Escuché las historia de Doña Cecilia Mitrovich Diaz, domadora de leones en Colombia. Le pregunté por su trabajo con los animales. Me contó que es como tener un hijo. Que lo más importante es no demostrarles miedo; igual que con el marido. Crió a los leones desde pequeños, los alimentó con carne cocida, para evitarles el gusto por la sangre; jugaba con ellos; se abrazaban. Cuando prohibieron los animales en el circo los entregó a un zoológico. Semanas después murieron. No comían. Se deprimieron al igual que lo hizo ella. Le pregunté por el maltrato animal y me respondió que unos pocos colegas dañaron la reputación del circo. Lo mismo leí en historias del siglo xix y xx cuando también el circo fue desprestigiado por el maltrato animal. Leí cómo el maltrato se daba en circos grandes, cuando los empresarios no tenían con qué alimentar a los animales; los tiraban del tren al igual que a los acróbatas. Pensé en la humanidad en general. En la esclavitud. En los monocultivos; en las granjas de gallinas atrapadas en una jaula pequeña para producir cientos de huevos. Los huevos que nos comemos los humanos. Las vacas y cerdos hacinados en corrales donde tienen pocos centímetros para respirar; donde los engordan para vender en supermercados masivos. Y me pregunto, ¿es el circo el que maltrata a los animales? ¿O es el sistema dentro del que operan algunos circos? O si es la idea que nos inculcaron de los circos pero no de la ganadería intensiva, por ejemplo. Hay circos, la mayoría, donde los animales ocupan otro lugar. Aprendí que no es el circo en sí. El acto en sí de actuar con animales, sino la empresa, los valores que rodean a algunos circos. Al igual que la humanidad. Aprendí que hacer un número artístico con un animal es también un encuentro de seres; sintiéndose en el otro, aprendiendo del otro; no necesariamente un acto de dominación desde los ojos del colonizador. El circo nos enfrenta a la diferencia. Nos confronta con lo “normal” y lo “humano”. Dos conceptos que también se desprenden de un proceso de colonización. Esta vez una imposición de la idea del mundo occidental, secular, racional. De la idea del hombre blanco, heterosexual, culto, esbelto, dominante como “la norma”. El resto: ajustándose a él. Ese resto que somos todos; que incluso son ellos. Tan anormales, tan emocionales y físicos. Tan animales, tan femeninos, tan negros y mestizos; tan deformes, como cualquier otro grupo de los que se diferenciaron. ¿Por qué tanto miedo a la diferencia, a vernos diferentes; a aceptar modos diferentes, estilos diferentes, gustos diferentes, cuerpos diferentes? Si lo que tanto nos atrae del circo es la diferencia, ¿por qué el circo mismo está acabando con la diferencia, en un afán de reconocimiento? ¿Reconocimiento de quién? Así mismo pienso el mundo. Si el circo contemporáneo se convierte en una norma, performar como él, de nada vale entenderse como diferente. Deja de serlo al acomodarse a él. Así mismo pienso la cultura en general. Si las formas de hacer y sentir el mundo desde varias perspectivas se maquillan con la manera de ver el mundo de él, de nada vale la diferencia. Volviendo al circo y la primera pregunta de este texto, de nada vale hablar del animal, del deforme, del miedo, de la muerte sino se habla más allá de la perspectiva de él. 12