1 María secó sus manos en el paño de cocina tras fregar la copa de vino, esa había sido su escueta y temprana cena. Todo en orden, únicamente esa copa puesta a secar junto al fregador ocupaba un espacio distinto al que tenía asignada cada cosa desde que la rutina llegó para quedarse a vivir. Tras una mirada a su alrededor, apagó la luz de la cocina dejando como única iluminación la que se colaba al resto de la casa desde la cálida lámpara junto al sofá del salón y, una tarde más, dirigió sus pasos hacia la puerta que daba al porche. Por delante de sus pies las patas de Garbo, que acababa de levantarse entre airosos coletazos anticipándose a la rutina casi matemática de su dueña.
2 María, en el porche, abandonada ya al hipnótico balanceo de la mecedora, necesitó unos minutos para ser consciente de lo que estaba mirando. La silueta azul de la Sierra de la Almenara acaparaba todo su campo de visión. La montaña que la separaba físicamente del otro lado, donde estaba el mar, ese mar que a pesar de no poder ver sentía rugir dentro de ella en perpetua tempestad. Entonces, un día más, recordó aquellas tardes en que las miradas de los dos se dirigían juntas a esas montañas, la mayoría de las veces en silencio, cuando la mar de detrás de ellas se intuía en calma, invitadora, acogedora, propensa a dejarse
mirar, propensa a los planes. Los planes, las escapadas, las improvisaciones, sí, todo eso a lo que María ya no esperaba. Otra vez esa tarde, como las anteriores, sofocó un sentimiento atravesado en su garganta y dejó su mente en blanco; el blanco de los folios sin escribir, el blanco de los folios borrados.
3 Ya bajaba la luz. María empezó a notar el frío bastante después que su propia piel. Garbo también sintió el aire fresco que bajaba de la sierra y miró a María. Ni un gemido, ni un ladrido, solo miró esperando el gesto que indicaba que ya era hora de volver adentro y cerrar la puerta para pasar una noche más. María miró a Garbo; no lo vio. Garbo y María no sentían el mismo frío. El de Garbo era el frío en la piel que el viento helado trajo con el otoño retrasado. El de ella el que sale de dentro, el que se afincó en su cuerpo el día en que Pablo se fue, ese que inmoviliza los párpados y el cerebro, el que dejaba la mirada fija en las montañas de la sierra de enfrente mientras la tarde y María languidecían.
4 María encendió un cigarro. Con el humo de la primera bocanada enredando en sus ojos, otra vez creyó ver a Pablo en el sillón vacío a su lado, real, en apariencia
activo y a punto de levantarse frotándose las manos, como a punto de decir que ya era hora de preparar algo de cena para luego tumbarse cogidos en el sofá a dormirse una película. Bendijo el humo del cigarro que dibuja añoranzas; maldijo a la brisa que deshace las volutas para volver a dejar un sillón vacío. Al calor de la escueta brasa y de la imagen vislumbrada, María notó que el frío empezaba a menguar. Una leve mueca en su cara bosquejó algo parecido a una sonrisa tímida, y con ella despertó el recuerdo, en plenitud. Con gesto entre tímido y coqueto su mano recogió unos rebeldes mechones de pelo caídos sobre su cara, y la mirada de María, ahora con brillos acuosos, regresó a las montañas, pero entonces las traspasó y su mente jugó con las olas del mar más allá de la sierra, y ella se recordó sentada en la arena agarrada a la mano de Pablo y levantando la vista a esa cara siempre buscada. Las dos sonrieron, la María de la playa, la María de la mecedora.
5 Los días de playa, hablando y hablando y hablando. De paseo a ningún sitio determinado hasta que aparecía el ansiado oasis en el que la cerveza se unía al grupo de dos, y la pareja de sibaritas de palabras compartía una ración de gamba roja mientras se acumulaban los tercios vacíos sobre la mesa, y ya aparecían las risas, cada vez más risas, y las risas entrechocadas con el cristal de las botellas
llenaban el aire y se fundían con el rumor de las olas que morían a sus pies, atraídas por la alegría de la pareja. Las risas, Pablo, las risas, tan tuyas, las risas, Pablo, eran también tan de María. Esas risas que se quedaron a sonar con las olas. Las que María busca cada atardecer desde su mecedora, cuando por fin consigue atravesar las montañas.
6 Apenas quedaba un atisbo de luz. El frío encogió los hombros de María entre urgentes tiritonas. Se descubrió intentando alargar el tiempo aferrada a esa rebeca que nunca gustó demasiado a Pablo. María nunca prescindiría de ella. Pablo fue consciente de la existencia de la prenda, tuvo una opinión, buena o mala, que impregno sus desgastadas costuras. Parte de él quedó así en la rebeca; la calidez de uno permanecía en la otra y por las tardes, en la mecedora, le proporcionaba el abrigo que añoraba. De alguna forma, agarrase a esa rebeca, envolverse en ella, conseguía sustraer a María del vértigo de la vida después de la vida de él, de la vida sin su vida.
7 Y entre tiritonas de frío, que siempre terminaban volviendo, con las montañas apagadas hasta el día siguiente, por fin María volvió a reparar en Garbo.
Su escaso peso le pareció infinito en el acto de levantarse de la mecedora y de forma inconsciente buscó la ayuda de la mano de Pablo. Pero otra tarde más Pablo no estaba. La puerta de la casa entreabierta, siempre atrancada, abrió paso al descanso cálido para Garbo; después entró María. Un empujón a la puerta, el de todas las noches, dejó definitivamente fuera a la mecedora, al sillón vacío, al humo del tabaco y a la sierra de la Almenara. Más allá de la sierra quedaron también las olas. 8 El universo de María se recompuso dentro del espacio conocido. La rutina es bálsamo. La nostalgia se hizo paso entre la angustia de la impotencia del “y si no hubiera pasado” dejando esa sensación triste y dolorosa a la que siempre al recordar lo perdido a lo largo de la vida. El recuerdo es el único tesoro que María quiso guardar para ella, y en ese momento volvió a sacarlo de su cofre mientras echaba el último vistazo a las fotografías alineadas sobre el aparador en penumbra. En su cama, una noche más, los sueños se harían dueños de los infiernos y los paraísos de María. En el último segundo de entresueño notó como Pablo volvía a arroparla, dejando un tibio beso sobre su frente.
Al día siguiente las montañas volverían a estar ahí, y detrás de ellas el mar, y las olas, y las risas… y en el porche un sillón vacío junto a la mecedora.