Poesía Maldita

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POESÍA MALDITA

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Robert Arapé

Poesía maldita

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Primera edición Caracas, febrero de 2006 © Robert Arapé, 2006

Edición por demanda es un servicio de Comala.com http://www.comala.com/ HECHO EL DEPÓSITO DE LEY Depósito legal ISBN Diseño gráfico Comala.com Corrección Andreína Amado Impresión Comala.com Digital Print Correo electrónico libros@comala.com Impreso en Venezuela

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Índice

Quiero enloquecer...

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Como pétalos...

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No lo creo...

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Soy un tonto, no lo niego...

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Pienso, apago las lámparas...

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Sé que no regresará...

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Si yo tocase las puertas...

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Desnudos...

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Enloquece el bosque...

22

En la imperceptible hora...

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Desenterraré tus huesos cuando mueras...

26

Todos me apedrearon...

27

Yo vivía a la intemperie de mi psique...

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Negros ...

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Al cerrar las puertas los escucho...

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De ahora en adelante...

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Las aves observaban al mundo...

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El calor de la noche...

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Aquí el viento abate las olas...

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Solo y sin destino...

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Detrás...

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Ausente de la soledad de mi espacio...

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Morir...

50

De un poder tan vasto...

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Sé que abandono...

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Fuimos como náufragos...

55

Nada realmente ha concluido...

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Solo...

57

Viví (ahora lo comprendo)...

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¿Eran mis actos eslabones?...

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Sordo mi triste llamado...

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Del antiguo templo...

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Nunca fuimos hermosos...

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Desilusionado...

66

¡Fuego en el puerto!...

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Ausente de la historia del mundo...

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Quiero enloquecer. Dominar las aguas, tragado por las sombras, enredado mi aliento entre las algas. Quiero maldecir la noche. Arrancar de mi garganta la emoción de las estrellas en la inmensidad infinita. ¡Noche maldita!, llévate la soledad a tu casa. ¡Noche maldita!, lánzale a los lobos tus entrañas. Quiero enloquecer. Y sea la locura como las ramas de un árbol arremolinadas por el viento tempestuoso, profeta de una suerte azarosa y cambiante, cargada de ecos inaudibles. Y llorar por todo lo perdido –el amor imposible, el hombre que nunca volvió– a pesar de mis gritos, entre las sombras mortuorias que atravesé sonámbulo, 7


sordo e inconsciente, tomado de la mano por la esperanza de encontrarlo en algún lugar inexistente. Sí, padecer como un loco, como un ciego golpeándose contra las paredes, y cuando me embargue la tristeza reír como loco. Ver el futuro y tener como único sueño al presente. Más que enmudecer, desgarrarme la lengua y entonces murmurar al oído de la noche mi quebranto. Clamar, con inaudibles sonidos, hasta ser escuchado cuando ya no pueda ser comprendido. Si esto fue un paraíso, dejo constancia de mi decepción: Nada, salvo la miseria, impera en el mundo. Resplandece la Luna, menguada y silenciosa. Luna que en lo hondo de la noche te forjas, vientre que sólo concibe las sombras. Resplandece, Luna, y las ilusiones darán rienda suelta a tu órbita.

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Sígueme. Entraré al prostíbulo. Atravesarán mi deseo los miembros sangrientos. Se trabarán nuestras lenguas. Devoraré el sabor de sus carnes. Sólo podré susurrarlo. Sí, sólo susurrarlo. ¡Un poco más! ¡Un poco más! Mi aliento sólo podrá susurrarlo. Agudizarán sus sentidos animales nocturnos, copularán dos hombres en el silencio indistinto. Todo allí terminará: la esperanza abrazada a cuanto buscó. La imaginación cerrará las puertas. Allí todo comenzará. La imaginación cerró las puertas. Era aquel momento como el despuntar del Sol. Dormiré unas horas. Pasará la noche y dormiré unas horas. Abandonado por los pensamientos, abrir la ventana y ver de nuevo a la calle –trazarán una línea al infinito las farolas–. Preparar una taza de café cuando la soledad adquiera en el silencio un vacío que entraña su real dimensión. Un conmovedor nocturno sonará en el piano; pájaros sombríos cruzarán el paisaje. 9


Y decirle no a la razón. Y a la locura, ¿dónde estabas? Maldecirla y entonces, sólo entonces, golpearla con el puño. Voltearle, con el puño cerrado, la cara. Quiero enloquecer, ahogarme en el silencio terrible de las olas. Cantar sin ninguna alegría. Mi voz será el aliento de la espuma al mirar por las noches al mar. Quiero enloquecer y vagar en medio de la noche. Pájaros observarán ocultos entre las ramas. Y aunque cruce una calle, y luego otra bajo las farolas, recorrer círculos cada vez más angostos cerrados hacia un fin no advertido.

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Como los pétalos en su recorrido por los senderos del viento, que pudieran caer entre mis manos, entre las manos que la realidad consideró perdidas, llegará el amor con el silencio del otoño, lo más extraordinario del adiós, la tristeza más auténtica, si jamás lo he perdido. Y aunque duerma entre las sombras lejanas, entre las sombras inauditas y esenciales de la naturaleza, uníase a todo el universo que aún desconocía, a la despoblada soledad cuya existencia erigíase como la morada de los besos. ¡Amar después de los terrores de la muerte y abandonarme ahora a las caricias que iniciaron su recuerdo! Como el canto de los pájaros y al silencio posterior que los sumergirá en la ausencia, enmudecerá dormido como los pájaros sin rastros y, aun después, en el silencio enloquecidos. 11


Su presencia en el clamor de la locura, que apenas hoy conozco, plenamente llegará en un nuevo día. Lo sepultarán así bajo la tierra. Lo harán así con las huellas de su alma, enterrada la razón bajo la locura. Llegará la vida, partirán las aves hacia las sombras seguidas por la aurora. Llegará esa paz distante de todo mi presente, la profundidad siguiente a una separación ilimitada, imposible alguna vez de revivirle, imposible alguna vez de poseerle. Sólo a través de esta paz sucedieron los sueños, mil veces imposibles y violentos. Y la aurora, emergiendo de su ciega procedencia, daba un significado hondo y lejano a cada huella, sólo huellas en los territorios tantas veces recorridos por el viento. De un modo más definitivo, en algún territorio perdido del pasado, permanecerá la insondable realidad en la misma alma impresa. Permanecerá como el deseo de abrazar un destino, aun semejante a los sueños y aun desconocido. 12


No lo creo. Esta es la tarde de octubre tantas veces esperada. A esta hora deseaba algo más que el horizonte. No sólo escuchar el arrastrar de las hojas o más que mirar hacia atrás, andando en los caminos en los cuales los pasos trazaron un círculo infinito, donde, finalmente, encontrar un rastro más por la ilusión de verlo que por existir por aquello que no es ni una huella. Tarde en cuyo curso espero. En cuyo curso cierro las ventanas, habitada mi alma por la confusión, apagada por la melancolía, por el silencio de quienes se marcharon. Esta es la tarde de octubre ignorada.

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Tarde descubrí mis sueños, al pisar la tierra conocida después de emprenderlos. Aquí están: lámparas sin combustible, baúles vacíos. Los desenterré del tiempo. Ondeando una negra bandera arribarían los sueños a esta tarde de octubre esperada. Como barcos vacíos se acercaron a la costa. Bajo furiosas tormentas atravesaron distancias abismales. Son el espanto. Como sombras llegaron a la costa. Partieron sin saber hacia dónde, impulsados por las ilusiones de los vientos una mañana olvidada. Escucho una triste sinfonía. Un alma frente al mar. Alguien espera el retorno de un barco... Cuánto ha comprendido Heandel la belleza de un momento, hondo, inexplicable, similar y tan vasto, esta tarde de octubre ante el cielo desgarrado. 14


Soy un tonto, no lo niego. Suelo caminar bajo la lluvia, leer el periódico por las mañanas, buscarle cinco patas al gato. Soy un idiota, no lo niego. Olvido llevarme la toalla a la ducha. Llamo a las puertas con el pensamiento. Camino descalzo, río en voz alta. Sí, soy un loco, aunque también soñador, idealista e imbécil. Aún debo cambiar tantas cosas –los viejos zapatos que calzo, la oxidada cerradura de la casa–. Y he de hacerlo, de seguro, como cualquier loco, idiota e imbécil: cuando me dé la gana.

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Pienso, apago las lámparas, en el insignificante día, igual a cualquier otro, día en el cual se llevaría a cabo la salvación mil veces imposible de un miserable y sin aliento ser sin importancia. En auxilio de mí extendía sus manos. Inmensamente solo, ahogándome en una soledad sin tregua, como lo estuve en esa calle solitaria y vacía donde el mundo comenzaba a oscurecer, considerándome perdido y acabado. Nadie se enteró. Ni siquiera las rosas expandieron su aroma. De modo que las únicas lágrimas en rostro alguno derramadas fueron las anónimas lágrimas derramadas por mí, simulando un camino sin obstáculos, cuando en realidad moría, durante aquel amanecer, abriendo las ventanas, desfalleciente y sin fuerzas 16


por el inmenso y prolongado sinsabor, impidiéndome alcanzar por un instante un poco del sueño que anhelaba. Y cuando los primeros días transcurrieron, como lo sabe el hombre a quien le embarga la desdicha, conocí la imposibilidad de vivir. Vivir es tan extraño, semejante a un ave mientras vuela, en tanto el tiempo transcurre y transcurre mientras a cada momento surge una necesidad diversa y continua, cuyo único saldo es vivir y, por lo general, (es lo común) feliz.

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Sé que no regresará. Ni siquiera sueña con volver. Retenido en las interrogantes de una vida en cuyo seno se abre la distancia para mantenerle en la hora que interroga y que le ciega, salvo del deseo, en pos del cual despierta, como al dar un paso en los alrededores del bosque, atraído por el rumor del viento.

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Si yo tocase las puertas de la solitaria iglesia abandonada, ¿quién las abriría? ¿Por quién sonó el eco de sus últimas campanadas?, allá, en la bruma de los muertos, levantándose los viejos edificios al margen de la plaza. ¿Quién vendría en el rumor de sus pasos? ¿Quién, al fondo de la nada, encendería a oscuras una lámpara, atravesaría los densos corredores, como a través de las épocas sin cruzarse con nadie el vagar imperceptible de un alma? Tocaron a las puertas clausuradas. Las encontró en su camino la intemperie, expuestas a la depravación de la noche. Mudas las puertas clausuradas.

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Desnudos, atravesando los puentes cuyos trayectos trazó la memoria, arribamos sin lágrimas a las prisiones oscuras de todos los recuerdos, a descubrir en las palabras la absoluta invocación de las ilusiones, a sumergirnos en el despertar de la mañana. ¡La oscuridad de su razón, ceñida por entero a nuestros sueños, el silencio consiguiente al transcurso del placer en nuestras voces! Como pájaros desconocidos ascendiendo a su suerte hasta sobrepasar, sin límites, los instintos de su ser y persistir en tal destino sobre el más lejano de los bosques.

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Deseaba con vehemencia descubrirle. Adorarnos, comprobarme suyo. Vivir únicamente para amarnos. Soñar y conocerme en su camino. Pensar en la soledad del horizonte y aún estar dispuesto a recorrerlo hasta extraerle un gusto a este caminar sobre la Tierra. Y en el límite de aquel instante, desbordada recibí mi piel por la demencia de su cercanía. Por la eternidad prevista a consecuencia de nosotros. Por el furor de un movimiento que inventaba unirnos, subyugarme a los deseos de su vasta soledad. Habría de considerar el tiempo y existir más allá de las inseparables horas en sus labios. Nos sucedería el placer y la presencia adversa de lo irrealizable, la desconocida predicción al encontrarnos, someternos y la despedida. No obstante, aquello realmente extraordinario perduró en amar por cuanto éramos, el deseo de pertenecerle, convertido este sueño en absoluto. Clandestinos a la razón del universo. 21


Enloquece el bosque por el intenso piar desesperado de pájaros hambrientos, negros e instintivos. A la sombra del follaje intentan, para saborear con furia la pulpa de los frutos, devorarse como negros asesinos. Y a su vez cercana, y tan profundamente triste como la noche en la que ocurre la muerte más temible de las muertes. Así la tempestad sucedería, pronta a descargar su furia sobre la vegetación boscosa, dando fin, una vez más, a un momento semejante al más perfecto sueño de la vida. De un modo adverso ha sobrecogido al bosque el silencio que pensé imposible, desquiciado ahora por lo mudo. 22


Ocultas en el misterioso eco de la naturaleza, aleteaban las aves hacia la adversidad que en el bizarro cielo se extendía. Sin nidos, criminales, heridas por el sabor de la presa. Ahora, ante nosotros, la tormenta azota ciegamente al mundo hasta humedecer de sí la profunda esencia de los bosques, arraigada en el sueño más hondo de la tierra. Con su ira prolongada, alma arrebatada por los gritos, ocurrió que el tiempo primitivo fue sobrepasado, mórbido el instinto salvaje.

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En la imperceptible hora de cerrar los portones de la iglesia, altos los muros, ciegas las luces, los pájaros de la ciudad volaban hacia las campanas, abandonadas y mudas, sordas y abandonadas. Nada era como el rumor del viento, peligroso y lúgubre. Agitábase el follaje entre las sombras, inmóviles los alrededores, y así presentíase la tormenta que se avecinaba. Alguien pensó en el callejón oscuro. Y hasta el callejón oscuro prófugos y prostitutas arribaron como náufragos nocturnos. Allí descendieron al infierno, humanidad corroída por los vicios, a un paso de las ciénagas al margen del paraíso. 24


Los murciĂŠlagos devoraron en la noche indistinta a sus presas. Hombres lanzados a las sombras. Animales entre los arbustos. Hombres consumando una cĂłpula negra. Desde los tejados, ĂĄngeles se arrancaron las alas, otros los mordieron como lobos, guerreros olfateando una tierra ensangrentada.

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Desenterraré tus huesos cuando mueras. Los echaré a los lobos y algunos escupirán la sangre (los echaré a los lobos) cuando en sus gargantas atraviese el sabor de la muerte y escupan la carne sangrienta. Diré a las sombras dónde te ocultas. Diré tu nombre a los cuervos y los instigaré a repetirlo hasta que despiertes de ultratumba. Te soñaré con un palo metido en el culo. Apagaré las velas, invocaré a los demonios y derramaré sobre tu lápida copas de vino. Escupiré mi semen alrededor de tu tumba. Criaré ocho grullas y, sobre la cruz de tu sueño, volarán en círculos. Mirarás al cielo, mirarás. Aunque vaciados los ojos en sus cuencas.

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Todos me apedrearon. Se acercaba la noche. Rogué que no oscureciese y finalmente oscureció. ¡Oh!, Luna. A la luz de la Luna me cortaron un brazo. Enmudecerá por largas horas la noche y por largas horas la noche enmudeció. Puertas del silencio abrió de par en par la locura. Prendieron las antorchas y fueron al bosque. ¿Todos cenaban en la casa? ¿Sólo gritos escaparon al fuego? Alguien volvió. ¿Por qué regresaste? Sangre ardió en sus entrañas. Semen ardió en sus entrañas. Arrancaron las alas a los pájaros y al vuelo lanzaron pájaros sin alas. Entraré y golpearé las puertas de tus sueños. Las golpearé mientras duermas. Y despertarás y no podrás creerlo.

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Desplumaré los gallos. Y en el jardín de tu cabaña esparciré sus plumas. No lo hará el tarot: un olor a muerto te comunicará un mal presagio. Te despertarán voces de ultratumba. Y entonces, bruja maldita, el día que deseaste huir en tu escoba encontrarás la ventana cerrada. Lanzaré a tus puertas todas las piedras de la noche. A nadie escucharás. A nadie. Ensombrecerá la noche una Luna ya menguada. Y una Luna ya menguada ensombreció la noche. El aire faltará ese viernes trece. Verás mi rostro. ¿Lo habías olvidado? Ladrarán los perros. Te azotaré con un látigo. Tu carne desgarrada alimentará a los perros. Te azotaré con el látigo. A la luz de la Luna aullarán los lobos. Y los lobos aullaron a la luz de la Luna. Te arrancaré los ojos para que no regreses de la muerte. A precio de gallina flaca venderé tus ojos, con la mirada espantada por la muerte.

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Golpearé tu sepulcro. Lo escupiré noche tras noche. Amanecerá garabateado con insultos. Vagaré. ¡Oh!, vagaré. Vagaré todas las noches enlodando tu recuerdo. Las nubes enturbiarán el resplandor de la Luna. Y las nubes enturbiaron el resplandor de la Luna. De mala suerte será meditar en tu recuerdo. También escupirán tu sangre los perros. Robaré a quienes pronuncien tu nombre. Me cruzaré en sus caminos. Los moleré a palos. Los perros ladrarán en honor de tu nombre. Y seré feliz. Soñaré observando las estrellas. Viviré como un sueño todas las noches. Dormiré en paz bajo las estrellas. ¡Correré por la colina! Lejos, observarán una sombra. Impune, correré por la colina. Huiré a un mundo sin tiempo, en el cual viviré sin reserva ni medida. Veré. ¡Oh!, lo veré. Veré el día más espléndido –las flores abriendo sus bocas, pájaros volando, hombres ofreciéndome sus sexos–. Desaparecerá la Luna de la noche, vasta e infinita, arremolinadas las estrellas en el abismo sideral.

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Y un día, no muy lejano, volveré al pueblo disfrazado de bruja. Temeré a las carretas, leeré en el café malos augurios. Me haré la sorda (¿dónde está la iglesia?). Y me haré la ciega (¿adónde me lleva usted, rufián?). Y cuando me pregunten quién soy me haré la muda. Me reiré de todos, en medio de la plaza, como loca. Pediré, centavo a centavo, hasta reunir una fortuna. Lejos, desayunaré pastel y alimentaré a los pollos que mataré para el almuerzo. Respiraré aire puro. Daré gracias a Dios por comer del último hueso. E iré todos los domingos a misa. Y comulgaré. Compartiré mi pan con el hambriento. Será una hora extraña. Dormiré bajo los árboles, ninguna hoja traerá el viento. ¡Aún creeré dormir al despertar! Respiraré entonces el aire de la noche. Miraré al cielo sin furia. Cegaré entonces mis ojos, para no ver el recuerdo de la noche jamás.

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Yo vivía a la intemperie de mi psique concibiendo, como un águila, pensamientos criminales. Pájaros oscuros descendían a este mundo, seducidos por sus presas como ciegos contemplando llamaradas infernales.

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Negros, huían los lobos de los acantilados. Ocultaba la densa oscuridad la presencia de las aves en su vuelo, círculos silenciosos sobre los aullidos. Círculos silenciosos sobre los acantilados. Vientos impetuosos azotaban las puertas. Alguien olvidó cerrarlas. Ebrio, ardiendo en licor, hacia allí se dirigía alguien con sus penas.

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Al cerrar las puertas los escucho. Abren y cierran las ventanas. Van de una habitación a otra. Suelen apagar las lámparas. A oscuras enmudecen los ecos. El silencio de los parques, en cuya turbación ladran los perros y la suerte, como un mensaje a la conciencia, se hace audible a la inverosimilitud de los sueños. Aquí los antepasados enterraron los huesos. Aquí los antepasados cargaron sus armas. Aquí las mujeres invocaron a los muertos. Hasta aquí llegaron los extraños en busca de opio. Al polvo volvió el inmigrante. Aquí, una y mil veces, los amantes saborearon sus sueños. Aquí ondearon las banderas manchadas de sangre. Crecieron los árboles. Los vivos lloraron a sus muertos.

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Todos los ecos tocaron las ventanas. Aquí está el universo: la noche abre su garganta al resplandor de los astros. Todo lo consume con su propia lógica infinita. Otro fue hermoso, si alguno fue al sepulcro. También le habló la tierra y entendió que el siglo consumaría la venganza, oiría la sangre derramada de su generación. El campo, silencioso, entonaría un himno. No sería, en vano, ninguna de sus esperanzas. Los persiguieron como brujas. Encendieron las antorchas, levantaron sus cruces, lanzaron los perros en la búsqueda. Aun así, celebraron sus cópulas. Sucedían los besos, ebrios por el vino. Luego sucedían las caricias hasta la locura del abrazo. No había más que este mundo. Respiraba el frío aliento de la noche, dilucidaba el presente sus enigmas, el futuro trazaba su camino.

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Todos sobrevivieron a las guerras: descorazonadas e inútiles, y, a su vez, partieron algunos. Y del mismo modo, al volver a la substancia de la tierra, se los tragó la memoria. Al día siguiente, los deudos cerraron las puertas. Los desconocía tanto como a aquéllos más allá del puente. Cerraba mis ojos. ¡Oh!, la oscuridad de un misterio cercano, imprescindible para el acto de vivir caminar sobre el lenguaje mudo de sus pasos. Vi el destino. Cara a cara. Ojos de otro mundo brillaban al mirarnos. Mientras caminaba entre los árboles observé a los pájaros, los propósitos inútiles, animales sin ningún presagio y cuyas ilógicas vidas, de las alturas a los nidos, los hacían aparecer en lo alto. Lejos, desgarrados por el viento marino, extraños recuerdos me traían banderas en el mástil de un barco.

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Como una tempestad distinta a la vista. Como un camino nunca transitado. Como si describiesen tierras sin dueños voces que entonces conocía. Un difunto retirándose a dormir. O, simplemente, el viento entró por la ventana, la sombra que entonces percibimos arrastrar todo consigo a la nada. Al cerrar las puertas los escucho. Escucho detrás de la puerta el eco de unos pasos. Alguien cavila largamente. Porta el sombrero en la mano. Luego un espíritu desató los ladridos. Algo, algo de este mundo quizás atormentaba a los perros. Los atormentaba algo que yo desconocía. Unida la muerte a la sucesión de las noches, todo lo cubrió la ausencia. Si a medianoche despertaba, oía el silencio de los búhos. Caminé a la luz de la lámpara y lo único real era la sombra de un hombre viviendo el resto del tiempo en la plaza. Alguien inquietante, con aspecto de rabino, enterrados sus ojos en las sombras como el resto de su cara. 36


“Yo levanté las iglesias –murmuró–. Yo interpuse mi mano a cualquier maldición. Yo alimenté vuestra riqueza. Sin nadie más que mi Dios”. Las palabras pesaron en la realidad, como el polvo se deposita sobre los relojes de madera. Nada se escuchaba en los alrededores, los perros callaron en los alrededores, mientras la memoria trajo a la conciencia esas palabras. Cayeron las hojas y los muertos las pisaban al subir las escaleras. Se manifestaba el continuar de unos pasos que... ¿dónde acababan? ¿A un sepulcro diferente del final? Ciegos por la visión de los horrores, regresaban, noche tras noche. Acá fallaron y mintieron, acá lanzaron los golpes, acá también los recibieron. Acá encontraron la paz inexistente bajo otro cielo. Enterraron no sólo el amor, poderoso y vasto, sino la vida, menos inmortal. ...Si no estás, aún escucho que cierras las ventanas. Sé que te aproximas, 37


a pesar de la distancia de ultratumba. Si conservas tu nombre te llamo y ¿por qué no me escuchas? ¿Por qué escucho que me llamas cuando suenan los relojes? ¿Por qué escucho que me llamas? Como si el viento borrase las huellas, la tierra cubrió uno a uno los sepulcros. Cayeron a ella uno a uno los pétalos frágiles de las ofrendas. Cantaron también los pájaros, voz de la nada, voz que atravesará los muros. Espantados por la ausencia, los deudos se sacaron los ojos. Ya un silencio sin nombre trababa sus lenguas. Cada pensamiento abrió una puerta a la locura. Como locos, otros mataron a los perros. El espacio perdió su propia dimensión. Prolongó las percepciones a un punto rebasadas las fronteras, en cuyo trayecto se atravesaba en la visión del bosque el esqueleto hambriento de una higuera. La noche aún se asienta, silenciosa, precedida por el viento. Sombras de las ramas espesas.

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De ahora en adelante vagaré por las calles. Invocaré a los búhos. Atacaré a los transeúntes. Vagaré por las calles, enmudecidas, largo tiempo a oscuras. Nadie movió un dedo por ellas. Nadie las atravesó, salvo el viento entre las sombras y algunas prostitutas. Yo era un hombre sin destino. Atrás dejaba la calle maldita y, a su vez, me acercaron a otra el sabor de mis pasos. Ese era el sendero trazado por mi psique: a la infelicidad llevado de la mano. Jamás volví la mirada a las calles perdidas, agonizante la luz de las farolas. El Sol 39


desgarraba las sombras con sus resplandores, aunque las sombras, entre resplandores, hundían algunos edificios en las sombras. Como a la fachada barroca de una iglesia aún cerrada. Atrás, alzábanse los edificios –los hoteles, las ruinas y la aduana–. Recorría el mundo mientras el pueblo dormía para siempre e, ignorados, respiraban lobos salvajes. Deliciosos sodomitas. Dos cuerpos forjaban los eslabones de un coito, la felicidad que hasta entonces aspiraban. Oscuras las plazas vacías, iba por las calles, alumbradas a lo lejos por débiles e inútiles farolas; ruinas de cuya soledad emergían enigmáticas. Proseguirían ellas mismas, silenciosas, afectadas por el tiempo, imperceptiblemente, hacia la precariedad, aunque no por esto menos trágicas. Como las manos de un cadáver. Durante la noche, quedaron vacías las calles populosas.

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Un sello, espantoso y terrible, abrió el último ángel. Rompió las puertas un agudo tormento. Todo lo hundió en la muerte. Cuervos huían de un túnel oscuro y sombrío, y así el horror emergía a este mundo.

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Las aves observaban al mundo. Ojos sin luz atravesaban las fosas de la selva. A la intemperie vagaba un pájaro marino. Y, como ante los ojos de un ciego, todo ocurría: oculta, por árboles tras árboles, la única senda.

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El calor de la noche llegaba hasta nosotros. Yo cerraba los ojos y observaba la noche como si no cerrase los ojos. Mi sueño saciaba mi alma, su deseo desgarraba mi vientre. Escarbaba como un perro, el suelo se teñía de sangre. Si el viento soplaba en la noche, ocultaba en sus ecos gemidos violentos, mudeces salvajes, voces, silencios de hombres que desean entregarse a otros hombres. La rueda de mi percepción daba vueltas y tal era la intensidad de lo real que la memoria lo cruzó sin captar lo verdadero. ¡Sólo oscuridad al fondo de la oscuridad!, 43


atravesada por una melodía, igual al palpitar de una noche constelada y sin muros tapizando un laberinto secreto, sin conexión alguna con el más allá. Alentada entonces por la expansión de nuestras almas, transcurría aquella unión, íntima, en silencio, reducto de un espacio sideral, ocurrida en el pensamiento.

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Aquí el viento abate las olas. La orilla se cubre de espuma. Aquí la noche transcurre silenciosa, las puertas cerradas, una llama destella. Aquí dos hombres se abrazan, lanzados al deseo como potros lanzados al paisaje. Apagaron las velas y ya no se miran. Todo lo ven como la noche. Cada caricia implica un palpitar infinito. Se alimentan de la cercanía, cuyo poder los rebasa. Náufragos en medio del mar, en cuyas mareas sus brazos dan vueltas como náufragos.

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Solo y sin destino, parto temprano en la mañana. Hasta ahora piso la estación durante mi partida de este miserable pueblo, en cuyo tren ocupo el último vagón, solo y sin destino. ¡Con cuánta fuerza atraviesa la distancia y penetra de igual modo en el misterio de la lejanía, como si en algún otro lugar realizaría mi existencia en el mañana!

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Detrás del viejo tejado roto del galpón y de los árboles, y más allá del horizonte, débil, ocultábase el fulgor del crepúsculo. Las sombras ocupaban toda lejanía. Más allá de las afueras, quejumbrosa, dormía la estación vaciada, ocupada por el tiempo, el espacio inabarcable donde ni siquiera alguien existió por completo. Apagábase el crepúsculo, tan persistente y paulatino como aquella soledad inmóvil, estancada al fondo de la tarde sobre aquella construcción, ahora silenciosa, perdida al final de sus quehaceres, abandonada a los límites de un campo, limpio después de la siega. 47


Ausente de la soledad de mi espacio, las luces continuaban apagadas. Nadie abriĂł las puertas detrĂĄs de las cuales el viento murmuraba. Abandonado se veĂ­a aquel lugar a la distancia y, en efecto, en aquel momento, el antiguo mobiliario estaba abandonado, lejos de la verdad humana.

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Morir. De antemano significó la vida, luego el tiempo. Su piel arraigando las caricias. Separarnos hasta conocer otro destino o por esta fuerza recobrarlo. ¡Ha significado más tiempo, conocido de la muerte, este sufrimiento mientras viva! ¡Cuántas noches la soledad recorrió, antes de emprenderlo mis pasos, mi destino! Ayer se acercaron los lobos, la piel agria de las tierras sin rumbo, las noches sin fuego y el frío de cavernas. Decisivos, dirigí mi vida hacia universos, ausentes de las ilusiones que correspondían

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a mi corazón. Era la desgracia el fiel acierto. Ahora la muerte, el silencio semejante al más profundo sentimiento y que aún temo soñar. Y sin embargo, la tristeza transcurrida como rieles del destino, obviando las razones de todo corazón, cedió a redimirme en tanto la absoluta soledad era impostergable. Y aunque sólo de este modo errante es posible resistir a la demencia consecuente del pasado y la razón, con su lejana bienvenida, con su renovada esperanza, es así como la muerte nos devora hasta destilarnos en cenizas.

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De un poder tan vasto, semejante a la inigualable demasía del tiempo, de tal modo es el placer oculto de su ser y el imperio de su abrazo. Y no obstante, la distancia entre nuestros corazones permanece aún cerrada, impenetrable, en la profunda esencia de la lejanía cuya fatalidad conozco. ¿Dónde estás locura? ¿Dónde estás error? Porque puedo invocar mil causas para la unión que ocurrirá una vez y, sin embargo, esta noche es tan inexplicable y solitaria. Como si esas razones nunca hubiesen existido. Como si, aunque las conozca, mis pensamientos aún las buscaran.

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Sé que abandono con el amor más grande la tristeza más eterna, aun con toda la posibilidad absoluta que posee de la felicidad, ese mundo en la cercanía de los límites más ciertos de mis sueños, tan importante como la certeza de la realidad que, de ahora en adelante, será perfecta. Transcurrían los valles observados desde los trenes de la más lejana tristeza, el pensamiento oscuro del adiós como el imposible interpuesto entre la realidad y el deseo donde sucedía. Si conozco mi vida de este modo le comprendo: la integridad del dolor perteneciente a la muerte, el rumor indiscernible del olvido. 52


...Escucharé la vida antes de conocerle: “Mi alma palpitará en su alma. Su cuerpo socavará mi cuerpo”. Silencioso, cautivado, murmuraba en las cavernas de la soledad, ahí donde el pasado y las tristezas se encontraban. De cualquier modo, el tren se detuvo en un lugar muy distante. El tiempo proseguirá ciegamente en su curso, cumpliendo tal sentencia en sí mismo, en el recorrido de sus rieles. ¡Perderme en el mar, atravesar el olvido! Hoy, después de tantas ilusiones, otra suerte acontece –la eternidad en la conciencia de vivir, las huellas de la melancolía en el rostro. El silencio de la noche semejante a la muerte.

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Fuimos como náufragos desconociendo cuanto de antemano conocieron y existía, frente al amplio y silencioso mundo ahora socavado bajo maldición y a la vida contrapuesta al sentido de la muerte, y de ésta al hecho de la eternidad trastocada en medio de sus corazones. Y de la lejanía habría de volver a esos valles inmensos, habitados por la eternidad, tan misteriosos y vastos que, en el fulgor intenso del crepúsculo, sucumben ante las montañas más altas. Sordos emergen ahí los silencios antiguos. En ellos permanece despoblada la soledad desde el comienzo de los siglos.

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Nada realmente ha concluido. Un errante espera el despuntar del día. Inevitables pensamientos lo arrastraron a un territorio sin nombre. Un día tras otro transcurren los días –caminar por las calles usuales, observar los viejos edificios–. Todo continúa como de costumbre: los cuervos llaman a la muerte. Nada realmente ha comenzado. Un triste pasajero piensa en arribar a su destino. Hasta que la visión de los árboles gobierna por completo su mente, enmudecida por la lejanía, obligándole a su vez a renunciar a los propósitos que la pradera lejana hizo conscientes. Silencioso, en el último vagón de un tranvía.

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Solo pienso frente al mar. Mi vida tomando una resolución, ahí, ante el aliento de las olas, partiendo hacia las fosas del mundo. La naturaleza respiraba, presa de un pensamiento maldito. Hasta llegar a la densa oscuridad el vaho ascendente de las olas. Todo fue definitivo. Aquella lejanía sin término habría de tragarse al mundo, aquel desgarramiento infinito donde tendría principio y fin la eternidad. Ocurría entonces de la misma vida una verdad más grande, aquélla que atraviesa el destino como pájaros surcando, ciegamente, el abismo del pasado hacia los mares. 56


Solo. Era necesario el porvenir para comprender el eco de esas noches, el mudo eco de sus pasos. Emergía el ser de la locura, el poderoso calor de la sangre, trabados los labios, desterrados mil veces, mil y una vez, el pasado y el fin al que éste conducía. Solo llegué al país del desembarco, como la muerte separa a un hombre de su propia tierra. ¿Es esta soledad el saldo de una vida, plagada de defectos, insignificante y equívoca, ajena al resto de la vida, bulliciosa detrás de los muros y que, por inexplicables razones, le proveería de un final, aunque precario, al hombre que deseaba por entero ser lo que soñaba?

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Viví (ahora lo comprendo) horas insignificantes, dolorosamente solitarias. Como volver una vez más a la vida, a sus inevitables hechos sin importancia alguna. Como observar disiparse el crepúsculo, enfurecerse el mar, donde ingobernables corrientes me arrastraron una vez al naufragio. Como extranjero y extraño, peregrino y errante en toda la tierra, aquella mañana volví a la vida. Nuevamente, aquella mañana abría la verja, miraba hacia la plaza, trazada por múltiples caminos, segados los árboles a sus orillas y arremolinadas, lentamente, las hojas húmedas y secas. 58


Yo amaba recorrer el mundo. Partía de antiguos países y, rumbo a sus muros, dejaba mis huellas. Hoy las borro del camino. En círculos doy vueltas a la Tierra.

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¿Eran mis actos eslabones, impenetrables tinieblas sólo posibles, en la locura, atravesar por túneles oscuros precariamente descifrados por los sueños? Perdidas permanecen las ruinas de una civilización. Persistieron a pesar de requerir la realidad una comprensión más vasta y absoluta.

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Sordo mi triste llamado, ni siquiera atravesó mi voz el silencio circundante. Nadie pudo salvarme, menos un hombre tan perfecto y erróneo como yo. No lo hizo la suerte tan denodadamente incorrecta, ni el azar, carente de significación. Nada pude hacer para que fuese la vida cuanto es, ni siquiera soñar, un acto por entero inútil.

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Del antiguo templo todos permanecemos excluidos, sordos a las campanadas. Al borde del muelle. Solitario. Pensativo. La circunspecta multitud se dirige hacia la iglesia, atraviesa la calle del comercio, abandona los viejos edificios. Un triste y gris domingo. Un domingo por la mañana. No era nada. Apenas una luz a punto de extinguirse, una puerta entreabierta, una moneda olvidada. “Poseyó aquel destino, atravesó aquella tarde, una noche mientras esperaba”. ...Pensaba, cuando era más humano, prenderle fuego inextinguible al mundo, 62


un fuego que pudiera consumir esta sola y terrible circunstancia, esos deseos arraigados en las sombras. ...So単aba ante la noche abismal de mi destino.

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Nunca fuimos hermosos y ésa fue nuestra única belleza. Como una guerra perdida de antemano, la vida nos destinó al amor como lo suelen estar los seres hermosos. Nos redimió algo en su extraño poder, algo imperfecto, frágil, marchito, como dos seres tomados de la mano. ¿Todo fue imposible? Todo fue una búsqueda de algo que, por naturaleza, era ajeno a nosotros, aunque nada explicó su poca importancia y menos todo lo perdido.

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Desilusionado, lo cubrieron las olas, desilusionado. Nada fuera de lo común escuchó, salvo el pálido silencio de su entorno, el sordo murmurar de las aguas. Nada importó. ¿No había regresado? No importaron los días perdidos, ni los lugares soñados.

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¡Fuego en el puerto! Dejen que las llamas consuman la vieja barcarola, húmeda, triste, ensangrentada, rumbo al cementerio, conducida por las turbias aguas. El más allá sembró mis pensamientos. Ondearon en el puerto las banderas en llamas. Cenizas serán mis huesos, sombras alimentadas por las aguas.

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Ausente de la historia del mundo, recordé a los poetas y ninguno de sus versos contenían mis palabras. Tragedias ajenas a las mías tocaron al piano los compositores. En mi corazón se expandió el silencio de sus ecos. Entonces, empuñé el lápiz y, mientras escuchaba morir una triste sinfonía, en la página final de los 20 Poemas de Neruda, comencé mi propia canción desesperada. Desde entonces, con la memoria perdida y al término de la existencia, todo lo viví como al releer viejas cartas. Si en una calle solitaria daba un paso: ésta era mi vida, éstas eran mis palabras.

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Poes铆a maldita de Robert Arap茅 es una edici贸n por demanda de Comala.com. Se termin贸 de imprimir en el mes de febrero de 2006. Caracas - Venezuela.

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