Los Objetivos Gitanos - Marcelo Padilla

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Los Objetivos Gitanos de Marcelo Padilla antonio75geronimo@gmail.com.ar

Primera edición en castellano 2016 Junio 2016 Mendoza, Argentina 500 ejemplares Corrección de estilo y edición de textos: Raúl Bernal Editorial El Infiernillo elinfiernilloedita@gmail.com DG: Gustavo Valdez

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Prólogo Los Objetivos Gitanos han visto la luz en los accidentes geográficos de un lenguaje tratado y maltratado hasta la malformación y el dolor, en donde lo posible y lo imposible conviven junto a lo exquisito y lo absurdo. La ciudad aparece como mapa en el que el poeta nos arrastra con violencia por un mundo de sensaciones, sabores y olores tan inmundos como irresistibles, a través de los que se nos evocan realidades del ayer y del hoy tan palpables para nosotros, pero transfiguradas por ese verbo poético que todo lo profana. Ironía, llanto, humor, nostalgia, soledad, tristeza son apenas algunas de las emociones que puede despertarnos la lectura de estos textos, siempre acomodadas al capricho maníaco de un yo lírico desbordado cuyas pasiones exceden el límite de las palabras y se cuelan a través del vacío creado por las imágenes: allí está su fuerza más creadora, y también la más destructora. A mi modo de ver, este es un libro que se lee y se consume a sí mismo. Es la obra más patética y violenta que he leído en mucho tiempo, y también la que más me ha emocionado. Raúl Bernal

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aquí se vive desde la cicatriz se vive en la herida salada por lo general así sentimos los que vivimos en este pago no vamos a cerrar así como así el tajo bienvenido el viento el agua solar la flor del desierto y los pájaros con su vuelo de flecha aquí llueven mapas, mapas que duelen, en los caseríos aquí se vive en plena floración, desde la cicatriz del taimado desde la incisión que quedó de una noche violenta queremos la marca… las marcas son palabras en las tribus en estas tribus el silencio está diciendo el viento lleva y trae una pregunta que no sabemos nos hemos saciado de respuestas, pero no hemos reparado en la pregunta esa que lleva y trae el viento la pregunta en el desierto.

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0/ Si el objetivo era combatir las palabras, dinamitarlas en pleno centro del lenguaje, cuando todos balbucean a plena luz, hemos de decirlo: el trabajo continúa. Será de mil formas, en diferentes trincheras. En guerras de maniobras nos encontrarán, inverosímiles, resistiendo junto a los holgazanes. Por eso es que cada noche salgo de mi trinchera y mando los mensajes a los objetivos gitanos, a través de la única luna salvaje que nos queda, la que goteará su leche enmohecida, casi cortada nunca podrida- para avisarles que en este desierto queremos pelear. Palabras moreteadas, inflamadas, sin cura, maldecidas todas. En puñados las robamos y guardamos, tal vez porque nunca fueron nuestras. Nunca las pediremos prestadas, jamás llenaremos un formulario para usarlas. Venimos de una selva jeroglífica a colonizar un humus que creemos incierto. Velos, ademanes, hipérboles, metáforas, sinécdoques, palabras con espasmos, miedosas, chicas, tímidas. Palabras que no vomitan bilis sino angustia de cobardes poetistas. Fundar un lenguaje es fundir otro. Fundar un amor es naufragar con sus pactos.

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Palabras religiosas, políticamente correctas, belladonas urticantes. Palabras de dios y del papa que vive en Roma. Son esas nuestras palabras enemigas, sobre todo en su articulación significante que por la magia ideológica nos gasean de noche cuando dormimos o nos ametrallan de día cuando prendemos la tele. Palabras de libros de autoayuda, de salvaciones terapéuticas, de cofradías celosas. Nos han mentido de niños. Porque nuestro lenguaje era otro. Era acción. Erección. Por eso corríamos como liebres unos a otros. En definitiva, poníamos el cuerpo, gastábamos el cuerpo. No temíamos al sol ni a la luna. Si fuimos holgazanes debemos retomar la huella o forjar otras. Saltar las avenidas y con los hombros pechar para fundir lo construido. Desalambrar el orden, violar la ley de los pisos altos para que vuelva a imponerse la ley de la jungla, la de los románticos lobos que siguen corriendo a pesar del perdigón hundido en el cuello.

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1/ Bajo el puente hediondo los gatos se muelen por los chorizos sobrantes. Sangran, se sacan los ojos. El cemento es una alfombra tobiana de mechones dispersos. Guerra de frontera sin gobierno. El límite. Espectáculo sado. La frontera está ahí para mirarla. Nadie la defiende de un lado ni del otro. Los que la viven, los que comulgan en ella, no tienen patria. Tampoco bandera. Bacanal de territorio cosaco: se mata, se viola, se roba, se ultraja. La resaca del hambre de ayer apesta bajo el puente hediondo. Otros cuerpos. Otro orden. Otra taxonomía que busca aparearse. *** La plazoleta se aísla de la ciudad. Está en ella, aún no en el mapa. A la deriva frente a la Terminal, pegada al Acceso Carnal. Escarban sus árboles la tierra para hundirse. Está tomada, bebida por alcohólicos trajes que bucean. Cuando gotea por los bancos les pasan sus lenguas rajadas. Sed maldecida. Sed… anestesia del mundo. En esta isla se estrangula a los catadores. Se los seca. Se los entierra y se los rastrilla para una nueva libación de la tropa de cimarrones. Otra frontera. Puerto seco de barcos secos y dolores secos.

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Los que nacen de ellos… quieren volver al vientre. *** El restaurant abandonado del zoológico es un escondite orgiástico a cielo abierto de animales, estudiantes, basureros e ingenieros salvajes. Lugar de bestias que se citan a ciegas mientras descansan sus familias en casa. Se demoran con la novela en el celaje. Y en el restaurant abandonado del zoológico gime la jauría. Es una jaula de gritos. Sin señales para llegar ni marcas para salir. Cueva de pirómanos arqueológicamente abandonada. Indómita. Vieja. Ruin.

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2/ Llueve… y es una bendición para la gleba. Para el desierto quemado, el agua. Para el asfalto ardido, el vapor. Para los cuerpos escoriados, el calmante. Llueve: reaparecen las flores en el ejido. Y ambos bordes de la fisura, agua. Pájaros comunes, del montón, acopiados en los huecos de las casas renunciadas. Ángeles hermafroditas. El viento pasea los escombros, arrullándolos. El trabajador de la basura -el que acopia los restos fatigados- toca los timbres, entrega tarjetas navideñas y bolsas negras para los durmientes. Y la lluvia. Y el temblor de las nubes. Y las vecinas que parpadean gotas asomando por las ventanas mientras echan vistazos. Así se cierra, lánguido, el año: parpadeando gotas, asomados por la ventana. Adentro de las casas. En las veredas de polvo. En las camas mancilladas por el sudor. El hedor del ciclo penetra las mudas y las telas, la vestimenta frugal, los avíos escondidos. Atacados por el vacío de las celebraciones -con su aura henchida- diagnosticamos y extirpamos la primera conclusión de la especie: hay vástagos de estación en las cunetas atascadas con botellas. Vida. Testigos. Documentos del bodrio y nociones consumidas de los últimos dispendios. 10


Papeles de diarios con noticias; papeles que fueron envoltorio de los embriones abandonados. Obituarios falsos, pronósticos blasfemos, advertencias de una moral palidecida. Llueve… y así, la tarde. Esta tarde como un Teatro de la Sorna. Esta tarde como adjetivo del tiempo. Una definición de los hábitos. Y esta tormenta es ahora un ademán del cielo parco que gruñe a la tierra quebrada. Estamos en el remolino de la tormenta, en su náusea, clínicamente arraigados, aparecidos por las ventanas mirando a las vecinas, parpadeando gotas en la letanía del estío funeral, lejos de los encierros, en bosques de cemento dulce, entre pinos y palmeras crucificadas. Somos catarral emanación de luna llena. Los bichos guarecen en sus nidos envenenados por la fumigación del miedo. Y la sangre, un río. La calle… el último estero que sobrevive al calentamiento. La traza, la cuadrícula, la arquitectura rizomática del barrio y la amenaza -geografías del alma- mueren en el vasto mapa para expedicionarios coléricos. Se deslían. Y el bardo agazapado en el cinturón de los trenes.

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Es su tundra: ese manglar de vagones fotografiados por espías, esa pira con dentaduras de camellos. Lo han rodeado. Las cámaras hacen foco en los rosetones brotados. Igual disparan. Las tecnologías se descuidan… limitan la sombra. Agoniza la tarde por inmersión. Lidia la sorpresa. El bardo asume su errancia. Mancha la calle. Aplana la noche y la atraviesa. Decide y elige en un espectáculo que erotiza. La arena brota del manantial. Tosida, desaparece la cultura.

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3/ El mundo está feliz. Tiene verdad. El mundo -la gente que lo habita- logrado. Ha conseguido que todas las pajarerías vendan semillas y peces. Gatos. Reptiles. Ratas tiernas. Las pajareras ahora son otra cosa: guarida de sus propios artesanos. Encierro de sus fundadores. El mundo está feliz a cielo abierto. Ha creado una trampa imaginaria: el hombre libre. El mono libre. El pájaro libre. Una desmanicomialización de bichos. Calles limpias. Veredas con cestos. Basura bien ubicada. El mundo tiene paredes pulcras y blancas. Carteleras donosas y publicidades electrónicas. Señalética para guiar nuestros pasos en esta ciudad donde miles de autos se atascan como vacas camino al matadero. El mundo tiene verdad. Está feliz con ciudades purgatorias. Sin pajareras. Apestado de cafés y bares y restaurantes donde se prohíbe fumar. La gente se sana y se cura en el mundo que está feliz. Y limpio. Limpio de limpiadores. Limpio de basura repartida. De basura humana que revuelve basura. La ciudad, atópica. La ciudad, con respirador artificial. El orden de los negocios de botones (las botonerías).

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El orden degenerado de las calles de los persas, alejado del orden civilizado de las calles de los romanos. Todo está cuidadosamente mantenido, sin sospechas. Se grita en las periferias, se encienden fuegos de artificio en los centros. El canal transporta agua limpia y los canales, programas limpios de degenerados. Se evitan los suicidios sucios. Se impiden los depósitos hediondos. Las galerías mueren lento, y tienden a desaparecer, como las pajarerías. Porque el mundo está feliz a cielo abierto. Libre de humo. Libre. La ciudad empieza en cualquier parte pero termina en arterias olvidadas donde venden electrocardiogramas. Allí no hay médicos intérpretes. Hay poetas que vosean resultados crípticos. La población espera. Se sienta. No fuma. No limpia autos. Espera los resultados de los electrocardiogramas rodeando al Gran Hospital. La ciudad tiene una guardia vaginal 24 horas que aborta a los que andan serpenteando, y los llena de tubos y de cables.

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Los mantiene militarmente pacientes en pabellones: uno, dos, tres, cuatro. En guardia. Donde termina la ciudad. Donde los poetas leen mensajes de los electrocardiogramas. En la zona de las Ăşltimas pajarerĂ­as.

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4/ Camino por la ciudad. Doy trancos largos y luego respiro cortito. Uno, dos, tres, cuatro… y uno, dos, tres, cuatro. Subo al barquito. Pasa Calixto con su canoa y roza mi mascarón de proa. Calixto mudo. Va derecho. Tiene un largavistas colgado del cuello. Un skater lo salta pero él sigue impávido. Calixto está desnudo. Hace frío. Él no lo nota. Parece no sentirlo. No tirita. Suelto… dejo a la deriva el barquito y subo a su canoa, por detrás. Le susurro al oído coordenadas. Sé que él me escucha, a pesar de su postura de yeso. La canoa topa en la puerta del ACA y se queda ahí. Calixto mira a través del vidrio. En el café hay gente, mucha gente. Calixto espera, con su postura de yeso, una brisa. Flota ahí… menea. Me bajo y giro la canoa. Derecho por San Martín. Hacia el norte. En la esquina de Garibaldi lo saludan con pañuelos. Como si estuvieran esperándolo. Calixto destraba y asume la posición de un cóndor. Un cóndor desnudo. Calixto es un cóndor desnudo. La canoa va. Le susurro “Tiempo” -de Víctor Hugo Cúneo-, y se le cae una lágrima de fuego. Sigue inmóvil. Sin gestualidad. Desnudo e inmóvil. Lo zamarreo por las alas. Está duro.

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Es un cóndor duro. Embalsamado y desnudo. A la altura del Pasaje San Martín le susurro “Hamaca de Plata”, de Sergio Embrioni, y Calixto suelta una lágrima vegetal. Pero sigue inmutable. La ciudad se resiente, ahogada por la humedad. Pasamos por la puerta de la Galería Tonsa y le susurro una pintura de Orlando Pardo, la del huevo frito que tenía el Mario colgada en su pared. A Calixto le resbala una lágrima de aceite de oliva. Lenta… Densa. Un rayo de sol la atraviesa en su caída libre y explota. Salpica. Perfuma. La canoa de Calixto no tiene remos. Depende del viento. Calixto depende del viento. Como los cóndores.

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5/ Lo habíamos previsto… pasar por debajo de los alambres de púa corriendo a todo lo que da, arrastrándonos luego del salto, un metro antes, sobre la panza de la tierra. El cerdo moría lejano en algún fondo rodeado por la barbarie. Cielo plateado, vergüenza del sol… toldo para los santitos. Ni más ni menos que dos culebras. Eso queríamos ser: dos culebras sobrevivientes al Apocalipsis que enjuta los veranos. De lejos el cerdo era partes del puzzle, sangre en la tierra, grito pelado que rebota en ecos de piedras fantasmales. Y alrededor, cosacos que destilan aguardiente envenenada bajo la satánica temperatura. El gorjeo de los pájaros en cortejo levantaban el polvo. Trapacerías de la muerte. El mundo ventrílocuo que habla por el ombligo de los volcanes. Nosotros, pura sordera. Prístino debut. Azotando los cuerpos en el amor… en un océano de plumas. De lejos el cerdo alimentaba al ejército, en guerra permanente. La subsistencia como forma económica… el usufructo del botín como venganza. Y el mito intacto hecho de mil capas de piel nueva. El alud de odio -su babaescupida a los guachos sin refugio moral.

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La fiebre de la naturaleza imponía y disponía de las habilidades de la barbarie. Éramos gitanía en plena errancia. Una bohemia somnolienta, mareada por los líquidos pancreáticos. Un manantial de endorfinas a grifo abierto. Así la ciudad tan cercana de tan lejana movilizaba zonas insondables de la mente, en el atrio del barro bebíamos el agua elemental de las cunetas. Sin propiedad privada, todo era patrimonio común incivilizado. La evasión del mar, el giro cósmico de los sentimientos y la ingratitud de los sanos eran la respiración vacua de los torpes meses del calendario, en una selección funeraria de la especie. Nosotros… nosotros respirábamos por los árboles.

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6/ La sala de cine está vacía vacía con butacas vacías y la pantalla apagada con las telas semiabiertas y un olor a muebles de madera viejos como del setenta más o menos o del sesenta más o menos la entrada es libre porque no hay boleteros en ese cine abandonado la boletería también está vacía llega una pareja y entra él agarrándola de los hombros bien vestida con sombrero y collares alhajas joyas zapatos de charol estilo mucho estilo entran y ella no mira hacia los costados se deja llevar por su pareja que la agarra firme de los hombros y va tiesa tiesa como si fuera de yeso y entran él arrastrando a su pareja bien vestida hasta la primera fila en el medio justo en el medio él la acomoda en la butaca y se sienta a su lado la abraza la besa le dice cosas mientras espera se corran las cortinas y pueda verse despejada la pantalla y como no entra nadie más luego de una hora y media él se para de la butaca y arranca las cortinas y la pantalla está negra negrísima y de golpe se ilumina de blanco irradia luz a la sala vacía y hay sombras sombras de la pareja que se alargan en la sala vacía y él sonríe y le habla le dice cosas melosas antes que empiece la película relajados

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y la película empieza así con ellos abrazados solos sombreando la sala vacía donde todo comienza con un diálogo entre un hombre y una maniquí un hombre sonriendo sentado en una sala de cine vacía con una maniquí bien vestida una mujer maniquí bien vestida con collares sombrero y alhajas joyas y zapatos de charol con estilo mucho estilo él le dice cosas dulces la besa la abraza la empieza a tocar por debajo del vestido de satén cuando las luces se apagan y la pantalla iluminada se apaga aprovecha él para bajarse los pantalones y hacerlo con ella así en una butaca de una sala de cine lo hacen apasionadamente y la película sigue y sigue iluminando la sala de los que ven la película que trata de una sala vacía y de un hombre y una maniquí bien vestida que lo hacen lo hacen a sala llena de parejitas de enamorados que se manotean besuquean la película sigue el hombre vuelve a su butaca se sienta cómodo muy cómodo descansado respira hondo profundo una dos y tres veces abraza a la maniquí bien vestida y la levanta de sus hombros sale él arrastrándola y en la puerta la gente de la sala de cine que fue a ver la película de un hombre enamorado de su maniquí que

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robó en una tienda para acompañarse en una sala de cine vacío y enamorarse como adolescente le pide autógrafos y él se niega que no que no puede soltar a su amante que otro día en otra película en todo caso en otra sala de cine vacía.

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7/ Y llegó Rafa el colombiano, el Capitán del encierro. Aferrado a los opiáceos para anestesiar su silencio, un día lo dejaron en la puerta del Chalet. Rafa por esos días tenía la guardia baja muy baja como un boxeador aturdido esperando la toalla. Con el Capitán nos sentábamos juntos en el pabellón desayuno, almuerzo, merienda y cena. Pasábamos revista de la situación de la tropa de pacientes y esperábamos los puchos en la ventanilla de rejas cuando el sol desaparecía con el viento de las seis de la tarde y el frío acuchillaba los huesos. Rafa camina lento y entra en el síndrome. Síndrome del mono con las manos contraídas y el cuerpo encorvado. Sufre. Sólo sufre. Describe su estado para ponernos en autos, como cuando nos cuenta sus traumas de guerra de jóven en Fuerzas Especiales. Un pasado que vuelve por las noches, cuando todos duermen y él se despierta en el piso de la habitación oscura en posición de combate apuntando a un fantasma y le grita que se entregue, pero el fantasma no le contesta y Rafa dispara y el fantasma cae y sangra y Rafa corre…

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corre por el Chalet en calzoncillos con los pelos desaliñados como un loco y se topa con una pared y cae en la cuenta que todo ha sido un despropósito. Codearse con la muerte. Por eso los opiáceos. Por eso lo que viniera contra el dolor de los demás y el suyo. Y así Rafa pasaba los días conmigo conversando de Capitán a Teniente fumando cada dos horas bajo el sol, la lluvia, la oscuridad. Me despido y lo abrazo, se conmueve y me conmuevo, y él se queda con su campera de oso polar y los pelos colombianos enrulados al viento de las seis de la tarde con el pucho entre la comisura de los labios con la guardia baja como un boxeador aturdido esperando la toalla del rincón del Chalet. Y toallas no hay para los perdedores. Sólo calmantes... sólo calmantes... sólo calmantes.

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8/ Abre el cielo con su cabeza y sube, lento, el sol. Acuchilla una nube espesa y la revuelve hasta que sangra. La nube pierde chorros y de su vientre sale un pez. Un pez violeta. Un pez koi japonés. La nube viene de Tokio, vagabunda. Ha nacido en el Lago Ashi, recorrido por cielo luego del vapor de los barcos piratas que sólo se divisan desde el Monte Fuji. Nube errante, vaporosa. Una costumbre fluvial y ancestral. Surfea montañas y, resquebrajada, humea como un tren. Cruza el pacífico. Gotea en Valparaíso y sigue, loca. Como dije, ha engendrado en su vientre un pez koi violeta. Y lo ha parido aquí, en el indómito land. El pez cae envuelto de baba en el Lago del Parque. Un día. Digamos, ayer. Violeta y solo, nada. Crece y nada. Se agiganta y nada. Una amiga tira las cenizas de su padre, y así se despide del lago. El viento las asume. El pez nada. Come y nada. El lago pierde agua a la altura del Museo. Y el pez, nada. Y el padre de mi amiga, adentro. Y allí, la nube, adolorida por el parto. Y más allá, niños, niños pescadores, con botellas de plástico con agujeritos.

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El pez se destaca, violeta. Lo atrapan y lo llevan, nadando en el envase. Los niños, el pez, el padre de mi amiga. Juntos. Debajo de la nube que viene de Tokio. Del Lago Ashi. Recorrido por cielo luego del vapor de los barcos piratas que sólo se divisan desde el Monte Fuji. Así, lo comen.

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9/ Me refriego la cara con agua cepillo mis dientes escupo espuma me seco con la toalla húmeda me peino me arreglo acomodo el cuello de la camisa sonrío al espejo veo que mis dientes no están blancos me abrigo con la bufanda cruzada una campera armo la mochila con mis libros mis apuntes mis papeles para trámites salgo caminando lento respirando profundo el aire hiela pero hay un sol para compartir fumo un cigarrillo esperando demasiado a un bondi que al final llega atorado pero igual subo como puedo me acomodo entre las gentes que antes pensaron viajar placenteras somos una manada fatigosa algunos tienen que atravesar la ciudad para llegar a la República de Las Heras a mí no me importa porque bajo a quince cuadras y el viaje es lento lento lento el bondi para mil veces sube una chica con auriculares seria y con lentes que me excita y mira de reojo yo la olvido un tipo me pisa el dedo gordo del pie y lo reputeo por dentro en la tercera parada sube una monja de blanco y se mete como una vaca entre la manada

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yo le doy la espalda y ella pasa y con su bolso engancha la correa izquierda de mi mochila y la monja tira tira tira mi mochila se alarga quedamos anudados entre esa población de viajeros trabados quedamos como dos perros en celo que hay que tirarles un balde de agua helada para despegarlos nos miramos con la monja y sonreímos hasta que se deshace el nudo el bondi sigue sigue sigue sigue llega el momento de bajarme paso como puedo hago fuerza pienso que viajar en un bondi lleno es un deporte de contacto toco el timbre bajo y atrás mío la monja voy a terapia olvido a la monja como olvidé a la chica que me excitó en el bondi esa de los auriculares con lentes llego a la sesión a la sala de espera miro a los costados y a mi derecha la monja sentada esperando que la atiendan le pregunto si tiene turno con el psiquiatra me dice que sí que a las nueve y media yo le digo que a las nueve y media tengo yo mi turno discutimos me doy cuenta de lo infame me pregunto qué hace una monja esperando al psiquiatra e interrogo a la monja

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le pregunto qué hace una monja esperando al psiquiatra ella me responde que viene a terapia a pedir una receta para comprar su medicación antidepresiva le repregunto qué hace una monja tomando medicación antidepresiva yendo a terapia si para eso están los curas y los confesionarios y los rezos y las hostias no entiendo nada que una monja esté mi lado esperando al psiquiatra luego de haberme anudado con ella en el bondi con su bolso y mi mochila de golpe sale el psiquiatra y nombra un apellido que no es el mío la monja se incorpora y su bolso se traba con la correa de mi mochila me tira me tira me tira y me arrastra voy por el piso con la monja que me lleva como un cordero entramos juntos a terapia porque teníamos el mismo turno pienso que todo esto es un avance una concesión que ha hecho el Vaticano a los consultorios una demostración de buena voluntad de reconocimiento a los confesionarios médicos donde pueden entrar monjas con pacientes agnósticos y quedamos con la monja sentados

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en dos sillas frente al psiquiatra y el psiquiatra reza un padre nuestro que está en los cielos y la monja le pide la receta y el médico le indica tres padres nuestros y doce avemarías yo no entiendo nada me quedo callado salgo enganchado a la monja arrastrado raspado hasta la parada para volver a mi casa subimos al bondi que está atorado la monja saca sus auriculares acomoda sus anteojos y me excito me excito me excito…

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10/ Miro por la ventana como se mira a un espejo viudo que refleja un barco lejano ladeado sobre un plato. El barco está quieto (torcido hacia la izquierda) y la sopa del plato hierve. Son mis ojos los que aumentan la temperatura cuando hago foco en la sopa. Y el barco quieto, ladeado levemente hacia la izquierda. La matriz de mi forma de mirar es producto de esta intervención quirúrgica. Estoy a prueba según el médico (eso cuenta la enfermera mirándome a través del espejo). *** Miro por la ventana como se mira a un espejo que refleja un barco lejano. Única posibilidad, según el médico. Sin embargo, he comprobado en la noche, cuando la oscuridad conspira con las sombras del silencio, que la matriz de mi forma de mirar emite nublaciones. Veo por la ventana como se mira a un espejo que refleja un barco lejano ladeado con sombras. El plato y la sopa desaparecen. Quedan el vapor y el barco torcido hacia la izquierda y las sombras de una enfermera hablándome, vadeando el espejo. La ventana es mi ojo, y el médico una sombra que emana el barco ladeado.

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Por momentos es el médico el que emana una sombra conspirativa de barco torcido. Todo esto no lo digo. No se lo cuento a nadie. Es un secreto que me hace temblar. Es la convulsión en esta noche gitana. La falla marginal en este acampe hospitalario. *** Los tres árboles nacen en el agua, crecen en la arena y trepan amurados al faro. Eso se ve a las siete y cuarto de la mañana. Los tres árboles ya crecidos por la marea. Espumosos en las copas. El espejo tiene semblante helado y mirada arenosa. Puedo escuchar el golpeteo de las olas sobre el vidrio de la ventana. Mi forma de mirar, presiento, nace del estómago, crece en los pulmones y trepa amurada a la tráquea. Otra falla, oblicua, en el acampe hospitalario. Tal vez sea un virus no detectado por la sombra del médico que emite el barco ladeado hacia la izquierda. Igual, callo. *** El humo que entra por la ventana sale por el espejo. Escucho las conversaciones y mi forma de oírlas parece de otro en mí. El espejo me advierte presencias solitarias que no tienen mi imagen.

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Soy sombra en la pared derecha del barco ladeado hacia la izquierda, quieto, en la sopa hirviendo. Es la matriz, la matriz que me han injertado de otro hombre, y que mi cuerpo acepta en un siete y cuarto por ciento. *** Agito mis manos y altero la sombra del médico. El descubrimiento me ha emocionado y le sumo a mi forma de mirar lágrimas indiferentes. Y el barco abanicado por los árboles se menea suavemente hacia los costados. Mareado sobre la sopa hirviendo, limita en las fronteras del plato. La enfermera me aplaude a través del espejo sin decir una palabra. Se desnuda y me trepa, espumosa, amurada a mi cuello, como un musgo. Las sombras del barco no son ya del médico. El humo de las conversaciones ya son nubes que zumban en mi ventana. *** El veinticinco por ciento restante, o, lo que le falta a las siete y cuarto de la mañana, está fuera del plato. Lo puedo ver, desparramado sobre el mantel florido de hule. Seco de tanta espera, ha decidido inmolarse en un mapa antes que disolverse o evaporarse.

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Un mapa telúrico, un brazo que se hace islote, brotado de acantilados mesiánicos… Veo un muelle. Veo la sombra del muelle. Y por fuera del mapa a un hombre en acampe hospitalario que mira un espejo sostenido por un médico que conversa con una enfermera amurada a un barco levemente ladeado hacia la izquierda…

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