige en protesta afirmativa frente a la generación anterior, pero acaba acatando aquello que, tras esta protesta afirmativa, le sigue vinculando con el pasado; acaba religándose con él. Pero para que esto ocurra,… a un ritmo lento, paulatino, era necesaria una cosa que en su mecanismo íntimo hasta ahora no han conocido los sociólogos y que les descubrimos los médicos: que la generación de padres cobije, proteja maternalmente esa rebelión lógica y natural de la generación de los hijos. Cuando esto no ocurre, éstos buscan la protección de otros apoyos afectivos… en lugar de la autoridad paterna como transmisora de la tradición y de la estructura patrioburguesa de la sociedad europea, aparece un sustitutivo (…) va a absorber una función que antes no tenía: establecer aquellas bases emocionales de la conducta del hombre que anteriormente se cimentaban en la institución de la familia (Rof Carballo, 1952a, pp. 42-43).

16 17

Rof Carballo, 1972b, pp. 28-42. Rof Carballo, 1975, pp. 13-14. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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3. LOS SENTIMIENTOS DE CULPA

Nos detendremos en las consecuencias que para el niño tiene la ruptura de la confianza básica, teniendo en cuenta que: En el fondo del alma humana están sus dos núcleos de cristalización: la imagen protectora de la madre, que luego el hombre, ya en el mundo adulto, ha de volver a encontrarse en forma de tradición, de vinculación con el mundo de la cultura y la imagen rectora paterna que con sus prohibiciones le ha servido de guía. A través de estos dos vínculos se encuentra el hombre con el mundo ya hecho por sus antepasados, con el mundo de la civilización y de la historia, pero también a través de ellos renace, ya con su plena personalidad madura, su experiencia ante el tremendo misterio que le rodea, su enfrentamiento con lo numinoso (Rof Carballo, 1952b, p. 338)18.

A)

La primera confianza básica nace del encuentro del niño con la tutela de la madre con su expresión física en el pecho materno y la vertiente moral en la ternura. El niño aprende a esperar el alimento materno confiadamente: La esperanza básica va a ser para toda la vida, el núcleo fundamental de toda confianza y hasta quizá el meollo más firme de la fe; fe en la concordancia maravillosa entre nuestra menesterosidad inmensa y la providencia que convierte esta menesterosidad en grandeza (Rof Carballo, 1970, p. 160).

Su ruptura origina un inconsciente sentimiento de culpabilidad primario con su correlativo impulso violento contra sí mismo. En efecto, el niño –como señalamos anteriormente– se siente bueno si es amado por la madre, por lo que este amor es el sustrato primigenio de la experiencia moral, de la posibilidad de integrar armónicamente la realidad como un todo. Se pone pues en riesgo la confianza y valoración de sí mismo19. B)

Tras ésta, el niño aprende una confianza nueva: la de que el mundo tiene cierto “orden”, del que es anuncio la figura paternal20. En este ámbito nace un posible sentimiento de culpa secundario: el del Super-yo riguroso, limitador. El hombre se vuelve persecutorio y violento. Este nuevo sentimiento de culpa tiene un correlato en la articulación social. El mundo de lo patriarcal, que era portador originariamente de un cierto carácter numinoso y sagrado, se torna realidad empobrecida al quedar confundido con la normatividad cultural. Poco a poco la experiencia de lo numinoso queda restringida y reducida a un Dios autoritario y castigador. Dice Neumann que esto constituye el signo de que la personalidad ha quedado incrustada, enclavada, dentro de la estructura ordenadora de la colectividad social… Sólo un Dios amor puede sacar al hombre de esa prisión (Rof Carballo, 1972b, p. 290). 18 19 20

Las cursivas son nuestras. Rof Carballo, 1972b, pp. 286-289. Rof Carballo, 1970, p. 160. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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C)

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Finalmente, esta confianza básica se extiende al sí mismo. Gracias a ella, el pensamiento, el obrar en el mundo del hombre, encuentra concordancia con la estructura de lo real. Siguiendo la misma línea discursiva, el sentimiento de culpa terciario nace en este caso de una defectuosa urdimbre de identidad, correlativa al “asesinato de Dios” que realiza el mundo contemporáneo carente de fe, y esta situación, a su vez, conduce a una inconsciente angustia y culpabilidad soterrada. Ahora bien, esa “sociedad sin padre” fue precedida por la “sociedad sin madre”, por el olvido de todo lo que se simboliza con “la tierra”. En último término nuestra sociedad cosmopolita, tecnificada, racionalizante, ha hecho del hombre un ser “desarraigado”21. Contamos con los ejemplos que muestran cómo la sociedad sin padre se constituye en horizonte vital. Coinciden las biografías de los protagonistas en el hecho de contar con padres sustitutos-vicariantes. Es el caso de los poetas malditos –Poe, Baudelaire, Sartre y Genet–; estos avatares biográficos originan en ellos la lucha contra toda vinculación y contra toda paternidad22.

Querámoslo o no, todo crecimiento sano, creativo –cada uno ha de crear la propia biografía–, para “amar” y “trabajar” –así sintetizaba Freud la felicidad humana–, el hombre ha de contar en su haber con una raíz vivificadora que es, precisamente, la seguridad y cuidado del amor maternal y la confianza en el orden paterno23. Ciertamente, Rof está reflexionando en torno a lo sustantivo de la paternidad en su relación con la personalidad del hijo. Atendiendo a la complejidad actual de la figura paterna –somos cada vez más conscientes de los cambios que se han producido en las últimas décadas especialmente con el hiato abierto en la dialéctica rol-identidad– estas consideraciones adquieren mayor relevancia. En efecto, en palabras del doctor Polaino, “…importa mucho establecer hasta dónde se ha de llegar en estos cambios, dónde han de establecerse los límites que los hacen realizables, sostenibles y al servicio de la identidad personal y de la felicidad familiar” (p. 5)24. Y por otro lado, la paternidad, tal y como señala Rof, no es comprensible al margen de la maternidad: …hombre y mujer se exigen recíprocamente, según una mutua complementariedad, que tiende al perfeccionamiento de ambos y al enriquecimiento de los dos, de lo que depende en última instancia el desarrollo afectivo de los hijos y el progreso de la entera sociedad (Polaino, 2005, p. 12).

Dicho en términos más precisos, paternidad-filiación por un lado y paternidadmaternidad por otro, conforman pares de conceptos cuya relación es de “opuestos relativos” –se exigen mutuamente–; quedando lejos, por tanto, todo antagonismo. 21 22 23 24

Rof Carballo, 1972b, p. 291. Ibídem, pp. 60-61. Ibídem, p. 292. Polaino, 2005, p. 5. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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4. LAS CUATRO HUIDAS En el mundo contemporáneo, el hombre, llevado de un fabuloso conocimiento de la naturaleza, pensando saberlo ya todo y explicarlo todo, deja de necesitar esa idea de Dios hecha a imagen de un padre que protege de la angustia de la muerte. Es evidente que al decir que vamos “hacia una sociedad sin figura paternal” viene a declararse que no necesita a Dios (Rof Carballo, 1972b, p. 290).

Así, la sociedad contemporánea se caracteriza por cuatro huidas que van configurando el modo de ser del hombre actual25. La “huida de la libertad”, que hace que se prefiera la seguridad que da el conocimiento de un pequeño sector del mundo técnico, frente al pensamiento meditante, reflexivo. Bajo la apariencia originada por un falso amor a la libertad política, se crean relaciones de esclavitud y dependencia, de ausencia de sentido crítico condicionada por una fe irracional en la racionalidad científica. La segunda es la “huida de la tierra”, con todo lo que ésta significa: su nexo con el mundo matriarcal. Es el desarraigo, el apartamiento del suelo natal y la pérdida de relación con las fuentes vivas de nuestro espíritu que se nutren del contacto con la Naturaleza. La “huida de lo alto”, del “mundo paterno”, de toda instancia de autoridad sustituyéndola por el juego de la razón. En esa situación, el hombre deja de “escuchar el soplo iluminante y sobrecogedor que en decisivas ocasiones de su vida le viene de los cielos” (p. 260). La cuarta huida es la “huida del amor”. En efecto, nuestra sociedad descansa sobre el placer de comprar, sobre el intercambio de cosas. Una de sus expresiones más notorias es el auge y exaltación del erotismo contemporáneo, que llega a extremos obsesionantes. En este contexto refiere Rof unas palabras de Gustavo Bally pronunciadas en Zurich: Si nuestra época, de pronto, se nos revela con obsesión erótica, patológicamente curiosa de la sexualidad en todos sus recovecos y matices, consumidora sin freno de material pornográfico, es porque en ella hay una carencia progresiva de una sustancia que es indispensable para el desarrollo normal del hombre. Porque la “huida del amor” practicada de manera sistemática por el ciudadano de nuestro tiempo, de nuestra civilización, deja en él una penuria angustiosa que de alguna manera se ha de llenar. Con erotismo o con drogas (Rof Carballo, 1973, p. 261).

Todo esto conduce a la pérdida de la propia interioridad y del pensamiento libre. La consecuencia son manifestaciones estridentes que denotan carencias. En efecto, Rof tiene la sospecha de que en nuestra sociedad padecemos una forma de pensamiento descarnado, sin fantasía, sin factores emocionales, marcado por la “alexitima”, y este 25

Rof Carballo, 1973, p. 259. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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pensamiento puede llevar a la cultura a la autodestrucción debido al aumento increíble de la agresividad que se produce en el hombre cuando piensa mal o cuando, lo que es peor, no piensa. Hoy piensan por él poderosos medios de comunicación de masas, la televisión y la prensa determinan, junto a otros factores, la aparición de una urdimbre adulterada, que explica la abundancia de toxicomanías, de suicidios, de criminalidad de nuestro tiempo (Rof Carballo, 1993, p. 35).

Una sociedad de estas características se ve martilleada también por el peso de la angustia. En efecto la angustia, entiende Rof, es constitutiva del hombre, y está anclada en la propia naturaleza. Hasta cierto grado puede llamarse normal o angustia existencial, indispensable para que el hombre llene de sentido su vida en lugar de perderla en la inanidad y anonimato del hombre-masa; se trata de una angustia que sirve para despertar al hombre a sus realidades trascendentes. Pero también la angustia puede convertirse en “grilletes de una vida, en carga onerosa, en amargura fundamental” (p. 214). 5. FILIACIÓN Y VENERACIÓN. EL NACIMIENTO DEL SENTIMIENTO RELIGIOSO

Concluiremos estas líneas con algunos apuntes referidos al núcleo mismo de la religiosidad tal y cómo son visibles para el psicólogo. En concreto son tres las “ranuras” por las que la religiosidad se muestra en el dinamismo psíquico. La primera hace referencia a la libertad y su horizonte de mayor amplitud; la segunda al conocimiento propio y la vinculación –amor– al prójimo; y la tercera a la noción misma de filiación y veneración. En efecto, lo primero que encuentra el psicólogo –no en sentido cronológico– es el hecho ineludible de la constitución psicofísica de cada hombre, por la que se encuentra en la grave situación de tener que “hacerse cargo de la realidad”. Esa misma situación le abre hacia la máxima posibilidad de la libertad. Pues bien, “la máxima posibilidad que tiene el hombre de ser libre no es otra que la de decidir cuál es la persona o ente supra individual que ha de amar”26 (p. 337). Es la apertura a lo infinito desde el radical de la libertad humana; tal vez análoga a la “libertad de destinación” (Polo, 2001). Por otro lado, el psicólogo ve que el hombre liberado de la sexualidad en sus estratos instintivos es aquel para el cual es prójimo al que su afecto se dirige lo es en toda su dignidad de ser responsable y libre. Ahora bien, para liberarse plenamente, el hombre tiene que renunciar a su “sistema de orgullo”, a su idealización de sí mismo, al “yo ideal” distorsionante: ha de llegar a conocerse tal como es. Sin embargo, el

26

Rof Carballo, 1952b, p. 337. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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hombre sólo puede encontrar su “sí mismo” a través de los demás y, por tanto, en forma verdaderamente auténtica, sólo puede amarse a sí propio en tanto ama a los demás y recíprocamente. El mandamiento evangélico es, en virtud de esto, confirmado en el proceso terapéutico no como un mandamiento, sino como una profundísima verdad. (…) A partir de la segunda mitad de la vida trata [el hombre] de organizar la personalidad total, consciente e inconsciente, en una unidad armónica llena de coherencia. Dentro de ella surge, en forma natural y espontánea, una vivencia religiosa que el psicoterapeuta se limita a registrar como un hecho, como una realidad psíquica (Rof Carballo, 1952b, p. 338).

La tercera perspectiva es próxima a los planteamientos heideggerianos, tal y como recoge nuestro autor, pero sin duda tiene una proximidad aún mayor, aunque desconocida por Rof, en Polo27. En efecto, se dice con frecuencia, siguiendo la formulación de Heidegger, que el hombre está geworfen, arrojado a la existencia. Es cierto, pero lo está a través de alguien. Ya vimos que el niño se abrigaba de su temor frente a lo desconocido en el regazo de sus padres. Más adelante se le ha educado en el respeto a sus progenitores. Pero cuando se vuelve hombre, ha de sentir aquello que en la vinculación a sus padres lo une al mundo de la cultura y de la tradición y, a la vez, al misterio que rodea su existencia, en forma de temeroso respeto. (…) Nosotros decimos veneración. En la veneración a los padres está el germen del respeto frente a lo numinoso. A través de los padres se encuentra el hombre vinculado con el misterio del origen, de su ser en el mundo. Ya sabemos que su liberación del mundo instintivo, su libertad le va a hacer enfrentarse con el problema de su trascendencia, del sentido que su existencia tiene, con el problema de su fe religiosa. Entonces, esa veneración hacia sus lares paternos, que ya constituía una de las formas más elevadas de amor, puede convertirse en una de las raíces de su sentimiento religioso (…). Sin embargo, hemos de tener cuidado. Es admirable y magnífico que los psicoterapeutas en su camino vengan a coincidir con los místicos, pero también constituye un grave signo de los tiempos, un signo revelador de un grave peligro para el espíritu del hombre el que, como dice Gertrudis Le Fort (El velo de la Verónica), ciertas verdades, “que sólo deben reconocerse en recogimiento y arrodillados”, puedan convertirse en “verdades psicológicas”” (Rof Carballo, 1952b, pp. 338-339).

27

“La paternidad humana constituye de un modo nuevo al hombre por hacerlo respectivo a un nuevo ser humano. A su vez, la relación del hijo con el padre, por ser constitutiva y originaria, remite inevitablemente al origen del propio ser: el hombre es interpelado por su propio origen. Así se evita la caída en el narcisismo, tan extendido en la sociedad actual, que viene a ser la exclusión de la conciencia del origen. (…) sea cual fuere la duración de su biografía, el hombre siempre es interpelado por la cuestión de su origen, interpelación que le encamina al reconocimiento de ser generado, del que no puede hurtarse: no puede soslayarlo o sustituirlo. La identidad personal es, por tanto, indisociable de ese reconocimiento. Sin embargo, uno de los fenómenos más notorios de las ideologías modernas es el no querer ser hijo, el considerar la filiación como una deuda intolerable” (Polo, 1996, p. 66) Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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EL CONCEPTO DE REPRESENTACIÓN MENTAL COMO FUNDAMENTO EPISTEMOLÓGICO DE LA PSICOLOGÍA THE CONCEPT OF MENTAL REPRESENTATION AS EPISTEMOLOGICAL FOUNDATION OF PSYCHOLOGY Mariano Castellaro* Universidad Nacional de Rosario Rosario-Argentina Recibido 5 de enero 2011/Received January 5, 2011 Aceptado 10 de junio 2011/Accepted Juny 10, 2011

RESUMEN En el presente trabajo se discute sobre la autonomía y estatus científico de la psicología, frente al avance de disciplinas que teorizan sobre el comportamiento humano desde un nivel neurobiológico y/o basado en la inteligencia artificial. Se propone el concepto de representación mental como el objeto propio de la ciencia psicológica, lo cual le otorga un estatus epistemológico y delimita un ámbito disciplinar específico. Inicialmente, se efectúa un repaso de diferentes perspectivas acerca del concepto, para luego plantear la hipótesis central del artículo propuesta con anterioridad. Finalmente, se analiza el aporte del constructivismo con respecto al concepto y su crítica al modelo tradicional basado en el realismo. El objetivo último del trabajo es mostrar la posibilidad de complementación entre la psicología y las neurociencias, manteniendo cada una su nivel de análisis específico. Palabras Clave: Psicología, Representación Mental, Epistemología, Neurociencias.

ABSTRACT This paper presents a discussion about the autonomy and scientific status of psychology, related to advance of disciplines that theorize about human behavior from a neurobiological level or based on artificial intelligence. We propose mental representation as the specific object of the psychological science, which gives it an epistemological status and delimits a specific disciplinary field. Initially, we review different perspectives about the concept and then we propose the hypothesis mentioned. Finally, we analyze the contribution of constructivism to the concept and its critics to the traditional model based on realism. The last aim of this paper is to show the complementation between psychology and neuroscience, keeping each area its own possibility of level of analysis. Key Words: Psychology, Mental Representation, Epistemology, Neuroscience.

∗ Facultad de Psicología. Riobamba 250 bis, Rosario, Argentina. E-mail: castellaro@irice-conicet.gov.ar


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MARIANO CASTELLARO

INTRODUCCIÓN

A

ctualmente somos testigos de la relevancia que han tomado las neurociencias y la inteligencia artificial dentro del campo científico. En muchas ocasiones esto ha conllevado que, en relación al estudio del comportamiento humano, se plantee la sustitución de explicaciones psicológicas por aquellas provenientes de este conjunto de disciplinas. En vistas de lo anterior, a través del presente trabajo se intenta reflexionar sobre los fundamentos epistemológicos de la psicología, principalmente considerando la relación de complementariedad entre esta disciplina y aquellas que proponen modelos exclusivamente orgánicos en la explicación de la conducta. En otras palabras, el objetivo general consiste en desarrollar una propuesta que permita justificar epistemológicamente el estatus científico de la ciencia psicológica en el contexto actual mencionado. El interrogante principal se podría resumir de la siguiente manera: frente a los avances innegables de las ciencias neurobiológicas, ¿existe un nivel irreductible de análisis que corresponde de modo exclusivo a la psicología, fundando su estatus y autonomía como ciencia? ¿O más bien aquello que se enmarcó tradicionalmente en el plano de lo llamado “mental” es factible de ser estudiado y abarcado exhaustivamente por estas disciplinas? En este trabajo intentaremos formular una respuesta a dichos interrogantes. La propuesta sostiene que la representación mental, en tanto constructo teórico, constituye el objeto propio de la ciencia psicológica, lo cual define claramente un ámbito disciplinar y justifica un estatus epistemológico autónomo e irreductible frente a las demás ciencias. En tal manera, a partir de esta afirmación inicial, el concepto de representación mental constituirá el eje del texto. En primer lugar, se considerarán resumidamente las concepciones de diferentes perspectivas psicológicas en relación al concepto. En segundo lugar, entrando de lleno en la intención principal del trabajo, se efectuará una propuesta concreta en relación a la función epistemológica asignada al concepto. Por último, partiendo de la hipótesis de la representación como una operación entre el cerebro y el mundo, se describirá globalmente el debate epistemológico actual entre realismo y constructivismo acerca de la naturaleza de la representación, en particular, y el conocimiento, en general. Antes de presentar el tema resulta necesario efectuar un par de aclaraciones. En primer lugar, cuando hablemos de representación mental nos referiremos a ella en el sentido amplio del término, esto es, no identificándolo exclusivamente por su condición cognitiva en un sentido clásico del modelo del procesamiento de la información. Por el contrario, en este caso la representación se entiende de manera más afín con el concepto actual de “significado”, el cual incluye las dimensiones emocional, social y cultural1. Incluso, en cierto sentido, ambos términos podrían considerarse como

1 Bruner, J. (1990). Acts of meaning. Cambridge: Harvard University Press y Bruner, J. (1996). Realidad mental y mundos posibles. Barcelona: Gedisa.

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sinónimos, aunque en esta ocasión nos limitaremos a hablar de “representación” para evitar confusiones. En segundo lugar, es necesario recordar que este trabajo no se propone una crítica a las neurociencias ya que se considera que, desde el punto de vista de la interdisciplina, sus desarrollos constituyen un aporte fundamental para la ciencia psicológica. Por el contrario, se sostiene que en la actualidad la psicología debe nutrirse de estos aportes para producir conocimientos más rigurosos y fiables. Lo que interesa mostrar es que por más significativos que sean los avances mencionados, no son suficientes para desplazar y/o reemplazar las explicaciones psicológicas y su dominio específico de conocimiento. En otras palabras, evitar la transferencia no crítica desde los modelos de la ingeniería y/o la neurología hacia la psicología, integrándolas en una visión holística2. UNA REVISIÓN TEÓRICA GENERAL DEL CONCEPTO DE REPRESENTACIÓN

En concordancia con la idea central del texto, en la cual se propondrá al constructo “representación” como el objeto de estudio propio de la psicología, se mencionará rápidamente el lugar y sentido otorgado por diferentes perspectivas. El psicoanálisis, según Laplanche & Pontalis (1996), retomó este concepto e hizo un uso original del mismo en relación al significado tradicional. Desde los primeros modelos, Freud diferenció entre representación y quantum de afecto, los cuales pueden dirigirse a destinos diferentes a partir de la represión. Pero el punto en que se apartó en mayor medida de la filosofía clásica se halla cuando habló de representaciones inconscientes. El enfoque tradicional siempre se refirió al acto por el cual se representa subjetivamente (conscientemente) un objeto; en cambio, en la teoría freudiana, “la representación sería más bien aquello que, del objeto, viene a inscribirse en los sistemas mnémicos” (p. 368), lo cual extiende el concepto al ámbito de lo inconsciente. Según Freud (1975), las representaciones se distribuyen en dos niveles: representación-cosa, mayormente ligada a un registro visual, y representación-palabra, principalmente ligada al tipo acústico. Esta diferenciación define una organización básica desde el punto de vista topológico. Las primeras caracterizan el plano inconsciente, mientras que las segundas refieren a lo preconsciente-consciente. La representación-cosa debe distinguirse de la huella mnémica, en tanto la primera es la encargada de caracterizar a la segunda, la cual alude a la inscripción del acontecimiento en sí mismo. A su vez, este elemento introduce la idea de la toma de conciencia a partir del enlace de ciertos contenidos con verbalizaciones. Este elemento permitirá comprender el paso del proceso primario al secundario, regulados por los principios de placer y realidad respectivamente.

2 León, C. & Braga Illa, F. (2000). Especificidad de la teoría y del método en el constructivismo piagetiano: tradición y revisión del sujeto psicológico. Psicothema, 12 (2), 327-330.

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MARIANO CASTELLARO

El concepto de representación posee un valor central en la obra freudiana, fundamentalmente por constituir el ladrillo básico del aparato psíquico. Ahora bien, la peculiaridad del sistema teórico se encuentra en postular la existencia de representaciones inconscientes, las cuales –más allá de su inaccesibilidad inmediata –determinan poderosamente las acciones de un sujeto y pueden ser reemplazadas por otros contenidos a partir del accionar de una serie de mecanismos psíquicos. En el ámbito de la psicología norteamericana, el conductismo surgió como un intento de superación de las dificultades planteadas por el método de la introspección, a partir de la formulación de una psicología basada estrictamente en el estudio de las causas observables del comportamiento, con la pretensión de lograr un conocimiento objetivo. Desde los primeros desarrollos propugnados por Watson, se propuso sustituir la conciencia por la conducta como objeto de estudio. De esta manera, según Cappelletti, el hombre pasa a considerarse como: …una máquina orgánica montada y lista para funcionar, una entidad biológica que actúa como una totalidad y que se manifiesta en la conducta, los movimientos de esta máquina son provocados única y exclusivamente por el estímulo, condicionado o incondicionado, físico o fisiológico (Cappelletti, 2007, p. 115).

El gran aporte del conductismo fue el intento de elaborar principios explicativos del comportamiento humano fundándose en un profundo rigor lógico y empírico. Sin embargo, para tal objetivo consideró necesario descartar radicalmente variables psicológicas fundamentales por no ser medibles u observables directamente, fundamentando una teoría sobre la base de sistemas reflejos. De esta manera, resulta obvio que los teóricos conductistas hayan considerado peyorativamente cualquier concepto cercano o emparentado con la idea de representación, a partir de su carácter inmaterial y no medible. Probablemente los trabajos de Tolman (1948) constituyan una excepción, en tanto la idea de mapa cognitivo alude a procesos psicológicos no observables directamente. Más allá de ello, el propio autor siempre se ha incluido dentro del conductismo negando aquellos argumentos que lo consideraban en otra posición teórica. La principal desventaja que presentó el conductismo fue la simpleza de sus explicaciones ante la magnitud de los fenómenos observados. Es decir, para poder apreciar la complejidad de ciertos procesos psicológicos era necesario trascender lo directamente observable y crear un nuevo esquema comprensivo. En este contexto, surge la metáfora del ordenador como la esperanza de gran parte de la comunidad científica de explicar ciertas operaciones, sin perder el rigor logrado anteriormente por el conductismo. La psicología cognitiva es la respuesta, en el ámbito de la psicología, a esta revolución tecnológica, y su lenguaje, su estilo y sus modalidades constituyen la muestra más elocuente de la interrelación que a lo largo de la historia han tenido los desarrollos tecnológicos y los modelos de pensamiento (Fernández Álvarez, 1992, p. 67).

Los trabajos de Lashley, Von Neumann y McCulloch en la fundación Hixon en 1948 son considerados el inicio de la Ciencia Cognitiva, la cual postula –entre Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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otras características– la necesidad de basar las explicaciones en el concepto de “representación mental”, dando origen a un nivel de análisis totalmente separado de lo biológico-neurológico y lo social: el psicológico3. La hipótesis central de las ciencias cognitivas afirmaba que la forma más adecuada de estudiar la mente es conceptualizándola como un conjunto de estructuras de representaciones mentales sobre las que operan procesos computacionales4. De esta manera, la discusión entre conductismo y cognitivismo se podría resumir de la siguiente manera: si nos atenemos a lo estrictamente observable, sólo trabajamos sobre un conjunto de reflejos. Ello dota a las explicaciones de un gran rigor pero quedamos en esquemas simples, es decir, no llegamos a comprender fenómenos de alta complejidad que extralimitan lo específicamente material. Justamente, la necesidad de explicar estas operaciones complejas que ya no son observables directamente, exige utilizar modelos que por analogía funcional brinden un esquema comprensivo de un hecho. Es importante aclarar que los partidarios del modelo computacional no asignaron a la representación un estatus ontológico, es decir, entidad real. Por el contrario, la gran ventaja de esta nueva perspectiva se encontraba en la posibilidad de comprender un fenómeno a partir de una relación de analogía con otro sistema real (ordenador). Según Rivadulla (2006), la analogía juega un papel esencial en la producción del conocimiento científico, en tanto la producción de conocimiento científico supone la construcción de una metáfora funcional, la cual permite el establecimiento de ciertos principios aplicables al objeto de estudio. Posteriormente, la aparición del conexionismo sugirió la introducción del cerebro como variable fundamental a incluir dentro de la metáfora computacional. La consideración de los sistemas neuronales y su distribución permitieron proponer un modelo tripartito formado por mente, cerebro y computadora5. Según Mahoney el conexionismo supuso tres características distintivas: a) el cambio de énfasis de los ordenadores al sistema nervioso vivo como primera fuente de información sobre las estructuras y funciones del conocimiento humano; b) un uso creativo de las continuas evoluciones en la tecnología informática para refinar los modelos que simulan el aprendizaje humano, c) el reconocimiento de que los procesos informáticos no pueden afrontar adecuadamente la complejidad de los “procesos simbólicos” que operan constantemente en toda la experiencia humana (Mahoney, 1998, p. 63).

Desde hace algunos años, varios investigadores insisten en la necesidad de erradicar el concepto de “representación” en la explicación de procesos mentales,

3 4 5

Gardner, H. (1985). La nueva ciencia de la mente. Historia de la revolución cognitiva. Barcelona: Paidós. Thagard, P. (2005). La mente: Introducción a las ciencias cognitivas. Buenos Aires: Katz. Ídem. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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formando parte del movimiento denominado “anti-representacionalismo” 6. El mismo constituye un fenómeno reciente dentro de la filosofía y la ciencia cognitiva, y propone una nueva aproximación respecto al concepto de cognición. A partir de los avances en inteligencia artificial, se cuestiona radicalmente la existencia y utilidad de la representación como recurso para la explicación de tales procesos. Varios motivos justifican esta perspectiva, entre ellos la ambigüedad del término, determinada por los múltiples sentidos según el nivel de descripción adoptado7, o el hecho de constituir una categoría a priori de carácter ilusorio8. En este sentido, la representación puede entenderse a lo sumo como trazas cerebrales formadas a partir de la interacción con el medio ambiente, abandonando la metáfora computacional. El énfasis se coloca en la interacción compleja y dinámica entre cerebro, cuerpo y medio ambiente y lo resultante de ello. En síntesis, en el panorama actual de la ciencia cognitiva, en términos generales, se pueden diferenciar dos posiciones teóricas respecto a la utilización de la idea de representación. Por un lado, aquellos que están a favor de recurrir a esta noción para explicar los procesos de conocimiento, llamados representacionalistas. Estos se resisten a abandonar el modelo computacional representacional de la mente, más allá de nutrirse de los avances producidos en los últimos años. Thagard (2005) entiende que el conocimiento se basa en un conjunto de representaciones mentales sobre las que operan procesos computacionales. El modelo computacional representacional de la mente instala una interfaz entre la percepción y la acción, la cual opera según las leyes de la informática: las representaciones mentales se entienden como estructuras de datos; los procesos computacionales como algoritmos; y el pensamiento vendría a ser la ejecución de un programa. A su vez, estas estructuras están compuestas por elementos comandos de controles centrales y periféricos. Por otro lado, el anti-representacionalismo, dentro del cual podemos ubicar el modelo de Brooks (1991), el cual elabora una teoría explicativa de procesos inteligentes prescindiendo de la noción de representación. A su vez, no se limita simplemente a esto sino que considera la apelación a este concepto como obstáculo para una comprensión acertada. Los organismos se mueven directamente en un entorno dinámico, el cual plantea constantes desequilibrios que son resueltos mediante reacciones adaptativas. Para explicar este mecanismo no se necesita recurrir a una interfaz entre el organismo y el mundo. Por el contrario, la inteligencia debe entenderse como una sumatoria de capas de complejidad, las cuales se combinan con la percepción y la acción. En consecuencia, esta postura desacuerda con la consideración de componentes centrales y

6

Brooks, 1991; Cliff & Noble, 1997; Haselager, De Groot & Van Rappari, 2003. Scheutz, M. (1999). The Ontological Status of Representations. En A. Riegler, M. Peschl. & A. von Stein (eds.). Understanding Representation in the Cognitive Sciences (pp. 33-38). Holland: Plenum Academic/ Kluwer Publishers. 8 Cliff, D. & Noble, J. (1997). Knowledge-based visión and simple visual machines. Philosophical Transactions of the Royal Society B, 352 (1358), 1165-1175. 7

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periféricos. Un sistema inteligente supone una sumatoria de pequeñas unidades, las cuales pueden localizarse y reproducirse mediante la producción de unidades artificiales.

UNA PROPUESTA CONCRETA EN RELACIÓN AL CONCEPTO DE REPRESENTACIÓN MENTAL

Greco (1995) reconoció tres sentidos generales que se otorgan al concepto de representación en psicología. En primer lugar, el significado global del término (“representation”) designa el hacer presente nuevamente algo que no está literalmente o en los hechos. Lo anterior no sólo connota volver a presentar un evento, sino que implica necesariamente un cambio del escenario dentro del cual la cosa se re-produce. A su vez, representación se puede comprender como un acto, una operación (“representing”). Por último, cabe la acepción relacionada con una entidad producto de ciertas operaciones (“representations”). Esta clasificación es el punto de partida para la propuesta referente al modo en que debe entenderse la representación mental en el contexto actual de comunión con las neurociencias. En este sentido, pensamos a la representación como una operación (“representing”) a partir de la cual el cerebro (formando parte de un organismo) entra en contacto con el ambiente. Dicha operación debe entenderse como una construcción teórica que intenta dar cuenta de la relación epistemológica entre un organismo (en este caso ser humano) y el mundo (conformado por la naturaleza, los demás y la propia persona). En otras palabras, la representación remite a una relación específica que emerge como instancia intermedia entre el plano estrictamente orgánico y el ambiente. Para facilitar la comprensión de lo anterior, se diferencian los tres ámbitos o niveles de análisis específicos incluidos en estas explicaciones: 1)

2)

3)

Nivel cerebral: responsable principal del origen y la producción de procesos mentales. Resulta fundamental aclarar que cuando nos referimos a este plano aludimos estrictamente al cerebro considerado como un sistema cerrado desde el punto de vista químico y funcional internos (exclusivamente). En sentido estricto, en tal nivel resulta erróneo –desde lo teórico– recurrir al concepto de representación, ya que las categorías más adecuadas para su análisis deberían provenir de la neurología y/o neurobiología. De esta manera, diferentes instrumentos como las tecnologías de neuroimagen y análisis químicos específicos constituyen recursos claves para la medición de este nivel. El mundo: el cual se puede descomponer en físico-material (naturaleza) y sociocultural; dentro del último diferenciamos las relaciones con los demás, de la relación con el propio yo a partir de la autoconciencia. El nivel de la representación: el cual se constituye a partir de la relación entre el cerebro y el mundo, ya sea respecto a la naturaleza, los demás y sí mismo.

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Este vínculo que se establece entre las diversas operaciones cerebrales y el ambiente no es reductible a categorías físico-químicas. Por ejemplo, en el caso de los sofisticados estudios basados en neuroimagen, es posible observar con detalle la activación de zonas cerebrales específicas. Sin embargo, no podemos detectar el pensamiento, deseo o imagen idiosincrática que el individuo produce en ese instante. A la luz de esta conclusión, el concepto de representación se instaura como elemento fundante de la ciencia psicológica, en tanto demarca un ámbito en el cual estudiar un tipo específico de operaciones mentales irreductibles a lo neuronal pero con base anatómica y funcional en ello. El dominio de la representación constituye el origen teórico de lo que se puede denominar “subjetividad”, en tanto alude a la estructura psíquica irreductible a estratos neuronales, que otorga identidad y unicidad a un sujeto. A su vez, se encuentra constituida tanto por aspectos intelectuales (tradicionalmente llamados “cognitivos”), emocionales, culturales y sociales. Figura 1 Fundamento epistemológico del nivel psicológico

Nivel interno

Nivel intermedio

CEREBRO

Nivel exterior

MUNDO

Naturaleza Otros Sí mismo

REPRESENTACIÓN (Operación cognitiva)

NIVEL PSICOLÓGICO (Origen teórico del plano mental)

Con lo anterior no se afirma que la representación constituye una especie de “entidad flotante” que pervive entre las personas y el ambiente, sino que resulta obvio que tiene su origen en la actividad cerebral. Sin embargo, a nivel teórico y metodológico debemos situarla en un ámbito de análisis ubicado en el “inter” (entre la química cerebral y el objeto de conocimiento) lo cual permite reconocer su especificidad como dimensión psicológica. En otras palabras, lo anterior no debe entenderse en términos topológicos, es decir, en un “lugar” intermedio ni “dentro de la cabeza”, sino que dicha característica refiere a una condición teórica, ajena a toda espacialidad. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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Por lo tanto, entender a la representación como “internal entities or events”9 constituye un error en el cual han caído muchas perspectivas en psicología, ya que lo único que encontraremos al “abrir” el cerebro de un ser humano serán estructuras anatómicas y elementos químicos. De la misma manera, prescindir del concepto para explicar conductas inteligentes (anti-representacionalismo) no atiende a la complejidad del fenómeno estudiado. Incluso, cuando se propone esta omisión desde la inteligencia artificial, se olvida que un robot autómata, por más que desarrolle conductas complejas a partir de una sucesión de pequeñas capas10, constituye la objetivación y materialización de la operación representacional del inventor.

LA RELACIÓN ENTRE “EL QUE REPRESENTA” Y “LO REPRESENTADO”

Tal como se mencionó, la representación constituye una operación por la cual el sujeto se relaciona con el mundo. Ahora bien, ¿en qué consiste esa relación entre “el sujeto que representa” y “lo representado”? ¿De qué manera se puede describir el debate epistemológico actual en relación a la temática? Básicamente, es posible diferenciar en términos generales dos posturas antinómicas en relación a este tema, las cuales pueden denominarse como “realismo” y “constructivismo”. Tradicionalmente, el realismo entendió a la representación mental, y el conocimiento en general, en términos de correspondencia con el objeto11. La realidad comprende un orden unívoco, estable, ordenado en una secuencia jerárquica de niveles, y el conocimiento consiste en re-presentar ese orden externo, en copiar de la mejor manera posible una serie de datos cuyo significado existe con independencia de la actividad cognoscente. De este modo, el saber se convierte en una tarea cuyo objetivo es corresponder con la realidad externa, resultando de ello nociones verdaderas o falsas. Ya sea en su versión empirista o racionalista, el mundo viene a ser el mismo para todos, y cada organismo logra versiones más o menos distorsionadas de lo real. El significado de las cosas está “afuera”, es decir, cada organismo acumula pasivamente una serie datos que tienen sentido en sí mismos. Finalmente, la adaptación se entiende en términos similares: sólo es posible la sobrevivencia y evolución en tanto el sujeto se adapta (ajuste al medio) a las contingencias ambientales mediante mecanismos de cambio (respuestas a estímulos). Aunque la perspectiva realista impregnó la ciencia occidental desde antaño, progresivamente el avance de diferentes disciplinas interpeló profundamente la noción de conocimiento, y a partir de allí, la relación entre sujeto y objeto. Esta ruptura epistemológica, específicamente en el ámbito de la psicología, recibió la denominación 9

Greco, A. (1995). The concept of representation in psychology. Cognitive Systems, 4 (2), 247-256. Brooks, R. (1991). Intelligence without representation. Artificial Intelligence, 47, 139-159. 11 Balbi, J. (1994). Terapia cognitiva posracionalista. Conversaciones con Vittorio Guidano. Buenos Aires: Biblos. 10

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de “constructivismo”12. Se inició un cuestionamiento del carácter pasivo del conocimiento, ya que comenzó a entenderse que toda representación está sesgada por características intrínsecas al sujeto, no correspondientes a una “realidad” externa. La mirada se vuelve desde lo observado al observador, porque se empieza a pensar que apelar a una supuesta “realidad” como concepto explicativo representa una falacia, ya que la percepción de la misma siempre constituye una prolongación de nuestra experiencia. De esta manera, el constructivismo postula que cualquier observación refleja en mayor medida las características constituyentes del sujeto cognoscente (se refleja a sí misma) que la realidad en sí misma13. A su vez, el concepto de realidad también ha cambiado porque pierde su carácter ordenado y jerárquico, para interpretarse como una red de suma complejidad conformada por sistemas ubicados en múltiples niveles interconectados. La representación que podamos formarnos del mundo no lo abarca en su totalidad ni es la misma para todos; por el contrario, existirán tantos mundos como sujetos, en tanto el significado de las cosas se encuentra predefinido por la organización de conocimiento de cada uno. De ahí que Maturana (1990) deje de hablar de “universo” para referirse a “multiversos”, es decir, tantas realidades como organismos conozcan. Lo que desde una posición “objetiva” se entiende como un mundo ordenado en sí mismo, no representa más que la estabilidad que el observador introduce, incluso convirtiéndose en parte de lo observado. Un aporte fundamental en este cambio de perspectiva fue poder pensar al conocimiento como una propiedad de todo organismo, siempre reconociendo los diferentes grados de complejidad según la especie. Dicha modificación estuvo posibilitada por los nuevos esquemas de comprensión que desarrolló una rama de la ciencia actual: la Epistemología Evolutiva. Esta disciplina concibe al conocimiento como la capacidad propia de todo organismo de organizar su orden interno e interactuar con el ambiente. Por lo tanto, se sobreentiende que el mismo se rige principalmente por la necesidad de mantener sus leyes internas, más que corresponder a un orden externo. A su vez, esta concepción permitió desligar al conocimiento como objeto de la filosofía o metafísica, para ubicarlo en el campo de la investigación científica. Tal como mencionamos más arriba, Maturana (1990) es uno de los autores que han contribuido sustancialmente en el quiebre epistemológico al que nos venimos refiriendo. Este biólogo chileno se interesó en comprender cómo se interrelacionan (en términos de correspondencia) el aspecto del mundo exterior (por ejemplo, el color de los objetos) y las redes neuronales (colores percibidos). Sin embargo, comenzó a observar que el contenido y la forma de las representaciones no dependen de características externas, sino de estados de actividad propios del sistema nervioso. Ello lo 12 Munné, F. (1999). Constructivismo, construccionismo y complejidad: la debilidad de la crítica en la psicología construccional. Revista de Psicología Social, 14 (2-3), 131-144. 13 Blanco, C. J. (septiembre, 2010). El Constructivismo Biológico: ¿una alternativa al realismo? Cinta de Moebio, (22). Recuperado de http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?iCve=10102204.

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llevó a pensar que cuando percibimos el mundo, en realidad reproducimos estados cerebrales internos, no existiendo una correlación con un afuera. En ese sentido, no importan los datos provenientes del exterior, sino aquellos que la organización cerebral pueda reproducir a partir de su conformación. El sistema nervioso opera como una red cerrada de relaciones y, en este sentido, se genera una clausura operacional en tanto opera de acuerdo a una correlación interna con independencia del mundo físico externo. Lo anterior conlleva una consecuencia radical para comprender al conocimiento: no es posible apelar a referencias externas a nosotros mismos para convalidar las explicaciones. Por ello, debemos colocar la objetividad entre paréntesis14, ya que apelar a la realidad como base de nuestras explicaciones ha perdido su validez. Tradicionalmente, la ciencia occidental se ha basado en un criterio de objetividad, en tanto utilizó apeló a los “datos de la realidad” para justificar teorías. El eje análisis ya no reside en la característica de la “cosa en sí” sino en la propia experiencia de cada organismo como constructor activo de un orden de conocimiento. Neimeyer expresó de un modo claro y sintético el núcleo del constructivismo: Lo que une a los constructivistas es un compromiso con una epistemología, o teoría del conocimiento común. Al igual que Kant (1952), los constructivistas creen que la “realidad” es en última instancia noumenal, es decir, está más allá del alcance de nuestras teorías más ambiciosas, ya sean personales o científicas, negándonos para siempre como seres humanos la seguridad de justificar nuestras creencias, fe, e ideologías mediante el simple recurso de “circunstancias objetivas” fuera de nosotros mismos. En vez de ello, la organización de difícil consecución que nosotros imponemos en el mundo de nuestra experiencia es una construcción humana precaria, apoyada por nuestra búsqueda, privada y compartida, de un poco de orden y predictibilidad en nuestras vidas, así como por nuestra necesidad de encontrar cierto fundamento a nuestras acciones (Neimeyer, 1998, p. 19).

De manera similar, Cubero Pérez (2005) definió algunos elementos básicos comunes al constructivismo en psicología y educación, entre los cuales se encuentran: una epistemología relativista, una concepción de las personas como agentes activos y la interpretación de la construcción del conocimiento como un proceso social y situado en un contexto histórico y cultural. Más allá de estas convicciones comunes, actualmente el constructivismo no puede considerarse como un fundamento unitario, que signifique lo mismo para todos los autores que se incluyen dentro del movimiento. De hecho, coexisten diversos modos de comprender el proceso de construcción de conocimiento15, cuyas diferencias se originan a partir de lo que cada autor entiende por “realidad”. De otra manera, en términos generales se puede hablar de dos tipos de constructivismo:

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Maturana, H. (1999). La objetividad; un argumento para obligar. Santiago de Chile: Dolmen. Sánchez, L. (2003). Una mirada al conocimiento científico y lego a la luz de cuatro enfoques sobre la construcción del conocimiento. Anales de Psicología, 19 (1), 1-14. 15

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Los constructivistas radicales se inclinan, sucintamente, por la imposibilidad de afirmar algún grado de consistencia en eso que llamamos “realidad”. En su forma más extrema, concluyen que se trata de una invención. Los constructivistas moderados, por el contrario, piensan que la realidad existe, aunque no esté a nuestro alcance lograr un conocimiento cabal de ella (…) (Fernández Álvarez, 1992, p. 109).

CONCLUSIÓN FINAL

En el presente trabajo intentamos reflexionar sobre el valor epistemológico del concepto de representación, en tanto constituye el punto de origen de un nivel de análisis específicamente psicológico. Desde esta perspectiva, la noción de representación entendida correctamente conforma un recurso clave para la fundación de una psicología científica, junto a la posibilidad de complementación con conocimientos provenientes de otros campos disciplinares que abordan el comportamiento humano desde un enfoque neurobiológico y/o basado en la robótica. Luego de ello, analizamos principalmente la conceptualización por parte del constructivismo respecto a la operación específica que supone la representación. Concluyendo, a través de la propuesta teórica aquí ensayada no buscamos dar una solución definitiva al debate; muy por el contrario, pretendemos fomentar la discusión, de modo de intercambiar nuevas perspectivas vinculadas a la cuestión. Seguramente, de similar manera a los enfoques presentados en este trabajo, emerjan diferentes posturas que enfaticen ciertos aspectos por sobre otros. Pero, en definitiva, se trató de incentivar la discusión en torno a esta temática de suma actualidad, referida al estatus y autonomía de la psicología frente a otras explicaciones alternativas del comportamiento humano.

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ISSN 0718-1361 Versión impresa ISSN 0718-5065 Versión en línea

DE LA MIRADA Y LA SEDUCCIÓN THE LOOK AND THE SEDUCTION Carolina Serrano Barquín* Francisco Salmerón Sánchez Sonia Rocha Reza Luis Villegas López Universidad Autónoma del Estado de México Toluca-México Recibido 2 de mayo 2011/Received May 2, 2011 Aceptado 10 de agosto 2011/Accepted August 10, 2011

RESUMEN A modo de preámbulo, consideramos importante mencionar que el presente ensayo pretende entrelazar los conceptos mirada y seducción desde distintas ópticas. Se plantean someramente algunas ideas desde la filosofía hasta el psicoanálisis. Se inicia con una “mirada” a las construcciones literarias de creadores de gran importancia, tales como Jean Braudrillard y Georges Bataille, en quienes se estudia la idea del ojo perverso, de la mirada y el deseo, subjetividad que nos atrapa. Se ambiciona articular con teorizaciones psicoanalíticas de lo inconsciente, abundando en investigaciones freudianas y de otros teóricos del psicoanálisis para analizar e interpretar sus “seductoras” aportaciones. Palabras Clave: Psicoanálisis, Literatura, Mirada, Seducción.

ABSTRACT By way of preamble, we consider important to mention that this essay intends to link the concepts of look and seduction from different angles. Some ideas are raised from philosophy to psychoanalysis. The article starts with a “look” to the creators of literary constructions of great importance such as Jean Braudrillard and Georges Bataille, in order to study the idea of the evil eye, the gaze and desire, the subjectivity that catch us. The article aspires to articulate psychoanalytic theories of the unconscious, abounding in Freudian investigations and other theorists of psychoanalysis to analyze and interpret “seductive” contributions. Key Words: Psychoanalysis, Literature, Look, Seduction.

∗ Facultad de Ciencias de la Conducta. Universidad Autónoma del Estado de México. Filiberto Gómez s/n, Col Guadalupe (Km. 1.5 Carretera Toluca-Naucalpan). C.P. 50010. Toluca. México. E-mail: carolinasb@ hotmail.com


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C. SERRANO, F. SALMERÓN, S. ROCHA, L. VILLEGAS

LA MIRADA, EVOCACIÓN DE DESEO Y “tú, cuya mirada me crea eternamente”, sopórtame Jean Paul Sartre

L

a mirada es la metáfora que simboliza la experiencia de vida, es productora de signos, de significados y significantes. La metáfora es el vehículo que nos permite hacer comprensible aquello que aparece confuso y además nos permite ser comprensibles y apetecibles a los demás. La mirada permite enamorarse de este juego de signos, lo que apasiona es seducir a los mismos signos, encontrar la fuerza del significante insignificante, o, el mito del significado. La mirada busca un cuerpo donde posarse, de la evanescente fijeza de una mirada, la significativa aunque mínima alteración de las pupilas que traslucen su deseo. El cuerpo receptivo, propenso a la excitación, donde los instintos y las pulsiones se materializan en los actos expresivos al filo de la conciencia. Actos expresivos, signos ocultos que requieren metaforizarse, aunque la metáfora como el mito, maten. La mirada cobra una fuerza inusitada, ya que en la complicidad seductor-seducido existe la ensoñación de un destino incierto; lugar o momento que se sueña despierto, de una relación irreal, llena de riesgo, curiosidad, de atrevimiento y también de miedo a lo desconocido. La mirada no es un viaje por el nervio óptico, es entrar en el laberinto del Minotauro, es un enfrentamiento con el monstruoso deseo, viaje de donde nadie ha vuelto y sin salidas de emergencia. Desde tiempos ancestrales, la búsqueda constante por el efecto paradigmático que causan las imágenes y los efectos que ellas producen en la receptividad, percepción y sensación de lo imaginativamente irreal, ha estado presente, ya que la mirada: Cristaliza discursos, símbolos, concepciones e ideas; por esta causa existe la certeza de que ella nunca es absolutamente transparente ni refleja de manera objetiva lo que sucede ante los ojos del espectador. El observante siempre porta lentes que lo obligan a decir que el mundo es de tal o cual manera: la objetividad frente al otro es un sueño nunca alcanzado (Trueba, 2008, p. 16).

La imagen cautiva, seduce, ofrece sensaciones que difícilmente se pueden expresar verbalmente, provocadoras al pensamiento. Por tal, la seducción es un elemento más del proceso comunicativo. Para Döring (2004), la seducción tiene gran relevancia en la vida del individuo ya que es definitiva. Un hecho es tan determinante como la carga afectiva que se le otorga. Esto domina sobre la realidad o fantasía del hecho mismo. Será un intercambio de deseos fantasiosos. Cuando se mira, se observa la imagen o representación de ese objeto, puede ser la imagen del sujeto o cosa vista y se da paso a la imaginación. Según Sanabria (2008): No sólo habría algo que es objeto de la mirada (voyeur) y algo que tiene la voluntad de ofrecerse (exhibición); habría también un grado o tipo de imagen donde ésta tiene la particularidad de demandar una mirada intensa, lo cual dota al objeto observado de una nueva valoración (Sanabria, 2008, p. 165). Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


De la mirada y la seducción

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Cabe entonces cuestionarse si la imagen es deseo o es el deseo de imaginar lo prohibido, lo inalcanzable. El ser humano siempre insatisfecho por mirar, por desear, con mayor o menor grado perturbado, siempre dominado por una atracción óptica que puede llegar hasta la condición absoluta de la visión como un tacto a distancia. “Pero al mismo tiempo hay un choque con sus posibilidades reales; la posesión como una ilusión virtual destinada a no cumplirse nunca” (p. 168)1, ligada indisolublemente a un complejo desarrollo de su aparato psíquico. La mirada es la experiencia fundamental de la comunicación, es conocimiento del otro, del otro como sujeto, es la presencia de la otra subjetividad en nuestras vidas. El que nos mira (la otra subjetividad, la otra conciencia) le podemos temer porque se puede enfrentar a nuestra libertad, es un ser que nos valora y pone en cuestión lo que somos, lo que queremos, nuestro ser. Sartre (1998) al narrar una escena donde miramos por el ojo de la cerradura, espiamos; nuestra conciencia atiende a lo que ocurre en la habitación, está dirigida a las cosas, no atendemos a nosotros mismos, pero, de repente, sentimos que alguien nos mira, nos ven espiando, sentimos la conciencia del otro, de su presencia, y no del otro como una mera cosa más sino como sujeto, como alguien del que se puede esperar una conducta que nos pueda comprometer y a la vez somos conscientes de nosotros mismos. Es quizá la mirada la primera manifestación de la seducción, entra al cuerpo del otro subrepticiamente ya que no conoce ley y transgrede reglas, convenciones, prohibiciones. Complejo programa que un sujeto deseante confecciona, “porque la seducción como concepto es sólo una disculpa que justifica o pretende explicar cualquier cosa”2 (p. 1). El seductor consigue que la invitación prospere, ya que un sujeto potencialmente seducido depende, en última instancia, de la voluntad de aventura que tenga. Un mapa, previamente imaginado por el seductor, sólo podrá ser trazado al final de la pérdida. “Complicidad que desencadena encuentros improbables y redes subterráneas presentes e invisibles en cualquier sociedad, suscitan miradas de fantasmas que se levantan en cada mente”3 (p. 45). La mirada causa una inusitada fascinación, ya que implica un desafío. Aquí cabe parafrasear un soneto de Sor Juana Inés de la Cruz: Qué importa que mi alma no pueda tenerte, si te labra prisión mi fantasía (Fernández, 1982). Más que razón, es sensación, es un contrasentido; seducir o dejarse llevar por la pasión de ser seducido; el agua borra lo que dicta el fuego. Difícil refutar el postulado aristotélico que todo lo que hay en la mente ha pasado por los sentidos. El sujeto seducido es prisionero, voluntaria o involuntariamente de su seductor centinela. Ese es el colmo de la seducción: no tenerla. El hombre seducido es atrapado a pesar de él en la red de signos que se pierden. Porque el signo es desviado de su sentido, porque es “seducido”… Cuando los signos son seducidos se vuelven seductores: 1 2 3

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La seducción de los ojos. La más inmediata, la más pura. La que prescinde de palabras, sólo las miradas se enredan en una especie de duelo, de enlazamiento inmediato, a espaldas de los demás, y de su discurso: encanto discreto de un orgasmo inmóvil y silencioso. Caída de intensidad cuando la tensión deliciosa de las miradas luego se rompe con palabras o con gestos amorosos. Tactilidad de las miradas en la que se resume toda la sustancia virtual de los cuerpos (¿de su deseo?) en un instante sutil, como en una ocurrencia –duelo voluptuoso y sensual y desencarnado al mismo tiempo– diseño perfecto del vértigo de la seducción, y que ninguna voluptuosidad más carnal igualará en lo sucesivo. Esos ojos son accidentales, pero es como si estuvieran posados desde siempre en usted. Privados de sentido, no son miradas que se intercambian… signos puros, intemporales… Todo sistema que se absorbe en una complicidad total, de tal modo que los signos ya no tienen sentido, ejerce por eso mismo un poder de fascinación extraordinario (Baudrillard, 2001, p. 75).

La idea de la mirada aparece predominantemente en la obra del filósofo JeanPaul Sartre como algo que el sujeto experimenta en forma pasiva, mientras que el vouyerismo y lo que Lacan denomina “pulsión escópica” colocan a ésta en el campo de la acción. En el juego especular que Lacan plantea no se puede omitir al sujeto en la acción de mirar mirándose: en el espejo uno mira y es mirado. Captación del deseo humano en el deseo del otro a través de la mirada. Más allá de la mirada está el deseo que la sostiene y la fundamenta. Todo gira alrededor de la mirada, es presencia invasora, objeto persecutorio por excelencia y es en ella en la que debe hallarse la clave, no sólo del crimen, sino de la psicosis en general. “La horrenda visión de la masacre ofrecida a los ojos es un espectáculo que no deja de provocar el movimiento de apartar la vista; de arrancar la mirada de él4” (p. 102). La mirada evidencia el espectáculo del deseo. En la historia del ojo de Bataille (Assandri, 2007), se pone de manifiesto la relación fantasmática y ambivalente con el ojo y con la mirada. El ojo que define el mismo autor según el diccionario crítico como golosina caníbal, es percibido como amenazante y angustiante, tanto que en la historia del ojo se cuenta que incluso muerta Marcela su mirada no se acaba, no cede en su persistencia a mirar, ni por la meada con la que Simona pretendía apagarla, y así, continúa mirando, incluso desde la amenaza paranoica de perder la vida y que, aún muerto el ojo, pareciera que sigue viviendo, éste es retirado de su órbita e incluido en actividades eróticas perversas, en las cuales, como dijera Bartres (en Assandri, 2007), pareciera ser que se trata de un falisismo redondeado, como en el perro andaluz, el ojo es cortado porque el espectador no tolera lo agudo de la mirada. “Marcela miraba el espectáculo con fijeza: se había puesto de color carmesí. Entonces me dijo, sin siquiera mirarme, que quería quitarse el vestido”5 (p. 14). Lo mismo que la mirada que se constituye ahora como seductora y después como amenazante y persecutoria, determina esta forma de percibir el mirar del ojo (Nasio, 1992). Dicho de otra manera, el yo no percibe cualquier imagen, percibe sólo aquellas en las que el yo se reconoce, es decir, imágenes pregnantes, que son distintas 4

España, P. & Alquicira, M. (2001). Tres grandes sueños de pasión, locura y seducción. Una visión psicoanalítica. México: Círculo Psicoanalítico Mexicano. 5 Bataille, G. (1994). La historia del ojo. México: Coyoacán. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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de otros estímulos, que son ordinariamente visibles. Porque éstas tienen un sentido que desde el punto de vista psicoanalítico es un sentido sexual. Es importante cuestionarse “cómo es mirado uno”, por ejemplo el bebé es mirado, pero él aún no mira, no se mira, es objeto de la mirada, es mirado, dado que aún no tiene constituida su imagen especular. Lo fundamental que ese otro tiene, en tanto mirada que dirige a ese niño, que no es cualquiera sino su hijo. La mirada de la madre le da la posibilidad a ese hijo de acceder a la captura imaginaria de la mirada del otro, para verse a sí mismo y tener así una imagen especular, mirada como formadora del yo, de identificaciones. Y es por medio de la mirada del otro que el deseo puede sostenerse; por lo tanto, la mirada es sostén del deseo (Macías, 2006, p. 110).

La “mirada” como concepto se encuentra emparentada con otro concepto en psicoanálisis; el “objeto materno”. La mirada y el objeto se encuentran cohesionados. El concepto de la “mirada” se puede rastrear en el pensamiento freudiano, siguiendo las ideas relativas a la fase del narcisismo primario. Este concepto, ampliamente estudiado por Sigmund Freud en 1911, aparece definido en la obra de Laplanche y Pontalis (1996) como: aquel que designa un estado precoz en el que el niño catectiza toda su libido sobre sí mismo (la catexis es la energía que ponemos en los objetos y muestra la cantidad y forma de afecto con el que libidinizamos los objetos: humanos o materiales con los que nos identificamos). Para Freud, el narcisismo primario designa, de un modo general, el primer narcisismo, el del niño que se toma a sí mismo como objeto de amor antes de elegir objetos exteriores. Tal estado corresponde a la creencia del niño en la omnipotencia de sus pensamientos. En el narcisismo primario no existe una unidad comparable al yo, éste sólo se desarrolla de modo progresivo. El primer modo de satisfacción de la libido sería el autoerotismo, es decir, el placer que un órgano obtiene de sí mismo; las pulsiones parciales buscan satisfacerse en el propio cuerpo. En 1914 Freud pone el acento en la posición de los padres en la constitución del narcisismo primario. Señala que el amor parental (hacia su hijo), no es más que una resurrección del narcisismo de los padres; se produce una “reviviscencia”, una “reproducción” del narcisismo de los padres, quienes atribuyen al niño todas las perfecciones, proyectan en él todos los sueños a los cuales ellos mismos hubieron de renunciar. Su majestad el bebé realizará los sueños de deseo que los padres no realizaron, asegurando de este modo la inmortalidad del yo de los padres. El narcisismo primario representa un espacio de omnipotencia que se crea en la confluencia del narcisismo naciente del niño y el narcisismo renaciente de los padres. En este espacio se vienen a inscribir las imágenes y las palabras de los padres a manera de votos, que pronuncian lo bueno y lo malo que acaecerá sobre el bebé. Pero antes de que se dé esta transmisión inconsciente del deseo, debemos considerar el “propio” deseo inconsciente de los padres, y principalmente el de la madre. ¿Cómo se ha constituido ese inconsciente materno?, ¿cómo se constituyó el inconsciente de ambos padres?, y entonces ¿qué es lo inconsciente que heredamos Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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de nuestros padres? Las ideas psicoanalíticas apuntan a pensar al objeto materno como determinante, en primera instancia, de la estructuración narcisista primaria en el deseo del niño(a). Jean Lacan (1975) introduce el concepto de “Estadio del espejo” para designar esta fase del desarrollo psíquico infantil junto con el “otro” materno en el desarrollo psíquico, que Lacan define como objeto “a”. La fase del estadio del espejo tiene como función el reflejo (“la mirada”) del otro materno, en la constitución primordial del yo del sujeto en formación, de su identidad. En este tiempo el bebé se identifica con la imagen (creada desde la mirada) que el otro materno le proporciona. En esta identificación primaria hay una trampa, puesto que el bebé se identifica (desde la mirada) con algo que no es. Cree ser lo que el espejo (la mirada) le refleja, se identifica con un imaginario que crea el otro. La pregunta que cabe aquí sería: ¿qué soy, o qué debo ser para el otro? La teoría lacaniana asegura que por el solo hecho de vivir con otros hombres, los seres humanos quedamos atrapados irreversiblemente en un juego de identificaciones que nos impulsa a repetir aquella relación con la imago anticipatorio. Cuando una mujer le dice a un hijo “eres el niño más lindo del mundo”, está introduciéndolo en esta dialéctica de la que no podrá escapar jamás. Las imágenes especulares inconscientes (de la mirada), las ilusiones narcisistas forjadas en el estadio del espejo, tiñen definitivamente lo que sucederá en la vida futura del niño y su deseo. LA SEDUCCIÓN; INMANENCIA ETÉREA La seducción es el destino Jean Braudrillard

Un destino indeleble recae sobre la seducción… Es el artificio del mundo. Según Baudrillard (2001), esta maldición ha permanecido a través de la moral y la filosofía, hoy a través del psicoanálisis y la liberación del deseo. La seducción nunca es del orden de la naturaleza, sino del artificio, nunca del orden de la energía, sino del signo y del ritual. Por ello todos los grandes sistemas de producción y de interpretación no han cesado de excluirla del campo conceptual… es una magia negra de desviación de todas las verdades, una conjuración de signos. Todo discurso está amenazado por esta repentina reversibilidad o absorción en sus propios signos, sin rastro de sentido. Por eso todas las disciplinas, que tienen por axioma la coherencia y la finalidad de su discurso, no pueden sino conjurarla. “El deseo no se sostiene tampoco más que con la carencia. Cuando se agota en la demanda, cuando opera sin restricción, se queda sin realidad al quedarse sin imaginario, está en todos lados, pero en una simulación generalizada” (p. 13)6. La seducción siempre incierta, intuitiva. Para otros autores, seducir es fragilizar, seducir es desfallecer. El seductor se apodera de la fragilidad del otro para fortalecerse a sí mismo. Por eso Jean Baudrillard concibe la seducción como estética de la desaparición y el exterminio. Todo seductor 6

Baudrillard, 2001, p. 13. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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es un estratega y, como tal, planea cuidadosamente sus conquistas, Así pues, era una suerte de alquimista, brujo o hechicero que cautivaba con sus artes de ilusionista. La seducción es en sí misma un duelo, un reto, un desafío, con sus códigos de honor y sus sofisticadas reglas. Orden casi litúrgico del desafío y del duelo múltiple. Y ese desafío al otro no tiene otro límite que el de la muerte (España & Alquicira, 2001, p. 172).

Podría ser la seducción una intensa construcción de deseo letal, develado en la mirada. En la modernidad, con el surgimiento de la estructura del comportamiento y la Fenomenología de la percepción, destaca Merleau-Ponty quien demuestra que la percepción no es el resultado casual de las sensaciones “atómicas”. La percepción tiene una dimensión activa, en la medida en la que representa una apertura primordial al mundo de la vida. Su propuesta de la reflejabilidad, de lo sensible, del espejo, sostiene que la sensibilidad visual se construye desde la autoconciencia corpórea, la imagen que pretende traducir la experiencia sensorial y apelar a la sensibilidad del destinatario. De repente no hay imagen más que la que se construye, un acto de autoconstrucción o autoconciencia que, según Jacques Lacan, creador del concepto de “estadio del espejo”, permite identificarnos con una representación, como búsqueda constante, proceso formador de la función del yo (Cordero, 1998). Así, seducimos y somos seducidos. Regresando a Braudillard (2001), hay una alternativa al sexo y al poder que el psicoanálisis no puede conocer porque su axiomática es sexual, y es duda, ésta es la fuerza de la seducción. “La seducción representa el dominio del universo simbólico, mientras que el poder representa sólo el dominio del universo real” (p. 15)7. La seducción es más poderosa, más inteligente, lo es de forma espontánea, con una evidencia fulgurante porque no tiene que demostrarse, está inmediatamente ahí, en la inversión de toda pretendida profundidad de la realidad, de toda psicología, de toda anatomía, de toda verdad, de todo poder. De tal modo que es fascinación perdida cuando transluce el sexo real, en el que desde luego otro deseo puede sacar provecho, pero precisamente no en la perfección, que no puede ser otra que la del artificio. La seducción es siempre más singular y más sublime que el sexo, y es a ella a la que atribuimos el máximo precio, los signos constituyen el secreto de cualquier seducción (p. 20)8. Este autor, al referirse a Vincent Descombes: Es seductor ser seducido, en consecuencia es el ser-seducido lo que es seductor. En otros términos, la persona seductora es aquella donde el ser seducido se encuentra a sí mismo. La persona seducida encuentra en la otra lo que la seduce, el único objeto de su fascinación, a saber su propio ser lleno de encanto y seducción, la imagen amable de sí mismo (va más allá de la idea narcisista de la seducción). Seducir es morir como realidad y producirse como ilusión

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Baudrillard, J. (2001). De la seducción. Madrid: Cátedra. Baudrillard, 2001, p. 20. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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(p. 69)9. Ya que la estrategia de la seducción es la de la ilusión, acecha a todo lo que tiende a confundirse con su propia realidad, esa es su fabulosa potencia. Pues si la producción sólo sabe producir objetos, signos reales, y obtiene de ello algún poder, la seducción no produce más que ilusión y obtiene de ella todos los poderes, entre los que se encuentra el de redimir la producción y la realidad a su ilusión fundamental. El deseo no arrastra más que pulsión y goce, pero el hechizo empieza más allá, consiste en dejarse atrapar por su propio deseo, esta es la ilusión que afortunadamente nos salva de la realidad psíquica. Asimismo, asevera que el psicoanálisis cree tratar las enfermedades del deseo y del sexo, pero en realidad trata las enfermedades de la seducción (que ha contribuido no poco a colocar fuera de la seducción y a encerrar en el dilema del sexo). El déficit más grave está siempre en lo que se refiere al duende, no al goce, en lo que se refiere al hechizo, no a la satisfacción vital o sexual, en lo que se refiere a la regla (del juego) y no a la ley (simbólica). La única castración es la de la privación de seducción (Braudillard, 2001, p. 115).

De tal suerte que la seducción implica, secreto, desafío, miedo, complicidad, apariencia, pasión y lo inefable. Por otra parte, el término Seducción aparece en la literatura freudiana desde varias perspectivas. Para el interés de nuestro trabajo seguimos dos caminos en la indagación del concepto: El primero nos lleva a la construcción de los descubrimientos relativos a las “Fantasías Originarias”. En estas fantasías la seducción es una de las cuatro formas de fantasía inconsciente, de carácter originario, que son universales y cuya presencia en el psiquismo del individuo ejercerá una influencia peculiar (la de la propia fantasía) en su deseo ya sea consciente o inconsciente. Las fantasías originarias descritas por Sigmund Freud se plantean como Estructuras fantaseadas típicas (vida intrauterina, escena originaria, castración y seducción) que el psicoanálisis reconoce como organizadoras de la vida de fantasía, cualesquiera que sean las experiencias individuales, y constituyen un patrimonio transmitido filogenéticamente. El carácter común a las fantasías es que todas ellas se refieren a los orígenes, que como los mitos colectivos intentan aportar una representación y una “solución” a lo que para el niño aparece como un gran enigma; las fantasías originarias dramatizan como momento de emergencia, como origen de una historia, lo que se le aparece al sujeto como una realidad de tal naturaleza que exige una explicación, una “teoría”. En la “escena originaria” se representa el origen del sujeto; en las fantasías de “seducción”, el origen o surgimiento de la sexualidad; en las fantasías de “castración”, el origen de la diferencia de los sexos (Laplanche & Pontalis, 1996). El segundo camino apunta a pensar la teoría de la seducción “vivida por los niños” en su primera infancia del desarrollo psíquico, y esto en función al desarrollo 9

Ibídem, p. 69. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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de la neurosis histérica. Freud descubre en sus investigaciones con pacientes histéricas, que ellas referían sus síntomas a traumas ficticios de seducción, es decir, que fantasmatizaban las escenas de seducción, e inventaban el deseo de seducción de un otro adulto, padre, para con ellas. Freud entiende con ello que junto con la realidad práctica, se debía considerar también una realidad psíquica (fantasmatizada) de las pacientes. Freud descubre que estos fantasmas servían para disimular la actividad erótica de los primeros años de la infancia, para embellecerla y llevarla a un nivel más elevado. Entonces aparecía detrás de los fantasmas, en toda su amplitud, la vida sexual del niño. Por otra parte, la seducción como verdadera cuestión de trauma, como verdadera escena de seducción efectivamente vividas por los niños, vendría simplificada a través de los cuidados que la madre proporciona al bebé durante su desarrollo. La descripción del lazo preedípico con la madre, especialmente en el caso de la niña, permite hablar de una verdadera seducción sexual por la madre, en forma de los cuidados corporales prestados al lactante, seducción real que sería el prototipo de los fantasmas ulteriores: Aquí el fantasma tiene su base en la realidad, puesto que es realmente la madre la que necesariamente ha provocado y quizás incluso despertado, en los órganos genitales, las primeras sensaciones de placer, al proporcionar al niño sus cuidados corporales (Laplanche & Pontalis, 1996). Parece que la seducción es uno de los comportamientos que reviste especial relevancia, siendo una de las características que más llaman la atención en el caso de la histeria. Mas hay que recordar que no se le toma como un síntoma aislado, sino como un comportamiento determinado inconscientemente, ya que se encuentra en toda una constelación explicable en función a otros aspectos que a su vez son inconscientes desde el punto de vista psicoanalítico. Esta seducción, por parte del histérico, se acompaña de un comportamiento hiperfemenino o hipermasculino, revistiendo el detalle de su arreglo parte de éste, al punto que se habla de una máscara que no permite conocer al sujeto, sino que aporta hacia el exterior una imagen de perfección indiscutible para los demás, y de hecho así es; sucede que el histérico no quiere que los demás le conozcan tal cual es, porque tampoco quiere conocerse a sí mismo, sino a través de la mirada y ad-miración del otro y en el fondo de lo que esto nos habla es de que no quiere saber nada de su deseo, porque no lo conoce, y busca encontrarlo a través del deseo del otro (Dor, 1986), no siendo capaz, salvo pocas ocasiones, de llegar al placer sexual esperado, que en realidad no busca, porque requiere solamente del reconocimiento de que existe como hombre o como mujer, pues paradójicamente a lo que pueda esperarse en función de su presencia, en la histeria se encuentran dificultades en la identificación sexual, siendo la diferencia algo que lo aterroriza porque lo remite a la castración (Nasio, 1991). Por esto, es que se puede observar la tendencia del histérico de preguntar al otro por su deseo, para conocer algo del propio, a través del otro. De allí la estrategia histérica de desear de modo de hacérselo desear al otro (Dor, 1986), a fin de no llegar al conocimiento del propio, para no tener que asumirlo, para Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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no tener que responsabilizarse sobre él, pero sobre todo para permanecer eternamente insatisfecho, para no acceder al goce (Israel, 1979), ni siquiera al placer –preámbulo de éste desde su perspectiva psíquica–, pues implicaría una desintegración, peligro al que rehúye como a la muerte misma. En lo dicho puede resaltarse entonces la participación de la mirada y la seducción, la mirada del otro sobre el histérico es fundamental para reafirmarse, siendo la seducción una estrategia para lograr dicha confirmación. También es conveniente señalar que el histérico lo erotiza todo (Nasio, 1991); el lenguaje, la mímica, las situaciones, no siendo capaz de reconocer la connotación sexual de ello, porque existe una disociación que de inicio lo llevó a erotizar todo el cuerpo, a excepción del área genital, de allí que podamos explicar la ausencia casi constante de satisfacción en las relaciones sexuales y lo exuberante y frecuente de su comportamiento de seducción. La necesidad que exhibe de la mirada de los otros sobre sí también puede confirmarse en el hecho de que crea escenas (Mayer, 1990), en las que el sujeto histérico es siempre el centro de atención, buscando también el reconocimiento sobre sí, sea como víctima, como héroe, o simplemente como la persona más entretenida del grupo, observando detenidamente las reacciones que los demás tienen hacia él, amoldando inconscientemente la situación para lograr sus fines, lo que se asocia evidentemente con el convencimiento a otros sin el empleo de la violencia que de alguna forma significa también seducción. Necesidad de ocultarse por medio de la máscara, comportamiento “hiper”, dificultades identificatorias, creación de escenas, no reconocimiento del propio deseo, eterna insatisfacción, resultan ser definitorias de la histeria, pero estructuralmente habría que rastrear qué fue lo que la definió como tal. La mirada no es depositada en los objetos sino para ejercer vigilancia sobre éstos, para que no salgan del control que requiere ejercer sobre cualquier detalle de su vida, como buscando cualquier pretexto para proporcionar alivio al inconsciente mediante la descarga de sus pulsiones agresivas. El obsesivo es incapaz de serle infiel a la madre, por lo que como defensa ante el goce elige objetos imposibles, tales como metas inalcanzables o personas que tienen compromisos previos o bien que resultan ser ante sus ojos menos que nada, intentando una especie de seducción como un esbozo para evitar tanto la culpa que le generaría la infidelidad hacia la madre, como la posibilidad de acceder al goce.

REFLEXIONES FINALES No es la imagen el objeto de la prohibición divina, sino la semejanza que toda imagen inaugura Edmond Jabés

Es acaso el poder paradójico de la seducción lo que fascina, son deseos encontrados que se complementan en las subjetividades construidas a su libre fantasía, es Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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la mirada seductora que busca un cuerpo donde posarse, ese objeto llamado cuerpo, donde según Marín (2002), en el objeto, nuestra percepción reconoce el reflejo de las creencias compartidas y también de nuestra biografía, de los paradigmas mediante los cuales sabemos por qué los objetos son lo que aparentan ser. Es así que los objetos adquieren una dimensión: dejan de ser una definición para convertirse en objetos vivos, en cómplices de proyectos y la memoria de eventos significativos; son capaces de sorprender a los más animados intérpretes de lo simbólico y confundir a los diligentes estudiosos de los límites establecidos para la función de las cosas y la capacidad humana (Marín, 2002). Es acaso un universo onírico que no puede estudiarse mediante la lógica y el raciocinio disciplinar. Si se quisiera encontrar la génesis de la seducción, que entre otras de sus manifestaciones gestuales se encuentra la mirada, habría entonces que recordar al personaje mitológico Hermes, semidiós que llevaba y traía datos confidenciales entre dioses y humanos, pero los tergiversaba para lograr sus fines a través de disfraces, artificios y argucias beneficiándose así de la seducción, la ficción y el engaño. O bien, cabe recordar que: Venimos de una escena en la que no estábamos. El hombre es aquel a quien le falta una imagen. Aunque cierre los ojos y sueñe de noche, aunque los abra y observe atentamente las cosas reales a la luz resplandeciente del sol, aunque su mirada se aleje y se extravíe, o vuelva sus ojos al libro que tiene entre las manos, aunque espíe una película sentado en la obscuridad o se quede absorto contemplando un cuadro, el hombre es una mirada deseante que busca otra imagen detrás de todo lo que ve. “La fascinación es la percepción del ángulo muerto del lenguaje. Por eso la mirada es siempre oblicua”10 (p. 8). Así, el yo siempre ha deseado ser mirado, tanto su rostro como su cuerpo –impecablemente revestido– para ser apreciado y respetado, tanto por sus deseos como por sus seducciones. Es acaso una permuta de juegos simbólicos. Es así como la seducción como elemento importante en el proceso comunicativo adquiere más valor. Sin embargo y por lo antes mencionado, no sólo la mirada seduce, también las palabras, los mensajes textuales, la voz. Para Grijelmo (2007), el espacio verdadero de las palabras, el que contiene su capacidad de seducción, se desarrolla en los lugares más espirituales, etéreos y livianos del ser humano. “El espacio de las palabras no se puede medir porque atesoran significados a menudo ocultos para el intelecto humano; sentidos que, sin embargo, quedan al alcance del conocimiento inconsciente”11 (p. 14). De tal modo que la palabra puede cautivar mucho más que solo las actitudes. Es así como en la seducción va implícita la persuasión, ya que según Stevenson12 el sujeto se deja llevar por esa convicción cognitiva y pasional que es producto del hacer persuasivo. La persuasión es un método no racional, en el sentido de que sus 10

Quignard, P. (2006). El sexo y el espanto. Barcelona: Minúscula. Grijelmo, Á. (2007). La seducción de las palabras. Madrid: Punto de lectura. 12 En Luna Reyes, A. (2005). Ilusión, seducción, persuasión. En Tópicos del seminario de la Benemérita Universidad de Puebla, (14), 87-109. 11

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razones son enunciados que expresan creencias, se basa en un impacto emocional directo de las palabras, el significado emotivo, la metáfora oportuna, el tono de voz… El filósofo Sören Kierkegaard (2000) en su libro: Diario de un seductor, narra cómo la seducida Cordelia se ve presa de su seductor demonio: ella le perdona, es cierto, de todo corazón, pero no puede hallar paz, porque ha despertado en ella la duda; ella fue la que ocasionó su propia infelicidad, porque su orgullo tenía necesidad de algo insólito: Viene después el arrepentimiento, pero ni así encuentra paz, porque en el mismo instante una voz en la conciencia le dice que la culpa no fue de ella, fue él quien astutamente gobernó su alma. Surge entonces el odio, y su corazón, maldiciendo se siente más aliviado; pero no reconquista aún la paz, porque siente resurgir en su conciencia nuevas censuras. Se censura porque lo odia, se censura porque se siente culpable de haber sido engañada. Fue en verdad, una grave cosa el que él la engañara, pero más grave aún el haberla despertado estéticamente, a tal punto que ella no puede con ánimo tranquilo prestar oídos por mucho tiempo a una sola voz, tiene que escuchar simultáneamente varios pensamientos. Cuando los recuerdos despiertan en su alma, ella olvida pecados y culpas, revive los momentos felices y se deja embriagar por una exaltación fuera de lo natural (Kierkeggard, 2000, p. 13).

De tal forma que entre seductor y seducido se “desprecia la fidelidad; el arrepentimiento vendrá después” (p. 14)13, y además se suscitan relaciones de poder bien específicas que se han incorporado en los cuerpos, en los gestos, en los comportamientos de los individuos de una sociedad, como se aprecia en el texto anterior, cargado de culpas, arrepentimientos y censuras por estar erotizados. Sin embargo, se reprimen los procesos libidinales por la dominación y adiestramiento de los instintos sexuales, así como un proceso de penalización social, de culpa o, en términos de Foucault (2001), de “tecnología del pecado”, del goce reprimido del cuerpo. La seducción, como otras tantas construcciones culturales, va al encuentro de la mirada como una de sus preferentes expresiones, y que sólo pensar en la escena de verse en un acto de seducción es apetecible, ya que según Serrano (2008) se promulga y legaliza un orden simbólico que hace vivible la existencia de los miembros de una sociedad. Pero en su acontecer, de lo que más se ha apropiado un grupo social es de sus imágenes, ya como figuras o figuraciones, ya como numerosas formas en lo general: igual mentales que exteriorizadas, lo mismo concretas que abstractas, las que colectivamente confluyen en imaginarios (los imaginarios suelen definirse como expresiones subjetivas de la autoconcepción grupal) y que se basan en sistemas de identificaciones que los validan, ya como seductores o como seducidos, ya como mirados o admirados, ya como actores o como espectadores. De esta manera, mirar, actuar, “comportarse”, identificarse o valorar socialmente tienen su sitio en dichos imaginarios, los que están en permanente proceso de conformación y cambio

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Kierkegaard, S. (2000). Diario de un seductor. México: Fontamara. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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y en particular, las transformaciones experimentadas a partir de las tecnologías de la óptica, así como en la química de los procesos fisiológicos. De ahí que también los imaginarios constituyan una especie de puente entre lo subjetivo y lo social, dentro de un intrincado conjunto de simbolizaciones y actuaciones. Así, el tipo de mirada, los gustos, la formulación de lo estéticamente “correcto” y la representación de todo este entorno sociocultural, lo mismo en las manifestaciones artísticas, que en el campo de la psicología, que en el de la biología, la física o la óptica u otras disciplinas y en todos los tipos de percepción sensorial de los seres humanos. De ahí que la mirada de un sujeto pueda ser entendida como un punto de fuga y también de contacto entre las figuraciones interiores del imaginario colectivo y las diferentes maneras en que son exteriorizadas, plasmadas y manifestadas ante los demás. Se trata, pues, de un flujo de ida y vuelta respecto a las sensaciones y construcciones subjetivas entre la persona observada y lo que él mira, en tanto aparece un tercero que ve e inevitablemente interpreta toda la escena. Es así como este autor distingue entre la mirada, dependiendo de su identidad sexual, su estatus socioeconómico y el contexto histórico al que se pertenece y que las convenciones y los valores sociales han moldeado la elaboración y recepción de las miradas, por lo que él afirma que a cada tipo específico de sociedad ha correspondido un tipo de mirada, ella constituye una expresión tanto de la concepción estética generacional, así como de la percepción particular sobre los fenómenos plásticos y las representaciones artísticas de su tiempo. Sin embargo, ya estética, ya obscena, es así como de la mirada y la seducción se es actor, espectador o cómplice… Referencias Assandri, J. (2007). Ente Bataille y Lacan. Ensayo sobre el ojo golosina caníbal: Buenos Aires: Literales. Bataille, G. (1994). La historia del ojo. México: Coyoacán. Baudrillard, J. (2001). De la seducción. Madrid: Cátedra. Bleichmar, H. (1985). Introducción al estudio de las perversiones. La teoría del Edipo en Freud y Lacan. Buenos Aires: Helguero Editores. Cordero Reiman, K. (1998). Síntomas culturales. De la levedad del ser y del espejo. En El cuerpo aludido. (pp. 89-109). México: Museo Nacional de Arte/Consejo Nacional de Cultura/Instituto Nacional de Bellas Artes. De Mijolla, A. & De Mijolla-Mellor, S. (2003). Fundamentos del Psicoanálisis. Madrid: Síntesis. Dor, J. (1986). Estructura y Perversiones. Buenos Aires: Paidós. Döring, Ma. T. (2004). Teoría de la Seducción. México: Instituto Politécnico Nacional. España, P. & Alquicira, M. (2001). Tres grandes sueños de pasión, locura y seducción. Una visión psicoanalítica. México: Círculo Psicoanalítico Mexicano. Fernández, S. (Comp.) (1982). Sor Juana Inés de la Cruz. Antología general. México: SEP-UNAM. Foucault, M. (2001). Historia de la sexualidad. México: Siglo XXI. Freud, S. (2007). Obras Completas. Tomo XVI. Buenos Aires: Amorrortu. Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


Límite. Revista de Filosofía y Psicología Volumen 6, Nº 24, 2011, pp. 83-86

ISSN 0718-1361 Versión impresa ISSN 0718-5065 Versión en línea

RESEÑA

Gertler, Brie; Self-Knowledge, Routledge, 2011, 315 pp. Brie Gertler es una conocida especialista en filosofía de la mente, del lenguaje y del conocimiento en la Universidad de Virginia, que ha defendido la imposibilidad de evitar un dualismo mente-cuerpo en el ámbito de la neurociencia. Por su parte en Autoconocimiento ha reconstruido algunas propuestas del llamado neodualismo postanalítico posterior a Wittgenstein, acerca de las diversas teorías sobre el yo, del sí mismo o la autoconciencia, a la vez que expone su propia postura personal al respecto. Se describe así primeramente el estado actual de las artes como una consecuencia de la doble crisis de fundamentos ocurrida en el modo como el positivismo lógico y Wittgenstein, por un lado, y la neurociencia, por otro, abordaron el posterior debate metodológico entre explicación y comprensión. Pero a su vez en un segundo momento también se justifican tres posibles respuestas que por separado se dieron a la formulación de cada uno de estos problemas. a)

La crisis de fundamentos de tipo lingüístico fue una consecuencia de la aplicación a la filosofía de la mente en general y a los actos mentales en particular, las conclusiones de la filosofía analítica del primer y del segundo Wittgenstein, o antes Russell. Se comprobaron las respectivas insuficiencias de estos autores a la hora de justificar un posible autoconocimiento de uno mismo y del propio yo, o incluso de la propia autoconciencia, al menos siguiendo los esquemas de explicación-comprensión en su caso disponibles. En ambos casos habría que recurrir a un lenguaje en primera o en tercera persona cuando, o bien surge una paradoja de un imposible lenguaje privado que estuviera verdaderamente compartido, o bien la paradoja de un igualmente imposible lenguaje público que fuera verdaderamente conmensurable. Hasta el punto que ya no se pudo garantizar la posibilidad de alcanzar una efectiva interacción recíproca de tipo explicativo-comprensivo entre los respectivos actos mentales, ni la posibilidad de alcanzar un auténtico autoconocimiento por parte de uno mismo y de los demás. De ahí que las posteriores corrientes de neodualismo postanalítico tuvieran que optar por una de estas tres posturas, según cual fuera la prioridad que se otorgaba a uno de estos posibles puntos de vista: 1) El punto de vista relacional (“acquaintance”) del lenguaje en primera persona que concibe la introspección y la empatía como aquel procedimiento privilegiado que permite acceder a los actos mentales con unas plenas garantías de transparencia y fiabilidad, al menos en el caso del yo, del sí mismo personal o de la propia conciencia, tanto respecto de uno mismo como de los demás. Para ello se tomaría como punto de partida el conocimiento de unas creencias prácticamente infalibles que a su vez generan una forma de conocimiento comprensivo respecto de los demás, con independencia de que también pueden utilizarse otros procedimientos complementarios para lograr este mismo objetivo; 2) El peculiar punto de vista interior (“inner sense”) del lenguaje en tercera persona que considera la introspección en igualdad de condiciones que el resto de las vías externas, aplicado al conocimiento del yo, de uno mismo o de la conciencia, los mismos criterios aplicados a la explicación de un objeto externo. Para ello se toman como punto de partida


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las evidencias que proporcionan la explicación de determinados indicios y signos externos del propio modo de comportarse, sin que la psicología, la filosofía de la mente o la teoría del conocimiento tengan que dar un tratamiento especial a este tipo de objetos; 3) El punto de vista racionalista de la acción que antepone a aquellos otros dos puntos de vista anteriores, un tercer punto de vista aún más básico, como es el enfoque del sujeto responsable que decide seguir un tipo de comportamiento u otro. En efecto, ya se utilice un lenguaje en primera o en tercera persona, una vía relacional o simplemente interior, un método de la comprensión o de la explicación, en ambos casos se deberá añadir aquel tipo de razones mediante las que efectivamente se fundamentan la autoridad otorgada, ya sea a las propias creencias desde un punto de vista meramente empático o comprensivo, o bien a determinadas evidencias de tipo explicativo, de modo que en ambos casos se tratará de creencias o evidencias disposicionales verdaderamente justificadas. En este sentido ahora se considera que no hay una efectiva contraposición entre aquellos dos procedimientos internalistas-externalistas, comprensivos-explicativos anteriores, sino que más bien se complementan, siempre que se afronten con las debidas disposiciones proposicionales. De todos modos no fue este el único problema con el que se tuvo que enfrentar la filosofía de la mente o del conocimiento. b)

La crisis de fundamentos de la filosofía de la mente que a su vez vino provocada al aplicar a lo mental los criterios metodológicos de tipo preferentemente neurocientífico usados en su caso para caracterizar los procesos de justificación explicativo-comprensivos, dando lugar a su vez a tres posibles posturas a la hora de justificar el dualismo mente-cuerpo, así como al diferenciar lo mental respecto de lo no-mental, a saber: 1) El internalismo epistemológico que estableció una clara separación entre, por un lado, la vía relacional introspectiva mediante la que preferentemente se comprenden los respectivos actos mentales y, por otro, la percepción mediante la que se explica el comportamiento del resto de los objetos del mundo físico, dado que en el primer caso se generan muchos menos errores y paradojas que en el segundo, hasta el punto de establecer ente ambos procedimientos de acceso una separación metafísica como si pertenecieran a dos mundos distintos, sin poder ya justificar la correlación interna existente entre ambos. De ahí que al final los internalistas se vieran obligados a revisar el fuerte dualismo mente-cuerpo que desde un inicio se había establecido entre los actos mentales y los no mentales, si verdaderamente se pretendía seguir justificando una posible autoconciencia de la creciente correlación existente entre ellos. 2) La epistemología externalista que consideró que la vía interior mediante la que se comprendían los actos mentales era bastante similar a la vía exterior mediante la que se explicaba el comportamiento del resto de los objetos del mundo físico, estando sujetas en ambos casos a un número similar de errores y paradojas. Sin embargo, pronto se advirtió que la explicación de los hechos neurocientíficos resultaba inaccesible mediante un mero análisis introspectivo, empático o comprensivo de los propios actos mentales, como puso de manifiesto el argumento del conocimiento de Jackson (1982). De ahí que al final los externalistas también se vieran obligados a introducir una abrupta separación entre mente-cuerpo, salvo que se quiera atribuir a la autoconciencia un conocimiento indiferenciado de lo mental respecto de lo neurofisiológico o lo no mental. 3) La epistemología racional de Gertler afirma que el conocimiento del yo o de uno mismo puede seguir una vía internalista o externalista, relacional o aparentemente interior, comprensiva o simplemente explicativa. En efecto, en su opinión, el conocimiento del yo y del sí mismo personal ya está sobreentendido desde el inicio en todo proceso de comprensión de un acto mental o de explicación de un objeto físico, a pesar de que la autoconciencia nunca se podrá confundir con un simple hecho neurofisiológico, ni con un determinado acto mental. Además, la referencia a este tipo de principios se justifica en virtud de creencias o Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


Reseña

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evidencias disposicionales verdaderamente justificadas por la razón, dada la estrecha conexión que existe entre el yo o el sí mismo personal y la propia noción de razón. De todos modos ahora se otorga a la autoconciencia una capacidad limitada de comprender y explicar el papel en concreto desempeñado por el yo o uno mismo en la articulación entre la mente y el cuerpo, dado que para la neurociencia siempre existirán lagunas o zonas obscuras en el conocimiento del yo. Para alcanzar estas conclusiones la monografía se divide en ocho capítulos: 1) Introducción; 2) Presupuestos históricos, donde se explica el papel de la autoconciencia en los griegos, en Descartes, en Locke, en Kant y Wittgenstein; 3) La naturaleza y fin (tendencial) del autoconocimiento, analiza el doble papel epistemológico y no epistémico de la autoconciencia de uno mismo, según se refiera a la explicación de los objetos exteriores o al proceso de comprensión empática de las propias acciones. Sin embargo, en ambos casos habrá que presuponer un sujeto responsable y en sí mismo personal que decide si adopta una disposición proposicional u otra. Sólo así se podrá justificar el logro de un limitado conocimiento del carácter, los afectos, la intencionalidad de las acciones, las actitudes proposicionales, al modo como también sucede con los llamados puzzles de Boghossian. En efecto, ya generen procesos relacionales de tipo comprensivo o empático o simplemente observacionales o explicativos, configurando en ambos casos un “yo complejo” fuertemente articulado, al modo indicado por Carruthers y Goldman; 4) La teoría relacional del autoconocimiento, reconstruye la función epistémica que en esta teoría se otorga indistintamente a este doble tipo de procesos internalista-externalista, comprensivo-explicativo, en la medida que ahora se justifican en virtud de las correspondientes disposiciones proposicionales justificadas, ya fueran creencias o evidencias, como ocurrió en Russell, Bonjour y Fumerton, en contra de Davidson y del argumento de la luminosidad de Williamson; 5) La teoría del sentido interior del autoconocimiento, analiza los rasgos naturalistas que son comunes a los procedimientos internalistas y externalistas de la explicación experimental y de la comprensión recíproca en este tipo de teorías, como hicieron notar Armstrong y Lycan, a pesar de las objeciones de Shoemaker, siguiendo a su vez a Moore; 6) La teoría racionalista del autoconocimiento, analiza la construcción de la propia identidad autorreferencial en las distintas versiones del racionalismo, dado que siempre hay que admitir un sí mismo personal que permita justificar la comprensión empática de determinados actos mentales o la explicación experimental de los correspondientes objetos externos, sin adoptar una postura unilateral de tipo internalista o externalista, como habría sido señalado por Burge y Moran; 7) Conciencia del yo, contrapone un doble yo: el yo como objeto externo relacional de una explicación experimental y el yo como sujeto interno autoinmune respecto de un proceso de comprensión empática en principio ilimitada, aunque sea de una forma un tanto defectuosa, como ahora se comprueba en Hume, James, Howell, Anscombe, Shoemaker, Nagel, Perry, Lingens, O’Brian, Evans, Bermúdez; 8) La polémica entre empiristas y racionalistas: un diagnóstico, considera que sólo la noción de persona y razonamiento puede articular los procesos racionalistas de autoconocimiento comprensivo o empático del propio yo y la autoconciencia de finitud de los procesos empiristas de explicación experimental, sin establecer una incompatibilidad entre ambas. Para concluir, una reflexión crítica. Gertler pretende dar una respuesta a los numerosos enigmas y paradojas que generó el autoconocimiento y por extensión el yo en la tradición analítica, desde Hume hasta Wittgenstein y el positivismo lógico, así como posteriormente en el debate explicación y comprensión en la neurociencia contemporánea. En parte logra su objetivo, siempre que la investigación se valore a este respecto en un plano estrictamente psicológico, fenomenológico, característico de la teoría de la mente. Y en este contexto cabe plantear: ¿La correlación interno-externo o relacional-observacional, primera-tercera persona, yo comprensivo y yo explicativo, se mueve en un plano estrictamente psicológico o fenomenológico, o presupone un transfondo metafísico, transcendental o pragmático-transcendental que ahora tampoco se ha tenido en cuenta? ¿Los procesos neocientíficos de la correlación entre mente-cerebro exigen el seguimiento de un modelo explicativo-comprensivo o se trata más bien de una exigencia metodológica derivada del anterior debate entre el lenguaje en primera y tercera persona? ¿El recurso a un modelo nomológico explicativo-comprensivo es especialmente adecuado para describir los procesos psicolóLímite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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gicos que generan el autoconocimiento y la autoconciencia, o se trata más bien de resto de cientifismo que aún queda en la filosofía de la mente? Carlos Ortiz de Landázuri*

Universidad de Navarra

* Departamento de Filosofía. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Navarra. 31080 Pamplona. España. E-mail: cortiz@unav.es Límite. Revista de Filosofía y Psicología. Volumen 6, Nº 24, 2011


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