La habitación
Elizabeth Segoviano
N
uestra casa nueva era, en realidad, bastante vieja, pero sumamente espaciosa. Tenía pisos de madera y grandes ventanales que iluminaban todo, excepto una habitación en el pasillo trasero que se encontraba atestada de muebles y cosas viejas abandonadas por los antiguos dueños. Sobra decir que mi intención era desechar todas las cosas viejas de la casa, sin embargo mi abuela, una mujer dura y tacaña dijo que podría sacarle provecho a esa montaña de baratijas y, cuando algo se le metía en mente, era como una hiena con un buen trozo de carroña. Así que para evitar discusiones permití que conservara su basura, con la adver-
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Narración
tencia de que si aquel cuarto se convertía en nido de cucarachas o ratas, no dudaría en tirarlo todo. Aquella noche fue una de las más extrañas que he tenido. Durmiendo entre cajas de mudanza y envoltorios, pasaba de una agonizante pesadilla a otra, en todas moría y mi abuela solo se burlaba de mí. La luz del amanecer por fin me sacó de mi tormentosa noche, y los detalles de las pesadillas se perdieron en la bruma matutina, excepto por un sonido que no abandonaba mis recuerdos: arañazos. Algo que rascaba detrás de mi pared, sin embargo decidí olvidarlo y comenzar las pequeñas reparaciones que necesitaba la casa. Estaba feliz de que la habitación de atrás mantuviera ocupada a mi abuela y no tuviera tiempo de fastidiarme. Un día completo de paz y silencio casi me hizo olvidar que compartía la casa con ella. Al anochecer, le llevé la cena, toqué suavemente la puerta mientras giraba la perilla, pero tenía puesto el cerrojo. —¿Abuela? Te traje la cena, ábreme. —¡No me digas abuela, grosera ingrata! —me gritó furiosa. —Perdón, abuelita, te traje la cena. —Déjala en la cocina, luego voy por ella. —Abuelita, si necesitas algo... —¡Si necesito algo lo sabrás! —me interrumpió. «Si necesitas algo, consíguelo tú sola, maldita perra loca» Eso habría querido decir, pero de mis labios solo brotó un débil: «Sí, abuelita». A los pocos minutos de haberme ido a la cama me despertó el rechinar de la puerta que se abría y cerraba a merced del viento. Con precaución, comencé a bajar la escalera, empuñando valientemente una escoba, pero al llegar a la estancia noté que la puerta estaba cerrada y con los seguros puestos. Revisé las ventanas y vi en el jardín trasero a mi abuela, arrodillada en el césped, guar-