El primer hombre

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El primer hombre Albert Camus

Traducci贸n de Aurora Bern谩rdez

Digitalizado en Noviembre de 2.003 por el_gato y kamparina, para Biblioteca irc.http://biblioteca.d2g.com


El prim er hom bre Albe r t Ca m u s

Traducci贸n de Aurora Bern谩rdez


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Tít ulo original: Le prem ier hom m e

ALBERT CAMUS Nació en Argelia en 1913, en una paupérrim a fam ilia de em igrant es. Con gran dificult ad realizó sus est udios prim arios y de m agist erio. Tras t rabaj ar un t iem po com o redact or en un diario argelino, se t raslada a París. Muy pront o se sint ió com prom et ido con los acont ecim ient os hist óricos que conm ovieron Europa ant es y después de la segunda guerra m undial. Periodist a com bat ivo, disident e de t odas las ort odoxias de su t iem po, polem ist a incansable, escribió libros t an fundam ent ales en nuest ra cult ura com o La pest e, El ext ranj ero, El m it o de Sísifo o Calígula, por los que recibió, en 1957, el Prem io Nobel de Lit erat ura. Falleció prem at uram ent e en 1960, en un accident e de circulación, poco después de declarar a un periodist a: «Mi obra aún no ha em pezado». El prim er hom bre es una novela póst um a, en la que t rabaj aba Cam us cuando le sorprendió la m uert e. El m anuscrit o fue encont rado en una bolsa ent re los rest os del vehículo. Perm aneció inédit o hast a la prim avera de 1994. De Cam us hem os publicado t am bién las Cart as a un am igo alem án ( Marginales 141) .

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N OTA D E LA ED I CI ÓN FRAN CESA Publicam os hoy El prim er hom bre. Se t rat a de la obra en la que t rabaj aba Albert Cam us en el m om ent o de su m uert e. El m anuscrit o fue hallado en su cart era el 4 de enero de 1960. Se com pone de 144 páginas escrit as al correr de la plum a, a veces sin punt os ni com as, de escrit ura rápida, difícil de descifrar, nunca corregida ( véanse los facsím iles en las páginas 12, 49, 101 y 215) . Hem os est ablecido el present e t ext o a part ir del m anuscrit o y de una prim era copia dact ilográfica hecha por Francine Cam us. Para la buena com prensión del relat o se ha rest ablecido la punt uación. Las palabras de lect ura dudosa figuran ent re corchet es. Las palabras o part es de frase que no se han podido descifrar se indican con un blanco ent re corchet es. Al pie de página figuran, con un ast erisco, las variant es escrit as en superposición; con una let ra, los añadidos al m argen; con un núm ero, las not as del edit or. Aparecen en anexo las hoj as ( num eradas de I a V) que est aban, unas insert as en el m anuscrit o ( hoj a I ant es del capít ulo 4, hoj a I I ant es del capít ulo 6bis) , las ot ras ( I I I , I V y V) al final del m anuscrit o. El cuaderno t it ulado «El prim er hom bre ( Not as y proyect os) », pequeña libret a de espiral y papel cuadriculado que perm it e al lect or ent rever el fut uro desarrollo de la obra planeado por el aut or, figura al final. Después de leer El prim er hom bre, se com prenderá que hayam os incluido t am bién en anexo la cart a que Albert Cam us envió a su m aest ro, Louis Germ ain, apenas recibido el Prem io Nobel, así com o la últ im a cart a que le dirigió Louis Germ ain. Querem os agradecer aquí a Odet t e Diagne Créach, Roger Grenier y Robert Gallim ard la ayuda que nos prest aron con am ist ad generosa y const ant e. Cat herine Cam us

N OTA D E LA ED I CI ÓN ESPAÑ OLA En la t raducción española hem os m ant enido las peculiaridades del t ext o del m anuscrit o, puliendo algunas repet iciones y salvando las incorrecciones gram at icales o las errat as. Se han abiert o los diálogos según la t radición edit orial española y sólo en algunos casos hem os agregado alguna not a explicat iva al pie, que, con llam ada num érica, se sum a a las de la edición francesa original.

N OTA D E LA ED I CI ON D I GI TAL No se incluyen los facsím iles de páginas m anuscrit as de Cam us. En cuando a las not as a pie de página, se recogen en cursiva las variant es escrit as en superposición en el original m anuscrit o, y en negrit a las correspondient es a not as de edit ores y t raduct ora. Las rest ant es, son las not as m arginales del aut or.


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I BĂş squ e da de l pa dr e


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I nt ercesora: Vda. Cam us A t i, que nunca podrás leer est e libro a

En lo alt o, sobre la carret a que rodaba por un cam ino pedregoso, unas nubes grandes y espesas corrían hacia el est e, en el crepúsculo. Tres días ant es, se habían hinchado sobre el At lánt ico, habían esperado el vient o del oest e y se habían puest o en m archa, prim ero lent am ent e y después cada vez m ás rápido, habían sobrevolado las aguas fosforescent es del ot oño encam inándose direct am ent e hacia el cont inent e, deshilachándose b en las crest as m arroquíes, rehaciendo sus rebaños en las alt as m eset as de Argelia, y ahora, al acercarse a la front era t unecina, t rat aban de llegar al m ar Tirreno para perderse en él. Después de una carrera de m iles de kilóm et ros por encim a de est a suert e de isla inm ensa, defendida al nort e por el m ar m ovient e y, al sur, por las olas inm ovilizadas de las arenas, pasando por encim a de esos países sin nom bre apenas m ás rápido de lo que durant e m ilenios habían pasado los im perios y los pueblos, su im pulso se ext enuaba y algunas se fundían ya en grandes y escasas got as de lluvia que em pezaban a resonar en la capot a de lona que cubría a los cuat ro pasaj eros. La carret a chirriaba en el cam ino bien t razado pero apenas apisonado. De vez en cuando, salt aba una chispa de la llant a de hierro o del casco de un caballo y un sílex golpeaba la m adera de la carret a cuando no se hundía, con un ruido afelpado, en la t ierra blanda de la cunet a. Sin em bargo, los dos caballit os avanzaban regularm ent e, t ropezando de t arde en t arde, echando el pecho hacia adelant e para t irar de la pesada carret a cargada de m uebles, dej ando at rás incesant em ent e el cam ino con sus dos t rot es diferent es. A veces uno de ellos expulsaba ruidosam ent e el aire por las narices y perdía el t rot e. Ent onces el árabe que los guiaba hacía rest allar de plano sobre el lom o las riendas gast adasc, y el anim al ret om aba valient em ent e su rit m o. El hom bre que viaj aba j unt o al conduct or en la banquet a delant era, un francés de unos t reint a años, de expresión cerrada, m iraba las dos grupas que se agit aban delant e. De buena est at ura, achaparrado, la cara alargada, con una frent e alt a y cuadrada, la m andíbula enérgica, los oj os claros, llevaba, pese a lo avanzado de la est ación, una chaquet a de dril con t res bot ones, cerrada hast a el cuello, com o se usaba en aquel t iem po, y una gorra d ligera sobre el pelo cort o. e En el m om ent o en que la lluvia em pezó a deslizarse sobre la capot a, se volvió hacia el int erior del vehículo: —¿Todo bien? —grit ó. En una segunda banquet a, encaj ada ent re la prim era y un am ont onam ient o de m uebles y baúles viej os, una m uj er pobrem ent e vest ida pero envuelt a en un gran chal de lana gruesa, le sonrió débilm ent e. —Sí, sí —dij o con un leve gest o de disculpa. Un niño de cuat ro años dorm ía apoyado en ella. La m uj er t enía una cara suave y regular, un pelo de española bien ondulado y negro, la nariz pequeña, una bella y cálida m irada color cast año. Pero había algo llam at ivo en esa cara. No era sólo una suert e de m áscara que el cansancio o cualquier cosa por el est ilo grabara en ese a b c d e

( añadir anonim at o geológico. Tierra y m ar) Solferino. resquebraj adas por el uso. ¿o una especie de bom bín? calzado con zapat ones.


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m om ent o en sus rasgos, no, era m ás bien un aire de ausencia y de dulce dist racción, com o el que m uest ran perpet uam ent e algunos inocent es, pero que aquí asom aba fugazm ent e en la belleza de sus facciones. A la bondad t an evident e de la m irada se unía t am bién a veces un dest ello de t em or irracional que se apagaba de inm ediat o. Con la palm a de la m ano est ropeada ya por el t rabaj o y un poco nudosa en las art iculaciones, daba unos golpecit os ligeros en la espalda de su m arido: —Todo bien, t odo bien —decía. Y en seguida dej aba de sonreír para m irar, por debaj o de la capot a, el cam ino en el que ya em pezaban a brillar los charcos. El hom bre se volvió hacia el árabe plácido con su t urbant e de cordones am arillos, el cuerpo abult ado por unos grandes calzones de fundillos am plios, aj ust ados por encim a de la pant orrilla. —¿Est am os m uy lej os t odavía? El árabe sonrió baj o sus grandes bigot es blancos. —Ocho kilóm et ros m ás y llegam os. El hom bre se volvió, m iró a su m uj er sin sonreír pero at ent am ent e. La m uj er no había apart ado la m irada del cam ino. —Dam e las riendas —dij o el hom bre. —Com o quieras —dij o el árabe. Le t endió las riendas, el hom bre pasó por encim a del árabe que se deslizó hacia el lugar que el prim ero acababa de dej ar. Con dos golpes de riendas, el hom bre se adueñó de los caballos, que rect ificaron el t rot e y de pront o avanzaron en línea m ás rect a. —Conoces a los caballos —dij o el árabe. La respuest a llegó, breve, y sin que el hom bre sonriera: —Sí —dij o. La luz había dism inuido y de pront o se inst aló la noche. El árabe descolgó del gancho la lint erna cuadrada que t enía a su derecha y volviéndose hacia el fondo ut ilizó varios fósforos rudim ent arios para encender la vela. Después volvió a colgar la lint erna. La lluvia caía ahora suave y regularm ent e, brillando a la débil luz de la lám para, y poblaba con un rum or leve la oscuridad t ot al. De vez en cuando la carret a pasaba cerca de unos arbust os espinosos o de unos árboles baj os, débilm ent e ilum inados durant e unos segundos. Pero el rest o del t iem po, rodaba por un espacio vacío que las t inieblas hacían aún m ás vast o. Sólo los olores a hierbas quem adas o, de pront o, un fuert e olor a abono, hacían pensar que recorrían por m om ent os t ierras cult ivadas. La m uj er habló det rás del conduct or, que ret uvo un poco los caballos y se echó hacia at rás. —No hay nadie —dij o la m uj er. —¿Tienes m iedo? —¿Cóm o? El hom bre repit ió su frase, pero est a vez grit ando. —No, cont igo no. —Pero parecía inquiet a. —¿Te duele? —dij o el hom bre. —Un poco. Azuzó a los caballos, y sólo el fuert e ruido de las ruedas aplast ando las roderas y de los ocho cascos herrados que golpeaban el cam ino, llenó de nuevo la noche. Era una noche del ot oño de 1913. Los viaj eros habían part ido dos horas ant es de la est ación de Bône, adonde habían llegado de Argel después de una noche y un día de viaj e en las duras banquet as de t ercera clase. Encont raron en la est ación el vehículo y el árabe que los esperaba para llevarlos a la propiedad sit uada en un pueblo pequeño, a unos veint e kilóm et ros t ierra adent ro, y cuya gerencia asum iría el hom bre. Hizo falt a t iem po para cargar los baúles y algunos enseres y después el cam ino en m al est ado los ret rasó aún m ás. El árabe, com o si sint iera la inquiet ud de su com pañero, le dij o: —No t engáis m iedo. Aquí no hay bandidos. —Los hay en t odas part es —dij o el hom bre—. Pero t engo lo necesario. —Y dio unos golpecit os en el bolsillo est recho.


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—Tienes razón —dij o el árabe—. Siem pre hay algún loco. En ese m om ent o la m uj er llam ó a su m arido. —Henri —dij o—, m e duele. El hom bre blasfem ó y azuzó un poco m ás a sus caballos. a —Ya llegam os —dij o. Al cabo de un rat o volvió a m irar a su m uj er. —¿Todavía t e duele? Ella le sonrió con una ext raña discreción y com o si no sufriera. —Sí, m ucho. El la m iraba con la m ism a seriedad. Y la m uj er se disculpó de nuevo. —No es nada. Tal vez haya sido el t ren. —Mira —dij o el árabe—, el pueblo. En efect o, a la izquierda del cam ino y un poco en la lej anía se veían las luces de Solferino ent urbiadas por la lluvia. —Pero t ú sigue el cam ino de la derecha —dij o el árabe. El hom bre vaciló, se volvió hacia su m uj er. —¿Vam os a la casa o al pueblo? —pregunt ó. —¡Oh! , a la casa, es m ej or. Un poco m ás lej os la carret a dobló a la derecha en dirección a la casa desconocida que los aguardaba. —Un kilóm et ro m ás —dij o el árabe. —Ya llegam os —dij o el hom bre dirigiéndose a su m uj er. La m uj er est aba doblada en dos, la cara ent re los brazos. —Lucie —dij o el hom bre. La m uj er no se m ovía. El hom bre la t ocó con la m ano. Ella lloraba en silencio. El grit ó, separando las sílabas y m im ando sus palabras: —Ahora m ism o vas a acost art e. Yo iré a buscar al doct or. —Sí. Ve a buscar al doct or. Creo que es lo m ej or. El árabe los m iraba, sorprendido. —Va a t ener un niño —dij o el hom bre—. ¿El doct or est á en el pueblo? —Sí, voy a buscarlo si quieres. —No, t ú t e quedas en la casa. Est at e at ent o. Yo iré m ás rápido. ¿Tiene un coche o un caballo? —Tiene un coche. —Después el árabe dij o a la m uj er—: Será un varón, y guapo. La m uj er le sonrió com o si no ent endiera. —No oye —dij o el hom bre—. En la casa grit a fuert e y haz gest os. El vehículo rodó de pront o casi sin ruido. El cam ino, m ás est recho ahora y cubiert o de t oba, corría a lo largo de pequeños depósit os det rás de cuyos t ej ados se veían las prim eras filas de viñedos. Un fuert e olor de m ost o les salía al encuent ro. Dej aron at rás grandes const rucciones de t ej ados sobreelevados, y las ruedas aplast aron la t urba de una especie de pat io sin árboles. Sin hablar, el árabe se apoderó de las riendas para t irar de ellas. Los caballos se det uvieron y uno de ellos resopló b . El árabe señaló con la m ano una casit a blanqueada de cal. Una parra t repaba alrededor de la puert a baj a con su cont orno azul de sulfat o. El hom bre salt ó a t ierra y corrió baj o la lluvia hast a la casa. Abrió. La puert a daba a una habit ación oscura que olía a fuego apagado. El árabe, que lo seguía, cam inó en la oscuridad hacia la chim enea, sacudió un t izón y encendió una lám para de pet róleo que colgaba en el cent ro de la pieza, encim a de una m esa redonda. El hom bre apenas t uvo t iem po de reconocer una cocina encalada con un fregadero de baldosas roj as, un viej o aparador y un calendario dest eñido en la pared. Una escalera revest ida con las m ism as baldosas roj as subía al piso alt o. —Enciende el fuego —dij o, y volvió a la carret a. ( ¿Se llevó consigo al niño?) a b

El niño. ¿Es de noche?


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La m uj er esperaba sin decir nada. El hom bre la t om ó en sus brazos para deposit arla en el suelo, y ret eniéndola un m om ent o cont ra sí, le hizo echar at rás la cabeza. —¿Puedes cam inar? —Sí —dij o ella y le acarició el brazo con su m ano nudosa. El hom bre la llevó a la casa. —Espera —dij o. El árabe ya había encendido el fuego y con gest os precisos y diest ros, lo alim ent aba con sarm ient os. La m uj er est aba cerca de la m esa, las m anos sobre el vient re, y por su bello rost ro vuelt o hacia la luz de la lám para corrían breves ondas de dolor. No parecía advert ir ni la hum edad ni el olor de abandono y m iseria. El hom bre se agit aba en las habit aciones del piso superior. Después apareció en lo alt o de la escalera. —¿No hay chim enea en el dorm it orio? —No —dij o el árabe—. En la ot ra habit ación t am poco. —Ven —dij o el hom bre. El árabe subió. Después reapareció, de espaldas, cargando un colchón que el hom bre suj et aba por la ot ra punt a. Lo pusieron delant e de la chim enea. El hom bre corrió la m esa a un rincón m ient ras el árabe volvía a subir y baj aba en el act o con una alm ohada y unas m ant as. —Tiéndet e ahí —dij o el hom bre a su m uj er, y la llevó hast a el colchón. Ella vacilaba. Se not aba ahora el olor de crin húm eda que subía del colchón. —No puedo desvest irm e —dij o m irando en t orno con t em or, com o si por fin descubriera el lugar... —Quít at e lo que llevas debaj o —ordenó el hom bre. Y repit ió—: Quít at e la ropa int erior. —Y después, al árabe—: Gracias. Desengancha un caballo. Lo m ont aré hast a el pueblo. El árabe salió. La m uj er se desvest ía, de espaldas al m arido, que t am bién se giró. Después se t endió y en cuant o est uvo acost ada, subió las m ant as, grit ó una sola vez, un largo grit o, con la boca abiert a, com o si hubiera querido librarse de una vez de t odos los grit os que el dolor había acum ulado en ella. El hom bre, de pie j unt o al colchón, la dej ó grit ar, y en cuant o calló, se quit ó la gorra, apoyó una rodilla en t ierra y besó la bella frent e sobre los oj os cerrados. Volvió a ponerse la gorra y salió a la lluvia. El caballo desenganchado daba vuelt as sobre sí m ism o, las pat as delant eras clavadas en la t urba. —Voy a buscar una silla de m ont ar —dij o el árabe. —No, déj ale las riendas. Lo m ont aré así. Guarda los baúles y los enseres en la cocina. ¿Tienes m uj er? —Ha m uert o. Era viej a. —¿Tienes una hij a? —No, gracias a Dios. Pero est á la m uj er de m i hij o. —Dile que venga. —Se lo diré. Ve con Dios. El hom bre m iró al viej o árabe inm óvil baj o la lluvia fina sonriéndole baj o los bigot es m oj ados. El seguía serio, pero lo m iraba con sus oj os claros y at ent os. Después le t endió la m ano, que el ot ro cogió, a la m anera árabe, con las punt as de los dedos que después se llevó a la boca. El hom bre se volvió haciendo cruj ir la t urba, se acercó al caballo, lo m ont ó a pelo y se alej ó con un t rot e pesado. Al salir de la finca, t om ó la dirección de la encrucij ada desde donde habían vist o por prim era vez las luces del pueblo. Brillaban ahora con un resplandor m ás vivo, la lluvia había cesado y el cam ino que, a la derecha, conducía hacia allí, cruzaba rect o unos viñedos cuyas alam bradas brillaban en algunos punt os. Aproxim adam ent e a m edio cam ino, el caballo reduj o el t rot e y siguió al paso. Se acercaban a una especie de cabaña rect angular con una part e, en form a de habit ación, de m am post ería y la ot ra, m ás grande, hecha de t ablas, con un gran alero que baj aba sobre una suert e de m ost rador salient e. En la part e hecha de m am post ería había


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una puert a sobre la cual se leía: CANTI NA AGRÍ COLA MME. JACQUES. Por debaj o de la puert a se filt raba la luz. El hom bre det uvo su caballo m uy cerca de la puert a y, sin baj arse, llam ó. Una voz sonora y resuelt a inquirió al m om ent o desde dent ro: —¿Qué pasa? —Soy el nuevo gerent e de la finca de Saint - Apôt re. Mi m uj er est á a punt o de dar a luz. Necesit o ayuda. Nadie cont est ó. Al cabo de un m om ent o se descorrieron los cerroj os, se deslizaron la barras de hierro em puj adas por alguien y se ent reabrió la puert a. Apareció la cabeza negra y rizada de una europea de m ej illas redondas y nariz un poco chat a sobre unos labios gruesos. —Me llam o Henri Corm ery. ¿Puede ust ed at ender a m i m uj er? Yo voy a buscar al m édico. La m uj er lo m iraba fij am ent e con oj os acost um brados a sopesar a los hom bres y la adversidad. El sost uvo la m irada con firm eza, pero sin añadir una palabra de explicación. —Allá voy —dij o ella—. Dése prisa. El hom bre dio las gracias y espoleó al caballo con los t alones. I nst ant es después, llegaba al pueblo pasando ent re una suert e de fort ificaciones de t ierra seca. Una calle al parecer única se ext endía ant e él, flanqueada de casit as baj as, t odas iguales, y la siguió hast a una pequeña plaza cubiert a de t oba donde se alzaba, inesperadam ent e, un quiosco de m úsica de est ruct ura m et álica. La plaza, com o la calle, est aba desiert a. Corm ery se encam inaba ya hacia una de las casas cuando el caballo se hizo a un lado. Un árabe surgió de la som bra con un albornoz oscuro y rot o, se le acercó. —¿La casa del m édico? —pregunt ó inm ediat am ent e Corm ery. El ot ro observó al j inet e. —Venga —dij o después de exam inarlo. Reanudaron el cam ino en dirección opuest a. En uno de los edificios de plant a baj a sobreelevada a la que se subía por una escalera encalada, se leía: «Libert ad, I gualdad, Frat ernidad». Lindaba con un j ardincit o rodeado de paredes revocadas, en el fondo del cual había una casa que el árabe señaló: —Es ahí —dij o. Corm ery salt ó del caballo y, con un paso que no denot aba ningún cansancio, cruzó el j ardín del que sólo vio, j ust o en el cent ro, una palm era enana de palm as secas y t ronco podrido. Llam ó a la puert a. Nadie cont est ó. a Se volvió. El árabe esperaba en silencio. El hom bre llam ó de nuevo. Se oyó del ot ro lado un paso que se det uvo det rás de la puert a. Pero ést a no se abrió. Corm ery llam ó una vez m ás y dij o: —Busco al doct or. En seguida se descorrieron los cerroj os y la puert a se abrió. Apareció un hom bre de cara j oven, com o de m uñeca, pero de pelo casi blanco, alt o y robust o, las piernas ceñidas por polainas, poniéndose una especie de cazadora. —Vaya, ¿de dónde sale ust ed? —dij o sonriendo—. No le he vist o nunca. El hom bre se explicó. —Ah, sí, el alcalde m e avisó. Pero oiga, a quién se le ocurre venir a dar a luz a un lugar perdido com o ést e. El ot ro dij o que esperaba la cosa para m ás adelant e y que seguram ent e se había equivocado. —Bueno, le ocurre a t odo el m undo. Vam os, ensillo a Mat ador y lo sigo. En m it ad del cam ino de regreso, baj o la lluvia que volvía a caer, el m édico, m ont ado en un caballo gris t ordillo, alcanzó a Corm ery, que est aba ya em papado pero siem pre erguido en su pesado caballo de granj a. —Curiosa llegada —grit ó el m édico—. Pero ya verá, el país no est á m al, salvo los m osquit os y los bandidos de la zona. —Se m ant enía a la alt ura de su com pañero—. a

Hice la guerra cont ra los m arroquíes ( con una m irada am bigua) , los m arroquíes no son buenos.


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Claro que, en cuant o a los m osquit os, est ará t ranquilo hast a la prim avera. Pero en lo que se refiere a los bandidos... Se reía, pero el ot ro seguía avanzando sin decir palabra. El m édico lo m iró con curiosidad: —No t em a —dij o—, t odo irá bien. Corm ery volvió hacia el doct or sus oj os claros, lo m iró t ranquilam ent e y dij o con un m at iz de cordialidad: —No t engo m iedo. Est oy acost um brado a los golpes duros. —¿Es el prim ero? —No, he dej ado a un pequeño de cuat ro años en Argel, con m i suegra. a Llegaron a la encrucij ada y t om aron el cam ino que conducía a la finca. La t urba no t ardó en volar baj o los cascos de los caballos. Cuando ést os se det uvieron y volvió a reinar el silencio, se oyó salir de la casa un grit o. Los dos hom bres echaron pie en t ierra. Una som bra los esperaba, prot egida baj o la parra, que chorreaba agua. Al acercarse reconocieron al viej o árabe encapuchado con una bolsa. —Buenos días, Kaddour —dij o el m édico—. ¿Cóm o anda eso? —No sé, yo nunca ent ro donde est án las m uj eres —respondió el viej o. —Buen crit erio —dij o el m édico—. Sobre t odo si las m uj eres grit an. Pero ya no salían grit os de adent ro. El m édico abrió y ent ró, Corm ery lo siguió. Un gran fuego de sarm ient os ardía ant e ellos en la chim enea, ilum inando la pieza m ás que la lám para de pet róleo que, con su cerco de cobre y cuent as de vidrio, colgaba en m it ad del t echo. A la derecha del fregadero se había llenado rápidam ent e de j arros de m et al y t oallas. A la izquierda, delant e de un pequeño aparador bam boleant e, de m adera sin pint ar, est aba la m esa desplazada del cent ro. Un viej o bolso de viaj e, una caj a de som breros, algunos bult os la cubrían. En t odos los rincones de la habit ación, viej as m alet as, ent re ellas un gran baúl de m im bre, apenas dej aban un espacio vacío en el cent ro, no lej os del fuego. En ese espacio, sobre el colchón perpendicular a la chim enea, est aba t endida la m uj er, la cara un poco volcada hacia at rás sobre una alm ohada sin funda, el pelo ahora suelt o. Las m ant as sólo cubrían la m it ad del colchón. A la izquierda, la pat rona de la cant ina, de rodillas, ocult aba la part e descubiert a del colchón. Sobre una palangana ret orcía una servillet a de la que got eaba un agua rosada. A la derecha, sent ada con las piernas cruzadas, una m uj er árabe sin velo sost enía en sus m anos, en act it ud de ofrenda, una segunda palangana esm alt ada, un poco desport illada, donde hum eaba el agua calient e. Las dos m uj eres est aban inst aladas en los dos ext rem os de una sábana doblada que pasaba por debaj o de la enferm a. Las som bras y las llam as de la chim enea subían y baj aban por las paredes encaladas, por los bult os que llenaban la habit ación y, m ás cerca, arrebolaban las caras de las dos enferm eras y el cuerpo de la part urient a, hundido baj o las m ant as. Cuando los dos hom bres ent raron, la m uj er árabe los m iró rápidam ent e con una risit a y se volvió después hacia el fuego, ofreciendo siem pre la palangana con sus brazos flacos y m orenos. La pat rona de la cant ina los m iró y exclam ó alegrem ent e: —Ya no lo necesit am os, doct or. Vino solo. Se puso de pie y los dos hom bres vieron, cerca de la enferm a, algo inform e y ensangrent ado, anim ado por una suert e de m ovim ient o inm óvil, del que salía un ruido cont inuo, sem ej ant e a un chirrido subt erráneo casi im percept ible. b —Es fácil decirlo. Espero que no hayan t ocado el cordón um bilical. —No —dij o la m uj er riendo—. Teníam os que dej arle algo a ust ed. Se puso de pie y cedió su lugar al m édico, ocult ando nuevam ent e al recién nacido a los oj os de Corm ery, que se había quedado en la puert a con la gorra en sus m anos. El m édico se puso en cuclillas, abrió su m alet ín, después t om ó la palangana de m anos de la m uj er árabe, que se ret iró inm ediat am ent e fuera del cam po lum inoso a b

En con t r a dicción con la pá g. 1 4 : « Un n iñ o de cu a t r o a ñ os dor m ía a poya do e n e lla » . com o el de ciert as células vist as con m icroscopio.


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y se refugió en el rincón oscuro de la chim enea. El m édico se lavó las m anos, siem pre de espaldas a la puert a, después se las frot ó con un alcohol que olía un poco a aguardient e, olor que en seguida invadió la habit ación. En ese m om ent o la enferm a alzó la cabeza y vio a su m arido. Una sonrisa m aravillosa t ransfiguró el bello rost ro fat igado. Corm ery se acercó al colchón. —Llegó —le dij o ella con un hilo de voz y señaló al niño. —Sí —dij o el m édico—. Pero descanse. La m uj er lo m iró con expresión int errogant e. Corm ery, parado al pie del colchón, le hizo un gest o t ranquilizador. —Acuést at e. La m uj er se dej ó caer hacia at rás. En ese m om ent o la lluvia redobló sobre el viej o t ej ado. El m édico int ervino debaj o de la m ant a. Después se incorporó y sacudió algo. Se oyó un grit it o. —Es un varón —dij o el m édico—. Y un buen ej em plar. —Est e em pieza bien —dij o la pat rona de la cant ina—. Con una m udanza. En el rincón la m uj er árabe se rió y bat ió palm as dos veces. Corm ery la m iró y ella se apart ó, confundida. —Bueno —dij o el m édico—. Ahora déj ennos un m om ent o. Corm ery m iró a su m uj er. Pero ella seguía con la cabeza echada hacia at rás. Sólo las m anos, ext endidas sobre la burda m ant a, recordaban t odavía la sonrisa que inst ant es ant es había llenado y t ransfigurado la m iserable habit ación. El hom bre se puso la gorra y se encam inó hacia la puert a. —¿Qué nom bre le va a poner? —grit ó la dueña de la cant ina. —No sé, no lo hem os pensado. —Lo m iraba—. Le llam arem os Jacques, ya que ust ed est aba present e. La m uj er lanzó una carcaj ada y Corm ery salió. Debaj o de la parra, el árabe, siem pre cubiert o con la bolsa, esperaba. Miró a Corm ery, que no le dij o nada. —Ten —dij o el árabe, y le ofreció una punt a de la bolsa. Corm ery se cubrió. Sent ía el hom bro del viej o árabe y el olor de hum o que desprendía su ropa, y la lluvia que caía en la bolsa por encim a de sus dos cabezas. —Es un niño —dij o sin m irar a su com pañero. —Alabado sea Dios —respondió el árabe—. Eres un art ist a. El agua llegada desde m iles de kilóm et ros de dist ancia caía sin cesar sobre la t urba, cavaba num erosos charcos, en los viñedos, m ás lej os, y los hilos de la alam brada seguían brillando baj o las got as. No llegaría al m ar por el est e, y ahora inundaría t odo el país, las t ierras pant anosas cerca del río y las m ont añas circundant es, la inm ensa t ierra casi desiert a cuyo olor poderoso llegaba hast a los dos hom bres apret ados baj o la m ism a bolsa, m ient ras un grit o débil se repet ía regularm ent e a sus espaldas. Por la noche, t arde, Corm ery, en calzoncillos largos y cam iset a, t endido en un segundo colchón j unt o a su m uj er, cont em plaba la danza de las llam as en el t echo. La habit ación est aba ya bast ant e ordenada. Del ot ro lado de su m uj er, en una cest a de ropa, el niño descansaba en silencio, con un débil gorgot eo. Su m uj er t am bién dorm ía, la cara vuelt a hacia él, la boca un poco abiert a. La lluvia se había int errum pido. Al día siguient e habría que em pezar el t rabaj o. Cerca de él la m ano ya gast ada, casi leñosa de su m uj er, le hablaba t am bién de ese t rabaj o. Tendió la suya, la apoyó suavem ent e sobre la m ano de la enferm a y, poniéndose boca arriba, cerró los oj os.


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Sa in t - Br ie u c a

Cuarent a años m ás t arde, un hom bre, en el pasillo del t ren de Saint - Brieuc, m iraba desfilar con desaprobación, baj o el pálido sol de una t arde de prim avera, aquel país est recho y chat o, cubiert o de pueblos y de casas feas que se ext iende desde París hast a la Mancha. Los prados y los cam pos de una t ierra cult ivada durant e siglos hast a el últ im o m et ro cuadrado se sucedían ant e sus oj os. La cabeza descubiert a, el pelo cort ado al rape, la cara larga y los rasgos finos, de buena est at ura, la m irada azul y direct a, el hom bre, pese a la cuarent ena, aún se veía delgado baj o su im perm eable. Con las m anos sólidam ent e apoyadas en la barra, el cuerpo descansando sobre una sola cadera, el pecho dilat ado, daba una im presión de solt ura y de energía. El t ren am inoraba la m archa en ese m om ent o y t erm inó por det enerse en una pequeña est ación m iserable. Al cabo de un rat o una j oven bast ant e elegant e pasó por la port ezuela donde se encont raba el hom bre. Se det uvo para pasar la m alet a de una m ano a la ot ra y ent onces vio al viaj ero. Est e la m iraba sonriendo, y ella no pudo dej ar de sonreír t am bién. El hom bre baj ó el crist al, pero el t ren ya part ía. «Lást im a», dij o. La j oven seguía sonriéndole. El viaj ero fue a sent arse a su com part im ient o de t ercera, donde ocupaba una plaza j unt o a la vent anilla. Frent e a él un hom bre de pelo ralo y apelm azado, m ás j oven de lo que hacía pensar su cara hinchada y venosa, apolt ronado, con los oj os cerrados, respiraba fuert e, evident em ent e incom odado por una digest ión laboriosa, y deslizaba de vez en cuando una m irada rápida b hacia el pasaj ero de enfrent e. En la m ism a banquet a, cerca del pasillo, una cam pesina endom ingada, que llevaba un singular som brero adornado con un racim o de uvas de cera, sonaba las narices de un niño pelirroj o de rost ro apagado y pálido. Poco después el t ren se det uvo y un cart elit o que decía SAI NT- BRI EUC apareció lent am ent e en la port ezuela. El viaj ero se incorporó en seguida, ret iró sin esfuerzo del port aequipaj e, sobre su cabeza, una m alet a de fuelle y, después de saludar a sus com pañeros de viaj e, que le cont est aron sorprendidos, salió con paso rápido y baj ó los t res peldaños del vagón. En el andén se m iró la m ano izquierda t odavía m anchada por el hollín deposit ado en la barra de cobre que acababa de solt ar, sacó el pañuelo y se lim pió cuidadosam ent e. Después se encam inó hacia la salida, alcanzado poco a poco por un grupo de viaj eros de ropas oscuras y t ez parduzca. Baj o el alero de colum nas esperó pacient em ent e el m om ent o de ent regar su billet e, siguió esperando que el em pleado t acit urno se lo devolviera, at ravesó una sala de espera de paredes desnudas y sucias, decoradas con viej os cart elones donde incluso la Cost a Azul parecía t iznada, y apurando el paso, salió a la luz oblicua de la t arde, por la calle que baj aba de la est ación hacia la ciudad. En el hot el pidió la habit ación que había reservado, rechazó los servicios de la cam arera con cara de pat at a que quería llevarle el equipaj e, a pesar de lo cual, después de que la m uj er lo acom pañara hast a su cuart o, le dio una propina que la sorprendió y devolvió la sim pat ía a su rost ro. Después el viaj ero se lavó de nuevo las m anos y volvió a baj ar con el m ism o paso vivo, sin cerrar con llave la puert a. En el hall encont ró a la cam arera, le pregunt ó dónde est aba el cem ent erio, recibió un exceso de explicaciones, las escuchó am ablem ent e y se encam inó en la dirección indicada. Recorría ahora las calles est rechas y t rist es, bordeadas de casas vulgares de feas t ej as roj as. A veces algunas casas viej as de vigas aparent es dej aban ver de soslayo sus pizarras. Los escasos t ranseúnt es ni siquiera se det enían delant e de los a b

Habría que insist ir desde el com ienzo en el lado m onst ruo de Jacques. apagada


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escaparat es que ofrecían las m ercancías de vidrio, las obras m aest ras de plást ico y de nailon, las cerám icas calam it osas que se encuent ran en t odas las ciudades del Occident e m oderno. Sólo en las t iendas de alim ent ación se apreciaba la opulencia. El cem ent erio est aba rodeado de alt os m uros disuasivos. Cerca de la puert a, puest os de flores pobres y m arm olerías. Delant e de una de ellas el viaj ero se det uvo para m irar a un niño de aire despiert o que hacía los deberes en un rincón sobre la piedra de una lápida, virgen aún de inscripción. Después ent ró y se encam inó a la casa del guardián. El guardián no est aba. El viaj ero esperó en el pequeño despacho pobrem ent e am ueblado, después vio un plano que est aba descifrando cuando ent ró el guardián. Era un hom bre alt o y nudoso, de nariz fuert e, que olía a t ranspiración baj o su gruesa chaquet a cerrada. El viaj ero pregunt ó por el sect or de los m uert os de la guerra de 1914. —Sí —dij o el guardián—. Se llam a el sect or del Souvenir Français. ¿Qué nom bre busca? —Henri Corm ery —respondió el viaj ero. El guardián abrió un gran libro forrado con papel de em balaj e y siguió con su dedo t erroso una list a de nom bres. El dedo se det uvo. —Corm ery, Henri, «herido m ort alm ent e en la bat alla del Marne, m uert o en Saint Brieuc el 11 de oct ubre de 1914». —Eso es —dij o el viaj ero. El guardián cerró el libro. —Venga —dij o. Y lo precedió en el cam ino hacia las prim eras filas de t um bas, unas m odest as, ot ras pret enciosas y feas, t odas cubiert as de ese bat iborrillo de m árm ol y abalorios que deshonraría cualquier lugar del m undo. —¿Es un parient e? —pregunt ó el guardián con aire dist raído. —Era m i padre. —Lo sient o. —No, no, yo aún no t enía un año cuando m urió. Así que, ust ed com prenderá. —Sí —dij o el guardián—, pero da igual. Fueron dem asiados m uert os. Jacques Corm ery no cont est ó nada. Seguram ent e habían sido dem asiados m uert os, pero en lo que respect aba a su padre, no podía invent arse una com pasión que no sent ía. Desde que vivía en Francia, hacía años, se prom et ía hacer lo que su m adre, que había perm anecido en Argelia, le pedía desde hacía t ant o t iem po: ir a ver la t um ba de su padre que ella m ism a j am ás había vist o. A Jacques le parecía que esa visit a no t enía ningún sent ido, ant e t odo, para él, que no había conocido a su padre, que ignoraba casi t odo de lo que había sido y le horrorizaban los gest os y los t rám it es convencionales, en segundo lugar, para su m adre, que nunca hablaba del desaparecido y no podía im aginar nada de lo que él vería. Pero com o su viej o m aest ro se había ret irado en Saint - Brieuc y de ese m odo se le present aba la oport unidad de volver a verle, resolvió visit ar a ese m uert o desconocido e incluso hacerlo ant es de encont rar a su viej o am igo, para t ras ello sent irse t ot alm ent e libre. —Es aquí —dij o el guardián. Habían llegado ant e un sect or cuadrado, rodeado por pequeños m oj ones de piedra gris unidos por una gruesa cadena pint ada de negro. Las lápidas, num erosas, eran t odas iguales, unos sim ples rect ángulos grabados, sit uados a int ervalos regulares en hileras sucesivas. Todas adornadas con un ram it o de flores frescas. —El Souvenir Français se encarga del m ant enim ient o desde hace cuarent a años. Mire, ahí est á. —Señalaba una lápida en la prim era fila. Jacques Corm ery se det uvo a ciert a dist ancia de la piedra. —Lo dej o —dij o el guardián. Corm ery se acercó a la lápida y la m iró dist raídam ent e. Sí, era efect ivam ent e su nom bre. Alzó los oj os. Por el cielo pálido pasaban lent am ent e pequeñas nubes blancas y grises y caía una luz leve que por m om ent os se apagaba. A su alrededor, en el vast o cam po de los m uert os, reinaba el silencio. Sólo llegaba un rum or sordo


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de la ciudad por encim a de los alt os m uros. A veces una siluet a negra pasaba por ent re las t um bas lej anas. Jacques Corm ery, la m irada puest a en la lent a navegación de las nubes en el cielo, t rat aba de percibir, det rás del olor de las flores m oj adas, el arom a salado que en ese m om ent o venía del m ar lej ano e inm óvil, cuando el t int ineo de un cubo cont ra el m árm ol de una t um ba lo sacó de sus ensoñaciones. Fue en ese m om ent o cuando leyó sobre la lápida la fecha de nacim ient o de su padre, percat ándose ent onces de haberla ignorado. Después leyó las dos fechas, «1885- 1914», e hizo m aquinalm ent e el cálculo: veint inueve años. De pront o le asalt ó un pensam ient o que lo sacudió incluso físicam ent e. El t enía cuarent a. El hom bre ent errado baj o esa lápida, y que había sido su padre, era m ás j oven que él. a Y la ola de t ernura y com pasión que de golpe le colm ó el corazón no era el m ovim ient o del ánim o que lleva al hij o a recordar al padre desaparecido, sino la piedad conm ovida que un hom bre form ado sient e ant e el niño inj ust am ent e asesinado, algo había ahí que escapaba al orden nat ural y, a decir verdad, ni siquiera t al orden exist ía, sino sólo locura y caos en el m om ent o en que el hij o era m ás viej o que el padre. La sucesión m ism a del t iem po est allaba alrededor de él, inm óvil, ent re esas t um bas que ya no veía, y los años no se ordenaban en ese gran río que fluye hacia su fin. Los años no eran m ás que est répit o, resaca y agit ación, y Jacques Corm ery se debat ía ahora presa de angust ia y piedad. b Miraba las ot ras lápidas del ent orno y reconocía por las fechas que ese suelo est aba sem brado de niños que habían sido los padres de hom bres encanecidos que creían est ar vivos en ese m om ent o. Porque él m ism o creía est ar vivo, se había hecho él solo, conocía sus fuerzas, su energía, hacía frent e a la vida y era dueño de sí. Pero en el ext raño vért igo de ese m om ent o, la est at ua que t odo hom bre t erm ina por erigir y endurecer al fuego de los años para vaciarse en ella y esperar el desm oronam ient o final, se resquebraj aba rápidam ent e, se derrum baba. El viaj ero no era m ás que ese corazón angust iado, ávido de vivir, en rebeldía cont ra el orden m ort al del m undo, que lo había acom pañado durant e cuarent a años y que lat ía siem pre con la m ism a fuerza cont ra el m uro que lo separaba del secret o de t oda vida, queriendo ir m ás lej os, m ás allá, y saber, saber ant es de m orir, saber por fin para ser, una sola vez, un solo segundo, pero para siem pre. Volvía a ver su vida loca, valerosa, cobarde, obst inada y siem pre orient ada hacia ese obj et ivo del que ignoraba t odo, y en verdad había t ranscurrido ent eram ent e sin que él t rat ara de im aginar lo que podía haber sido un hom bre que j ust am ent e le había dado esa vida para ir a m orir poco después a una t ierra desconocida, al ot ro lado de los m ares. A los veint inueve años, ¿acaso él m ism o no había sido frágil, dolient e, t enso, volunt arioso, sensual, soñador, cínico y valient e? Sí, t odo eso y m uchas cosas m ás, alguien vivo, un hom bre al fin, pero sin pensar nunca en el ser que allí descansaba com o en alguien vivient e, sino com o en un desconocido que había pasado ant es por la t ierra donde él naciera, y que, según su m adre, se le parecía y había m uert o en el cam po de honor. Sin em bargo, ahora pensaba que ese secret o, lo que ávidam ent e había t rat ado de conocer a t ravés de los libros y de los seres, t enía que ver con ese m uert o, ese padre m ás j oven, con t odo lo que ést e había sido y con un dest ino, y que él m ism o había buscado m uy lej os lo que est aba a su lado en el t iem po y en la sangre. A decir verdad, no había t enido ayuda. Una fam ilia en la que se hablaba poco, donde no se leía ni escribía, una m adre desdichada y dist raída, ¿quién le hubiera inform ado sobre ese padre j oven y digno de lást im a? Sólo su m adre lo había conocido, y lo había olvidado. Est aba seguro. Y había m uert o ignorado en est a t ierra por la que había pasado fugazm ent e, com o un desconocido. Era él, sin duda, quien debía inform arse, pregunt ar. Pero a alguien, com o él, que nada posee y que quiere el m undo ent ero, no le bast a t oda su energía a b

Transición. desarrollo guerra del 14.


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para const ruirse y conquist ar o ent ender el m undo. Al fin y al cabo no era dem asiado t arde, aún podía buscar, saber quién había sido ese hom bre que le parecía ahora m ás cercano que ningún ot ro ser en el m undo. Podía... Caía la t arde. El rum or de una falda a su lado, una som bra negra lo devolvió al paisaj e de t um bas y cielo que lo rodeaba. Había que m archarse, allí no t enía nada m ás que hacer. Pero no podía separarse de aquel nom bre, de aquellas fechas. Debaj o de la losa sólo quedaba polvo y cenizas. Pero para él su padre est aba de nuevo vivo, con una ext raña vida t acit urna, y le parecía que iba a desam pararlo de nuevo, a dej arlo t am bién est a noche en la int erm inable soledad adonde lo había arroj ado y después abandonado. En el cielo desiert o resonó una brusca y fuert e det onación. Un avión invisible acababa de at ravesar la barrera del sonido. Volviendo la espalda a la t um ba, Jacques Corm ery abandonó a su padre.


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3

Sa in t - Br ie u c y M a la n ( J.G.)

ab

Esa noche, durant e la cena, J.C. m iraba a su viej o am igo acom et er con una especie de avidez inquiet a la segunda t aj ada de pierna de cordero; el vient o que se había levant ado gruñía suavem ent e alrededor de la casit a en un barrio próxim o al cam ino de las playas. Al llegar, J.C. había observado en la cunet a seca, al borde de la acera, fragm ent os de algas secas que, con el olor de la sal, evocaban por sí solas la cercanía del m ar. Vict or Malan, después de hacer t oda su carrera en la adm inist ración de aduanas, se había j ubilado en esa pequeña ciudad que no había escogido, pero cuya elección j ust ificaba a post eriori diciendo que nada lo dist raía allí de la m edit ación solit aria, ni el exceso de belleza, ni el de fealdad, ni la soledad m ism a. La adm inist ración de las cosas y la dirección de los hom bres le habían enseñado m ucho, pero sobre t odo, al parecer, que sabía poco. Sin em bargo, su cult ura era inm ensa y J.C. lo adm iraba sin reservas, porque Malan, en t iem pos en que los hom bres superiores son t an adocenados, era el único que t enía un pensam ient o personal, en la m edida en que es posible t enerlo, y en t odo caso, baj o una apariencia falsam ent e conciliadora, una libert ad de j uicio que coincidía con la originalidad m ás irreduct ible. —Eso es, hij o —decía Malan—. Ya que va a ver a su m adre, t rat e de averiguar algo sobre su padre. Y vuelva a t oda velocidad a cont arm e el result ado. No hay m uchas ocasiones de reír. —Sí, es ridículo. Pero com o m e ha asalt ado est a curiosidad, puedo por lo m enos int ent ar recoger algunas inform aciones suplem ent arias. Que nunca m e haya preocupado de ello es un poco pat ológico. —No, en est e caso es lo m ás sensat o. Yo est uve casado t reint a años con Mart he, a quien ust ed conoció. Una m uj er perfect a a la que t odavía hoy echo de m enos. Siem pre pensé que a Mart he le gust aba su casa. c Seguram ent e t iene ust ed razón — decía desviando la m irada, y Corm ery esperaba la obj eción que, com o sabía, era inevit able después de la aprobación—. Sin em bargo —prosiguió Malan—, yo, y con seguridad m e equivoco, m e cuidaría de saber m ás de lo que la vida m e ha enseñado. Pero en est e sent ido, soy un m al ej em plo, ¿verdad? En fin, seguram ent e m is defect os son la causa de que no t om ara ninguna iniciat iva. En cam bio ust ed —y una suert e de m alicia ilum inó su m irada—, ust ed es un hom bre de acción. Malan parecía un chino, con su cara lunar, su nariz un poco chat a, las cej as ausent es o casi, el pelo recort ado com o una gorra y un gran bigot e que no alcanzaba a cubrir la boca espesa y sensual. El cuerpo m ism o, blando y redondo, la m ano regordet a de dedos am orcillados, hacían pensar en un m andarín enem igo de la carrera pedest re. Cuando ent recerraba los oj os m ient ras com ía con apet it o, era im posible no im aginarlo vest ido de seda y con palillos ent re los dedos. Pero su m irada lo cam biaba t odo. Los oj os cast año oscuro, febriles, inquiet os o repent inam ent e fij os, com o si la int eligencia t rabaj ara rápidam ent e sobre un punt o preciso, eran los de un occident al de gran sensibilidad y cult ura. La viej a criada t raía los quesos que Malan m iraba ávidam ent e con el rabillo del oj o. —Conocí a un hom bre —agregó— que después de haber vivido t reint a años con su m uj er —Corm ery aguzó la at ención. Cada vez que Malan em pezaba diciendo «conocí a un hom bre que... o un am igo... o un inglés que viaj aba conm igo...», uno podía est ar seguro de que hablaba de sí m ism o—..., a quien no le gust aban los a b

Capít ulo por escribir y suprim ir.

La s sigla s a lu de n a Je a n Gr e n ie r , e scr it or fr a ncé s y pr ofe sor de filosofía e n e l lice o de Ar ge l. ( N . de la T.) c Est os t r e s pá r r a fos e st á n t a ch a dos.


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past eles y su m uj er t am poco los com ía. Pues bien, al cabo de veint e años de vida en com ún, sorprendió a su m uj er en la past elería y se ent eró, observándola, de que iba varias veces por sem ana a at racarse de past elit os de crem a de café. Sí, él creía que a ella no le gust aban las cosas dulces y en realidad adoraba los past elit os de crem a de café. —En una palabra —dij o Corm ery—, que no conocem os a nadie. —Si ust ed quiere decirlo así. Pero quizá sería m ás j ust o, m e parece, o en t odo caso creo que preferiría decir, cárguelo en la cuent a de m i im posibilidad de afirm ar nada, sí, bast aría decir que si veint e años de vida en com ún no son suficient es para conocer a una persona, una encuest a forzosam ent e superficial, cuarent a años después de la m uert e de un hom bre, es posible que sólo le proporcione inform aciones de valor lim it ado, sí, puede decirse lim it ado, sobre ese hom bre. Aunque, en ot ro sent ido. Alzó, arm ada de un cuchillo, una m ano fat alist a que cayó sobre el queso de cabra. —Discúlpem e. ¿No quiere un poco de queso? ¿No? ¡Siem pre t an frugal! ¡Duro oficio el de querer agradar! Un brillo m alicioso se filt ró de nuevo ent re sus párpados ent recerrados. Hacía ya veint e años que Corm ery conocía a su viej o am igo [ añadir aquí por qué y cóm o] y acept aba sus ironías con buen hum or. —No es por agradar. Si com o dem asiado m e sient o pesado. Me aplast o. —Sí, dej a de planear por encim a de los dem ás. Corm ery m iraba los buenos m uebles rúst icos que llenaban el com edor de t echo baj o, con vigas encaladas. —Querido am igo —dij o—, ust ed siem pre ha pensado que soy orgulloso. Lo soy. Pero no siem pre ni con t odos. Con ust ed, por ej em plo, soy incapaz de orgullo. Malan apart ó la m irada, lo que era en él signo de em oción. —Lo sé —dij o—, pero ¿por qué? —Porque le t engo afect o —respondió Corm ery con calm a. Malan acercó la ensalada de frut as y no cont est ó nada. —Porque —prosiguió Corm ery—, cuando yo era m uy j oven, m uy necio y est aba m uy solo ( ¿recuerda, en Argel?) , ust ed se acercó a m í y sin m ost rarlo m e abrió las puert as de t odo lo que yo am o en est e m undo. —¡Oh! Ust ed t iene grandes condiciones. —Seguram ent e. Pero incluso los m ás dot ados necesit an un iniciador. La persona que la vida pone un día en su cam ino, ésa ha de ser por siem pre am ada y respet ada, aunque no sea responsable. ¡En eso creo! —Sí, sí —dij o Malan con aire m eloso. —Ust ed lo duda, ya sé. Pero no crea que el afect o que le t engo es ciego. Sus defect os son grandes, grandísim os. Por lo m enos para m í. Malan se lam ió los gruesos labios y se m ost ró repent inam ent e int eresado. —¿Cuáles? —Por ej em plo, es ust ed, digam os, económ ico. Pero no por avaricia, sino por pánico, por m iedo de que le falt e, et cét era. De cualquier m odo, es un gran defect o y en general no m e gust a. Pero, sobre t odo, ust ed no puede dej ar de suponer en los dem ás segundas int enciones. I nst int ivam ent e, no puede creer en sent im ient os t ot alm ent e desint eresados. —Confiese —dij o Malan apurando el vino— que no debería t om ar café. Y sin em bargo... Pero Corm ery no perdía la calm a. a —Est oy seguro por ej em plo de que no m e creerá si le digo que bast aría con que ust ed m e lo pidiese para que le ent regara de inm ediat o t odo lo que poseo. Malan vaciló y est a vez m iró a su am igo. a

Con frecuencia prest o dinero, sabiendo que lo pierdo, a gent es que m e son indiferent es. Pero es que no sé decir que no, y al m ism o t iem po eso m e exaspera.


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—Oh, lo sé. Ust ed es generoso. —No, no soy generoso. Soy avaro de m i t iem po, de m is esfuerzos, de m i fat iga, y eso m e repugna. Pero lo que acabo de decir es ciert o. Ust ed no m e cree, y ése es su defect o y su verdadera im pot encia, aunque sea un hom bre superior. Porque se equivoca. Bast aría una palabra, en est e m ism o m om ent o, y t odo lo que poseo sería suyo. Ust ed no lo necesit a, no es m ás que un ej em plo. Pero no es un ej em plo arbit rariam ent e escogido. En realidad t odo lo que poseo es suyo. —Se lo agradezco, de verdad —dij o Malan ent recerrando los oj os—, est oy realm ent e conm ovido. —Bueno, le hago sent irse incóm odo. A ust ed t am poco le gust a que se hable con dem asiada franqueza. Sólo deseaba decirle que lo quiero a ust ed con t odos sus defect os. Quiero o venero a pocas personas. Por t odo lo dem ás, m e avergüenzo de m i indiferencia. Pero en cuant o a las personas a las que quiero, nada, ni yo m ism o, ni siquiera ellas, harán que dej e j am ás de quererlas. Son cosas que he t ardado en aprender; ahora lo sé. Dicho est o, prosigam os nuest ra conversación: ust ed no aprueba que yo t rat e de inform arm e sobre m i padre. —Es decir, sí, le apruebo, pero t em o que sufra una decepción. Un am igo m ío que est aba m uy enam orado de una m uchacha y quería casarse con ella, com et ió el error de inform arse. —Un burgués —dij o Corm ery. —Sí —adm it ió Malan—, era yo. Se echaron a reír. —Yo era j oven. Recogí opiniones t an cont radict orias que la m ía vaciló. Em pecé a dudar de si la quería o no la quería. En una palabra, m e casé con ot ra. —Yo no puedo encont rar un segundo padre. —No. Por suert e. Bast a con uno, si he de j uzgar por m i experiencia. —Bueno —dij o Corm ery—. Adem ás, t engo que ir a ver a m i m adre dent ro de unas sem anas. Es una oport unidad. Y si le he hablado de la cuest ión ha sido sobre t odo porque hace un m om ent o m e pert urbó la diferencia de edad a m i favor. A m i favor, sí. —Ya, com prendo. Corm ery m iró a Malan. —Puede decirse que no envej eció. Se le ahorró ese sufrim ient o, y es un sufrim ient o largo. —Con algunas alegrías. —Sí. Ust ed am a la vida. Es necesario, es lo único en que cree. Malan se sent ó pesadam ent e en una polt rona t apizada de cret ona y de pront o una expresión de indecible m elancolía t ransfiguró su rost ro. —Tiene ust ed razón. Yo la he am ado, la am o con avidez. Y al m ism o t iem po m e parece horrible, y t am bién inaccesible. Por eso creo, por escept icism o. Sí, quiero creer, quiero vivir, siem pre. Corm ery se m ant uvo callado. —A los sesent a y cinco años, cada año es una prórroga. Quisiera m orirm e t ranquilo, y m orirse es at errador. No he hecho nada. —Hay seres que j ust ifican el m undo, que ayudan a vivir con su sola presencia. —Sí, y se m ueren. Guardaron silencio y el vient o sopló con un poco m ás de fuerza alrededor de la casa. —Tiene razón, Jacques —dij o Malan—. Vaya a buscar inform aciones. Ust ed ya no necesit a un padre. Se ha criado solo. Ahora puede am arlo com o ust ed sabe am ar. Pero —dij o, y vacilaba—... vuelva a verm e. Ya no m e queda m ucho t iem po. Y perdónem e... —¿Perdonarle? —dij o Corm ery—. Se lo debo t odo. —No, ust ed no m e debe gran cosa. Perdónem e por no saber corresponder a veces a su afect o... Malan m iraba la gran lám para a la ant igua que colgaba sobre la m esa, y su voz


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ensordeció para decir algo que, unos m om ent os m ás t arde, solo en el vient o y en el suburbio desiert o Corm ery seguía escuchando incesant em ent e: —Hay en m í un vacío at roz, una indiferencia que m e hace daño... a

a

Jacques / He int ent ado descubrir yo m ism o, desde el com ienzo, de pequeño, lo que est aba bien y lo que est aba m al, ya que nadie a m i alrededor podía decírm elo. Y ahora reconozco que t odo m e abandona, que necesit o que alguien m e señale el cam ino y m e repruebe y m e elogie, no en virt ud de su poder, sino de su aut oridad, necesit o a m i padre. Yo creía saberlo, ser dueño de m í, t odavía no lo [ < sé?] .


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4 Los j u e gos de l n iñ o a Un oleaj e ligero y breve em puj aba el barco en el calor de j ulio. Jacques Corm ery, t endido en su cam arot e, sem i- desnudo, veía bailar en los bordes de cobre del oj o de buey los reflej os del sol desm enuzado en el m ar. Se levant ó de un salt o para det ener el vent ilador que secaba el sudor en sus poros ant es de que em pezara a deslizarse por el t orso, era preferible t ranspirar, y se dej ó caer en la lit era dura y est recha, t al com o le gust aba que fueran las cam as. De inm ediat o, de las profundidades del barco, el ruido sordo de las m áquinas subió con vibraciones am ort iguadas com o un enorm e ej ércit o que em prendiera la m archa. Le gust aba t am bién ese ruido de los grandes t ransat lánt icos, noche y día, y la sensación de andar sobre un volcán m ient ras, alrededor, el m ar inm enso ofrecía a la m irada sus superficies libres. Pero hacía dem asiado calor en el puent e; después del alm uerzo, algunos pasaj eros, at ont ados por la digest ión, se desplom aban sobre las t um bonas del puent e cubiert o o se escapaban a la cruj ía a la hora de la siest a. A Jacques no le gust aba dorm ir por la t arde. «A benidor», pensaba con rencor y era la ext raña expresión de su abuela cuando de niño, en Argel, lo obligaba a dorm ir la siest a con ella. Las t res habit aciones del pequeño apart am ent o suburbano est aban sum idas en la som bra rayada de las persianas cuidadosam ent e cerradas. b El calor cocinaba afuera las calles secas y polvorient as y, en la penum bra de las habit aciones, una o dos m oscas enérgicas buscaban infat igablem ent e una salida con un zum bido de avión. Hacía dem asiado calor para baj ar a la calle y j unt arse con sus cam aradas, t am bién ret enidos a la fuerza en sus casas. Hacía dem asiado calor para leer los Pardaillan o L'I nt répide c. Cuando la abuela, por excepción, est aba ausent e o charlaba con la vecina, el niño aplast aba la nariz cont ra las persianas del com edor, que daban a la calle. La calzada est aba desiert a. La zapat ería y la m ercería de enfrent e habían baj ado los t oldos de lona roj a y am arilla, una cort ina de cuent as m ult icolores disim ulaba la ent rada del est anco, y en el café de Jean no había un alm a, con excepción del gat o que dorm ía, com o si est uviera m uert o, en la front era ent re el suelo cubiert o de serrín y la acera polvorient a. El niño se volvía ent onces hacia la habit ación casi desnuda, encalada, con una m esa cuadrada en el cent ro, pegados a las paredes un aparador y un pequeño escrit orio lleno de cicat rices y m anchas de t int a, y direct am ent e en el suelo, un colchoncit o cubiert o con una m ant a, en la que, al caer la noche, dorm ía el t ío casi m udo, y cinco sillas. d En un rincón, sobre una chim enea en que lo único de m árm ol era una repisa, había un florerit o de cuello esbelt o decorado con flores, com o se ven en las ferias. El niño, preso ent re los dos desiert os de la som bra y del sol, giraba sin cesar alrededor de la m esa, con el m ism o paso precipit ado, repit iendo com o una let anía: «¡Me aburro! ¡Me aburro! ». Se aburría, pero t am bién había un j uego, una alegría, una especie de goce en ese aburrim ient o, pues la furia lo asalt aba al oír el «A benidor» de la abuela, por fin de vuelt a. Eran prot est as inút iles. La abuela, que había criado a nueve hij os en su pueblo, t enía sus propias ideas sobre la educación. De un em pellón el niño ent raba en el dorm it orio. Era una de las dos habit aciones que daban al pat io. En la ot ra había dos cam as, la de su m adre y la que com part ían él y su herm ano. La abuela t enía derecho a un cuart o para ella sola, pero en su alt a y a b c

V é a se e n los a pé n dice s la h oj a I in t e r ca la da a qu í. Alrededor de los diez años. Aquellos gruesos libros de papel de periódico con una cubiert a de groseros colores en los que el precio

im preso era m ás grande que el t ít ulo y el nom bre del aut or .

d

la ext rem a lim pieza. Un arm ario, un t ocador de m adera con cubiert a de m árm ol. Una alfom brit a de cam a gast ada, deshilachada en los bordes. Y en un rincón un gran baúl cubiert o con un viej o t apet e de borlas.


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gran cam a de m adera, acogía a Jacques en algunas ocasiones por la noche, y t odos los días a la hora de la siest a. El niño se quit aba las sandalias y se encaram aba a la cam a. Su lugar era el fondo, cont ra la pared, desde el día en que se había deslizado al suelo m ient ras la abuela dorm ía, y reanudó su ronda alrededor de la m esa m urm urando su let anía. Desde su sit io, en el fondo, veía cóm o su abuela se quit aba el vest ido y baj aba la cam isa de grueso lino, desanudando la cint a que la suj et aba al escot e. Después subía ella t am bién a la cam a y el niño sent ía cerca el olor de carne añosa, m iraba las abult adas venas azules y las m anchas de vej ez que deform aban los pies de su abuela. «Ale», repet ía ést a. «A benidor», y se dorm ía en seguida, m ient ras el niño, con los oj os abiert os, seguía el ir y venir de las m oscas infat igables. Sí, durant e años det est ó aquello, e incluso m ás t arde, siendo ya un hom bre, y salvo que enferm ara gravem ent e, no se decidía a recost arse después del alm uerzo, en las horas de gran calor. Cuando a pesar de ello se dorm ía, se despert aba sint iéndose m al y con náuseas. Sólo desde hacía poco, desde que sufría de insom nio, podía dorm ir una m edia hora durant e el día y despert arse repuest o y alert a. A benidor... El vient o parecía haberse calm ado, aplast ado por el sol. El barco había perdido su leve balanceo y avanzaba ahora com o por un cam ino rect ilíneo, las m áquinas a t oda m archa, la hélice perforando el espesor de las aguas y el ruido de los pist ones t an regular que se confundía con el clam or sordo e inint errum pido del sol en el m ar. Jacques est aba sem idorm ido, el alm a em bargada por una suert e de angust ia feliz ant e la idea de volver a ver Argel y la casit a pobre de los suburbios. Era lo que ocurría cada vez que salía de París para ir a África, un j úbilo sordo, el corazón ensanchado, la sat isfacción del que acaba de evadirse con éxit o y se ríe pensando en la cara de los guardianes. Y cada vez que regresaba en coche o en t ren, se le encogía el corazón al ver las prim eras casas de los suburbios, a las que se llegaba sin saber cóm o, sin front eras de árboles ni de agua, com o un cáncer aciago, exhibiendo sus ganglios de m iseria y fealdad y digiriendo poco a poco el cuerpo ext raño para llevarlo al corazón de la ciudad, allí donde una decoración espléndida le hacía olvidar a veces la selva de cem ent o y de hierro que lo aprisionaba día y noche y poblaba incluso sus insom nios. Pero se había evadido, respiraba sobre las anchas espaldas del m ar, respiraba a oleadas, baj o el vast o balanceo del sol, por fin podía dorm ir y volver a la infancia, de la que nunca se había curado, a ese secret o de luz, de cálida pobreza que lo había ayudado a vivir y a vencerlo t odo. El reflej o quebrado, ahora casi inm óvil, en el cobre del oj o de buey, venía del m ism o sol que, en el cuart o oscuro donde dorm ía la abuela, em puj ando con t odo su peso en la superficie ent era de las persianas, hundía en la som bra una espada m uy fina a t ravés de la única escot adura que un nudo de la m adera había dej ado al salt ar en la cubrej unt a de las persianas. Falt aban las m oscas, no eran ellas las que zum baban, poblaban y alim ent aban su som nolencia, no hay m oscas en el m ar y las que el niño am aba porque eran ruidosas est aban m uert as, lo único vivo en aquel m undo cloroform ado por el calor, y t odos los hom bres y los anim ales est aban echados, inert es, salvo él, es verdad, que se revolvía en el est recho espacio de la cam a que le quedaba ent re la pared y la abuela, queriendo él t am bién vivir, pareciéndole que el t iem po del sueño se le arrebat aba a la vida y a sus j uegos. Sus cam aradas lo esperaban, con seguridad, en la Rué Prévost Paradol, bordeada de j ardincillos que al at ardecer olían a la hum edad del riego y a la m adreselva que crecía en t odas part es, la regaran o no. En cuant o la abuela se despert ara, saldría disparado, baj aría a la Rué de Lyon, t odavía desiert a baj o los ficus, correría hast a la fuent e que est aba en la esquina de la Rué Prévost Paradol y haría girar a t oda velocidad la gran m anivela de hierro en lo alt o de la fuent e, inclinando la cabeza baj o el grifo para recibir el gran chorro que le llenaría la nariz y las orej as, y se escurriría por el cuello abiert o de la cam isa hast a el vient re y debaj o del pant alón cort o a lo largo de las piernas hast a las sandalias. Ent onces, feliz al sent ir la espum a del agua ent re las plant as de los pies y el cuero de la suela, correría hast a perder el alient o para


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unirse a Pierre a y a los ot ros, sent ados a la ent rada del pasillo de la única casa de dos pisos de la calle, afinando el palo de m adera que serviría poco después para j ugar a la billalda b con la palet a de m adera azul. Cuando est aban t odos reunidos part ían, raspando al pasar, con la palet a, las verj as herrum bradas de los j ardines de las casas, con un gran ruido que despert aba al barrio y sobresalt aba a los gat os dorm idos baj o las glicinas polvorient as. Cruzaban la calle corriendo, t rat ando de pillarse, cubiert os ya de un buen sudor, pero siem pre en la m ism a dirección, hacia el cam po verde, no lej os de la escuela, a cuat ro o cinco calles de allí. Pero hacían una parada obligada en lo que llam aban el chorro, una inm ensa fuent e redonda de dos niveles, en una plaza bast ant e grande, donde el agua no corría pero cuyo est anque, t apado desde hacía m ucho t iem po, llenaban hast a el borde, de vez en cuando, las lluvias t orrenciales. Ent onces el agua se est ancaba, se cubría de viej o verdín, cort ezas de m elón, peladuras de naranj a y t oda clase de desechos, hast a que el sol la aspiraba o la m unicipalidad reaccionaba y decidía bom bearla, y un lodo seco, cuart eado, sucio, quedaba largo t iem po en el fondo del est anque a la espera de que el sol, prosiguiendo su esfuerzo, lo reduj era a polvo, y el vient o o la escoba de los barrenderos lo arroj ara sobre las hoj as barnizadas de los ficus que rodeaban la plaza. De t odos m odos, en verano el est anque est aba seco y ofrecía su gran borde de piedra oscura, brillant e, alisado por m iles de m anos y fondillos de pant alones y sobre el cual Jacques, Pierre y los dem ás j ugaban com o si fuera el pot ro con arzón, girando sobre el t rasero hast a que una caída irresist ible los precipit aba al fondo poco profundo del est anque, que olía a orina y a sol. Después, corriendo siem pre, en el calor y el polvo que cubrían con una m ism a capa gris sus pies y sus sandalias, volaban hacia el cam po verde. Se t rat aba de una especie de t erreno baldío det rás de una fábrica de t oneles, donde, ent re aros de hierro oxidado y viej os fondos de barril podridos, crecían unas m at as de hierbas aném icas en las j unt as de las losas de t oba. Allí, dando fuert es grit os, t razaban un círculo. Uno de ellos se inst alaba, palet a en m ano, en el cent ro, y los ot ros, por t urno, debían devolver el palo al int erior. Si el palo at errizaba dent ro, el que lo había lanzado defendía a su vez el círculo con su palet a. Los m ás diest rosc lo at rapaban al vuelo y lo enviaban m uy lej os. En ese caso, t enían el derecho de ir al lugar donde había caído y, golpeando la ext rem idad con el cant o de la palet a, lo hacían volar por el aire, lo enviaban m ás lej os t odavía, y así sucesivam ent e hast a que, errando el golpe o porque los ot ros lo at aj aban al vuelo, volvían rápidam ent e at rás para defender de nuevo el círculo cont ra el palo rápida y hábilm ent e lanzado por el adversario. Est e t enis de pobres, con algunas reglas m ás com plicadas, ocupaba t oda la t arde. El m ás diest ro era Pierre, m ás delgado que Jacques, t am bién m ás baj o, casi frágil, t an rubio com o él era m oreno, rubio hast a las pest añas, ent re las cuales su m irada azul y direct a se ofrecía indefensa, un poco herida, asom brada, aparent em ent e t orpe pero de una eficacia precisa y const ant e en la acción. Jacques, por su part e, conseguía parar los t iros en sit uaciones im posibles, pero no así en los reveses. Por ser capaz de lo prim ero y por sus logros, que despert aban la adm iración de sus am igos, se creía el m ej or y solía fanfarronear. En realidad, Pierre le ganaba siem pre y nunca decía nada. Pero t erm inado el j uego, se erguía cuan alt o era y sonreía en silencio m ient ras escuchaba a los ot ros. d Cuando el t iem po o el hum or no se prest aban, en lugar de correr por las calles y los t errenos baldíos se reunían prim ero en el corredor de la casa de Jacques. Desde allí, por una puert a del fondo, pasaban a un pequeño pat io, m ás abaj o, rodeado por las paredes de t res casas. En el cuart o lado, por encim a del m uro de un j ardín a b c d

Pierre, hij o t am bién de una viuda de guerra que t rabaj aba en Correos, era su am igo. Vé a se m á s a de la n t e e x plica ción de l a u t or . el defensor diest ro, en singular. En el cam po verde t enían lugar las «agarradas».


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asom aban las ram as de un gran naranj o, cuyo perfum e, cuando florecía, subía a las casas m iserables, pasaba por el corredor o baj aba al pat io por una escalerilla de piedra. En un lado y la m it ad del ot ro, en una pequeña const rucción en escuadra, vivía el peluquero español cuyo local se abría a la calle, y una parej a de árabesa; algunas noches la m uj er t ost aba el café en el pat io. En el t ercer lado, los inquilinos criaban gallinas en alt as j aulas dest art aladas de m adera y alam bres. Por últ im o, en el cuart o lado, se abrían, a cada cost ado de la escalera, las grandes bocas que conducían a la oscuridad de los sót anos del edificio: ant ros sin abert uras ni luz, cavados en la t ierra, sin separación alguna, rezum ant es de hum edad, a los que se baj aba por cuat ro peldaños cubiert os de m ant illo verdecido y donde los inquilinos am ont onaban en desorden el excedent e de sus bienes, es decir casi nada: viej os sacos que se pudrían, m aderas de caj ones, ant iguas palanganas oxidadas y aguj ereadas, en fin, lo que se am ont ona en t odos los t errenos baldíos y no sirve ni al m ás m iserable. Allí, en uno de esos sót anos, se reunían los niños. Allí acost um braban a j ugar los dos hij os del peluquero español, Jean y Joseph. Era su j ardín part icular, a las puert as de la chabola. Joseph, redondo y m alicioso, se reía siem pre y daba t odo lo que t enía. Jean, pequeño y delgado, recogía incesant em ent e cuant o clavo, cuant o t ornillo encont rara, y se m ost raba especialm ent e económ ico con sus canicas o sus huesos de albaricoque, indispensables para uno de los j uegos favorit osb . I m posible im aginar nada m ás opuest o que esos dos herm anos inseparables. Con Pierre, Jacques y Max, el últ im o cóm plice, se m et ían en el sót ano hediondo y m oj ado. Sobre unos m ont ant es de hierro oxidado t endían los sacos rot os, que se pudrían en el suelo después de lim piarlos de esos pequeños bichos grises de caparazón art iculado que llam aban cochinillos de I ndias. Y debaj o de aquel t oldo repugnant e, por fin en casa ( ellos que nunca habían t enido ni un cuart o propio, ni siquiera una cam a que les pert eneciese) , encendían pequeñas hogueras que, encerradas en aquel aire húm edo y confinado, agonizaban en hum o y los desaloj aban de la m adriguera, hast a que volvían a cubrirlas con t ierra húm eda que t raían del pat io. Com part ían ent onces, no sin discut ir con el pequeño Jean, los grandes caram elos de m ent a, los cacahuet es o los garbanzos secos y salados, los alt ram uces, que llam aban t ram ousses, o los pirulíes de colores violent os, que los árabes ofrecían a las puert as del cine vecino, en un m ost rador, un sim ple caj ón de m adera m ont ado sobre coj inet es, asalt ado por las m oscas. Los días de t orm ent a, el suelo del pat io húm edo, sat urado de agua, dej aba escurrir el exceso de lluvia en el int erior de los sót anos, que se inundaban regularm ent e, y subidos en viej os caj ones, j ugaban a ser Robinsones, lej os del cielo puro y de los vient os del m ar, t riunfant es en su reino de m iseria. c Pero los m ej ores eran los díasd de buen t iem po, cuando con un pret ext o cualquiera encont raban una buena m ent ira para int errum pir la siest a. Porque ent onces podían andar largo rat o —ya que j am ás t enían dinero para el t ranvía— hast a el j ardín experim ent al, siguiendo la serie de calles am arillas y grises del suburbio, at ravesando el barrio de los est ablos, los grandes cobert izos pert enecient es a las em presas o a los part iculares que abast ecían con cam iones t irados por caballos las t ierras del int erior, cost eaban las grandes puert as corredizas det rás de las cuales se oía el pisot eo de los caballos, sus bruscos resoplidos, que hacían chasquear los belfos, el ruido, en la m adera de la art esa, de la cadena de hierro que servía de cabest ro, m ient ras respiraban con delicia el olor de est iércol, paj a y sudor que venía de esos lugares prohibidos en los que Jacques seguía pensando ant es de a b

Om ar es el hij o de est a parej a — el padre es barrendero m unicipal.

Sobre t res huesos que form aban un t rípode, se apoyaba un cuart o. Y desde una dist ancia det erm inada, se t rat aba de dem oler esa const rucción lanzando ot ro hueso. El que lo conseguía, recogía los cuat ro. Si erraba, el hueso pert enecía al dueño del m ont ón. c Gallofa. d

Grandes.


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dorm irse. Delant e de un est ablo abiert o donde curaban a los caballos, grandes anim ales pat udos procedent es de Francia que los m iraban con oj os de exiliados, em brut ecidos por el calor y las m oscas, se det enían hast a que, expulsados a em pellones por los cam ioneros, corrían hacia el inm enso j ardín donde se cult ivaban las variedades m ás raras. En la gran alam eda que abría hast a el m ar una gran perspect iva de est anques y flores, se daban aires de paseant es indiferent es y civilizados baj o la m irada desconfiada de los guardianes. Pero en el prim er sendero t ransversal echaban a correr hacia la part e est e del j ardín, at ravesando filas de enorm es m angles, t an apret ados que a su som bra era casi de noche, en dirección a los grandes cauchosa, cuyas ram as colgant es no se dist inguían de las m últ iples raíces que baj aban hacia el suelo desde las prim eras ram as, y, t odavía m ás lej os, hacia la m et a real de la expedición, los alt os cocot eros con sus racim os de pequeños frut os redondos y apret ados de color naranj a que llam aban cocoses. Allí había que ext rem ar prim ero los reconocim ient os en t odas direcciones para asegurarse de que no había ningún guardián en las inm ediaciones. Después em pezaba el aprovisionam ient o de m uniciones, es decir, de piedras. Cuando t odos t enían los bolsillos llenos, cada uno apunt aba por t urno a los racim os que, sobresaliendo del rest o de los árboles, se balanceaban suavem ent e en el cielo. Por cada blanco acert ado, caían algunos frut os que pert enecían al afort unado t irador. Los ot ros t enían que esperar, ant es de t irar, a que recogiera su bot ín. En est e j uego Jacques, que era diest ro en arroj ar piedras, igualaba a Pierre. Pero los dos com part ían lo que ganaban con los ot ros m enos afort unados. El m ás t orpe era Max, que usaba gafas y t enía m ala vist a. Achaparrado y recio, los dem ás lo respet aban desde el día en que lo vieran pelear. Mient ras que en las frecuent es bat allas callej eras en que part icipaban t enían la cost um bre, sobre t odo Jacques, que no podía dom inar su cólera y su violencia, de arroj arse sobre el adversario para hacerle cuant o ant es el m ayor daño posible, con riesgo de que se lo devolvieran con creces, Max, que t enía un apellido de resonancias germ ánicas, un día que el gordo hij o del carnicero, apodado «Solom illo», lo t rat ó de «cerdo alem án», se quit ó t ranquilam ent e las gafas, que confió a Joseph, se puso en guardia com o los boxeadores ret rat ados en los periódicos e invit ó al ot ro a que repit iera su insult o. Después, aparent em ent e sin calent arse, evit ó t odos los asalt os de Solom illo, le pegó varias veces sin que el ot ro lo t ocara y por últ im o t uvo la felicidad de ponerle un oj o m orado, suprem a gloria. A part ir de ese día quedó asent ada la popularidad de Max en el grupit o. Con los bolsillos y las m anos pegaj osos de frut a, salían del j ardín corriendo hacia el m ar y no bien habían abandonado el recint o, j unt ando los cocoses en sus pañuelos sucios, m ast icaban con delicia las bayas fibrosas, repugnant es por azucaradas y grasas, pero ligeras y sabrosas com o la vict oria. Después, corrían hacia la playa. Para ello había que cruzar el cam ino llam ado de los corderos, porque era el que solían t om ar los rebaños en su cam ino de ida o de vuelt a al m ercado de MaisonCarrée, al est e de Argel. Era en realidad una carret era de circunvalación que separaba el m ar del arco que t razaba la ciudad inst alada en el anfit eat ro de sus colinas. Ent re la carret era y el m ar, unas ext ensiones de arena o de polvo de cal en las que se blanqueaban m aderos y t rozos de hierro separaban m anufact uras, ladrillares y una fábrica de gas. Una vez at ravesada esa t ierra ingrat a, se desem bocaba en la playa de Sablet t es. La arena era un poco negra y las prim eras olas no siem pre t ransparent es. A la derecha, un est ablecim ient o de baños ofrecía sus caset as y, los fest ivos, su sala, una gran caj a de m adera m ont ada sobre pilot es, para bailar. Todos los días, durant e la t em porada, un vendedor de pat at as frit as avivaba su hornillo. La m ayor part e del t iem po el pequeño grupo no t enía siquiera el dinero para un cucurucho. Si por casualidad uno de ellos disponía de la

a

decir los nom bres de los árboles.


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m oneda necesaria a, com praba el cucurucho, avanzaba gravem ent e hacia la playa, seguido por el cort ej o respet uoso de sus cam aradas, y delant e del m ar, a la som bra de una viej a barca desm ant elada, plant ando los pies en la arena, se dej aba caer sobre las nalgas, sost eniendo bien vert ical el cucurucho con una m ano y cubriéndolo con la ot ra para no perder ninguno de los grandes copos cruj ient es. La cost um bre quería ent onces que ofreciera una pat at a a cada uno de sus am igos, quienes saboreaban religiosam ent e esa única golosina calient e y perfum ada de aceit e fuert e. Después m iraban al afort unado, que, gravem ent e, saboreaba una por una el rest o de las pat at as. En el fondo del paquet e siem pre quedaban rest os de frit ura. Todos suplicaban al ahít o que les perm it iera com part irlos. Y las m ás de las veces, salvo cuando se t rat aba de Jean, él desplegaba el papel engrasado, disponía las m igaj as y aut orizaba a t odos, uno por vez, a que se sirvieran una. Hacía falt a sim plem ent e una «m ano inocent e» que decidiera quién at acaría prim ero y podría por consiguient e servirse la m igaj a m ás grande. Term inado el fest ín, placer y frust ración de inm ediat o olvidados, venía la carrera hacia el ext rem o oest e de la playa, baj o el duro sol, hast a unos cim ient os sem iderruidos de lo que debía de haber sido una cabaña desaparecida, det rás de los cuales podían desvest irse. En unos inst ant es est aban desnudos y poco después en el agua, nadando vigorosa y t orpem ent e, lanzando exclam acionesb , escupiendo t odo el t iem po, desafiándose a zam bullirse o a perm anecer m ás t iem po debaj o del agua. El m ar est aba t ranquilo, t ibio, el sol ahora ligero sobre las cabezas m oj adas, y la gloria de la luz llenaba esos cuerpos j óvenes de una alegría que los hacía grit ar sin int errupción. Reinaban sobre la vida y sobre el m ar, y lo m ás fast uoso que puede dar el m undo lo recibían y gast aban sin m edida, com o señores seguros de sus riquezas irreem plazables. Se olvidaban hast a de la hora, corriendo de la playa al m ar, secándose en la arena el agua salada que los dej aba viscosos, lavándose después en el m ar la arena que los vest ía de gris. Corrían y los vencej os con sus grit os rápidos em pezaban a volar m ás baj o sobre las fábricas y la playa. El cielo, vaciado del bochorno del día, se volvía m ás puro, iba poniéndose verde, la luz afloj aba y, del ot ro lado del golfo, la curva de las casas y de la ciudad, anegada hast a ese m om ent o en una especie de brum a, se hacía m ás precisa. Aún era de día, pero las lám paras ya se encendían en previsión del rápido crepúsculo africano. Por lo general era Pierre el prim ero en dar la señal: «Es t arde», y en seguida venía la desbandada, la despedida apresurada. Jacques con Joseph y Jean corrían ya hacia sus casas sin preocuparse de los dem ás. Galopaban hast a perder el alient o. La m adre de Joseph t enía la m ano prest a. En cuant o a la abuela de Jacques... Seguían corriendo en la t arde que caía a t oda velocidad, inquiet os por los prim eros m echeros de gas, por los t ranvías ilum inados que huían delant e de ellos, aceleraban la carrera, at errados al ver la noche inst alada ya, y se separaban en el um bral de la puert a sin despedirse siquiera. Esas noches Jacques se det enía en la escalera oscura y m alolient e, se apoyaba en la oscuridad cont ra la pared y esperaba a que se calm ara el corazón, que le salt aba en el pecho. Pero no podía dem orarse, y saberlo le hacía j adear aún m ás. En t res salt os llegaba al rellano, pasaba delant e de la puert a de los ret ret es del piso y abría la de su casa. Había luz en el com edor, al final del pasillo y, helado, oía el ruido de las cucharas en los plat os. Ent raba. Alrededor de la m esa, baj o la luz redonda de la lám para de pet róleo, el t ío c sem im udo seguía sorbiendo ruidosam ent e la sopa; su m adre, t odavía j oven, el pelo cast año y abundant e, lo m iraba con su herm osa y dulce m irada. «Ya sabes...», em pezaba. Pero erguida en su vest ido negro, la boca firm e, los oj os claros y severos, la abuela, de la que sólo veía la espalda, int errum pía a la hij a. —¿De dónde vienes? —decía. a b

dos cént im os.

Com o t e ahogues, t u m adre t e m at a. — No t e da vergüenza aparecer con esa facha. Dónde est á t u m adre. c El herm ano.


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—Pierre m e ha ayudado con los deberes de arit m ét ica. La abuela se levant aba y se acercaba. Le olía el pelo, después le pasaba la m ano por los t obillos t odavía llenos de arena. —Vienes de la playa. —Así que eres un m ent iroso —art iculaba el t ío. La abuela pasaba det rás de él, cogía el lát igo llam ado vergaj o, que colgaba det rás de la puert a, y le daba t res o cuat ro fust azos en las piernas y las nalgas que le quem aban hast a hacerle grit ar. Más t arde, con la boca y la gargant a llenas de lágrim as, delant e del plat o de sopa que el t ío, com padecido, le había servido, se ponía t enso para evit ar que le asom aran las lágrim as. Y su m adre, después de echar una rápida m irada a la abuela, volvía hacia él ese rost ro que t ant o am aba: —Tom a la sopa —decía—. Ya pasó. Ya pasó. Y él se echaba a llorar.

Jacques Corm ery se despert ó. El sol ya no se reflej aba en el cobre del oj o de buey, sino que había baj ado hast a el horizont e e ilum inaba ahora el t abique de enfrent e. Se vist ió y subió al puent e. Llegaría a Argel al final de la noche.


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5 El pa dr e . Su m u e r t e La gu e r r a . El a t e n t a do La est rechaba ent re sus brazos, en el um bral m ism o de la puert a, t odavía sofocado por haber subido la escalera de cuat ro en cuat ro, con un solo im pulso infalible, sin errar un escalón, com o si su cuerpo conservara siem pre la m em oria exact a de la alt ura de los peldaños. Al baj ar del t axi, en la calle t an anim ada ya, t odavía brillando en algunos sit ios el agua de riego de la m añana a que con el calor incipient e em pezaba a disiparse en vapor, la había vist o, en el m ism o lugar de ant es, en el est recho y único balcón del apart am ent o, ent re los dos cuart os, encim a de la m arquesina del peluquero —que ya no era el padre de Jean y de Joseph, m uert o de t uberculosis, «es el t rabaj o», decía su m uj er, «siem pre respirando pelos»— revest ida de zinc, con su et erno cargam ent o de bayas de ficus, papelit os arrugados y viej as colillas. Est aba allí, el pelo siem pre abundant e pero blanco desde hacía t iem po, t odavía erguida a pesar de sus set ent a y dos años, se le hubieran echado diez m enos por su ext rem a delgadez y su vigor t odavía visible, com o ocurría con t oda la fam ilia, t ribu de flacos de aire indolent e pero de energía infat igable en quienes la vej ez no parecía hacer m ella. A los cincuent a años el t ío Ém ile b , sem im udo, parecía un m uchacho. La abuela había m uert o sin doblar la cabeza. Y en cuant o a su m adre, hacia la que corría ahora, era com o si nada pudiese cont ra su suave t enacidad, decenas de años de un t rabaj o agot ador habían respet ado en ella a la j oven que el niño Corm ery no t enía oj os suficient es para adm irar.

Cuando llegó frent e a la puert a, su m adre la abrió y se arroj ó en sus brazos. Y ent onces, com o cada vez que se encont raban, lo besó dos o t res veces, lo est rechó cont ra ella con t odas sus fuerzas, y él sint ió las cost illas, los huesos duros y salient es de los hom bros un poco t em blorosos, m ient ras respiraba el suave olor de su piel, que le recordaba ese lugar, debaj o de la nuez, ent re los dos t endones yugulares, que ya no se at revía a besarle, pero que le gust aba respirar y acariciar en su infancia las raras veces en que lo sent aba sobre sus rodillas y él fingía dorm irse, con la nariz en ese pequeño hueco que t enía para él el olor, hart o raro en su vida de niño, de la t ernura. Ella lo besaba y, después de solt arlo, lo m iraba y volvía a abrazarlo para besarlo una vez m ás com o si, habiendo m edido t odo el am or que podía sent ir por él o expresarle, hubiera decidido que aún falt aba una dosis. «Hij o m ío», decía, «est abas lej os.» c Y después, inm ediat am ent e después, se volvía, ent raba en el apart am ent o y se sent aba en el com edor, que daba a la calle, com o si ya no pensara m ás en él ni en nada, e incluso lo m iraba a veces con una expresión ext raña, com o si en ese m om ent o, o por lo m enos ésa era la im presión que daba, Jacques est uviera de m ás y pert urbara el universo est recho, vacío y cerrado donde su m adre se m ovía solit aria. Aquel día, para colm o, cuando se sent ó a su lado, parecía com o habit ada por una especie de inquiet ud y m iraba de vez en cuando a la calle, furt ivam ent e, con su herm osa m irada som bría y afiebrada que se sosegaba cuando la volvía hacia Jacques. La calle era cada vez m ás ruidosa y m ás frecuent e el t ránsit o de los pesados t ranvías roj os, con gran est ruendo de hierros viej os. Corm ery m iraba a su m adre, a b c

Dom ingo. Se conve r t ir á e n Er ne st . Transición.


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con una blusit a gris anim ada por un cuello blanco, de perfil delant e de la vent ana, sent ada en la incóm oda silla [ ] a que ocupaba siem pre, la espalda un poco encorvada por la edad, pero sin buscar el apoyo del respaldo, las m anos j unt as y un pañuelit o que a veces apret aba con sus dedos ent um ecidos y después abandonaba en el regazo ent re las m anos inm óviles, la cabeza siem pre un poco vuelt a hacia la calle. Era la m ism a de t reint a años at rás, y baj o las arrugas, seguía encont rando la m ism a cara m ilagrosam ent e j oven, los arcos superciliares lisos y pulidos, com o si se fundieran en la frent e, la pequeña nariz rect a, la boca t odavía bien dibuj ada, a pesar de la crispación de las com isuras de los labios suj et ando la dent adura post iza. El cuello m ism o, que t an pront o se arruina, conservaba su form a, a pesar de los t endones nudosos y del m ent ón un poco floj o. —Has ido a la peluquería —dij o Jacques. Ella sonrió con su aire de niña at rapada en falt a: —Sí, llegabas t ú. Siem pre había sido coquet a, a su m anera, casi invisible. Y por pobrem ent e que se vist iera, Jacques no recordaba haberle vist o llevar una cosa fea. Todavía ahora, los grises y los negros que usaba est aban bien elegidos. Era el gust o de la t ribu, siem pre m iserable o pobre, o com o m ucho, en el caso de ciert os prim os, algo desahogada. Pero t odos, y especialm ent e los hom bres, eran fieles, com o t odos los m edit erráneos, a las cam isas blancas y al pliegue del pant alón, considerando nat ural que ese cuidado incesant e, dada la escasez del guardarropa, se añadiera al t rabaj o de las m uj eres, m adres o esposas. En cuant o a su m adre, b siem pre había considerado que no bast aba con lavar la ropa y lim piar las casas de los ot ros, y Jacques se acordaba de haberla vist o siem pre planchar el único pant alón de su herm ano y suyo, hast a que él se m archó para ent rar en el universo de las m uj eres que no lavan ni planchan. —Es el it aliano —dij o su m adre—, el peluquero. Trabaj a bien. —Sí —dij o Jacques. Est uvo por decir: «Est ás m uy bonit a» y se det uvo. Siem pre lo había pensado de su m adre y nunca se había at revido a decírselo. No porque t em iera un rechazo o porque dudara de que ese cum plido le gust ase. Sino porque hubiera sido franquear la barrera invisible det rás de la cual siem pre la había vist o parapet ada —dulce, cort és, conciliadora, incluso pasiva, y sin em bargo j am ás conquist ada por nada ni por nadie, aislada en su sem isordera, en su dificult ad de lenguaj e, bella seguram ent e pero casi inaccesible, t ant o m ás cuant o m ás sonrient e parecía y cuant o m ás se volcaba hacia ella su corazón—, sí, t oda la vida había t enido el m ism o aire t em eroso y sum iso, y sin em bargo dist ant e, los m ism os oj os con los que veía, t reint a años at rás, sin int ervenir, cóm o su m adre lo cast igaba con el lát igo, ella, que j am ás había t ocado, realm ent e ni siquiera reprendido, a sus hij os, ella, a quien sin duda esos golpes t am bién dolían pero que, inhibida por la fat iga, por la incapacidad de expresión y por respet o a su m adre, lo perm it ía, había aguant ado durant e días y años los golpes a sus hij os, com o aguant aba para ella m ism a la dura j ornada de t rabaj o al servicio de los dem ás, los suelos lavados de rodillas, la vida sin hom bre y sin consuelo ent re los rest os engrasados y la ropa sucia de los ot ros, los largos días de faena acum ulados de una exist encia que, a fuerza de est ar privada de esperanza, había perdido t odo resent im ient o, una vida ignorant e, obst inada, resignada a t odos los sufrim ient os, t ant o los suyos com o los aj enos. Nunca la había oído quej arse, salvo para decir que est aba cansada o que le dolían los riñones después de haber lavado m ucha ropa. Nunca le había oído hablar m al de nadie, salvo para decir que una herm ana o una t ía no eran buenas con ella, o eran «orgullosas». Pero rara vez la había oído reírse a carcaj adas. Se reía un poco m ás ahora que no t rabaj aba, pues sus hij os cubrían t odas sus necesidades. Jacques m iraba el cuart o que t am poco había cam biado. No había querido a b

D os sign os ile gible s. el hueso pulido de la arcada baj o la cual brilla el oj o negro y afiebrado.


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abandonar ese apart am ent o en el que t enía sus cost um bres, ese barrio donde t odo le era fácil, por ot ro m ás cóm odo pero en el que t odo result aría m ás difícil. Sí, era la m ism a habit ación. Habían cam biado los m uebles, que eran ahora decent es y m enos m iserables. Pero seguían est ando desnudos, pegados a la pared. —Siem pre andas hurgando —dij o su m adre. Sí, no podía dej ar de abrir el aparador, que cont enía siem pre lo est rict am ent e necesario, a pesar de sus súplicas, y cuya desnudez le fascinaba. Abría t am bién los caj ones del t rinchant e, donde se guardaban los dos o t res m edicam ent os que se consideraban suficient es en la casa, m ezclados con dos o t res periódicos viej os, pedazos de cordel, una caj it a de cart ón llena de bot ones suelt os, una viej a fot o de ident idad. Allí incluso lo superfluo era pobre, porque lo superfluo nunca se ut ilizaba. Y Jacques sabía que, inst alada en una casa norm al donde los obj et os abundaran com o en la suya, su m adre sólo ut ilizaría lo est rict am ent e necesario. Sabía que en el cuart o de su m adre, al lado, am ueblado con un pequeño arm ario, una cam a angost a, un t ocador de m adera y una silla de anea, con la única vent ana y su cort ina de croché, no encont raría absolut am ent e ningún obj et o, salvo el pañuelit o arrugado que abandonaba en la m adera desnuda del t ocador. Just am ent e lo que le sorprendió al descubrir ot ras casas, fuesen las de sus com pañeros de liceo o m ás t arde las de un m undo m ás rico, era la cant idad de floreros, copas, est at uillas, cuadros que at iborraban las habit aciones. En su casa decían «el florero que est á sobre la chim enea», el t iest o, los plat os hondos, y los pocos obj et os que había, no t enían nom bre. En cam bio, en casa de su t ío, se m ost raba la cerám ica flam eada de los Vosgos, se com ía en el servicio de Quim per. El había crecido en una pobreza desnuda com o la m uert e, ent re sust ant ivos com unes; en casa de su t ío descubría los sust ant ivos propios. Y t odavía hoy, en la habit ación de baldosas recién lavadas, en los m uebles sim ples y brillant es, no había m ás que un cenicero árabe de cobre repuj ado sobre el t rinchant e, en previsión de su llegada, y el calendario de Correos en la pared. Nada para ver y poco que decir, por eso lo ignoraba t odo de su m adre, salvo lo que él m ism o conocía. Tam bién de su padre. —¿Papá? Ella lo m iraba at ent a. a —Sí. —¿Se llam aba Henri y qué m ás? —No sé. —¿No t enía ot ros nom bres? —Creo que sí, pero no m e acuerdo. Súbit am ent e dist raída, m iraba la calle donde el sol daba ahora con t odas sus fuerzas. —¿Se parecía a m í? —Sí, era t u vivo ret rat o. Tenía los oj os claros. Y la frent e com o t ú. —¿En qué año nació? —No sé. Yo t enía cuat ro años m ás que él. —¿Y t ú, en que año? —No sé. Mira el libro de fam ilia. Jacques fue al dorm it orio, abrió el arm ario. Ent re las t oallas, en el est ant e superior, est aba el libro de fam ilia, el carnet de la pensión m ilit ar y algunos viej os papeles redact ados en español. Volvió con los docum ent os. —Había nacido en 1885 y t ú en 1882. Tú t enías t res años m ás que él. —¡Ah! Yo creía que eran cuat ro. Hace m ucho t iem po. —Me dij ist e que había perdido m uy pront o a su padre y a su m adre y que sus herm anos lo m et ieron en el orfanat o. —Sí. Su herm ana t am bién. a

El padre — int errogación — guerra del 14 — At ent ado.


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—¿Sus padres t enían una finca? —Sí. Eran alsacianos. —En Ouled- Fayet . —Sí. Y nosot ros en Cheraga. Est á m uy cerca. —¿A qué edad perdió a sus padres? —No sé. Bueno, era pequeño. Su herm ana lo abandonó. Eso no est á bien. El no quería verlos m ás. —¿Qué edad t enía su herm ana? —No sé. —¿Y sus herm anos? ¿Era el m ás pequeño? —No. El segundo. —Pero ent onces sus herm anos eran dem asiado niños para ocuparse de él. —Sí. Claro. —Ent onces no era culpa de ellos. —Sí, él est aba resent ido. Después del orfanat o, a los dieciséis años, volvió a la finca de su herm ana. Le hacían t rabaj ar dem asiado. Era dem asiado. —Vino a Cheraga. —Sí. A nuest ra casa. —¿Allí lo conocist e? —Sí. Ella volvió de nuevo la cabeza hacia la calle, y Jacques se sint ió incapaz de seguir por ese cam ino. Pero ella m ism a t om ó ot ra dirección. —No sabía leer, com prendes. En el orfanat o no les enseñaban nada. —Pero t ú m e has m ost rado las t arj et as post ales que t e m andaba durant e la guerra. —Sí, aprendió con el señor Classiault . —En la casa Ricom e. —Sí. El señor Classiault era el j efe. Le enseñó a leer y a escribir. —¿A qué edad? —A los veint e años, creo. No sé. Son cosas viej as. Cuando nos casam os, ya había aprendido m ucho de vinos y podía t rabaj ar en cualquier part e. Tenía buena cabeza. —Lo m iraba—. Com o t ú. —¿Y después? —¿Después? Llegó t u herm ano. Tu padre t rabaj aba para Ricom e, y Ricom e lo m andó a su finca de Saint - Lapôt re. —¿Saint - Apôt re? —Sí. Y después vino la guerra. Murió. Me m andaron la esquirla del obús. La esquirla del obús que había abiert o la cabeza de su padre se guardaba en la caj it a de bizcochos, det rás de las m ism as t oallas, en el m ism o arm ario, con las post ales enviadas desde el frent e y que podía recit ar de m em oria en su sequedad y brevedad. «Mi querida Lucie. Est oy bien. Mañana cam biam os de acant onam ient o. Cuida bien de los niños. Un beso. Tu m arido.» Sí, en el fondo m ism o de la noche de su nacim ient o, durant e la m udanza, em igrant e, hij o de em igrant es, Europa ponía de acuerdo ya sus cañones que est allarían al unísono unos m eses m ás t arde, expulsando a los Corm ery de Saint Apôt re, él hacia su regim ient o en Argel, ella hacia el pequeño apart am ent o de su m adre en un barrio m iserable, llevando en brazos al niño hinchado de picaduras de m osquit os. «No se preocupe, m adre. Cuando Henri vuelva, nos irem os.» Y la abuela, erguida, el pelo blanco peinado hacia at rás, los oj os claros y duros: «Hij a m ía, habrá que t rabaj ar». —Est uvo en el regim ient o de zuavos. —Sí. Hizo la guerra en Marruecos. Era verdad. Lo había olvidado. En 1905 su padre t enía veint e años. Había hecho el servicio act ivo, com o se dice, cont ra los m arroquíesa. Jacques se acordaba de lo que le había dicho el direct or de su escuela cuando lo encont ró unos años ant es en a

14.


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las calles de Argel. El señor Levesque había sido llam ado a filas en la m ism a fecha que su padre. Pero habían perm anecido sólo un m es en la m ism a unidad. Según él, había conocido m al a Corm ery, porque ést e hablaba poco. I nfat igable en el t rabaj o, t acit urno, pero ecuánim e y de buen caráct er. Una sola vez se puso Corm ery fuera de sí. Era de noche, después de un día t órrido, en aquel rincón del At las donde el dest acam ent o acam paba en la cim a de una pequeña colina prot egida por un desfiladero rocoso. Corm ery y Levesque t enían que relevar al cent inela apost ado al pie del desfiladero. Nadie había respondido a los llam am ient os. Y t ras un set o de chum beras encont raron al cam arada con la cabeza echada hacia at rás, ext rañam ent e vuelt a hacia la luna. Y al principio no la reconocieron, t enía una form a ext raña. Pero era m uy sencillo. Había sido degollado, y en la boca, la t um efacción lívida era su sexo ent ero. Ent onces vieron el cuerpo con las piernas abiert as, el pant alón de zuavo desgarrado y en m it ad de la abert ura, baj o el reflej o ahora indirect o de la luna, el charco cenagoso. a Cien m et ros m ás lej os, est a vez det rás de un gran peñasco, est aba el segundo cent inela, expuest o de la m ism a m anera. Se dio la voz de alarm a, se duplicaron los puest os de guardia. Al alba, cuando subieron al cam pam ent o, Corm ery dij o que los que habían hecho eso no eran hom bres. Levesque, reflexionando, respondió que, a j uicio de ellos, ése era el m odo en que debían obrar los hom bres, que ellos est aban en su t ierra, y em pleaban cualquier m edio. Corm ery porfió. —Tal vez. Pero est á m al. Un hom bre no hace eso. Levesque dij o que para ellos, en ciert as circunst ancias, un hom bre debe perm it irse t odo y [ dest ruirlo t odo] . Ent onces Corm ery grit ó, com o en un arrebat o de locura furiosa: —No, un hom bre se cont iene. Eso es un hom bre, y si no... —Y después se calm ó—. Yo —agregó con voz sorda— soy pobre, salgo del orfanat o, m e ponen est e uniform e, m e arrast ran a la guerra, pero m e cont engo. —Hay franceses que no se cont ienen —[ dij o] Levesque. —Ent onces ellos t am poco son hom bres. Y de pront o grit ó: —¡Raza inm unda! ¡Qué raza! Todos, t odos... —Y ent ró en su t ienda, pálido com o un m uert o. Reflexionando, Jacques se daba cuent a de que la persona que m ás le había hablado de su padre era el viej o m aest ro. Pero nada m ás, salvo det alles, de lo que el silencio de su m adre le había perm it ido adivinar. Un hom bre duro, am argo, que había t rabaj ado t oda su vida, había m at ado porque se lo ordenaban, acept ado t odo lo que no se podía evit ar, pero que conservaba en el fondo una negat iva, algo inquebrant able. Un hom bre pobre, en fin. Pues la pobreza no [ se] elige, pero puede conservarse. Y por lo poco que sabía a t ravés de su m adre, t rat aba de im aginar al m ism o hom bre, nueve años m ás t arde, casado, padre de dos niños, y al que, t ras haber conseguido una sit uación un poco m ej or, se le convoca en Argel para la m ovilización b , el largo viaj e noct urno con la m uj er pacient e y los niños insoport ables, la separación en la est ación y, t res días después, en el pequeño apart am ent o de Belcourt , su llegada repent ina con el m agnífico uniform e roj o y azul y los bom bachos del regim ient o de zuavos, sudando baj o la lana espesa, en el calor de j ulio c, el som brero de paj a en la m ano, porque no t enía ni fez ni casco, pues había salido clandest inam ent e del depósit o sit uado baj o las bóvedas de los m uelles y corrido para abrazar a su m uj er y a sus hij os ant es de em barcarse esa noche para Francia, que nunca había vist o, d por el m ar que nunca lo había llevado, y los abrazó fuert e, brevem ent e, para m archarse al m ism o paso, y la m uj er en el balconcit o le hizo una señal a la que él respondió en plena carrera, volviéndose para agit ar el a b c d

que revient es con o sin, dij o el sargent o. diarios 1814 en Argel. [ Sic.] agost o Nunca había vist o Francia. La vio y lo m at aron.


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som brero, ant es de seguir corriendo por la calle gris de polvo y de calor y desaparecer delant e del cine, m ás lej os, baj o la luz brillant e de la m añana, para no volver m ás. El rest o había que im aginarlo. No a t ravés de lo que podía cont arle su m adre, que ni siquiera t enía idea de la hist oria o de la geografía, que sólo sabía que vivía en una t ierra próxim a al m ar, que Francia est aba al ot ro lado de ese m ar que j am ás había at ravesado, Francia, ese lugar oscuro, perdido en una noche indecisa, al que se llegaba por un puert o llam ado Marsella que im aginaba com o el puert o de Argel, donde brillaba una ciudad m uy bella, decían, que se llam aba París, y donde había por fin una región llam ada Alsacia de donde procedían los padres de su m arido, huyendo, hacía m ucho t iem po, de unos enem igos llam ados alem anes, para inst alarse en Argelia, región que era preciso recuperar de los m ism os enem igos que habían sido siem pre m alos y crueles, sobre t odo con los franceses, y sin ningún m ot ivo. Los franceses se veían siem pre obligados a defenderse de esos hom bres pendencieros e im placables. Allí, j unt o con España, que no podía sit uar pero que en t odo caso no est aba lej os, de donde sus padres, m enorquines, se habían m archado hacía t ant o t iem po com o los padres de su m arido para venir a Argelia porque se m orían de ham bre en Mahón, que no sabía siquiera que est uviese en una isla, ignorando por ot ra part e lo que era una isla ya que j am ás había vist o una. De ot ros países a veces la sorprendían los nom bres, sin llegar a pronunciarlos correct am ent e. Y en cualquier caso, j am ás había oído hablar de Aust ria- Hungría ni de Serbia, Rusia era com o I nglat erra, un nom bre difícil, desconocía lo que era un archipiélago y j am ás hubiera podido pronunciar las cuat ro sílabas de Saraj evo. La guerra est aba allí, com o una nube m aligna cargada de oscuras am enazas a la que no podía im pedirse que invadiera el cielo, com o no podía im pedirse la llegada de las langost as o las t orm ent as devast adoras que se precipit aban sobre las m eset as argelinas. Los alem anes obligaban a Francia a ir a la guerra, una vez m ás, se iba a sufrir —no había causas para ello, ella no conocía la hist oria de Francia, ni lo que era la hist oria—. Conocía un poco la suya, y apenas la de aquellos a quienes quería, y ést os debían sufrir com o ella. En la noche del m undo, que no podía im aginar, y de la hist oria, que ignoraba, una noche m ás oscura acababa apenas de caer, habían llegado órdenes m ist eriosas, t raídas al pueblo por un gendarm e sudoroso y cansado, y hubo que dej ar la finca donde preparaban la vendim ia —el cura est aba ya en la est ación de Bône para despedir a los soldados: «Hay que rezar», le había dicho, y ella cont est ó: «Sí, señor cura», pero en realidad no lo había oído, porque no le había hablado bast ant e fuert e, y por lo dem ás no se le hubiera ocurrido la idea de rezar, nunca había querido m olest ar a nadie—, y su m arido se había m archado con su herm oso t raj e m ult icolor, volvería pront o, t odo el m undo lo decía, los alem anes serían cast igados, pero ent re t ant o había que encont rar t rabaj o. Afort unadam ent e un vecino había dicho a la abuela que en la cart uchería del Arsenal m ilit ar se necesit aban m uj eres y que darían preferencia a las esposas de los m ovilizados, sobre t odo si t enían fam ilia, y ella t endría la posibilidad de t rabaj ar durant e diez horas al día ordenando unos t ubit os de cart ón por t am año y color, podría llevar dinero a la abuela, los niños t endrían con qué com er hast a que los alem anes fueran cast igados y Henri regresara. Desde luego, no sabía que hubiera un frent e ruso, ni lo que era un frent e, ni que la guerra pudiera ext enderse a los Balcanes, al Orient e Medio, al planet a, para ella t odo ocurría en Francia, donde los alem anes habían ent rado sin avisar y habían at acado a los niños. Todo pasaba allá, en efect o, lugar adonde se habían t ransport ado, lo m ás rápido que se podía, las t ropas de África, y ent re ellas, a H. Corm ery, a una región m ist eriosa de la que se hablaba, el Marne, sin haber t enido t iem po siquiera de encont rarles cascos, una región donde el sol no era lo bast ant e fuert e com o para m at ar los colores, com o en Argelia, de m odo que oleadas de argelinos árabes y franceses, vest idos de t onos vivos y pim pant es, con som breros de paj a, obj et ivos blancos, roj os y azules que se verían a cient os de m et ros, llegaban a oleadas a la línea de fuego, eran dest ruidos a m ont ones y em pezaban a abonar un t errit orio est recho que, durant e cuat ro años, hom bres venidos del m undo ent ero, agazapados en m adrigueras de barro, se


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obst inarían en defender m et ro por m et ro baj o un cielo erizado de obuses lum inosos, obuses que m aullaban m ient ras at ronaban las grandes barreras de fuego que anunciaban los vanos asalt os. a Pero por el m om ent o no había m adrigueras, sólo las t ropas de África que se fundían baj o el fuego com o m ult icolores m uñecos de cera, y cada día cent enares de huérfanos nacían en t odos los rincones de Argelia, árabes y franceses, hij os e hij as sin padre que t endrían que aprender a vivir sin lección y sin pat rim onio. Unas sem anas después, un dom ingo por la m añana, en el pequeño rellano int erior del único piso, ent re la escalera y los dos ret ret es sin luz, aguj eros negros de m am post ería, a la t urca, et ernam ent e lavados con lej ía y et ernam ent e hediondos, Lucie Corm ery y su m adre, sent adas en dos sillas baj as lim piaban lent ej as baj o el t ragaluz de la escalera, y el pequeño, en una cest a de ropa blanca, chupaba una zanahoria llena de babas cuando un señor grave y bien vest ido apareció en la escalera con una especie de pliego. Las dos m uj eres, sorprendidas, dej aron los plat os con las lent ej as lim pias que sacaban de una m arm it a sit uada ent re am bas, y se secaron las m anos cuando el señor, que se había det enido en el penúlt im o escalón, les rogó que no se m ovieran, pregunt ó por la señora Corm ery, «Es ella», dij o la abuela, «yo soy su m adre», y el señor dij o que era el alcalde, que t raía una not icia dolorosa, que su m arido había m uert o en el cam po de honor y que Francia lo lloraba y al m ism o t iem po est aba orgullosa de él. Lucie Corm ery no lo había oído, pero se levant ó y le t endió la m ano con m ucho respet o, la abuela se incorporó, cubriéndose la boca con la m ano, repit iendo «Dios m ío» en español. El señor ret uvo la m ano de Lucie en la suya, después volvió a est recharla con sus dos m anos, m urm uró unas palabras de consuelo y le ent regó el pliego, se volvió y baj ó las escaleras con paso pesado. —¿Qué ha dicho? —pregunt ó Lucie. —Henri ha m uert o. Lo m at aron. Lucie m iraba el pliego sin abrirlo, ni ella ni su m adre sabían leer, le daba vuelt as sin decir una palabra, sin una lágrim a, incapaz de im aginar esa m uert e t an lej ana en el fondo de una noche desconocida. Y después guardó el pliego en el bolsillo del m andil de cocina, pasó delant e del niño sin m irarlo y ent ró en el cuart o que com part ía con sus dos hij os, cerró la puert a y las persianas de la vent ana que daba al pat io y se t endió en la cam a, donde perm aneció m uda y sin lágrim as durant e largas horas, apret ando en el bolsillo el pliego que no podía leer y m irando en la oscuridad la desgracia que no ent endía. b —Mam á —dij o Jacques. Ella seguía m irando la calle con la m ism a expresión y no lo oía. Jacques le t ocó el brazo flaco y arrugado y ella se volvió hacia él sonriendo. —Las post ales de papá, ¿sabes?, las del hospit al. —Sí. —¿Las recibist e después de la visit a del alcalde? —Sí. Una esquirla de obús le había abiert o la cabeza y lo t ransport aron en uno de esos t renes sanit arios pringosos de sangre, paj a y vendas que hacían el t rayect o ent re la carnicería y los hospit ales de evacuación en Saint - Brieuc. Allí había podido garabat ear dos t arj et as a t ient as, porque no veía. «Est oy herido. Nada grave. Tu m arido.» Y m urió al cabo de unos días. La enferm era escribió: «Es preferible. Hubiera quedado ciego o loco. Tenía m ucho coraj e». Y después la esquirla de obús. Abaj o, una pat rulla de t res paracaidist as arm ados pasaba por la calle en fila india, m irando a t odas part es. Uno de ellos era negro, alt o y flexible, com o un anim al espléndido de piel m anchada. —Es por los bandidos —aclaró ella—. Y est oy cont ent a de que hayas visit ado su t um ba. Yo ya soy dem asiado viej a y adem ás est á lej os. ¿Es bonit a? a b

Desarrollar. cree que las esquirlas de obús son aut ónom as.


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—¿Qué, la t um ba? —Sí. —Es bonit a. Hay flores. —Sí. Los franceses son m uy valient es. Lo decía y lo creía, pero sin pensar ya en su m arido, ahora olvidado, y con él la desgracia de ent onces. Y no quedaba nada m ás, ni en ella ni en la casa, del hom bre devorado por un fuego universal y del que sólo subsist ía un recuerdo im palpable com o las cenizas de un ala de m ariposa quem ada en el incendio de un bosque. —Se m e va a quem ar la com ida, espera. a Se levant ó para ir a la cocina y él ocupó su lugar, m irando a su vez la calle sin cam bios desde hacía t ant os años, con las m ism as t iendas de colores apagados y desconchados por el sol. Sólo el est anco de enfrent e había sust it uido por largas cint as m ult icolores de m at erial plást ico la cort ina de cañit as huecas cuyo ruido peculiar t odavía escuchaba Jacques, cuando la franqueaba y penet raba en el exquisit o olor del papel im preso y del t abaco para com prar L'I nt répide, con sus hist orias de honor y de coraj e que lo exalt aban. La calle vivía ahora la anim ación del dom ingo por la m añana. Los obreros, con sus cam isas blancas recién lavadas y planchadas, se encam inaban charlando hacia los t res o cuat ro cafés que olían a som bra fresca y a anís. Pasaban árabes, pobres t am bién pero lim piam ent e vest idos, con sus m uj eres siem pre veladas pero con zapat os Luis XV. A veces eran fam ilias ent eras de árabes endom ingados. Una de las fam ilias llevaba t res niños a rast ras, uno de ellos disfrazado de paracaidist a. Y j ust am ent e en ese m om ent o volvía a pasar la pat rulla de paracaidist as, t ranquilos y en apariencia indiferent es. Cuando Lucie Corm ery ent ró en la habit ación resonó la explosión. Parecía m uy cercana, enorm e, sus vibraciones se prolongaban int erm inablem ent e. Un buen rat o después de oírse, la bom billa del com edor seguía vibrando en el fondo de la t ulipa de vidrio que les ilum inaba. Su m adre ret rocedió al fondo de la habit ación, pálida, los oj os negros llenos de un t error que no podía dom inar, vacilando un poco. —Es aquí. Es aquí —repet ía. —No —dij o Jacques y se precipit ó a la vent ana. La gent e corría, él no sabía adonde; una fam ilia árabe ent ró en la m ercería de enfrent e, em puj ando a los niños, y el m ercero los recibió, cerró la puert a, deslizó el pest illo y se quedó plant ado det rás del vidrio, vigilando la calle. Ent onces volvió a pasar la pat rulla de paracaidist as corriendo en dirección opuest a. Los aut os se acom odaban precipit adam ent e a lo largo de las aceras y se det enían. En pocos segundos la calle quedó vacía. Pero inclinándose, Jacques podía ver un gran m ovim ient o de la m ult it ud m ás lej os, ent re el cine Musset y la parada del t ranvía. —Voy a ver —dij o. En la esquina de la Rué Prévost Paradol b , c vociferaba un grupo de hom bres. —Raza inm unda —decía un pobre obrero en cam iset a, increpando a un árabe pegado a una puert a cochera, cerca del café. —Yo no he hecho nada —dij o el árabe. —Est áis t odos en el aj o, banda de cabrones —y se abalanzó sobre él. Los ot ros lo cont uvieron. Jacques le dij o al árabe: —Venga conm igo —y ent ró con él en el café que ahora era de Jean, su am igo de infancia, el hij o del peluquero. Jean est aba allí, siem pre igual, pero arrugado, pequeño y delgado, con un aire socarrón y at ent o. a b

cam bio en el piso.

—¿La ha vist o ant es de ir a ver a su m adre? —Rehacer en la t ercera part e el at ent ado de Kessous y en ese caso lim it arse a indicarlo aquí. —Más lej os. c Todo e st e pa sa j e , h a st a « de dolor » , h a cia e l fin a l de e st a pá g., r ode a do por u n cír cu lo y con u n sign o de in t e r r oga ción .


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—No ha hecho nada —dij o Jacques—. Déj alo ent rar en t u casa. Jean m iró al árabe m ient ras secaba el zinc. —Ven —dij o, y desaparecieron por el fondo. Al salir, el obrero m iró de reoj o a Jacques. —No ha hecho nada —dij o Jacques. —Hay que m at arlos a t odos. —Eso se dice cuando uno est á furioso. Reflexiona. El ot ro se encogió de hom bros: —Ve a m irar y ya hablarem os cuando hayas vist o la papilla. Se oían cam panillas de am bulancias, rápidas, aprem iant es. Jacques corrió hast a la parada del t ranvía. La bom ba había est allado en el post e de elect ricidad, cerca de la parada. Y había m ucha gent e esperando el t ranvía, t oda endom ingada. El pequeño café de al lado se llenó de grit os, no se sabía si de cólera o de dolor. Se giró hacia su m adre. Est aba ahora m uy erguida, m uy blanca. —Siént at e —y la llevó hast a la silla que est aba m uy cerca de la m esa. Se sent ó j unt o a ella, sost eniéndole las m anos. —Dos veces est a sem ana —dij o—. Tengo m iedo de salir. —No es nada —dij o Jacques—, ya se va a acabar. —Sí —dij o ella. Lo m iraba con un curioso aire indeciso, com o si vacilara ent re la fe que t enía en la int eligencia de su hij o y su cert idum bre de que la vida ent era era una desgracia cont ra la cual lo único que podía hacerse era aguant ar—. Com préndelo, soy viej a. Ya no puedo correr. La sangre volvía ahora a sus m ej illas. A lo lej os se oía el cam panilleo de las am bulancias, aprem iant e, rápido. Pero ella no lo oía. Respiró profundam ent e, se calm ó y sonrió a su hij o con su bella sonrisa valient e. Había crecido, com o t odos los de su raza, en m edio del peligro, y el peligro podía encogerle el est óm ago, pero ella lo soport aba com o el rest o. Era él quien no podía soport ar esa cara cont raída de agonizant e que le aparecía de pront o. —Vent e conm igo a Francia —le dij o, pero ella sacudió la cabeza con resuelt a t rist eza: —¡Oh! , no, allá hace frío. Soy dem asiado viej a. Quiero quedarm e en casa.


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6 La fa m ilia —¡Ah! —le dij o su m adre—, est oy cont ent a cuando est ás aquí. a Pero ven por la noche, m e aburro m enos. De noche, sobre t odo en invierno, oscurece pront o. Si por lo m enos supiera leer. Tam poco puedo t ej er cuando hay luz, m e duelen los oj os. Ent onces, si Ét ienne no est á, m e acuest o y espero la hora de la com ida. Dos horas así se hacen largas. Si las niñas est uvieran conm igo, hablaría con ellas. Pero vienen y se van. Soy dem asiado viej a. Tal vez huelo m al. Y así, com plet am ent e sola... Hablaba de un t irón, con cort as frases sencillas que se sucedían com o si vaciara su pensam ient o hast a ese m om ent o silencioso. Y agot ado ese pensam ient o, callaba de nuevo, con la boca apret ada, la m irada dulce y apagada, m irando a t ravés de las persianas cerradas del com edor la luz sofocant e que subía de la calle, siem pre en el m ism o lugar, en la m ism a silla incóm oda, y su hij o daba vuelt as com o en ot ros t iem pos alrededor de la m esa cent ral. b Lo m ira de nuevo dar vuelt as. c —Es bonit o Solferino. —Sí, es lim pio. Pero ha debido de cam biar desde la últ im a vez que lo vist e. —Sí, ha cam biado. —El doct or t e m anda saludos. ¿Te acuerdas de él? —No, hace t ant o t iem po. —Nadie se acuerda de papá. —No est uvim os m ucho t iem po. Y adem ás no hablaba m ucho. —¿Mam á? —Ella lo m ira con sus oj os dist raídos y dulces, sin sonreír—. Yo creía que papá y t ú nunca habíais vivido j unt os en Argel. —No, no. —¿Me has oído? No había oído, él lo adivinó por su aire un poco asust ado, com o si se disculpara, y repit ió la pregunt a art iculando: —¿Nunca vivist eis j unt os en Argel? —No. —Pero ¿y cuando papá fue a ver cóm o le cort aban la cabeza a Piret t e? Se daba en el cuello con el cant o de la m ano para hacerse ent ender. Pero ella cont est ó en seguida: —Sí, se levant ó a las t res para ir a Barberousse. —¿Ent onces est abais en Argel? —Sí. —¿Pero cuándo? —No sé. Trabaj aba en la casa Ricom e. —¿Ant es de que fuerais a Solferino? —Sí. Decía sí, t al vez fuera no, había que rem ont ar el t iem po a t ravés de una m em oria en som bras, nada era seguro. La m em oria de los pobres est á m enos alim ent ada que la de los ricos, t iene m enos punt os de referencia en el espacio, puest o que rara vez dej an el lugar donde viven, y t am bién m enos punt os de referencia en el t iem po de una vida uniform e y gris. Tienen, claro est á, la m em oria del corazón, que es la m ás segura, dicen, pero el corazón se gast a con la pena y el t rabaj o, olvida m ás a b c

Nunca ha em pleado un subj unt ivo. Relaciones con su herm ano Henri: las disput as. Lo que se com ía: el guiso de m enudillos — el guiso de bacalao, garbanzos, et c.


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rápido baj o el peso de la fat iga. El t iem po perdido sólo lo recuperan los ricos. Para los pobres, el t iem po sólo m arca los vagos rast ros del cam ino de la m uert e. Y adem ás, para poder soport ar, no hay que recordar dem asiado, hay que est ar pegado a los días, hora t ras hora, com o lo hacía su m adre, un poco a la fuerza, sin duda, puest o que aquella enferm edad j uvenil ( en realidad, según la abuela, era una t ifoidea; aunque una t ifoidea no dej a sem ej ant es secuelas. Un t ifus quizás. ¿O qué? Tam bién allí reinaba la noche) , aquella enferm edad j uvenil la había dej ado sorda y con dificult ad en el habla, le im pidió aprender lo que se enseña hast a a los m ás desheredados, y la forzó a la resignación m uda, pero era t am bién la única m anera que había encont rado de afront ar su vida, ¿y qué ot ra cosa podía hacer?, ¿quién en su lugar hubiera encont rado ot ra cosa? El hubiese querido que se apasionara describiéndole a un hom bre m uert o cuarent a años at rás cuya vida había com part ido durant e cinco años ( ¿la había com part ido, verdaderam ent e?) . Pero ella no podía, Jacques no est aba siquiera seguro de que hubiera am ado apasionadam ent e a aquel hom bre, y en t odo caso era incapaz de pregunt árselo, él t am bién era m udo delant e de ella e inválido a su m anera, no quería saber siquiera, en el fondo, lo que hubiera habido ent re ellos, y t enía que renunciar a saber algo por boca de ella. I ncluso ese det alle que de niño le había im presionado t ant o y que lo persiguió t oda su vida hast a en sueños, su padre levant ándose a las t res para asist ir a la ej ecución de un crim inal fam oso, lo supo por su abuela. Piret t e era obrero agrícola en una finca del Sahel, bast ant e próxim a a Argel. Había m at ado a m art illazos a sus pat rones y a los t res niños de la casa. —¿Para robar? —pregunt ó el niño Jacques. —Sí —dij o el t ío Ét ienne. —No —dij o la abuela, pero sin dar m ás explicaciones. Habían encont rado los cadáveres desfigurados, la casa ensangrent ada hast a el t echo y, debaj o de una de las cam as, al m ás pequeño, que respiraba t odavía y m oriría t am bién, pero que había t enido fuerzas para escribir en la pared encalada, con el dedo em papado en sangre: «Fue Piret t e». Perseguido, el asesino fue hallado en el cam po, m edio alelado. La opinión pública, horrorizada, reclam ó una pena de m uert e que no le fue escat im ada, y la ej ecución t uvo lugar en la cárcel de Barberousse, en presencia de una m ult it ud considerable. El padre de Jacques se levant ó por la noche para asist ir al cast igo ej em plar de un crim en que, según la abuela, le indignaba. Pero nunca se supo lo que había pasado. Al parecer, la ej ecución t uvo lugar sin incident es. Pero el padre de Jacques volvió lívido, se acost ó, se levant ó para ir a vom it ar varias veces, volvió a acost arse. Después nunca quiso hablar de lo que había vist o. Y la noche en que escuchó est e relat o, el propio Jacques, t endido al borde de la cam a para no t ocar a su herm ano, con el que dorm ía, hecho un ovillo, cont enía una náusea de horror, m achacando los det alles que le habían cont ado y los que im aginaba. Y esas im ágenes lo persiguieron por la noche, repit iéndose de vez en cuando, pero regularm ent e, en una pesadilla privilegiada, diferent e cada vez pero con un solo t em a: venían a buscarlo a él, a Jacques, para ej ecut arlo. Y durant e m ucho t iem po, al despert ar, se había sacudido el m iedo y la angust ia y recuperado con alivio la buena realidad, donde en rigor no exist ía posibilidad alguna de que fuera ej ecut ado. Hast a que, ya en edad adult a, la hist oria a su alrededor llegó a m ost rarle que una ej ecución, en cam bio, era un acont ecim ient o previsible, no inverosím il, y la realidad ya no aliviaba sus sueños, sino que alim ent ó durant e años m uy [ precisos] la m ism a angust ia que había t rast ornado a su padre y que ést e le legara com o única herencia evident e y segura. Era, sin em bargo, un vínculo m ist erioso el que lo ligaba al m uert o desconocido de Saint - Brieuc ( que t am poco habría pensado, después de t odo, que fuese a m orir de m uert e violent a) pasando por encim a de su m adre, que había conocido est a hist oria, vist o los vóm it os y olvidado aquella m añana, así com o ignoraba que los t iem pos eran ot ros. Para ella eran siem pre los m ism os, y la desgracia podía aparecer en cualquier m om ent o, sin avisar.


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La abuela, a en cam bio, t enía una idea m ás j ust a de las cosas. «Term inarás en el cadalso», le repet ía con frecuencia a Jacques. Por qué no, no t enía ya nada de excepcional. Ella no lo sabía, pero t al com o era, nada la hubiera sorprendido. Erguida, con su largo vest ido negro de profet isa, ignorant e y obst inada, por lo m enos ella no había conocido nunca la resignación. Y había dom inado m ás que nadie la infancia de Jacques. Criada por sus padres m ahoneses en una pequeña finca del Sahel, se había casado m uy j oven con ot ro m ahonés, fino y frágil, cuyos herm anos se habían inst alado en Argelia en 1848 después de la m uert e t rágica del abuelo pat erno, poet a a sus horas, que com ponía sus versos m ont ado en una burra y recorriendo los cam inos de la isla ent re los m uret es de piedra seca que separan los huert os. Durant e uno de esos paseos, engañado por la siluet a y el som brero negro de alas anchas, un m arido burlado, creyendo cast igar al am ant e, fusiló por la espalda a la poesía y a un m odelo de virt udes fam iliares que, sin em bargo, no había dej ado nada a sus hij os. El result ado lej ano de ese t rágico m alent endido por el que un poet a encont raría la m uert e, fue el asent am ient o en el lit oral argelino de una cant idad de chiquillos analfabet os que se reproduj eron lej os de las escuelas, uncidos solam ent e a un t rabaj o ext enuant e baj o un sol feroz. Pero el m arido de la abuela, a j uzgar por las fot os, había conservado algo del abuelo inspirado, y su rost ro flaco, bien dibuj ado, de m irada soñadora, coronado por una frent e alt a, no lo señalaba evident em ent e para resist ir a la j oven, bella y enérgica esposa. La m uj er le dio nueve hij os, dos de los cuales m urieron en la prim era infancia, m ient ras una t ercera se salvaba a cost a de una invalidez y el últ im o nacía sordo y casi m udo. En la pequeña finca oscura, sin descuidar su part e del duro t rabaj o com ún, criaba su prole, con un largo palo cerca cuando est aba sent ada en la punt a de la m esa, lo que le ahorraba t oda observación vana, pues el culpable recibía de inm ediat o un golpe en la cabeza. Reinaba exigiendo respet o a ella y a su m arido, a quien los hij os debían t rat ar de ust ed, según la cost um bre española. El hom bre no gozaría durant e m ucho t iem po de ese respet o: m urió prem at uram ent e, gast ado por el sol y el t rabaj o, y quizá por el m at rim onio, sin que Jacques pudiera saber j am ás de qué enferm edad. Cuando se quedó sola, la abuela liquidó la pequeña finca y se est ableció en Argel con los niños m enores, m ient ras los ot ros em pezaron a t rabaj ar com o aprendices. Cuando Jacques, siendo m ayor, pudo observarla, ni la pobreza ni la adversidad le habían hecho m ella. Sólo t enía consigo a t res de sus hij os: Cat herineb Corm ery, que era asist ent a, el m ás j oven, inválido, convert ido en un vigoroso t onelero, y Joseph, el m ayor, que no se había casado y t rabaj aba en los ferrocarriles. Los t res t enían salarios de m iseria que, j unt os, debían alcanzar para m ant ener a una fam ilia de cinco personas. La abuela adm inist raba el dinero de la casa, y lo prim ero que sorprendió a Jacques fue su codicia, pero no porque fuese avara, sino que lo era com o uno es avaro del aire que respira y le perm it e vivir. Era ella la que com praba las ropas de los niños. La m adre de Jacques volvía t arde por la noche y se cont ent aba con m irar y escuchar lo que se decía, superada por la vit alidad de la abuela, en cuyas m anos lo abandonaba t odo. Así fue com o Jacques, durant e t oda su infancia, t uvo que llevar im perm eables dem asiado largos, pues la abuela los com praba para que durasen y cont aba con la nat uraleza para que la t alla del niño se pusiera a la par de la del im perm eable. Pero Jacques crecía lent am ent e y sólo se decidió a hacerlo de verdad hacia los quince años, con lo que la ropa se gast ó ant es de aj ust arse. Siguiendo los m ism os principios de econom ía, le com praban ot ra y Jacques, cuyos cam aradas se burlaban de la vest im ent a que llevaba, no t enía ot ro recurso que ablusarse el im perm eable a la cint ura para hacer original lo que era ridículo. Por lo dem ás, esa fugaz vergüenza quedaba a b

Transición.

En pá gin a s a n t e r ior e s, la m a dr e de Ja cqu e s Cor m e r y se lla m a « Lu cie » . En a de la n t e se lla m a r á Ca t h e r in e .


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rápidam ent e olvidada en clase, donde Jacques volvía a recuperar su vent aj a, y en el pat io de j uegos, donde era el rey del fút bol. Pero ese reino le est aba vedado. Porque el pat io era de cem ent o y las suelas se gast aban con t ant a rapidez que la abuela le había prohibido j ugar al fút bol durant e los recreos. Ella m ism a com praba para sus niet os unos sólidos y pesados zapat os cerrados que esperaba inm ort ales. En t odo caso, para aum ent ar su longevidad, hacía poner en las suelas unos enorm es clavos cónicos que present aban una doble vent aj a: era necesario gast arlos ant es de gast ar la suela y perm it ían verificar las infracciones a la prohibición de j ugar. En efect o, las corridas en el suelo de cem ent o los gast aban rápidam ent e y les daban un pulido cuya frescura delat aba al culpable. Todas las noches, al volver a su casa, Jacques debía ent rar en la cocina donde Casandra oficiaba ent re las negras m arm it as, y con la rodilla doblada, la suela al aire, en la post ura del caballo al que est án herrando, t enía que m ost rar las suelas. Nat uralm ent e, no podía resist ir a las llam adas de sus com pañeros ni a la at racción de su j uego favorit o, y ponía t oda su at ención, no al ej ercicio de una virt ud im posible, sino en el disim ulo de la falt a. Así es com o pasaba largos rat os, al salir de la escuela y m ás t arde del liceo, frot ando las suelas en la t ierra m oj ada. A veces la t riquiñuela daba result ado. Pero llegaba el m om ent o en que el desgast e de los clavos era escandaloso, en que la suela m ism a est aba gast ada e incluso, últ im a de las cat ást rofes, com o consecuencia de un punt apié t orpe cont ra el suelo o cont ra la verj a que prot egía los árboles, se separaba del em peine y Jacques llegaba ent onces a casa con el zapat o at ado con un cordel para m ant ener la boca cerrada. Esas noches eran las del vergaj o. A Jacques, que lloraba, su m adre le decía por t odo consuelo: «Es verdad que son caros. ¿Por qué no t ienes cuidado?». Pero ella m ism a j am ás t ocaba a sus hij os. Al día siguient e le ponían a Jacques unas alpargat as y los zapat os iban al rem endón. Los recuperaba dos o t res días después florecidos de clavos nuevos, y t enía que aprender ot ra vez a m ant ener el equilibrio sobre las suelas resbaladizas e inest ables. La abuela era capaz de ir t odavía m ás lej os, y al cabo de t ant os años Jacques no podía recordar est a hist oria sin una crispación de vergüenza y asco. a Su herm ano y él no recibían ningún dinero para sus gast os m enudos, salvo cuando acept aban visit ar a un t ío com erciant e y a una t ía bien casada. Con el t ío era fácil, porque le t enían afect o. Pero la t ía t enía el art e de ost ent ar sus relat ivas riquezas, y los dos niños preferían quedarse sin dinero y sin los placeres que ést e procura ant es que sent irse hum illados. En cualquier caso, y aunque el m ar, el sol, los j uegos del barrio fueran placeres grat uit os, las pat at as frit as, los caram elos, los past eles árabes y sobre t odo, para Jacques, ciert os part idos de fút bol, exigían un poco de dinero, unos cént im os por lo m enos. Una noche Jacques volvía de hacer la com pra, llevando en el ext rem o de su brazo ext endido la fuent e de pat at as grat inadas en la panadería del barrio ( en la casa no había ni gas ni hornillo y se cocinaba en un infiernillo de alcohol. Tam poco había horno y para grat inar un plat o lo llevaban preparado al panadero del barrio, quien, a cam bio de unos cént im os, lo m et ía en el horno y lo vigilaba) , la fuent e hum eaba a t ravés del paño que lo prot egía del polvo de la calle y perm it ía sost enerlo por las punt as. Colgada del brazo derecho, la red llena de provisiones com pradas en pequeñísim as cant idades ( m edia libra de azúcar, m edio cuart o de m ant equilla, cinco cént im os de queso rallado, et cét era.) no pesaba m ucho. Jacques olisqueaba el buen olor del grat én, cam inaba con paso vivo evit ando la m ult it ud popular que a esa hora iba y venía por las aceras del barrio. En ese m om ent o, de su bolsillo aguj ereado se escapó una m oneda de dos francos t int ineando en la acera. Jacques la recogió, verificó que era la suya y la puso en el ot ro bolsillo. «Hubiera podido perderla», pensó de pront o. Y el part ido del día siguient e, que había borrado incluso de su pensam ient o, le volvió a la m em oria. En realidad nadie le había enseñado lo que est aba bien o lo que est aba m al. Había a

en que se m ezclaban la vergüenza y el asco.


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ciert as cosas prohibidas y las infracciones eran rudam ent e sancionadas. Ot ras no. Sólo sus m aest ros, cuando el program a les dej aba t iem po, les hablaban a veces de m oral, pero t am bién ent onces las prohibiciones eran m ás precisas que las explicaciones. Lo único que Jacques había podido ver y experim ent ar en m at eria de m oral era sim plem ent e la vida cot idiana de una fam ilia obrera en la que evident em ent e nadie había pensado nunca que hubiera ot ras vías fuera del t rabaj o m ás duro para obt ener el dinero necesario para vivir. Pero ésa era una lección de coraj e, no de m oral. Sin em bargo, Jacques sabía que est aba m al ocult ar esos dos francos. Y no quería hacerlo. Y no lo haría; quizá pudiera, com o la ot ra vez, deslizarse ent re dos t ablas del viej o est adio del t erreno de m aniobras para asist ir al part ido sin pagar. Por eso él m ism o no ent endió por qué no había devuelt o en seguida el dinero sobrant e y por qué, un m om ent o m ás t arde, volvió del ret ret e declarando que una m oneda de dos francos había caído en el aguj ero m ient ras se subía el pant alón. Ret ret e era una palabra dem asiado noble para designar el espacio reducido de m am post ería const ruido en el rellano del único piso. Privado de aire y de luz eléct rica, sin grifo, sobre un zócalo de m edia alt ura encaj ado ent re la puert a y la pared del fondo, t enía un aguj ero a la t urca en el que había que vert er cubos de agua cada vez que se usaba. Pero nada podía im pedir que la hediondez de esos lugares desbordara hast a la escalera. La explicación de Jacques era plausible. a Le evit aba que lo echaran a la calle para que buscara la m oneda perdida y descart aba cualquier event ualidad. A Jacques sim plem ent e se le hizo un nudo en la gargant a cuando anunció la m ala not icia. Su abuela est aba en la cocina picando aj o y perej il en la viej a m esa verdosa y gast ada por el uso. Se det uvo y m iró a Jacques, que esperaba el est allido. Pero ella callaba y lo escrut aba con sus oj os claros y helados. —¿Est ás seguro? —dij o por fin. —Sí, la oí caer. Ella seguía m irándolo. —Muy bien —dij o—. Vam os a ver. Y Jacques, espant ado, vio cóm o se enrollaba la m anga derecha, desnudaba el brazo blanco y salía al rellano. El se lanzó al com edor, al borde de la náusea. Cuando su abuela lo llam ó, Jacques la encont ró delant e del fregadero, enj uagándose abundant em ent e el brazo cubiert o de j abón gris. —No hay nada —dij o—. Eres un m ent iroso. El balbuceaba: —Tal vez la haya arrast rado el agua. La abuela vacilaba. —Tal vez. Pero si has m ent ido, pagarás el doble. Sí, pagó el doble, porque en ese m ism o m om ent o com prendió que su abuela no había hurgado en la porquería por avaricia, sino por la necesidad t errible que hacía que en esa casa dos francos fueran una fort una. Lo com prendió y por fin vio claram ent e, en un acceso de vergüenza, que había robado esos dos francos al t rabaj o de los suyos. Todavía hoy, m irando a su m adre delant e de la vent ana, Jacques no se explicaba cóm o pudo no devolver esos dos francos y disfrut ar, sin em bargo, del placer de asist ir al part ido del día siguient e. El recuerdo de la abuela est aba t am bién ligado a vergüenzas m enos legít im as. Ella había insist ido en que Henri, el herm ano de Jacques, recibiera lecciones de violín. Jacques las había int errum pido debido a sus éxit os escolares, que, según él, le eran absolut am ent e im posible m ant ener con ese suplem ent o de t rabaj o. Su herm ano había aprendido así a sacar unos sonidos horribles de un violín frígido y, con t odo, podía ej ecut ar desafinando las canciones de m oda. Para divert irse, Jacques, que era bast ant e ent onado, las había aprendido, sin im aginar las consecuencias calam it osas de esa ocupación inocent e. En efect o, los dom ingos, cuando la abuela a

No. Com o ya había pret endido haber perdido el dinero en la calle, t uvo que buscar ot ra explicación.


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recibía la visit a de sus hij as casadas, a dos de las cuales eran viudas de guerra, o de su herm ana, que seguía viviendo en una finca del Sahel y que prefería la j erga m ahonesa ant es que el español, después de servir los grandes t azones de café negro en la m esa cubiert a de hule, convocaba a sus niet os para un conciert o im provisado. Const ernados, ést os t raían el at ril de m et al y las part it uras de dos páginas de canciones fam osas. Tenían que obedecer. Jacques, siguiendo m al com o podía el violín zigzagueant e de Henri, cant aba Ram ona. «Tuve un sueño m aravilloso, Ram ona, nos habíam os m archado los dos», o bien «Baila, oh, Dj am é m ía, est a noche quiero am art e», o, por seguir en Orient e, «Noches de China, noches m im osas, noche de am or, noche em briagadora, noche de t ernura...». Ot ras veces la abuela reclam aba part icularm ent e la canción realist a. Ent onces Jacques int erpret aba «Eres m i hom bre, t ú, a quien t ant o he am ado, t ú, que m e j urast e, sabe Dios cóm o, que nunca m e harías llorar». Por lo dem ás est a canción era la única que Jacques podía cant ar con verdadero sent im ient o, pues la heroína de la canción repet ía al final su pat ét ico est ribillo en m edio de la m ult it ud que asist ía a la ej ecución de su difícil am ant e. Pero la abuela prefería una cuya m elancolía y t ernura seguram ent e apreciaba porque era inút il buscarla en su propia índole. Era la Serenat a de Toselli, que Henri y Jacques at acaban con bast ant e brío, aunque el acent o argelino no se adapt ara realm ent e a la hora m ágica que evoca la canción. En la t arde soleada, cuat ro o cinco m uj eres vest idas de negro, ninguna de ellas, salvo la t ía, con el pañuelo negro de españolas, sent adas en círculo en la habit ación pobrem ent e am ueblada, con sus m uros encalados, aprobaban suavem ent e con la cabeza las efusiones de la m úsica y del t ext o, hast a que la abuela, que j am ás había sido capaz de dist inguir un do de un si y ni siquiera conocía los nom bres de las not as de la escala, int errum pía la m agia con un breve «Te has equivocado» que cort aba el fluj o a los dos art ist as. Ent onces repet ían; «así», decía la abuela cuando sort eaban el pasaj e difícil de una m anera sat isfact oria para su gust o, las m uj eres seguían m eneando la cabeza y para t erm inar aplaudían a los dos virt uosos, que desm ont aban velozm ent e el m at erial para j unt arse con sus com pañeros en la calle. Sólo Cat herine Corm ery se quedaba sin decir nada en un rincón. Y Jacques t odavía recordaba aquella t arde de dom ingo en que, a punt o de salir con sus part it uras, al oír que una de sus t ías felicit aba a su m adre por él, respondió: «Sí, ha est ado bien. Es int eligent e», com o si hubiera una relación ent re las dos observaciones. Pero al volverse com prendió la relación. La m irada de su m adre, t em blorosa, dulce, afiebrada, se había det enido en él con t al expresión que el niño ret rocedió, vaciló y salió huyendo. «Me quiere, ent onces m e quiere», se iba diciendo en la escalera y al m ism o t iem po com prendía que la quería locam ent e, que había deseado con t odas sus fuerzas que ella lo quisiera y que hast a ent onces siem pre lo había dudado. Las sesiones de cine le reservaban ot ros placeres... La cerem onia t enía lugar el dom ingo y a veces t am bién el j ueves. El cine del barrio est aba a unos pasos de la casa y, com o la calle donde se encont raba, llevaba el nom bre de un poet a rom ánt ico. Ant es de ent rar había que at ravesar un laberint o de t enderet es árabes en los que se m ezclaban cacahuet es, garbanzos t ost ados, alt ram uces, pirulíes t eñidos de colores violent os y pegaj osos caram elos ácidos. Ot ros vendían past eles llam at ivos, ent re ellos unas pirám ides de crem a enroscadas y cubiert as de azúcar rosa, ot ros, buñuelos árabes que chorreaban aceit e y m iel. Alrededor de los t enderet es, una nube de m oscas y de niños, at raídos por el m ism o azúcar, zum baba y grit aba persiguiéndose baj o las m aldiciones de los vendedores que t em ían por el equilibrio de sus m ost radores y que con el m ism o gest o ahuyent aban a niños y m oscas. Algunos podían prot egerse baj o la m arquesina del cine, que se prolongaba por uno de los lados, los ot ros exhibían sus riquezas viscosas baj o el sol vigoroso y el polvo que levant aban los j uegos infant iles. Jacques escolt aba a la abuela, que, para la ocasión, se alisaba el pelo blanco y cerraba con un broche de plat a su et erno vest ido negro. Apart aba gravem ent e a la est rident e gent e m enuda a

Sus sobrinas.


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que obst ruía la ent rada y se present aba a la única vent anilla para pedir unos «reservados». A decir verdad, sólo podía elegirse ent re esos «reservados», que eran unas m alas but acas de m adera cuyo asient o baj aba ruidosam ent e, y los bancos, a los que se precipit aban, disput ándose los lugares, los niños, para quienes sólo en el últ im o m om ent o se abría una puert a lat eral. De cada lado de los bancos, un agent e provist o de un vergaj o se encargaba de m ant ener el orden en su sect or, y no era raro verlo expulsar a un niño o un adult o dem asiado inquiet o. El cine proyect aba ent onces películas m udas, act ualidades prim ero, un film e cóm ico cort o, el principal y para t erm inar una película en episodios, a razón de un breve episodio por sem ana. A la abuela le gust aban especialm ent e esas películas en t aj adas, cada uno de cuyos episodios t erm inaba en suspenso. Por ej em plo, el héroe m usculoso, llevando en sus brazos a la m uchacha rubia y herida, em pezaba a cruzar un puent e de lianas t endido sobre un cañón con un t orrent e en el fondo. Y la últ im a im agen del episodio sem anal m ost raba una m ano t at uada que, arm ada de un cuchillo prim it ivo, cort aba las lianas del pont ón. El héroe seguía andando, soberbio, a pesar de las advert encias vociferadas de los espect adores de los «bancos». a La cuest ión no era saber si la parej a saldría del paso, no est aba perm it ido dudar de eso, sino t an sólo descubrir cóm o lo haría, lo que explicaba que t ant os espect adores, árabes y franceses, volvieran la sem ana siguient e para ver a los enam orados det enidos en su caída m ort al por un árbol providencial. Acom pañaba el espect áculo al piano una viej a señorit a que oponía a las burlas de los «bancos» la serenidad inm óvil de una espalda flaca en form a de bot ella de agua m ineral, con un cuello de encaj e por t apón. Jacques consideraba una m arca de dist inción que la im presionant e señorit a se dej ara los m it ones puest os aún con los calores m ás t órridos. Por lo dem ás, su t area no era t an fácil com o hubiera podido creerse. El com ent ario m usical de las act ualidades, en part icular, la obligaba a cam biar de m elodía según el caráct er del acont ecim ient o proyect ado. Pasaba así sin t ransición de una alegre cont radanza dest inada a acom pañar la present ación de la m oda de prim avera, a la m archa fúnebre de Chopin con m ot ivo de una inundación en China o de los funerales de un personaj e im port ant e de la vida nacional o int ernacional. Cualquiera que fuese el fragm ent o, la ej ecución era siem pre im pert urbable, com o si diez m ecanism os secos realizaran en el viej o t eclado am arillent o una m aniobra dirigida desde siem pre por engranaj es de precisión. En la sala de paredes desnudas y suelo cubiert o de cáscaras de cacahuet es, los perfum es del desinfect ant e se m ezclaban con un fuert e olor hum ano. La pianist a era en t odo caso la que det enía de golpe el est ruendo ensordecedor, at acando con los pedales a fondo el preludio que debía crear la at m ósfera de la función. Un enorm e zum bido anunciaba que el aparat o de proyección se ponía en m archa, el calvario de Jacques com enzaba ent onces. Com o las películas eran m udas, se proyect aban num erosos t ext os escrit os que servían para aclarar la acción. La abuela no sabía leer, de m odo que el papel de Jacques consist ía en leérselos. Pese a su edad, la abuela est aba lej os de ser sorda. Pero prim ero había que dom inar el ruido del piano y el de la sala, cuyas reacciones eran generosas. Adem ás, no obst ant e la ext rem ada sim plicidad de los t ext os, había m uchas palabras que a ella no le eran fam iliares, e incluso algunas le result aban desconocidas. Jacques, por su lado, deseoso de no m olest ar a los vecinos y preocupado sobre t odo de no anunciar a la sala ent era que la abuela no sabía leer ( ella m ism a a veces, por pudor, le decía en voz alt a, al com ienzo de la sección: «Me leerás t ú, he olvidado las gafas») , Jacques no leía con t ant a fuerza com o hubiera podido. El result ado era que la abuela sólo ent endía a m edias, exigía que repit iera el t ext o y que lo repit iera m ás fuert e. Jacques t rat aba de hablar m ás alt o, los «shhh» lo sum ían en una ruin vergüenza, farfullaba, la abuela lo reprendía y llegaba de inm ediat o el t ext o siguient e, m ás oscuro t odavía para la pobre viej a, que no había ent endido el ant erior. La confusión aum ent aba hast a que Jacques a

Riveccio.


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encont raba presencia de ánim o suficient e com o para resum ir en dos palabras un m om ent o crucial de La m arca del Zorro, por ej em plo, con Douglas Fairbanks padre. «El m alo quiere quit arle la m uchacha», art iculaba firm em ent e Jacques, aprovechando una pausa del piano o de la sala. Todo se aclaraba, la película cont inuaba y el niño respiraba. En general los inconvenient es t erm inaban ahí. Pero ciert as películas del t ipo de Las dos huérfanas eran dem asiado com plicadas y, acorralado ent re las exigencias de la abuela y las prot est as cada vez m ás irrit adas de sus vecinos, Jacques t erm inaba por no chist ar. Todavía conservaba el recuerdo de una de esas sesiones en que la abuela, fuera de sí, t erm inó por salir, m ient ras él la seguía llorando, descom puest o ant e la idea de que había arruinado uno de los pocos placeres de la desdichada y m algast ado el pobre dinero que t enían. a Su m adre nunca iba a esas sesiones. Tam poco sabía leer, pero adem ás era m edio sorda. Para colm o, su vocabulario era aún m ás lim it ado que el de la abuela. Aún hoy, no había diversiones en su vida. En cuarent a años había ido dos o t res veces al cine, sin ent ender nada, y, por no ser descort és con las personas que la habían invit ado, sólo dij o que los vest idos eran bonit os o que el de bigot e t enía cara de ser m uy m alo. Tam poco podía escuchar la radio. Y en cuant o a los periódicos, a veces hoj eaba los ilust rados, se hacía explicar las figuras por sus hij os o sus niet as, decía que la reina de I nglat erra era t rist e y cerraba la revist a para m irar de nuevo por la m ism a vent ana el m ovim ient o de la m ism a calle que cont em plaría durant e la m it ad de su vida. b

a

añadir signos de pobreza — desem pleo — colonia de vacaciones de verano en Miliana — t oques de t rom pet a — expulsión — No se at reve a decirle. Habla: Bueno, est a noche t om arem os café. De vez en cuando cam bia. La m ira. Muchas veces ha leído hist orias de pobreza en las que la m uj er es valient e. Ella no sonríe. Se va a la cocina, valient e — no resignada. b Poner el t ío Ernest viej o, ant es — su ret rat o en la habit ación donde est aban Jacques y su m adre. O hacerlo llegar después.


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Ét ie n n e En ciert o sent ido, est aba m enos m et ida en la vida que su herm ano Ernest a, que vivía con ellos, pese a que ést e era t ot alm ent e sordo y se expresaba t ant o con onom at opeyas y con gest os com o con el cent enar de palabras de que disponía. Pero Ernest , que de pequeño no había podido t rabaj ar, había frecuent ado vagam ent e una escuela y aprendido a descifrar las let ras. Ernest iba a veces al cine y volvía con relat os pasm osos para quienes ya habían vist o la película, pues la riqueza de su im aginación com pensaba sus ignorancias. Por lo dem ás, sut il y ast ut o, una suert e de int eligencia inst int iva le perm it ía orient arse en un m undo y a t ravés de personas que para él guardaban obst inado silencio. La m ism a int eligencia le perm it ía sum irse cada día en el periódico y descifrar los t it ulares, lo que le daba por lo m enos una idea de los problem as del m undo. —Hit ler —decía por ej em plo a Jacques cuando ést e llegó a la edad adult a— no es bueno, ¿eh? No, no era bueno. —Esos alem anes, siem pre los m ism os —añadía el t ío. No, no era así. —Sí, ya sé que los hay buenos —adm it ía el t ío—. Pero Hit ler no es bueno —e inm ediat am ent e podía m ás su gust o por las brom as—: Lévy —era el m ercero de enfrent e— t iene m iedo. —Y solt aba una carcaj ada. Jacques t rat aba de explicar. El t ío volvía a ponerse serio: —Sí. ¿Por qué quiere hacer daño a los j udíos? Los j udíos son com o t odo el m undo. A su m anera, Ernest siem pre había querido a Jacques. Adm iraba sus éxit os escolares. Con su m ano endurecida, encallecida por las herram ient as y el t rabaj o brut o, frot aba el cráneo del niño. «Est e sí que t iene una buena cabeza. Dura», y se golpeaba la suya con su puño grueso, «pero buena.» A veces añadía: «Com o su padre». Un día Jacques aprovechó para pregunt arle si su padre era int eligent e. «Tu padre, cabeza dura. Hacía siem pre lo que quería. Tu m adre, siem pre, sí, sí.» Jacques no pudo arrancarle nada m ás. Pero Ernest solía llevarse al niño consigo. Su fuerza y su vit alidad, que no podían expresarse ni con palabras ni en las relaciones com plicadas de la vida social, est allaban en la vida física y en las sensaciones. Ya al despert ar, cuando lo sacudían para sacarlo del sueño herm ét ico de los sordos, se incorporaba desorient ado y rugía: «Ahh, ahh», com o el anim al prehist órico que despiert a cada día en un m undo desconocido y host il. Pero una vez despiert o, su cuerpo, y el funcionam ient o de su cuerpo, lo afirm aban sobre la t ierra. A pesar de su duro oficio de t onelero, le gust aba nadar y cazar. Llevaba a Jacques, de pequeño, b a la playa de Sablet t es, m ont ado sobre sus hom bros, y salía en seguida a m ar abiert o, con una brazada elem ent al pero enérgica, lanzando unos grit os inart iculados que expresaban ant e t odo la sorpresa del agua fría y después el placer de est ar en ella o la irrit ación cont ra una ola m aligna. De vez en cuando decía a Jacques: «No t ienes m iedo». Sí, t enía m iedo pero no lo decía, fascinado por aquella soledad, ent re el cielo y el m ar igualm ent e vast os, y, cuando m iraba at rás, la playa le parecía una línea invisible, un m iedo ácido le apret aba el vient re e im aginaba con pánico incipient e las profundidades inm ensas y oscuras donde se hundiría com o una piedra sólo con que su t ío lo solt ara. Ent onces el niño apret aba un poco m ás el cuello m usculoso del nadador. —Tienes m iedo —decía de inm ediat o el ot ro. —No, pero vuelve. a b

Lla m a do u n a s ve ce s Er n e st , ot r a s Ét ie n n e , e s sie m pr e e l m ism o pe r sona j e : e l t ío de Ja cque s. Nueve años.


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Dócil, el t ío daba la vuelt a, respiraba un poco y echaba a nadar con la m ism a seguridad que t enía en t ierra firm e. En la playa, j adeando apenas, frot aba a Jacques enérgicam ent e, ent re grandes carcaj adas, después se volvía para orinar con brío, siem pre riendo y felicit ándose del buen funcionam ient o de su vej iga, golpeándose el vient re con los «Bueno, bueno» que acom pañaban t odas sus sensaciones agradables, ent re las cuales no est ablecía diferencias, fuesen de excreción o de nut rición, insist iendo igualm ent e y con la m ism a inocencia en el placer que le procuraban, y const ant em ent e deseoso de com part ir ese placer con su prój im o, lo que provocaba en la m esa las prot est as de la abuela, que adm it ía que se hablara de esas cosas e incluso lo hacía ella m ism a, pero «no en la m esa», com o decía, aunque t olerase el núm ero de la sandía, frut a con una sólida reput ación de diurét ico, que Ernest adoraba y cuya ingest ión em pezaba con risas, pícaras guiñadas dirigidas a la abuela, variados ruidos de aspiración, regurgit ación y blanda m ast icación, y después de las prim eras m ordidas direct as de la t aj ada, t oda una m ím ica en que la m ano indicaba varias veces el t rayect o que la herm osa frut a rosada y blanca recorrería desde la boca hast a el sexo, m ient ras la cara exhibía un regocij o expresado con m uecas, revuelo de oj os acom pañados de «Bueno, bueno. Lava. Bueno, bueno» que result aban irresist ibles y hacían est allar en carcaj adas a t odo el m undo. La m ism a inocencia adánica lo llevaba a prest ar una im port ancia desproporcionada a una cant idad de m ales fugaces de los que se quej aba, frunciendo el ent recej o, la m irada vuelt a hacia adent ro, com o si escrut ara la noche m ist eriosa de sus órganos. Declaraba padecer de una «punzada» de variada ubicación, de t ener una «bola» que se paseaba por t odas part es. Más t arde, cuando Jacques ya frecuent aba el liceo, convencido de que la ciencia es una sola y la m ism a para t odos, lo int errogaba, señalándole el hueco de los riñones. «Aquí, m e t ira», decía. «¿Es m alo?» No, no era nada. Y se iba aliviado, baj aba la escalera con un pasit o rápido y se reunía con sus com pañeros en los cafés del barrio, con sus m uebles de m adera y el m ost rador de zinc, que olían a aniset e y serrín, y donde Jacques t enía que ir a buscarlo a la hora de la cena. Era no poco sorprendent e para el niño encont rar ent onces al sordom udo, en el m ost rador, rodeado en círculo por sus cam aradas y discurriendo hast a quedar sin alient o en m edio de risas generales que no eran de burla, pues Ernest era adorado por sus cam aradas debido a su buen hum or y su generosidad. abcd Jacques lo advert ía claram ent e cuando su t ío lo llevaba a cazar con sus am igos, t odos t oneleros o bien obreros del puert o y de los ferrocarriles. Se levant aban al alba. Jacques se encargaba de despert ar a su t ío, a quien no había reloj capaz de arrancar del sueño. Jacques, por su part e, obedecía a la cam panilla, su herm ano se volvía refunfuñando en la cam a, y su m adre, en la ot ra cam a, se agit aba un poco sin despert arse. El niño se levant aba a t ient as, raspaba un fósforo y encendía la a b

el dinero que pone de lado para Jacques.

De m ediana est at ura, las piernas un poco arqueadas, la espalda ligeram ent e encorvada baj o un espeso caparazón de m úsculos, daba, a pesar de su delgadez, una im presión de fuerza viril ext raordinaria. Y, sin em bargo, su cara seguía siendo, y lo sería por m ucho t iem po, la de un adolescent e, fina, regular, un poco [ ] con los bellos oj os cast años de su herm ana, la nariz m uy rect a, los arcos superciliares desnudos, el m ent ón regular y el herm oso pelo recio, no, ligeram ent e ondulado. Sólo su belleza física explicaba que, no obst ant e su invalidez, hubiera conocido algunas avent uras fem eninas que no podían llevar al m at rim onio y que eran forzosam ent e breves, pero que a veces se coloreaban con algo de eso que es corrient e llam ar am or, com o la relación que había t enido con una m uj er casada con un com erciant e del barrio; a veces los sábados por la noche iba con Jacques al conciert o de la Place Bresson, j unt o al m ar, y la orquest a m ilit ar int erpret aba en el quiosco Las cam panas de Corneville o unas arias de Lakm é, m ient ras en m edio de la m ult it ud que circulaba durant e la noche alrededor de [ ] , Ernest endom ingado se las ingeniaba para cruzarse con la m uj er del cafet ero vest ida de t usor, y cam biaban sonrisas de am ist ad, y el m arido decía unas palabras de am ist ad a Ernest , que seguram ent e nunca le había parecido un rival posible. c la lavandería la m ouna [ pa la br a s r ode a da s por u n cír cu lo por e l a u t or . N . de la E.] .

d

la playa, los m aderos blanqueados, los corchos, los cascot es pulidos de vasij as... corcho, cañas.


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lam parit a de pet róleo que había sobre la m esa de noche com ún a las dos cam as. a ( ¡Ah! , los m uebles de esa habit ación: dos cam as de hierro, una de una plaza, donde dorm ía su m adre, la ot ra de dos, para los niños, una m esit a de noche ent re am bas y, frent e a ella, un arm ario de luna. El cuart o t enía a los pies de la cam a de la m adre una vent ana que daba al pat io. Al pie de est a vent ana había un gran baúl de fibra cubiert o de una m ant a de croché. Ant es de crecer, Jacques se arrodillaba sobre el baúl para cerrar las persianas de la vent ana. No había silla.) Después iba al com edor, zam arreaba al t ío, que rugía m irando at errado la lám para que brillaba sobre sus oj os y se espabilaba. Se vest ían. Y Jacques calent aba un rest o de café en la cocina, en el pequeño infiernillo de alcohol, m ient ras el t ío llenaba los m orrales de provisiones, un queso, sobrasadas, t om at es con sal y pim ient a y m edio pan cort ado en dos con una gran t ort illa en m edio, preparada por la abuela. Después, verificaba por últ im a vez la escopet a de dos cañones y los cart uchos, en t orno a los cuales se celebraba la víspera una gran cerem onia. Term inada la cena, se ret iraban los plat os y se lim piaba cuidadosam ent e el hule. El t ío se inst alaba en uno de los lados de la m esa, baj aba la gran lám para de pet róleo y a su luz ponía gravem ent e las part es de la escopet a desm ont ada que había engrasado m et iculosam ent e. Sent ado al ot ro lado, Jacques esperaba su t urno. El perro Brillant t am bién. Porque había un perro, un bast ardo de set t er, de una bondad sin lím it es, incapaz de hacer daño a una m osca, y la prueba era que, cuando at rapaba una al vuelo, se apresuraba a vom it arla con expresión de asco y grandes y repet idos lengüet azos y chasqueo de m orros. Ernest y su perro eran inseparables y se ent endían a la perfección. Era inevit able pensar en una parej a ( y sólo quien no haya conocido ni am ado a los perros puede ver en est o una burla) . Y el perro debía obediencia y afect o al hom bre, y el hom bre acept aba que fuese su única preocupación. Vivían j unt os y no se separaban nunca, dorm ían j unt os ( el hom bre en el diván del com edor, el perro en una pobre alfom brit a gast ada hast a la t ram a) , iban al t rabaj o j unt os ( el perro se acost aba en un lecho de virut as especialm ent e preparado para él debaj o del banco del t aller) , iban j unt os a los cafés, y el anim al esperaba pacient em ent e ent re las piernas de su am o a que t erm inaran sus discursos. Conversaban con onom at opeyas y se com placían en sus olores recíprocos. No se podía decir a Ernest que su perro, rara vez lavado, olía fuert e, sobre t odo después de las lluvias. «Est e», decía, «no huele», y olisqueaba am orosam ent e el int erior de las grandes orej as t em blorosas del perro. La caza era la fiest a de los dos, sus salidas de grandes señores. Y bast aba que Ernest sacara el m orral para que el perro se lanzara a locas carreras por el pequeño com edor, haciendo bailar las sillas a golpes de cuart o t rasero y m art illando con la cola los cost ados del aparador. Ernest reía. «Ha ent endido, ha ent endido», y calm aba al anim al, que, inst alando la cabeza sobre la m esa, cont em plaba los m inuciosos preparat ivos y bost ezaba discret am ent e de vez en cuando, pero sin abandonar el delicioso espect áculo ant es de que t erm inara. bc Una vez m ont ada la escopet a, el t ío se la pasaba. Jacques la recibía con respet o y, provist o de un viej o t rapo de lana, sacaba brillo a los cañones. Ent ret ant o, el t ío preparaba los cart uchos. Ordenaba unos cilindros de cart ón de color vivo con casquillo de cobre en una cart era, de la que sacaba adem ás unos frascos de m et al en form a de cant im plora que cont enían la pólvora y los perdigones y la borra de fielt ro pardo. Llenaba cuidadosam ent e los t ubos de pólvora y borra. Después sacaba una m aquinit a en la que se encaj aban los cilindros y, con una pequeña m anivela, accionaba una cápula que enrollaba hast a el nivel de la borra la punt a de los cilindros de cart ón. A m edida que los cart uchos est aban list os, Ernest los iba pasando uno por uno a Jacques, quien los acom odaba religiosam ent e en la cart uchera. Por la m añana Ernest daba la señal de part ida poniéndose la pesada a b c

Un a pa la br a t a ch a da . ¿caza? se puede suprim ir. el libro t endría que t ener t odo el peso de los obj et os y la carne.


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cart uchera alrededor del vient re, ensanchado por dos espesos j erséis. Jacques se la abrochaba a la espalda. Y Brillant , que desde el principio iba y venía en silencio, acost um brado a dom inar su alegría para no despert ar a nadie, se incorporaba sobre las pat as t raseras apoyándose en su am o, las pat as delant eras cont ra el pecho de ést e, y alargando el cuello y el lom o t rat aba de lam er am plia y vigorosam ent e el rost ro am ado. En la noche que em pezaba a clarear y en la que flot aba el olor t odavía nuevo de los ficus, part ían apresuradam ent e rum bo a la est ación del Agh, y el perro los precedía a t oda velocidad en una gran carrera zigzagueant e que t erm inaba a veces en resbalones sobre las aceras m oj adas por la hum edad de la noche, después volvía no m enos rápido, visiblem ent e enloquecido por el t em or de haberlos perdido, Ét ienne con la escopet a invert ida en su funda de gruesa t ela, adem ás de un m orral y un zurrón, Jacques con las m anos en los bolsillos de su pant alón cort o y una gran m ochila en bandolera. En la est ación est aban los am igos, con sus perros que no solt aban al am o m ás que para inspeccionar rápidam ent e debaj o de la cola de sus congéneres. Est aban Daniel y Pierre, a los dos herm anos, com pañeros de t aller de Ernest , Daniel siem pre risueño y lleno de opt im ism o, Pierre m ás est rict o, m ás m et ódico, siem pre sagaz en sus opiniones sobre la gent e y las cosas. Est aba t am bién Georges, que t rabaj aba en la fábrica de gas, pero que de vez en cuando part icipaba en com bat es de boxeo con los cuales redondeaba sus ingresos. Y con frecuencia se les unían dos o t res hom bres m ás, t odos buenos m uchachos, por lo m enos en esas ocasiones, felices de poder escapar por un día del t aller, del apart am ent o est recho y at est ado, a veces de la m uj er, con ese abandono y esa t olerancia divert ida caract eríst ica de los hom bres cuando est án ent re ellos para darse un placer breve y violent o. Se encaram aban con ent usiasm o a uno de esos vagones en los que t odos los com part im ient os se abren al est ribo, se pasaban los zurrones, hacían subir a los perros y se inst alaban al fin cont ent os de sent irse j unt os, de com part ir el m ism o calor. Jacques aprendió esos dom ingos que la com pañía de los hom bres era buena y que podía ser un alim ent o para el corazón. El t ren se ponía en m archa, después t om aba velocidad con cort os j adeos y un breve pit ido adorm ilado de vez en cuando. At ravesaban una part e del Sahel y ya en los prim eros cam pos, curiosam ent e, aquellos hom bres fornidos y ruidosos callaban y m iraban nacer el día sobre las t ierras cuidadosam ent e cult ivadas donde la brum a de la m añana se arrast raba en j irones por em palizadas de alt as cañas secas que separaban los solares. De vez en cuando unos grupos de árboles se deslizaban por el vidrio, con la alquería encalada a la que prot egían y en la que t odo dorm ía. Un páj aro desaloj ado del foso que bordeaba el t erraplén se alzaba de golpe hast a la alt ura de los pasaj eros, para volar en la m ism a dirección del t ren, com o si quisiera com pet ir en velocidad con él, hast a que, bruscam ent e, t om aba la dirección perpendicular a la m archa del t ren y era ent onces com o si de pront o se despegara del vidrio y el vient o de la carrera lo proyect ara hacia at rás. El horizont e verde se ponía rosado y después viraba bruscam ent e al roj o, el sol aparecía y subía visiblem ent e por el cielo, sorbía las brum as en t oda la superficie de los cam pos, seguía subiendo y de golpe en el com part im ient o hacía calor, los hom bres se quit aban prim ero un j ersey y después el ot ro, aquiet aban a los perros, que t am bién se agit aban, int ercam biaban brom as y Ernest ya cont aba a su m anera hist orias m anducat orias, de enferm edades y t am bién [ de] peleas en las que siem pre llevaba las de ganar. De vez en cuando uno de los am igos int errogaba a Jacques sobre la escuela, después se hablaba de ot ra cosa o bien lo t om aban de t est igo a propósit o de la m ím ica de Ernest . «¡Tu t ío es un hacha! » El paisaj e cam biaba, se volvía m ás rocoso, el roble reem plazaba al naranj o, y el t renecit o respiraba cada vez m ás agit ado y solt aba grandes chorros de vapor. De pront o hacía m ás frío, pues la m ont aña se int erponía ent re el sol y los viaj eros, y se a

at ención, cam biar los nom bres.


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not aba ent onces que no eran m ás de las siet e. Finalm ent e, el t ren silbaba por últ im a vez, am inoraba la m archa, t om aba con lent it ud una curva cerrada y desem bocaba en una pequeña est ación solit aria del valle, al servicio exclusivo de unas m inas lej anas, desiert a y silenciosa, rodeada de grandes eucalipt os cuyas hoj as com o hoces se est rem ecían en la brisa de la m añana. Baj aban en el m ism o alborot o, los perros precipit ándose desde el com part im ient o sin acert ar con los dos peldaños em pinados del vagón, los hom bres haciendo de nuevo una cadena para baj ar los m orrales y las escopet as. Pero a la salida de la est ación, que daba direct am ent e a las prim eras pendient es, el silencio de una nat uraleza salvaj e ahogaba poco a poco las int erj ecciones y los grit os, el pequeño t ropel t erm inaba por subir la cuest a en silencio, los perros t razaban alrededor infat igables arabescos. Jacques no dej aba que sus vigorosos com pañeros lo sobrepasaran. Daniel, su preferido, le había cogido la m ochila, pese a sus prot est as, pero de t odos m odos t enía que redoblar el paso para seguir a la alt ura del grupo, y el aire afilado de la m añana le quem aba los pulm ones. Por fin, al cabo de una hora desem bocaban en el borde de una enorm e m eset a cubiert a de robles enanos y de enebros, con ondulaciones poco m arcadas y sobre la cual se ext endía un inm enso cielo fresco y ligeram ent e soleado. Era el t erreno de caza. Los perros, com o si se les hubiera avisado, volvían a agruparse alrededor de los hom bres. Est os se concert aban para reencont rarse en el alm uerzo, a las dos de la t arde, en un bosquecillo de pinos donde había un pequeño m anant ial bien sit uado al borde de la m eset a y desde donde la vist a se ext endía sobre el valle y la llanura lej ana. Ponían de acuerdo los reloj es. Los cazadores se agrupaban en parej as, silbaban a sus perros y part ían en direcciones diferent es. Ernest y Daniel form aban equipo. Jacques recibía el m orral, que con precaución se colgaba en bandolera. Desde lej os Ernest anunciaba a los ot ros que volvería con m ás conej os y perdices que nadie. Se reían, saludaban con la m ano y desaparecían. Ent onces em pezaba para Jacques una em briaguez que le dej aría en el corazón una m aravillada nost algia. Los dos hom bres, a dos m et ros uno de ot ro pero a la m ism a alt ura, el perro delant e, él siem pre at rás, y el t ío con su m irada súbit am ent e salvaj e y ast ut a, verificaba a cada inst ant e que m ant enía la dist ancia, y era ent onces la m archa silenciosa e int erm inable a t ravés de los m at orrales, de los que salía a veces con un grit o penet rant e un páj aro desdeñado, la baj ada al fondo de pequeños barrancos llenos de olores, la subida hacia el cielo, radiant e y cada vez m ás calient e, el calor que aum ent aba resecando a t oda velocidad la t ierra t odavía húm eda a la hora de la part ida. Unas det onaciones del ot ro lado del barranco, el cast añet eo seco de una bandada de perdices de color t ierra que el perro había levant ado, la doble det onación, repet ida casi en seguida, la carrera del perro, que volvía con los oj os desorbit ados, el hocico lleno de sangre y un puñado de plum as que Ernest y Daniel le quit aban y que, inst ant es después, Jacques recibía con una m ezcla de excit ación y de horror, la búsqueda de ot ras víct im as, cuando las habían vist o caer, los gañidos de Ernest , que se confundían a veces con los de Brillant , y de nuevo la m archa, Jacques ahora encorvado baj o el sol a pesar del som brerit o de paj a, m ient ras alrededor la m eset a em pezaba a vibrar sordam ent e com o un yunque baj o el m art illo del sol, y a veces una nueva det onación o dos, nunca m ás, pues uno solo de los cazadores había vist o escapar la liebre o el conej o condenado de ant em ano si lo apunt aba Ernest , siem pre diest ro com o un m ono y corriendo ahora casi t an rápido com o su perro, grit ando com o él para recoger por las pat as de at rás el anim al m uert o y m ost rarlo de lej os a Daniel y Jacques, que llegaban j ubilosos y sin alient o. Jacques abría bien el m orral para recibir el nuevo t rofeo ant es de reanudar la m archa, vacilando baj o el sol, su señor, y así, durant e horas sin front era en un t errit orio sin lím it es, la cabeza perdida en la luz incesant e y en los inm ensos espacios del cielo, Jacques se sent ía el niño m ás rico del m undo. Al regresar al lugar del alm uerzo, los cazadores seguían acechando la ocasión, pero ya sin ent usiasm o. Arrast raban los pies, se enj ugaban la frent e, t enían ham bre. I ban llegando unos t ras ot ros, m ost rándose de lej os las presas, burlándose de los que


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regresaban con las m anos vacías, afirm ando que eran siem pre los m ism os, relat ando t odos al m ism o t iem po sus hazañas, añadiendo cada uno un det alle part icular. Pero el gran aedo era Ernest , que t erm inaba por acaparar la palabra y m im ar con una j ust eza de gest os —que Jacques y Daniel est aban en condiciones de j uzgar— la salida de los perdigones, el conej o que se precipit a dando dos rodeos y rueda sobre el lom o com o un j ugador de rugby que m arca un ensayo det rás de la línea de gol. Ent ret ant o, Pierre, m et ódico, vert ía el aniset e en los cubilet es de m et al que cada uno le había ent regado y los llenaba de agua fresca en el m anant ial que corría débilm ent e al pie de los pinos. I nst alaban una especie de m esa cubiert a de paños de cocina, y cada uno sacaba sus provisiones. Pero Ernest , que t enía t alent o de cocinero ( las part idas de pesca del verano siem pre em pezaban con una bouillabaisse que preparaba en el lugar m ism o con t an poca com pasión por las especias que hubiera quem ado una lengua de t ort uga) , preparaba unos palillos afilados en la punt a, los int roducía en los t rozos de la sobrasada que llevaba, y en un pequeño fuego los asaba hast a que est allaban y un j ugo roj o caía en las brasas, crepit aba y se incendiaba. Ent re dos rebanadas de pan ofrecía las sobrasadas ardiendo y perfum adas, que t odos acogían con exclam aciones y que devoraban regándolas con el vino rosado que ponían a refrescar en el m anant ial. Después, venían las risas, las hist orias de t rabaj o, las brom as que Jacques, con la boca y las m anos pegaj osas, sucio, ext enuado, escuchaba apenas, vencido por el sueño. Pero en realidad el sueño los iba venciendo a t odos y durant e un rat o dorm it aban, m irando vagam ent e a lo lej os la llanura, cubiert a de calina, o bien, com o Ernest , dorm ían a pierna suelt a, la cara cubiert a por un pañuelo. Pero a las cuat ro había que baj ar para t om ar el t ren, que pasaba a las cinco y m edia. Ahora est aban en el com part im ient o, agobiados por el cansancio, los perros agot ados dorm ían debaj o de las banquet as o ent re las piernas de los am os, con un sueño pesado poblado de sueños sanguinarios. En las inm ediaciones de la llanura em pezaba a caer la t arde y después venía el rápido crepúsculo africano, y la noche, siem pre angust iosa en esos grandes paisaj es, se iniciaba sin t ransición. Más t arde, en la est ación, prem iosos por regresar y cenar para acost arse t em prano a causa del t rabaj o del día siguient e, se separaban sin m ás en la oscuridad, casi sin palabras, pero con grandes palm adas de am ist ad. Jacques los oía alej arse, escuchaba sus voces rudas y efusivas, las am aba. Después im it aba el paso de Ernest , siem pre anim oso, m ient ras él arrast raba los pies. Cerca de la casa, en la calle oscura, el t ío se volvía hacia él: «¿Est ás cont ent o?». Jacques no cont est aba. Ernest reía y silbaba a su perro. Pero unos pasos después, el niño deslizaba su m ano pequeña en la m ano dura y callosa de su t ío, que la apret aba m uy fuert e, y volvían así, en silencio. ab Y, sin em bargo, Ernest era capaz de cóleras t an inm ediat as y absolut as com o sus placeres. La im posibilidad de hacerle ent rar en razón o de discut ir sim plem ent e con él hacía que esas cóleras fuesen m uy parecidas a un fenóm eno nat ural. A una t orm ent a se la ve venir y se espera que est alle. No hay nada m ás que hacer. Com o m uchos sordos, Ernest t enía el olfat o m uy desarrollado ( salvo cuando se t rat aba de su perro) . Est e privilegio le proporcionaba m uchas alegrías, cuando aspiraba el olor de la sopa de guisant es m aj ados o de los plat os que m ás le gust aban, calam ares en su t int a, t ort illa con chorizo o ese guiso de asaduras, hecho con corazón y pulm ones de buey, borgoñón de los pobres, que era el t riunfo de la abuela y que, por su m odicidad, aparecía con frecuencia en la m esa, o cuando se rociaba los dom ingos con el agua de colonia barat a o la loción llam ada [ Pom peia] ( que t am bién usaba la m adre de Jacques) , cuyo perfum e dulce y t enaz, con fondo de bergam ot a, rondaba siem pre en el com edor y en el pelo de Ernest , y él olía profundam ent e en el frasco, con aire ext asiado... Pero su sensibilidad ext rem a era t am bién causa de a

Tolst ói o Gorki ( I ) El padre. De ese m edio salió Dost oievski ( I I ) El hij o, que vuelt o a las fuent es da el escrit or de la época ( I I I ) La m adre. b El señor Germ ain — El liceo — la religión — la m uert e de la abuela — ¿Acabar de la m ano de Ernest ?


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disgust os. No t oleraba ciert os olores im percept ibles para narices norm alm ent e const it uidas. Por ej em plo, adquirió la cost um bre de husm ear su plat o ant es de em pezar a com er y se ponía roj o de cólera cuando descubría lo que para él era olor a huevo. La abuela cogía a su vez el plat o sospechoso, lo olía, declaraba que no sent ía nada, después lo pasaba a su hij a para obt ener su parecer. Cat herine Corm ery pasaba su nariz delicada por la porcelana y sin olisquear siquiera, declaraba con voz suave que no, no olía. Todos olían los ot ros plat os para fundam ent ar m ej or el j uicio definit ivo, salvo los niños que com ían en escudillas de lat a. ( Por razones por lo dem ás m ist eriosas, acaso la escasez de vaj illa o, com o pret endió un día la abuela, para evit ar las rot uras, cuando ni él ni su herm ano t enían m anos t orpes. Pero las t radiciones fam iliares suelen no t ener fundam ent os m ás sólidos, y los et nólogos m e hacen reír cuando buscan la razón de t ant os rit os m ist eriosos. El verdadero m ist erio, en m uchos casos, es que no hay razón ninguna.) Después la abuela pronunciaba el veredict o: no olía. En realidad nunca hubiera pronunciado ot ro, sobre t odo si era ella la que había lavado los plat os la víspera. Su honor de am a de casa le im pedía ceder. Ent onces est allaba la verdadera cólera de Ernest , t ant o m ás cuant o que no encont raba palabras para expresar su convicción. a Había que dej ar que revent ase la t orm ent a, aunque t erm inara por no querer com er, o por picot ear com o con asco en el plat o que la abuela había cam biado, o se levant ara de la m esa y saliera declarando que iba al rest aurant e, t ipo de est ablecim ient o que por lo dem ás nunca había pisado, com o nadie de la casa, aunque la abuela, cada vez que un descont ent o se levant aba de la m esa, no dej aba de pronunciar la frase fat ídica: «Vet e al rest aurant e». El rest aurant e era para t odos, desde ent onces, com o uno de esos lugares pecam inosos, de falaz seducción, donde t odo parece fácil, puest o que se puede com prar, pero cuyas prim eras y culpables delicias el est óm ago t arde o t em prano paga m uy caras. En t odo caso, la abuela no cont est aba nunca a las cóleras de su benj am ín. Por una part e, porque sabía que era inút il, por ot ra, porque siem pre había t enido por él una ext raña debilidad, que Jacques, en cuant o t uvo algunas lect uras, at ribuyó al hecho de que Ernest era inválido ( cuando hay t ant os ej em plos de padres que, cont rariando est e prej uicio, se apart an del hij o dism inuido) y que com prendió m ej or m ás t arde, un día en que, al sorprender la m irada clara de su abuela, súbit am ent e suavizada por una t ernura que nunca le había conocido, se volvió y vio a su t ío poniéndose la chaquet a de los dom ingos. Adelgazado por la t ela oscura, el rost ro fino y j oven, recién afeit ado, cuidadosam ent e peinado, por excepción de cuello lim pio y corbat a, con ese aire de past or griego endom ingado, Ernest se le apareció com o era, es decir, m uy guapo. Y com prendió ent onces que la abuela am aba físicam ent e a su hij o, est aba enam orada, com o t odo el m undo, de la gracia y la fuerza de Ernest , y que su debilidad excepcional por él era después de t odo m uy com ún, nos ablanda m ás o m enos a t odos, por lo dem ás deliciosam ent e, y cont ribuye a hacer el m undo soport able: es la debilidad ant e la belleza. Jacques recordaba t am bién ot ro arrebat o de cólera del t ío Ernest , ést e m ás grave, porque había est ado a punt o de t erm inar en una pelea con el t ío Joséphin, el que t rabaj aba en los ferrocarriles. Joséphin no dorm ía en la casa de su m adre ( y a decir verdad, ¿dónde hubiera podido dorm ir?) . Tenía una habit ación en el barrio ( habit ación donde por ot ra part e no invit aba a nadie de la fam ilia y que Jacques, por ej em plo, nunca había vist o) y t om aba sus com idas en casa de su m adre, a cam bio de una pequeña pensión. I m posible im aginar nada m ás diferent e de Ernest que su herm ano Joséphin. Unos diez años m ayor, bigot e breve y pelo cort ado al cepillo, era t am bién m ás m acizo, m ás encerrado y sobre t odo m ás calculador. Ernest lo acusaba usualm ent e de avaricia. Lo ciert o es que se expresaba con m ás sencillez: «Ese, un m zabí». Los m zabíes eran para Ernest los alm aceneros del barrio, que, en efect o, venían del Mzab y vivían años ent eros con nada y sin m uj er en sus t rast iendas con olor a aceit e y canela, para m ant ener a sus fam ilias en las a

Microt ragedias.


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cinco ciudades del Mzab, en pleno desiert o, donde la t ribu de herét icos, una suert e de purit anos del I slam perseguidos a m uert e por la ort odoxia, habían at errizado siglos at rás, en un lugar elegido con la seguridad de que nadie se lo disput aría, pues no había m ás que piedras, t an lej os del m undo civilizado de la cost a com o un planet a resquebraj ado y sin vida puede est arlo de la Tierra, y donde se inst alaron para fundar cinco ciudades, en t orno a unos avaros punt os de agua, im aginando esa ext raña ascesis de enviar a las ciudades de la cost a a los hom bres válidos para que ej ercieran el com ercio a fin de m ant ener esa creación del espírit u y sólo del espírit u, hast a que, sust it uidos por ot ros, regresaran a disfrut ar, en sus fort ificadas ciudades de t ierra y adobe, del reino por fin conquist ado para su fe. La vida enrarecida, la aspereza de esos m zabíes sólo podían j uzgarse en función de sus obj et ivos profundos. Pero la población obrera del barrio, ignorant e del I slam y sus herej ías, sólo veía las apariencias. Y para Ernest , com o para t odo el m undo, com parar a su herm ano con un m zabí equivalía a com pararlo con Harpagón. A decir verdad, Joséphin vigilaba el cént im o, al cont rario de Ernest , que, según la abuela, t enía «el corazón en la m ano». ( Es ciert o que cuando est aba furiosa con él, lo acusaba, por el cont rario, de t ener esa m ism a m ano «rot a».) Pero adem ás de la diferencia de índole, era indudable que Joséphin ganaba un poco m ás que Ét ienne y que la prodigalidad es siem pre m ás fácil en la indigencia. Pocos son los que siguen siendo pródigos cuando t ienen m edios para serlo. Son ést os los reyes de la vida y m erecen una profunda reverencia. Joséphin no nadaba en la abundancia, lej os de ello, pero adem ás de su sueldo, que adm inist raba m et ódicam ent e ( pract icaba el m ét odo llam ado de los sobres, los hacía con papel de periódico o de em balaj e) , conseguía algún ingreso suplem ent ario m ediant e algunos t rucos bien pensados. Com o t rabaj aba en los ferrocarriles, t enía derecho a viaj ar grat is cada quince días. De m odo que un dom ingo de cada dos, t om aba el t ren para ir a lo que se llam aba «el int erior», es decir al pueblo, y recorría las fincas de los árabes para com prar m ás barat os huevos, unos pollos raquít icos o unos conej os. Volvía con esas m ercancías y las vendía con honrado beneficio a sus vecinos. Su vida est aba organizada en t odos los planos. No se le conocía m uj er. Por ot ra part e, ent re la sem ana de t rabaj o y los dom ingos dedicados al com ercio, sin duda le falt aba el t iem po libre que exige el ej ercicio de la volupt uosidad. Pero siem pre había anunciado que se casaría a los cuarent a años con una m uj er que ya t uviera una buena sit uación. Hast a ese m om ent o perm anecería en su cuart o, j unt aría dinero y en part e seguiría viviendo en casa de su m adre. Por ext raño que pareciera, dada su falt a de encant o, ej ecut ó el plan com o lo había dicho y se casó con una profesora de piano que est aba m uy lej os de ser fea y que le aport ó, durant e m uchos años por lo m enos, j unt o con sus m uebles, la felicidad burguesa. Es ciert o que al final Joséphin conservaría los m uebles y no la m uj er. Pero ést a era ot ra hist oria, y lo único que Joséphin no había previst o era que, a raíz de su disput a con Ét ienne, no podría com er en casa de su m adre y t endría que recurrir a las delicias dispendiosas del rest aurant e. Jacques no recordaba las causas del dram a. Oscuras querellas dividían a veces a la fam ilia, y a decir verdad nadie hubiera sido capaz de desent rañar los orígenes, sobre t odo porque, com o nadie t enía m em oria, ya no se recordaban las causas, lim it ándose a m ant ener m ecánicam ent e el efect o rum iado y acept ado de una vez por t odas. De aquel día, Jacques sólo recordaba a Ernest de pie delant e de la m esa t odavía servida y grit ando insult os incom prensibles, salvo el de m zabí, a su herm ano, que seguía sent ado y com iendo. Después Ernest lo abofet eó, el herm ano se levant ó y ret rocedió ant es de abalanzarse sobre él. Pero la abuela suj et aba a Ernest , y la m adre de Jacques, blanca de em oción, ret enía a Joséphin desde at rás. —Déj alo, déj alo —decía, y los dos niños, pálidos, boquiabiert os, m iraban inm óviles, escuchando la andanada de inj urias rabiosas que fluía en una sola dirección, hast a que Joséphin dij o con aire desabrido: —Es una best ia brut a. No hay nada que hacer. —Y dio la vuelt a a la m esa m ient ras la abuela cont enía a Ernest , que quería seguirlo. Y aún después de que la puert a se


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cerrara con un golpe, Ernest seguía agit ado. —Déj am e, déj am e —decía a su m adre—, m ira que t e haré daño. Pero ella lo había cogido por el pelo y se lo t ironeaba: —¿Tú, t ú le vas a pegar a t u m adre? Y Ernest cayó sobre su silla llorando: —No, no, a t i no. ¡Tú eres com o Dios para m í! La m adre de Jacques fue a acost arse sin t erm inar de com er y al día siguient e le dolía la cabeza. A part ir de ese m om ent o, Joséphin no volvió nunca m ás, salvo a veces, para ver a su m adre, cuando est aba seguro de que Ernest había salido. a Hubo t am bién ot ra pelea que a Jacques no le gust aba recordar porque no deseaba, él, conocer la causa. Durant e t odo un periodo, un t al señor Ant oine, que Ernest conocía vagam ent e, vendedor de pescado en el m ercado, de origen m alt és, bast ant e guapo, alt o y delgado, y que usaba siem pre una especie de ext raño bom bín oscuro, al m ism o t iem po que un pañuelo de cuadros anudado al cuello, m et ido dent ro de la cam isa, visit aba regularm ent e la casa, al caer la t arde, ant es de la cena. Más t arde, reflexionando, Jacques recordó algo que prim ero no le había sorprendido, y es que su m adre se vest ía con un poco m ás de coquet ería, se ponía unos delant ales de color claro e incluso una pizca de color en las m ej illas. Era t am bién la época en que las m uj eres em pezaban a cort arse el pelo, que hast a ent onces habían llevado largo. A Jacques le gust aba m irar a su m adre o a su abuela cuando procedían a la cerem onia del peinado. Con una t oalla sobre los hom bros, la boca llena de horquillas, peinaban prolongadam ent e los largos cabellos blancos o cast años, después los levant aban, los est iraban pegándolos en los cost ados y los anudaban en la nuca, acribillándolos de horquillas que iban ret irando una por una de la boca, con los labios separados y los dient es apret ados, y plant ándolos en la espesa m asa del m oño. La abuela encont raba ridícula y a la vez culpable la nueva m oda, y subest im ando su fuerza real, aseguraba, sin preocuparse de la lógica, que sólo las m uj eres «de la vida» acept arían ridiculizarse de esa m anera. La m adre de Jacques no necesit ó que se lo repit ieran y, sin em bargo, un año después, aproxim adam ent e en la época de las visit as de Ant oine, volvió una noche con el pelo cort ado, fresca y rej uvenecida, y declarando con una falsa alegría, det rás de la cual asom aba la inquiet ud, que había querido darles una sorpresa. Fue una sorpresa para la abuela, en efect o, que m irándola de arriba abaj o y cont em plando el irrem ediable desast re, se lim it ó a decirle, delant e de su hij o, que ahora parecía una put a. Después se volvió a la cocina. Cat herine Corm ery dej ó de sonreír y t oda la m iseria y el cansancio del m undo se pint aron en su cara. Después encont ró la m irada fij a de su hij o, t rat ó de sonreír t odavía, pero le t em blaban los labios y se precipit ó llorando a su cuart o, para echarse en la cam a, que era su único refugio para el descanso, la soledad y los pesares. Jacques, cohibido, se acercó a ella. Cat herine había hundido la cara en la alm ohada, los bucles cort os descubrían su nuca y los sollozos est rem ecían su espalda delgada. —Mam á, m am á —dij o Jacques t ocándola t ím idam ent e—. Est ás m uy bonit a así. Pero ella no lo escuchó y con la m ano le pidió que la dej ara. El ret rocedió hast a el um bral de la puert a, se apoyó cont ra las j am bas, se echó a llorar de im pot encia y de am or. b Después, durant e varios días, la abuela no le dirigió la palabra a su hij a. Y Ant oine, cuando venía, era recibido cada vez con m ás frialdad. Ernest , sobre t odo, ponía una cara im pávida. A pesar de ser bast ant e fat uo y locuaz, Ant oine lo not aba. ¿Qué pasó ent onces? Jacques vio varias veces huellas de lágrim as en los bellos oj os de su m adre. Ernest callaba con frecuencia e incluso apart aba a Brillant . Una noche de verano, Jacques observó que parecía acechar algo desde el balcón. —¿Va a venir Daniel? —pregunt ó el niño. El ot ro gruñó. Y de pront o Jacques vio llegar a Ant oine, que hacía varios días que a b

La parej a Ernest , Cat herine después de la m uert e de la abuela. lágrim as del am or im pot ent e.


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no venía. Ernest se precipit ó y segundos después subieron de la escalera unos ruidos sordos. Jacques se asom ó y vio a los dos hom bres zurrándose en la oscuridad, sin decir una palabra. Ernest , sin sent ir los golpes, pegaba con sus puños duros com o hierro, y poco después Ant oine rodaba por la escalera, se incorporaba al pie de ést a con la boca ensangrent ada y sacaba un pañuelo para secarse la sangre, sin dej ar de m irar a Ernest , que salía com o loco. Al ent rar a casa, Jacques encont ró a su m adre sent ada en el com edor, inm óvil, el sem blant e pet rificado. Se sent ó él t am bién, sin decir nada. a Y después volvió Ernest m ascullando insult os y lanzando una m irada furiosa a su herm ana. La cena t ranscurrió com o de cost um bre, salvo que su m adre no com ió; «No t engo ham bre», decía sim plem ent e a la abuela, que insist ía. Term inada la com ida, se fue a su cuart o. Durant e la noche Jacques, despiert o, la oyó revolverse en su cam a. A part ir del día siguient e, volvió a sus vest idos negros o grises, a su aspect o est rict o de pobre. Jacques la encont raba igualm ent e guapa, m ás guapa t odavía porque el alej am ient o y la dist racción eran m ayores, inst alada ahora para siem pre en la pobreza, la soledad y la vej ez que llegaría. b Durant e m ucho t iem po Jacques guardó rencor a su t ío, sin saber dem asiado qué era lo que podría reprocharle precisam ent e. Pero al m ism o t iem po sabía que no podía reprochárselo, y que la pobreza, la invalidez, la est rechez elem ent al en que vivía t oda su fam ilia, si bien no lo disculpaban t odo, im piden en t odo caso condenar a las víct im as. Sin quererlo se hacían daño unos a ot ros, sim plem ent e porque eran, cada uno para el ot ro, los represent ant es de la indigencia m enest erosa y cruel en que vivían. Y en cualquier caso no podía dudar del apego casi anim al de su t ío ( ant e t odo) por la abuela y después por la m adre de Jacques y sus hij os. Lo percibió, por lo que a él respect a, el día del accident e en la fábrica de t oneles. c Todos los j ueves, Jacques iba al t aller. Si t enía deberes que hacer, los despachaba rápidam ent e y corría en seguida al t aller, con el m ism o alborozo con que iba ot ras veces a j unt arse con sus am igos de la calle. La fábrica se hallaba cerca del cam po de m aniobras. Era com o un pat io at est ado de desechos, viej os aros de hierro, escoria y hogueras apagadas. En uno de los lados, había una especie de t echo de ladrillos sost enido a dist ancias regulares por pilares de m orrillos. Los cinco o seis obreros t rabaj aban debaj o de ese t echo. Cada uno t enía en principio adj udicado su lugar, es decir, un banco de carpint ero cont ra la pared, delant e del cual había un espacio vacío al que se podían subir los barriles y las bordelesas y, separándolo del lugar siguient e, una suert e de asient o sin respaldo con una hendidura lo bast ant e ancha com o para deslizar en ella los fondos de barril y afinarlos a m ano por m edio de un inst rum ent o bast ant e parecido a una t aj adera d , pero cuyo filo est aba del lado del hom bre que lo suj et aba por las dos agarraderas. A decir verdad, est a organización no era percept ible a prim era vist a. Seguram ent e los bancos, al principio en un orden det erm inado, poco a poco se fueron desplazando, y ent re ellos, los aros se am ont onaron, los caj ones de rem aches fueron arrast rados de un lugar a ot ro y sólo una prolongada observación, o su equivalent e, una frecuent ación prolongada, perm it ía advert ir que cada obrero se m ovía siem pre en el m ism o sect or. Ant es de llegar al t aller, donde llevaba la m erienda a su t ío, Jacques reconocía el ruido de los m art illazos con los que los escoplos hundían los aros de hierro de los barriles, cuyas duelas acababan de j unt arse, y los obreros golpeaban en un ext rem o del escoplo m ient ras pasaban rápidam ent e el ot ro ext rem o alrededor del aro, o adivinaba por los ruidos m ás fuert es, m ás espaciados, que rem achaban los aros en el t orno del banco. Cuando Jacques llegaba al t aller, en m edio del est ruendo de los m art illos, era acogido con a

ponerlo m ucho m ás adelant e — bat alla no Lucien. porque la vej ez llegaría — en esa época Jacques creía que su m adre era viej a, y t enía apenas la edad de él en ese m om ent o, pero la j uvent ud es ant e t odo un conj unt o de posibilidades, y él, para quien la vida había sido generosa... [ pa sa j e t a ch a do, N . de la E.] . c poner t onelería ant es de rabiet as y quizás incluso al com ienzo ret rat o Ernest . b

d

verificar el nom bre de la herram ient a.


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saludos j ubilosos y se reanudaba la danza de los m art illos. Ernest , vest ido con un viej o pant alón azul rem endado, alpargat as cubiert as de serrín, cam iset a gris sin m angas y un viej o fez dest eñido que prot egía su herm oso pelo de las virut as y el polvo, lo besaba y le pedía ayuda. A veces Jacques sost enía el aro parado en el yunque que lo suj et aba por lo ancho, m ient ras su t ío golpeaba con t odas sus fuerzas para aplast ar los rem aches. El aro vibraba en las m anos de Jacques y cada m art illazo le m arcaba las palm as de la m ano, o bien m ient ras Ernest se sent aba a horcaj adas en un ext rem o del asient o, Jacques hacía lo m ism o en el ot ro ext rem o, apret ando el fondo del barril que los separaba m ient ras su t ío lo afinaba. Pero lo que prefería era llevar las duelas al cent ro del pat io para que Ernest las ensam blara groseram ent e, m ant eniéndolas j unt as con un arco que pasaba por el cent ro. En el fondo del barril, abiert o por los dos lados, Ernest j unt aba virut as para que Jacques les prendiera fuego. El fuego dilat aba m ás el hierro que la m adera, y Ernest aprovechaba para hundir aún m ás el aro con grandes golpes de form ón y m art illo, en m edio del hum o que les hacía lagrim ear. Hundido el aro, Jacques llevaba los grandes cubos de m adera que había llenado de agua en la bom ba del fondo del pat io, se apart aba y su t ío arroj aba violent am ent e el agua cont ra el barril, enfriando el aro, que se encogía y m ordía t odavía m ás en la m adera ablandada por el agua, en m edio de una gran nube de vapor. a Durant e el descanso para com er un bocado, los obreros abandonaban el t rabaj o em pezado y se reunían, en invierno, en t orno a un fuego de virut as y m adera, en verano, a la som bra del t echo. Est aba Abder, el peón argelino que llevaba un pant alón árabe cuyos fundillos le colgaban en pliegues y la pierna le llegaba a m it ad de la pant orrilla, una viej a chaquet a sobre un j ersey andraj oso y un fez, y que con acent o curioso llam aba a Jacques «colega» porque hacía el m ism o t rabaj o que él cuando ayudaba a Ernest ; el pat rón, el señor [ ] b , que era en realidad un viej o obrero t onelero que ej ecut aba con sus ayudant es los encargos de una fábrica de barriles m ás im port ant e y anónim a; un obrero it aliano siem pre t rist e y resfriado, y sobre t odo el alegre Daniel, que siem pre se arrim aba a Jacques para hacerle brom as o acariciarlo. Jacques se escapaba, deam bulaba por el t aller, con su delant al negro cubiert o de serrín, los pies desnudos, si hacía calor, en unas pobres alpargat as cubiert as de t ierra y de virut as, respiraba con deleit e el olor del serrín, el ot ro m ás fresco de las virut as, volvía al fuego para saborear el hum o delicioso o probaba con precaución, en un t rozo de m adera suj et a en el t orno, la herram ient a que servía para afinar los fondos y disfrut aba ent onces de la dest reza de sus m anos, que t odos los obreros elogiaban. Ocurrió que en una de esas pausas Jacques se encaram ó t ont am ent e sobre el banco de carpint ero con las suelas m oj adas. De pront o resbaló hacia adelant e al m ism o t iem po que el banco se volcaba hacia at rás, apret ando con él, al caer con t odo su peso, la m ano derecha. Sint ió de inm ediat o un dolor sordo, pero se incorporó en seguida riendo a los obreros que acudían. Ant es de que dej ara de reír, Ernest se abalanzó sobre él, lo t om ó en sus brazos y salió a t odo correr del t aller, balbuceando: «Al doct or, al doct or». Ent onces Jacques vio la punt a de su dedo m edio aplast ada com o un pedazo de m asa sucia e inform e de la que m anaba la sangre. De golpe perdió el coraj e y se desvaneció. Cinco m inut os después est aban en casa del m édico árabe que vivía frent e a ellos. —No es nada, doct or, no es nada, ¿verdad? —decía Ernest , blanco com o el papel. —Espérem e aquí —dij o el m édico—, será valient e. Tuvo que serlo, t odavía hoy daba pruebas de ello su curioso dedo m edio rem endado. Pero una vez cosidos los punt os y puest o el vendaj e, el m édico le ext endió, j unt o con un cordial, una pat ent e de coraj e. De t odos m odos, Ernest insist ió en llevarlo cargado para cruzar la calle y, ya en la escalera, em pezó a besarlo gim iendo y est rechándolo cont ra su cuerpo hast a hacerle daño. a b

t erm inar el barril. N om br e ile gible .


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—Mam á —dij o Jacques—, llam an a la puert a. —Es Ernest —dij o su m adre—. Ve a abrirle. Ahora cierro, es por los bandidos. En el um bral de la puert a, al descubrir a Jacques, Ernest lanzaba una exclam ación de sorpresa, algo parecido al how inglés, y enderezando la cint ura lo besaba. A pesar del pelo t ot alm ent e blanco, su rost ro, t odavía regular y arm onioso, seguía conservando una j uvent ud asom brosa. Pero las piernas t orcidas se habían arqueado aún m ás, t enía la espalda com plet am ent e encorvada y cam inaba apart ando los brazos y las piernas. —¿Est ás bien? —le dice Jacques. No, t iene punzadas, reum at ism os, algo m alo; ¿y Jacques? Sí, t odo iba bien, qué fuert e era, ella ( y señalaba a Cat herine con el dedo) est aba cont ent a de volver a verlo. Desde la m uert e de la abuela y la part ida de los hij os, el herm ano y la herm ana vivían j unt os y no podían est ar el uno sin el ot ro. Ernest necesit aba que alguien se ocupara de él, y desde ese punt o de vist a, Cat herine era su m uj er, hacía la com ida, le preparaba la ropa, lo cuidaba si hacía falt a. Cat herine no necesit aba dinero, pues sus hij os cubrían sus necesidades, pero sí una com pañía m asculina, y él velaba por ella a su m anera, desde hacía años, años durant e los cuales habían vivido, sí, com o m arido y m uj er, no según la carne, sino según la sangre, ayudándose a vivir cuando sus invalideces les hacían la vida t an difícil, cont inuando una conversación m uda, ilum inada de vez en cuando por fragm ent os de frases, pero m ás unidos y sabiendo m ás el uno del ot ro que m uchas parej as norm ales. —Sí, sí —decía Ernest —. Jacques, Jacques, ella siem pre habla. —Pues, aquí est oy —decía Jacques. Y allí est aba, en efect o, ent re ellos dos, com o ant es, sin poder decirles nada y sin dej ar de quererlos j am ás, por lo m enos a ellos, y queriéndolos aún m ás porque le perm it ían querer, él, que no había querido a t ant as criat uras que lo m erecían. —¿Y Daniel? —Est á bien, viej o com o yo; su herm ano Pierre est á preso. —¿Por qué? —El dice que el sindicat o. Pero yo creo que est á con los árabes. —Y súbit am ent e inquiet o—: Oye, ¿est ás de acuerdo con los bandidos? —No —dice Jacques—, los ot ros árabes sí, los bandidos no. —Bueno, le dij e a t u m adre que los pat rones m uy duros. Era un disparat e pero los bandidos no es posible. —Claro —dice Jacques—. Pero hay que hacer algo por Pierrot . —Bueno, diré a Daniel. —¿Y Donat ? —Era el boxeador em pleado del gas. —Murió. Un cáncer. Som os t odos viej os. Sí, Donat había m uert o. Y la t ía Marguerit e, la herm ana de su m adre, había m uert o, la abuela lo arrast raba a casa de la t ía el dom ingo por la t arde y él se aburría soberanam ent e, salvo cuando el t ío Michel, que era carret ero y t am bién se aburría escuchando aquellas conversaciones en el com edor oscuro, en t orno a los t azones de café negro sobre el hule de la m esa, lo llevaba al est ablo, que est aba m uy cerca, y allí, en la sem ipenum bra, cuando el sol de la t arde calent aba fuera las calles, sent ía ant e t odo el buen olor del pelo, la paj a y el est iércol, escuchaba las cadenas de los ronzales raspando la art esa del pienso, los caballos volvían hacia ellos sus oj os de largas pest añas, y el t ío Michel, alt o, seco, con sus largos bigot es y oliendo él t am bién a paj a, lo alzaba y lo deposit aba sobre uno de los caballos, que volvía, plácido, a hundirse en la art esa y a t rit urar la avena m ient ras el t ío le daba algarrobas que el niño m ast icaba y chupaba con deleit e, lleno de am ist ad hacia ese hom bre siem pre unido en su cabeza a los caballos, y los lunes de Pascua part ían con él y t oda la fam ilia para celebrar la m ouna en el bosque de Sidi- Ferruch, y Michel alquilaba uno de esos t ranvías de caballos que hacían ent onces el t rayect o


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ent re el barrio donde vivían y el cent ro de Argel, una especie de gran j aula con claraboya provist a de bancos adosados, a la que se uncían los caballos, uno de ellos de reat a, escogido por Michel en su caballeriza, y por la m añana t em prano cargaban las grandes cest as de la ropa replet as de esos rúst icos bollos llam ados m ounas y de unos past eles ligeros y friables, las orej it as, que dos días ant es de la part ida t odas las m uj eres de la fam ilia hacían en casa de la t ía Marguerit e sobre el hule cubiert o de harina, donde la m asa se ext endía con el rodillo hast a cubrir casi t odo el m ant el y con una ruedecilla de boj cort aban los past eles, que los niños llevaban en grandes bandej as para arroj arlos en barreños de aceit e hirvient e y alinearlos después con precaución en los cest os, de los que subía ent onces el exquisit o olor de vainilla que los acom pañaba durant e t odo el recorrido hast a SidiFerruch, m ezclado con el olor del m ar que llegaba hast a la carret era del lit oral, vigorosam ent e t ragado por los cuat ro caballos sobre los cuales Michel a hacía rest allar el lát igo, que pasaba de vez en cuando a Jacques, sent ado a su lado, fascinado por las cuat ro grupas enorm es que con gran ruido de cascabeles se cont oneaban baj o sus oj os y se abrían m ient ras la cola se alzaba, y él veía m oldearse y caer al suelo la bost a apet it osa, las herraduras cent elleaban y los cencerros precipit aban sus sones cuando los caballos se engallaban. En el bosque, m ient ras los ot ros colocaban ent re los árboles los cest os y los paños de cocina, Jacques ayudaba a Michel a cepillar los caballos y a colgarles del cuello los m orrales de lienzo crudo en los que hacían t rabaj ar las m andíbulas, abriendo y cerrando sus grandes oj os frat ernales, o ahuyent ando una m osca con un casco im pacient e. El bosque est aba lleno de gent e, com ían unos pegados a los ot ros, bailaban de un lugar a ot ro al son del acordeón o de la guit arra, el m ar gruñía m uy cerca, nunca hacía calor suficient e com o para bañarse, pero sí la t em perat ura necesaria para cam inar descalzos en las prim eras olas, m ient ras los ot ros dorm ían la siest a y la luz que se suavizaba im percept iblem ent e volvía aún m ás vast os los espacios del cielo, t an vast os que el niño sent ía asom arle las lágrim as al m ism o t iem po que un gran grit o de alegría y grat it ud hacia la vida adorable. Pero la t ía Marguerit e había m uert o, t an bella y siem pre t an bien vest ida, dem asiado coquet a, decían, y ella no se había equivocado, pues la diabet es la inm ovilizó en un sillón, y em pezó a hincharse en el apart am ent o abandonado y a ponerse enorm e y t an abot argada que le falt aba el alient o, t an fea que asust aba, rodeada de sus hij as y de su hij o coj o, que era zapat ero, y que con el corazón encogido acechaba el m om ent o en que su m adre no pudiera respirar. b c Ella seguía engordando, at iborrada de insulina, y, en efect o, la respiración t erm inó por falt arle. d Pero t am bién la t ía Jeanne había m uert o, la herm ana de la abuela, la que asist ía a los conciert os del dom ingo por la t arde, y que había resist ido m ucho t iem po en su finca de m uros encalados, en m edio de sus t res hij as viudas de guerra, recordando siem pre a su m arido m uert o hacía m ucho t iem po e, el t ío Joseph, que no hablaba m ás que el m ahonés y que Jacques adm iraba por su pelo blanco coronando un bello rost ro rosado y por el som brero negro que llevaba incluso en la m esa, con un aire de inim it able nobleza, verdadero pat riarca cam pesino, que a veces, sin em bargo, se alzaba ligeram ent e durant e la com ida para solt ar una sonora inconveniencia de la que se disculpaba cort ésm ent e ant e los reproches resignados de su m uj er. Tam bién los vecinos de su abuela, los Masson, habían m uert o t odos, la viej a prim ero y después la herm ana m ayor, Alexandra, la alt a y [ ] f , el herm ano de orej as separadas, que era cont orsionist a y cant aba en las m at inés del cine Alcázar. Todos, a

recuperar a Michel durant e el t errem ot o de Orléansville. Libro sext o en la 2. a part e. c Y t am bién Francis había m uert o ( ver últ im as not as) .

b

d

Denise los abandona a los dieciocho años para prost it uirse — Vuelve a los veint iuno rica y, con la vent a de sus j oyas, rehace la caballeriza ent era de su padre — m uert a en una epidem ia. e ¿las hij as?

f

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sí, incluso la m uchacha m ás j oven, Mart he, a quien su herm ano Henri había cort ej ado y algo m ás. Nadie hablaba ya de ellos. Ni su m adre ni su t ío hablaban de los parient es desaparecidos. Ni de ese padre cuyas huellas buscaba, ni de los ot ros. Seguían pasando necesidad, aunque no vivieran en la est rechez, pero ya se habían hecho a ello y t am bién a una desconfianza resignada con respect o a la vida, que am aban anim alm ent e, pero de la que sabían por experiencia que pare regularm ent e la desgracia sin haber dado siquiera señales de est ar preñada. a Y adem ás, t al com o lo rodeaban los dos, silenciosos y hundidos en sí m ism os, vacíos de recuerdos y únicam ent e fieles a algunas im ágenes oscuras, vivían cerca de la m uert e, es decir, siem pre en present e. Nunca sabría por ellos quién había sido su padre y, sin em bargo, por su sola presencia, hacían brot ar nuevam ent e los frescos m anant iales de una infancia m iserable y feliz, no est aba seguro de que esos recuerdos t an ricos que surgían a borbot ones en él, fueran realm ent e fieles al niño que había sido. Mucho m ás seguro, por el cont rario, era que debía at enerse a dos o t res im ágenes privilegiadas que lo ligaban a ellos, que lo fundían con ellos, que suprim ían lo que había t rat ado de ser durant e t ant os años reduciendo por fin al ser anónim o y ciego que había sobrevivido a sí m ism o en t odo ese t iem po de su fam ilia y que const it uía su verdadera nobleza. Así, la im agen de esas noches de calor en que t oda la fam ilia, después de la cena, baj aba unas sillas a la acera de la puert a de la casa, y un aire polvorient o y calient e caía de los ficus cubiert os de polvo, m ient ras las gent es del barrio iban y venían, Jacquesb , con la cabeza apoyada en el hom bro flaco de su m adre, la silla un poco echada hacia at rás, m iraba a t ravés de las ram as las est rellas del cielo de verano, o com o aquella ot ra im agen de una noche de Navidad en que, volviendo sin Ernest de casa de la t ía Marguerit e, pasada la m edianoche, vieron delant e del rest aurant e, al lado de la puert a de la casa, un hom bre t endido, alrededor del cual ot ro bailaba. Los dos hom bres, que est aban borrachos, querían seguir bebiendo. El dueño del rest aurant e, un m uchacho rubio y frágil, los había expulsado. Dieron de punt apiés a la pat rona, que est aba encint a. Y el dueño disparó. La bala se m et ió en la sien derecha de uno de ellos. La cabeza descansaba sobre la herida. Ebrio de alcohol y de espant o, el ot ro em pezó a bailar alrededor, y m ient ras el rest aurant e cerraba sus puert as, t odo el m undo escapó ant es de que llegara la policía. Y en aquel rincón perdido del barrio donde se apret aban los unos a los ot ros, las dos m uj eres est rechando a los niños cont ra sus cuerpos, la luz escasa en el pavim ent o com o unt ado por las lluvias recient es, el largo resbalar de los aut os en el suelo húm edo, los t ranvías que pasaban cada t ant o, sonoros e ilum inados, llenos de viaj eros alegres e indiferent es a esa escena de ot ro m undo, grababan en el corazón at errado de Jacques una im agen que hast a ent onces había sobrevivido a t odas las ot ras: la im agen dulzona e insist ent e de ese barrio en el que había reinado t odo el día con inocencia y avidez, pero que con el paso de las horas producía un sonido m ist erioso e inquiet ant e, cuando sus calles em pezaban [ a] poblarse de som bras o m ás bien cuando una sola som bra anónim a, señalada por unos pasos sordos y un ruido confuso de voces, surgía a veces, inundada de gloria sangrient a en la luz roj a de un globo de farm acia, y el niño, presa de súbit a angust ia, corría a la casa m iserable para encont rar a los suyos.

a b

¿pero son en verdad m onst ruos? ( no, el m . era él) . soberano hum ilde y orgulloso de la belleza de la noche.


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6 bis a La e scu e la b

No había conocido a su padre, pero solían hablarle de él en una form a un poco m it ológica y siem pre, llegado ciert o m om ent o, había sabido sust it uirlo. Por eso Jacques j am ás lo olvidó, com o si, no habiendo experim ent ado realm ent e la ausencia de un padre a quien no había conocido, hubiera reconocido inconscient em ent e, prim ero de pequeño, después a lo largo de t oda su vida, el único gest o pat ernal, a la vez m edit ado y decisivo, que hubo en su vida de niño. Pues el señor Bernard, su m aest ro de la últ im a clase de prim aria, había puest o t odo su peso de hom bre, en un m om ent o dado, para m odificar el dest ino de ese niño que dependía de él, y en efect o, lo había m odificado. En aquel m om ent o el señor Bernard est aba allí, delant e de Jacques, en su pequeño apart am ent o de las vuelt as de Rovigo, casi al pie de la Alcazaba, un barrio que dom inaba la ciudad y el m ar, habit ado por pequeños com erciant es de t odas las razas y t odas las religiones, cuyas casas olían a la vez a especias y a pobreza. Allí est aba, envej ecido, el pelo m ás ralo, m anchas de vej ez det rás del t ej ido ya vit rificado de las m ej illas y las m anos, desplazándose con m ás lent it ud que ant es, y visiblem ent e cont ent o cuando podía sent arse de nuevo en su sillón de m im bre, cerca de la vent ana que daba a la calle com ercial y donde cant aba un canario, ablandado t am bién por la edad y m ost rando su em oción, cosa que no hubiera ocurrido ant es, pero t odavía erguido y la voz fuert e y firm e, com o en los t iem pos en que, plant ado delant e de sus alum nos, decía: «En fila de a dos. ¡De a dos! ¡No de cinco! ». Y el bullicio cesaba, los alum nos, que a la vez t em ían y adoraban al señor Bernard, se alineaban a lo largo del m uro ext erior del aula, en la galería del prim er piso, hast a que, en filas por fin regulares e inm óviles, en silencio, un «Adent ro, banda de renacuaj os» los liberaba, dándoles la señal del m ovim ient o y de una anim ación m ás discret a que el señor Bernard, sólido, elegant em ent e vest ido, con su fuert e rost ro regular coronado por cabellos un poco ralos pero m uy lisos, oliendo a agua de colonia, vigilaba con buen hum or y severidad. La escuela quedaba en una part e relat ivam ent e nueva de ese viej o barrio, ent re casas de una o dos plant as const ruidas poco después de la guerra del 70 y unos alm acenes m ás recient es que habían t erm inado por unir la calle principal del barrio, la de Jacques, con la part e t rasera del puert o de Argel, donde est aban los m uelles del carbón. Jacques iba andando, dos veces por día, a esa escuela que había em pezado a frecuent ar a los cuat ro años en la sección m at ernal, periodo del que no conservaba recuerdo alguno, salvo el de un lavabo de piedra oscura que ocupaba t odo el fondo del pat io cubiert o donde at errizó un día de cabeza, para levant arse bañado de sangre, la arcada superciliar abiert a, ent re las m aest ras enloquecidas, y fue así com o t rabó conocim ient o con los punt os que apenas acaban de quit arle, a decir verdad, cuando hubo que ponérselos en la ot ra arcada, pues en la casa a su herm ano se le había ocurrido encaj arle hast a los oj os un viej o bom bín y enfundarlo en un viej o abrigo que le t rababa la m archa, de m odo que dio con la cabeza cont ra uno de los m orrillos despegado de las baldosas, y nuevam ent e en sangre. Pero ya iba a la m at ernal con Pierre, casi un año m ayor que él, que vivía en una calle cercana con su m adre t am bién viuda de guerra, em pleada de Correos, y dos de sus t íos, que t rabaj aban en el ferrocarril. Sus respect ivas fam ilias eran vagam ent e am igas, o com o se es en esos barrios, es decir, que se est im aban sin visit arse casi a

V é a se e n los a pé n dice s, la h oj a I I qu e e l a u t or in t e r ca ló e n t r e la s pá gin a s 6 8 y 6 9 de l m a n u scr it o. b ¿Transición con 6?


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nunca y est aban decididos a ayudarse ent re sí sin t ener j am ás ocasión de hacerlo. Sólo los niños se hicieron verdaderos am igos después de aquel prim er día en que los dos, Jacques t odavía con delant al y confiado a Pierre, conscient e de sus pant alones y de su deber de herm ano m ayor, com enzaron la escuela m at ernal. Después habían recorrido j unt os la sucesión de aulas hast a la últ im a de prim aria, a la que Jacques ent ró a los nueve años. Durant e cinco años hicieron cuat ro veces el m ism o t rayect o, uno rubio, el ot ro m oreno, uno plácido, el ot ro inquiet o, pero herm anos por origen y dest ino, buenos alum nos los dos y al m ism o t iem po j ugadores infat igables. Jacques era m ás brillant e en ciert as m at erias, pero su conduct a y su at olondram ient o, así com o un deseo de lucirse que lo incit aba a hacer m il t ont erías, daba vent aj a a Pierre, m ás reflexivo y secret o. Se alt ernaban, pues, a la cabeza de la clase, sin pensar en envanecerse de ello, al cont rario de sus fam ilias. Sus placeres eran diferent es. Por la m añana, Jacques esperaba a Pierre al pie de su casa. Part ían ant es de que pasaran los basureros, o m ás exact am ent e la carret a t irada por un caballo herido en la rodilla que conducía un viej o árabe. La acera t odavía est aba m oj ada por la hum edad de la noche, el aire que llegaba del m ar t enía gust o a sal. La calle de Pierre, que llevaba al m ercado, est aba j alonada de cubos de basura que árabes o m oros fam élicos, a veces un viej o vagabundo español, dest apaban al alba, hallando t odavía algo que aprovechar en lo que las fam ilias pobres y económ icas desdeñaban y t iraban. Los cubos est aban por lo general dest apados y a esa hora de la m añana los gat os vigorosos y flacos del barrio ocupaban el lugar de los andraj osos. Lo que int ent aban los dos niños era llegar en silencio por det rás de los cubos para poner bruscam ent e la t apadera con el gat o dent ro. La hazaña no era fácil, pues los gat os, nacidos y crecidos en un barrio pobre, t enían la vigilancia y la rapidez de los anim ales acost um brados a defender su derecho a vivir. Pero a veces, hipnot izado por un hallazgo apet it oso y difícil de ext raer del m ont ón de basuras, uno de ellos se dej aba sorprender. La t apadera caía con ruido, el gat o lanzaba un aullido de espant o, haciendo fuerza convulsivam ent e con el lom o y las uñas y conseguía levant ar el t echo de su cárcel de zinc, em erger con el pelo erizado de t error y salir corriendo com o si lo siguiera una j auría, en m edio de las carcaj adas de sus verdugos m uy poco conscient es de su crueldad. a A decir verdad, esos verdugos eran t am bién inconsecuent es, pues perseguían con su aborrecim ient o al cazador de perros, apodado por los niños del barrio Gallofa b ( que en español...) . Est e funcionario m unicipal act uaba aproxim adam ent e a la m ism a hora, pero, según las necesidades, hacía t am bién sus rondas por la t arde. Era un árabe vest ido a la europea, ubicado por lo com ún en la part e t rasera de un vehículo t irado por dos caballos y conducido por un viej o im pasible, árabe t am bién. El cuerpo del carro consist ía en una especie de cubo de m adera, a lo largo del cual había, de cada lado, una doble fila de j aulas con sólidos barrot es. En conj unt o eran dieciséis j aulas, cada una de las cuales podía cont ener un perro, acorralado así ent re los barrot es y el fondo. Encaram ado en un pequeño est ribo de la part e post erior del carro, con la nariz a la alt ura del t echo de las j aulas el cazador podía vigilar su t errit orio de caza. El vehículo rodaba lent am ent e a t ravés de las calles m oj adas que em pezaban a poblarse de niños cam ino de la escuela, am as de casa en busca del pan o la leche, con sus bat as de felpa est am padas de flores violent as, y com erciant es árabes que iban al m ercado con sus pequeños t enderet es plegados al hom bro y en la m ano una enorm e espuert a de paj a t renzada que cont enía las m ercancías. Y de pront o, a una señal del cazador, el viej o árabe t iraba de las riendas y el carro se det enía. El cazador había divisado una de sus m iserables a b

Exot ism o la sopa de guisant es.

El or ige n de e st e n om br e pr ove n ía de la pr im e r a pe r son a qu e h a bía a ce pt a do e st a t a r e a y qu e se lla m a ba r e a lm e n t e Ga llofa .


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presas escarbando febrilm ent e en un cubo de basuras, arroj ando de vez en cuando m iradas enloquecidas hacia at rás, o bien t rot ando velozm ent e a lo largo de una pared con ese aire apresurado e inquiet o de los perros m al alim ent ados. Gallofa cogía ent onces de lo alt o del carro un vergaj o t erm inado en una cadena de hierro que se deslizaba por un aro a lo largo del m ango. Se adelant aba hacia el anim al con el paso flexible, rápido y silencioso del t ram pero, lo alcanzaba y, si no llevaba el collar, que es la m arca de los hij os de buena fam ilia, corría hacia él con una brusca y asom brosa velocidad y le pasaba por el cuello su arm a, que funcionaba ent onces com o un lazo de hierro y cuero. El anim al, de pront o est rangulado, se debat ía com o un loco lanzando quej as inart iculadas. Pero el hom bre [ lo] arrast raba rápidam ent e hast a el vehículo, abría una de las puert as con barrot es y, levant ando al perro que se est rangulaba cada vez m ás, lo arroj aba a la j aula con la precaución de hacer pasar el m ango del lazo a t ravés de los barrot es. Capt urado el anim al, afloj aba la cadena de hierro y liberaba su cuello. Por lo m enos así ocurría cuando el perro no recibía la prot ección de los niños del barrio. Porque t odos est aban coaligados cont ra Gallofa. Sabían que los perros capt urados iban a parar a la perrera m unicipal, donde los guardaban t res días, t ranscurridos los cuales, si nadie los reclam aba, los anim ales eran sacrificados. Y aunque no lo supieran, el lam ent able espect áculo de la carret a de la m uert e de regreso de una ronda fruct ífera, cargada de desdichados anim ales de t odo pelo y t am año, espant ados det rás de los barrot es y dej ando una est ela de gem idos y aullidos de m uert e, hubiera bast ado para indignarlos. Por eso, no bien aparecía en el barrio el carro celular, los niños se t ransm it ían el alert a los unos a los ot ros. Ellos m ism os se dispersaban por t odas las calles del barrio para acosar a su vez a los perros, pero con obj et o de expulsarlos a ot ros sect ores de la ciudad, lej os del t errible lazo. Si a pesar de est as precauciones, com o les ocurrió varias veces a Pierre y a Jacques, el cazador descubría en presencia de ellos un perro errant e, la t áct ica era siem pre la m ism a. Jacques y Pierre, ant es de que el cazador pudiera acercarse bast ant e a su presa, em pezaban a grit ar: «Gallofa, Gallofa», con un t ono t an agudo y t an t errible que el perro salía pit ando y en pocos m inut os est aba a salvo. En ese m om ent o los dos niños t enían que dem ost rar t am bién sus apt it udes para la carrera, pues el desdichado Gallofa, que recibía una prim a por perro capt urado, loco de rabia, los perseguía blandiendo el vergaj o. Las personas m ayores generalm ent e los ayudaban a escapar, ya fuese poniendo obst áculos a Gallofa, ya det eniéndolo sin m ás y rogándole que se ocupara de los perros. Los t rabaj adores del barrio, cazadores t odos, en general am aban a los perros y no sent ían est im a alguna por ese ext raño oficio. Com o decía el t ío Ernest : «¡Ese gandul! ». Por encim a de t oda est a agit ación, el viej o árabe que conducía los caballos im peraba, im pasible, o, si las discusiones se prolongaban, em pezaba t ranquilam ent e a liar un cigarrillo. Y ya fuese capt urando gat os o liberando perros, los niños corrían, esclavinas al vient o en invierno y haciendo chasquear las alpargat as ( llam adas m evas) en verano, hacia la escuela y el t rabaj o. Un vist azo a los escaparat es de frut as al cruzar el m ercado, según la est ación, m ont añas de nísperos, naranj as y m andarinas, albaricoques, m elocot ones, m andarinasa, m elones, sandías, desfilaban delant e de ellos, que no las probarían o que, en cant idades lim it adas, com erían las m enos caras; dos o t res pases, sin solt ar la cart era, a horcaj adas en el gran est anque barnizado del surt idor, y corrían a lo largo de los depósit os del Boulevard Thiers, recibiendo en plena cara el olor de naranj as que salía de la fábrica donde las m ondaban para preparar licores con la piel, rem ont aban la callecit a de j ardines y de villas para desem bocar por fin en la Rue Aum erat , donde bullía una m ult it ud infant il que, ent re las conversaciones de unos y ot ros, esperaba que se abrieran las puert as. Después venía la clase. Con el señor Bernard era siem pre int eresant e por la sencilla razón de que él am aba apasionadam ent e su t rabaj o. Fuera el sol podía aullar en las paredes leonadas m ient ras el calor crepit aba incluso dent ro de la sala, a pesar de a

Sic.


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que est aba sum ida en la som bra de unos est ores de gruesas rayas am arillas y blancas. Tam bién podía caer la lluvia, com o suele ocurrir en Argelia, en cat arat as int erm inables, convirt iendo la calle en un pozo som brío y húm edo: la clase apenas se dist raía. Sólo las m oscas, cuando había t orm ent a, pert urbaban a veces la at ención de los niños. Capt uradas, at errizaban en los t int eros, donde em pezaban a m orirse horriblem ent e, ahogadas en el fango violet a que llenaba los pequeños recipient es de porcelana de t ronco cónico encaj ados en los aguj eros del pupit re. Pero el m ét odo del señor Bernard, que consist ía en no afloj ar en m at eria de conduct a y por el cont rario en dar a su enseñanza un t ono vivient e y divert ido, t riunfaba incluso sobre las m oscas. Siem pre sabía sacar del arm ario, en el m om ent o oport uno, los t esoros de la colección de m inerales, el herbario, las m ariposas y los insect os disecados, los m apas o... que despert aban el int erés languidecient e de sus alum nos. Era el único de la escuela que había conseguido una lint erna m ágica y dos veces por m es hacía proyecciones sobre t em as de hist oria nat ural o de geografía. En arit m ét ica había inst it uido un concurso de cálculo m ent al que obligaba al alum no a ej ercit ar su rapidez int elect ual. Lanzaba a la clase, donde t odos debían est ar de brazos cruzados, los t érm inos de una división, una m ult iplicación o, a veces, una sum a un poco com plicada. «¿Cuánt o sum an 1.267 + 691?» El prim ero que acert aba con el result ado j ust o ganaba un punt o que se acredit aba en la clasificación m ensual. Para lo dem ás ut ilizaba los m anuales con com pet encia y precisión... Los m anuales eran siem pre los que se em pleaban en la m et rópoli. Y aquellos niños que sólo conocían el siroco, el polvo, los chaparrones prodigiosos y breves, la arena de las playas y el m ar llam eant e baj o el sol, leían aplicadam ent e, m arcando los punt os y las com as, unos relat os para ellos m ít icos en que unos niños con gorro y bufanda de lana, calzados con zuecos, volvían a casa con un frío glacial arrast rando haces de leña por cam inos cubiert os de nieve, hast a que divisaban el t ej ado nevado de la casa y el hum o de la chim enea les hacía saber que la sopa de guisant es se cocía en el fuego. Para Jacques esos relat os eran la encarnación del exot ism o. Soñaba con ellos, llenaba sus ej ercicios de redacción con las descripciones de un m undo que no había vist o nunca, e int errogaba incesant em ent e a su abuela sobre una nevada que había caído durant e una hora, veint e años at rás, en la región de Argel. Para él esos relat os form aban part e de la poderosa poesía de la escuela, alim ent ada t am bién por el olor del barniz de las reglas y los lapiceros, por el sabor delicioso de la correa de su cart era que m ordisqueaba int erm inablem ent e, aplicándose con ahínco a sus deberes, por el olor am argo y áspero de la t int a violet a, sobre t odo cuando le t ocaba el t urno de llenar los t int eros con una enorm e bot ella oscura en cuyo t apón se hundía un t ubo acodado de vidrio y Jacques husm eaba con felicidad el orificio del t ubo, por el suave cont act o de las páginas lisas y lust rosas de ciert os libros que despedían t am bién un buen olor de im prent a y cola, y finalm ent e, los días de lluvia, por ese olor de lana m oj ada que despedían los chaquet ones en el fondo de la sala y que era com o la prefiguración de ese universo edénico donde los niños con zuecos y gorro de lana corrían por la nieve hacia la casa caldeada. Sólo la escuela proporcionaba esas alegrías a Jacques y a Pierre. E indudablem ent e lo que con t ant a pasión am aban en ella era lo que no encont raban en casa, donde la pobreza y la ignorancia volvían la vida m ás dura, m ás desolada, com o encerrada en sí m ism a; la m iseria es una fort aleza sin puent e levadizo. Pero no era sólo eso, porque Jacques se sent ía el m ás m iserable de los niños durant e las vacaciones, cuando para librarse de ese chico infat igable, la abuela lo m andaba con ot ros cincuent a niños y un puñado de m onit ores, a una colonia de vacaciones en las m ont añas del Zaccar, en Miliana, donde ocupaban una escuela provist a de dorm it orios, com ían y dorm ían confort ablem ent e, j ugaban y se paseaban el día ent ero vigilados por am ables enferm eras, y con t odo eso, al llegar la noche, cuando la som bra subía a t oda velocidad por la pendient e de las m ont añas y desde el cuart el vecino el clarín, en el enorm e silencio de la pequeña ciudad perdida en las m ont añas, a unos cien kilóm et ros de cualquier lugar


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realm ent e concurrido, em pezaba a lanzar las not as m elancólicas del t oque de queda, el niño sent ía que lo invadía una desesperación sin lím it es y lloraba en silencio por la pobre casa, desposeída de t odo, de su infancia. a No, la escuela no sólo les ofrecía una evasión de la vida de fam ilia. En la clase del señor Bernard por lo m enos, la escuela alim ent aba en ellos un ham bre m ás esencial t odavía para el niño que para el hom bre, que es el ham bre de descubrir. En las ot ras clases les enseñaban sin duda m uchas cosas, pero un poco com o se ceba a un ganso. Les present aban un alim ent o ya preparado rogándoles que t uvieran a bien t ragarlo. En la clase del señor Germ ain b , sent ían por prim era vez que exist ían y que eran obj et o de la m ás alt a consideración: se los j uzgaba dignos de descubrir el m undo. Más aún, el m aest ro no se dedicaba solam ent e a enseñarles lo que le pagaban para que enseñara: los acogía con sim plicidad en su vida personal, la vivía con ellos cont ándoles su infancia y la hist oria de ot ros niños que había conocido, les exponía sus propios punt os de vist a, no sus ideas, pues siendo, por ej em plo, ant iclerical com o m uchos de sus colegas, nunca decía en clase una sola palabra cont ra la religión ni cont ra nada de lo que podía ser obj et o de una elección o de una convicción, y en cam bio condenaba con la m ayor energía lo que no adm it ía discusión: el robo, la delación, la indelicadeza, la suciedad. Pero, sobre t odo, les hablaba de la guerra, t odavía m uy cercana y que había hecho durant e cuat ro años, de los padecim ient os de los soldados, de su coraj e, de su paciencia y de la felicidad del arm ist icio. Al final de cada t rim est re, ant es de despedirlos para las vacaciones y de vez en cuando, si el calendario lo perm it ía, t enía la cost um bre de leerles largos pasaj es de Les Croix de boisc, de Dorgelés. A Jacques esas lect uras le abrían t odavía m ás las puert as del exot ism o, pero de un exot ism o en el que rondaban el m iedo y la desgracia, aunque nunca hubiera hecho un paralelo, salvo t eórico, con el padre a quien j am ás había conocido. Sólo escuchaba con t oda el alm a una hist oria que su m aest ro leía con t oda el alm a y que le hablaba ot ra vez de la nieve y de su am ado invierno, pero t am bién de hom bres singulares, vest idos con pesadas t elas encost radas de barro, que hablaban una lengua ext raña y vivían en aguj eros baj o un t echo de obuses, de cohet es y de balas. El y Pierre esperaban la lect ura con im paciencia cada vez m ayor. Esa guerra de la que t odo el m undo hablaba t odavía ( y Jacques escuchaba en silencio, pero sin perder palabra, a Daniel, cuando cont aba a su m anera la bat alla del Marne, en la que había int ervenido y de la que aún no sabía cóm o había vuelt o cuando a ellos, los zuavos, los habían puest o de cazadores y después, a la carga, baj aban a un barranco y no t enían a nadie delant e y avanzaban y de pront o los soldados am et ralladores, cuando est aban en m it ad de la baj ada, caían unos sobre ot ros, y el fondo del barranco lleno de sangre, y los que grit aban m am á, era t errible) , que los sobrevivient es no podían olvidar y cuya som bra planeaba sobre lo que se decidía alrededor de ellos y sobre los proyect os que se hacían para que la hist oria fuera fascinant e y m ás ext raordinaria que t odos los cuent os de hadas que se leían en ot ras clases y que ellos hubieran escuchado decepcionados y aburridos si el señor Bernard hubiese decidido cam biar de program a. Pero él cont inuaba, las escenas divert idas alt ernaban con descripciones t erribles, y poco a poco los niños africanos t rababan relación con... x y z, que pasaban a form ar part e de su m undo, hablaban ent re ellos com o si fueran viej os am igos, present es y t an vivos que, Jacques por lo m enos, no im aginaba ni por un segundo que, aunque hubiesen vivido en la guerra, pudieran correr el riesgo de ser sus víct im as. Y el día, al final del año, en que, habiendo llegado al t érm ino del libro d , el señor Bernard leyó con voz m ás sorda la m uert e de D., cuando cerró el libro en silencio, confront ado con su em oción y sus recuerdos para alzar después los oj os hacia la clase sum ida en el est upor y el a b c d

am pliar, y exalt ar la escuela laica. Aqu í e l a u t or da a l m a e st r o su ve r da de r o n om br e . Ver el volum en. Novela.


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silencio, vio a Jacques en la prim era fila que lo m iraba fij o, la cara bañada en lágrim as, sacudido por sollozos int erm inables, que parecían no cesar nunca. —Vam os, vam os pequeños —dij o el señor Bernard con voz apenas percept ible, y se puso de pie para guardar el libro en el arm ario, de espaldas a la clase.

—Espera, pequeño —dij o el señor Bernard. Se levant ó con esfuerzo, pasó la uña del índice por los barrot es de la j aula del canario que cant aba con t odas sus fuerzas—: Ah, Casim ir, t enem os ham bre, pidám osle a papá —y se acercó hast a su pequeño pupit re de escolar en el fondo de la habit ación, cerca de la chim enea. Revolvió en un caj ón, lo cerró, abrió ot ro, sacó algo. —Tom a —dij o—, es para t i. Jacques recibió un libro forrado con papel de est raza y sin nada escrit o en la cubiert a. Aun ant es de abrirlo, supo que era Les Croix de bois, el m ism o ej em plar que el señor Bernard les leía en clase. —No, no —dij o—, es... —Quiso decir: «Es dem asiado bello». No encont raba las palabras. El señor Bernard m eneó su viej a cabeza. —El últ im o día llorast e, ¿t e acuerdas? Desde ese día, el libro es t uyo. —Y se volvió para esconder sus oj os súbit am ent e enroj ecidos. Regresó a su escrit orio con las m anos a la espalda, se acercó a Jacques y, blandiendo debaj o de su nariz una regla roj a cort a y fuert ea, le dij o riendo: —¿Te acuerdas del pirulí? —¡Ah, señor Bernard —dij o Jacques—, así que lo ha conservado! Sabe que ahora est á prohibido. —Bah, en aquellos t iem pos t am bién est aba prohibido. ¡Sin em bargo, eres t est igo de que yo lo ut ilizaba! Jacques era t est igo, pues el señor Bernard era part idario de los cast igos corporales. La penalidad corrient e consist ía solam ent e, es verdad, en m alas not as que, deducidas al final del m es del núm ero de punt os ganados por el alum no, lo hacían baj ar en la clasificación general. Pero en los casos graves, el m aest ro no se m olest aba, com o solían hacerlo sus colegas, en enviar al cont ravent or a la dirección. El m ism o act uaba siguiendo un rit o inm ut able. «Pobre Robert », decía con calm a y conservando el buen hum or, «habrá que pasar al pirulí.» En la clase nadie reaccionaba ( com o no fuera para reír solapadam ent e, según la regla const ant e del corazón hum ano que hace que el cast igo de unos sea sent ido com o un goce por ot ros) . b El niño se ponía de pie, pálido, pero en la m ayoría de los casos t rat aba de aparent ar una calm a que no t enía ( algunos se levant aban del pupit re t ragándose ya las lágrim as y encam inándose al escrit orio j unt o al cual est aba de pie el señor Bernard, delant e de la pizarra) . Siem pre siguiendo el rit o, en el que ent raba ahora una pizca de sadism o, los propios Robert o Joseph iban a buscar el «pirulí», que est aba sobre el escrit orio, para ent regarlo al sacrificador. El pirulí era una gruesa y cort a regla de m adera roj a, m anchada de t int a, deform ada por m uescas y t aj os, que el m aest ro había confiscado m ucho t iem po at rás a un discípulo olvidado; el alum no la ent regaba al m aest ro, que la recibía generalm ent e con aire socarrón y separando las piernas. El niño t enía que poner la cabeza ent re las rodillas del m aest ro, quien, apret ando los m uslos, la suj et aba con fuerza. Y en las nalgas así expuest as, el señor Bernard asest aba, según fuese la ofensa, un núm ero variable de buenos reglazos repart idos equit at ivam ent e en cada una de ellas. Las reacciones a est e cast igo eran diferent es según los alum nos. Unos se quej aban aun ant es de recibir los golpes, y el m aest ro im pávido observaba ent onces que eran ant icipados, ot ros se prot egían ingenuam ent e las nalgas con las a b

Los cast igos. o el cast igo de unos hace gozar a los ot ros.


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m anos que el señor Bernard apart aba con un golpe negligent e. Ot ros, baj o la quem adura de los reglazos, pat aleaban ferozm ent e. Los había t am bién, com o Jacques, que soport aban los golpes sin solt ar una palabra, t em blando, y que volvían a su lugar t ragando gruesas lágrim as. En general, sin em bargo, est e cast igo era acept ado sin am argura, prim ero porque casi t odos recibían golpes en sus casas y el correct ivo les parecía un m odo nat ural de educación, y después porque la equidad del m aest ro era absolut a, se sabía de ant em ano qué infracciones, siem pre las m ism as, acarreaban la cerem onia expiat oria, y t odos los que franqueaban el lím it e de las acciones que sólo m erecían una m ala not a sabían lo que arriesgaban, y que la sent encia se aplicaba t ant o a los prim eros com o a los últ im os, con una equidad ent usiast a. Jacques, a quien evident em ent e el señor Bernard quería m ucho, pasaba por ello com o los dem ás, e incluso pasó por ello al día siguient e de que el m aest ro le m anifest ara públicam ent e su preferencia. Un día que Jacques había pasado al frent e y, habiendo respondido bien, el señor Bernard le acarició la m ej illa y una voz en la sala m urm uró: «Enchufado», el señor Bernard lo est rechó y dij o con ciert a gravedad: —Sí, t engo preferencia por Corm ery com o por t odos los que ent re vosot ros perdieron a su padre en la guerra. Yo hice la guerra con sus padres y est oy vivo. Aquí t rat o de reem plazar por lo m enos a m is cam aradas m uert os. ¡Y ahora, si alguien quiere decir «enchufado», que lo diga! Est a arenga fue acogida con un silencio absolut o. A la salida, Jacques pregunt ó quién lo había llam ado «enchufado». En efect o, acept ar sem ej ant e insult o sin reaccionar era perder el honor. —Yo —dij o Muñoz, un chico alt o y rubio bast ant e blando y dest eñido, que rara vez se hacía oír, pero que siem pre había m anifest ado su ant ipat ía hacia Jacques. —¿Ah sí? —dij o Jacques—. Pues t u m adre es una put a. a Est e t am bién era un insult o rit ual que llevaba inm ediat am ent e al com bat e, el insult o a la m adre y a los m uert os fue desde siem pre el m ás grave a orillas del Medit erráneo. Pese a t odo, Muñoz dudaba. Sin em bargo, los rit os son los rit os y los ot ros hablaron por él. —Ale, al cam po verde. El cam po verde era, no lej os de la escuela, una especie de t erreno baldío cubiert o con parches de hierba enferm iza y at est ado de viej os aros, lat as de conserva y barriles podridos. Allí t enían lugar las «agarradas». Eran ést as sim plem ent e duelos en los que los puños reem plazaban la espada, pero que obedecían a un cerem onial idént ico, por lo m enos en espírit u. En efect o, t enían por obj et o liquidar una querella en la que est aba en j uego el honor de uno de los adversarios, fuese porque se hubiera insult ado a sus ascendient es direct os o a sus abuelos, o despreciado su nacionalidad o su raza, o porque hubiese sido delat ado o acusado de ello, robado o acusado de haber robado, o por razones m ás oscuras, com o las que surgen t odos los días en una sociedad de niños. Cuando uno de los alum nos est im aba, o sobre t odo cuando los dem ás est im aban en su lugar ( y él lo advert ía) , que había sido ofendido de t al m anera que debía lavar la afrent a, la fórm ula rit ual era: «A las cuat ro en el cam po verde». Una vez pronunciada la fórm ula, la excit ación dism inuía y cesaban los com ent arios. Cada uno de los adversarios se ret iraba, seguido por sus cam aradas. Durant e las clases siguient es la not icia corría de banco en banco con los nom bres de los cam peones a quienes los com pañeros m iraban de reoj o y que sim ulaban la calm a y la resolución propias de la virilidad. Pero la procesión iba por dent ro, y a los m ás valient es los dist raía de sus t areas la angust ia de ver llegar el m om ent o en que t endrían que afront ar la violencia. No se podía perm it ir que los com pañeros del bando cont rario se burlaran y acusaran al cam peón, según la expresión consagrada, de «cont ener la cagalera». Jacques, una vez cum plido su deber de hom bre ret ando a Muñoz, la cont enía en a

y put os t us m uert os.


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t odo caso esforzadam ent e, com o cada vez que se hallaba en sit uación de hacer frent e a la violencia y de ej ercerla. Pero había t om ado una resolución y no era cuest ión, ni por un segundo, de dar m archa at rás. Las cosas eran así y él sabía t am bién que esa leve repugnancia que le apret aba el est óm ago ant es de la acción desaparecería en el m om ent o del com bat e, arrast rado por su propia violencia, que por lo dem ás lo favorecía t áct icam ent e t ant o com o... y que le había valido. a

La t arde del com bat e con Muñoz t odo se desarrolló según el rit ual. Los com bat ient es, seguidos por sus hinchas convert idos en m asaj ist as y llevando ya la cart era del cam peón, fueron los prim eros en llegar al cam po verde, seguidos por t odos aquellos at raídos por la gresca y que en el cam po de bat alla rodeaban a los adversarios, m ient ras ést os ya se quit aban la esclavina y la chaquet a ent regándolas a los m asaj ist as. Est a vez la im pet uosidad favoreció a Jacques, que fue el prim ero en adelant arse, sin dem asiada convicción, e hizo ret roceder a Muñoz, quien, al hacerlo en desorden y parando t orpem ent e los ganchos de su adversario, alcanzó a Jacques en la m ej illa con un golpe que le dolió y lo llenó de una cólera ciega acent uada por los grit os, las risas y las m anifest aciones de alient o de los present es. Abalanzándose sobre Muñoz, le asest ó una lluvia de puñet azos, lo desarm ó y t uvo la suert e de colocarle un gancho rabioso en el oj o derecho del desdichado, que, en pleno desequilibrio, cayó lam ent ablem ent e de culo, llorando con un oj o, m ient ras el ot ro se hinchaba rápidam ent e. El oj o m orado, golpe suprem o y m uy anhelado, porque era una consagración de varios días, adem ás de visible, el t riunfo del vencedor, provocó en t odos los asist ent es grit os de indios sioux. Muñoz no se levant ó de inm ediat o y en seguida Pierre, el am igo ínt im o, int ervino con aut oridad para proclam ar vencedor a Jacques, ponerle la chaquet a, cubrirlo con la esclavina y llevárselo rodeado de un cort ej o de adm iradores, m ient ras Muñoz se incorporaba, siem pre llorando, y se vest ía en m edio de un pequeño círculo const ernado. Jacques, at urdido por la rapidez de una vict oria que no se esperaba t an com plet a, apenas escuchaba a su alrededor las felicit aciones y los relat os ya adornados del com bat e. Quería sent ir su vanidad sat isfecha, y en part e ya lo había conseguido, y, sin em bargo, en el m om ent o de salir del cam po verde, volviéndose hacia Muñoz, súbit am ent e una sorda t rist eza lo acongoj ó de pront o al ver la cara descom puest a del que había recibido sus golpes. Y supo así que la guerra no es buena, porque vencer a un hom bre es t an am argo com o ser vencido por él. Para com plet ar su educación, se le hizo saber sin t ardanza que la roca Tarpeya est á cerca del Capit olio. Al día siguient e, en efect o, baj o las palm adas adm irat ivas de sus cam aradas, se creyó obligado a adopt ar un aire j act ancioso y a fanfarronear. Com o al com ienzo de la clase Muñoz no respondiera al llam am ient o y los vecinos de Jacques com ent aran est a ausencia con risit as irónicas y guiños al vencedor, ést e t uvo la debilidad de m ost rar a sus cam aradas su oj o sem icerrado hinchando la m ej illa y, sin darse cuent a de que el m aest ro lo m iraba, se ent regó a una m ím ica grot esca que desapareció en un abrir y cerrar de oj os cuando la voz del m aest ro resonó en la sala repent inam ent e silenciosa: —Pobre enchufado —dij o, socarrón—, t ienes derecho com o los ot ros al pirulí. El t riunfador t uvo que levant arse, buscar el inst rum ent o del suplicio y, envuelt o en el fresco olor de agua de colonia que rodeaba al señor Bernard, adopt ar la posición ignom iniosa del supliciado. El asunt o Muñoz no había de concluir con est a lección de filosofía práct ica. La ausencia del chico duró dos días, y Jacques est aba vagam ent e inquiet o a pesar de su aire de suficiencia cuando, el t ercer día, un alum no de un curso superior ent ró en la clase y previno al m aest ro que el direct or quería ver al alum no Corm ery. El direct or sólo llam aba en casos graves y el m aest ro, alzando sus gruesas cej as, se a

Aqu í se in t e r r u m pe e l pa sa j e .


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lim it ó a decir: —Dat e prisa, m osquit o. Espero que no hayas hecho una barrabasada. Jacques, doblándosele las piernas, siguió al alum no m ayor por la galería que corría sobre el pat io de cem ent o con sus t erebint os, cuya som bra m ezquina no prot egía del calor t órrido, hast a el despacho del direct or, que se hallaba en el ot ro ext rem o de la galería. Lo prim ero que vio al ent rar fue, delant e del escrit orio del direct or, a Muñoz escolt ado por una señora y un señor de aire ceñudo. A pesar del oj o t um efact o y t ot alm ent e cerrado que desfiguraba a su com pañero, sint ió alivio al verlo vivo. Pero no t uvo t iem po de saborear ese alivio. —¿Le has pegado a t u com pañero? —dij o el direct or, un hom brecit o calvo de cara sonrosada y voz enérgica. —Sí —respondió Jacques con voz neut ra. —Ya se lo dij e, señor —int ervino la señora—. André no es un sinvergüenza. —Nos peleam os —dij o Jacques. —No quiero saberlo —le int errum pió el direct or—. Ya sabes que t engo prohibidas las luchas, incluso fuera de la escuela. Has hecho daño a t u com pañero y hubiera podido ser peor. Com o prim era advert encia est arás de plant ón una sem ana durant e t odos los recreos. Si vuelves a hacerlo, serás expulsado. Com unicaré a t us padres est e cast igo. Puedes volver a clase. Jacques, est upefact o, no se m ovía. —Vet e —dij o el direct or. —¿Qué ha pasado, Fant om as? —dij o el señor Bernard cuando Jacques volvió al aula. Jacques lloraba. —Vam os, dim e qué ha pasado. El niño, con voz ent recort ada, anunció prim ero el cast igo y, después, que los padres de Muñoz habían present ado una quej a y cont ó al fin la bat alla. —¿Por qué os habéis peleado? —Me llam ó «enchufado». —¿Por segunda vez? —No, aquí en clase. —¡Ah, fue él! Y t e pareció que yo no t e había defendido bast ant e. Jacques m iraba al señor Bernard con t oda el alm a. —¡Oh, sí! ¡Oh, sí! Ust ed... —Y est alló en verdaderos sollozos. —Ve a sent art e —dij o el señor Bernard. —No es j ust o —dij o el niño llorando. —Sí —asint ió en voz baj a el m aest ro. a

Al día siguient e, durant e el recreo, Jacques est aba de plant ón en el fondo del pat io, de espaldas a los grit os alegres de sus com pañeros. Se apoyaba alt ernadam ent e en cada pierna b , m uert o de ganas de correr él t am bién. De vez en cuando echaba una m irada hacia at rás y veía al m aest ro que se paseaba con sus colegas en un rincón del pat io, sin m irarlo. Pero el segundo día, llegó por det rás, sin que él lo viera, y le dio una palm adit a en la nuca: —No pongas esa cara de viernes t rece. Muñoz t am bién est á cast igado. Vam os, t e perm it o m irar. Del ot ro lado del pat io, Muñoz est aba, en efect o, solo y lúgubre. —Tus cóm plices se niegan a j ugar con él durant e t oda la sem ana que est és de plant ón. —El señor Bernard se reía—. Ya ves, los dos est áis cast igados. —Y se inclinó hacia el niño para decirle, con una risa de afect o que invadió de t ernura el corazón del condenado—: ¡Oye, m osquit o, viéndot e nadie creería que t ienes ese a b

El pa sa j e se in t e r r u m pe a qu í. Señor, m e hizo una zancadilla.


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gancho! A aquel hom bre que hablaba hoy a su canario y que lo llam aba «pequeño» cuando ya t enía cuarent a años, Jacques nunca había dej ado de quererlo, aun cuando el t iem po, el alej am ient o y por últ im o la segunda guerra m undial lo hubieran separado de él, prim ero en part e, después del t odo, dej ándolo sin not icias, y se alegró com o un niño cuando en 1945 un reservist a m aduro con su capot e m ilit ar llam ó a su puert a en París, y era el m aest ro que se había reenganchado, «no para hacer la guerra», decía, «sino cont ra Hit ler, y t ú t am bién, pequeño, has peleado, ¡ah! , yo sabía que eras de buena ley, t am poco has olvidado a t u m adre, espero, bueno, no hay en el m undo nada m ej or que t u m am á, y ahora regreso a Argel, ven a verm e», y Jacques iba a verlo t odos los años desde hacía quince, t odos los años com o hoy, en que besaba ant es de irse al viej o em ocionado que le t endía la m ano en el um bral de la puert a, y era él quien lo había echado al m undo, asum iendo sólo la responsabilidad de desarraigarlo para que pudiera hacer descubrim ient os t odavía m ás im port ant es. a El año escolar llegaba a su fin y el señor Bernard había ret enido a Jacques, a Pierre, a Fleury, una especie de fenóm eno que dest acaba por igual en t odas las m at erias, «t iene una cabeza de superdot ado», decía el m aest ro, y Sant iago, un m uchacho guapo, m enos int eligent e pero que t riunfaba a fuerza de aplicación: —Bueno —dij o el señor Bernard cuando se vació el aula—. Vosot ros sois m is m ej ores alum nos. He decidido present aros a la beca de los liceos y colegios. Si vuest ros result ados son buenos, obt endréis una beca para hacer t odos vuest ros est udios en el liceo hast a el bachillerat o. La escuela prim aria es la m ej or de t odas. Pero no lleva a ninguna part e. El liceo abre t odas las puert as. Y prefiero que sean los chicos pobres com o vosot ros los que ent ren por esas puert as. Pero para eso necesit o la aut orización de vuest ros padres. Ale, a volar. Y salieron pit ando, desconcert ados y, sin com ent arlo siquiera, se separaron. Jacques encont ró a su abuela sola en casa lim piando lent ej as sobre el hule de la m esa, en el com edor. Vacilaba, y decidió esperar el regreso de su m adre. Est a llegó, visiblem ent e cansada, se puso un m andil de cocina y em pezó a ayudar a la abuela. Jacques ofreció su colaboración, y le dieron el plat o de gruesa porcelana blanca en el cual era m ás fácil separar las piedras de las lent ej as buenas. Con la nariz m et ida en el plat o, anunció la buena nueva. —¿Qué hist oria es ésa? —dij o la abuela—. ¿A qué edad se pasa el bachillerat o? —Pasados seis años —dij o Jacques. La abuela ret iró el plat o. —¿Has oído? —dij o a Cat herine Corm ery, que no había oído. Jacques, lent am ent e, le repit ió la not icia. —¡Ah! —dij o—, eso es porque eres int eligent e. —I nt eligent e o no, hay que colocarlo com o aprendiz el año próxim o. Sabes de sobra que no t enem os dinero. Traerá su salario sem anal. —Es ciert o —dij o Cat herine. Fuera la luz y el calor em pezaban a afloj ar. A esa hora en que los t alleres funcionaban a t oda m áquina, el barrio est aba vacío y silencioso. Jacques m iraba la calle. No sabía qué quería, salvo que deseaba obedecer al señor Bernard. Pero a los nueve años, no podía ni sabía desobedecer a su abuela. Est a, sin em bargo, evident em ent e dudaba. —¿Qué harías después? —No sé. Tal vez ser m aest ro, com o el señor Bernard. —¡Sí, dent ro de seis años! —Escogía las lent ej as m ás lent am ent e—. Bien —dij o—, decididam ent e no, som os dem asiado pobres. Le dirás al señor Bernard que no podem os. Al día siguient e los ot ros t res anunciaron a Jacques que sus fam ilias habían a

La beca.


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acept ado. —¿Y t ú? —No sé —dij o, y sent irse de golpe t odavía m ás pobre que sus am igos le encogió el corazón. Después de la clase, se quedaron los cuat ro. Pierre, Fleury y Sant iago dieron su respuest a. —¿Y t ú, m osquit o? —No sé. —El señor Bernard lo m iraba. —Est á bien —dij o a los ot ros—. Pero t endréis que t rabaj ar conm igo por las t ardes después de clase. Ya lo arreglaré, podéis iros. Cuando hubieron salido, el m aest ro se sent ó en su sillón e hizo que Jacques se acercara. —¿Qué pasa? —Mi abuela dice que som os dem asiado pobres y que t engo que t rabaj ar el año próxim o. —¿Y t u m adre? —Mi abuela es la que m anda. —Ya lo sé —dij o el señor Bernard. Reflexionaba, después cogió a Jacques en sus brazos—. Escucha: hay que com prenderla. La vida es difícil para ella. Para las dos; os han criado a t i y a t u herm ano, y han hecho de vosot ros unos chicos buenos. Y t iene m iedo, es nat ural. Habrá que ayudart e un poco m ás, a pesar de la beca, y en t odo caso no llevarás dinero a casa durant e seis años. ¿La com prendes? Jacques sacudió la cabeza afirm at ivam ent e sin m irar a su m aest ro. —Bueno. Pero t al vez sea posible explicárselo. Coge t u cart era, voy cont igo. —¿A casa? —dij o Jacques. —Sí, m uchacho, m e encant ará ver a t u m adre. Un m om ent o después, el señor Bernard, baj o la m irada pasm ada de Jacques, llam aba a la puert a de la casa. La abuela salió a abrir secándose las m anos en el m andil, que, con un cordón dem asiado aj ust ado, hacía resalt ar su vient re de viej a. Cuando vio al m aest ro, se llevó la m ano al pelo para acom odárselo. —¿At areada, abuelit a —dij o el señor Bernard—, com o de cost um bre? ¡Ah, ya es m érit o el suyo! La abuela hizo ent rar al visit ant e en el dorm it orio por el que había que pasar para llegar al com edor, lo sent ó j unt o a la m esa, sacó unos vasos y el aniset e. —No se m olest e, he venido a charlar un m om ent o con ust ed. Em pezó pregunt ándole por sus hij os, después por su vida en la finca, por su m arido, habló de sus propios hij os. En ese m om ent o ent ró Cat herine Corm ery, que se puso nerviosa, llam ó al señor Bernard «señor m aest ro», corrió a su cuart o a peinarse y ponerse un m andil lim pio, y volvió a inst alarse en la punt a de una silla, un poco separada de la m esa. —Tú —dij o el señor Bernard a Jacques—, sal a la calle a ver si est oy. Voy a hablar bien de él, ¿com prende?, y es capaz de creerse que es ciert o... Jacques salió, baj ó precipit adam ent e las escaleras y se plant ó en el um bral de la puert a de ent rada. Una hora m ás t arde cuando la calle se iba anim ando y a t ravés de los ficus el cielo viraba al verde, el m aest ro salió de la escalera y apareció por det rás. Le rascó la cabeza. —Bueno —dij o—, ya est á arreglado. Tu abuela es una buena m uj er. En cuant o a t u m adre... ¡Ah —dij o—, no la olvides nunca! —Señor —dij o de pront o la abuela surgiendo del pasillo. Se suj et aba el m andil con una m ano y se secaba los oj os—. Había olvidado... ust ed m e dij o que daría unas lecciones suplem ent arias a Jacques. —Desde luego —dij o el m aest ro—. Y no será divert ido, créam e. —Pero no podrem os pagarle. —El señor Bernard la m iraba at ent am ent e. Suj et aba a Jacques por los hom bros. —No se preocupe —y sacudía a Jacques—, Jacques ya m e ha pagado. El señor Bernard se había m archado y la abuela cogía a Jacques de la m ano para


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subir al apart am ent o, y por prim era vez se la apret ó, m uy fuert e, con una especie de t ernura desesperada. —Pequeño m ío —decía—, pequeño m ío. Durant e un m es, t odos los días después de clase, el m aest ro se quedaba dos horas con los cuat ro niños y los hacía est udiar. Jacques volvía por la noche fat igado y a la vez excit ado, y con los deberes por hacer. La abuela lo m iraba con una m ezcla de t rist eza y de orgullo. —Tiene una buena cabeza —decía Ernest , convencido, dándose puñet azos en el cráneo. —Sí —decía la abuela—. ¿Pero qué va a ser de nosot ros? Una noche t uvo un sobresalt o: —¿Y su prim era com unión? A decir verdad, la religión no ocupaba lugar en la fam ilia. a Nadie iba a m isa, nadie invocaba o enseñaba los divinos m andam ient os, nadie aludía t am poco a las recom pensas y a los cast igos del m ás allá. Cuando decían de alguien, delant e de la abuela, que había m uert o: «Bueno», decía, «est iró la pat a». Si se t rat aba de una persona por quien se suponía que sent ía afect o: «Pobre», decía, «t odavía era j oven», aunque el difunt o hubiera llegado hacía t iem po a la edad de m orirse. En ella era un com port am ient o inconscient e. Porque había vist o m orir a m uchos a su alrededor. A sus dos hij os, su m arido, su yerno y t odos sus sobrinos en la guerra. Pero j ust am ent e, la m uert e le era t an fam iliar com o el t rabaj o y la pobreza, no pensaba en ella sino que en ciert o m odo la vivía, y adem ás la necesidad del present e era dem asiado fuert e en su caso, m ás aún que en el de los argelinos en general, privados por sus preocupaciones y por su dest ino colect ivo, de esa piedad fúnebre que florece en la cum bre de las civilizaciones. b Para ellos, era una prueba que había que afront ar, com o sus predecesores, de los que no hablaban nunca, o se esforzaban por m ost rar ese coraj e que consideraban la virt ud principal del hom bre, pero que ent ret ant o, era preciso t rat ar de olvidar y de apart ar. ( De ahí el aspect o de brom a que cobraba t odo ent ierro. ¿El prim o Maurice?) Si a est a disposición general se añadía la aspereza de la lucha y el t rabaj o cot idianos, sin cont ar, en lo que concierne a la fam ilia de Jacques, el desgast e t errible de la pobreza, result a difícil encont rar el lugar de la religión. Para el t ío Ernest , que vivía en el plano de la nueva sensación, la religión era lo que veía, es decir, el cura y la pom pa. Recurriendo a sus apt it udes cóm icas, no perdía ocasión de m im ar las cerem onias de la m isa, adornándolas con una [ sart a] de onom at opeyas que rem edaban el lat ín, y para t erm inar, im it aba t ant o a los fieles baj ando la cabeza al son de la cam panilla, com o al sacerdot e, que, aprovechando esa posición, bebía subrept iciam ent e el vino de la m isa. En cuant o a Cat herine Corm ery, era la única cuya dulzura podía hacer pensar en la fe, pero j ust am ent e la dulzura era su fe m ism a. No negaba ni aprobaba, se reía un poco de las brom as de su herm ano, pero decía «señor cura» a los sacerdot es que encont raba. No hablaba nunca de Dios. Esa palabra, a decir verdad, Jacques j am ás la había oído pronunciar durant e t oda su infancia, y a él m ism o le t raía sin cuidado. La vida, m ist eriosa y resplandecient e, bast aba para colm arlo ent eram ent e. A pesar de eso, si se t rat aba en la fam ilia de un ent ierro civil, no era raro que, paradój icam ent e, la abuela o incluso el t ío lam ent aran la ausencia de un sacerdot e: «Com o un perro», decían. Para ellos, com o para la m ayoría de los argelinos, la religión form aba part e de la vida social y sólo de ella. Se era cat ólico com o se es francés, y ello obliga a ciert o núm ero de rit os. A decir verdad, esos rit os eran exact am ent e cuat ro: el baut ism o, la prim era com unión, el sacram ent o del m at rim onio ( si había m at rim onio) y los últ im os sacram ent os. Ent re esas cerem onias, forzosam ent e m uy espaciadas, uno se ocupaba de ot ras cosas, y ant e a b

Al m a r ge n : t r e s lín e a s ile gible s. La m ort en Algérie.


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t odo de sobrevivir. Caía, pues, por su propio peso que Jacques debía hacer la prim era com unión com o la había hecho Henri, que guardaba el peor recuerdo, no de la cerem onia m ism a, sino de sus consecuencias sociales y en part icular de las visit as que había t enido que hacer a cont inuación durant e varios días, con el brazal puest o, a los am igos y parient es obligados a regalar una pequeña sum a de dinero que el niño recibía con em barazo y que la abuela recuperaba, dej ando a Henri una pequeñísim a part e y guardando el rest o, porque la com unión «cost aba». Pero est a cerem onia se celebraba alrededor del duodécim o aniversario del niño, que durant e dos años debía recibir lecciones de cat ecism o. Jacques, pues, t endría que hacer la prim era com unión durant e el segundo o t ercer año de liceo. Pero j ust am ent e esa idea sobresalt aba a la abuela. Se hacía del liceo una idea oscura y un poco at erradora, com o de un lugar donde había que est udiar diez veces m ás que en la escuela prim aria, puest o que de t ales est udios result aba una sit uación económ ica m ej or y, para ella, no había progreso m at erial posible sin un aum ent o de t rabaj o. Por ot ra part e, deseaba con t odas sus fuerzas el éxit o de Jacques, dados los sacrificios que acababa de acept ar ant icipadam ent e, y se im aginaba que el t iem po del cat ecism o se rest aría al del est udio. —No —dij o—, no puedes ir a la vez al liceo y al cat ecism o. —Bueno. No haré la prim era com unión —asum ió Jacques, que pensaba sobre t odo en escapar del incordio de las visit as y de la hum illación insoport able que represent aba para él recibir dinero. La abuela lo m iró. —¿Por qué? La cosa t iene arreglo. Víst et e. Vam os a ver al cura. Se levant ó y ent ró con aire resuelt o en su cuart o. Al volver, se había quit ado la blusa y la falda de t rabaj o, se había puest o su único vest ido para salir [ ] a abot onado hast a el cuello y at ado a la cabeza el pañuelo de seda negra. Los bandós de pelo blanco asom aban por debaj o, los oj os claros y la boca firm e eran la im agen m ism a de la resolución. En la sacrist ía de la iglesia Saint - Charles, un espant oso edificio gót ico m oderno, se sent ó con Jacques de la m ano, de pie a su lado, frent e al cura, un hom bre gordo de unos sesent a años, de cara redonda, un poco blanda, con una gran nariz, la boca gruesa y una sonrisa bondadosa baj o su corona de pelo plat eado, las m anos j unt as sobre la sot ana que est iraban las rodillas separadas. —Quiero —dij o la abuela— que el niño haga su prim era com unión. —Est á m uy bien, señora, harem os de él un buen crist iano. ¿Cuánt os años t iene? —Nueve. —Tiene ust ed razón en hacerle aprender t em pranam ent e el cat ecism o. En t res años est ará perfect am ent e preparado para el gran día. —No —dij o la abuela secam ent e—. Tiene que hacerla en seguida. —¿En seguida? Las com uniones serán dent ro de un m es y no puede present arse al alt ar sin, por lo m enos, dos años de cat ecism o. La abuela explicó la sit uación. Pero el cura no est aba nada convencido de que fuera im posible hacer frent e a los est udios secundarios y a la inst rucción religiosa. Con paciencia y bondad, invocaba su experiencia, daba ej em plos... La abuela se puso de pie. —En ese caso, no hará la prim era com unión. Ven, Jacques —y se iba ya con el niño hacia la salida. Pero el cura se precipit ó t ras ellos. —Espere, señora, espere —y suavem ent e la llevó de vuelt a a su lugar, t rat ó de persuadirla. La abuela sacudía la cabeza com o una viej a m ula obst inada. —O la hace en seguida o no la hace. Finalm ent e el cura cedió. Quedó convenido que, t ras recibir una inst rucción religiosa acelerada, Jacques com ulgaría un m es m ás t arde. Y el cura, m eneando la a

Un a pa la br a ile gible .


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cabeza, los acom pañó hast a la puert a, donde acarició la m ej illa del niño. —Escucha bien lo que t e digan —dij o. Y lo m iraba con una suert e de t rist eza. Jacques acum uló, pues, las lecciones suplem ent arias del señor Germ ain y los cursos de cat ecism o de los j ueves y sábados por la noche. Los exám enes de la beca y la prim era com unión se acercaban al m ism o t iem po, y sus j ornadas est aban sobrecargadas, sin dej ar espacio para los j uegos, incluido sobre t odo los dom ingos, en que, cuando podía solt ar sus cuadernos, la abuela le encom endaba t areas dom ést icas y recados, invocando los fut uros sacrificios de la fam ilia para que él recibiera educación y la larga sucesión de años en que no haría nada m ás por la casa. —Pero —dij o Jacques—, t al vez m e vaya m al. El exam en es difícil. Y en ciert o m odo, llegaba a desearlo, por parecer ya dem asiado gravoso para su j oven orgullo el peso de esos sacrificios que const ant em ent e le m encionaban. La abuela lo m iraba desconcert ada. No había pensado en esa event ualidad. Después se encogía de hom bros y sin cuidarse de la cont radicción: —Lo harás —dij o—. O t e calent aré las nalgas. La cat equesis est aba a cargo del segundo cura de la parroquia, alt o y hast a int erm inable en su larga sot ana negra, seco, la nariz com o pico de águila y las m ej illas hundidas, t an duro com o suave y bueno era el viej o cura. Su m ét odo de enseñanza era el aprendizaj e de m em oria, quizás el único que se adapt aba verdaderam ent e a la gent e m enuda, rúst ica y porfiada cuya form ación espirit ual t enía encom endada. Había que aprender las pregunt as y respuest as de m em oria: «¿Quién es Dios...?». a Esas palabras no significaban absolut am ent e nada para los j óvenes cat ecúm enos, y Jacques, que t enía una m em oria excelent e, las recit aba im pert urbable sin com prenderlas j am ás. Cuando ot ro niño repet ía, él fant aseaba, papaba m oscas, hacía m uecas con sus com pañeros. Un día el cura alt o sorprendió una de esas m uecas, y creyendo que le est aban dirigidas, consideró oport uno hacer respet ar el caráct er sagrado de que est aba invest ido, llam ó a Jacques delant e de t oda la asam blea infant il y allí, con su larga m ano huesuda, sin m ás explicación, le dio una soberana bofet ada. Jacques est uvo a punt o de caer baj o la fuerza del golpe. —Y ahora vuelve a t u lugar —dij o el cura. El niño lo m iró, sin una lágrim a ( y durant e t oda su vida sólo la bondad y el am or lo hicieron llorar, nunca el m al o la persecución, que fort alecían, por el cont rario, su alm a y su decisión) , y regresó a su asient o. La part e derecha de la cara le ardía, t enía sabor de sangre en la boca. Con la punt a de la lengua descubrió que por dent ro la m ej illa se había abiert o y sangraba. Se t ragó la sangre. Durant e t odo el rest o de las clases de cat ecism o, est uvo ausent e, m irando con calm a, sin reproche y sin am ist ad, al sacerdot e cuando le hablaba, recit ando sin un error las pregunt as y respuest as referent es a la persona divina y al sacrificio de Crist o, y a cien leguas del lugar donde recit aba, soñando con ese doble exam en que finalm ent e era sólo uno. Sum ido en el t rabaj o com o en un sueño inint errum pido, sólo conm ovido, aunque oscuram ent e, por las m isas vespert inas que iban m ult iplicándose en la horrible iglesia fría, pero donde el órgano le perm it ía escuchar una m úsica que oía por prim era vez, él, que hast a ent onces sólo había conocido est ribillos est úpidos, soñando ent onces m ás densa, m ás profundam ent e, un sueño poblado de oros cam biant es en la sem ioscuridad de los obj et os y las vest iduras sacerdot ales, al encuent ro en definit iva del m ist erio, pero de un m ist erio sin nom bre en el que las personas divinas nom bradas y rigurosam ent e definidas por el cat ecism o no t enían nada que hacer ni que ver, prolongando sim plem ent e el m undo desnudo en que vivía; el m ist erio cálido, int erior e im preciso que lo inundaba ent onces sólo ensanchaba el m ist erio cot idiano de la sonrisa discret a o del silencio de su m adre cuando él ent raba en el com edor, con el crepúsculo, y cuando, sola en la casa, no había encendido la lám para de pet róleo, dej ando que la noche invadiera poco a poco la habit ación, ella m ism a com o una form a m ás oscura y m ás densa a

Ver un cat ecism o.


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aún, m irando pensat iva por la vent ana los m ovim ient os anim ados, pero silenciosos para ella, de la calle, y el niño se det enía ent onces en el um bral de la puert a, con el corazón em bargado, lleno de un am or desesperado por su m adre y por lo que, en su m adre, no pert enecía, o ya no pert enecía al m undo y a la vulgaridad de los días. Después vino la prim era com unión, de la que Jacques conservaba escaso recuerdo, salvo de la confesión de la víspera, en que había declarado los únicos act os que, según le habían dicho, eran culpables, est o es, pocas cosas, y «¿No ha t enido m alos pensam ient os?». «Sí, padre», decía el niño al azar, aunque ignorara cóm o podía ser m alo un pensam ient o, y hast a el día siguient e vivió con el t em or de dej ar escapar sin saberlo un m al pensam ient o, o, lo que le result aba m ás claro, una de esas palabras m alsonant es que poblaban su vocabulario de escolar, e hizo lo que pudo para ret enerse, por lo m enos hast a la m añana de la cerem onia, en que, vest ido de m arinero, con brazal, un pequeño m isal y un rosario de cuent as blancas, t odo ello regalado por los parient es m enos pobres ( la t ía Marguerit e, et cét era) , recorrió blandiendo una vela el pasillo cent ral, en una fila de niños, cada uno con su vela, baj o las m iradas ext asiadas de las fam ilias puest as en pie ent re los bancos, y el t rueno de la m úsica est alló en ese m om ent o dej ándolo pet rificado, sobrecogido de espant o y de una ext raordinaria exalt ación en la que por prim era vez sint ió su fuerza, su capacidad infinit a de t riunfo y de vida, exalt ación que lo poseyó durant e t oda la cerem onia, dist rayéndolo de lo que est aba pasando, incluido el inst ant e de la com unión y el regreso y la com ida, pues los parient es habían sido invit ados a una m esa m ás [ opulent a] que de cost um bre, y poco a poco los com ensales, habit uados a com er y a beber m oderadam ent e, se fueron excit ando hast a que una enorm e alegría llenó poco a poco la habit ación, dest ruyendo la exalt ación de Jacques y al m ism o t iem po desconcert ándolo hast a el punt o de que al llegar al post re, en el colm o de la excit ación general, est alló en sollozos. —¿Qué t e pasa? —dij o la abuela. —No sé, no sé. —Y la abuela, exasperada, le dio una bofet ada. —Ahora sabrás por qué lloras. Pero en realidad él lo sabía, viendo a su m adre, que por encim a de la m esa lo m iraba con una sonrisit a t rist e.

—Todo ha salido bien —dij o el señor Bernard—. Bueno, ahora a est udiar. Unos días m ás de t rabaj o duro y las últ im as lecciones las recibieron en casa del propio m aest ro [ ¿describir el apart am ent o?] , y una m añana, en la parada del t ranvía, cerca de la casa de Jacques, los cuat ro alum nos provist os de carpet a, regla y plum a, rodearon al señor Germ ain, m ient ras Jacques veía a su m adre y su abuela, asom adas al balcón de su casa y haciéndoles grandes gest os. El liceo donde se realizaban los exám enes quedaba al ot ro lado, exact am ent e en el ot ro ext rem o del arco que la ciudad t razaba, siguiendo el golfo, en un barrio ant año opulent o y t rist e y que, gracias a la inm igración española, se había convert ido en uno de los m ás populares y m ás anim ados de Argel. El liceo m ism o era un enorm e edificio cuadrado que dom inaba la calle. Se ent raba por dos escaleras lat erales y una cent ral, am plia y m onum ent al, flanqueadas a cada lado por m ezquinos j ardines con bananos y a prot egidos por rej as del vandalism o de los alum nos. La escalera cent ral desem bocaba en una galería que reunía las dos escaleras lat erales y en la que se abría la puert a m onum ent al ut ilizada en las grandes ocasiones, y j unt o a ella, ot ra m ás pequeña que daba al recint o acrist alado del port ero, que era la que se ut ilizaba com únm ent e. En esa galería, en m edio de los alum nos que habían llegado prim ero, casi t odos disim ulando su nerviosism o con act it udes desenvuelt as, salvo algunos que con su a

N o sigu e n in gu n a ot r a pa la br a e n e l m a n u scr it o.


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sem blant e pálido y su silencio delat aban su ansiedad, esperaban el m aest ro Bernard y sus alum nos, ant e la puert a cerrada, al com ienzo de la m añana t odavía fresca y en la calle aún húm eda que un inst ant e después el sol cubriría de polvo. Llegaron con una buena m edia hora de adelant o, silenciosos, apret ándose alrededor del m aest ro, que no sabía qué decirles y que de pront o los abandonó diciendo que lo esperaran. Y lo vieron volver inst ant es después, siem pre elegant e con su som brero de ala vuelt a y las polainas que se había puest o ese día, t rayendo en cada m ano dos paquet es de papel de seda sim plem ent e enrollados en las punt as, y cuando se acercó, vieron que el papel t enía m anchas de grasa. —Aquí t enéis unos croissant s. Com ed uno ahora y guardad el ot ro para las diez. Dieron las gracias y com ieron, pero la m asa m ast icada e indigest a les pasaba con dificult ad por la gargant a. —No os pongáis nerviosos —repet ía el m aest ro—. Leed bien el enunciado del problem a y el t em a de la redacción. Leedlos varias veces. Tenéis t iem po. Sí, los leerían varias veces, obedecerían al m aest ro, que lo sabía t odo y a cuyo lado la vida no ofrecía obst áculos, bast aba con dej arse guiar por él. En ese m om ent o se oyó una algarabía j unt o a la puert a pequeña. Los sesent a alum nos reunidos se encam inaron hacia allí. Un bedel había abiert o la puert a y leía una list a. El nom bre de Jacques fue uno de los prim eros que se pronunciaron. De la m ano de su m aest ro, vaciló. —Anda, hij o m ío —dij o el señor Bernard. Jacques, t em blando, se acercó a la puert a y en el m om ent o de franquearla, se volvió hacia su m aest ro. Allí est aba, alt o, sólido, sonreía t ranquilam ent e a Jacques y m eneaba la cabeza afirm at ivam ent e. A m ediodía, el m aest ro los esperaba a la salida. Le m ost raron sus borradores. Sólo Sant iago se había equivocado al resolver el problem a. —Tu redacción es m uy buena —le dij o brevem ent e a Jacques. A la una volvió a acom pañarlos. A las cuat ro t odavía est aba allí exam inando sus t rabaj os. La puert a se abrió y el bedel leyó de nuevo una list a m ucho m ás cort a que, est a vez, era la de los elegidos. En el bullicio, Jacques no oyó su nom bre. Pero recibió una alegre palm ada en la nuca y oyó que el señor Bernard le decía: —Bravo, m osquit o. Has aprobado. Sólo el am able Sant iago había fracasado, y los m iraba con una especie de t rist eza dist raída. —No es nada —decía—, no es nada. Y Jacques no sabía dónde est aba, ni lo que pasaba, volvían los cuat ro en t ranvía. —I ré a ver a vuest ros padres —decía el señor Bernard—. Pasaré prim ero por casa de Corm ery, que es el que est á m ás cerca. Y en el pobre com edor ahora lleno de m uj eres donde est aban su abuela, su m adre, que había t om ado un día de asuet o para t al acont ecim ient o ( ?) , y las Masson, sus vecinas, él seguía pegado al lado de su m aest ro, respirando por últ im a vez el olor de agua de colonia, pegado a la t ibieza afect uosa de ese cuerpo sólido, y la abuela resplandecía delant e de sus vecinas. —Gracias, señor Bernard, gracias —decía, m ient ras el m aest ro acariciaba la cabeza del niño. —Ya no m e necesit as —le decía—, t endrás ot ros m aest ros m ás sabios. Pero ya sabes dónde est oy, ven a verm e si precisas que t e ayude. Se m archó y Jacques se quedó solo, perdido en m edio de esas m uj eres, después se precipit ó a la vent ana, m irando a su m aest ro, que lo saludaba por últ im a vez y que lo dej aba solo, y en lugar de la alegría del éxit o, una inm ensa pena de niño le est rem eció el corazón, com o si supiera de ant em ano que con ese éxit o acababa de ser arrancado el m undo inocent e y cálido de los pobres, m undo encerrado en sí m ism o com o una isla en la sociedad, pero en el que la m iseria hace las veces de fam ilia y de solidaridad, para ser arroj ado a un m undo desconocido que no era el suyo, donde no podía creer que los m aest ros fueran m ás sabios que aquel cuyo corazón lo sabía t odo, y en adelant e t endría que aprender, com prender sin ayuda,


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convert irse en hom bre sin el auxilio del único hom bre que lo había ayudado, crecer y educarse solo, al precio m ás alt o.


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7 M on dovi: La colon iza ción y e l pa dr e a

Ahora era un adult o... En el cam ino de Bône a Mondovi, el coche en que viaj aba J. Corm ery se cruzaba con j eeps que circulaban lent am ent e, erizados de fusiles... —¿El señor Veillard? —Sí. Enm arcado por la puert a de su pequeña finca, el hom bre que m iraba a Jacques Corm ery era baj o y rechoncho, con los hom bros redondos. Su m ano izquierda m ant enía la puert a abiert a, la derecha apret aba fuert em ent e el m arco de m odo que al t iem po que abría la ent rada a su casa, la cerraba. Tendría unos cuarent a años, a j uzgar por su pelo ralo y gris que le hacía una cabeza rom ana. Pero la piel at ezada de su rost ro regular de oj os claros, el cuerpo un poco espeso pero sin grasa ni vient re en el pant alón caqui, sus alpargat as y su cam isa azul con bolsillos, le daban un aspect o m ucho m ás j oven. Escuchaba, inm óvil, las explicaciones de Jacques. Después: —Ent re —dij o, y se hizo a un lado. Mient ras Jacques avanzaba por el pequeño pasillo de paredes blanqueadas, am ueblado solam ent e con un cofre m arrón y un paragüero de m adera t orneada, oyó reír al colono. —¡En una palabra, una peregrinación! Bueno, francam ent e es el m om ent o. —¿Por qué? —pregunt ó Jacques. —Ent re al com edor —respondió—. Es la habit ación m ás fresca. Una veranda, con los est ores de paj a flexible desplegados, salvo uno, form aba part e del com edor. Con excepción de la m esa y el aparador de m adera clara y de est ilo m oderno, la habit ación est aba am ueblada con sillones de m im bre y t um bonas. Jacques, al volverse, vio que est aba solo. Se acercó a la veranda y, por ent re el espacio libre ent re los est ores, vio un pat io con t erebint os ent re los que resplandecían dos t ract ores de color roj o vivo. Más allá, baj o el sol t odavía soport able de las once, em pezaban las hileras de viñas. I nst ant es después ent raba el colono t rayendo en una bandej a una bot ella de aniset e, vasos y agua helada. El colono alzaba el vaso lleno de un líquido lechoso. —De haber t ardado, t al vez ya no m e hubiese encont rado aquí. Y en t odo caso, ni un francés para inform arlo. —El viej o doct or fue quien m e dij o que en su finca nací yo. —Sí, la finca form aba part e de la propiedad de Saint - Apôt re, pero m is padres la com praron después de la guerra. Jacques m iraba a su alrededor. —Seguram ent e ust ed no nació aquí. Mis padres lo reconst ruyeron t odo. —¿Conocieron a m i padre ant es de la guerra? —No lo creo. Se habían inst alado m uy cerca de la front era t unecina, y después quisieron acercarse a la civilización. Solferino, para ellos, era la civilización. —¿No habían oído hablar del adm inist rador precedent e? —Ust ed, que es del país, sabe cóm o se funciona aquí. Aquí no se conserva nada. Se dem uele y se reconst ruye. Se piensa en el fut uro y se olvida lo dem ás. —Bueno —dij o Jacques—, lo he m olest ado para nada. —No —dij o el ot ro—, ha sido un placer. Y le sonrió. Jacques apuró su vaso. a

Coche de caballos, t ren, barco, avión.


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—¿Se quedó su fam ilia cerca de la front era? —No, es la zona prohibida. Cerca del em balse. Y se ve que ust ed no conoce a m i padre. Bebió t am bién lo que le quedaba en el vaso y com o si le pareciera un m ot ivo m ás de diversión, lanzó una carcaj ada: —Es un viej o colono. Chapado a la ant igua. De esos a quienes se insult a en París, com o ust ed sabe. Y es ciert o que siem pre fue m uy duro. Sesent a años. Pero largo y seco com o un purit ano con su cara de [ caballo] . Est ilo pat riarca, ¿com prende? Sus obreros árabes las pasaban negras, y para ser j ust os, sus hij os t am bién. Por eso, el año pasado, cuando hubo que evacuar, fue un follón. La región era ya invivible. Había que dorm ir con el fusil preparado. Cuando at acaron la finca Rast eil, ¿se acuerda? —No —dij o Jacques. —Sí, el padre y los dos hij os degollados, la m adre y la hij a violadas hast a m at arlas... En fin... El prefect o había t enido la m alhadada idea de decir a los agricult ores reunidos que había que reconsiderar las cuest iones [ coloniales] , la m anera de t rat ar a los árabes, y que se había vuelt o la página. El viej o le dij o que nadie en el m undo dict aría la ley en su casa. Después no afloj ó los dient es. Por la noche se levant aba y salía. Mi m adre lo observaba a t ravés de las persianas y lo veía andar a cam po t raviesa por sus t ierras. Cuando llegó la orden de evacuar, no dij o nada. La vendim ia est aba t erm inada, y el vino en cubas. Las abrió, fue hast a una fuent e de agua salobre que él m ism o había desviado en ot ros t iem pos, la apunt ó direct am ent e a sus t ierras, y t ransform ó un t ract or en desm ont adora. Durant e t res días, al volant e, con la cabeza descubiert a, sin decir nada, arrancó las viñas en t oda la superficie de la finca. I m agínese, el viej o seco zangolot eándose en su t ract or, em puj ando la palanca para acelerar cuando el arado no acababa con una cepa m ás gruesa que las ot ras, sin det enerse siquiera para com er, m i m adre le llevaba pan, queso y [ sobrasada] , que engullía pausadam ent e, com o hacía t odo, arroj ando el últ im o m endrugo para acelerar, y t odo eso desde la salida hast a la puest a del sol, y sin una m irada al horizont e de m ont añas, ni siquiera a los árabes ent erados de inm ediat o y que se m ant enían a dist ancia observándole, sin decir nada t am poco. Y cuando un j oven capit án, prevenido por alguien, llegó y le pidió explicaciones, el viej o le dij o: «Joven, si lo que hem os hecho aquí es un crim en, hay que borrarlo». Cuando t odo hubo t erm inado, volvió a la finca y cruzó el pat io em papado por el vino que se había escapado de las cubas, y em pezó a preparar sus m alet as. Los obreros árabes lo esperaban en el pat io. ( Est aba t am bién una pat rulla enviada por el capit án, no se sabía bien por qué, con un am able t enient e que esperaba órdenes.) «Pat rón, ¿qué vam os a hacer?» «Si yo est uviera en vuest ro lugar», dij o el viej o, «m e iría al m aquis. Son los que van a ganar. En Francia ya no quedan hom bres.» —El colono se reía—: ¡Era direct o, eh! —¿Se han quedado con ust ed? —No. No quiso oír hablar m ás de Argelia. Vive en Marsella, en un apart am ent o m oderno... Mi m adre m e escribe que da vuelt as por su cuart o. —¿Y ust ed? —Oh, yo m e quedo hast a el fin. Ocurra lo que ocurra, aquí m e quedo. A m i fam ilia la he m andado a Argel y aquí revent aré. En París est o no lo ent ienden. Salvo nosot ros, ¿sabe quiénes son los únicos capaces de ent ender? —Los árabes. —Just o. Est am os hechos para ent endernos. Tan est úpidos y brut os com o nosot ros, pero la m ism a sangre de hom bre. Todavía vam os a m at arnos un poco, a cort arnos los coj ones y a t ort urarnos una pizca. Y después em pezarem os a vivir de nuevo ent re hom bres. El país así lo quiere. ¿Un aniset e? —Ligero —dij o Jacques. Poco después salieron, Jacques le pregunt ó si quedaba en el país alguien que hubiera podido conocer a sus padres. No, según Veillard, apart e del viej o m édico que lo había t raído al m undo y que vivía


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ret irado en Solferino, no quedaba nadie. La propiedad de Saint - Apôt re había cam biado dos veces de m ano, en las dos guerras habían m uert o m uchos obreros árabes, habían nacido m uchos ot ros. —Aquí t odo cam bia —repet ía Veillard—. La cosa va rápido, m uy rápido, y uno olvida. Pero era posible que el viej o Tam zal... Era el guardián de una de las fincas de Saint - Apôt re. En 1913 t endría unos veint e años. De t odos m odos, Jacques vería el lugar donde había nacido. Salvo al nort e, la región est aba rodeada a lo lej os por m ont añas de cont ornos im precisos con el calor del m ediodía, com o enorm es bloques de piedra y de brum a lum inosa ent re los cuales la llanura del Seybouse, ot rora pant anosa, se ext endía por el nort e hast a el m ar, baj o el cielo blanco de calor, sus viñedos alineados, con las hoj as azuladas por el sulfat o y los racim os negros ya, int errum pidos de vez en cuando por hileras de cipreses o grupos de eucalipt os a cuya som bra se cobij aban las casas. Tom aron por un cam ino privado y cada uno de sus pasos levant aba una polvareda roj a. Delant e de ellos, hast a las m ont añas, el espacio t em blaba, el sol zum baba. Cuando llegaron a una casit a, det rás de un bosquecillo de plát anos, est aban em papados en sudor. Un perro invisible los acogió con ladridos rabiosos. La casit a, bast ant e dest art alada, t enía una puert a de m adera de m orera cuidadosam ent e cerrada. Veillard llam ó. Los ladridos redoblaron. Parecían venir de un pequeño pat io cerrado, del ot ro lado de la casa. Pero nadie se m ovió. —Reina la confianza —dij o el colono—. Est án, pero esperan. ¡Tam zal! —grit ó—, soy Veillard. Hace seis m eses vinieron a buscar a su yerno, querían saber si abast ecía a los m aquis. No se ha vuelt o a saber nada de él. Hace un m es, le dij eron a Tam zal que probablem ent e había querido evadirse y que lo habían m at ado. —Ah —dij o Jacques—. ¿Y abast ecía a los m aquis? —Puede que sí, puede que no. Qué quiere ust ed, es la guerra. Pero eso explica que en el país de la hospit alidad las puert as t arden en abrirse. Just am ent e, en ese m om ent o la puert a se abría. Tam zal, un hom bre baj o, el pelo [ ] a, con un som brero de paj a de alas anchas y un m ono azul rem endado, sonreía a Veillard, m iraba a Jacques. —Es un am igo. Nació aquí. —Ent ra —dij o Tam zal—, t om arem os el t é. Tam zal no se acordaba de nada. Sí, t al vez. Había oído a uno de sus t íos hablar de un adm inist rador que se quedó unos m eses, fue después de la guerra. —Ant es —dij o Jacques. O ant es, es posible, él era m uy j oven en aquel m om ent o, ¿y qué había sido de su padre? Muert o en la guerra. —Mekt oub b —dij o Tam zal—. Pero la guerra es una desgracia. —Siem pre hay guerra —dij o Veillard—. Pero uno se acost um bra en seguida a la paz. Y t erm ina por creer que es norm al. No, lo norm al es la guerra. —Los hom bres est án locos —dij o Tam zal m ient ras recibía una bandej a de t é de m anos de una m uj er que, en la otra habit ación, volvía la cabeza. c Bebieron el t é hirviendo, dieron las gracias y regresaron al cam ino recalent ado que at ravesaba las viñas. —Me vuelvo a Solferino en t axi —dij o Jacques—. El doct or m e ha invit ado a alm orzar. —A m í t am bién m e ha invit ado. Espere. Voy a buscar provisiones. Más t arde, en el avión que lo llevaba de vuelt a a Argel, Jacques t rat aba de ordenar las inform aciones que había recogido. A decir verdad, eran pocas, y ninguna se refería direct am ent e a su padre. La noche, curiosam ent e, parecía subir de la t ierra a b c

D os pa la br a s ile gible s. En á r a be : « Est a ba e scr it o» ( e n e l de st in o) . desarrollar.


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con una rapidez casi m ensurable para at rapar por fin al avión que corría rect o, sin un m ovim ient o, com o un t ornillo hundiéndose direct am ent e en el espesor de la noche. Pero la oscuridad acent uaba el m alest ar de Jacques, que se sent ía dos veces enclaust rado, por el avión y por las t inieblas, y respiraba m al. Volvía a ver el libro de fam ilia y el nom bre de los dos t est igos, nom bres bien franceses com o [ se] ven en los let reros parisienses, y el viej o m édico, después de cont arle la llegada de su padre y su propio nacim ient o, le dij o que eran dos com erciant es de Solferino, los prim eros que aparecieron, los que habían acept ado hacerle ese favor a su padre, y t enían nom bres de gent es de los suburbios de París, sí, pero qué t enía de raro si Solferino había sido fundado por rebeldes del 48. —Ah, sí —dij o Veillard—, m is bisabuelos lo eran. Por eso había en el viej o una sim ient e de revolucionario. Y había precisado que los prim eros abuelos eran, él un carpint ero del Faubourg Saint - Denis, ella una lavandera fina. Había m ucho desem pleo en París, había inquiet ud y la Const it uyent e había vot ado enviar cincuent a m illones a una colonia. a Le prom et ían a cada uno una casa y ent re dos y diez hect áreas. —I m agínese si habría candidat os. Más de m il. Y t odos soñaban con la t ierra prom et ida. Sobre t odo los hom bres. Las m uj eres t enían m iedo a lo desconocido. ¡Pero ellos! Por algo habían hecho la revolución. Eran de los que creían en papá Noel. Y papá Noel para ellos usaba albornoz. Part ieron en el 49 y la prim era casa se const ruyó en el 54. Ent ret ant o... Ahora Jacques respiraba m ej or. La prim era oscuridad se había decant ado, refluía com o una m area dej ando t ras de sí una nube de est rellas, el cielo se cubría de est rellas. Sólo el ruido ensordecedor de los m ot ores lo obsesionaba t odavía. Trat aba de volver a ver al viej o vendedor de algarrobas y forraj e que, sí, había conocido a su padre, se acordaba vagam ent e de él y repet ía sin cesar: «Poca charla, era de poca charla». Pero el ruido lo at ont aba, lo sum ía en una especie de t orpor m aligno en el que inút ilm ent e t rat aba de ver, de im aginar a su padre, que desaparecía det rás de ese país inm enso y host il, se fundía en la hist oria anónim a de esa aldea y esa llanura. Det alles de su conversación con el doct or le volvían con el m ism o m ovim ient o con que las pinazas, según el m ism o doct or, habían llevado a Solferino a los colonos parisienses. Con el m ism o m ovim ient o, y no había t ren en aquella época, no, no, sí, pero no llegaba hast a Lyon. De m odo que seis pinazas arrast radas por caballos de sirga, con La Marsellesa y el Chant du départ , desde luego, a cargo de la banda m unicipal, y bendición del clero a orillas del Sena, bandera con el nom bre bordado de la aldea t odavía inexist ent e, pero que los pasaj eros iban a crear por ensalm o. La pinaza em pezaba a alej arse de la orilla, París se deslizaba, se volvía fluido, iba a desaparecer, que Dios bendiga vuest ra em presa, y hast a los espírit us escépt icos, los duros de las barricadas callaban, con el alm a en un puño, sus m uj eres asust adas apoyadas en la fuerza de ellos, y en la cala había que dorm ir sobre est eras con su ruido sedoso y el agua sucia a la alt ura de la cabeza, pero prim ero las m uj eres se desnudaban det rás de las sábanas que ent re ellas m ism as sost enían. En t odo est o, ¿dónde est aba su padre? En ninguna part e, y, sin em bargo, esas pinazas rem olcadas cien años ant es por los canales del final del ot oño, derivando durant e un m es por ríos y afluent es cubiert os por las últ im as hoj as secas, acogidos en las ciudades por las fanfarrias oficiales y relanzados con su cargam ent o de nuevos git anos hacia un país desconocido, le decían m ás sobre el j oven m uert o de Saint - Brieuc que los recuerdos [ seniles] y desordenados que había ido a buscar. Ahora los m ot ores cam biaban de régim en. Abaj o, esas m asas som brías, esos fragm ent os de noche dislocados y filosos, eran la Cabilia, la part e salvaj e y sangrient a de ese país, durant e m ucho t iem po salvaj e y sangrient o, hacia el cual cien años at rás los obreros del 48, am ont onados en una fragat a con ruedas, «Le Labrador», decía el viej o doct or, «así se llam aba, a

48 [ cifr a e n cu a dr a da por e l a u t or , N . de la E.] .


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im agínese, Le Labrador, para ir hacia los m osquit os y el sol», Le Labrador en t odo caso se afanaba con t odas sus palas, rem oviendo el agua helada que el m ist ral agit aba com o una t em pest ad, los puent es barridos durant e cinco días y cinco noches por un vient o polar, y los conquist adores en el fondo de las calas, sint iéndose m al hast a revent ar, vom it ando unos sobre ot ros, deseando m orir, hast a ent rar en el puert o de Bône, con t oda su población aguardando en los m uelles para recibir con m úsica a los avent ureros verdosos que venían de t an lej os, que habían abandonado la capit al de Europa con m uj eres, niños y m uebles para at errizar t am baleándose, al cabo de cinco sem anas de errancia, en esa t ierra de lej anías azuladas, cuyo olor ext raño, hecho de est iércol, especias y [ ] a descubrían con inquiet ud. Jacques se revolvió en su asient o; est aba sem idorm ido. Veía a su padre, a quien nunca había conocido, del que no sabía siquiera la est at ura, lo veía en aquel m uelle de Bône ent re los em igrant es, m ient ras las poleas baj aban los pobres m uebles que habían sobrevivido al viaj e, y las peleas est allaban por los que se habían perdido. Allí est aba, decidido, som brío, apret ando los dient es, y después de t odo, ¿no era el m ism o cam ino que había t om ado de Bône a Solferino, unos cuarent a años at rás, a bordo de la carret a, baj o el m ism o cielo de ot oño? Pero la carret era no exist ía para los em igrant es, las m uj eres y los niños am ont onados en los vehículos del ej ércit o, los hom bres a pie, cort ando cam ino a oj o a t ravés de la llanura pant anosa o los m at orrales espinosos, baj o la m irada host il de los grupos ocasionales de árabes, siem pre a dist ancia, acom pañados casi cont inuam ent e por los aullidos de las j aurías de perros cabileños, hast a llegar, al final del día, al m ism o país al que había llegado su padre cuarent a años ant es, chat o, rodeado de m ont añas lej anas, sin una casa, sin un palm o de t ierra cult ivada, con un puñado apenas de t iendas m ilit ares del color del polvo, un espacio desnudo y desiert o sin m ás, lo que era para ellos el confín del m undo ent re el cielo desiert o y la t ierra peligrosa, b y por la noche las m uj eres lloraban de fat iga, de m iedo y desengaño. La m ism a llegada de noche a un lugar m iserable y host il, los m ism os hom bres y después, después... ¡Oh! Jacques, de lo que pasó con su padre nada sabía, pero para los ot ros, hubo que despabilarse frent e a los soldados que se reían, e inst alarse en las t iendas. Las casas vendrían m ás t arde, las const ruirían y después dist ribuirían las t ierras, el t rabaj o, el t rabaj o sacrosant o lo salvaría t odo. «Trabaj o no hubo en seguida...», había dicho Veillard. La lluvia, la lluvia argelina, enorm e, brut al, inagot able, cayó durant e ocho días, el río Seybouse se desbordó. Las ciénagas llegaban al borde de las t iendas y no podían salir, herm anos enem igos en la sucia prom iscuidad de las enorm es t iendas que resonaban baj o el chaparrón int erm inablem ent e, y para huir del hedor cort aron unas cañas huecas que les perm it ían orinar afuera sin salir, y en cuant o la lluvia t erm inó, a t rabaj ar, en efect o, baj o la dirección del carpint ero para levant ar unos barracones ligeros. —¡Ah, pobres gent es! —decía Veillard riendo—. Term inaron sus cuchit riles en prim avera, y después le llegó el t urno al cólera. Si he de creer al viej o, el abuelo carpint ero perdió a su m uj er y a su hij a, que t enían t oda la razón cuando dudaban ant e el viaj e. —Pues sí —decía el m édico, andando de una punt a a la ot ra, siem pre erguido y orgulloso con sus polainas, incapaz de est arse sent ado—, se m orían unos diez por día. El calor había llegado prem at uram ent e, la gent e se asaba en los barracones. Y en cuant o a la higiene... En fin, que se m orían unos diez por día. Sus colegas, m ilit ares, eran im pot ent es. Curiosos colegas, adem ás. Habían agot ado t odos los rem edios. Ent onces t uvieron una idea. Había que bailar para calent arse la sangre. Y t odas las noches, después del t rabaj o, los colonos bailaban ent re dos ent ierros, al son del violín. No est uvo t an m al pensado, en efect o. Con el calor las pobres gent es t ranspiraban a chorros y la epidem ia se det uvo. «Fue una idea que a b

Un a pa la br a ile gible . desconocida.


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m erece reflexión.» Sí, había sido una buena idea. En la noche calient e y húm eda, ent re los barracones donde dorm ían los enferm os, el rascat ripas sent ado en un caj ón, con una lint erna al lado, alrededor de la cual zum baban los m osquit os y los insect os, los conquist adores, ellas de vest ido largo y ellos con t raj e de paño, bailaban, t raspiraban gravem ent e en t orno a un gran fuego de m alezas, m ient ras en los cuat ro rincones del cam pam ent o la guardia velaba por los sit iados para defenderlos de los leones de negras crines, los ladrones de ganado, las bandas árabes y a veces t am bién las razzias de ot ras colonias francesas necesit adas de dist racción o de provisiones. Por fin, m ás t arde, les dieron t ierras, unas parcelas dispersas lej os de la aldea de barracas. Después, se const ruyeron m urallas de adobe alrededor de la aldea. Pero dos t ercios de los em igrant es habían m uert o, allí com o en t oda Argelia, sin haber t ocado el pico y el arado. En los cam pos los ot ros seguían siendo parisienses que t rabaj aban con chist era, el fusil al hom bro, la pipa ent re los dient es, y sólo la pipa con t apadera est aba aut orizada, j am ás los cigarrillos, debido a los incendios, la quinina en el bolsillo, quinina que se vendía en los cafés de Bône y en la cant ina de Mondovi com o un product o de consum o corrient e, ¡a su salud! , acom pañados de sus m uj eres vest idas de seda. Pero siem pre el fusil y los soldados alrededor, y aun para lavar la ropa en el Seybouse necesit aban una escolt a aquellas que ant es, en el lavadero de la Rue des Archives, t rabaj aban com o en un salón apacible, y la aldea m ism a era frecuent em ent e at acada de noche, com o en el 51, durant e una de las insurrecciones en que cient os de j inet es con albornoz, caracoleando alrededor de las m urallas, t erm inaron por escapar al ver los t ubos de chim enea que blandían los sit iados sim ulando cañones, edificando y t rabaj ando en un país enem igo que rechazaba la ocupación y se vengaba en t odo lo que encont raba, ¿y por qué pensaba Jacques en su m adre ahora, m ient ras el avión subía y baj aba? Al evocar el carro em pant anado en el cam ino de Bône, donde los colonos habían dej ado una m uj er em barazada para ir en busca de ayuda y a la vuelt a la encont raron con el vient re abiert o y los senos cort ados. —Era la guerra —decía Veillard. —Seam os j ust os —añadía el viej o m édico—, los habían encerrado en grut as con t oda la sm alah, sí, sí, y ellos habían cort ado los coj ones a los prim eros berberiscos, que a su vez... y así uno se rem ont a al prim er crim inal, ¿sabe?, se llam aba Caín y desde ent onces viene la guerra, los hom bres son at roces, especialm ent e baj o un sol feroz. Y después del alm uerzo cruzaron el pueblo, sem ej ant e a ot ros cient os de pueblos en t oda la superficie del país, unos cient os de casit as del est ilo burgués de fines del siglo XI X, dist ribuidas en varias calles cort adas en ángulo rect o con grandes edificios com o la cooperat iva, la caj a agrícola y la sala de fiest as, y t odo ello convergiendo en el quiosco de m úsica de est ruct ura m et álica, que parecía un t iovivo o una gran ent rada de m et ro, y donde, durant e años, el orfeón m unicipal o la fanfarria m ilit ar habían ofrecido conciert os los días de fiest a, m ient ras las parej as endom ingadas daban vuelt as alrededor, en el calor y el polvo, descascarando cacahuet es. Tam bién hoy era dom ingo, pero los servicios psicológicos del ej ércit o habían inst alado alt avoces en el quiosco, la m ult it ud era en su m ayoría árabe, pero no daba vuelt as alrededor de la plaza, est aba inm óvil y escuchaba la m úsica árabe que alt ernaba con los discursos, y los franceses perdidos en la m ult it ud se parecían t odos, t enían el m ism o aire som brío y volcado hacia el fut uro, com o los que ant año habían llegado a Le Labrador, o los que habían at errizado en ot ros lugares en las m ism as condiciones, con los m ism os sufrim ient os, huyendo de la m iseria o de la persecución, para encont rar el dolor y la piedra. Com o los españoles de Mahón, de los que descendía la m adre de Jacques, o aquellos alsacianos que en el 71 rechazaron el dom inio alem án y opt aron por Francia, y recibieron las t ierras de los insurrect os del 71, m uert os o prisioneros, refract arios que ocupaban el lugar t odavía calient e de los rebeldes, perseguidos- perseguidores que habían engendrado a su padre, y cuarent a años m ás t arde, llegaba a esos lugares con el m ism o aire


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som brío y obst inado, ent eram ent e vuelt o hacia el fut uro, com o los que no am an su pasado y reniegan de él, em igrant e t am bién com o t odos los que vivían y habían vivido en aquellas t ierras sin dej ar huellas, salvo en las lápidas gast adas y verdosas de los pequeños cem ent erios coloniales sem ej ant es al que, t ras la part ida de Veillard, Jacques había visit ado con el viej o m édico. De un lado, las const rucciones nuevas y feas de la últ im a m oda funeraria, esa con abalorios abast ecida en los m ercadillos del rast ro, en que ha ido a parar hoy el cult o de los m uert os. Del ot ro, ent re los viej os cipreses, en los senderos cubiert os de aguj as de pino y piñas de ciprés, o bien cerca de los m uros húm edos, al pie de los cuales crecían las oxalídeas con sus flores am arillas, unas viej as losas que se confundían casi con la t ierra y eran casi ilegibles. Mult it udes ent eras habían llegado allí durant e m ás de un siglo, habían labrado la t ierra, abiert o surcos cada vez m ás profundos en ciert os lugares, en ot ros cada vez m ás irregulares, hast a que una t ierra ligera los recubría y la región volvía a la veget ación salvaj e, y procreaban y desaparecían. Y así sus hij os. Y los hij os y los niet os de aquéllos se encont raron en esa t ierra com o se encont raba él, sin pasado, sin m oral, sin lección, sin religión, pero cont ent o de est ar y de est ar en la luz, angust iados frent e a la noche y a la m uert e. Todas aquellas generaciones, t odos aquellos hom bres venidos de t ant os países diferent es, baj o ese cielo adm irable donde subía ya el anuncio del crepúsculo, habían desaparecido sin dej ar huellas, encerrados en sí m ism os. Un inm enso olvido se ext endía sobre ellos, y en verdad, eso era lo que dispensaba esa t ierra, eso que baj aba del cielo j unt o con la noche sobre t res hom bres que regresaban a la aldea con el alm a acongoj ada por la cercanía de la oscuridad, llenos de esa angust ia a que se apodera de t odos los hom bres de África cuando la noche cae rápida sobre el m ar, las m ont añas at orm ent adas y las alt as m eset as, la m ism a angust ia sagrada que en los flancos de Delfos, donde la noche produce el m ism o efect o y hace surgir t em plos y alt ares. Sin em bargo, en la t ierra de África los t em plos son dest ruidos y no queda m ás que ese peso insoport able y dulce en el corazón. ¡Sí, qué m uert os est aban! ¡Cóm o seguían m uriendo! Silenciosos y apart ados de t odo, com o m uriera su padre en una incom prensible t ragedia, lej os de su pat ria carnal, después de una vida ent eram ent e involunt aria, desde el orfanat o hast a el hospit al, pasando por el casam ient o inevit able, una vida que se había const ruido a su alrededor, a pesar suyo, hast a que la guerra lo m at ó y lo ent erró, en adelant e y para siem pre desconocido para su fam ilia y para su hij o, devuelt o él t am bién al vast o olvido que era la pat ria definit iva de los hom bres de su raza, el lugar final de una vida que había em pezado sin raíces, y t ant os inform es en las bibliot ecas de la época sobre la m anera de em plear en la colonización de ese país a los niños abandonados, sí, aquí t odos eran niños abandonados y perdidos que edificaban ciudades fugaces para m orir definit ivam ent e en sí m ism os y en los dem ás. Com o si la hist oria de los hom bres, esa hist oria que había avanzado const ant em ent e en una de sus t ierras m ás viej as dej ando en ella t an pocas huellas, se evaporase baj o el sol incesant e j unt o con el recuerdo de los que la habían hecho, lim it ada a crisis de violencia y asesinat os, llam aradas de odio, t orrent es de sangre que rápidam ent e crecían, rápidam ent e se secaban com o los ouedsb del país. Ahora la noche subía del suelo m ism o y em pezaba a anegarlo t odo, m uert os y vivos, baj o el m aravilloso cielo siem pre present e. No, nunca conocería a su padre, que seguiría durm iendo allá, el rost ro perdido para siem pre en la ceniza. Había un m ist erio en ese hom bre, un m ist erio que él siem pre había querido penet rar. Pero al fin el único m ist erio era el de la pobreza, que hace de los hom bres seres sin nom bre y sin pasado, que los devuelve al inm enso t ropel de los m uert os anónim os que han const ruido el m undo, desapareciendo para siem pre. Porque eso era lo que su padre t enía en com ún con a

ansiedad.

b

Ria ch os. ( N . de la T.)


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los hom bres del Labrador. Los m ahoneses del Sahel, los alsacianos de las alt as m eset as, con esa isla inm ensa ent re la arena y el m ar, que ahora em pezaba a cubrir un enorm e silencio, es decir, el anonim at o, al nivel de la sangre, del coraj e, del t rabaj o, del inst int o, a la vez cruel y com pasivo. Y él, que había querido escapar del país sin nom bre, de la m ult it ud y de una fam ilia sin nom bre, pero en quien alguien, obst inadam ent e, reclam aba sin cesar la oscuridad y el anonim at o, form aba part e t am bién de la t ribu, m archaba ciegam ent e en la noche j unt o al viej o m édico que respiraba a su derecha, escuchando la m úsica que llegaba a oleadas de la plaza, viendo ot ra vez el sem blant e duro e im penet rable de los árabes alrededor de los quioscos, la risa y la cara volunt ariosa de Veillard, volvía a ver t am bién con una dulzura y una pena que le encogían el corazón el rost ro agónico de su m adre cuando la explosión, cam inando en la noche de los años por la t ierra del olvido, en la que cada uno era el prim er hom bre, donde él m ism o había t enido que criarse solo, sin padre, sin haber conocido nunca esos m om ent os en que el padre llam a al hij o cuando ést e ha llegado a la edad de escuchar, para confiarle el secret o de la fam ilia, o una ant igua pena, o la experiencia de su vida, esos m om ent os en que incluso el ridículo y odioso Polonio se agranda de pront o al hablar a Laert es, y él llegó a los dieciséis años, después a los veint e y nadie le habló y hubo de aprender solo, crecer solo, en fuerza, en pot encia, encont rar solo su m oral y su verdad, nacer por fin com o hom bre para después nacer ot ra vez en un nacim ient o m ás duro, el que consist e en nacer para los ot ros, para las m uj eres, com o t odos los hom bres de ese país donde, uno por uno, t rat aban de aprender a vivir sin raíces y sin fe y donde t odos j unt os hoy, arriesgando el anonim at o definit ivo y la pérdida de las únicas huellas sagradas de su paso por esa t ierra: las lápidas ilegibles que la noche cubría ya en el cem ent erio, debían enseñar a los ot ros a nacer, al inm enso t ropel de los conquist adores ya elim inados que los habían precedido en aquella t ierra y cuya frat ernidad de raza y de dest ino habían de reconocer ahora. El avión baj aba hacia Argel. Jacques pensaba en el pequeño cem ent erio de Saint Brieuc, donde las t um bas de los soldados est aban m ej or conservadas que las de Mondovi. a El Medit erráneo separaba en m í dos universos, el de los espacios m esurados, donde se conservaban los recuerdos y los nom bres, y el de los vast os espacios, donde el vient o de arena borraba las huellas de los hom bres. Había t rat ado de escapar al anonim at o, a la vida pobre, ignorant e, obst inada, incapaz de vivir al nivel de esa paciencia ciega, sin frases, sin ot ro proyect o que lo inm ediat o. Había andado por el m undo, edificando, creando, quem ando ot ros seres, sus días habían est ado llenos hast a rebosar. Y, sin em bargo, ahora sabía en el fondo de su alm a que Saint - Brieuc y lo que represent aba nunca había sido nada para él, y pensaba en las t um bas desgast adas y verdosas que acababa de abandonar, acept ando con una especie de ext raña alegría que la m uert e lo devolviera a su verdadera pat ria y cubriese a su vez con su vast o olvido el recuerdo del hom bre m onst ruoso y [ t rivial] que había crecido y se había form ado sin ayuda y sin auxilio, en la pobreza, en una orilla feliz y baj o la luz de las prim eras m añanas del m undo, para abordar después, solo, sin m em oria y sin fe, el m undo de los hom bres de su t iem po, y su espant osa y exalt ant e hist oria.

a

Argelia.


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Se gu n da pa r t e El h ij o o e l pr im e r h om br e


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1 Lice o a

El prim ero de oct ubre de ese año, cuando Jacques Corm ery, b inseguro en sus zapat ones nuevos, envarado en una cam isa t odavía rígida de aprest o, acorazado en una cart era que olía a hule y a cuero, vio al wat t m an, a cuyo lado se inst alaban Pierre y él en la delant era de la aut om ot ora, que ponía la palanca en la prim era velocidad y el pesado vehículo part ía de la parada de Belcourt , y se volvió para t rat ar de dist inguir a unos m et ros de dist ancia a su m adre y su abuela, t odavía asom adas a la vent ana para acom pañarlo un poco m ás en esa prim era part ida hacia el m ist erioso liceo, pero no pudo verlas porque su vecino leía las páginas int eriores de La Dépêche Algérienne. Ent onces m iró delant e de él los rieles de acero que la aut om ot ora t ragaba regularm ent e y, sobre ellos, los cables eléct ricos vibrando en la m añana fresca, volviendo la espalda, con el alm a em bargada, a la casa, al viej o barrio del que nunca se había apart ado realm ent e salvo en raras expediciones ( se decía «ir a Argel» cuando se iba al cent ro) , rodando cada vez a m ayor velocidad y a pesar del hom bro frat erno de Pierre pegado al suyo, con un sent im ient o de soledad inquiet a inspirado por un m undo desconocido donde no sabía cóm o t endría que com port arse. A decir verdad, nadie podía aconsej arles. El y Pierre com prendieron en seguida que est aban solos. El m ism o señor Bernard, a quien por lo dem ás no se at revían a m olest ar, no podía decirles nada de ese liceo que no conocía. En sus propias casas, la ignorancia era t odavía m ayor. Para la fam ilia de Jacques, el lat ín por ej em plo era una palabra que no t enía est rict am ent e sent ido alguno. Que hubiese habido ( fuera de los t iem pos de la best ialidad, que por el cont rario eran capaces de im aginar) un t iem po en que nadie hablaba francés, que se hubieran sucedido civilizaciones ( y la palabra m ism a no significaba nada para ellos) cuyas cost um bres y lengua fueran hast a t al punt o diferent es, eran verdades que no les habían llegado. Ni la im agen, ni la cosa escrit a, ni la inform ación oral, ni la cult ura superficial que nace de la conversación t rivial, los habían t ocado. En esa casa, donde no se conocían diarios, ni, hast a que Jacques los llevara, libros, ni radio t am poco, donde sólo había obj et os de ut ilidad inm ediat a, donde sólo se recibía a la fam ilia, y de la que rara vez se salía salvo para visit ar a m iem bros de la m ism a fam ilia ignorant e, lo que Jacques llevaba del liceo era inasim ilable, y el silencio crecía ent re él y los suyos. En el liceo m ism o no podía hablar de su fam ilia, de cuya singularidad era conscient e sin poder expresarla, aunque hubiera t riunfado sobre el pudor invencible que le cerraba la boca en lo que se refería a ese t em a. No era siquiera la diferencia de clases lo que los aislaba. En ese país de inm igración, de enriquecim ient os rápidos y de ruinas espect aculares, las front eras ent re las clases est aban m enos m arcadas que ent re las razas. De haber sido niños árabes, su sent im ient o hubiera sido m ás doloroso y m ás am argo. Por ot ra part e, aunque en la escuela com unal t enían com pañeros árabes, en el liceo ést os const it uían la excepción y eran siem pre hij os de not ables ricos. No, lo que los separaba, y t odavía m ás a Jacques que a Pierre, porque esa singularidad era m ás m arcada en su casa que en la fam ilia de su am igo, era su im posibilidad de vincularlos a valores o m ot ivos t radicionales. A com ienzos de año cuando le int errogaron, pudo responder nat uralm ent e que su padre había m uert o en la guerra, lo cual era en definit iva una sit uación social, y que era huérfano de guerra, cosa que t odos ent endían. Pero las dificult ades em pezaron después. En los a

Em pezar o bien por la part ida hacia el liceo y la cont inuación en su orden, o bien por una present ación del adult o m onst ruo y volver después al m om ent o de la salida hacia el liceo hast a enferm edad. b descripción física del niño.


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im presos que les ent regaban, no sabía qué poner baj o el rubro «profesión de los padres». Prim ero escribió «am a de casa», m ient ras Pierre ponía «em pleada de Correos». Pero Pierre le aclaró que am a de casa no era una profesión, sino que designaba a una m uj er que se quedaba en casa y se ocupaba de t areas dom ést icas. —No —dij o Jacques—, se ocupa de las casas de los ot ros y sobre t odo de la del m ercado de enfrent e. —Bueno —dij o Pierre vacilando—, creo que hay que poner «criada». A Jacques nunca se le había ocurrido est a idea por la sim ple razón de que esa palabra, dem asiado rara, nunca se pronunciaba en su casa —debido t am bién a que ninguno de ellos t enía la im presión de que t rabaj aba para los ot ros: t rabaj aba ant e t odo para sus hij os—. Jacques em pezó a escribir la palabra, se det uvo y de golpe conoció la vergüenza y la vergüenza de haber sent ido vergüenza. Un niño no es nada por sí m ism o, son sus padres quienes lo represent an. Por ellos se define, por ellos es definido a los oj os del m undo. A t ravés de ellos se sient e j uzgado de verdad, es decir, j uzgado sin poder apelar, y ese j uicio del m undo es lo que Jacques acababa de descubrir, y j unt o con él, su propio j uicio sobre la m aldad de su propio corazón. No podía saber que t iene m enos m érit o, al llegar a hom bre, no haber conocido esos m alos sent im ient os. Pues uno es j uzgado, bien o m al, por lo que es y no t ant o por su fam ilia, ya que incluso sucede que la fam ilia sea j uzgada a su vez por el niño cuando llega a hom bre. Pero Jacques hubiera necesit ado un corazón de una pureza heroica y excepcional para no sufrir por el descubrim ient o que acababa de hacer, así com o se hubiera necesit ado una hum ildad im posible para no acoger con rabia y vergüenza lo que sobre su caráct er le revelaba. No t enía nada de t odo eso, sino un orgullo duro y m alo que lo ayudó por lo m enos en esa circunst ancia y le hizo escribir con m ano firm e la palabra «criada» en el im preso, que llevó con sem blant e cerrado al pasant e que ni siquiera le prest ó at ención. A pesar de t odo, Jacques no deseaba cam biar de est ado ni de fam ilia, y su m adre t al com o era seguía siendo lo que m ás am aba en el m undo, aunque la am ara desesperadam ent e. Por lo dem ás, ¿cóm o hacer ent ender que un niño pobre pueda a veces sent ir vergüenza sin t ener nunca nada que envidiar? En ot ra ocasión, com o le pregunt aran por su religión, respondió «cat ólica». Le pregunt aron si había que inscribirlo en los cursos de inst rucción religiosa, y recordando los t em ores de su abuela, respondió que no. —En una palabra —dij o el pasant e, burlón pero sin reírse—, ust ed es cat ólico no pract icant e. Jacques no podía decir nada de lo que ocurría en su casa, ni explicar de qué m anera singular encaraban los suyos la religión. Respondió, pues, firm em ent e «sí», cosa que provocó la risa y le ganó fam a de seguro de sí m ism o en el m om ent o en que se sent ía m ás desorient ado. Ot ro día el profesor de let ras, que había dist ribuido ent re los alum nos un im preso relat ivo a una cuest ión de organización int erna, les pidió que lo devolvieran firm ado por sus padres. El im preso, que enum eraba t odo lo que los alum nos no podían llevar al liceo, desde arm as hast a revist as ilust radas pasando por j uegos de naipes, est aba redact ado de m anera t an rebuscada que Jacques t uvo que resum irlo en t érm inos sencillos a su m adre y a su abuela. Su m adre era la única capaz de t razar al pie del im preso una grosera firm a. a Com o desde la m uert e de su m arido debía cobrar b cada t rim est re su pensión de viuda de guerra, y la Adm inist ración, en est e caso el Tesoro —Cat herine Corm ery decía sim plem ent e que iba al Tesoro, que era para ella un nom bre propio, vacío de sent ido y que en los niños, por el cont rario, evocaba un lugar m ít ico de recursos inagot ables de los que su m adre t enía derecho a recibir, de vez en cuando, pequeñas cant idades de dinero—, le pedía cada vez una firm a, después de las prim eras dificult ades, un vecino ( ?) le había enseñado a a b

el aviso. percibir.


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copiar un m odelo de firm a Vda. Cam usa, que t razaba m ás m al que bien pero que era acept ada. Sin em bargo, a la m añana siguient e, Jacques advirt ió que su m adre, que se había m archado m ucho ant es que él para lim piar una t ienda que abría t em prano, había olvidado firm ar el im preso. Su abuela no sabía firm ar; hacía las cuent as aplicando un sist em a de círculos que, según est uvieran cruzados una o dos veces, represent aban la unidad, la decena o la cent ena. Jacques t uvo que llevar el im preso sin firm a, dij o que su m adre se había olvidado, le pregunt aron si no había en su casa quién pudiera firm ar, cont est ó que no y descubrió, por el aire de sorpresa del profesor, que el caso era m enos frecuent e de lo que hast a ent onces creyera. Todavía m ás lo desorient aban los j óvenes m et ropolit anos a quienes los azares de la carrera pat erna habían llevado a Argelia. Quien le dio m ás que pensar, fue Georges Didier, b a quien el gust o com ún por las clases de francés y por la lect ura había acercado a Jacques hast a llegar a una suert e de am ist ad m uy afect uosa de la que Pierre, por ot ra part e, est aba celoso. Didier era hij o de un oficial cat ólico m uy pract icant e. Su m adre era aficionada a la m úsica, la herm ana ( a quien Jacques nunca llegó a ver pero con la que soñaba deliciosam ent e) al bordado y Didier se dest inaba, según decía, al sacerdocio. De gran int eligencia, era int ransigent e en cuest iones de fe y m oral en las que sus cert ezas eran t aj ant es. Nunca se le oía pronunciar una palabra soez, o aludir, com o los ot ros niños, con una com placencia infat igable, a las funciones nat urales o a las de la reproducción, que en sus cabezas por ciert o no est aban t an claras com o querían hacer creer. Lo prim ero que t rat ó de conseguir de Jacques, cuando su am ist ad se m anifest ó, fue que renunciara a las palabrot as. A Jacques no le cost aba renunciar cuando est aba con él. Pero con los ot ros volvía fácilm ent e a las groserías de la conversación. ( Ya se dibuj aba su nat uraleza m ult iform e que le facilit aría t ant as cosas y lo haría capaz de aprender t odas las lenguas, adapt arse a t odos los am bient es, y desem peñar t odos los papeles, salvo...) Con Didier com prendió lo que era una fam ilia francesa m edia. Su am igo t enía en Francia la casa fam iliar, a la que regresaba en las vacaciones, y de la que hablaba o escribía incesant em ent e a Jacques, casa donde había un desván lleno de viej os baúles en los que se conservaban las cart as de la fam ilia, recuerdos, fot os. Conocía la hist oria de sus abuelos y de sus bisabuelos, t am bién de un ant epasado que había sido m arino en Trafalgar, y esa larga hist oria, viva en su im aginación, le proporcionaba t am bién ej em plos y precept os para la conduct a de t odos los días. «Mi abuelo decía que... papá quiere que...» y j ust ificaba así su rigor, su pureza t aj ant e. Cuando hablaba de Francia decía «nuest ra pat ria» y acept aba por ant icipado los sacrificios que esa pat ria podía pedirle ( «Tu padre m urió por la pat ria», le decía a Jacques...) ; en cam bio est a noción de pat ria no t enía sent ido alguno para Jacques, que sabía que era francés, que eso ent rañaba ciert o núm ero de deberes, para quien Francia era una ausent e a la que uno apelaba y que a veces apelaba a uno, en ciert o m odo com o lo hacía ese Dios del que había oído hablar fuera de su casa y que, al parecer, era el dispensador soberano de los bienes y los m ales, en quien no se podía influir pero que en cam bio lo podía t odo en el dest ino de los hom bres. Y ese sent im ient o suyo era t am bién, y m ás aún, el de las m uj eres que vivían con él. —Mam á, ¿qué es la pat ria?c —pregunt ó un día. Su m adre pareció asust arse, com o cada vez que no ent endía. —No sé —dij o—, no sé. —Es Francia. —¡Ah, sí! —Y pareció aliviada. En cam bio Didier sabía lo que era, la fam ilia, a t ravés de sus generaciones, t enía para él una exist encia fuert e, y en igual m edida el país donde había nacido a t ravés a b c

Sic. encont rarlo después a su m uert e. descubrim ient o de la pat ria en 1940.


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de su hist oria, él llam aba a Juana de Arco por su nom bre de pila, y para él el bien y el m al est aban t an definidos com o su dest ino present e y fut uro. Jacques, y Pierre t am bién, aunque en m enor grado, se sent ía de una especie diferent e, sin pasado ni casa fam iliar, ni desván at est ado de cart as y de fot os, ciudadanos t eóricos de una nación im precisa donde la nieve cubría los t ej ados m ient ras ellos crecían baj o un sol fij o y salvaj e, arm ados de una m oral de lo m ás elem ent al que les proscribía por ej em plo el robo, que les recom endaba defender a la m adre y a la m uj er, pero que guardaba silencio en cant idad de cuest iones vinculadas con las m uj eres, la relación con los superiores... ( et cét era) , niños ignorant es e ignorados de Dios, incapaces de concebir la vida fut ura, hast a t al punt o la vida present e les parecía inagot able cada día baj o la prot ección de las divinidades indiferent es del sol, del m ar o de la m iseria. Y en realidad el que Jacques est uviera t an profundam ent e apegado a Didier, se debía sin duda al corazón de ese niño apasionado del absolut o, cabal en sus pasiones leales ( la prim era vez que Jacques oyó la palabra lealt ad, que había leído cien veces, fue en boca de Didier) y capaz de una afect uosidad encant adora, pero t am bién a su aspect o ext raño, a sus oj os, a su encant o, que era para Jacques realm ent e exót ico y lo at raía t ant o com o cuando, al llegar a adult o, lo at raerían irresist iblem ent e las m uj eres ext ranj eras. El hij o de la fam ilia, de la t radición y de la religión ej ercía en Jacques la m ism a seducción que los avent ureros at ezados que vuelven de los t rópicos, guardando un secret o ext raño e incom prensible. Pero el past or cabileño que en su m ont aña pelada y roída por el sol m ira pasar las cigüeñas, soñando con ese Nort e de donde llegan t ras un largo viaj e, vuelve por la noche a la m eset a de lent iscos, a la fam ilia de largas vest iduras, y a la chabola de la m iseria donde t iene hundidas sus raíces. Así Jacques podía em briagarse con los filt ros ext raños de la t radición burguesa ( ?) , pero seguía apegado en realidad a quien m ás se le parecía, que era Pierre. Todas las m añanas a las seis y cuart o ( salvo los dom ingos y los j ueves) , Jacques baj aba los escalones de su casa de cuat ro en cuat ro, corriendo en la hum edad de la est ación calient e o bien baj o la lluvia violent a del invierno que hinchaba su esclavina com o una esponj a; al llegar a la fuent e, doblaba a la calle de Pierre y, corriendo siem pre, subía los dos pisos para llam ar suavem ent e a la puert a. La m adre de Pierre, una bella m uj er de form as generosas, le abría la puert a que daba direct am ent e al com edor, pobrem ent e am ueblado. En el fondo del com edor se abría de cada lado una puert a que daba a un cuart o. Uno era el de Pierre, que com part ía con su m adre, el ot ro el de sus dos t íos, dos rudos obreros ferroviarios, t acit urnos y sonrient es. Ent rando al com edor, a la derecha, un cuchit ril sin aire ni luz hacía de cocina y de cuart o de aseo. Pierre habit ualm ent e iba con ret raso. Sent ado delant e de la m esa cubiert a con hule, la lám para de pet róleo encendida en invierno, un gran t azón de barro esm alt ado en las m anos, t rat aba de t ragar sin quem arse el café con leche hirviendo que acababa de servirle su m adre. «Sopla», decía ella. Pierre soplaba, sorbía ruidosam ent e, y Jacques se apoyaba en una pierna prim ero y después en la ot ra. a Cuando había t erm inado, Pierre debía pasar a la cocina, ilum inada con una vela, donde lo esperaba delant e del fregadero de zinc un vaso de agua con un cepillo de dient es adornado con una espesa cint a de un dent ífrico especial, pues sufría de piorrea. Se ponía la esclavina y la gorra, cogía la cart era, y así enj aezado, se cepillaba vigorosa y prolongadam ent e los dient es ant es de escupir con ruido en la pila de zinc. El olor farm acéut ico del dent ífrico se m ezclaba al del café con leche. Jacques, levem ent e asqueado, se im pacient aba, se lo hacía sent ir, y no era raro que t erm inaran en uno de esos enfurruñam ient os que son los cim ient os de la am ist ad. Baj aban ent onces en silencio a la calle, andaban hast a la parada del t ranvía sin sonreír. Ot ras veces, por el cont rario, se perseguían riendo o corrían pasándose una de las cart eras com o una pelot a de rugby. En la parada esperaban, acechando la llegada del t ranvía roj o, para saber con cuál de los dos o t res conduct ores viaj arían. Porque desdeñaban siem pre las dos j ardineras y t repaban con dificult ad hast a la part e de delant e, j unt o a

gorra de alum no del liceo.


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al conduct or, pues el t ranvía est aba at est ado de t rabaj adores que iban al cent ro, y sus cart eras les est orbaban los m ovim ient os. Ahí delant e aprovechaban cada descenso de un pasaj ero para apoyarse en el t abique de hierro y vidrio y la caj a de velocidad, alt a y est recha, en lo alt o de la cual una palanca con su m anivela giraba en arco de círculo y una gran m uesca de acero en relieve m arcaba el punt o m uert o, ot ras t res las velocidades progresivas y una quint a la m archa at rás. Los conduct ores, que eran los únicos que t enían el derecho de m anej ar la palanca y a quienes, según rezaba el cart el sobre sus cabezas, est aba prohibido hablar, gozaban para los dos niños del prest igio de los sem idioses. Llevaban un uniform e casi m ilit ar y una gorra con visera de cuero, salvo los conduct ores árabes, que usaban fez. Los dos niños los diferenciaban por su aspect o. Est aba el «m uchacho baj it o y sim pát ico» con una cabeza de galán j oven y hom bros frágiles; el Oso pardo, un árabe alt o y fuert e, de rasgos t oscos, la m irada siem pre fij a; el am igo de los anim ales, un viej o it aliano de rost ro apagado y oj os claros, encorvado sobre su m anivela y que debía su apodo al hecho de que casi había det enido el t ranvía para esquivar a un perro dist raído y ot ra vez a ot ro anim al que sin m iram ient os hacía sus necesidades ent re los rieles; y el Zorro, un gran papanat as que t enía la cara y el bigot it o de Douglas Fairbanks. a El am igo de los anim ales era t am bién am igo ent rañable de los niños. Pero a quien adm iraban locam ent e era al Oso pardo, que, im pert urbable, plant ado sobre los sólidos cim ient os de sus piernas, conducía su ruidosa m áquina a t oda velocidad, suj et ando con la m ano izquierda, enorm e, el puño de m adera de la palanca y em puj ándolo apenas la circulación lo perm it ía hast a la t ercera velocidad, la m ano derecha vigilant e en la gran rueda del freno, a la diest ra de la caj a de velocidades, pront a a dar varias vuelt as vigorosas a la rueda m ient ras ponía la palanca en punt o m uert o y la m ot ora pat inaba ent onces pesadam ent e en los rieles. Cuando conducía el Oso pardo, la larga pért iga, suj et a por un gran m uelle en espiral en lo alt o de la m ot ora, en los viraj es y en los cam bios solía despegarse del hilo eléct rico por el que se deslizaba m erced a una ruedecit a de llant a hueca, y a la que volvía con gran ruido de vibraciones y escupiendo chispas. El revisor salt aba ent onces del t ranvía, at rapaba el largo cable que colgaba de la punt a de la pért iga y que se enrollaba aut om át icam ent e en una caj a de hierro sit uada det rás de la m ot ora, y t irando con t odas sus fuerzas para vencer la resist encia del m uelle de acero, llevaba la pért iga hacia at rás y ent onces, dej ándola subir lent am ent e, t rat aba de m et er de nuevo el hilo en la llant a hueca de la rueda, en m edio de un chisporrot eo de cent ellas. Asom ados a la m ot ora o, en invierno, aplast ando la nariz cont ra el vidrio, los niños seguían la m aniobra y cuando era coronada con éxit o, lo anunciaban a su alrededor para que el conduct or se ent erara, sin com et er la infracción de hablarle direct am ent e. Pero el Oso pardo perm anecía im pávido; esperaba a que, aplicando el reglam ent o, el colect or le diera la señal de part ir y para ello t iraba de la cuerdecit a que colgaba en la part e t rasera de la m ot ora con la que se accionaba una cam panilla sit uada delant e. Sin m ás precauciones, hacía arrancar el t ranvía. Agrupados en la part e delant era, los niños m iraban el cam ino m et álico que corría por debaj o, en la m añana lluviosa o resplandecient e, alegrándose cuando el t ranvía adelant aba a t oda velocidad una carret a de caballos o, por el cont rario, rivalizaba en velocidad, por un m om ent o, con un aut om óvil asm át ico. En cada parada el t ranvía se vaciaba de una part e de su cargam ent o de obreros árabes y franceses, y cargaba una client ela m ej or vest ida a m edida que se iba acercando al cent ro, volvía a arrancar al son de la cam panilla y recorría así, de una punt a a la ot ra, t odo el arco que t razaba la ciudad, hast a desem bocar de golpe en el puert o y el espacio inm enso del golfo, que se ext endía hast a las grandes m ont añas azuladas en el fondo del horizont e. Tres paradas después, se llegaba a la t erm inal, la plaza del Gobierno, donde baj aban los niños. La plaza enm arcada en t res de sus lados por árboles y casas con soport ales, a

La cuerda y la cam panilla.


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se abría a la m ezquit a blanca y al espacio del puert o. En el cent ro se alzaba la est at ua caracoleant e del duque de Orléans, cubiert a de cardenillo baj o el cielo resplandecient e, pero por cuyo bronce ennegrecido chorreaba la lluvia cuando hacía m al t iem po ( y se cont aba invariablem ent e que el escult or se había suicidado porque había olvidado la cadena del reloj ) , m ient ras que, de la cola del caballo, el agua se escurría int erm inablem ent e hast a el est recho j ardincillo prot egido por la verj a que rodeaba el m onum ent o. El rest o de la plaza est aba cubiert o de pequeños adoquines brillant es en los cuales los niños, al salt ar del t ranvía, resbalaban int erm inablem ent e hacia la Rue Bab- Azoun, que en cinco m inut os los llevaba al liceo. Bab- Azoun era una calle angost a a la que las arcadas de los dos lados, apoyadas en enorm es pilast ras cuadradas, est rechaban aún m ás y dej aban el ancho j ust o para la línea de t ranvía, explot ada por ot ra com pañía, que unía ese barrio con los m ás alt os de la ciudad. Los días de calor, el cielo, de un azul espeso, descansaba com o una t apadera ardient e sobre la calle, y la som bra era fresca baj o los soport ales. Los días de lluvia, t oda la calle era una profunda t rinchera de piedra húm eda y relucient e. A lo largo de los soport ales se sucedían las t iendas, los vendedores de t elas al por m ayor, con sus fachadas pint adas en t onos oscuros y las pilas de t ej idos claros brillando suavem ent e en la som bra, colm ados que olían a clavo y a café, t enderet es de árabes que vendían past eles rezum ant es de aceit e y m iel, cafés oscuros y profundos donde a esa hora crepit aban las cafet eras ( m ient ras por la noche, con sus luces crudas, se llenaban de ruido y de voces, t odo un pueblo de hom bres pisot eando el serrín que cubría el parqué, apret ándose delant e del m ost rador cargado de vasos llenos de líquido opalescent e y de plat it os con alt ram uces, anchoas, t rocit os de apio, aceit unas, pat at as frit as y cacahuet es) , bazares para t urist as donde se vendían los feos abalorios orient ales en escaparat es chat os enm arcados por t orniquet es con t arj et as post ales y pañuelos m oriscos de colores violent os. Uno de esos bazares, en m edio de las arcadas, era el de un hom bre gordo siem pre sent ado det rás de sus escaparat es, en la som bra o baj o la luz eléct rica, enorm e, blancuzco, de oj os globulosos, com o uno de esos anim ales que aparecen al levant ar las piedras o los viej os t roncos, y sobre t odo absolut am ent e calvo. Debido a est a part icularidad los alum nos del liceo lo habían apodado «pat inadero de m oscas» y «velódrom o de m osquit os», pret endiendo que esos insect os, cuando recorrían la superficie desnuda del cráneo, erraban los viraj es y perdían el equilibrio. Con frecuencia, por las noches, com o una bandada de est orninos, pasaban corriendo delant e de la t ienda para verlo, grit ando los apodos del desvent urado e im it ando con sus «zz- zz- zz» los supuest os resbalones de las m oscas. El gordo los increpaba; una o dos veces pret endió perseguirlos, pero t uvo que renunciar. Un día escuchó sin rechist ar la andanada de grit os y burlas y durant e varias noches dej ó que se envalent onaran y llegaran a grit arle delant e de sus m ism as narices. Y de pront o, una noche, unos m uchachos árabes, pagados por el com erciant e, escondidos det rás de los pilares, se lanzaron en persecución de los niños. Esa noche Jacques y Pierre escaparon al cast igo gracias a la velocidad excepcional de sus piernas. Jacques recibió un prim er golpe en la part e post erior de la cabeza, pero repuest o de la sorpresa, dej ó at rás a su adversario. Dos o t res de sus com pañeros recibieron unos buenos t ort azos. Los alum nos m aquinaron de inm ediat o el saqueo de la t ienda y la dest rucción física de su propiet ario, pero el hecho es que no pusieron en práct ica sus som bríos proyect os y dej aron de perseguir a la víct im a, acost um brándose a pasar hipócrit am ent e por la acera de enfrent e. —Nos hem os desinflado —decía Jacques con am argura. —Después de t odo —le respondió Pierre—, la falt a fue nuest ra. —La falt a fue nuest ra y el m iedo a los golpes t am bién. Recordaría m ás t arde est a hist oria cuando com prendió ( verdaderam ent e) que los


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hom bres fingen respet ar el derecho y sólo se inclinan ant e la fuerza. a La Rué Bab- Azoun se ensanchaba a m edia alt ura perdiendo sus arcadas de un solo lado en beneficio de la iglesia Saint e- Vict oire. Est a pequeña iglesia ocupaba el em plazam ient o de una ant igua m ezquit a. En su fachada encalada había en un nicho un ofert orio ( ?) siem pre con flores. A la hora en que pasaban los niños en la calle despej ada se abrían las florist erías, que ofrecían enorm es m azos de iris, claveles, rosas o aném onas, según la est ación, m et idos en alt as lat as de conserva con el borde superior oxidado por el agua con que los salpicaban const ant em ent e. Había t am bién, en la m ism a acera, una pequeña buñolería árabe, que era en realidad un reduct o en el que apenas cabrían t res hom bres. En uno de los lados, en un fogón rodeado de cerám ica blanca y azul, cant aba un enorm e barreño de aceit e hirviendo. Delant e del fuego, sent ado con las piernas cruzadas, un ext raño personaj e con pant alones árabes, el t orso sem idesnudo durant e el día y en las horas de calor, vest ido el rest o del t iem po con una chaquet a europea cerrada arriba, en las solapas, por un im perdible, con su cabeza afeit ada, la cara flaca y la boca desdent ada, com o un Gandhi sin gafas, que con una espum adera de esm alt e roj o en la m ano, vigilaba la cocción de los buñuelos redondos que se doraban en el aceit e. Cuando un buñuelo est aba a punt o, es decir, dorado por los bordes y con la m asa sum am ent e fina en el cent ro, a la vez t ranslúcida y cruj ient e ( com o una pat at a frit a t ransparent e) , deslizaba la espum adera por debaj o y lo sacaba rápidam ent e del aceit e, lo escurría después sobre el barreño, sacudiendo t res o cuat ro veces la espum adera, y lo colocaba en un escaparat e prot egido por un vidrio, con est ant es perforados en los que se alineaban, de un lado los buñuelos de m iel en form a de bast oncillos, y del ot ro, chat os y redondos, los buñuelos al aceit e. b Pierre y Jacques se volvían locos por esos past eles y cuando uno u ot ro, por excepción, t enían unos cént im os, se t om aban el t iem po de det enerse, de recibir el buñuelo en una hoj a de papel, que el aceit e volvía en seguida t ransparent e, o el bast oncillo, que el vendedor, ant es de ent regarlo, bañaba en una t inaj a que t enía cerca, al lado del fuego, llena de una m iel oscura const elada de m iguit as. Los niños recibían esas m aravillas y le hincaban el dient e, siem pre corriendo hacia el liceo, el t orso y la cabeza inclinados hacia adelant e, para no m ancharse la ropa. Delant e de la iglesia Saint e- Vict oire t enía lugar, poco después de la reanudación de las clases, la em igración de las golondrinas. En efect o, en lo alt o de la calle, que se ensanchaba en ese lugar, había una gran cant idad de cables eléct ricos e incluso de alt a t ensión que habían servido en ot ros t iem pos para la m aniobra de los t ranvías y que, caídos en desuso, no habían sido desm ont ados. Con los prim eros fríos, fríos relat ivos pues nunca helaba, y sensibles t ras el peso enorm e del calor durant e m eses, las golondrinasc, que volaban en general por encim a de los bulevares del paseo m arít im o, sobre la plaza enfrent e del liceo o en el cielo de los barrios pobres, lanzándose con grit os penet rant es hacia un frut o de ficus, una basura flot ando en el m ar o una boñiga fresca, hacían prim ero unas apariciones solit arias en el corredor de la Rue Bab- Azoun, volando un poco baj o al encuent ro de los t ranvías, hast a elevarse de un solo golpe para desaparecer en el cielo por encim a de las casas. Bruscam ent e, una m añana, se reunían m iles en t odos los cables de la placit a Saint e- Vict oire, en lo alt o de las casas, apret adas unas cont ra ot ras, agit ando la cabeza sobre el pequeño pecho de m edio lut o, desplazando ligeram ent e las pat as y sacudiéndose con la cola para dej ar sit io a una recién llegada, cubriendo la acera con sus pequeñas deyecciones cenicient as, t odas ellas un solo piar sordo, erizado de breves cot orreos, conciliábulo incesant e que desde la m añana se ext endía sobre la calle, se hinchaba poco a poco hast a volverse casi ensordecedor cuando llegaba la noche y los niños corrían hacia los t ranvías de regreso, y cesaba bruscam ent e a una orden invisible, m iles de cabecit as y de colas blanquinegras se inclinaban a b c

él com o los dem ás. Zlabias, Makroud. Ver los páj aros de Argelia facilit ados por Grenier.


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ent onces ent re los páj aros dorm idos. Durant e dos o t res días, procedent es de t odos los rincones del Sahel y a veces de m ás lej os, los páj aros llegaban en pequeños regim ient os ligeros, t rat aban de acom odarse ent re los prim eros ocupant es y poco a poco se inst alaban en las cornisas a lo largo de la calle, a cada lado del grupo principal, aum ent ando progresivam ent e por encim a de los t ranseúnt es los chasquidos de alas y el piar general que llegaba a ser ensordecedor. Y una m añana, con la m ism a brusquedad, la calle quedaba vacía. Durant e la noche, j ust o ant es del alba, los páj aros habían part ido hacia el sur. Para los niños, el invierno em pezaba ent onces, m ucho ant es de la fecha, puest o que para ellos nunca hubiera exist ido el verano sin los grit os penet rant es de las golondrinas en el cielo t odavía cálido de la noche. La Rue Bab- Azoun t erm inaba por desem bocar en una gran plaza donde se levant aban frent e a frent e, a izquierda y a derecha, el liceo y el cuart el. El liceo volvía la espalda a la ciudad árabe, cuyas calles escarpadas y húm edas em pezaban allí a t repar por la colina. El cuart el daba la espalda al m ar. Más allá del liceo, em pezaba el j ardín Marengo; m ás allá del cuart el, el barrio pobre y sem iespañol de Bab- el- Oued. Unos m inut os ant es de las siet e y cuart o, Pierre y Jacques, después de subir las escaleras a t oda velocidad, ent raban en m edio de un m ar de niños por la puert ecit a del port ero, j unt o al port al principal. Desem bocaban en la gran escalera, a cuyos lados figuraban los cuadros de honor, y seguían t repando a t oda velocidad para llegar al rellano de donde part ía, a la izquierda, la escalera que llevaba a las plant as, separada del gran pat io por una galería acrist alada. Allí, det rás de uno de los pilares del rellano, descubrían al Rinoceront e que acechaba a los ret rasados. ( El Rinoceront e era un bedel general, corso, baj o y nervioso, que debía su apodo a sus bigot es ret orcidos.) Em pezaba ot ra vida. Pierre y Jacques habían obt enido, a causa de su «sit uación fam iliar», una beca de m edio pensionist as. Se pasaban el día ent ero en el liceo y com ían en el refect orio. Las clases em pezaban a las ocho o a las nueve, según los días, pero el desayuno se servía a los int ernos a las siet e y cuart o y los m edio pensionist as t enían derecho a t om arlo con ellos. Para las fam ilias de los dos niños era inconcebible que pudiera renunciarse a un derecho, cualquiera que fuese, cuando t enían t an pocos; Jacques y Pierre figuraban, pues, ent re los raros m edio pensionist as que llegaban a las siet e y cuart o al gran refect orio blanco y circular donde los int ernos, no del t odo despiert os, se iban inst alando delant e de las largas m esas cubiert as de zinc, con grandes t azones y enorm es cest os donde se am ont onaban gruesas rebanadas de pan duro, m ient ras los cam areros, casi t odos árabes, envuelt os en largos m andiles de t ela bast a, pasaban ent re las filas con grandes cafet eras ahora brillant es, con un gran pico acodado para vert er en los t azones un líquido hirvient e donde había m ás achicoria que café. Después de ej ercer su derecho, los niños podían ent rar, un cuart o de hora m ás t arde, en la sala de est udio, donde baj o la vigilancia de un pasant e, t am bién int erno, podían repasar sus lecciones ant es de em pezar la clase. La gran diferencia con la escuela prim aria era la m ult iplicidad de profesores. El señor Bernard sabía t odo y enseñaba t odo lo que sabía de la m ism a m anera. En el liceo los m aest ros cam biaban según las m at erias, y los m ét odos cam biaban según los hom bres. a La com paración era posible, es decir, que Jacques debía escoger ent re los m aest ros a los que quería y aquellos a los que no quería. Desde ese punt o de vist a, un m aest ro de prim aria est á m ás cerca de un padre, ocupa casi t odo su lugar, es, com o él, inevit able y form a part e de la necesidad. De m odo que no se plant ea realm ent e la cuest ión de quererlo o no quererlo. Las m ás de las veces uno lo quiere porque depende absolut am ent e de él. Pero si por azar el niño no lo quiere, o lo quiere poco, la dependencia y la necesidad perm anecen, y no est án lej os de parecerse al am or. En el liceo, por el cont rario, los profesores eran com o esos t íos ent re los cuales exist e el derecho de escoger. Sobre t odo, uno podía no quererlos, y a

El señor Bernard era querido y adm irado. En el m ej or de los casos, en el liceo el profesor era adm irado, pero uno no se at revía a quererlo.


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t enían el ej em plo de un profesor de física de aspect o sum am ent e elegant e, aut orit ario y grosero en su lenguaj e, que ni Jacques ni Pierre pudieron «t ragar» j am ás, aunque a lo largo de los años lo t uvieron dos o t res veces. El que t enía m ás posibilidades de ser querido era el profesor de let ras, a quien los niños veían con m ás frecuencia que a los ot ros y, en efect o, en casi t odas las clases era el preferido de Jacques y de Pierre, a pero sin poder apoyarse en él, pues no los conocía y, una vez t erm inada la clase, se ret iraba a una vida desconocida, y ellos t am bién, de vuelt a en ese país lej ano donde no había ninguna posibilidad de que se inst alara un profesor de liceo, t ant o que nunca encont raban a nadie en el t ranvía, ni a profesores ni a alum nos, al m enos en los roj os, que iban a los barrios de abaj o ( el C.F.R.A.) , m ient ras que para los barrios alt os, considerados elegant es, había ot ra línea de coches verdes, los T.A. Adem ás, los T.A. llegaban hast a el liceo, m ient ras que los C.F.R.A. se det enían en la plaza del Gobierno, se [ ] b al liceo por abaj o. De m odo que una vez t erm inada la j ornada, los dos niños sent ían la separación en la puert a m ism a del liceo, o un poco m ás lej os, en la plaza del Gobierno, cuando, al despedirse del alegre grupo de sus com pañeros, se encam inaban a los coches roj os que iban a los barrios m ás pobres. Y lo que sent ían era, efect ivam ent e, su separación, no su inferioridad. Eran de ot ro lugar, eso es t odo. Por el cont rario, durant e la clase, la separación quedaba suprim ida. Los guardapolvos podían ser m ás o m enos elegant es, pero se parecían. Las únicas rivalidades eran la de la int eligencia durant e los cursos y la de la agilidad física durant e los j uegos. En am bas com pet iciones, los dos niños no figuraban ent re los últ im os. La form ación sólida que habían recibido en la escuela prim aria les había dado una superioridad que los colocó desde el principio ent re los prim eros. Una ort ografía im pert urbable, seguridad en los cálculos, una m em oria ej ercit ada y sobre t odo el respet o [ ] c que les había sido inculcado por los conocim ient os de t oda suert e fueron, sobre t odo al com ienzo de sus est udios, verdaderas cart as de t riunfo para ellos. Si Jacques no hubiera sido t an inquiet o, lo que com prom et ía regularm ent e su inscripción en el cuadro de honor, si Pierre hubiese at acado m ej or el lat ín, el t riunfo de am bos habría sido absolut o. En t odo caso, alent ados por sus profesores, eran respet ados. En m at eria de j uegos, el fút bol era el preferido, y Jacques descubrió, desde los prim eros recreos, la que sería su pasión de t ant os años. Los part idos se j ugaban durant e el recreo que seguía al alm uerzo en el refect orio y en el de una hora, que t ranscurría, para los int ernos, los m edio pensionist as y los ext ernos que hacían sus deberes, ant es de la últ im a clase de las cuat ro. En ese m om ent o, en el recreo de una hora, m erendaban y j ugaban ant es de la perm anencia, donde durant e dos horas hacían los deberes del día siguient e. d Para Jacques no era cuest ión de m erendar. Junt o con los fanát icos del fút bol se precipit aba al pat io de cem ent o, enm arcado en sus cuat ro lados por soport ales de grandes pilares ( baj o los cuales los em pollones y los j uiciosos se paseaban conversando) , con cuat ro o cinco bancos verdes a cada lado, y grandes ficus prot egidos por verj as de hierro. Dos cam pos se dividían el pat io, los port eros se ubicaban en cada ext rem o ent re los pilares y una gran pelot a de gom aespum a se colocaba en el cent ro. No había arbit ro y al prim er punt apié em pezaban los grit os y las carreras. En ese t erreno era donde Jacques, que hablaba ya de igual a igual con los m ej ores alum nos de la clase, se hacía respet ar y querer t am bién por los peores, que a m enudo, a falt a de una cabeza sólida, habían recibido del cielo unas piernas vigorosas y un alient o infat igable. Allí por prim era vez se separaba de Pierre, que no j ugaba, aunque fuera nat uralm ent e diest ro: era m ás frágil, crecía m ás rápido que Jacques, parecía cada vez m ás rubio, com o si el t rasplant e no le sent ara t an a b c d

¿decir quiénes?, ¿y desarrollar? Un a pa la br a ile gible . Un a pa la br a ile gible . el pat io m enos frecuent ado debido a la salida de los ext ernos.


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bien. a Jacques t ardaba en crecer, lo que le valía los graciosos apodos de «enano» y «culo baj o», pero no le im port aba, y corriendo con la pelot a ent re los pies, para esquivar árboles y adversarios, se sent ía el rey del pat io y de la vida. Cuando un redoble de t am bor m arcaba el final del recreo y el com ienzo del est udio, en una frenada brusca, caía lit eralm ent e del cielo al cem ent o, j adeando y sudando, furioso por la brevedad de las horas, y recobrando poco a poco conciencia de la sit uación se precipit aba de nuevo hacia las filas con sus com pañeros, m ient ras se secaba con las m angas el sudor de la cara, súbit am ent e at errado al pensar en el desgast e de los clavos de las suelas de sus zapat os, que exam inaba con angust ia al com ienzo del est udio, t rat ando de evaluar la diferencia con la víspera y el brillo de las punt as y t ranquilizado j ust am ent e por la dificult ad de m edir el grado de desgast e. Salvo cuando un daño irreparable, suela abiert a, em peine cort ado o t acón t orcido, no dej aba ninguna duda sobre la acogida que recibiría al volver, t ragaba saliva con el est óm ago apret ado, durant e las dos horas de est udio, t rat ando de com pensar su falt a con un t rabaj o m ás at ent o, pero, pese a t odos sus esfuerzos, el m iedo a los golpes era una dist racción fat al. Esas últ im as horas parecían las m ás largas. En prim er lugar eran dos horas. Y adem ás t ranscurrían de noche o al com ienzo del crepúsculo. Las alt as vent anas daban al j ardín Marengo. En t orno a Jacques y a Pierre, sent ados uno j unt o al ot ro, los alum nos est aban m ás silenciosos que de cost um bre, cansados de est udiar y de j ugar, absorbidos por sus últ im as t areas. Especialm ent e al final del año, la t arde caía sobre los grandes árboles, los arriat es y los m acizos de bananos del j ardín. El cielo se ponía cada vez m ás verde y se agrandaba m ient ras los ruidos de la ciudad, m ás sordos, se iban alej ando. Cuando hacía m ucho calor y una de las vent anas perm anecía ent reabiert a, se oían los grit os de las últ im as golondrinas por encim a del pequeño j ardín, y el perfum e de las siringas y de las grandes m agnolias ahogaba los olores m ás ácidos y m ás am argos de la t int a y la regla. Jacques soñaba, con el alm a ext rañam ent e em bargada, hast a que lo llam aba al orden el j oven pasant e, que preparaba a su vez sus t areas universit arias. Había que esperar el últ im o redoble de t am bor. b A las siet e se solt aba la riada de alum nos del liceo, la carrera en grupos ruidosos por la Rue Bab- Azoun con t odas las t iendas ilum inadas; las aceras at est adas baj o los soport ales les obligaban a correr a veces por la calzada ent re los rieles, hast a que aparecía un t ranvía y les em puj aba a refugiarse baj o los soport ales y por fin se abría la plaza del Gobierno ilum inada por los quioscos y los t enderet es de los com erciant es árabes, con sus lám paras de acet ileno, cuyo olor los niños respiraban con deleit e. Los t ranvías roj os esperaban, cargados hast a revent ar, m ient ras que por la m añana eran los m enos frecuent ados y a veces se quedaban en el est ribo de las j ardineras, cosa prohibida y t olerada a la vez, hast a que algunos viaj eros se apeaban en una parada y los niños se hundían ent onces en la m asa hum ana, pero no podían charlar, reducidos a usar lent am ent e los codos y el cuerpo para llegar a una de las barandillas desde las que podía verse el puert o oscuro, donde los grandes t ransat lánt icos punt eados de luz parecían, en la noche del m ar y del cielo, esquelet os de edificios incendiados en los que t odavía ardieran t odas las brasas. Los grandes t ranvías ilum inados pasaban ent onces con gran ruido por el borde del m ar, por lo alt o, después baj aban un poco hacia el int erior y desfilaban ent re casas cada vez m ás pobres hast a el barrio de Belcourt , donde había que separarse y subir las escaleras j am ás ilum inadas rum bo a la luz redonda de la lám para de pet róleo que ilum inaba el hule y las sillas alrededor de la m esa, dej ando en la som bra el rest o de la habit ación donde Cat herine Corm ery, delant e del aparador, preparaba los cubiert os, m ient ras la abuela recalent aba en la cocina el guiso del m ediodía y el herm ano m ayor leía en un ext rem o de la m esa una novela de avent uras. A veces había que ir al colm ado m zabí de la esquina a com prar la sal o el paquet e de a b

desarrollar. el at aque del pederast a.


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m ant equilla que falt aba en el últ im o m om ent o, o a buscar al t ío Ernest , que peroraba en el café de Gaby. A las ocho cenaban en silencio, o bien el t ío cont aba una oscura avent ura que le hacía reír a carcaj adas, pero en t odo caso nunca se hablaba del liceo, salvo cuando la abuela pregunt aba a Jacques si había t enido buenas not as, y él decía que sí y nadie volvía a m encionar el asunt o, y su m adre no le pregunt aba nada, m eneando la cabeza y m irándolo con sus oj os dulces cuando reconocía que había obt enido buenas calificaciones, pero siem pre silenciosa y un poco apart e. «No se m ueva», decía a su m adre, «voy a buscar el queso», y nada m ás hast a el final, en que se levant aba para quit ar la m esa. «Ayuda a t u m adre», decía la abuela, porque él cogía los Pardaillan para leer ávidam ent e. La ayudaba y luego volvía baj o la lám para, poniendo sobre el hule liso y desnudo el libro volum inoso que hablaba de duelos y de coraj e, m ient ras su m adre, sacando una silla fuera de la luz de la lám para, se sent aba j unt o a la vent ana en invierno, o en verano en el balcón, y m iraba circular los t ranvías, los coches y los t ranseúnt es, que iban raleando poco a poco. a Ent onces era la abuela quien decía a Jacques que debía acost arse porque a la m añana siguient e se levant aba a las cinco y m edia, y él la besaba prim ero, después al t ío y para t erm inar a su m adre, que le daba un beso afect uoso y dist raído, con la m irada perdida en la calle y la corrient e de vida que fluía infat igable m ás abaj o de la orilla donde est aba ella, infat igable, m ient ras su hij o, infat igable, con la gargant a apret ada, la observaba en la som bra, m irando la espalda flaca y encorvada, lleno de una angust ia oscura frent e a una infelicidad que no podía com prender.

a

Lucien — 14 EPS — 16 Seguros.


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El ga llin e r o y la ga llin a de golla da Esa angust ia frent e a lo desconocido y frent e a la m uert e que sent ía siem pre al volver del liceo a su casa iba invadiendo su ánim o al final del día con la m ism a velocidad con que la oscuridad devoraba rápidam ent e la luz y la t ierra, y sólo cesaba en el m om ent o en que la abuela encendía la lám para de pet róleo, poniendo el t ubo sobre el hule, em pinándose un poco sobre las punt as de los pies, con los m uslos apoyados en el borde de la m esa, el cuerpo inclinado hacia adelant e, la cabeza t orcida para ver m ej or el pico de la lám para por debaj o de la pant alla, una m ano en la ruedecilla de cobre que regulaba la m echa, raspándola con la ot ra por m edio de un fósforo encendido hast a que dej ara de carbonizarse y diera una buena llam a clara, y la abuela volvía a poner el t ubo que chirriaba un poco cont ra las m uescas recort adas del aro de cobre donde se encaj aba, volvía a regular la m echa hast a que la luz am arilla, cálida, t razaba sobre la m esa un gran círculo perfect o, ilum inando con una luz m ás suave, com o reflej ada por el hule, el rost ro de la m uj er y el del niño, que desde el ot ro lado de la m esa asist ía a la cerem onia, y su corazón se dilat aba lent am ent e a m edida que subía la luz. Era la m ism a angust ia que a veces t rat aba de vencer, por orgullo o vanidad, en ciert as circunst ancias, cuando su abuela le ordenaba que fuera a buscar una gallina al corral. Sucedía siem pre de noche, en vísperas de una fiest a im port ant e, Pascua o Navidad, o de la visit a de parient es m ás afort unados a los que deseaban agasaj ar disim ulando al m ism o t iem po, por decencia, la sit uación real de la fam ilia. En efect o, en los prim eros años del liceo la abuela había pedido al t ío Joséphin que le t raj era unos pollos árabes de sus excursiones com erciales del dom ingo, y había m ovilizado al t ío Ernest para que const ruyera en el fondo del pat io, direct am ent e sobre el suelo pegaj oso de hum edad, un precario gallinero donde criaba cinco o seis volát iles que le daban huevos y en ocasiones sangre. La prim era vez que la abuela decidió proceder a una ej ecución, con la fam ilia sent ada en t orno a la m esa, pidió al m ayor de los niños que fuera a buscar a la víct im a. Pero Louis se negó, a declarando francam ent e que t enía m iedo. La abuela se burló y fust igó a esos hij os de ricos que no eran com o los de ot ros t iem pos, allá en su pueblo, que no t enían m iedo de nada. —Jacques es m ás valient e, lo sé. Ve t ú. A decir verdad, Jacques no se sent ía nada valient e. Pero puest o que así lo j uzgaban, no podía ret roceder, y allí fue esa prim era noche. Había que baj ar la escalera a t ient as, en la oscuridad, después doblar a la izquierda en el corredor siem pre oscuro, encont rar la puert a del pat io y abrirla. La noche era m enos oscura que el pasillo. Se adivinaban los cuat ro peldaños resbaladizos y verdes de m oho que baj aban al pat io. A la derecha, las persianas del pequeño pabellón, donde vivía la fam ilia del peluquero y la fam ilia árabe, dej aban pasar una luz avara. Enfrent e se dist inguían las m anchas blanquecinasb de los anim ales dorm idos en t ierra o encaram ados en los palos cubiert os de excrem ent os. Al llegar al gallinero, que se t am baleaba apenas lo t ocaban, en cuclillas y con los dedos m et idos en las gruesas m allas de la alam brada, por encim a de su cabeza em pezaba a oírse un cacareo sordo y a percibirse el olor t ibio y repugnant e de las deyecciones. Jacques abría la puert ecit a al ras del suelo, se agachaba para deslizar por ella la m ano y el brazo, t ocaba con asco la t ierra o un palo sucio y ret iraba rápidam ent e la m ano, lleno de m iedo apenas est allaba la algarabía de alas y de pat as de los anim ales, que revolot eaban o corrían por t odas part es. Pero había que decidirse, puest o que lo a b

El h e r m a n o de Ja cqu e s se lla m a u n a s ve ce s H e n r i, ot r a s Lou is. deform adas.


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consideraban el m ás valient e. Sin em bargo, aquella agit ación de las aves en la oscuridad, en el rincón de som bra y suciedad, lo colm aba de una angust ia que le revolvía el est óm ago. Esperaba, m iraba la noche lím pida por encim a de su cabeza, el cielo lleno de est rellas nít idas y t ranquilas y se echaba hacia adelant e, at rapaba la prim era pat a al alcance de su m ano, arrast raba al anim al lleno de grit os y de m iedo hast a la puert ecit a, at rapaba la segunda pat a con la ot ra m ano y lo sacaba con violencia, arrancándole ya una part e de las plum as cont ra las j am bas de la puert a, m ient ras t odo el gallinero se llenaba de cacareos agudos y enloquecidos y el viej o árabe aparecía, vigilant e, en un rect ángulo de luz que súbit am ent e se recort aba en la oscuridad. —Soy yo, señor Tahar —decía el niño con voz blanca—. He cogido una gallina para m i abuela. —Ah, eres t ú. Bueno, creía que había ladrones —y se ret iraba sum iendo de nuevo el pat io en la oscuridad. Ent onces Jacques corría, m ient ras la gallina se debat ía enloquecida, golpeándose cont ra las paredes del pasillo o los barrot es de la escalera, enferm o de asco y de m iedo, sint iendo cont ra la palm a de la m ano la piel espesa, fría, escam osa, de las pat as, corriendo t odavía m ás rápido por el rellano y el pasillo de la casa, y apareciendo por fin en el com edor com o un vencedor. El vencedor se recort aba en la ent rada, despeinado, las rodillas verdes de m oho del pat io, con la gallina lo m ás separada posible de su cuerpo y la cara pálida de m iedo. —Ves —decía la abuela al m ayor—, es m ás pequeño que t ú, debería dart e vergüenza. Jacques esperaba para hincharse de j ust o orgullo a que la abuela cogiera con m ano firm e las pat as de la gallina, repent inam ent e en calm a, com o si hubiera ent endido que ya est aba en m anos inexorables. Su herm ano com ía el post re sin m irarlo, salvo para hacerle una m ueca de desprecio que aum ent aba la sat isfacción de Jacques. Pero esa sat isfacción duraba poco. La abuela, feliz de t ener un niet o viril, para recom pensarlo lo invit aba a presenciar en la cocina el degüello de la gallina. Enfundada en un grueso m andil azul y suj et ando siem pre con una m ano las pat as del ave, colocaba en el suelo un gran plat o hondo de loza blanca, así com o el gran cuchillo de cocina que el t ío Ernest afilaba regularm ent e en una piedra larga y negra, de m anera que la hoj a, que con el uso se había vuelt o m uy est recha y filosa, no era m ás que un hilo brillant e. —Pont e ahí. Jacques se ponía en el lugar indicado, en el fondo de la cocina, m ient ras la abuela se sit uaba en la ent rada, obst ruyendo la salida t ant o a la gallina com o al niño. Apoyado en el fregadero, el hom bro [ izquierdo] cont ra la pared, m iraba horrorizado los gest os precisos del sacrificador. La abuela em puj aba el plat o j ust o baj o la luz de la pequeña lám para de pet róleo apoyada en una m esa de m adera, a la izquierda de la puert a. Tendía al anim al en el suelo y, apoyando en él la rodilla derecha, le suj et aba las pat as para at rapar después la cabeza con la m ano izquierda, est irándola por encim a del plat o. Con el cuchillo afilado com o una navaj a, clavado donde en el hom bre se encuent ra la nuez, lo degollaba ret orciendo la cabeza para abrir la herida al m ism o t iem po que el cuchillo ent raba m ás profundam ent e en los cart ílagos con un ruido t errible, y m ant eniendo inm óvil a la gallina, que daba t rem endas sacudidas, m ient ras la sangre berm ej a got eaba en el plat o blanco, y Jacques m iraba con las piernas floj as com o si se sint iera vaciado de su propia sangre. —Coge el plat o —decía la abuela al cabo de un m om ent o int erm inable. La gallina había dej ado de sangrar. Con precaución, Jacques deposit aba sobre la m esa el plat o con la sangre ya oscurecida. La abuela arroj aba j unt o al plat o a la gallina con sus plum as ahora opacas, el oj o vidrioso sobre el que baj aba el párpado redondo y plegado. Jacques m iraba el cuerpo inm óvil, los dedos de las pat as j unt os,


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la crest a apagada y fláccida, la m uert e, en fin, y se volvía al com edor. a —Yo no puedo ver eso —le había dicho su herm ano con furor cont enido—. Es repugnant e. —No, qué va —decía Jacques con voz insegura. Louis lo m iraba con un aire a la vez host il e inquisit ivo. Y Jacques se irguió. Se encerraba en la angust ia, en ese m iedo pánico que lo había invadido frent e a la noche y a la m uert e espant osa, encont rando en el orgullo, y sólo en él, una volunt ad de coraj e que t erm inó por hacer las veces de coraj e. —Tienes m iedo, eso es t odo —t erm inó por decir. —Sí —dij o la abuela ent rando en el com edor—, en adelant e será Jacques quien vaya al gallinero. —Est á bien —com ent aba el t ío Ernest encant ado—, t iene coraj e. Pet rificado, Jacques veía a su m adre, un poco apart ada, zurciendo calcet ines con un gran huevo de m adera. Ella lo m iró. —Sí —dij o—, est á bien, eres valient e. Y se volvía hacia la calle, y Jacques no t enía oj os bast ant es para m irarla, y sent ía de nuevo que la desdicha se inst alaba en su corazón encogido. —Ve a acost art e —decía la abuela. Sin encender la lam parit a de pet róleo, Jacques se desvest ía en la habit ación a la luz que llegaba del com edor. Se t endía en el borde de la cam a de dos plazas para no t ocar a su herm ano ni m olest arlo. Se dorm ía en seguida, m uert o de cansancio y de sensaciones, despert ando a veces cuando su herm ano pasaba por encim a de él para dorm ir pegado a la pared, pues se levant aba m ás t arde que Jacques, o cuando su m adre t ropezaba cont ra el arm ario m ient ras se desvest ía en la oscuridad, subía levem ent e a su cam a y dorm ía con un sueño t an ligero que podía creerse despiert a, y Jacques a veces lo pensaba, t enía ganas de llam arla y se decía que de t odos m odos no lo oiría, t rat aba ent onces de quedarse despiert o al m ism o t iem po que ella, con la m ism a levedad, inm óvil, sin hacer ningún ruido, hast a que el sueño lo vencía, com o había vencido a su m adre después de una dura j ornada de lavado o de t areas dom ést icas.

a

Al día siguient e, el olor del pollo crudo, pasado por las llam as.


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Ju e ve s y va ca cion e s Sólo los j ueves y dom ingos volvían Jacques y Pierre a su universo ( salvo ciert os j ueves en que Jacques est aba cast igado y —com o lo indicaba un billet e del j efe de bedeles que Jacques hacía firm ar a su m adre después de resum írselo con la palabra «cast igo»— debía pasar dos horas, de ocho a diez, y a veces, en los casos graves, cuat ro, en el liceo, cum pliendo en una sala especial, en m edio de ot ros culpables, baj o la vigilancia de un pasant e, en general furioso porque t enía que m ovilizarse ese día, un cast igo part icularm ent e est éril. a En ocho años de liceo, Pierre nunca había sido cast igado sin salir. Pero Jacques, dem asiado inquiet o, dem asiado vanidoso t am bién, haciéndose el im bécil por el gust o de lucirse, coleccionaba esos cast igos. I nfruct uosam ent e explicaba a su abuela que no t enían que ver con su com port am ient o; ella era incapaz de dist inguir ent re la est upidez y la m ala conduct a. Para la abuela un buen alum no era forzosam ent e virt uoso y j uicioso; de la m ism a m anera, la virt ud llevaba direct am ent e a la ciencia. De m odo que a los cast igos del j ueves se sum aban, los prim eros años por lo m enos, las correcciones del m iércoles) . La m añana de los j ueves sin cast igo y los dom ingos se dedicaba a los recados y a los t rabaj os de la casa. Y por la t arde, Pierre y Jean b podían salir j unt os. Cuando el t iem po era bueno, iban a la playa de Sablet t es o al cam po de m aniobras, un gran t erreno baldío que com prendía una cancha de fút bol de rudim ent ario t razado y num erosos recorridos para los j ugadores de bolos. Se podía j ugar al fút bol, casi siem pre con una pelot a de t rapo y equipos de chicos, árabes y franceses, que se form aban espont áneam ent e. Pero el rest o del año, los dos niños iban a la Casa de los I nválidos de Kouba c, donde la m adre de Pierre, que había dej ado Correos, se encargaba de la ropa blanca. Kouba era el nom bre de una colina, al est e de Argel, en la t erm inal de una línea de t ranvías. d En realidad allí se det enía la ciudad y em pezaba la suave cam piña del Sahel, con sus colinas arm oniosas, agua relat ivam ent e abundant e, prados casi feraces y cam pos de t ierra roj a y esponj osa, cort ados de vez en cuando por set os de alt os cipreses o de cañas. Las viñas, los árboles frut ales, el m aíz, crecían en abundancia y sin m ayor esfuerzo. Para el que venía de la ciudad y de sus barrios húm edos y calient es, el aire era, de añadidura, vivo y pasaba por benéfico. Para los argelinos que en cuant o t enían algunos m edios o rent as escapaban en verano de Argel hacia el clim a m ás m oderado de Francia, bast aba que el aire que se respiraba en un lugar fuera un poco m ás fresco para que lo baut izaran com o «aire de Francia». Así es com o en Kouba se respiraba el aire de Francia. La Casa de los I nválidos, creada poco después de la guerra para los pensionist as m ut ilados, se hallaba a cinco m inut os de la t erm inal del t ranvía. Era un ant iguo convent o am plio, de una arquit ect ura com plicada y dist ribuida en varias alas, con gruesos m uros encalados, galerías cubiert as y grandes salas abovedadas y frescas donde se habían inst alado los refect orios y los servicios. La lencería, dirigida por la señora Marlon, la m adre de Pierre, est aba en una de esas grandes salas. Allí recibía a los niños, ent re el olor de las planchas calient es y de la ropa húm eda, con dos em pleadas, una árabe, la ot ra francesa, que est aban baj o sus órdenes. Les daba a cada uno un t rozo de pan y ot ro de chocolat e y, arrem angando sus herm osos brazos frescos y fuert es: —Guardadlo en el bolsillo para las cuat ro, y al j ardín, que t engo que hacer —decía. a b c d

En el liceo no la «agarrada» sino el cast añazo. Se t r a t a de Ja cqu e s. ¿Es el nom bre? el incendio.


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Los niños vagabundeaban prim ero por las galerías y los pat ios int eriores, y la m ayoría de las veces com ían la m erienda en seguida, para librarse del est orbo del pan y del chocolat e, que se derret ía ent re los dedos. Se cruzaban con inválidos a quienes les falt aba un brazo o una pierna, o que circulaban en cochecit os con ruedas de biciclet a. No había caras m ut iladas ni ciegos, sólo lisiados correct am ent e vest idos, a m enudo con una condecoración, la m anga de la cam isa o de la chaquet a, o la pierna del pant alón cuidadosam ent e recogidas y suj et as por un im perdible en t orno al m uñón invisible, y no era horrible, eran m uchos. Los niños, pasada la sorpresa del prim er día, los veían com o veían cualquier novedad que descubrieran y que incorporaban de inm ediat o al orden del m undo. La señora Marlon les había explicado que esos hom bres habían perdido un brazo o una pierna en la guerra, y la guerra j ust am ent e form aba part e de su universo, era de lo único de lo que oían hablar, había influido en t ant as cosas a su alrededor que no les cost aba com prender que se pudiera perder en ella un brazo o una pierna y que incluso se la pudiera definir com o una época de la vida en que se perdían los brazos y las piernas. Por eso ese universo de lisiados no era nada t rist e para los niños. Algunos eran t acit urnos y som bríos, es ciert o, pero la m ayoría eran j óvenes, sonrient es y t om aban a brom a incluso su invalidez. —Tengo una sola pierna —decía uno de ellos, rubio, de fuert e rost ro cuadrado, lleno de salud, a quien se veía rondar m uchas veces por la lencería—, pero t odavía puedo dart e un punt apié en el t rasero. Y apoyado con la m ano derecha en el bast ón y con la izquierda en el parapet o de la galería, se incorporaba y lanzaba su único pie en dirección a los niños. Est os reían con él y escapaban al t rot e. Les parecía norm al ser los únicos que podían correr o ut ilizar los dos brazos. Sólo una vez Jacques, que se había hecho un esguince j ugando al fút bol y que durant e unos días anduvo arrast rando una pierna, pensó que los inválidos de los j ueves est aban de por vida incapacit ados com o él para correr y subir a un t ranvía en m archa, y dar un punt apié a una pelot a. De golpe com prendió lo que t enía de m ilagroso la m ecánica hum ana, y al m ism o t iem po sint ió una angust ia ciega ant e la idea de que él t am bién podría ser un m ut ilado; después lo olvidó. Bordeaban a los refect orios con las persianas a m edio echar, las m esas revest idas de zinc reluciendo débilm ent e en la som bra, después las cocinas con enorm es recipient es, calderos y cacerolas, de donde se escapaba un olor t enaz de grasa quem ada. En el ala final veían los cuart os con dos o t res cam as cubiert as de m ant as grises, y arm arios de m adera sin pint ar. Al fin baj aban al j ardín por una escalera ext erior. La Casa de los I nválidos est aba rodeada de un gran parque casi ent eram ent e abandonado. Algunos inválidos se habían propuest o cult ivar alrededor de la casa unos m acizos de rosales y arriat es de flores, adem ás de un pequeño huert o rodeado de alt as em palizadas de cañas secas. Pero m ás allá, el parque, que había sido m agnífico, est aba abandonado. I nm ensos eucalipt os, palm as reales, cocot eros, cauchosb de t ronco enorm e, cuyas ram as baj as echaban raíces m ás lej os form ando un laberint o veget al lleno de som bra y de secret o, cipreses espesos, sólidos, vigorosos naranj os, bosquecillos de laureles de una alt ura ext raordinaria, rosados y blancos, dom inaban las avenidas desdibuj adas donde la arcilla se había t ragado los guij arros, roídas por un revolt ij o oloroso de t erebint os, j azm ines, clem át ides, pasifloras, m adreselvas y al pie un lozano t apiz de t rébol, oxalídeas y hierbas silvest res. Pasearse por esa selva perfum ada, arrast rarse por ella, m et er la nariz en la hierba, desbrozar a cuchillo los pasaj es enm arañados y salir con las piernas rasguñadas y la cara llena de agua era em briagador. Pero la fabricación de at erradores venenos ocupaba t am bién gran part e de la t arde. Debaj o de un banco de piedra adosado a un pedazo de pared cubiert o de una parra a b

los niños. los ot ros grandes árboles.


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silvest re, los niños habían acum ulado t odo un arsenal de t ubos de aspirina, frascos de m edicam ent os o viej os t int eros, fragm ent os de vaj illa y t azas desport illadas que const it uían su laborat orio. Allí, perdidos en lo m ás espeso del parque, al abrigo de las m iradas, preparaban sus filt ros m ist eriosos. La base era el laurel rosa, sim plem ent e porque a m enudo habían oído decir que su som bra era m aléfica y que el im prudent e que se dorm ía baj o el laurel no se despert aba nunca m ás. Las hoj as y la flor del laurel, cuando llegaba la época, se m achacaban largo rat o ent re dos piedras hast a form ar una papilla m alsana cuyo solo aspect o prom et ía una m uert e t errible. Esa papilla expuest a al aire libre se cubría de inm ediat o de unas irisaciones part icularm ent e espant osas. Ent ret ant o, uno de los niños corría a llenar de agua una viej a bot ella. Llegado el m om ent o se desm enuzaban las piñas de ciprés. Los niños est aban seguros de su m alignidad por la razón inciert a de que el ciprés es el árbol de los cem ent erios. Pero los frut os se recogían en el árbol, no en t ierra, donde el resecam ient o les daba un fast idioso aspect o de salud enj ut a y dura. a A cont inuación se m ezclaban las dos papillas en un viej o t azón, se diluían en agua y después se filt raban a t ravés de un pañuelo sucio. El j ugo así obt enido, de un verde inquiet ant e, era m anej ado con t odas las precauciones que se adopt an con un veneno fulm inant e. Lo t ransvasaban a t ubos de aspirina o a frascos farm acéut icos que t apaban evit ando t ocar el líquido. Lo que quedaba se m ezclaba con diferent es papillas, hechas con t odas las bayas que podían recoger, para const it uir series de venenos cada vez m ás pot ent es, cuidadosam ent e num erados y ordenados debaj o del banco de piedra hast a la sem ana siguient e, a fin de que la ferm ent ación volviera los elixires part icularm ent e funest os. Una vez t erm inado ese t enebroso t rabaj o, J. y P. cont em plaban en éxt asis la colección de frascos espant osos y husm eaban con deleit e el olor am argo y ácido que subía de la piedra m anchada de papilla verde. Por lo dem ás, esos venenos no est aban dest inados a nadie. Los quím icos calculaban el núm ero de hom bres que podían m at ar y en su opt im ism o llegaban a suponer que habían fabricado una cant idad suficient e para despoblar la ciudad. Sin em bargo, nunca habían pensado que esas drogas m ágicas pudieran librarlos de un com pañero o de un profesor det est ados. Pero es que en realidad no det est aban a nadie, lo cual llegaría a incom odarles m ucho en la edad adult a y en la sociedad en que habrían de vivir. Pero los días m ej ores eran los de vient o. Uno de los lados de la casa que daba al parque t erm inaba en lo que había sido en ot ro t iem po una t erraza, cuya balaust rada de piedra yacía sobre la hierba al pie del am plio zócalo de cem ent o cubiert o de baldosas roj as. Desde la t erraza abiert a por los t res lados se dom inaba el parque y, m ás allá del parque, un barranco separaba la colina de Kouba de una de las m eset as del Sahel. Dada la orient ación de la t erraza los días en que se levant aba el vient o del est e, siem pre violent o en Argel, el vient o la at acaba de frent e. Esos días los niños corrían hacia las prim eras palm eras, al pie de las cuales había siem pre largas palm as secas. Raspaban la base para suprim ir las púas y poder suj et arlas con las dos m anos. Después, arrast rando las palm as, corrían hacia la t erraza; el vient o soplaba con rabia, silbando en los grandes eucalipt os, que agit aban enloquecidos sus ram as m ás alt as, despeinando las palm eras, rozando con ruido de papel las anchas hoj as barnizadas de los cauchos. Había que subir a la t erraza, izar las palm as y dar la espalda al vient o. Los niños asían ent onces las palm as secas y cruj ient es con las dos m anos, prot egiéndolas en part e con sus cuerpos, y se volvían bruscam ent e. De un solo golpe la palm a se adhería a ellos, respiraban su olor de polvo y de paj a. El j uego consist ía ent onces en avanzar cont ra el vient o, levant ando la palm a cada vez m ás. El vencedor era el que podía llegar prim ero al ext rem o de la t erraza sin que el vient o le arrancase la palm a de las m anos, perm anecer de pie enarbolándola en la punt a de los brazos, con t odo el peso apoyado en una pierna adelant ada, y luchar vict oriosam ent e y durant e el a

rest ablecer el orden cronológico.


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m ayor t iem po posible cont ra la fuerza rabiosa del vient o. Allí, erguido, dom inando aquel parque y aquella m eset a bullent e de árboles, baj o el cielo surcado a t oda velocidad por enorm es nubes, Jacques sent ía que el vient o venido de los confines del país baj aba a lo largo de la palm a y de sus brazos para llenarlo de una fuerza y una exult ación que le hacía lanzar largos grit os, sin parar, hast a que, con los brazos y los hom bros rot os por el esfuerzo, abandonaba por fin la palm a que la t em pest ad se llevaba de golpe j unt o con sus grit os. Y por la noche, en su cam a, deshecho de cansancio, en el silencio del cuart o donde su m adre dorm ía con un sueño ligero, seguía oyendo aullar el t um ult o y el furor del vient o, que am aría t oda su vida. El j uevesa era t am bién el día en que Jacques y Pierre iban a la bibliot eca m unicipal. Jacques siem pre había devorado los libros que caían en sus m anos y los t ragaba con la m ism a avidez que ponía en vivir, en j ugar o en soñar. Pero la lect ura le perm it ía escapar a un universo inocent e cuya riqueza y pobreza eran igualm ent e int eresant es por ser perfect am ent e irreales. L'I nt répide, los gruesos álbum es de revist as ilust radas que él y sus com pañeros se pasaban unos a ot ros hast a que la cubiert a de cart oné se ponía gris y áspera y las páginas rot as y con las punt as dobladas, prim ero lo t ransport aron a un universo cóm ico o heroico que sat isfacía en él una doble sed esencial, la sed de la alegría y la del coraj e. El gust o por lo heroico y lo gallardo era sin duda m uy fuert e en los dos m uchachos, a j uzgar por el consum o increíble de novelas de capa y espada, y la facilidad con que m ezclaban los personaj es de Pardaillan con su vida de t odos los días. Su gran aut or era, en efect o, Michel Zévaco, y el Renacim ient o, sobre t odo el it aliano, con los colores de la daga y el veneno, en m edio de los palacios rom anos y florent inos y de los fast os reales o pont ificios, era el reino preferido de aquellos dos arist ócrat as que a veces, en la calle am arilla y polvorient a donde vivía Pierre, se lanzaban desafíos desenvainando largas reglas barnizadas de [ ] b sost enían ent re los cubos de basuras fogosos duelos cuyas huellas llevaban durant e m ucho t iem po en los dedos. c En aquel m om ent o no podían encont rar ot ros libros, por la sencilla razón de que eran pocas las personas que leían en aquel barrio y ellos m ism os no podían com prar, m ás que de vez en cuando, los libros populares que dorm ían en la librería. Pero aproxim adam ent e por la época en que ingresaban en el liceo, se inst aló en el barrio una bibliot eca m unicipal, a m edio cam ino ent re la calle donde vivía Jacques y la part e alt a donde em pezaban los barrios m ás dist inguidos, con villas rodeadas de pequeños j ardines llenos de plant as perfum adas que crecían vigorosam ent e en las cuest as húm edas y cálidas de Argelia. Las villas rodeaban el gran parque del int ernado Saint e- Odile, escuela religiosa sólo para niñas. En ese barrio, t an cerca y t an lej os del de ellos, fue donde Jacques y Pierre conocieron sus em ociones m ás profundas ( de las que no es el m om ent o de hablar, pero ya se hablará de ellas, et cét era) . La front era ent re los dos universos ( uno polvorient o y sin árboles, donde t odo el espacio est aba reservado a los habit ant es y a las piedras que los cobij aban; el ot ro donde las flores y los árboles const it uían el verdadero luj o de ese m undo) est aba represent ada por un bulevar bast ant e ancho con soberbios plát anos en las dos aceras. En efect o, una de sus orillas est aba bordeada de villas, y la ot ra de pequeñas const rucciones barat as. La bibliot eca m unicipal se inst aló en esa zona. La bibliot eca se abría t res veces por sem ana por la noche, después de las horas de t rabaj o, y el j ueves durant e t oda la m añana. Una m aest ra j oven, de físico m ás bien ingrat o, que dedicaba grat uit am ent e unas horas de su t iem po a la bibliot eca, sent ada det rás de una m esa bast ant e ancha de m adera sin pint ar, se ocupaba del prést am o de libros. La habit ación era cuadrada, las paredes ent eram ent e cubiert as de anaqueles de m adera desnuda y de libros encuadernados en t ela negra. Había a b c

separarlos de su m edio. Un a pa la br a ile gible .

Se peleaban en realidad por ser D'Art agnan o Passepoil. Nadie quería ser Aram is, At hos y, si acaso, Port hos.


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t am bién una m esit a con unas sillas para los que querían consult ar rápidam ent e un diccionario, pues la bibliot eca era sólo de prést am o, y un fichero alfabét ico que ni Jacques ni Pierre usaban nunca, pues su m ét odo consist ía en pasearse delant e de los anaqueles, elegir un libro por el t ít ulo, y m enos frecuent em ent e por su aut or, anot ar el núm ero e inscribirlo en la ficha azul en la que se lo solicit aba. Para t ener derecho al prést am o, bast aba con llevar un recibo de alquiler y pagar un derecho m ínim o. El int eresado recibía ent onces una t arj et a plegable donde los libros prest ados quedaban consignados al m ism o t iem po que en el regist ro de la j oven m aest ra. La bibliot eca cont enía sobre t odo novelas, pero m uchas est aban prohibidas para los m enores de quince años y ordenadas apart e. Y el m ét odo puram ent e int uit ivo de los dos niños no const it uía una verdadera elección ent re los libros perm it idos. Pero el azar no es lo peor para las cosas de la cult ura y, devorando t odo m ezclado, los dos glot ones engullían lo bueno al m ism o t iem po que lo m alo, sin preocuparse de ret ener nada, y en efect o, sin ret ener casi nada salvo una ext raña y poderosa em oción que, a t ravés de las sem anas, los m eses y los años, engendraba y hacía crecer en ellos t odo un universo de im ágenes y de recuerdos irreduct ibles a la realidad de t odos los días, pero sin duda no m enos present es para esos niños ardorosos que vivían sus sueños con la m ism a violencia que sus vidas. ab Lo que cont uvieran esos libros, en el fondo poco im port aba. Lo que im port aba era lo que sent ían ant e t odo al ent rar en la bibliot eca, donde no veían las paredes de libros negros sino un espacio y unos horizont es m últ iples que, no bien pasada la puert a, los arrancaban de la vida est recha del barrio. Después venía el m om ent o en que, provist os de los dos volúm enes a los que cada uno t enía derecho, los apret aban con el codo cont ra el cost ado, se deslizaban en el bulevar oscuro a esa hora, aplast ando con los pies las bayas de los grandes plát anos y calculando las delicias que podrían ext raer de sus libros, com parándolos con los de la sem ana precedent e, hast a que, al llegar a la calle principal, em pezaban a abrirlos baj o la luz inciert a del prim er reverbero para sacar alguna frase ( por ej . «era de un vigor poco com ún») que los fort aleciera en su alegre y ávida esperanza. Se separaban rápidam ent e y corrían hacia el com edor para abrir el libro sobre el hule, baj o la luz de la lám para de pet róleo. Un fuert e olor de cola subía de la grosera encuadernación que raspaba los dedos. La form a en que el libro est aba im preso inform aba ya al lect or del placer que le proporcionaría. A P. y a J. no les gust aba la com posición ancha, con grandes m árgenes, en que se com placen los aut ores y los lect ores refinados, sino las páginas llenas de caract eres pequeños, alineados en renglones poco separados, llenas hast a el borde de palabras y de frases, com o esos enorm es plat os rúst icos donde pueden com er varios a la vez y durant e largo rat o sin agot arlos j am ás, y que son los únicos capaces de calm ar ciert os apet it os enorm es. De nada les serviría el refinam ient o, no conocían nada y querían saberlo t odo. Poco im port aba que el libro est uviera m al escrit o y groseram ent e com puest o, con t al de que la escrit ura fuera clara y llena de vida violent a; esos libros y sólo ésos les daban el alim ent o de sueños que les perm it iría dorm ir después profundam ent e. Cada libro, adem ás, t enía un olor part icular según el papel en que est aba im preso, olor fino, secret o en cada caso, pero t an singular que J. hubiera podido dist inguir a oj os cerrados un volum en de la colección Nelson de las ediciones corrient es que publicaba ent onces Fasquelle. Y cada uno de esos olores, aun ant es de que em pezara la lect ura, arrebat aba a Jacques a ot ro universo lleno de prom esas ya [ cum plidas] que em pezaba a oscurecer la habit ación donde se encont raba, a suprim ir el barrio m ism o y sus ruidos, la ciudad y el m undo ent ero, que desaparecería t ot alm ent e no bien em pezada la lect ura con una avidez loca, exalt ada, que t erm inaba por sum irlo en una em briaguez t ot al de la que no a b

Páginas del diccionario Quillet , olor de las ilust raciones. Señorit a, ¿Jack London es bueno?


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conseguían sacarlo ni siquiera las órdenes repet idas. a —Jacques, por t ercera vez, pon la m esa. Al fin ponía la m esa, la m irada vacía y descolorida, un poco ext raviado, com o int oxicado por la lect ura, volvía al libro com o si nunca lo hubiera abandonado. —Jacques, com e. Com ía por fin un alim ent o que a pesar de su densidad, le parecía m enos real y m enos sólido que el que encont raba en los libros, después t erm inaba con él y reanudaba la lect ura. A veces su m adre se acercaba ant es de ir a sent arse en su rincón. —Es la bibliot eca —decía. Pronunciaba m al esa palabra que oía de boca de su hij o y que no le decía nada, pero reconocía la cubiert a de los libros. b —Sí —decía Jacques sin levant ar la cabeza. Cat herine Corm ery se inclinaba por encim a de su hom bro. Miraba el doble rect ángulo baj o la luz, la ordenación regular de las líneas; t am bién ella respiraba el olor y a veces pasaba por la página sus dedos ent um ecidos y arrugados por el agua del lavado com o si t rat ara de conocer m ej or lo que era un libro, de acercarse un poco m ás a esos signos m ist eriosos, incom prensibles para ella, pero en los que su hij o encont raba, con t ant a frecuencia y durant e horas, una vida que le era desconocida y de la que volvía con una m irada que posaba en ella com o si fuera una ext ranj era. La m ano deform ada acariciaba suavem ent e la cabeza del chico, que no reaccionaba, Cat herine Corm ery suspiraba e iba a sent arse, lej os de él. —Jacques, ve a acost art e. La abuela repet ía la orden. —Mañana llegarás t arde. Jacques se levant aba, preparaba su cart era para las clases del día siguient e, sin solt ar el libro que suj et aba baj o el brazo, y com o un borracho, se dorm ía pesadam ent e, después de deslizar el libro debaj o de la alm ohada. Así, durant e años, la vida de Jacques est uvo dividida desigualm ent e ent re dos vidas que no era capaz de vincular ent re sí. Durant e doce horas, al redoble del t am bor, en una sociedad de niños y de m aest ros, ent re los j uegos y el est udio. Durant e dos o t res horas de vida diurna, en la casa del viej o barrio, j unt o a su m adre, con la que se encont raba de verdad en el sueño de los pobres. Aunque su vida pasada fuese en realidad ese barrio, su vida present e y m ás aún su fut uro est aban en el liceo. De m odo que el barrio, en ciert o m odo, se confundía a la larga con la noche, con el dorm ir y con el sueño. Por lo dem ás, ¿exist ía ese barrio y no era acaso ese desiert o en que se convirt ió una noche para el niño que quedó inconscient e? Caída sobre el cem ent o... En t odo caso, a nadie en el liceo podía hablarle de su m adre y de su fam ilia. A nadie en su fam ilia podía hablarle del liceo. Ningún com pañero, ningún profesor, durant e t odos los años que lo separaban del bachillerat o, fue j am ás a su casa. Y en cuant o a su m adre y a su abuela, nunca iban al liceo, salvo una vez por año, para la dist ribución de prem ios, a com ienzos de j ulio. Ese día, es ciert o, ent raban por la puert a principal, en m edio de una m ult it ud de parient es y de alum nos endom ingados. La abuela se ponía el vest ido y el pañuelo negro de las grandes salidas, Cat herine Corm ery un som brero adornado con un t ul cast año, uvas negras de cera y un vest ido de verano t am bién de color cast año, con los únicos zapat os de t acones m edianos que t enía. Jacques llevaba una cam isa blanca de cuello levant ado y m angas cort as, un pant alón prim ero cort o y después largo, pero siem pre cuidadosam ent e planchado la víspera por su m adre, y andando ent re las dos m uj eres, las llevaba al t ranvía roj o, hacia la una de la t arde, las inst alaba en una banquet a del prim er coche y esperaba de pie, delant e, m irando a t ravés de los vidrios a su m adre, que le sonreía de vez en cuando, y que verificaba durant e t odo el t rayect o si el som brero calzaba bien o si sus m edias est aban derechas, o el lugar a b

desarrollar. Le habían hecho ( el t ío Ernest ) un pequeño escrit orio de m adera desnuda.


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de la m edallit a de oro con la Virgen que llevaba colgada de una delgada cadena. En la plaza del Gobierno em pezaba el cam ino cot idiano que el niño hacía una sola vez por año con las dos m uj eres, a lo largo de t oda la Rue Bab- Azoun. Jacques husm eaba la loción [ Lam pero] que su m adre se había puest o generosam ent e para la ocasión, la abuela cam inaba erguida y orgullosa, regañando a su hij a, que se quej aba de los pies ( «Así aprenderás a no usar zapat os dem asiado pequeños para t u edad») , m ient ras Jacques les m ost raba incansablem ent e las t iendas y los com erciant es que habían ocupado un lugar t an im port ant e en su vida. En el liceo, la puert a de honor est aba abiert a, los t iest os con plant as adornaban de arriba abaj o los dos lados de la escalera m onum ent al que los prim eros padres y los alum nos em pezaban a subir, los Corm ery, nat uralm ent e, habían llegado con m ucho adelant o, com o siem pre ocurre con los pobres, que t ienen pocas obligaciones sociales y placeres, y que t em en no ser punt uales. a Llegaban al pat io de los m ayores, lleno de sillas en hilera, alquiladas a una em presa de bailes y conciert os, y en el fondo, baj o el gran reloj , un est rado cort aba el pat io a t odo lo ancho, cubiert o de sillones y sillas, adornado t am bién con profusión de plant as verdes. El pat io se iba llenando de los vest idos claros de las m uj eres, que eran m ayoría. Los prim eros que llegaban escogían los lugares prot egidos del sol, baj o los árboles. Los ot ros se abanicaban con pant allas árabes, de fina paj a t renzada, orladas con pom pones de lana roj a. Por encim a de los present es, el azul del cielo, cada vez m ás int enso, se coagulaba cocinado por el calor. A las dos una banda m ilit ar, invisible en la galería superior, at acaba La Marsellesa, t odos los asist ent es se ponían de pie y ent raban los profesores, con sus bonet es cuadrados y sus largas t ogas de una et am ina que cam biaba de color según la especialidad, y el direct or y el personaj e oficial ( generalm ent e un alt o funcionario del Gobierno general) a quien correspondía aquel año la faena. Una nueva m archa m arcial acom pañaba la ent rada de los profesores, e inm ediat am ent e después el personaj e oficial t om aba la palabra y daba su punt o de vist a sobre Francia en general y la inst rucción en part icular. Cat herine Corm ery escuchaba sin oír, pero sin m anifest ar j am ás ni im paciencia ni hast ío. La abuela oía sin ent ender dem asiado. «Habla bien», decía a su hij a, que la aprobaba con aire convencido, lo que anim aba a la abuela a m irar a su vecino o vecina de la izquierda y a sonreírle, asint iendo con la cabeza el j uicio que acababa de expresar. El prim er año Jacques observó que su abuela era la única que llevaba el pañuelo negro de las viej as españolas, y se sint ió incóm odo. Nunca perdió, a decir verdad, esa falsa vergüenza; decidió sencillam ent e que no podía hacer nada cuando int ent ó t ím idam ent e m encionar un som brero a su abuela y ella le respondió que no t enía dinero para gast ar y que, por lo dem ás, el pañuelo le abrigaba las orej as. Pero cuando su abuela se dirigía a sus vecinos durant e la ent rega de prem ios, sent ía que se ruborizaba penosam ent e. Después del personaj e oficial, se ponía de pie el profesor m ás j oven, por lo general llegado ese año de la m et rópoli y encargado t radicionalm ent e de pronunciar el discurso solem ne. El discurso podía durar ent re m edia y una hora, y el j oven universit ario nunca dej aba de m echarlo con alusiones cult urales y sut ilezas hum anist as que lo hacían rigurosam ent e inint eligible para ese público argelino. I ncluso la abuela dem ost raba su hast ío m irando a ot ra part e. Sólo Cat herine Corm ery, at ent a, recibía sin pest añear la lluvia de erudición y de ciencia que caía b sin parar sobre ella. En cuant o a Jacques, agit aba los pies, buscaba a Pierre y a los ot ros com pañeros con la m irada, les hacía señales discret as y em pezaba con ellos una larga conversación de m uecas. Nut ridos aplausos agradecían por fin al orador que hubiese t enido a bien concluir, y com enzaba la convocación de los laureados. Em pezaban por los cursos superiores y, los prim eros años, las dos m uj eres pasaban la t arde ent era a

y los que no han sido favorecidos por el dest ino no pueden dej ar, en ciert o m odo, de creerse responsables y sient en que no se debe cont ribuir con pequeñas falt as a esa culpabilidad general... b se deslizaba.


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esperando en sus sillas a que llegara por fin la clase de Jacques. Sólo los prem ios ext raordinarios eran saludados por una fanfarria de la banda invisible. Los laureados, cada vez m ás j óvenes, se ponían de pie, cruzaban el pat io, subían al est rado, recibían el apret ón de m anos del funcionario rociado de buenas palabras, y del direct or, que les ent regaba el paquet e de libros ( después de recibirlo de un pasant e que subía ant es que el laureado desde la base del est rado, donde había unos caj ones m óviles llenos de libros) . A cont inuación, el laureado baj aba al son de la m úsica, en m edio de los aplausos, con sus volúm enes baj o el brazo, encant ado y buscando con la m irada a los felices padres que enj ugaban sus lágrim as. El cielo se ponía un poco m enos azul, perdía algo de su calor por una griet a invisible en algún lugar sobre el m ar. Los laureados subían y baj aban, las fanfarrias se sucedían. Poco a poco el pat io se vaciaba m ient ras el cielo em pezaba a verse verde y llegaba el t urno de la clase de Jacques. En cuant o ést a se anunciaba, cesaban sus chiquilladas y se ponía grave. Al oír su nom bre, se levant aba, le zum baba la cabeza. A sus espaldas, escuchaba apenas a su m adre, que no había oído, decir a la abuela: —¿Ha dicho Corm ery? —Sí —decía la abuela ruborizada de em oción. Venía el cam ino de cem ent o, el est rado, el chaleco del funcionario con la cadena del reloj , la sonrisa bondadosa del direct or, a veces la m irada am ist osa de uno de sus profesores perdido en la m ult it ud del est rado, después el regreso con m úsica hacia las dos m uj eres ya de pie, su m adre m irándolo con una especie de alegría asom brada, y él le ent regaba la nut rida list a de prem ios para que la guardara, su abuela t om aba a los vecinos por t est igos, t odo t ranscurría dem asiado rápido después de la t arde int erm inable, y Jacques t enía prisa por volver a la casa y m irar los libros que le habían dado. a Regresaban por lo general con Pierre y su m adre, b la abuela com paraba en silencio la alt ura de las dos pilas de volúm enes. En casa Jacques cogía prim ero la list a de prem ios y, a pet ición de su abuela, doblaba las punt as de las páginas donde figuraba su nom bre, para que pudiera m ost rarlas a los vecinos y a la fam ilia. Después hacía el invent ario de sus t esoros. Y no había t erm inado cuando veía volver a su m adre ya desvest ida, en pant uflas, abrochándose la bat a de algodón y arrast rando su silla hacia la vent ana. Ella le sonreía: —Has est udiado m ucho —le decía, y sacudía la cabeza m irándolo. El t am bién la m iraba, esperando no sabía qué y ella se volvía hacia la calle, en la act it ud que le era fam iliar, lej os ahora del liceo, que no volvería a ver ant es de un año, m ient ras las som bras invadían la habit ación y las prim eras farolas se encendían en lo alt o de la calle, c donde sólo circulaban paseant es sin rost ro. Pero si la m adre dej aba ent onces para siem pre ese liceo apenas ent revist o, Jacques recuperaba sin t ransición la fam ilia y el barrio del que ya no salía. Las vacaciones t am bién devolvían a Jacques a su fam ilia, por lo m enos los prim eros años. Ninguno de ellos t enía asuet o, los hom bres t rabaj aban sin t regua a lo largo de t odo el año. Sólo un accident e de t rabaj o, cuando eran em pleados por em presas que los aseguraban cont ra ese t ipo de riesgos, les daba derecho al ocio, y sus vacaciones pasaban por el hospit al o el m édico. El t ío Ernest , por ej em plo, en un m om ent o en que se sint ió agot ado, «se puso», com o él m ism o decía, «en el seguro», sacándose volunt ariam ent e con la garlopa una espesa virut a de carne de la palm a de la m ano. En cuant o a las m uj eres, incluida Cat herine Corm ery, t rabaj aban sin descanso por la sencilla razón de que el descanso significaba para t odos ellos com idas m ás frugales. El desem pleo, para el que no había seguro, era el m al m ás t em ido. Ello explicaba que esos obreros, t ant o en casa de Pierre com o en la de Jacques, que en la vida cot idiana eran siem pre los m ás t olerant es de los a b

“ Los t rabaj adores del

m ar ” .

Ella no había vist o el liceo ni nada de su vida cot idiana. Había asist ido a una represent ación organizada para los padres. El liceo no era eso, era... c las aceras.


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hom bres, fuesen siem pre xenófobos en cuest iones de t rabaj o, acusando sucesivam ent e a los it alianos, los españoles, los j udíos, los árabes y finalm ent e la t ierra ent era, de robarles su em pleo —act it ud sin duda desconcert ant e para los int elect uales que escriben sobre la t eoría del prolet ariado, y sin em bargo m uy hum ana y m uy excusable—. Lo que esos nacionalist as inesperados disput aban a las ot ras nacionalidades no eran el dom inio del m undo o los privilegios del dinero y del ocio, sino el privilegio de la servidum bre. El t rabaj o en aquel barrio no era una virt ud, sino una necesidad que, para asegurar la vida, conducía a la m uert e. En t odo caso, y por duro que fuera el verano de Argelia, cuando los barcos sobrecargados se llevaban a funcionarios y gent es pudient es ( que volvían con fabulosas e increíbles descripciones de prados feraces donde el agua corría en pleno m es de agost o) a recuperarse a los buenos «aires de Francia», la vida en los barrios pobres no cam biaba absolut am ent e nada y, lej os de vaciarse a m edias com o los del cent ro, parecían, al cont rario, aum ent ar su población por los innum erables niños que se volcaban en las calles. a Para Pierre y Jacques, que erraban por las calles secas, con sus alpargat as aguj ereadas, un pobre pant alón y una cam iset a de algodón de escot e redondo, las vacaciones eran ant e t odo calor. Las últ im as lluvias dat aban, com o m ínim o, de abril o m ayo. Durant e sem anas y m eses, el sol, cada vez m ás fij o, cada vez m ás calient e, secaba, resecaba y calcinaba las paredes, t rit uraba los revoques, las piedras y las t ej as, reduciéndolos a un polvo fino que, llevado por el vient o, cubría las calles, los escaparat es y las hoj as de t odos los árboles. En j ulio el barrio ent ero se convert ía en una especie de laberint o gris y am arillo, b desiert o de día, con t odas las persianas de t odas las casas herm ét icam ent e cerradas, y en lo alt o el sol reinaba ferozm ent e, abat iendo a los perros y los gat os en los um brales de las casas, obligando a los seres vivient es a cam inar pegados a las paredes para librarse de él. En agost o el sol desaparecía baj o la pesada est opa de un cielo gris de calor, pesado, húm edo, del que baj aba una luz difum inada, blanquecina y agot adora para los oj os, que apagaba en las calles las últ im as huellas del color. En las fábricas de t oneles los m art illos resonaban con m ás blandura y los obreros se int errum pían a veces para poner la cabeza y el t orso cubiert os de sudor baj o el chorro de agua fresca de la bom ba. c En los apart am ent os, las bot ellas de agua y las de vino, m ás raras, se envolvían en t rapos m oj ados. La abuela de Jacques t rabaj aba por la m añana y circulaba descalza por las habit aciones en penum bra, vest ida con una sim ple cam isa, agit ando m ecánicam ent e el abanico de paj a, arrast rando a Jacques a la cam a a la hora de la siest a y esperando el prim er fresco de la noche para volver a sus t areas. Durant e sem anas el verano y sus súbdit os se arrast raban baj o el cielo pesado, húm edo y t órrido, hast a olvidar incluso el recuerdo de la frescura y el agua del invierno, d com o si el m undo nunca hubiera conocido ni el vient o, ni la nieve, ni el agua ligera, y com o si desde la creación hast a ese día de sept iem bre no hubiera sido m ás que ese enorm e m ineral seco y perforado de galerías recalent adas donde se m ovían lent am ent e, un poco ext raviados, la m irada fij a, unos seres cubiert os de polvo y de sudor. Y de pront o el cielo, cont raído sobre sí m ism o hast a la m áxim a t ensión, se part ía en dos. La prim era lluvia de sept iem bre, violent a, generosa, inundaba la ciudad. Todas las calles del barrio em pezaban a brillar, así com o las hoj as barnizadas de los ficus o los rieles del t ranvía. Pasando por encim a de las colinas que dom inaban la ciudad llegaba de los cam pos lej anos un olor de t ierra m oj ada que t raía a los prisioneros del verano un m ensaj e de espacio y de libert ad. Ent onces los niños se arroj aban a la calle, corrían baj o la lluvia con sus ropas ligeras y chapaleaban dichosos en el agua que fluía a borbot ones por la a b c d

m ás arriba j uguet es el carrusel los regalos út iles. leonado. ¿Sablet t es? y ot ras ocupaciones del verano. lluvias.


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cunet a, form aban corros en los grandes charcos, cogiéndose de los hom bros, las caras llenas de grit os y de risas, recibiendo la lluvia incesant e, chapot eando rít m icam ent e en el agua sucia de la nueva vendim ia, m ás em briagadora que el vino. Ah, sí, el calor era t errible y a m enudo volvía locos a casi t odos, cada día m ás nerviosos y sin fuerzas ni energías para reaccionar, grit ar, insult ar o golpear, y el nerviosism o se acum ulaba com o el calor, hast a est allar aquí o allá en el barrio, leonado y t rist e, com o aquel día en que, en la Rue de Lyon —casi en el borde del barrio árabe llam ado el Marabout , alrededor del cem ent erio t allado en la greda roj a de la colina—, Jacques vio salir del local polvorient o del peluquero m oro a un árabe vest ido de azul, con la cabeza rasurada, que dio unos pasos en la acera delant e del niño, en una ext raña act it ud, el cuerpo inclinado hacia adelant e, la cabeza m ucho m ás echada hacia at rás de lo que parecía posible, y en efect o, no lo era. El peluquero, que había enloquecido m ient ras lo afeit aba, había abiert o de un solo navaj azo la gargant a ofrecida, y el ot ro no sint ió, baj o el suave filo, sino la sangre que lo asfixiaba, y salió corriendo, com o un pat o sem idegollado, m ient ras el peluquero, dom inado inm ediat am ent e por los client es, lanzaba unos grit os t erribles, t erribles com o el calor durant e esos días int erm inables. El agua caía de las cat arat as del cielo, lavaba brut alm ent e los árboles, los t ej ados, las paredes y las calles polvorient as del verano. Barrosa, llenaba rápidam ent e las cunet as, gorgot eaba ferozm ent e en los sum ideros, revent aba casi t odos los años el alcant arillado y cubría las calzadas, se abría frent e a los coches y los t ranvías en dos alas am arillas bien perfiladas. En la playa y en el puert o el m ar m ism o se volvía barroso. Después el prim er sol hacía hum ear las casas y las calles, la ciudad ent era. El calor podía volver, pero ya no era el rey, el cielo est aba m ás abiert o, la respiración era m ás dilat ada y det rás del espesor de los soles, una palpit ación de aire, una prom esa de agua anunciaban el ot oño y la reanudación de las clases. a —El verano es dem asiado largo —decía la abuela, que acogía con el m ism o suspiro de alivio la lluvia de ot oño y la part ida de Jacques, cuyo deam bular aburrido a lo largo de los días t órridos, en las habit aciones de persianas cerradas, cont ribuía a su irrit ación. Adem ás la abuela no com prendía que hubiera un periodo del año especialm ent e dest inado a no hacer nada. —Yo nunca he t enido vacaciones —decía, y era ciert o, no había conocido ni la escuela ni el ocio, t rabaj aba desde niña y t rabaj aba sin descanso. Adm it ía que, con vist as a un beneficio m ayor, durant e algunos años su niet o no llevara dinero a casa. Pero desde el prim er día em pezó a dar vuelt as al asunt o de esos t res m eses perdidos, y cuando Jacques ent ró en t ercero, consideró que había llegado el m om ent o de buscarle un em pleo para las vacaciones. —Est e verano t rabaj arás —le dij o al final del año escolar—, para t raer un poco de dinero a casa. No puedes quedart e así sin hacer nada. b En realidad, Jacques pensaba que t enía m ucho que hacer ent re los baños en el m ar, las expediciones a Kouba, el deport e, el vagabundeo por las calles de Belcourt y las lect uras de las revist as ilust radas, de las novelas populares, del alm anaque Verm ot y del inagot able cat álogo de la Manufact ura de Arm as de Saint - Ét ienne. c Sin cont ar los recados y los t rabaj it os que le encom endaba su abuela. Pero para ella t odo eso era precisam ent e no hacer nada, puest o que el niño no ganaba dinero y t am poco est udiaba com o durant e el año escolar, y esa sit uación grat uit a brillaba para ella con t odos los fulgores del infierno. Lo m ás sencillo era, pues, buscarle un t rabaj o. a

en el liceo — el abono — t rám it e m ensual — la em briaguez de responder: «abonado» y la verificación vict oriosa. b int ervención de la m adre — Se fat igará.

c

¿Las lect uras ant es?, ¿los barrios alt os?


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De hecho, no era t an sencillo. Sin duda había en los avisos de la prensa ofert as de em pleo com o dependient e o recadero. Y la señora Bert aut , la lechera, cuya t ienda olorosa a m ant equilla ( olor insólit o para narices y paladares acost um brados al aceit e) est aba j unt o al local del peluquero, se los leía a la abuela. Pero los em pleadores pedían siem pre que los candidat os t uvieran quince años por lo m enos, y era difícil m ent ir sin descaro sobre la edad de Jacques, que no era m uy alt o para sus t rece años. Por ot ra part e, los anunciadores soñaban siem pre con em pleados que hicieran carrera en sus est ablecim ient os. Los prim eros a quienes la abuela ( at aviada com o siem pre para las grandes ocasiones, incluido el fam oso pañuelo) se present ó con Jacques, lo encont raron dem asiado j oven o bien se negaron cat egóricam ent e a t om ar un em pleado por m enos de dos m eses. —Bast a con decir que t e quedas —dij o la abuela. —Pero no es ciert o. —No im port a. Te creerán. No era eso lo que Jacques quería decir, y en realidad no le preocupaba saber si le creerían o no. Pero le parecía que ese t ipo de m ent ira se le at ragant aría. Desde luego, en su casa m ent ía con frecuencia para evit ar un cast igo, para guardarse una m oneda de dos francos y, con m ucha m ayor frecuencia, por el gust o de hablar bien de sí m ism o o de j act arse. Pero si la m ent ira con su fam ilia le parecía venial, con los ext raños le parecía m ort al. Oscuram ent e sent ía que no m ient e uno en lo esencial a los que am a, por la sencilla razón de que sin la m ent ira no se podría vivir con ellos ni am arlos. Los em pleadores no podían saber de él m ás que lo que se les decía, y por lo t ant o no lo conocerían, la m ent ira sería t ot al. —Vam os —dij o la abuela anudándose el pañuelo un día en que la señora Bert aut le indicó que una gran ferret ería del Agha necesit aba un j oven dependient e que se encargara de clasificar. La ferret ería est aba en una de las ram pas que suben hacia los barrios del cent ro; el sol de m ediados de j ulio que la calcinaba exalt aba los olores de orina y alquit rán que subían de la calzada. En la plant a baj a había un alm acén angost o pero m uy profundo, dividido longit udinalm ent e por un m ost rador cubiert o de m uest rarios de út iles de hierro y de candados, y la m ayor part e de las paredes est aba provist a de caj ones con rót ulos m ist eriosos. A la derecha de la ent rada, coronaba el m uest rario una rej a de hierro forj ado donde se había inst alado la caj a. La señora soñadora y am arillent a encargada de la caj a invit ó a la abuela a subir a las oficinas del prim er piso. Una escalera de m adera, en el fondo del alm acén, llevaba en efect o a una gran oficina dispuest a y orient ada com o el alm acén y en la cual había cinco o seis em pleados, hom bres y m uj eres, sent ados alrededor de una gran m esa cent ral. En uno de los lados una puert a daba al despacho de la dirección. El pat rón est aba en m angas de cam isa y con el cuello abiert o en su despacho recalent ado a. A sus espaldas, una vent anit a daba a un pat io al que no llegaba el sol, aunque fueran las dos de la t arde. El hom bre era baj it o y gordo, t enía los pulgares m et idos en unos anchos t irant es celest es y respiraba cort o. No se veía bien la cara de la que salía la voz grave y ahogada que invit aba a la abuela a sent arse. Jacques respiraba el olor a hierro que reinaba en la casa. La inm ovilidad del pat rón le parecía dict ada por la desconfianza, y sint ió que le t em blaban las piernas al pensar en las m ent iras que habría que decir a ese hom bre poderoso y t em ible. La abuela, en cam bio, no t em blaba. Jacques iba a cum plir quince años, t enía que ir abriéndose cam ino y em pezar sin t ardanza. Según el pat rón, no parecía de quince años, pero si era int eligent e... y a propósit o, ¿t enía su diplom a de est udios prim arios? No, t enía una beca. ¿Qué beca? Para ir al liceo. ¿Así que iba al liceo? ¿En qué curso est aba? Segundo. ¿Y dej aba el liceo? La inm ovilidad del pat rón era t odavía m ayor, ahora se le veía m ej or la cara y sus oj os redondos y lechosos iban de la abuela al niño. Jacques t em blaba baj o esa m irada. a

un bot ón de cuello, cuello post izo.


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—Sí —dij o la abuela—. Som os dem asiado pobres. El pat rón se afloj ó im percept iblem ent e. —Qué lást im a, siendo int eligent e. Pero uno puede llegar t am bién a t ener un buen em pleo en el com ercio. El buen em pleo em pezaba m odest am ent e, es ciert o. Jacques ganaría cient o cincuent a francos al m es por ocho horas de presencia cot idiana. Podía em pezar al día siguient e. —Ya ves —dij o la abuela—. Nos ha creído. —Pero cuando m e vaya, ¿cóm o explicárselo? —Déj am e hacer. —Bueno —dij o el niño, resignado. Miraba el cielo por encim a de sus cabezas y pensaba en el olor a hierro, en la oficina llena de som bras, en que t endría que levant arse t em prano y en las vacaciones, que, apenas em pezadas, habían t erm inado. Durant e dos años Jacques t rabaj ó t odo el verano. En la quincallería prim ero, después en una agencia m arít im a. Cada vez veía llegar con t em or el 15 de sept iem bre, fecha en la que debía anunciar que dej aba el em pleo. a Sí, se había t erm inado, aunque el verano fuese el m ism o de ant es, con su calor, su t edio. Pero había perdido lo que ant es lo t ransfiguraba: el cielo, los espacios, las voces. Jacques ya no pasaba el día en el barrio leonado de la m iseria, sino en el del cent ro, donde el revoque del pobre era sust it uido por el cem ent o de los ricos, que daba a las casas un color gris m ás dist inguido y m ás t rist e. A las ocho, en el m om ent o en que Jacques ent raba en el alm acén, que olía a hierro y a som bra, en su int erior se apagaba una luz, el cielo desaparecía. Saludaba a la caj era y subía a la gran oficina m al ilum inada del prim er piso. En la m esa cent ral no había lugar para él. El viej o cont able, con sus bigot es am arillent os por los cigarrillos que liaba a m ano y pit aba a lo largo del día, su auxiliar, un hom bre de unos t reint a años sem icalvo, de t orso y sem blant e t aurinos, dos em pleados m ás j óvenes, uno delgado, m oreno, m usculoso, con un bello perfil rect o, que llegaba siem pre con la cam isa m oj ada y pegada, despidiendo un buen olor m arino porque iba t odas las m añanas a bañarse en la escollera, ant es de ent errarse en la oficina el día ent ero, el ot ro gordo y risueño, incapaz de cont ener su vit alidad j ovial, y por últ im o la señora Raslin, la secret aria de dirección, un poco caballuna pero bast ant e agradable de ver, con sus vest idos de algodón o de dril siem pre rosados, pero que paseaba por el m undo ent ero una m irada severa, bast aban para ocupar t oda la m esa con sus expedient es, sus libros de cuent as y sus m áquinas. Jacques ocupaba una silla a la derecha de la puert a del direct or, a la espera de que le dieran t rabaj o, que, las m ás de las veces, consist ía en clasificar fact uras o correo com ercial en el fichero que enm arcaba la vent ana, y al principio le gust aba sacar los clasificadores con sus cordones, m anej arlos y respirarlos, hast a que el olor de papel y de cola, exquisit o al com ienzo, t erm inó por ser para él el olor m ism o del t edio, o bien le pedían que verificara una vez m ás una larga sum a y lo hacía sobre sus rodillas, sent ado en su silla, o el auxiliar del cont able lo invit aba a «repasar» con él una serie de cifras, y siem pre de pie, m arcaba aplicadam ent e las cifras que el ot ro enum eraba con voz apagada y sorda, para no m olest ar a sus colegas. Por la vent ana se podía ver la calle y los edificios de enfrent e, pero j am ás el cielo. A veces, aunque no era frecuent e, enviaban a Jacques a la carrera, en busca de m at erial de oficina, a la papelería que est aba cerca del alm acén, o a Correos a despachar un giro urgent e. La oficina de Correos quedaba a doscient os m et ros de dist ancia, en un ancho paseo que subía desde el puert o hast a lo alt o de las colinas, donde est aba const ruida la ciudad. En ese paseo Jacques reencont raba el espacio y la luz. Correos m ism o, inst alado en el int erior de una inm ensa rot onda, est aba ilum inado por t res grandes

a

El a u t or r ode ó con u n t r a zo e l pa sa j e .


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puert as y una vast a cúpula de la que chorreaba la luz. a Pero casi siem pre, desgraciadam ent e, Jacques debía despachar la correspondencia al final del día, al salir de la oficina, y ent onces era una faena m ás, pues había que correr, a la hora en que la luz em pezaba a palidecer, hacia oficinas invadidas por una m ult it ud de client es, hacer la cola delant e de las vent anillas, y la espera alargaba aún m ás su horario de t rabaj o. Práct icam ent e, el largo verano se diluía para Jacques en días som bríos y sin brillo, y en ocupaciones insignificant es. —No se puede est ar sin hacer nada —decía la abuela. Just am ent e, en esa oficina era donde Jacques t enía la im presión de no hacer nada. No rechazaba el t rabaj o, aunque para él nada pudiera sust it uir el m ar o los j uegos de Kouba. Pero el verdadero t rabaj o para él era el de la t onelería, por ej em plo, un largo esfuerzo m uscular, una serie de gest os diest ros y precisos, m anos duras y ligeras, y el result ado de los esfuerzos se veían: un barril nuevo, bien t erm inado, sin una fisura, y que el obrero podía cont em plar. En cam bio, ese t rabaj o de oficina no venía de ninguna part e y no t erm inaba en nada. Vender y com prar, t odo giraba en t orno a esos act os m ediocres e inapreciables. Aunque hast a ent onces Jacques hubiera vivido en la pobreza, en la oficina descubría la vulgaridad y lloraba por la luz perdida. Sus colegas no eran responsables de esa sensación sofocant e. Eran buenos con él, no le pedían nada con brusquedad e incluso la severa señora Raslin a veces le sonreía. Hablaban poco ent re ellos, con esa m ezcla de cordialidad j ovial y de indiferencia propia de los argelinos. Cuando llegaba el pat rón, un cuart o de hora después que ellos o cuando salía de su despacho para dar una orden o verificar una fact ura ( para los asunt os serios, convocaba al viej o cont able o al em pleado int eresado) , los caract eres result aban m ás com prensibles, com o si aquellos hom bres y aquellas m uj eres sólo pudieran definirse en sus relaciones con el poder: el viej o cont ador descort és e independient e, la señora Raslin perdida en su sueño severo, y el auxiliar de cont abilidad, por el cont rario, de un perfect o servilism o. Pero durant e el rest o del día, volvían a m et erse en su caparazón, y Jacques esperaba en su silla la orden que le diera la oport unidad de desplegar esa agit ación irrisoria que su abuela llam aba el t rabaj o. b Cuando no aguant aba m ás, hirviendo lit eralm ent e en su silla, baj aba al pat io det rás del alm acén y se aislaba en los ret ret es a la t urca, con sus paredes de cem ent o, apenas ilum inados y donde reinaba el olor am argo de las m eadas. En ese lugar oscuro cerraba los oj os y respirando el olor fam iliar, soñaba. Algo oscuro, ciego, se agit aba al nivel de su sangre y de la especie. Pensaba a veces en las piernas de la señora Raslin el día en que, arrodillado para recoger los alfileres que habían caído de una caj a, al alzar la cabeza vio las rodillas separadas y los m uslos ent re el encaj e de la ropa int erior. Hast a ese m om ent o nunca había vist o lo que una m uj er llevaba debaj o de las faldas, y esa brusca visión le secó la boca y lo llenó de un t em blor casi loco. Se le revelaba un m ist erio que, a pesar de sus experiencias incesant es, nunca agot aría. Dos veces por día, a las doce y a las seis, Jacques salía precipit adam ent e, baj aba corriendo la calle en pendient e y salt aba a los t ranvías at est ados, con racim os de viaj eros colgados en t odos los pescant es, que llevaban a los t rabaj adores de vuelt a a sus barrios. Apret ados unos cont ra ot ros en aquel calor pesado, m udos, los adult os y el niño, pensando en la casa que los esperaba, t ranspirando en calm a, resignados a esa vida dividida ent re un t rabaj o sin alm a, las largas idas y vuelt as en t ranvías incóm odos y, para t erm inar, un sueño súbit o. A Jacques, ciert as noches, se le acongoj aba el corazón m irándolos. Hast a ese m om ent o sólo había conocido las riquezas y las alegrías de la pobreza. Pero el calor, el hast ío, la fat iga le revelaban su m aldición, la del t rabaj o est úpido que daba ganas de llorar, cuya m onot onía int erm inable consigue hacer que los días sean dem asiado largos y la a b

¿operaciones post ales? En verano las lecciones después del bachillerat o — delant e de él la cabeza at ont ada.


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vida dem asiado cort a. En la agencia m arít im a el verano fue m ás agradable porque las oficinas daban al bulevar cost anero y, sobre t odo, porque una part e del t rabaj o se hacía en el puert o. Jacques debía subir a bordo de los barcos de t odas nacionalidades que hacían escala en Argel y que el agent e, un anciano rosado y guapo, de pelo rizado, represent aba ant e las diversas adm inist raciones. Jacques llevaba los papeles de a bordo a la oficina, donde eran t raducidos, y al cabo de una sem ana, él m ism o se encargaba de t raducir las list as de provisiones y ciert os conocim ient os, cuando est aban redact ados en inglés y dirigidos a las aut oridades aduaneras o a las grandes casas im port ant es que acusaban recibo de las m ercancías. Jacques debía ir regularm ent e al puert o m ercant e del Agha a buscar esos papeles. El calor asolaba las calles que baj aban al puert o. Las pesadas barandillas de hierro que las bordeaban ardían y no podía apoyarse en ellas la m ano. En los vast os m uelles, el sol hacía el vacío, salvo alrededor de los barcos que acababan de at racar, con el flanco apoyado en el m uelle, donde se agit aban los dockers, vest idos con un pant alón azul arrem angado hast a la pant orrilla, el rost ro desnudo y bronceado, y en la cabeza un saco que cubría los hom bros hast a los riñones y, así prot egidos, cargaban las bolsas de cem ent o, de carbón o los fardos de borde afilado. I ban y venían por la pasarela que baj aba del puent e al m uelle, o bien ent raban direct am ent e en el vient re del carguero por la puert a de la cala abiert a de par en par, cruzando rápidam ent e por un t ablón el espacio ent re la cala y el m uelle. Det rás del olor a sol y polvo que subía de los m uelles o de las cubiert as recalent adas donde se fundía la pez y ardían t odos los herraj es, Jacques reconocía el olor part icular de cada carguero. Los de Noruega olían a m adera, los que venían de Dakar o los brasileños t raían consigo un perfum e de café y especias, los alem anes olían a aceit e, los ingleses a hierro. J. t repaba por la pasarela, m ost raba a un m arinero, que no ent endía, la t arj et a del agent e. Después lo llevaban, a lo largo de las cruj ías, donde la som bra m ism a era calient e, a la cabina de un oficial o a veces del com andant e. a Al pasar, m iraba con codicia los pequeños cam arot es est rechos y desnudos donde se concent raba lo esencial de una vida de hom bre, y ent onces em pezó a preferirlos a las habit aciones m ás luj osas. Lo recibían con am abilidad, porque él t am bién sonreía am ablem ent e y porque le gust aban esos rost ros de hom bres rudos, esa m irada que ciert a vida solit aria les daba a t odos y que era percept ible. A veces uno de ellos hablaba un poco de francés y lo int errogaba. Después Jacques se m archaba, cont ent o, hacia el m uelle inflam ado, los pasam anos ardient es y el t rabaj o de oficina. Esos t rám it es, con el calor, lo cansaban, dorm ía pesadam ent e y llegaba al m es de sept iem bre delgado y nervioso. Con alivio veía venir las j ornadas de doce horas del liceo, al m ism o t iem po que aum ent aba su incom odidad sabiendo que debería declarar en la oficina que dej aba su em pleo. Lo peor fue la ferret ería. Hubiera preferido, cobardem ent e, no volver a la oficina y que la abuela diese cualquier explicación. Pero a ella le parecía m uy sencillo suprim ir t odas las form alidades: no t enía m ás que recibir su paga y no volver m ás, sin m ayores explicaciones. Jacques, que encont raba m uy nat ural que su abuela apechugara con las furias del pat rón, y en ciert o m odo ella era la responsable de la sit uación y de la m ent ira consiguient e, se indignaba, pero sin poder explicar por qué, ant e est a m anera de esquivar el bult o; adem ás, había encont rado el argum ent o convincent e: —Pero el pat rón enviará alguien aquí. —Es ciert o —dij o la abuela—. Bueno, pues no t ienes m ás que decirle que t e has puest o a t rabaj ar con t u t ío. Jacques ya se iba com o aplast ado por una m aldición, cuando la abuela le advirt ió: —Y sobre t odo, coge prim ero t u paga. Después se lo dices. Al caer la noche el pat rón convocaba en su cueva a cada uno de sus em pleados para ent regarles el sueldo. a

¿Accident e del docker? Ver diario.


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—Tom a, pequeño —dij o a Jacques t endiéndole el sobre. Jacques ext endía ya su m ano vacilant e cuando el ot ro le sonrió. —Has t rabaj ado m uy bien, ¿sabes? Puedes decirlo a t us padres. Jacques habló y explicó que no volvería. El pat rón lo m iraba est upefact o, t endiéndole t odavía el sobre. —¿Por qué? Había que m ent ir y la m ent ira no le salía. Jacques se quedó m udo y con un aire t an afligido que el pat rón com prendió. —¿Vuelves al liceo? —Sí —dij o Jacques, y en m edio de su m iedo y su aflicción, un repent ino alivio le llenó los oj os de lágrim as. Furioso, el pat rón se puso de pie. —Y t ú lo sabías cuando vinist e. Y t u abuela t am bién lo sabía. Jacques sólo pudo asent ir con la cabeza. Los est allidos de la voz del pat rón llenaban la habit ación; habían sido deshonest os y él, el pat rón, det est aba la deshonest idad. ¿No sabía que t enía el derecho de no pagarle? Y sería un est úpido si lo hiciera, no, no le pagaría, que viniera su abuela, sería bien recibida; si le hubiesen dicho la verdad, t al vez lo habría em pleado, pero esa m ent ira, ¡ah! , «No puede seguir yendo al liceo, som os dem asiado pobres», y se dej ó t om ar el pelo. —Es por eso —dij o de pront o Jacques com o perdido. —¿Qué?, ¿por eso? —Porque som os pobres. —Después se calló y fue el ot ro quien, m irándolo, añadió lent am ent e: —... hicist eis est o, ¿por eso m e cont ast eis esa hist oria? Jacques, con los dient es apret ados, se m iraba los pies. Hubo un silencio int erm inable. Después el pat rón cogió el sobre y se lo t endió: —Tom a t u dinero. Vet e —dij o brut alm ent e. —No —dij o Jacques. El pat rón le m et ió el sobre en el bolsillo: - Vet e. Ya en la calle, Jacques corrió llorando, suj et ando con las m anos el cuello de su chaquet a para no t ocar el dinero que le quem aba el bolsillo. Ment ir para t ener el derecho de no t om arse vacaciones, t rabaj ar lej os del cielo, del verano y del m ar, que am aba t ant o, y m ent ir ot ra vez para t ener el derecho de volver al liceo, est a inj ust icia le at enazaba el corazón hast a m at arlo. Pero lo peor no eran esas m ent iras, que en definit iva era incapaz de decir, siem pre dispuest o a m ent ir por gust o e incapaz de som et erse a m ent ir por necesidad, lo peor eran esas alegrías perdidas, ese descanso de la est ación y de la luz que le era arrebat ado, y así el año se reducía a levant arse precipit adam ent e y a unos días descoloridos y apresurados. Lo que t enía de m agnífico su vida de pobre, las riquezas insust it uibles de que gozaba t an generosa y ávidam ent e, había que perderlo para ganar un poco de dinero que no bast aría para com prar la m ilésim a part e de esos t esoros. Y, sin em bargo, com prendía que era preciso hacerlo y adem ás algo en él, en el m om ent o de la m ayor rebeldía, se enorgullecía de haberlo hecho. Pues la única com pensación para esos seres sacrificados a la m iseria de la m ent ira la había encont rado el día de su prim era paga, cuando, al ent rar en el com edor donde est aban su abuela m ondando pat at as que iba arroj ando en un barreño con agua, el t ío Ernest , sent ado, con el pacient e Brillant suj et o ent re las piernas y espulgándolo, y su m adre, que acababa de llegar y deshacía en una punt a del aparador un pequeño lío de ropa sucia que le habían dado para lavar, Jacques se acercó a la m esa y deposit ó, sin decir nada, el billet e de cien francos y las m onedas que había llevado en la m ano durant e t odo el t rayect o. Sin una palabra, la abuela apart ó una m oneda de veint e francos para Jacques y recogió el rest o. Con la m ano t ocó a Cat herine Corm ery para llam arle la at ención y le m ost ró el dinero: —Es t u hij o. —Sí —dij o ella, y sus oj os t rist es acariciaron por un segundo al niño.


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El t ío m ovía la cabeza cont eniendo a Brillant , que creía t erm inado su suplicio. —Bien, bien —decía—. Tú, un hom bre. Sí, era un hom bre, pagaba un poco de lo que debía, y la idea de haber dism inuido en algo la m iseria de aquella casa lo llenaba de ese orgullo casi m aligno que se adueña de los hom bres cuando em piezan a sent irse libres y no som et idos a nada. Y, en efect o, al nuevo inicio de las clases, cuando ent ró en el pat io de quint o, ya no era el niño desorient ado que, cuat ro años ant es, había salido de Belcourt por la m añana t em prano, inseguro en sus zapat os clavet eados, con el alm a en un hilo ant e la idea del m undo desconocido que lo aguardaba, y los oj os con que m iraba a sus com pañeros habían perdido algo de su inocencia. Por lo dem ás, m uchas cosas em pezaban a separarlo del niño que había sido. Y si un día él, que hast a ent onces había acept ado pacient em ent e que su abuela le pegara, com o si eso form ase part e de las obligaciones inevit ables de la infancia, le arrancó el vergaj o de las m anos, súbit am ent e enloquecido de violencia y de rabia y decidido a golpear la cabeza blanca cuyos oj os claros y fríos lo ponían fuera de sí, y la abuela com prendió, ret rocedió y fue a encerrarse en su cuart o, quej ándose de la desgracia de haber criado a niños desnat uralizados, pero convencida de que nunca m ás cast igaría a Jacques, a quien nunca m ás en efect o volvió a cast igar, fue porque el niño había m uert o en aquel adolescent e flaco y m usculoso, de pelo revuelt o y m irada exalt ada, que había t rabaj ado t odo el verano para llevar un sueldo a casa, acababa de ser designado port ero t it ular del equipo del liceo y, t res días ant es, había gust ado por prim era vez, desfallecient e, la boca de una m uchacha.


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2 Oscu r o pa r a sí m ism o Oh, sí, era así, la vida de aquel niño había sido así, la vida había sido así en la isla pobre del barrio, unida por la pura necesidad, en m edio de una fam ilia inválida e ignorant e, con su sangre j oven y fragorosa, un apet it o de vida devorador, una int eligencia arisca y ávida, y siem pre un delirio j ubiloso cort ado por las bruscas frenadas que le infligía un m undo desconocido, dej ándolo desconcert ado pero rápidam ent e repuest o, t rat ando de com prender, de saber, de asim ilar ese m undo que no conocía, y asim ilándolo, sí, porque lo abordaba ávidam ent e, sin t rat ar de escurrirse en él, con buena volunt ad pero sin baj eza y sin perder j am ás una cert eza t ranquila, una seguridad, sí, puest o que era la seguridad de que conseguiría t odo lo que quería y que nada, j am ás, de est e m undo y sólo de est e m undo, le sería im posible, preparándose ( y preparado t am bién por la desnudez de su infancia) a encont rar su lugar en t odas part es, porque no deseaba ningún lugar, sino sólo la alegría, los seres libres, la fuerza y t odo lo que de bueno, de m ist erioso t iene la vida, y que no se com pra ni se com prará j am ás. Preparándose incluso, a fuerza de pobreza, a ser capaz un día de recibir dinero sin haberlo pedido nunca y sin som et erse nunca a él, t al com o era Jacques, ahora, a los cuarent a años, reinando sobre t ant as cosas y al m ism o t iem po seguro de ser m enos que el m ás hum ilde, y nada, com parado con su m adre. Sí, había vivido así ent re los j uegos del m ar, del vient o, de la calle, baj o el peso del verano y las lluvias int ensas del breve invierno, sin padre, sin t radición t ransm it ida, pero habiendo hallado durant e un año, j ust o en el m om ent o preciso, un padre, y avanzando a t ravés de los seres y las cosas [ ] a, en el conocim ient o que iba adquiriendo para fabricar algo que se parecía a una conduct a ( suficient e en ese m om ent o, dadas las circunst ancias que se le present aban, insuficient e m ás t arde frent e al cáncer del m undo) y para crearse su propia t radición. ¿Pero era aquello t odo, aquellos gest os, aquellos j uegos, aquella audacia, aquel ardor, la fam ilia, la lám para de pet róleo y la escalera negra, las palm as al vient o, el nacim ient o y el baut ism o en el m ar, y para t erm inar, esos veranos oscuros y laboriosos? Había eso, oh, sí, era así, pero había t am bién la part e oscura del ser, lo que durant e t odos esos años se había agit ado sordam ent e en él com o esas aguas profundas que debaj o de la t ierra, en el fondo de los laberint os rocosos, nunca han vist o la luz del sol y, sin em bargo, reflej an un resplandor sordo que no se sabe de dónde viene, aspirado t al vez por el cent ro enroj ecido de la t ierra, a t ravés de capilares pedregosos, hacia el aire negro de esos ant ros ocult os y de los que unos veget ales pegaj osos y [ com prim idos] siguen ext rayendo su alim ent o para vivir allí donde t oda vida parecía im posible. Y ese m ovim ient o ciego que nunca había cesado, que experim ent aba aún ahora, fuego negro ent errado en él com o uno de esos fuegos apagados en la superficie pero que en el int erior siguen ardiendo, desplazando las fisuras y las t orpes agit aciones veget ales, de suert e que la superficie fangosa t iene los m ism os m ovim ient os que la t urba de los pant anos, y de esas ondulaciones espesas e insensibles seguían naciendo en él, día t ras día, los m ás violent os y t erribles de sus deseos, así com o sus angust ias desért icas, sus nost algias m ás fecundas, sus bruscas exigencias de desnudez y sobriedad, su aspiración a no ser nada, sí, ese m ovim ient o oscuro a lo largo de t odos est os años est aba de acuerdo con aquel inm enso país que lo rodeaba, cuyo peso, siendo niño, había sent ido, con el inm enso m ar delant e, y det rás ese espacio int erm inable de m ont añas, m eset as y desiert o que llam aban el int erior, y, ent re am bos, el peligro perm anent e del que nadie hablaba porque parecía nat ural, pero que Jacques a

Un a pa la br a ile gible .


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percibía cuando, en la pequeña finca de Birm andreis, con sus habit aciones abovedadas y sus paredes encaladas, la t ía recorría los cuart os en el m om ent o de acost arse para ver si est aban bien corridos los cerroj os de los post igos de gruesa m adera m aciza, país donde se sent ía com o si allí lo hubieran arroj ado, com o si fuera el prim er habit ant e o el prim er conquist ador, desem barcando allí donde t odavía reinaba la ley de la fuerza y la j ust icia est aba hecha para cast igar im placablem ent e lo que las cost um bres no habían podido evit ar, y alrededor aquellos hom bres at rayent es e inquiet ant es, cercanos y alej ados, con los que uno se codeaba a lo largo del día, y a veces nacía la am ist ad o la cam aradería, pero al caer la noche se ret iraban a sus casas desconocidas, donde no se ent raba nunca, parapet ados con sus m uj eres, a las que j am ás se veía, o si se las veía en la calle, no se sabía quiénes eran, con el velo cubriendo la m it ad del rost ro y los herm osos oj os sensuales y dulces por encim a de la t ela blanca, y eran t an num erosos en los barrios donde est aban concent rados, t an num erosos, que sim plem ent e por su cant idad, aunque resignados y cansados, hacían planear una am enaza invisible que se husm eaba en el aire de las calles ciert as noches en que est allaba una pelea ent re un francés y un árabe, de la m ism a m anera que hubiera est allado ent re dos franceses o ent re dos árabes, pero no era recibida de la m ism a m anera, y los árabes del barrio, con sus m onos de un azul dest eñido o sus chilabas m iserables, se acercaban lent am ent e, desde t odas part es, con un m ovim ient o cont inuo, hast a que la m asa poco a poco aglut inada expulsaba de su espesor, sin violencia, por el m ovim ient o m ism o que lo reunía, a los pocos franceses at raídos por algunos t est igos de la pelea, y el francés que luchaba, ret rocediendo, se encont raba de pront o frent e a su adversario y a una m ult it ud de rost ros som bríos y cerrados que le hubieran despoj ado de t odo su coraj e si j ust am ent e no se hubiese criado en ese país y no supiera que sólo el coraj e perm it ía vivir en él, y ent onces hacía frent e a esa m ult it ud am enazadora y que, no obst ant e, no am enazaba a nadie salvo con su presencia, y el m ovim ient o que no podía evit ar, y la m ayor part e del t iem po eran ellos los que suj et aban al árabe que luchaba con furia y em briaguez, para que se m archase ant es de que llegaran los guardias, que se present aban al poco de llam arlos, y se llevaban sin discusión a los adversarios, que pasaban m alt rechos baj o las vent anas de Jacques, rum bo a la com isaría. «Pobres», decía su m adre viendo a los dos hom bres sólidam ent e suj et os y em puj ados por los hom bros, y después por la calle rondaban la am enaza, la violencia, el m iedo para el niño, secándole la gargant a con una angust ia desconocida. Aquella noche en él, sí, aquellas raíces oscuras y enm arañadas que lo at aban a esa t ierra espléndida y at erradora, a sus días ardient es y a sus noches rápidas que em bargaban el alm a, y que había sido com o una segunda vida, m ás verdadera quizá baj o las apariencias cot idianas de la prim era y cuya hist oria est aba hecha de una serie de deseos oscuros y de sensaciones poderosas e indescript ibles, el olor de las escuelas, de las caballerizas del barrio, de la lej ía en las m anos de su m adre, de los j azm ines y la m adreselva en los barrios alt os, de las páginas del diccionario y de los libros devorados, y el olor agrio de los ret ret es de su casa o de la quincallería, el de las grandes aulas frías, donde a veces ent raba solo, ant es o después de las clases, el calor de sus com pañeros preferidos, el olor a lana calient e y a deyecciones que arrast raba Didier, o el del agua de colonia con que la m adre de Marconi, el alt o, lo rociaba abundant em ent e y que le daba ganas, en el banco de su clase, de acercarse t odavía m ás a su am igo, el perfum e del lápiz de labios que Pierre había robado a una de sus t ías y que olían ent re ellos, pert urbados e inquiet os com o los perros que ent ran en una casa donde ha pasado una hem bra perseguida, im aginando que la m uj er era ese bloque de perfum e dulzón de bergam ot a y crem a que, en el m undo brut al de grit os, t ranspiración y polvo, les t raía la revelación de un universo refinado a y delicado, con su indecible seducción, del que ni siquiera las a

am pliar la list a.


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groserías que lanzaban a propósit o del lápiz de labios llegaba a defenderlos, y el am or de los cuerpos desde su m ás t ierna infancia, de su belleza, que le hacía reír de felicidad en las playas, de su t ibieza, que lo at raía const ant em ent e, sin idea precisa, anim alm ent e, no para poseerlos, cosa que no sabía hacer, sino sim plem ent e para ent rar en su irradiación, apoyar su hom bro cont ra el hom bro del com pañero y casi desfallecer cuando la m ano de una m uj er en un t ranvía at est ado t ocaba durant e un m om ent o la suya, el deseo, sí, de vivir, de vivir aún m ás, de m ezclarse a lo que de m ás cálido t enía la t ierra, lo que sin saberlo esperaba de su m adre y que no obt enía o t al vez no se at revía a obt ener y que encont raba en el perro Brillant cuando se t endía j unt o a él al sol y respiraba su fuert e olor a pelos, o en los olores m ás fuert es o m ás anim ales en los que el calor t errible de la vida se conservaba, pese a t odo, para él, y del que no podía prescindir. De esa oscuridad que había en Jacques, nacía ese ardor ham brient o, esa locura de vivir que siem pre lo había habit ado y que aún hoy conservaba su ser int act o, haciendo sim plem ent e m ás am argo —en m edio de su fam ilia recuperada y frent e a las im ágenes de su infancia— el sent im ient o de pront o t errible de que el t iem po de la j uvent ud huía, com o aquella m uj er a la que había querido, oh sí, la había querido con un gran am or de t odo corazón y t am bién del cuerpo, sí, el deseo era im perial con ella, y el m undo, cuando se ret iraba de ella con un gran grit o m udo, en el m om ent o del goce, recuperaba su orden ardient e, y la había querido a causa de su belleza y su locura de vivir, generosa y desesperada, que le hacía negar, negar que el t iem po pasara, aunque supiese que est aba pasando en ese m ism o m om ent o, por no querer que se dij era de ella un día que aún era j oven, sino al cont rario, seguir siendo j oven, y que est alló en sollozos cuando él le dij o riendo que la j uvent ud pasaba y que los días declinaban: «Oh no, no», decía ella bañada en lágrim as, «am o t ant o el am or», e int eligent e y superior en t ant os sent idos, t al vez j ust am ent e porque era realm ent e int eligent e y superior, rechazaba el m undo t al com o el m undo era. Com o aquellos días en que, al volver ella de una breve est ancia en el país donde había nacido, y de esas visit as fúnebres a las t ías, de quienes le decían: «Es la últ im a vez que las ves», y en efect o, veía sus caras, sus cuerpos, sus ruinas, y quería irse grit ando, o a las cenas de fam ilia en t orno a un m ant el bordado por una bisabuela m uert a desde hacía m ucho t iem po y en la que nadie pensaba, salvo ella, que pensaba en su bisabuela j oven, en sus placeres, en sus ganas de vivir, com o ella, m aravillosam ent e bella en el esplendor de su j uvent ud, y t odo el m undo le hacía cum plidos en aquella m esa alrededor de la cual se desplegaban en las paredes los ret rat os de m uj eres j óvenes y bellas, las m ism as que le hacían cum plidos, ahora decrépit as y cansadas. Ent onces, con la sangre inflam ada, quería huir, huir a un país donde nadie envej eciera ni m uriera, donde la belleza fuese im perecedera, la vida siem pre salvaj e y resplandecient e, y ese país no exist ía; al regresar lloraba con am argura en sus brazos y él la am aba desesperadam ent e. Y Jacques t am bién, quizá m ás que ella, porque había nacido en una t ierra sin abuelos y sin m em oria, donde la aniquilación de los que lo habían precedido era aún m ás absolut a y la vej ez no encont raba ninguno de los auxilios de la m elancolía que recibe en los países de civilización [ ] a, él, com o el filo de una navaj a solit aria y siem pre vibrant e, dest inada a quebrarse de un golpe y para siem pre, la pura pasión de vivir enfrent ada con la m uert e t ot al, él sent ía hoy que la vida, la j uvent ud, los seres se le escapaban, sin poder salvar nada de ellos, abandonado a la única esperanza ciega de que esa fuerza oscura que durant e t ant os años lo había alzado por encim a de los días, alim ent ado sin m edida, igual que las circunst ancias m ás duras, le diese t am bién, y con la m ism a generosidad infat igable con que le diera sus razones para vivir, razones para envej ecer y m orir sin rebeldía.

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Un a pa la br a ile gible .


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ApĂŠ n dice s


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H oj a s su e lt a s


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H oj a I 4) En el barco. Siest a con niño + guerra del 14. * 5) En casa de la m adre — at ent ado. * 6) Viaj e a Mondovi — siest a — la colonización. * 7) En casa de la m adre. Cont inuación de la infancia — encuent ra la infancia y no al padre. Com prende que es el prim er hom bre. La señora Leca. * «Cuando, después de besarlo con t odas sus fuerzas dos o t res veces, est rechándolo cont ra su cuerpo, lo solt aba, lo m iraba y volvía a besarlo una vez m ás com o si, habiendo alcanzado el " pleno" de la t ernura ( que acababa de lograr) , decidiera que t odavía le falt aba una m edida y. a E inm ediat am ent e después, apart ándose, era com o si ya no pensara en él ni en nada, e incluso lo m iraba a veces con una expresión ext raña, com o si en ese m om ent o él est uviera de m ás, pert urbando el universo vacío, cerrado, rest ringido, en que ella se m ovía.»

a

La fr a se se in t e r r u m pe a h í.


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H oj a I I Un colono escribía en 1869 a un abogado: «Para que Argelia resist a a los t rat am ient os de sus m édicos, t iene que t ener siet e vidas com o los gat os». * Aldeas rodeadas de fosos o de fort ificaciones ( con t orrecillas en los cuat ro ángulos) . * De seiscient os colonos enviados en 1831, cient o cincuent a m ueren en las t iendas de cam paña. De ahí la gran cant idad de orfanat os que hay en Argelia. * En Boufarik aran con el fusil al hom bro y la quinina en el bolsillo. «Tiene una t raza de Boufarik.» Diecinueve por cient o de m uert os en 1839. La quinina se sirve en los cafés com o un product o m ás. * Bugeaud casa a sus colonos soldados en Toulon, después de escribir al alcalde que escogiese veint e novias vigorosas. Fueron «las bodas al son del t am bor». Pero sobre la m archa, las novias son int ercam biadas com o m ej or convenga. Así nace Fouka. * Al principio el t rabaj o en com ún. Son los kolj ozes m ilit ares. * Colonización «regional». Cheragas fue colonizada por sesent a y seis fam ilias de hort icult ores de Grasse. * Los ayunt am ient os de Argelia casi nunca t ienen archivos. * Los m ahoneses que desem barcan en pequeños grupos con el baúl y los niños. Su palabra equivale a un cont rat o. Nunca cont rat es a un español. Ellos hicieron la riqueza del lit oral argelino. Birm andreis y la casa de Bernarda. La hist oria del [ Dr. Tonnac] , el prim er colono de la Mit idj a. Cf. de Bandicorn, Hist oire de la colonisat ion de l'Algérie, pág. 21. Hist oria de Piret t e, id., págs. 50 y 51.


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H oj a I I I 10 - Saint - Brieuc. a * 14 20 30 42 69 91

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Malan. Los j uegos de la infancia. Argel. El padre y su m uert e ( + at ent ado) . La fam ilia. El señor Germ ain y la escuela. Mondovi — La colonización y el padre. * II

101 - Liceo. 140 - Oscuro para sí m ism o. 145 - El adolescent e. b

a b

Los n ú m e r os cor r e spon de n a la s pá gin a s de l m a n u scr it o. El m a n u scr it o se in t e r r u m pe e n la pá gin a 1 4 4 .


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H oj a I V I m port ant e t am bién el t em a de la com edia. Lo que nos salva de nuest ros peores m ales es sent irnos abandonados y solos, pero no lo bast ant e solos com o para que «los dem ás» no t engan «consideración» de nuest ra desvent ura. En ese sent ido nuest ros m inut os de felicidad son a veces aquellos en los que el sent im ient o de est ar abandonados nos colm a y los eleva a una t rist eza sin fin. Tam bién en ese sent ido la felicidad no es a m enudo sino el ent ernecim ient o ant e nuest ra desdicha. Al llam ar a la puert a de los pobres — Dios puso la com placencia j unt o a la desesperación com o el rem edio j unt o al m al. a * De j oven, yo pedía a las personas m ás de lo que podían dar: una am ist ad cont inua, una em oción perm anent e. Hoy sé pedirles m enos de lo que pueden dar: una com pañía sin frases. Y sus em ociones, su am ist ad, sus gest os nobles conservan para m í su valor cabal de m ilagro: un efect o cabal de la gracia. Marie Vit on: avión

a

m uert e de la abuela.


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H oj a V Había sido el rey de la vida, coronado de dones deslum brant es, de deseos, de fuerza, de alegría, y por t odo ello iba a pedirle perdón a ella, que había sido la esclava sum isa de los días y la vida, que no sabía nada, no había deseado nada ni osado desear y que sin em bargo había conservado int act a una verdad que él había perdido y que era la única j ust ificación de vivir. Los j ueves en Kouba Ent renam ient o, el deport e Tío Bachillerat o Enferm edad Oh m adre, oh t ierna, querida niña, m ás grande que m i t iem po, m ás grande que la hist oria que t e som et ía a ella, m ás verdadera que t odo lo que he am ado en est e m undo, oh m adre, perdona a t u hij o que huyó de la noche de t u verdad. La abuela, t irana, pero servía la m esa de pie. El hij o que hace respet ar a su m adre y golpea a su t ío.


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El pr im e r h om br e ( N ot a s y pr oye ct os)

No hay nada que pueda cont ra la vida hum ilde, ignorant e, obst inada... Claudel, L'Échange


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O si no. Conversación sobre el t errorism o. Obj et ivam ent e ella es responsable ( solidaria) . Cam bia el adverbio o t e pego. ¿Qué? No t om es de Occident e lo m ás est úpido que t iene. No diga m ás «obj et ivam ent e» o t e pego. ¿Por qué? ¿Tu m adre se t endió delant e del t ren Argel- Orán? ( el t rolebús) . No ent iendo. El t ren salt ó, m urieron cuat ro niños. Tu m adre no se m ovió. Si de t odos m odos es obj et ivam ent e responsable, a ent onces apruebas el fusilam ient o de los rehenes. Ella no sabía. Aquélla t am poco. No digas nunca m ás «obj et ivam ent e». Reconoce que hay inocent es o t e m at o a t i t am bién. Sabes que podría hacerlo. Sí, t e he vist o. * b

j ean es el prim er hom bre. Ut ilizar a Pierre com o punt o de referencia y at ribuirle un pasado, un país, una fam ilia, una m oral ( ?) — ¿Pierre Didier? * Am ores adolescent es en la playa — y el at ardecer que cae sobre el m ar — y las noches est relladas. * Encuent ro con el árabe en Saint - Ét ienne. Y esa frat ernidad de los dos exiliados en Francia. * Movilización. Cuando lo convocaron, m i padre nunca había vist o Francia. La vio y lo m at aron. ( Lo que una hum ilde fam ilia com o la m ía dio a Francia.) * Ult im a conversación con Saddok cuando J. ya est á en cont ra del t errorism o. Pero recibe a S., pues el derecho de asilo es sagrado. En casa de su m adre. La conversación t iene lugar delant e de ella. Al t erm inar, «Mira», dice J. señalando a su m adre. Saddok se pone de pie, con la m ano en el pecho se acerca a ella, para besarla inclinándose a la m anera árabe. J. nunca le ha vist o hacer ese gest o, porque se había afrancesado. «Es m i m adre», dice. «La m ía ha m uert o. La quiero y la respet o com o si fuera m i m adre.» ( Ella se ha caído debido a un at ent ado. Est á m al.) a b

solidaria. Cf. Hist oire de la colonisat ion.


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* O si no: Sí, os det est o. El honor del m undo est á para m í vivo ent re los oprim idos, no ent re los poderosos. Y sólo en eso reside el deshonor. Cuando, por una vez en la hist oria, un oprim ido sepa... ent onces... Adiós, dice Saddok. Quédat e, t e apresarán. Mej or. A ellos puedo odiarlos, y los alcanzo en el odio. Tú eres m i herm ano y est am os separados. Esa noche J. est á en el balcón... Se oyen a lo lej os dos disparos y alguien que corre... —¿Qué pasa? —dice la m adre. —No es nada. —¡Ah! Tem ía por t i. La est recha cont ra sí... Det enido después por haber acogido a un t errorist a. Llevaban la fuent e al horno. Los dos francos en el aguj ero. La abuela, su aut oridad, su energía. Robaba el cam bio. * El sent ido del honor en los argelinos. * Aprender la j ust icia y la m oral es j uzgar lo bueno y lo m alo de una pasión por sus efect os. J. puede dej arse arrast rar por las m uj eres — pero si le ocupan t odo el t iem po... * «Est oy hart o de vivir, de obrar, de sent ir para desm ent ir a ést e y dar la razón a aquél. Est oy hart o de vivir según la im agen que ot ros m e dan de m í. Yo decido la aut onom ía, reclam o la independencia en la int erdependencia.» * ¿Pierre sería el art ist a? * ¿El padre de Jean, carret ero? * Después enferm edad Marie, P. sufre una crisis t ipo Clam ence ( nada m e gust a...) , J. ( o Grenier) es el que responde ent onces con su act it ud a la caída. Oponer a la m adre el universo ( el avión, los países m ás alej ados t odos j unt os) . Pierre abogado. Y abogado de Yvet on. a a

M ilit a n t e com u n ist a qu e h a bía pu e st o u n a ca r ga de e x plosivos e n u n a fá br ica . Gu illot in a do du r a n t e la gu e r r a de Ar ge lia .


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*

«Siendo com o som os, valient es y orgullosos y fuert es... si hubiéram os t enido una fe, un Dios, nada habría podido hacernos m ella. Pero no t eníam os nada, hubo que aprenderlo t odo y vivir sólo en función del honor que t iene sus flaquezas...» Debería ser al m ism o t iem po la hist oria del final de un m undo — at ravesado por la nost algia de esos años de luz... * Philippe Coulom bel y la gran finca de Tipasa. La am ist ad con Jean. Su m uert e en el avión sobrevolando la finca. Lo encuent ran con el palo de la escoba al cost ado, la cara aplast ada sobre el t ablero de m ando. Una papilla sangrient a salpicada de ast illas de vidrio. * Tít ulo: Los Nóm adas. Em pieza con evacuación de las t ierras argelinas.

una m udanza y

t erm ina con

la

* Dos exalt aciones: la m uj er pobre y el m undo del paganism o ( int eligencia y felicidad) . * Pierre es querido por t odo el m undo. Los éxit os y el orgullo de J. provocan ant ipat ías. * Escena de lincham ient o: cuat ro árabes arroj ados al pie del Kassour. * Su m adre es Crist o. * Hacer hablar de J., t raerlo, hacer que los ot ros lo present en a t ravés del ret rat o cont radict orio que ent re t odos ellos t racen. Cult o, deport ist a, libert ino, solit ario y el m ej or de los am igos, m alo, de una lealt ad sin resquicios, et c., et c. «No quiere a nadie», «no hay corazón m ás generoso», «frío y dist ant e», «cálido y ent usiast a», t odos lo encuent ran enérgico, salvo él m ism o, siem pre acost ado. Hacer así que el personaj e crezca. Cuando habla: «Em pecé a creer en m i inocencia. Yo era zar. Reinaba sobre t odo y sobre t odos, a m i sat isfacción ( et c.) . Después supe que no t enía corazón suficient e para am ar de verdad y creí m orir de desprecio hacia m í m ism o. Después reconocí que los ot ros t am poco am aban de verdad y que había que acept ar que uno es m ás o m enos com o t odo el m undo. »Después decidí que no y que debía reprocharm e a m í solam ent e la falt a de grandeza suficient e y dar rienda suelt a a m i desesperación esperando que se m e


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present ase la ocasión de llegar a t enerla. »En ot ras palabras, espero el m om ento de ser zar y de no disfrut arlo». * Y t am bién: No se puede vivir con la verdad —«sabiendo»—, el que lo hace se separa de los ot ros hom bres, ya no puede part icipar de la ilusión de ellos. Es un m onst ruo — y es lo que soy. * Máxim e Rast eil: El calvario de los colonos de 1848. Mondovi ¿I nt ercalar hist oria de Mondovi? Ej . 1) la t um ba el regreso y la [ ] a a Mondovi 1 bis) Mondovi en 1848 - - » 1913. * Su lado español

sobriedad y sensualidad energía y nada *

J.: «Nadie puede im aginar lo que he sufrido... Se honra a los hom bres que han hecho grandes cosas. Pero debería hacerse aún m ás por algunos que, pese a ser quienes eran, supieron abst enerse de com et er los m ayores crím enes. Sí, honradm e». * Conversación con el t enient e de paracaidist as: —Hablas dem asiado bien. Vam os ahí al lado a ver si conservas esa labia. Vam os. —Bien, pero quiero ant e t odo hacerle una advert encia, porque seguram ent e ust ed no se ha encont rado nunca con hom bres. Escúchem e bien. Lo considero responsable de lo que vaya a ocurrir ahí al lado, com o ust ed dice. Si no cedo, no pasará nada. Sencillam ent e le escupiré a la cara en público el día que sea posible. Pero si cedo y salgo del paso, sea dent ro de un año o de veint e, lo m at aré a ust ed personalm ent e. —Cuidado con él —dij o el t enient e—, se pasa de list o. b * El am igo de J. se m at a «para que Europa sea posible» Para hacer a Europa, se precisa una víct im a volunt aria. * J. t iene cuat ro m uj eres a la vez y lleva una vida vacía. *

a b

Pa la br a ile gible . ( Lo encuent ra desarm ado [ provoca] el duelo.)


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C.S.: cuando le cae al alm a un sufrim ient o dem asiado grande, le acom et e un apet it o de desdicha que... * Cf. Hist oria del m ovim ient o Com bat . * Chat t é que m uere en el hospit al m ient ras la radio de su vecino desgrana t ont erías. —Enferm edad del corazón. Muert e am bulant e. «Si m e suicidara, por lo m enos la iniciat iva sería m ía.» * «Sólo t ú sabrás que m e he m at ado. Tú conoces m is principios. Yo odiaba a los suicidas. Por lo que hacen a los dem ás. Si uno persist e, debe m aquillar la cosa. Por generosidad. ¿Por qué t e lo digo? Porque t ú am as la desdicha. Te hago est e regalo. ¡Que aproveche! » * J.: La vida que rebot a, renovada, la m ult iplicidad de los seres y las experiencias, el poder de renovación y de [ pulsión] ( Lope) — * Fin. Ella le t endió las m anos de art iculaciones nudosas y le acarició la cara. «Tú eres el m ás grande.» Había t ant o am or y adoración en sus oj os obscuros ( en la arcada superciliar un poco gast ada) que alguien en él —el que sabía— se rebeló... I nst ant es después la cogía ent re sus brazos puest o que ella, la m ás clarivident e, lo am aba, debía acept arlo y para reconocer ese am or debía am arse un poco a sí m ism o... * Tem a de Musil: la búsqueda de la salvación del espírit u en el m undo m oderno — D: [ Frecuent ación] y separación en Los dem onios. * Tort ura. Verdugo por solidaridad. Nunca pude acercarm e a ningún hom bre — ahora est am os codo con codo. * El est ado crist iano: la sensación pura. * El libro debe quedar inconcluso. Ej .: «Y en el barco que lo devolvía a Francia...». *


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Celoso, finge no serlo y se las da de hom bre m undano. Y ent onces dej a de ser celoso. * A los cuarent a años reconoce que necesit a alguien que le señale el cam ino y lo repruebe o lo elogie: un padre. La aut oridad y no el poder. * X ve a un t errorist a que dispara cont ra... Lo oye correr a sus espaldas, por una calle negra, no se m ueve, se vuelve bruscam ent e, le hace una zancadilla, el revólver cae. Coge el arm a y le apunt a, después piensa que no puede ent regarlo, lo lleva hast a una calle alej ada, le ordena correr y dispara. * L a act riz j oven en el cam po: la brizna de hierba, la prim era hierba en m it ad de la t urba y ese sent im ient o agudo de felicidad. Miserable y alegre. Después se enam ora de Jean — porque es puro. ¿Yo? Pero [ no m erezco] que m e quieras. Just am ent e. Los que [ inspiran] am or, aun desposeídos, son los reyes y los j ust ificadores del m undo. * 28 nov. 1885: nacim ient o de C. Lucien en Ouled- Fayet : hij o de C. Bapt ist e ( 43 años) y de Corm ery Marie ( 33 años) . Casado en 1909 ( 13 nov.) con la señorit a Sint és Cat herine ( nacida el 5 nov. 1882) . Muert o en Saint - Brieuc el 11 oct . 1914. * A los cuarent a y cinco años, com parando las fechas, descubre que su herm ano nació dos m eses después del casam ient o. Y el t ío que acaba de describirle la cerem onia habla de un vest ido largo, est recho. * Un m édico es quien la asist e en el nacim ient o de su segundo hij o en la nueva casa, donde han am ont onado los m uebles. * Ella part e en j ulio del 14 con el niño hinchado por las picaduras de los m osquit os del Seybouze. Agost o, m ovilización. El m arido se incorpora a su [ regim ient o] direct am ent e en Argel. Una noche se escapa para besar a sus dos hij os. No sabrán de él hast a el anuncio de su m uert e. * Un colono que, expulsado, dest ruye las viñas, dej a correr el agua salobre... «Si lo que hem os hecho aquí es un crim en, hay que borrarlo...» * Mam á ( a propósit o del N.) : el día que t e «licenciast e» «cuando t e dieron la prim a».


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* Cviklinski y el am or ascét ico. * Le asom bra que Marcelle, que acaba de convert irse en su am ant e, no se int erese por la desvent ura del país. «Ven», le dice ella. Abre una puert a: su hij o de nueve años —nacido con fórceps, los nervios m ot ores dest ruidos—, paralít ico, no habla, el lado izquierdo de la cara m ás alt o que el derecho, hay que darle de com er, lavarlo, et c. El cierra la puert a. * Sabe que t iene cáncer, pero no dice que lo sabe. Los dem ás creen que disim ulan. * 1. a part e: Argel, Mondovi. Y encuent ra a un árabe que le habla de su padre. Sus relaciones con los obreros árabes. * J. Douai: L'Écluse. a *

Muert e de Béral en la guerra. * F., que grit a bañada en lágrim as cuando se ent era de su relación con Y.: «Yo t am bién soy bella». Y el grit o de Y.: «Ah, que venga alguien y m e lleve». * Después, m ucho después del dram a, F. y M. se encuent ran. * Crist o no at errizó en Argelia. * La prim era cart a que recibe de ella y lo que sient e frent e a su propio nom bre escrit o por esa m ano. * Lo ideal, que el libro est uviera escrit o para la m adre, de una punt a a la ot ra —y sólo al final se supiera que no sabe leer—, sí, sería así. b a b

Ca n t a n t e qu e a ct u a ba e n e l ca ba r e t L'Éclu se . ( N . de la T.) T.I . subrayado.


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* Y lo que m ás deseaba en el m undo, que su m adre leyese t odo lo que había sido su vida y su carne, eso era im posible. Su am or, su único am or sería m udo para siem pre. * A esa fam ilia pobre arrancarla al dest ino de los pobres, que es desaparecer de la hist oria sin dej ar huellas. Los Mudos. Eran y son m ás grandes que yo. * Em pezar por la noche del nacim ient o. Cap. I , después cap. I I : 35 años m ás t arde, un hom bre baj aría del t ren en Saint - Brieuc. * Gr, a a quien he reconocido com o padre, nació allí donde m i padre m urió y est á ent errado. * Pierre con Marie. Al principio no puede acost arse con ella: por esa razón em pieza a quererla. En cam bio, con Jessica, felicidad inm ediat a. Por esa razón t arda en quererla verdaderam ent e — su cuerpo la ocult a. * El coche fúnebre en las alt as m eset as [ Figari] . * La hist oria del oficial alem án y del niño: no hay ninguna razón para m orir por él. * La página del diccionario Quillet : su olor, las lám inas. * Los olores de la fábrica de t oneles: la virut a y su olor m ás [ ] b que el del serrín. * Jean, su insat isfacción perm anent e. * Adolescent e, abandona la casa para dorm ir solo. a b

Gr e n ie r . Un a pa la br a ile gible .


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* Descubrim ient o de la religión en I t alia: a t ravés del art e. * Final del cap. I : ent ret ant o, Europa acordaba sus cañones. Seis m eses después est allaron. La m adre llega a Argel, t rae de la m ano a un niño de cuat ro años, el ot ro en brazos, ést e hinchado por las picaduras de los m osquit os del Seybouze. Se present an en el apart am ent o de la abuela, t res habit aciones en un barrio pobre. «Madre, le agradezco que nos acoj a.» La abuela erguida, los oj os claros y duros, m irándola: «Hij a m ía, habrá que t rabaj ar». * Mam á: com o un Mushkin ignorant e. No conoce la vida de Crist o, salvo en la cruz. Sin em bargo, ¿quién est á m ás cerca de él? * De m añana, en el pat io de un hot el de provincia, esperando a M. Ese sent im ient o de felicidad que nunca había podido experim ent ar, salvo en lo provisional, lo ilícit o —que por el hecho de ser ilícit o im pedía que esa felicidad alguna vez durase—, llegaba a envenenarlo la m ayor part e del t iem po, m enos las raras veces en que se im ponía, com o ahora, en est ado puro, en la luz leve de la m añana, ent re las dalias t odavía brillant es de rocío... * Hist oria de XX. Llega, fuerza la sit uación, «soy libre», et c., se da aires de liberada. Después se echa desnuda en la cam a, hace t odo para... finalm ent e un m al [ ] a. Desdichado. Dej a a su m arido — desesperado, et c. El m arido escribe al ot ro: «Ust ed es el responsable. Siga viéndola o se m at ará». En realidad, fracaso seguro: en la pasión por lo absolut o, uno t rat a de cult ivar lo im posible — de m odo que se m at a. Viene el m arido. «Ust ed sabe por qué vengo. — Sí. Bueno, escoj a, o yo lo m at o o ust ed m e m at a a m í. — No, ust ed es el que debe elegir. — Mat e.» En realidad, ese t ipo de acorralam ient o en que la víct im a no es verdaderam ent e responsable. Pero [ sin duda] ella era responsable de algo diferent e por lo cual nunca pagó. Maj adería. * XX. Lleva en ella el espírit u de dest rucción y de m uert e. Est á [ consagrada] a Dios. * Un nat urist a: en est ado de desconfianza perpet ua frent e a los alim ent os, el aire, et c. * En Alem ania ocupada: a

Un a pa la br a ile gible .


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Buenas noches, Herr offizer. Buenas noches, dice J. cerrando la puert a. El t ono de su voz lo sorprende. Y com prende que si m uchos conquist adores em plean ese t ono es porque les da apuro conquist ar y ocupar. * J. quiere no ser. Lo que hace, pierde su nom bre, et c. * Personaj e: Nicole Ladm iral. * La «t rist eza africana» del padre. * Final. Lleva a su hij o a Saint - Brieuc. En la plaza pequeña, plant ados uno frent e al ot ro. ¿Cóm o vives?, dice el hij o. ¿Qué? Sí, quién eres, et c. ( Feliz) sint ió que a su alrededor se espesaba la som bra de la m uert e. * Nosot ros los hom bres y las m uj eres de est a época, de est a ciudad, en est e país, nos hem os abrazado, rechazado, vuelt o a abrazar, por fin nos separam os. Pero durant e t odo ese t iem po no dej am os de ayudarnos a vivir, con esa m aravillosa com plicidad de los que t ienen que luchar y sufrir j unt os. ¡Ah! Eso es el am or — el am or a t odos. * A los cuarent a años, después de pedir durant e t oda su vida la carne m uy j ugosa en los rest aurant es, se dio cuent a de que en realidad le gust aba cocida y nada j ugosa. * Liberarse de t oda preocupación por el art e y por la form a. Recuperar el cont act o direct o, sin int erm ediario, la inocencia en fin. Olvidar aquí el art e, es olvidarse. Renunciar a uno m ism o no por virt ud. Al cont rario, acept ar el propio infierno. El que quiere ser m ej or se prefiere, el que quiere gozar se prefiere. Sólo el que renuncia a lo que es, a su yo, acept a lo que venga, j unt o con sus consecuencias. Ese est á en cont act o direct o. Recuperar la grandeza de los griegos o de los grandes rusos m ediant e ese renunciam ient o de 2.° grado. No t em er. No t em er nada... ¡Pero quién vendrá en m i auxilio! * Aquella t arde, en la carret era de Grasse a Cannes, cuando, en un est ado de exalt ación increíble, descubre de pront o, y después de una relación de años, que am a a Jessica, que por fin am a, y el rest o del m undo se vuelve com o una som bra com parado con ella.


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* Yo no est aba en nada de lo que dij e ni escribí. No fui yo el que se casó, ni yo el que fue padre, el que... et c. * I nform es num erosos para enviar a los niños expósit os a la colonización de Argelia. Sí. Todos nosot ros aquí. * El t ranvía de la m añana, de Belcourt a la plaza del Gobierno. En la part e de delant e, el conduct or y sus palancas. * Voy a cont ar la hist oria de un m onst ruo. La hist oria que voy a cont ar... * Mam á y la hist oria: le anuncian el sput nik: «¡Oh, no m e gust aría est ar allá arriba! ». * Capít ulo a reculones. Rehenes aldea cabileña. Soldado em asculado — operación de lim pieza, et c., poco a poco, hast a el prim er disparo de la colonización. Pero ¿por qué det enerse ahí? Caín m at ó a Abel. Problem a t écnico: ¿un solo capít ulo o en cont racant o? * Rast eil: un colono de bigot e espeso, pat illas canosas. Su padre: un carpint ero de obra del Faubourg Saint - Denis; su m adre: lavandera fina. Por lo dem ás, t odos los colonos parisienses ( y m uchos de los del 48) . Muchos desem pleados en París. La Const it uyent e había vot ado 50 m illones para enviar a una «colonia»: Para cada colono: una vivienda de dos a diez hect áreas sem illas, cult ivos, et c. raciones de víveres Sin ferrocarril ( sólo llegaba a Lyon) . De ahí canales — en pinazas arrast radas por caballos de sirga. Marsellesa, Chant du départ , bendición del clero, ent rega de bandera para Mondovi. Seis pinazas de 100 a 150 m cada una. Am ont onados sobre j ergones. Para cam biarse la ropa, las m uj eres se desvest ían det rás de sábanas que iban sost eniendo sucesivam ent e. Casi un m es de viaj e. * En Marsella, en el gran Lazaret o ( 1.500 personas) durant e una sem ana.


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Em barcados a cont inuación en una viej a fragat a de ruedas: Le Labrador. Part ida con m ist ral. Cinco días y cinco noches — t odos descom puest os. Bône — con t oda la población en el m uelle para acoger a los colonos. Los obj et os am ont onados en la cala, que desaparecen. De Bône a Mondovi ( en los vehículos del ej ércit o, y los hom bres a pie para dej ar espacio y aire a las m uj eres y los niños) no hay carret era. A la vist a, en la llanura pant anosa o en el m ont e, baj o la m irada host il de los árabes, acom pañados por los aullidos de la j auría de perros cabileños. — El 8 XI I 48. a Mondovi no exist ía, t iendas de cam paña. Por la noche, las m uj eres lloraban — Ocho días de lluvia argelina m et idos en las t iendas, y los oueds se desbordan. Los niños hacían sus necesidades dent ro de las t iendas. El carpint ero levant a cobert izos endebles cubiert os de sábanas para prot eger los m uebles. Las cañas huecas cort adas a orillas del Seybouze para que los niños puedan orinar fuera, sin salir. Cuat ro m eses en las t iendas, después barracas de m adera provisionales; cada barraca doble debía aloj ar a seis fam ilias. En la prim avera del 49: calores prem at uros. En las barracas la gent e se asa. Paludism o y después cólera. Ocho a diez m uert os diarios. La hij a del carpint ero, August ine, m uere, a cont inuación su m uj er. El cuñado t am bién. ( Los ent ierran en un banco de t oba.) Recet a de los m édicos: bailar para calent ar la sangre. Y bailan t odas las noches ent re dos ent ierros al son de un rascat ripas. Hast a 1851 no se dist ribuirían las concesiones. El padre m uere. Resine y Eugéne se quedan solos. Para ir a lavar la ropa en el afluent e del Seybouze, hacía falt a una escolt a de soldados. Fort ificaciones + fosos const ruidos por el ej ércit o. Casit as y j ardines, las const ruyen con sus m anos. Cinco o seis leones rugen alrededor de la aldea. ( León de Num idia, de crines negras.) Chacales. Jabalíes. Hiena. Pant era. At aques cont ra las aldeas. Robo de rebaños. Ent re Bône y Mondovi, un carro se em pant ana. Los viaj eros, salvo una m uj er encint a, van a buscar refuerzos. A la vuelt a la encuent ran desvent rada, los senos cort ados. La prim era iglesia, cuat ro paredes de adobe, ni una silla, algunos bancos. La prim era escuela: una chabola de palos y ram as. Tres m onj as. Las t ierras: parcelas dispersas, los hom bres t rabaj an con el fusil al hom bro. A la noche regresan a la aldea. Por la noche una colum na de t res m il soldados franceses de paso hacen una razzia en la aldea. Junio del 51: insurrección. Cient os de j inet es con albornoz alrededor de la aldea. En las pequeñas fort ificaciones, hacen pasar por cañones unos t ubos de chim enea. * En realidad, los parisienses en el cam po: m uchos con som brero de copa y sus m uj eres vest idas de seda. * Prohibido fum ar cigarrillos. Sólo est aba perm it ida la pipa con t apadera. ( Debido a los incendios.) * a

Rode a do de u n t r a zo por e l a u t or .


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Las casas edificadas en el 54. * En el depart am ent o de Const ant ine, los dos t ercios de los colonos m urieron casi sin haber t ocado el pico o el arado. Viej o cem ent erio de los colonos, el inm enso olvido. a *

Mam á. La verdad es que pese a t odo m i am or, yo no pude vivir con esa paciencia ciega, sin frases, sin proyect os. No pude vivir su vida ignorant e. Y anduve por el m undo, const ruí, creé, quem é a los seres. Mis días est uvieron llenos hast a desbordar — pero nada m e colm ó el corazón com o... * El sabía que se m archaría ot ra vez, volvería a equivocarse, olvidaría lo que sabía. Pero lo que sabía, j ust am ent e, es que la verdad de su vida est aba allí, en esa habit ación... Seguram ent e huiría de ella. ¿Quién puede vivir con su verdad? Pero bast a saber que est á ahí, bast a conocerla y que alim ent e en uno m ism o un [ fervor] secret o y silencioso, frent e a la m uert e. * Crist ianism o de m am á al final de su vida. A la m uj er pobre, desdichada, ignorant e [ ] b ¿m ost rarle el sput nik? ¡Que la cruz la sost enga! * En el 72, se inst ala la ram a pat erna después de: —la Com una, —la insurrección árabe del 71 ( el prim er m uert o en la Mit idj a fue un m aest ro) . Los alsacianos ocupan las t ierras de los insurrect os. * Dim ensiones de la época. * La ignorancia de la m adre com o cont racant o de t odos los [ ] c de la hist oria y del m undo. Bir Hakeim : «es lej os» o «allá». Su religión es visual. Sabe lo que ha vist o sin poder int erpret arlo. Jesús es el sufrim ient o, la t um ba, et c. * Com bat ient e.

a b c

« El inm e nso olvido» , r ode a do con u n t r a zo por e l a u t or . Un a pa la br a ile gible . Un a pa la br a ile gible .


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* Escribir el propio [ ] a para encont rar verdad. * 1.ª part e Los Nóm adas 1) Nacim ient o durant e la m udanza. 6 m eses m ás t arde la guerra. b El niño. Argel, el padre, con t raj e de zuavo y som brero de paj a, part ía al at aque. 2) 40 años m ás t arde. El hij o delant e del padre en el cem ent erio de Saint Brieuc. Regresa a Argelia. 3) Llegada a Argelia para «los acont ecim ient os». Búsqueda. Viaj e a Mondovi. Encuent ra la infancia y no el padre. Se ent era de que él es el prim er hom bre. c 2." part e El prim er hom bre La adolescencia: El puñet azo Deport e y m oral El hom bre: ( Acción polít ica ( Argelia) , la Resist encia) 3.ª part e La Madre Los Am ores El reino: el viej o com pañero de deport es, el viej o am igo, Pierre, el viej o m aest ro y la hist oria de sus dos com prom isos. La m adre. d En la últ im a part e, Jacques explica a su m adre la cuest ión árabe, la civilización creóle, el dest ino de Occident e. «Sí», dice ella, «sí.» Después confesión com plet a y fin. * Había un m ist erio en aquel hom bre, y un m ist erio que él quería aclarar. Pero a fin de cuent as el único m ist erio es el de la pobreza, que hace que las gent es no t engan nom bre ni pasado. * Juvent ud en la playa. Después de días colm ados de grit os, de sol, de esfuerzos violent os, de deseo sordo y evident e. Cae la t arde sobre el m ar. Arriba, en el cielo, grit a un vencej o. Y la angust ia le oprim e el corazón. * Al final t om a com o m odelo a Em pédocles. El filósofo [ ] e que vive solo. * Quiero escribir aquí la hist oria de una parej a unida por la m ism a sangre y a b c d e

D os pa la br a s ile gible s. Mondovi en el 48. Los m ahoneses en 1850 — Los alsacianos en 72- 73 –14. Todo e st e pa sa j e e st á r ode a do por u n t r a zo de l a u t or . Un a pa la br a ile gible .


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t odas las diferencias. Ella sem ej ant e a lo m ej or que hay en la t ierra, y él t ranquilam ent e m onst ruoso. El, lanzado a t odas las locuras de nuest ra hist oria; ella, at ravesando la m ism a hist oria com o si fuera la de t odos los t iem pos. Ella, casi siem pre silenciosa y con unas pocas palabras a su disposición para expresarse; él, hablando sin cesar e incapaz de encont rar a t ravés de m iles de palabras lo que ella podía decir con uno solo de sus silencios... La m adre y el hij o. * Libert ad para adopt ar cualquier t ono. * Jacques, que hast a ese m om ent o se había sent ido solidario con t odas las víct im as, reconoce ahora que t am bién es solidario con los verdugos. Su t rist eza. Definición. * Habría que vivir com o espect ador de la propia vida. Para añadirle el sueño que le diera conclusión. Pero uno vive, y los ot ros sueñan t u vida. * El la m iraba. Todo se había det enido y el t iem po t ranscurría crepit ando. Com o en esas funciones de cine en que, desaparecida la im agen a causa de un desperfect o, en la noche de la sala sólo se oye funcionar el m ecanism o... delant e de la pant alla vacía. * Los collares de j azm ines que venden los árabes. El rosario de flores perfum adas, am arillas y blancas [ ] a. Los collares se m archit an en seguida [ ] b las flores am arillean [ ] c pero el olor prolongado, en la habit ación pobre. * Días de m ayo en París en que el est uche blanco de las flores de cast año flot a en t odo el aire. * Había am ado a su m adre y a su hij o, t odo aquello cuya elección no dependía de él. Y por últ im o, él, que había im pugnado t odo, puest o t odo en t ela de j uicio, sólo había am ado la necesidad. Los seres que el dest ino le había im puest o, el m undo t al com o se le present aba, t odo lo que en su vida no había podido evit ar, la enferm edad, la vocación, la gloria o la pobreza, en fin, su est rella. En cuant o a lo dem ás, a t odo lo que había t enido que elegir, se había esforzado por am arlo, lo que no es lo m ism o. Había conocido sin duda la adm iración, la pasión e incluso m om ent os de t ernura. Pero cada inst ant e lo había lanzado hacia ot ros inst ant es, cada ser hacia ot ros seres, a fin de cuent as no había am ado nada de lo que eligiera, salvo lo que poco a poco se le había im puest o a t ravés de las circunst ancias, había a b c

Se is pa la br a s ile gible s. D os pa la br a s ile gible s. D os pa la br a s ile gible s.


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durado por azar t ant o com o por volunt ad, para convert irse finalm ent e necesidad: Jessica. El am or verdadero no es una elección ni una libert ad. corazón, sobre t odo el corazón, no es libre. Es lo inevit able y el reconocim ient o lo inevit able. Y él, de verdad, nunca había am ado con t odo el alm a sino inevit able. Ahora sólo le quedaba am ar su propia m uert e.

en El de lo

* a

Mañana seiscient os m illones de am arillos, m iles de m illones de am arillos, negros, m orenos, desem bocarían en t ropel en Europa... y en el m ej or de los casos [ la convert irían] . Y t odo lo que les enseñaron, a él y a los que se le parecían, t odo lo que habían aprendido, desde ent onces, los hom bres de su raza, t odos los valores por los cuales había vivido, m orirían de inut ilidad. ¿Qué es lo que seguiría valiendo?... El silencio de su m adre. Deponía sus arm as delant e de ella. * M. t iene diecinueve años. El t enía ent onces t reint a, y eran desconocidos el uno para el ot ro. El com prende que no se puede rem ont ar el t iem po, im pedir que el ser am ado haya sido, y hecho y experim ent ado, no se posee nada de lo que se elige. Pues habría que escoger con el prim er grit o del nacim ient o, y nacem os separados — salvo de la m adre. Sólo se posee lo necesario y es preciso volver a él ( ver not a precedent e) y som et erse. ¡Pero qué nost algia y qué pesar! Hay que renunciar. No, aprender a am ar lo im puro. * Para t erm inar, pide perdón a su m adre — ¿Por qué?, has sido un buen hij o — Pero en cuant o lo dem ás, ella no puede adivinar ni im aginar siquiera [ ] b que es la única que puede perdonarlo ( ?) . * Puest o que he invert ido la dirección, m ost rar a Jessica m ayor ant es de m ost rarla j oven. * Se casa con M. porque ella nunca había conocido a un hom bre, y eso lo fascina. Se casa con ella debido, en sum a, a sus propios defect os. Aprenderá después a am ar a las m uj eres que han servido —e.d.— a am ar la necesidad at roz de la vida. * Un capít ulo sobre la guerra del 14. I ncubadora de nuest ra época. ¿Vist o por la m adre? Que no conoce ni Francia, ni Europa, ni el m undo. Que cree que las esquirlas de obús son aut ónom as, et c. * Capít ulos alt ernados que dieran una voz a la m adre. El com ent ario de los m ism os hechos, pero con su vocabulario de cuat rocient as palabras. a b

Lo sueña durant e la siest a. Un a pa la br a ile gible .


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* En resum en, voy a hablar de aquellos a los que quise. Y sólo de eso. Alegría profunda. * a

Saddok: 1) —¿Pero por qué casart e así, Saddok? —¿He de casarm e a la francesa? —¡A la francesa o com o sea! ¿Por qué som et ert e a una t radición que consideras est úpida y cruel?b —Porque m i gent e est á ident ificada con est a t radición, porque no t iene ot ra cosa, porque se ha inm ovilizado en ella, y porque separarse de esa t radición es separarse de sí m ism o. Por eso ent raré m añana en esa habit ación, y desnudaré a una desconocida, y la violaré ent re el est répit o de los fusiles. —Est á bien. Ent ret ant o, vam os a nadar. 2) —¿Ent onces? —Dicen que por el m om ent o hay que consolidar el frent e ant ifascist a, que Francia y Rusia deben defenderse j unt as. —¿No pueden defenderse haciendo j ust icia en su propia casa? —Dicen que será para m ás adelant e, que hay que esperar. —Aquí la j ust icia no esperará y t ú lo sabes. —Dicen que si no esperáis, est aréis sirviendo obj et ivam ent e al fascism o. —Y por eso la cárcel est á bien para vuest ros ant iguos cam aradas. —Dicen que es lam ent able, pero que no se puede hacer ot ra cosa. —Dicen, dicen. Y t ú t e callas. —Yo m e callo. Lo m iraba. El calor em pezaba a apret ar. —¿Así que m e t raicionas? No había dicho: «nos t raicionas» y t enía razón, pues la t raición concierne a la carne, al individuo solo, et c... —No. Hoy abandono el part ido... 3) —Acuérdat e de 1936. —No soy t errorist a para los com unist as. Lo soy cont ra los franceses. —Yo soy francés. Ella t am bién lo es. —Ya lo sé. Lo sient o por vosot ros. —Ent onces m e t raicionas. Los oj os de Saddok brillaban com o con fiebre. * Si finalm ent e elij o el orden cronológico, la señora Jacques o el m édico serán descendient es de los prim eros colonos de Mondovi. No nos quej em os, dice el doct or, im agine sim plem ent e nuest ros prim eros fam iliares, aquí..., et c. * 4) —Y el padre de Jacques, m uert o en el Marne. ¿Qué queda de esa vida a b

Todo eso en un est ilo [ no vivido] lírico no precisam ent e realist a.

Los franceses t ienen razón, pero su razón nos oprim e. Y por eso escoj o la locura árabe, la locura de los oprim idos.


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oscura? Nada, un recuerdo im palpable, la ceniza leve de un ala de m ariposa quem ada en el incendio del bosque. * Los dos nacionalism os argelinos. Argelia ent re el 39 y el 54 ( rebelión) . En qué se conviert en los valores franceses en una conciencia argelina, la del prim er hom bre. La crónica de las dos generaciones explica el dram a act ual. * La colonia de vacaciones en Miliana, las t rom pet as del cuart el por la m añana y por la noche. * Am ores: hubiera querido que t odas fueran vírgenes de pasado y de hom bres. Y al único ser que había encont rado y que en efect o lo era, le había consagrado su vida, pero él m ism o nunca había podido serle fiel. Quería, pues, que las m uj eres fuesen lo que él m ism o no era. Y lo que él era lo devolvía a las m uj eres que se le asem ej aban y que am aba y poseía ent onces con rabia y furor. * Adolescencia. Su fuerza de vida, su fe en la vida. Pero escupe sangre. Así que la vida sería eso, el hospit al, la m uert e, la soledad, ese absurdo. De ahí la dispersión. Y m uy en el fondo: no, no, la vida es ot ra cosa. * I lum inación en la carret era de Cannes a Grasse... * Y sabía que, aunque t uviera que volver a esa sequedad en la que siem pre había vivido, consagraría su vida, su alm a, la grat it ud de t odo su ser que le había perm it ido una vez, una sola vez quizá, pero una vez, t ener acceso... * Em pezar la últ im a part e con est a im agen: el asno ciego que pacient em ent e, durant e años, da vuelt as en la noria, soport ando los golpes, la nat uraleza feroz, el sol, las m oscas, siem pre soport ando, y de esa lent a m archa en círculo, aparent em ent e est éril, m onót ona, dolorosa, el agua brot a infat igablem ent e... * 1905. Guerra de Marruecos de L.C. a Pero en el ot ro ext rem o de Europa, Kaliayev. * La vida de L.C. Tot alm ent e involunt aria, salvo su volunt ad de ser y de 1.

a

Pr oba ble m e n t e Lu cie n Ca m u s, e l pa dr e .


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persist ir. Asilo de huérfanos. Obrero agrícola obligado a casarse con su m uj er. Su vida que se const ruye así, a pesar suyo — y después la guerra lo m at a. * Va a ver a Grenier: «Los hom bres com o yo, lo he reconocido, deben obedecer. Necesit an una regla im periosa, et c. La religión, el am or, et c.: im posible para m í. Por lo t ant o he decidido profesarle obediencia». Lo que sigue ( cuent o) . * Finalm ent e, no sabe quién es su padre. ¿Pero quién es él m ism o? 2. a part e. * El cine m udo, la lect ura de los subt ít ulos para la abuela. * No, no soy un buen hij o: un buen hij o es el que se queda. Yo he andado por el m undo, la he engañado con las vanidades, la gloria, cien m uj eres. —¿Pero sólo la querías a ella? —¡Ah! , ¿sólo la quería a ella? * Cuando, j unt o a la t um ba de su padre, sient e que el t iem po se disloca — ese orden nuevo del t iem po es el del libro. * Es el hom bre de la desm esura: m uj eres, et c. Así [ el hiper] es cast igado en él. Después lo sabe. * La angust ia en África cuando la noche cae rápidam ent e sobre el m ar o las alt as m eset as o las m ont añas at orm ent adas. Es la angust ia de lo sagrado, el pavor ant e la et ernidad. La m ism a que en Delfos, donde la noche, baj o el m ism o efect o, en cam bio hace surgir t em plos. Pero en la t ierra de África los t em plos se han dest ruido, y sólo queda ese peso inm enso sobre el corazón. ¡Cóm o m ueren ent onces! Silenciosos, apart ados de t odo. * Lo que en él no querían, era el argelino. * Sus relaciones con el dinero. Debidas en part e a la pobreza ( no se com praba nada) , en part e a su orgullo: no regat eaba j am ás. * Confesión a la m adre para t erm inar: «No m e com prendes y sin em bargo eres la única que puede perdonarm e.


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Muchos est án dispuest os a ello. Muchos grit an t am bién, en t odos los t onos, que soy culpable, y no lo soy cuando m e lo dicen. Ot ros t ienen el derecho de decírm elo y sé que t ienen razón y que debería pedirles perdón. Pero uno pide perdón a los que sabe que pueden perdonarlo. Sim plem ent e eso, perdonar, y no pedirnos que m erezcam os el perdón, que esperem os. [ Sino] sim plem ent e hablarles, decir t odo y recibir el perdón. Sé que aquellos y aquellas a quienes podría pedirlo, en el fondo del alm a, pese a su buena volunt ad, no pueden ni saben perdonar. Un solo ser podía perdonarm e, pero nunca fui culpable con él y le he ent regado t odo m i corazón, y sin em bargo hubiera podido acercarm e a él, m uchas veces lo hice en silencio, pero ha m uert o y est oy solo. Tú eres la única que puedes hacerlo, pero no m e com prendes y no puedes leerm e. Por eso t e hablo, t e escribo a t i, a t i sola, y cuando haya t erm inado, pediré perdón sin m ás explicaciones y m e sonreirás...». * Al evadirse de la sala de redacción clandest ina, Jacques m at a a uno de sus perseguidores ( gest iculaba, vacilaba, un poco echado hacia adelant e. Ent onces Jacques sint ió que le acom et ía un furor t errible: lo hirió una vez m ás de abaj o para arriba [ en la gargant a] , y de inm ediat o un enorm e aguj ero borbot ó en la base del cuello, después, loco de asco y de furor, lo hirió ot ra vez [ ] a direct am ent e en los oj os, sin m irar dónde golpeaba...) después fue a ver a Wanda. * El cam pesino berberisco pobre e ignorant e. El colono. El soldado. El blanco sin t ierra. ( Los am aba, a ellos y no a esos m est izos de zapat os am arillos punt iagudos y pañuelo al cuello, que sólo habían t om ado de Occident e lo peor. * Fin. Devolved la t ierra, la t ierra que no es de nadie. Devolved la t ierra, que ni est á en vent a ni se com pra ( sí, y Crist o nunca desem barcó en Argelia puest o que hast a los m onj es t enían propiedades y concesiones) . Y exclam ó, m irando a su m adre y después a los ot ros: «Devolved la t ierra. Dad t oda la t ierra a los pobres, a los que no t ienen nada y que son t an pobres que ni siquiera han deseado j am ás t ener y poseer, a los que son com o ella en est e país, la inm ensa t ropa de los m iserables, casi t odos árabes, y algunos franceses y que viven o sobreviven aquí por obst inación y aguant e, con el único honor en el m undo que vale, el de los pobres, dadles la t ierra com o se da lo que es sagrado a los que son sagrados, y ent onces yo, de nuevo y por fin arroj ado al peor exilio en el ext rem o del m undo, sonreiré y m oriré cont ent o, sabiendo que por fin est án reunidos baj o el sol de m i nacim ient o la t ierra que t ant o he am ado y aquellos y aquella a los que he reverenciado. ( Ent onces el gran anonim at o será fecundo y m e cubrirá t am bién — Volveré a ese país.) * Rebelión. Cf. Dem ain en Argelia, pág. 48, Servier. Jóvenes com isarios polít icos del F.L.N. que han adopt ado com o nom bre de guerra el de Tarzán. Sí, ordeno, m at o, vivo en la m ont aña, baj o el sol y la lluvia. Qué m e a

Cu a t r o pa la br a s ile gible s.


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proponías en el m ej or de los casos: m aniobra en Bét hune. Y la m adre de Saddok, cf. pág. 115. * Enfrent ados con... en la hist oria m ás viej a del m undo, som os los prim eros hom bres — no los de la decadencia com o se proclam a en [ ] a diarios, sino los de una aurora indecisa y diferent e. * Niños sin Dios ni padre, los m aest ros que nos proponían nos horrorizaban. Vivíam os sin legit im idad — Orgullo. * El llam ado escept icism o de las nuevas generaciones — m ent ira. ¿Desde cuándo es escépt ico un hom bre de bien que se niega a creer al m ent iroso? * La nobleza del oficio de escrit or est á en la resist encia a la opresión, y por lo t ant o en decir que sí a la soledad. * Lo que m e ha ayudado a soport ar la suert e adversa m e ayudará t al vez a recibir una suert e dem asiado favorable — Y lo que m e ha sost enido es ant e t odo la gran idea, la grandísim a idea que m e hago del art e. No es porque est é para m í por encim a de t odo, sino porque no se separa de nadie. A excepción de la [ ant igüedad] . Los escrit ores em pezaron por la esclavit ud. Conquist aron su libert ad — no se t rat a de [ ] b . *

K.H.: Todo lo que es exagerado es insignificant e. Pero el señor K.H. era insignificant e ant es de ser exagerado. Se ha obst inado en acum ular.

a b

Un a pa la br a ile gible . Cu a t r o pa la br a s ile gible s.


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D os ca r t a s


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19 de noviem bre de 1957 Querido señor Germ ain: Esperé a que se apagara un poco el ruido que m e ha rodeado t odos est os días ant es de hablarle de t odo corazón. He recibido un honor dem asiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la not icia, pensé prim ero en m i m adre y después en ust ed. Sin ust ed, sin la m ano afect uosa que t endió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ej em plo, no hubiese sucedido nada de t odo est o. No es que dé dem asiada im port ancia a un honor de est e t ipo. Pero ofrece por lo m enos la oport unidad de decirle lo que ust ed ha sido y sigue siendo para m í, y de corroborarle que sus esfuerzos, su t rabaj o y el corazón generoso que ust ed puso en ello cont inúan siem pre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dej ado de ser su alum no agradecido. Lo abrazo con t odas m is fuerzas. Albert Cam us


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Argel, a 30 de abril de 1959 Mi pequeño Albert : He recibido, enviado por t i, el libro Cam as, que ha t enido a bien dedicarm e su aut or, el señor J.- Cl. Brisville. Soy incapaz de expresar la alegría que m e has dado con la gent ileza de t u gest o ni sé cóm o agradecért elo. Si fuera posible abrazaría m uy fuert e al m ocet ón en que t e has convert ido y que seguirá siendo siem pre para m í «m i pequeño Cam us». Todavía no he leído la obra, salvo las prim eras páginas. ¿Quién es Cam us? Tengo la im presión de que los que t rat an de penet rar en t u personalidad no lo consiguen. Siem pre has m ost rado un pudor inst int ivo ant e la idea de descubrir t u nat uraleza, t us sent im ient os. Cuando m ej or lo consigues es cuando eres sim ple, direct o. ¡Y ahora, bueno! Esas im presiones m e las dabas en clase. El pedagogo que quiere desem peñar concienzudam ent e su oficio no descuida ninguna ocasión para conocer a sus alum nos, sus hij os, y ést as se present an const ant em ent e. Una respuest a, un gest o, una m irada, son am pliam ent e reveladores. Creo conocer bien al sim pát ico hom brecit o que eras y el niño, m uy a m enudo, cont iene en germ en al hom bre que llegará a ser. El placer de est ar en clase, resplandecía en t oda t u persona. Tu cara expresaba opt im ism o. Y est udiándot e, nunca sospeché la verdadera sit uación de t u fam ilia. Sólo t uve una im presión en el m om ent o en que t u m adre vino a verm e para inscribirt e en la list a de candidat os a las becas. Pero eso fue, por lo dem ás, en el m om ent o en que ibas a abandonarm e. Hast a ent onces m e parecía que t u sit uación era la m ism a que la de t odos t us com pañeros. Siem pre t enías lo que t e hacía falt a. Com o t u herm ano, est abas agradablem ent e vest ido. Creo que no puedo hacer m ej or elogio de t u m adre. Volviendo al libro del señor Brisville, su iconografía es abundant e. Y t uve la grandísim a em oción de conocer, por su im agen, a t u pobre padre, a quien siem pre consideré «m i cam arada». El señor Brisville ha t enido a bien cit arm e: se lo agradeceré. He vist o la list a en const ant e aum ent o de las obras que t e est án dedicadas o que hablan de t i. Y es para m í una sat isfacción m uy grande com probar que t u celebridad ( es la pura verdad) no se t e ha subido a la cabeza. Sigues siendo Cam us: bravo. He seguido con int erés las m últ iples peripecias de la obra que has adapt ado y m ont ado: Los dem onios. Te quiero dem asiado para no deseart e el m ayor de los éxit os: el que m ereces. Malraux, por su part e, piensa dart e un t eat ro. Sé lo que es una pasión para t i. Pero... ¿sacarás adelant e y a la vez t odas esas act ividades? Tem o por t i que abuses de t us fuerzas. Y perm it e a t u viej o am igo que t e lo señale, t ienes una esposa encant adora y dos niños que necesit an de su m arido y de su padre. En est e sent ido, t e cont aré lo que nos decía a veces el direct or de nuest ra escuela prim aria. Era m uy, m uy duro con nosot ros, lo que nos im pedía ver, sent ir, que nos quería realm ent e. «La nat uraleza t iene un gran libro donde inscribe m inuciosam ent e t odos los excesos que com et éis.» Confieso que m uchas veces esa sensat a opinión, en el m om ent o en que iba a olvidarla, m e ha frenado. Así que t rat a de conservar blanca la página que t e est á reservada en el Gran Libro de la nat uraleza. Andrée m e recuerda que t e hem os vist o y escuchado en un program a lit erario de la t elevisión, sobre Los dem onios. Era em ocionant e vert e cont est ar a las pregunt as que t e hacían. Y a pesar m ío, observé con m alicia que t ú no sospechabas que finalm ent e t e vería y t e escucharía. Eso ha com pensado un poco t u ausencia de Argel. Hace ya bast ant e t iem po que no nos vem os... Ant es de t erm inar, quiero decirt e cuánt o m e hacen sufrir, com o m aest ro laico que soy, los proyect os am enazadores que se urden cont ra nuest ra escuela.


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Creo haber respet ado, durant e t oda m i carrera, lo m ás sagrado que hay en el niño: el derecho a buscar su verdad. Os he am ado a t odos y creo haber hecho t odo lo posible para no m anifest ar m is ideas y no pesar sobre vuest ras j óvenes int eligencias. Cuando se t rat aba de Dios ( est á en el program a) , yo decía que algunos creen, ot ros no. Y que en la plenit ud de sus derechos, cada uno hace lo que quiere. De la m ism a m anera, en el capít ulo de las religiones, m e lim it aba a señalar las que exist en, y que profesaban t odos aquellos que lo deseaban. A decir verdad, añadía que hay personas que no pract ican ninguna religión. Sé que est o no agrada a quienes quisieran hacer de los m aest ros unos viaj ant es de com ercio de la religión, y para m ás precisión, de la religión cat ólica. En la escuela prim aria de Argel ( inst alada ent onces en el parque de Galland) , m i padre, com o m is com pañeros, est aba obligado a ir a m isa y a com ulgar t odos los dom ingos. Un día, hart o de est a const ricción, ¡m et ió la host ia «consagrada» dent ro de un libro de m isa y lo cerró! El direct or de la escuela, inform ado del hecho, no vaciló en expulsarlo. Eso es lo que quieren los part idarios de la «Escuela libre» ( libre... de pensar com o ellos) . Tem o que, dada la com posición de la act ual Cám ara de Diput ados, est a m ala j ugada dé buen result ado. Le Canard enchainé ha señalado que, en un depart am ent o, unas cien clases de la escuela laica funcionan con el crucifij o colgado en la pared. Eso m e parece un at ent ado abom inable cont ra la conciencia de los niños. ¿Qué pasará dent ro de un t iem po? Est as reflexiones m e causan una profunda t rist eza. Pequeño, llego al final de la cuart a página: es abusar de t u t iem po y t e ruego que m e disculpes. Aquí t odo anda bien. Christ ian, m i yerno, em pezará m añana ¡su 27.° m es de servicio m ilit ar! Recuerda que, aunque no escriba, pienso con frecuencia en t odos vosot ros. Mi señora y yo os abrazam os fuert em ent e a los cuat ro. Afect uosam ent e, vuest ro Germ ain Louis

Recuerdo la visit a que hicist e, con t us com pañeros de com unión, a nuest ra clase. Est abas visiblem ent e cont ent o y orgulloso del t raj e que llevabas y de la fiest a que celebrabas. Sinceram ent e, m e alegró vuest ra alegría por est im ar que, si hacíais la com unión, era porque os gust aba. De m odo que...


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