Con los ojos bien abiertos
Carlos Ramos
P
rimero le sirvió sopa de fideos. Sorbía de manera asquerosa, era repugnante escucharlo. Después le puso un guisado que llevaba betabel. Él acarreó hacia su boca una porción grande, lo escupió de inmediato. —¡No me gusta el betabel! De manera injustificada y absurda, lanzó el plato por los aires, mientras volteaba la mesa de madera con una patada. Mientras tanto ella hacía pequeñita para no ser, de nuevo, presa de la violencia de ese monstruo. No tardó mucho en tomarla del cabello y golpearla: le dio varias veces con la mano abierta en el rostro; el ruido de cada golpe resonaba en las paredes, su cara ya estaba marcada, de su nariz comenzó a brotar sangre.
8
Narración
No era la primera vez que la golpeaba, al principio solo lo hacía cuando llegaba borracho y enojado por gastarse el poco dinero que ganaba: un círculo vicioso. Luego, lo comenzó a hacer sin estar ebrio, por cualquier razón. Había pensado en irse, en salir de ese infierno, pero siempre algo la detenía. Era consciente de que no lo amaba, pero no tenía a donde ir. Su familia hace mucho que la había olvidado, las amigas estaban cansadas de solo escuchar mentiras por los moretones, y excusas cada vez que ellas le ofrecían ayuda. Seguía ahí por costumbre, por miedo, por ser sumisa, porque «era lo que ella había elegido». De vez en cuando le daba coraje y se revelaba, guardaba unos pesos para ella, para cuando decidiera irse; le escupía a la comida, pero eso era todo lo que podía hacer como venganza. Estaba casi al nivel de una esclava. Él la trajo de un pueblito, era una adolescente cuando eso pasó. No sabía leer ni escribir —en pleno siglo XXI no sabía hacerlo—, él la «educó» a golpes. A los padres de ella les pareció bien que se la llevara, una boca menos que alimentar, para ellos fue un alivio. Él aprovechó la situación para llevársela y tratarla como lo hacía. Ella aún con familia se encontraba sola en el mundo. Él era un verdadero cerdo, un animal y un desquiciado que enloquecía por cualquier cosa. La golpeaba y sentía un placer retorcido al hacerlo. Le venía la furia cuando ella no lloraba y, entonces, los golpes se hacían más fuertes y las marcas más duraderas. Ese día lo decidió: se iría a cualquier lugar, pero lejos de él. Ya no era la chiquilla flacucha que le vendieron sus padres. Estaba nerviosa mientras echaba sus pocas pertenencias en una bolsa de plástico, porque no tenía una maleta. Aprovecha-